Abiertos al Espiritu

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ABIERTOS AL ESPÍRITU
M. CÁNDIDA SARATXAGA - LAZKAO
1.- introducción
Una de las grandes aseveraciones del credo bíblico se sintetiza admirablemente
en el prólogo de carta a los Hebreos: “Dios, después de haber hablado muchas veces y
diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días nos ha
hablado por el Hijo”1. La revelación de Dios apalea a un tiempo y a un destinatario. No
es atemporal ni inmediata, dirigida a cada creyente en particular, sino histórica (muchas
veces), mediata (en diversas formas) y pública (a nuestros padres = a nosotros).
Su revelación no es mera automanifestación enunciativa de su misterio, a la
luz del cual revela al hombre a sí mismo, sino palabra interpersonal y dialógica que
solicita y espera respuesta, que llama al hombre a la búsqueda, a la escucha y a la
obediencia.
La revelación de Dios toma cuerpo en relación estrecha con la experiencia que
el hombre tiene de sí en cada momento. Dios se revela en el seno de esa experiencia. Y
por lo mismo, el camino que conduce al conocimiento de Dios no pasa por sesudas
investigaciones religiosas que pretendan penetrar de una vez por todas en los arcanos
del mundo celestial trascendente, sino en la disposición a acoger, a escuchar y a
obedecer lo que Dios nos dice “muchas veces y de diversas formas” en el tiempo como
fragmentos complementarios de un progresivo2 y, sin embargo, único mensaje de Dios
para cada generación en el tiempo que le toca vivir.
Pero además todo mensaje en que se expresa la revelación de Dios tiene un
destino de particularidad, destino contextual, situado. Por eso, aunque no hay identidad
plena entre hermenéutica humana y la revelación de Dios, no hay otro medio, sin
embargo para acceder a tal revelación. En consecuencia la doctrina sobre Dios
1
Hb 1, 1-4
2
Cf. S. GREGORIO NACIANCENO, Los cinco discursos Teológicos, Madrid 1995, pp. 221-258.
1
(θεολογια) de la fe adopta siempre la forma de reinterpretación y re-lectura, por ello
casi siempre en crisis, en desplazamiento continuo, porque todas las épocas tienen su
novedad y su cambio (de objeto y de perspectiva) que reclaman re-contextualizar el
mensaje revelado. Comprender la fe (intelectus fidei) no puede estar desligado de lo
histórico, es más quaestio que tesis.
Esta toma de conciencia explícita y orgánica de la historicidad y de la
mediación como categorías fundamental y universal de la economía de la salvación fue
designada en el concilio Vaticano II, con una expresión tomada del lenguaje de Jesús
mismo, como «signos de los tiempos» (Gaudium et spes, 4) en referencia a los indicios
significativos de la presencia y de la acción del Espíritu de Dios en la historia. La
advertencia que dirige Jesús a sus contemporáneos resuena enérgica y saludable
también para nosotros hoy: «Sabéis interpretar el aspecto del cielo y no podéis
interpretar los signos de los tiempos. ¡Generación malvada y adúltera! Pide un signo y
no se le dará otro signo que el signo de Jonás» (Mt 16, 3-4).
Ahora bien, todo mensaje precisa de un fiel exegeta. También el mensaje de
Dios: « ¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?
Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros
no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para
conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Co 2, 11-12). Sólo el Espíritu Santo,
al imprimir en el corazón de los creyentes la imagen viva del Hijo de Dios hecho
hombre, puede hacerlos capaces de escrutar la historia para descubrir en ella los signos
de la presencia y de la acción de Dios.
Así pues, esto es lo que humildemente nos proponemos: recoger la invitación
de San Benito a escuchar y meditar “lo que el dice el Espíritu a las Iglesias”3, efectuar
Lectio divina sobre nuestro momento histórico como locus theologicus, como
sacramento del Eterno para reverdecer el enunciado del Espíritu Santo hoy para
nosotros. Lectio divina que nos ayude a congojar el “semper” del hecho revelado y “el
novum” de la historia de cada día. ¿Qué mensaje necesita atender hoy la vida monástica
para hacernos capaces de escrutar e interpretar, a la luz del exegeta divino, los signos
3
Rb, Pról., 11.
2
históricos como símbolos en la lógica de la economía del señorío final de Cristo sobre la
historia? ¿Qué mensaje necesitamos escuchar los monjes hoy para penetrar y discernir
esos símbolos estacionales tal como el “vigilante” Jeremías que fue capaz de percibir el
cumplimiento del tiempo salvífico cuando vio florecer un almendro4? ¿Tenemos los
ojos abiertos para ver que están floreciendo también hoy nuevos almendros?
2.- Encrucijada cultural y desafíos creyentes
Lo primero son los hechos: El cambio cultural del mundo contemporáneo
Son variadas las denominaciones con que los analistas se refieren a los enormes
y profundos cambios socio-culturales acaecidos en nuestra época. Pero todos son
unánimes al reseñarla en situación de novedad, de permutación, de advenimiento de una
época nueva, la del nihilismo, la muerte de Dios, el politeísmo de valores, la
postmodernidad. Estamos en “un mundo que cambia”, un mundo en tránsito (he ahí el
problema, porque aún no sabemos “hacia dónde o a hacia qué”). Esta situación es el
resultado del avance constante del proceso de secularización, de diferenciación y
progresiva emancipación de las realidades profanas respecto de la religión, por el que
amplias zonas de la vida social se han emancipado de la tutela de la religión y han
comenzado a regirse por normas propias5. Cierto que este proceso de secularización de
las esferas profanas respecto a lo religioso no tendría que estar asociado necesariamente
a un desinterés por lo religioso6, pero la pérdida de plausibilidad socio-cultural nos ha
arrojado de hecho a un pérdida casi completa de su visibilidad en las sociedades
modernas y a lo que se ha denominado la “salida social de la religión”7.
El análisis nos llevaría lejos. Señalaremos aquí simplemente algunos de sus
rasgos consecuentes:
4
Cf. Jr 1.
5
Cf. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Ideas y creencias del hombre actual, Santander 20005, pp. 43-65.
6
Cf. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Cristianismo y secularización. Cómo vivir la fe en una sociedad
secularizada, Santander 2003, pp. 160-164.
7
Cf. M. GAUCHET, Un monde désenchanté ?, Paris 2004.
3
Eclipse de las tradiciones y el sentido,
porque la visión funcional de la realidad va progresivamente debilitando el
sentido y la necesidad de las tradiciones como enganche con el pasado y proyección
hacia el futuro. La tradición deja ser tónicamente vinculante para ser captada como una
opción entre otras. El resultado es su pérdida de fuerza normativa y modélica. El sentido
es mortal y no hay visión unitaria del mundo De este modo nuestra sociedad va
inutilizando su memoria histórica y volviéndose culturalmente amnésica y
calidoscópica: una sociedad sin pasado y alienada. Sin sujeto histórico autónomo que
aliente una trinchera de resistencia social y sin anclajes patrimoniales que den
coherencia a la vida individual y social y que den sentido a las movilizaciones hacia
objetivos de futuro. La tradición convertida así en un elemento arqueológico estético no
normativo, pierde apoyo y es incapaz ya de ser aglutinante de sentido y orientación para
la vida8
Dificultad para el simbolismo.
El espíritu objetivista se ciega al simbolismo. No capta la dimensión de
profundidad de lo real que solo puede ser sugerida, evocada, insinuada. Enfrascado en la
constatación empírica de la realidad es inhábil para adentrarse y percibir la presencia del
Misterio9. Por eso se hurta sistemáticamente a la reflexión, al silencio, a la hondura, a la
introspección sobre la propia vida mediante una indefinida degustación estética de
sensaciones epidérmicas; se entroniza lo efímero, la vulgarización de la banalidad10. La
ofuscación por lo nuevo lo nivela con lo verdadero; el dominio de la publicidad, que al
poner todo en venta, confunde la existencia con mercadería; la manipulación de la
naturaleza por la técnica, considerada ilusoriamente como un instrumento con
neutralidad ética, todo coadyuva a que la trascendencia y los símbolos mueran
sofocados por el consumo acelerado y nunca satisfecho, de micro-trascendencias
personales e individualistas
8
Cf. J. Mª. MARDONES, En el umbral del mañana. El cristianismo del futuro, Madrid 2000, pp. 130-131.
9
Cf. J. MARTÍN VELASCO, Ser cristiano en una cultura posmoderna, Madrid 1997.
10
G. LIPOVETSKY, El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas,.
Barcelona 1990.
4
Desprestigio de las instituciones,
porque el acento cae del lado de los individuos, en sus necesidades interiores de
estar bien, de sentirse a gusto, de armonizarse. Se sospecha de los metarelatos porque
legitiman la institución y pueden ejercer funciones totalizantes como sustitución de la
aporía de la autorización. Además, el clima democrático desprestigia cualquier sistema
centralizado y jerarquizado frente a las soluciones descentralizadas y liberales, con la
sospecha de autoritarismo, de rigidez a-crítica, de patologías auto-defensivas que las
alejan de la realidad para convertirse en un fin en sí mismas. El resultado es la
desafección, la adhesión precaria y la confianza débil, cuando no el rechazo.
Exacerbación del individuo y su subjetividad
La cultura occidental actual es profundamente individualista. Gira ansiosamente
alrededor de la autorrealización, la autoexploración y la auto-experiencia11. Un largo
caminar en la modernidad ha dado a la persona conciencia de su dignidad y autonomía
frente a cualquier poder o usanza. Pero además, la introspección del psicoanálisis y la
novela han posibilitado el acceso divulgado a la autoexploración haciendo que el
individuo vaya adquiriendo conciencia de su propia subjetividad abismal y, en
derivación, de su capacidad interpretadora que no se siente normalizada por el control
institucional. Todo ello ha proporcionado a nuestra cultura actual una fuerte coloración
individualista y subjetivista que desplaza el énfasis de la interpretación desde la
institución hacia el individuo sobre todo en los ámbitos de ideología, creencia y sentido.
El relativismo ideológico y el pluralismo cultural
Consecuencia lógica de todo ello es la progresiva fragmentación de la cultura: la
oferta plural de ideologías, opciones, visiones y creencias que desembocan
inevitablemente en un mercado de opiniones relativista que nivela opciones y que
erosiona la verdad negándola su pretensión categórica12. En los ambientes de
11
Cf. G. LIPOVTSKY, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Barcelona
19872, pp. 17-48
12
Cf. J. GÓMEZ CAFFARENA, El pluralismo sociocultural como posibilidad y desafío para la fe, en
Pluralismo sociocultural y fe cristiana, Bilbao 1990, pp. 17-35.
5
vanguardia postmoderna13 se desvalora hoy la razón y la lógica porque no hay
explicación racional, no hay ciencia que satisfaga las dudas. Lo único que cuenta es la
literatura o el arte como narración sin ninguna pretensión de persistencia o explicación.
No se persigue ningún fin, basta el juego, todo es lúdico, la voluntad se bate en retirada
ante lo placentero14. En la vida social se insiste en la "diversidad", las “diferencias”, la
“alteridad” la “repetición”, que en el fondo viene a significar que cada quien, individuo
o grupo, viva como le parezca conveniente. No hay reglas. Pertinentemente sentenciaba
el por entonces Cardenal Ratzinger que “se va constituyendo una dictadura del
relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida
el propio yo y sus ganas”15
Y los hechos son tozudos: Repercusiones sobre la religión
Los efectos de esta situación socio-cultural sobre la religión y la religiosidad de
nuestro tiempo no se han hecho esperar:
Crisis de lo religioso
Todos los análisis sobre la situación religiosa en Europa coinciden en señalar su
profunda crisis16. Martín Velasco percibe esta nueva configuración del fenómeno
religioso como una metamorfosis de lo sagrado17. En la misma línea Mardones
denomina la nueva situación religiosa como de reconfiguración de las creencias18
Denominaciones ambas que nos remiten a la drástica y peculiar situación de cambio y
13
Cf. A. QUEVEDO, De Faucault a Derrida, Pamplona 2001.
14
Cf. G. LIPOVETSKY: El crepúsculo del deber, Barcelona 1994, p. 19ss.
15
Cf. J. RATZINGER, Homilía en la Misa “Pro eligendo Pontifice”, en Ecclesia 3255 (2005), pp. 21-22.
16
Cf. P. L. BISER, Pronostico de la fe. Orientación para la época postsecularizada, Barcelona 1994, pp.
21-59.También T. LUCKMANN, La religión invisible, Salamanca 1973; J. DERRIDA- G. VATTIMO- E.
TRIAS, La religión, Madrid 1996; INSTITUTO SUPERIOR DE PASTORAL, Mundo en crisis. Fe en crisis,
Estella 1996; A. TORRES QUEIRUGA, El cristianismo en el mundo de hoy, en Colección aquí y ahora,
Santander 1992.
17
Cf. J. MARTÍN VELASCO, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, en Cuadernos aquí y
ahora 36, Santander 1999.
18
Cf. J. Mª. MARDONES, En el umbral del mañana…, p. 57.
6
transformación que se está operando la misma. Los datos son conocidos: descenso
imparable de la práctica religiosa; subjetivación hermenéutica y debilitamiento
constante de las creencias donde cada vez más el individuo interpreta y hasta elige su fe.
Desmarque creciente respecto de la doctrina moral y difusión de prácticas alternativas
tomadas con eclecticismo de otras tradiciones religiosas o de otras propuestas de sentido
de otras formas de filosofía y reflexión ética. Caminar por lo informe para representar lo
impresentable. Estética de lo sublime sin nostalgias.
La crisis afecta, pues, a la práctica, a las creencias y a la institución, pero sobre
todo y por debajo, a la actitud creyente y a su vivencia por los sujetos.
Crisis de Dios
En efecto, del ateismo militante de los primeros tiempos de la modernidad
hemos pasado a una situación epocal de increencia generalizada bajo la forma de
indiferencia religiosa que resulta ser en la práctica una situación de mayor alejamiento
con respecto de la fe19. Es la actitud de ignorancia o de rechazo implícito de Dios por la
que Él ha dejado de ser problema: ni ocupa, ni preocupa20. El resultado es la
instauración de una cultura de la ausencia de Dios: nada en la sociedad, ni en la mayor
parte de las vidas de las personas remite a Dios. Dios ha desaparecido como clave de la
organización de la vida social, como hipótesis explicativa última y, mucho más, como
solución de nuestras necesidades intramundanas. Nuestra sociedad se despide de Dios
en forma de impotencia para creer, de agnosticismo que no sabe lo suficiente para optar,
o de materialismo práctico derivado de una sociedad de sensaciones que se refugia en
las micro-trascendencias inmanentistas de quien disfruta sin fantasías de su pequeño
jardín.
Cierto que como reacción a la situación socio-cultural y ante las carencias que
provienen de la necesidad humana de dar sentido, o por la situación de inseguridad que
provocan en las ciertas personas los profundos cambios de nuestro tiempo, han
19
Cf. A. JIMÉNEZ ORTIZ, ¿Qué hacer frente a la indiferencia religiosa?, en Razón y fe 237 (1998) 391-
403. También J. A. ESTRADA, Dios como problema en la sociedad contemporánea, en Isidorianum 7
(1998) 9-26.
20
Cf. J. MARTÍN VELASCO, La misión evangelizadora hoy, San Sebastián 2002, p. 66.
7
aparecido nuevos movimientos religiosos, vagas búsquedas espirituales o meros
servicios sacramentales, que pretenden aquietar la nostalgia de la llamada de la
profundidad y de la sed de Misterio21. Pero un análisis más detenido de estas búsquedas
espirituales y nuevos movimientos religiosos aclara que la mayor parte de ellos son
manifestaciones de lo que se ha llamado “religiones sin Dios”: manifestaciones
humanistas que recuperan el vocabulario y las acciones de lo sagrado pero sin requerir
el trascendimiento de la persona. Religiones del “hombre divinizado” donde la
divinización no supone la superación real de la condición humana, sino el desarrollo de
sus mejores posibilidades. Lejos de representar una vuelta a la religión son alternativas
humanistas o terapéuticas a la misma.
…y desafíos
En esta situación religiosa envuelta de incertidumbre e inseguridad para las
confesiones tradicionales y en las que las corrientes esotéricas se dirigen a nuevo
irracionalismo que degenera en una incredulidad crédula que recela del esfuerzo en la
búsqueda de la verdad, el peligro está ahora en discernir bien y en no confundir
nebulosidades con trascendencias, ghetto con identidad, ni testigos y guías del Misterio
con “gurús”.
Una fe de experiencia teologal
Abocados a vivir en una situación incómodamente aculturada, la fe es desafiada
a la radicalidad diáfana de lo teologal: fundamentarse cada vez más neta y nítidamente
en la experiencia personal del reconocimiento del sujeto en la Presencia del Misterio
fundante en lo más profundo de su persona22. En efecto, lo propio de la experiencia
religiosa es consentir a la Presencia sentida en los más íntimos límites23 del corazón.
21
Cf. J. MARTÍN VELASCO, Metamorfosis de lo sagrado…, p. 13-16.
22
Cf. J. MARTÍN VELASCO, Ser cristiano en una cultura posmoderna, Madrid 1996, pp. 70-125.
23
Cf. R. PANIKKAR, Iconos del misterio. La experiencia de Dios, Barcelona 19983, p. 61: La experiencia
de Dios coincide con la experiencia de la contingencia. Es en el reconocimiento de la tangencialidad,
esto es, al tocar sus propios límites, cuando se abre la conciencia, y se percibe que “hay” algo “más
allá” que se escapa de los propios límites, que trasciende toda limitación.
8
Solo la vivencia de esa Presencia fundante24 (que estaba justamente ahí, pero escondida)
será capaz de contrarrestar con éxito la irrelevancia cultural a la que está sometida lo
religioso25.
A la crisis de la fe cultural se responde con más fe teologal, con una aguda y
personal vivencia del Misterio trascendente que es Dios. Con un conocimiento de Dios
obtenido por medio de una relación vivida26. Hoy las circunstancias ambientales fuerzan
a los creyentes a poner su fe a la altura del Dios en quien creemos. Un Dios no
necesario para que el hombre se desenvuelva en el mundo, ni para la supervivencia de lo
humano es un Dios impredecible e imprevisible, absolutamente trascendente y gratuito.
Es un Dios que se padece, que tiene la iniciativa, que se manifiesta como presencia
(retirada) que nos cerca, nos presiona y nos intimida27 y que acierta a ofrecer vestigios
de su misterio a través de la experiencia y compresión que todos podemos hacer ya a
partir del puro dato inaugural de nuestra existencia.
A un Dios que nos cita28 con una presencia elusiva si, pero ineludible29, la fe
debe responderle desde la experiencia inserta y viva, desde el conocimiento interior
(entrañable) de sabernos buscados, interpelados y encontrados. Con la oscura certeza de
su Presencia que nos llama por nuestro nombre y nos saca del pequeño encerramiento
de la propia subjetividad30. La fe se muda así en “con-fianza” esperanzada y amorosa
que se atreve a escuchar, amar y obedecer. Percibimos así que en la fe “cuán diferente
24
Cf. P. LAIN ENTRALGO, Teoría y realidad del otro, Madrid 1983, pp. 542-543.
25
Cf. M. GARCIA MORENTE, El “hecho extraordinario”, en T. H. MARTÍN (ed) ¡Te conocimos Señor!,
Madrid 1999, pp. 70-72.
26
Cf. X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios, Madrid 19879, p. 190: Experiencia significa algo adquirido
en el transcurso real y efectivo de la vida. No es un conjunto de pensamientos que el intelecto se forja..,
sino el haber que el espíritu cobra en su comercio efectivo con las cosas.
27
Cf. Hch 17, 28.
28
(encuentro entre la presencia sagrada y el testigo humano). Cf. J. MARTÍN VELASCO, La experiencia
cristiana de Dios, Madrid 1995, p. 40ss. También, El fenómeno místico. Estudio comparado, Madrid
1999.
29
Cf. T. LEÓN MARTÍN, Dios, presencia ineludible, en Proyección 47 (2000) 3-18.
30
Cf. S. WEIL, Escritos esenciales, Santander 2000, p. 50.
9
cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas
son”31.
Una fe radicalmente encarnada
Pero el desafío de la cultura secular y la inmanencia nos reclama no solo
hondura mística, vuelta a la interioridad, a la experiencia de Dios en el corazón; sino
además responsabilidad secular para hacernos cargo de nuestra realidad. Ojos
iluminados con luz distinta de la razón pragmática que nos permitan descubrir la
paradójica presencia activa de un Dios que se manifiesta “dejando sitio” a la criatura. Se
nos reclama conversión del corazón, pero también ser testigos de la presencia latente de
Dios en el mundo en medio de la secularizad de las relaciones humanas. El tiempo, la
historia, las tramas del mundo secular son el espacio y el momento de la actuación
humana, el ámbito dejado por Dios a la mayordomía del hombre. Por ello, una fe que
sea decididamente teologal tiene que “con-sentir” descubrirse encarnada. Hacerse
secular valorando la consistencia de lo temporal y mundano como “medio divino” y
colaborando en la búsqueda de lo justo dar razones de su discurso. No se trata, pues, de
abandonar el mundo como irrelevante, cuando no velador de Dios (fuga mundi), ¡al
contrario!, hay que sumergirse seriamente y profundamente en él para descubrir, en la
hondura de lo real, signos de la presencia ausente (que se echa dolorosamente en falta)
en la lógica de la gratuidad y de la encarnación32.
Y aquí nos topamos con la figura esplendorosa de Cristo en su misterio de la
encarnación que debería ser continuamente repensado y reformulado. En efecto, el Dios
hecho hombre no es, sólo, el “Siervo de Dios” rebajado o el Mesías expiatorio o el que
se siente abandonado en Getsemaní. Es también el Verbo encarnado que “monta su
tienda” entre nosotros y del que “hemos visto su gloria”33. Es el que confiesa ante
Pilatos: “Mi reino no es de este mundo”, pero también el Hijo de Dios encarnado que se
extiende sobre el arbor crucis como límite axial del mundo. Cristo es, pues, la instancia
31
32
S. TERESA, 7 M 1,7.
Cf. X. ZUBIRI, El hombre y Dios, Madrid 1984, p. 333: “En hombre tiene que ver en este mundo con
todo, hasta con lo más trivial. Pero tiene que ver con todo divinamente. Justo ahí es donde está la
experiencia de Dios”.
33
Cf. Jn 1.
10
de mediación que unifica (en la más nítida diferenciación) la inmanencia secular y la
trascendencia mística34. Límite que impide la confusión entre el mundo y el misterio35.
Límite, sin embargo, que no es la última frontera del mundo donde se suprime su total
relatividad, sino sus estratos más bajos. Esos en los que Dios se ha mostrado habitando,
porque en ellos Cristo montó su tienda. Alentando a los humanos profundizarse a la
condición a la que son llamados a ser: genuinos habitantes de esa frontera en la que se
atestigua la trascendencia sin rebajar la inmanencia. Porque al Dios trascendente, al
Misterio incomprensible e infinito, no se le encuentra más allá de la carne, sino en
ella36.
3. La vida monástica hoy, testigos a la escucha del Espíritu
Situación actual de la vida monástica: ¿A la altura de los tiempos?
Señalas las perturbaciones y transmutaciones socio-culturales que en Occidente
sufre lo religioso y sus instituciones, parece lógico concluir que al cambiar las
mediaciones culturales también la vida monástica, como cualquier grupo humano, se
adentra a situación de crisis. Los síntomas aparentes son conocidos: escasez numérica,
menos efectivos, más mayores y sin reemplazo generacional. Suspensión de
monasterios, fusión de comunidades. En fin, crisis institucional polarizada en binomios:
conservar o renovar; circunstancial o fundamental; pasado o futuro; tradición o
acomodo cultural, etc. Y es que, en efecto, también la vida monástica debe aprender a
vivir en una cultura secular y plural, en una cultura marginal, de insignificancia y de
precaria interinidad.
Sin embargo, y del mismo modo, tendríamos que recordar que la vida monástica
ha sido siempre desde su origen vocacional ànachóresis. Ha estado desde siempre
emparejada a una cierta marginalidad aceptada, cuando no buscada (σινετεια). Nació
como contracorriente religiosa y social, por eso la marginalidad y la irrelevancia no es
34
Cf. Ef 1, 10: Hacer de Cristo la unidad de todas las cosas celestes y terrestres.
35
Cf. E. TRÍAS, Por qué necesitamos la religión, Barcelona 2000, pp. 131-143. También, La lógica del
límite, Barcelona 1991.
36
Cf. X. ZUBIRI. El hombre y Dios, p. 175: Y esto es lo esencial de la trascendencia divina: no es ser
“trascendente a” las cosas, sino ser “trascendente en” las cosas mismas.
11
un fenómeno extraño a su devenir histórico. Pero entonces, ¿por qué esta, hasta cierto
punto obsesiva, preocupación actual por nuestro porvenir? ¿Nos preocupa el futuro de
nuestras instituciones, de nuestros monasterios, de nosotros mismos o nos preocupa el
futuro del carisma y quien lo lleve adelante? ¿Dónde ponemos el acento? ¿En nosotros
mismos o en el don del Espíritu a la Iglesia? Circunstancia esta que un vidente Thomas
Merton ya denunció en 1968 en una carta a Jean Leclercq: “La vocación del monje
moderno en el mundo actual… no es sobrevivir sino profetizar. Estamos demasiado
ocupados tratando de salvar nuestro propio pellejo”37.
Cierto que la institucionalización de “lo monástico” como rutinización de la
experiencia es una condición inevitable de funcionamiento ordenado de todo grupo
carismático. Pero también es cierto que el carisma como energía del Espíritu no se
constriñe a ninguna forma institucional histórica. Por lo tanto, vivir el momento actual y
encarar el futuro de la vida monástica va a depender mucho de la opción de fondo que
se adopte.
Reacciones de supervivencia
La restauración. Es una constante efectiva que situaciones confusión cultural, de
cambio de época, de limitación y miedo no localizado, se producen una serie de
actitudes revisionistas que propician una vuelta a un modelo anterior, a un tiempo
anterior idealizado. También la vida monástica ha tenido su “modelo clásico”, su
“observancia regular” que daba certezas, estabilidad. Y hay quienes añoran tiempos
gloriosos de noviciados llenos, de autoridad marcada, de disciplina claustral. Es cierto
que formalmente nadie se atreve a replantearse una vuelta a las observancias anteriores
al Concilio. Pero si que se puede rastrear actitudes de restauración en: la preocupación
por las obras en los monasterios. No conocemos un solo monasterio que no haya hechos
obras en estos últimos años: obras en las enfermerías, baños, hospedería, capillas,
habitaciones, fachadas, jardín (como si tuviésemos necesidad de hacer algo, para decir
que estamos vivos). Preocupación por escribir nuestra historia. Todo monasterio que se
37
Citado por R. DE PASCUAL, La vida monástica, figura del proyecto libertador de Dios, en Los
monasterios, imagen visible del Dios invisible, Sevilla 2005, p. 32.
12
precie ha procurado narrar su historia: orígenes, fundador y demás glorías (ahora no
somos nadie, pero fuimos una abadía gloriosa). Adquisición de vocaciones extranjeras
no por mestizaje cultural del carisma, sino para mantener nuestra forma monástica en
nuestros monasterios (cuando no, para que nos cuiden en el vejez) 38.
El fundamentalismo identitario. La necesidad de tener seguridad, claridad y
certezas hace que en algunos sectores monásticos se produzca una afirmación
excluyente de lo propio. Se produce en algunos ambientes una vuelta a las
interpretaciones tradicionales de la tradición. Recuperación de usos rituales y
observancias abandonados tras el Concilio que se reclaman ahora con nostalgia. Una
connivencia con ciertos movimientos eclesiásticos tradicionales de los que se nutren
algunos de nuestros noviciados con jóvenes “sanos” y de “sanas doctrinas”.
La atonía espiritual. La acedia es un viejo conocido de la vida monje. Y no es
extraño que reaparezca en situaciones como la actual de fastidiosa perplejidad y
desconcierto. Rahner consideraba que el verdadero problema de la Iglesia
contemporánea es “seguir tirando con una resignación y un tedio cada vez mayores por
los carriles habituales de una mediocridad espiritual”39.
El miedo a lo desconocido, el miedo al futuro. El pasado conocido que da
seguridad, pero que ya no sirve. Propician actitudes cansinas de irresolución,
perplejidad y atonía. Dejar que pase el tiempo. De sostener lo que tenemos y cerrar
cuando haya que cerrar. No hay empuje para imaginar nuevas empresas
evangelizadoras, ni para reformular los valores, porque, simplemente, ya no hay fuerzas
para una tarea que se presenta cíclope, abrumante y sin recetas. Cierto que en los
monasterios actividad cotidiana, el trabajo pastoral, la organización en su conjunto
funciona; pero, en el fondo somos conscientes de que no estamos preparados para
asumir un profundo cambio institucional. Y nos dejamos ir hasta que Dios quiera…
38
Cf. F. MARTÍNEZ, Situación actual y desafíos de la vida religiosa, en Frontera-Hegian 44, Gazteiz
2004, pp. 13-23. También B. FERNÁNDEZ, La vida consagrada ante la crisis de reducción, en FronteraHegian 47, Gazteiz 2004, pp. 29-33.
39
Cf. K. RAHNER. La experiencia del Espíritu, Madrid 1980.
13
Vivimos en un impasse perplejo, en una mediocridad generada entre todos por
nuestra falta de pasión a la hora de hacer vida el misterio cristiano, evidenciamos con
ello nuestra falta de reflejos (espirituales e intelectuales) para hacernos cargo de nuestra
situación.
Testigos a la escucha del Espíritu
Es verdad, la situación es compleja. Los tiempos inseguros y movedizos. Y sin
embargo, mejor o peor, esta situación es la nuestra y en ella es donde habrá que
descubrir los signos de la presencia de Dios. Para ello debemos empezar superando las
reacciones de supervivencia y ponernos a la escucha de aquello propio que el Espíritu
indica hoy a la vida monástica para profetizar (atisbar y preparar) con osadía lo que
Dios haya dejado en nuestra manos40.
Y lo primero que, en esta situación socio-cultural de inestabilidad de lo creyente,
el Espíritu instiga hoy a cada monje y a la vida monástica, en general, es
Volver a la vocación originante
San Juan nos dice que la misión del Espíritu en la economía salvífica no
consiste en comunicar una nueva revelación respecto a la de Jesús. Su misión es enseñar
y recordar a Jesús y lo de Jesús41. O lo que es lo mismo: recordar42 a los discípulos
quién y qué fue el detonante de su vocación creyente y llevarlo adelante. Y si esta fue la
40
No puedo no recordar aquí el estribillo de una vieja canción de Mercedes Sosa: “¿Quién dijo que todo
esta perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón.”
41
Por cuatro veces el Espíritu es llamado en Juan “Paracleto” (14, 15-17; 25-26; 15, 26-27; 16, 4-14) con
dos acepciones: “alguien llamado para ayudar” (Abogado) y referido “al consuelo divino de la época
mesiánica (Consolador) y de los cuatro pasajes podemos resumir su misión enseñar y dar testimonio de lo
de Jesús, guiar hacia la verdad, juzgar al mundo siendo testigo de la verdad y declarar lo que está por
venir; Cf. M. RAMSEY, El Espíritu Santo. Estudio bíblico, Salamanca 1979. pp. 103-112.
42
Recordar expresa la profundización y justa comprensión (Jn 2, 17.22; 12,16).
14
misión inaugural del Espíritu respecto a la comunidad eclesial primitiva, también sigue
estando vigente hoy para comunidad monástica.
En efecto, todos nosotros, y más en tiempos de secularización y de increencia
como el nuestro, necesitamos recordar y recuperar, a impulso del Espíritu, nuestra
vocación originante. Volver a lo esencial y original, a la experiencia de fe fundante de
nuestra vocación43, que no fue otra que el encuentro personal en Cristo Jesús con la
<absoluted> de Dios, con el Misterio Trascendente de una Presencia fascinante que se
nos impuso. Renovar esa experiencia de lo divino como un impulso de ser, como
atracción amorosa que nos fundamentaba en la existencia, nos familiariza con lo divino,
nos hace expertos, lúcidos para descubrir y apuntar su presencia en todos los momentos
y acontecimientos de la vida. Nos hace creyentes de fe sentida, de mirada contemplativa
y vida afectada por lo teologal.
A esto nos urge hoy el Espíritu a los monjes y a la vida monástica, al retorno
enérgico a la experiencia fundacional, esencial y original, de nuestro carisma para
reapropiarnos de su objetivo primero: su pasión por Dios44, su vocación a lo teologal. A
radicalizarnos en la percepción y añoranza de la Presencia Trascendente que nos
fundamenta y sustenta en la llamada de Cristo. A comprender todo el Misterio cristiano
desde la óptica de la experiencia y a dejarnos transformar por la presencia acogida del
Espíritu. A la existencia transfigurada por la actitud teologal, la confianza esperanzada y
el amor de Dios en el corazón. A ser, en fin, en cuantos creyentes testigos de Dios, de su
existencia y de presencia: “Bastará – dice Martín Velasco- la realización por los monjes
de lo que constituye la esencia misma de su vida para que se conviertan en testigos de
Dios”45. Hoy el profeta es el creyente. La vida monástica es en sí misma una forma de
testimonio. Y si como afirmaba X. Pikaza en la cultura actual “no importan las razones
43
Cf. A. GUERRA, Experiencia del Espíritu y signos de su presencia, en Frontera-Hegian 40, Gazteiz
2003, pp. 28-29. También F. MARTÍNEZ, Situación actual y desafíos de la vida religiosa, p. 25; también
B. FERNÁNDEZ, La vida consagrada ante la crisis de reducción, pp. 30-31.
44
45
Cf. M. SCHAMBECK, Vivir del ansia de Dios, en Selecciones de Teología, 169 (2004), pp. 63-68.
Cf. J. MARTÍN VELASCO, La vida monástica, testigo de la presencia de Dios en un mundo de
increencia, en Los monasterios, imagen visible del Dios invisible, p. 97.
15
puras, sino las experiencias significativas”46, solo la vida monástica radicalizada
significativamente en la experiencia personal del Misterio podrá subsistir y responder al
avance de <la cultura de la ausencia de Dios>47. Porque solo una vida monástica que
ejercita en su vida la experiencia teologal tiene recursos fundantes para reanimar la fe,
para poner de manifiesto el poder renovador y transformante del contenido de dicha
experiencia.
De poco sirve hoy redefinir correctamente la doctrina monástica, reforzar la
organización, el trabajo, la disciplina, la vida regular o una laboriosa pastoral
vocacional. Hay algo previo y más decisivo que sólo lo puede nacer de la acción del
Espíritu en los corazones. Y si la experiencia personal viva del Misterio Trascendente
de Dios en Jesús desaparece de nuestro corazón, todo lo demás es inútil.
Recuperar la interioridad como lugar afín a la experiencia del Misterio
Pero atestiguar sin equívocos el reconocimiento experiencial de la trascendencia
de Dios como fundamento del ser y el existir humano, no debe abocar a la vida
monástica a un menoscabo de la realidad de lo humano, de la persona en su
subjetividad, legítima autonomía e inviolable dignidad. ¡Al contrario! Afirmar la
presencia originante del Misterio en el corazón del ser humano es una invitación
descubrir en la interioridad del corazón, una sed del Misterio que no logra acallar una
sociedad del inmanentismo funcional dominada por intereses instrumentales y asfixiada
por valores centrados en lo utilitario48. Es la justa valoración de lo humano en su
consistencia inmanente (temporal, mundana), pero abierta en una interioridad
trascendente que apunta a la presencia de la gracia y la libertad siempre mayor y que
desemboca en su humanización más plena.
46
Cf. X. PIKAZA, Experiencia religiosa y cristianismo. Introducción al misterio de Dios, Salamanca 1981,
p. 12.
47
“Creed al experto” –decía Bernardo, el gran teólogo de la experiencia cristiana del misterio.
48
Cf. AA.VV., La interioridad: un paradigma emergente, Madrid 2004.
16
En efecto, se nos pide hoy a la vida monástica apreciar, con la cultura hodierna,
la autonomía de lo humano. Pero se nos instiga también, con el Espíritu, a resaltar sus
carencias unidimensionales. Porque el hombre en una subjetividad no-abierta se reduce
a sí mismo, se hace in-trascendente, se ciega a lo simbólico e inefable. Por el contrario,
el reconocimiento de la interioridad trascendente como componente constitutivo de lo
humano y, a la vez, como lugar afín a la experiencia del Misterio, le permite al ser
humano captar, en la profundidad de lo real, a Dios como su más auténtico centro, su
raíz, el más genuino fundamento de su dignidad y subjetividad. Descubrir la interior
mismidad habitada por una Trascendencia que la origina y desborda, es reconocer lo
inmanente en su excelencia sin reduccionismos, tomar conciencia del límite como
puerta abierta por el que puede entrar la gracia.
La interioridad como lugar experiencial de la <inmanencia abierta al Misterio>
49
ha sido siempre la intuición subyacente a la tradición monástica a la hora de
caracterizar la eminencia creatural del ser humano capaz de descubrir en sí la presencia
inmanente de lo trascendente -intimior intimo meo, superior summo meo, decía s.
Agustín-. Que en el caso de la tradición cisterciense se ha concretizado en una intensa
humanización de la experiencia de lo divino, vivido como un proceso deificante50 por
el que el hombre va humanizándose creciendo en imagen y semejanza de Dios.
Recuperar, pues, el paradigma de la interioridad como un proceso divinizante
del ser humano hasta acceder en Dios a su verdadera y misma naturaleza51, posibilita a
la vida monástica entablar un dialogo crítico con la cultura actual en su aprecio
exacerbado por la subjetividad, autonomía y dignidad de lo humano. Porque nos
permite recuperar los valores culturales hodiernos, si; pero ajustando en ellos el
mecanismo del Espíritu, al redimensionar la realización personal como “crecimiento en
Dios. Y es, precisamente, en esta comunión dialéctica con el mundo en la que hay que
testimoniar la profundidad de gracia que nos habita y a la que le llama hoy el Espíritu.
49
“Sentir y gustar de las cosas internamente” ( Ignacio de Loyola )
50
(cristificación y divinización = crecer en la filiación )
51
La imagen armoniza lo igual y lo distinto. Nadie puede decir, sin embargo, que la realidad y la imagen
son incompatibles. Afirmar la una es referirse a la otra.
17
Así pues, recuperar “la interioridad”, una intensa “vida interior”, se nos revela
como lugar experiencial eminente de la Presencia del Misterio, pero también como
instancia crítica frente a la desecación de sentido humano, y humanizador, propiciado
por la tecno-economía secular, porque permite al ser humano acceder desde su libertad
emancipada al reconocimiento de su dependencia de Dios. Le permite reintroducir a
Dios en el horizonte humano sin menoscabarlo. Abrirse, desde el ser creatural, hasta el
<más> de Dios: hasta llegar reconocer con los santos que es Él la sustancia última y real
de lo creado52.
Institucionalización al servicio de la experiencia del Misterio
Toda experiencia humana se sabe limitada por el tiempo y por el espacio de
modo que sin temporalidad y sin corporalidad no es posible ni el hecho ni la pervivencia
de la experiencia. También la experiencia de Dios originante de lo monástico desde la
intensidad de consagración que demanda, requiere una permanencia en el tiempo con su
inevitable acomodo cultural si nos quiere ayudar a vivir la vida de cada día. Traducir la
experiencia, el don de Dios, en lenguaje y forma secular para poder decirla y repetirla a
los hombres /mujeres de hoy. Permanencia y accesibilidad cultural obligadas a la ley de
la rutinización existencial de la institucionalización, pero que debe hacerse desde la
instancia crítica de transparentar en el tiempo y en el espacio (ejercitar
existencialmente) el ser de su experiencia primordial. De este modo la institución no
degenerará en una estructura conclusa, repetición de sí misma, inalterable e inamovible,
sino que tendrá el dinamismo de la vida y su obligada adecuación a la comprensión
cultural. Así
El silencio monástico será en este sentido, en primer lugar, un silencio apofático,
condición de la contemplación del Misterio. En efecto, el silencio monástico no es ni
acabamiento impasible de los deseos, ni terapia del espíritu estresado, ni represión
rencorosa, ni tranquilidad pasota, ni siquiera disciplina orgánica de la comunidad, ni
ascesis para evitar el pecado. El silencio monástico es, ante todo, sobrecogimiento del
ser provocado por Dios y referido a su experiencia: es espacio de libertad
incondicionado para dicha experiencia y su condición de posibilidad. Porque fue en el
52
“Dios es todo” (Beato Rafael).
18
silencio primordial donde surgió el Logos, por eso no podemos salir del ámbito del
silencio si queremos llegar a la experiencia.
La puerta a la experiencia es el saber escuchar (acoger /obedecer) la Palabra
pronunciada en el silencio: apertura al Dios vivo revelado y encarnado en Jesucristo No
se puede hablar de Dios, no se puede hablar a Dios, no se puede escuchar a Dios sin un
previo silencio interior. Es a este silencio referido a la experiencia: sonoro (en cuanto en
él se pronuncia la Palabra), sobrecogido (ante la experiencia de fascinante y tremenda
del Misterio) y apofático (ante la imposibilidad contingente de expresarlo) al que debe
apuntar, y no puede dejar de hacerlo si quiere ser fiel a su carisma originante, la vida
monástica actual.
Con todo este silencio no apunta, sin embargo, a ultrapasar la palabra para
acoger algo más allá del mismo silencio (inmersión abisal en la divinidad), ni apunta
tampoco al mutismo autista con lo circundante, sino a la plenitud de toda palabra.
Apunta a la palabra auténtica: la que nace y revierte al silencio; espacio de libertad para
el ser. En efecto, el silencio refiere siempre a la palabra, es el cuenco acogedor que está
en el origen y en el final de la misma. El silencio autentifica la palabra porque la
propicia (tiene que ser dicha) y la pervive acogiéndola (tiene que ser escuchada), de tal
forma que cuando el silencio se suprime la palabra genuina se dispersa en cháchara.
Quien vive aturdido interiormente por toda clase de ruidos y sacudido por mil
impresiones efímeras, sin detenerse nunca ante lo esencial, difícilmente acogerá la
Palabra.
El silencio monástico está llamado, pues, a ejercer una función crítica respecto a
la cultura del ruido y de la “música ambiental” que impide conectar con la interioridad y
nos incapacita para la Palabra (para el encuentro) y también de cierta religiosidad
fusional con la divinidad que confunde la emoción con la profundidad interior y la
quietud con la comunión con Dios. Y sin embargo, es el silencio ante Dios y desde
Dios el que capacita a la vida monástica a contemplar el mundo con amor, a escuchar
sus angustias y aspiraciones con ternura y comprensión, a ofrecer ámbitos de silencio
donde se pueda percibir la sapiencia del recogimiento, la belleza de lo esencial, la
quietud del espíritu, el ritmo sosegado, a abrir sus corazones y sus comunidades a la
acogida.
19
Vida sobria. Μοναχηυσ etimológicamente apunta a la unidad, a la unificación
del corazón como contraria a la multiplicidad, a la duplicidad. Apunta a buscar lo
simple, lo sencillo, lo sobrio, a “lo único necesario”. Porque la vida monástica nace de
una experiencia de absoluted y de fascinación. Es cierto que tradicionalmente la vida
monástica ha sido vista como un camino para llegar a esta simplicidad y unificación por
medio de la renuncia, del desprecio de los bienes temporales, por el destierro de lo
profano. <Dejar todo para llegar a todo>.
Sin embargo, esta búsqueda de simplicidad ya no puede justificarse en negativo.
La crítica moderna de lo secular exige que para llegar a ella, la simplicidad debe
justificarse a sí misma con una experiencia que relativice todos los demás valores y los
deje en un segundo plano en comparación con la “búsqueda del único necesario” que
está en el origen. El ascetismo monástico tiene que traducir esta experiencia “del único
necesario” en lenguaje secular siguiendo dos direcciones: tanto un ascetismo interior
como exterior. Interior mediante la experiencia de debilidad, “del corazón roto”, de
conversión de la vida precedente que anhela ser transformada (experiencia de
incomodidad existencial y anhelo de infinitud). Y exterior, en cuanto expresión en una
vida sobria y solidaria, de la relativización de los valores funcionales del tener.
El monje debe expresar la integración de su persona en la elección de la mejor
parte viviendo fascinado por la Presencia sentida, haciendo girar su vida alrededor de la
misma jerarquizando valores. La vida monástica no es renuncia meramente negativa, es
que ha encontrado el más, el lujo de dedicarse a lo esencial sin distracciones. Es
concentración enamorada en el Uno. Consecuencia de la experiencia sentida que fascina
y empeña a dedicarse, en cuerpo y alma, a buscarla.
Todo ello consecuencia la conversión interior y la libertad del Espíritu de
concentrarse en lo esencial con una purificación que conduce a despojarse de certezas y
garantías, de apoyos y medios que no sean los que dicta el Evangelio. Es la pobrezadebilidad informada por lo teologal para dejarse asemejar a la debilidad de Cristo, a la
humanidad de Cristo. Es en esta lógica de la debilidad-minoría a la que el Espíritu está
colocando a la vida monástica en la que debemos descubrir que el testimonio más
elocuente del Todo es lo pequeño y que la vida monástica en minoría y marginal,
20
“adelgazada” y aligerada de oropeles y sin poder, es más “cristiana” y más creíble. La
debilidad elegida se convierte en el más bello lenguaje para hablar de la “discreta
caridad” de Dios por los hombres
La vida monástica del futuro deberá aprender a declinar con naturalidad la
sabiduría de la debilidad: mansedumbre y humildad, ternura y pureza de corazón,
ausencia de poder y rechazo de privilegios, acogida de la debilidad de los otros y
preferencia por lo más frágil. Vivir en el espíritu de la auténtica bienaventuranza
evangélica.
Vida retirada. Concomitante a la experiencia fundante del Misterio es la
experiencia de la contingencia creatural de lo humano. El límite es la co-expresión de
una realidad en la que asiente en nuestro ser que debe ser aceptada y vivida sin tregua.
En la vida monástica se visibiliza el límite con la clausura, pero limites tenemos todos y
tampoco la sociedad actual se libra de ellos. Solo que en la vida monástica los límites
(antológicos y existenciales) son aceptados voluntariamente. Por otra parte, frente a la
cultura actual en que la estructuración del espacio está dirigida hacia dispersión, en el
monasterio el espacio es concebido para favorecer la concentración, la vida interior, la
reflexión, la quietud. El espacio monástico está también jerarquizado para favorecer la
cohesión, las relaciones intergrupales frente a la relación competitiva de la vida social.
Ahora bien, el “huerto cerrado” de la vida monástica futura, propicio para la
relación amorosa, no puede ser nunca espacio de privilegio. No puede cometer el error
de encerrarse dentro del “espacio ecológico” de los que viven en ella o de su grupo de
afines, de quien no le pide dar razón de su esperanza, o de quien no le provoca
suficientemente a enfrentarse con otros modelos antropológicos, o de quien le consiente
simplemente repetirse sin fantasía alguna. Sino que debe hacerse <espacio espiritual>
de interdependencia y creatividad. Tiene que desarrollar un sincero afecto por este
mundo nuestro, traducirse en lenguaje y dialectos locales para que todos la puedan
entender; hacerse don para todos no para su propia delectación narcisista, espacio de la
caridad difundida del corazón enamorado.
Vida común. La vida monástica es χενοβιοσ: vida de relaciones, vida con
alteridad, consecuencia connatural de la experiencia trascendente de sabernos en manos
21
de Otro. Por ello contra el subjetivismo cultural, no es autodidacta, es relacional. De
relaciones auténticas, no anónimas; personal, cara a cara. Es vida espiritual, que no
quiere decir inmaterial, sino lugar en el que Espíritu está presente. Espíritu que es
relación por excelencia y que educa al creyente para ser persona de relación, para
acoger incondicionalmente al otro. Al Otro, que sobre todo es Dios, y al otro que es
diferente, que se nos opone, que quizá es un enemigo.
La vida monástica estará movida por el Espíritu cuando vive la relación como
mediación del encuentro con Dios, cuando se siente responsable del otro, cuando vive
desde la acogida incondicional, cuando reconoce la necesidad que tiene de él, cuando
acoge la diversidad como don que la enriquece, cuando sabe entrar en diálogo y gozar
de la verdad y belleza que encuentra en cada fragmento de la vida, cuando sabe pedir
perdón y cuando defiende los indefensos frente a la violencia del tipo que sea53.
Configurada por el Espíritu con los sentimientos del Hijo la comunidad
monástica está formada por hombres enamorados, fascinados por Dios y su belleza.
Hombres libres para dar una respuesta con aquellos “sentimientos” de compasión,
generosidad y abnegación, perdón… con que el Hijo respondió al Padre en su vida
terrena, especialmente en la cruz. Nada como la cruz (un amor con estigmas) dará a la
vida monástica libertad frente a sus propios condicionamientos internos (históricos,
regulares, personales, comunitarios) y libertad para desear y realizar los deseos del
Eterno. La cruz es el paso obligatorio del amor y el resultado de una vida monástica que
quiera ser cristiana.
Y en este punto de la historia me parece muy revelador reseñar un testimonio
muy significativo de testimonio del Espíritu que está dando ya ahora la vida monástica
y que está diseñando el futuro de la misma, el testimonio del martirio. Si la vida
monástica nace como sucesora de la época de los mártires, solo será fiel a sí misma si
tiene el valor de acabar en el martirio. Martirio cruento como los monjes trapistas de
Argelia o martirio incruento como el cierre forzoso de los monasterios. Pero en ambos
53
Cf. A. CENCINI, Por amor, con amor, en el amor. Libertad y madurez afectiva en el celibato
consagrado, Salamanca 2001, cap.3.
22
casos con el testimonio confesante de su pertenencia a Cristo hasta el final. Existencia
ofrecida a Dios y que ha seguido su ejemplo en la perspectiva final del amor resucitado.
Preparar los caminos: transparentar la alternativa del Evangelio
Decíamos al inicio que nos encontramos en “un mundo que cambia”, un mundo
en tránsito y que no sabemos muy bien “¿hacia dónde o a hacia qué?”. Es posible que
necesitemos alguna generación monástica más para percibir claramente la novedad que
ya desde ahora está generando el Espíritu. Pero una cosa es clara: la novedad de vida de
monástica del futuro depende de la novedad de vida que ya debería estar provocando en
nosotros el Espíritu.
Los cambios culturales, repentinos y radicales, deben motivar nuestra fe,
impidiéndonos aferrarnos a cierta imagen de lo divino, a utilizar nuestra tradición, “las
observancias”, para evitar convertirnos (cambiar la mente y el corazón). La vida
monástica “busca” a Dios, no le posee. Por eso está siempre motiva al replanteamiento
para exteriorizar cada vez mejor toda la absoluted que tiene dentro. No puede permitirse
el lujo de vivir desde una arqueología carismática que reproduce y copia una forma
arquetípica. Sino que tiene que traducirse constantemente desde el Evangelio a los
hombres de hoy que tienen gran sed de espiritualidad viva y vivida.
Pero tampoco vale, por otra parte, acoger acríticamente cualquier novedad como
deseo del Espíritu, sin darse cuenta de qué está en juego en ella. Conjugar el “semper”
del hecho revelado y el “novum” de la historia de cada día desde Cristo, en la Lectio de
cada día, como memoria y profecía será siempre el cometido esencial del
discernimiento monástico y la garantía perenne de que estamos y seguimos a la escucha
del Espíritu.
23
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