ABIERTOS AL ESPÍRITU M. CÁNDIDA SARATXAGA - LAZKAO 1.- introducción Una de las grandes aseveraciones del credo bíblico se sintetiza admirablemente en el prólogo de carta a los Hebreos: “Dios, después de haber hablado muchas veces y diversas formas a nuestros padres por medio de los profetas, en estos días nos ha hablado por el Hijo”1. La revelación de Dios apalea a un tiempo y a un destinatario. No es atemporal ni inmediata, dirigida a cada creyente en particular, sino histórica (muchas veces), mediata (en diversas formas) y pública (a nuestros padres = a nosotros). Su revelación no es mera automanifestación enunciativa de su misterio, a la luz del cual revela al hombre a sí mismo, sino palabra interpersonal y dialógica que solicita y espera respuesta, que llama al hombre a la búsqueda, a la escucha y a la obediencia. La revelación de Dios toma cuerpo en relación estrecha con la experiencia que el hombre tiene de sí en cada momento. Dios se revela en el seno de esa experiencia. Y por lo mismo, el camino que conduce al conocimiento de Dios no pasa por sesudas investigaciones religiosas que pretendan penetrar de una vez por todas en los arcanos del mundo celestial trascendente, sino en la disposición a acoger, a escuchar y a obedecer lo que Dios nos dice “muchas veces y de diversas formas” en el tiempo como fragmentos complementarios de un progresivo2 y, sin embargo, único mensaje de Dios para cada generación en el tiempo que le toca vivir. Pero además todo mensaje en que se expresa la revelación de Dios tiene un destino de particularidad, destino contextual, situado. Por eso, aunque no hay identidad plena entre hermenéutica humana y la revelación de Dios, no hay otro medio, sin embargo para acceder a tal revelación. En consecuencia la doctrina sobre Dios 1 Hb 1, 1-4 2 Cf. S. GREGORIO NACIANCENO, Los cinco discursos Teológicos, Madrid 1995, pp. 221-258. 1 (θεολογια) de la fe adopta siempre la forma de reinterpretación y re-lectura, por ello casi siempre en crisis, en desplazamiento continuo, porque todas las épocas tienen su novedad y su cambio (de objeto y de perspectiva) que reclaman re-contextualizar el mensaje revelado. Comprender la fe (intelectus fidei) no puede estar desligado de lo histórico, es más quaestio que tesis. Esta toma de conciencia explícita y orgánica de la historicidad y de la mediación como categorías fundamental y universal de la economía de la salvación fue designada en el concilio Vaticano II, con una expresión tomada del lenguaje de Jesús mismo, como «signos de los tiempos» (Gaudium et spes, 4) en referencia a los indicios significativos de la presencia y de la acción del Espíritu de Dios en la historia. La advertencia que dirige Jesús a sus contemporáneos resuena enérgica y saludable también para nosotros hoy: «Sabéis interpretar el aspecto del cielo y no podéis interpretar los signos de los tiempos. ¡Generación malvada y adúltera! Pide un signo y no se le dará otro signo que el signo de Jonás» (Mt 16, 3-4). Ahora bien, todo mensaje precisa de un fiel exegeta. También el mensaje de Dios: « ¿Quién conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios. Y nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu que viene de Dios, para conocer las gracias que Dios nos ha otorgado» (1 Co 2, 11-12). Sólo el Espíritu Santo, al imprimir en el corazón de los creyentes la imagen viva del Hijo de Dios hecho hombre, puede hacerlos capaces de escrutar la historia para descubrir en ella los signos de la presencia y de la acción de Dios. Así pues, esto es lo que humildemente nos proponemos: recoger la invitación de San Benito a escuchar y meditar “lo que el dice el Espíritu a las Iglesias”3, efectuar Lectio divina sobre nuestro momento histórico como locus theologicus, como sacramento del Eterno para reverdecer el enunciado del Espíritu Santo hoy para nosotros. Lectio divina que nos ayude a congojar el “semper” del hecho revelado y “el novum” de la historia de cada día. ¿Qué mensaje necesita atender hoy la vida monástica para hacernos capaces de escrutar e interpretar, a la luz del exegeta divino, los signos 3 Rb, Pról., 11. 2 históricos como símbolos en la lógica de la economía del señorío final de Cristo sobre la historia? ¿Qué mensaje necesitamos escuchar los monjes hoy para penetrar y discernir esos símbolos estacionales tal como el “vigilante” Jeremías que fue capaz de percibir el cumplimiento del tiempo salvífico cuando vio florecer un almendro4? ¿Tenemos los ojos abiertos para ver que están floreciendo también hoy nuevos almendros? 2.- Encrucijada cultural y desafíos creyentes Lo primero son los hechos: El cambio cultural del mundo contemporáneo Son variadas las denominaciones con que los analistas se refieren a los enormes y profundos cambios socio-culturales acaecidos en nuestra época. Pero todos son unánimes al reseñarla en situación de novedad, de permutación, de advenimiento de una época nueva, la del nihilismo, la muerte de Dios, el politeísmo de valores, la postmodernidad. Estamos en “un mundo que cambia”, un mundo en tránsito (he ahí el problema, porque aún no sabemos “hacia dónde o a hacia qué”). Esta situación es el resultado del avance constante del proceso de secularización, de diferenciación y progresiva emancipación de las realidades profanas respecto de la religión, por el que amplias zonas de la vida social se han emancipado de la tutela de la religión y han comenzado a regirse por normas propias5. Cierto que este proceso de secularización de las esferas profanas respecto a lo religioso no tendría que estar asociado necesariamente a un desinterés por lo religioso6, pero la pérdida de plausibilidad socio-cultural nos ha arrojado de hecho a un pérdida casi completa de su visibilidad en las sociedades modernas y a lo que se ha denominado la “salida social de la religión”7. El análisis nos llevaría lejos. Señalaremos aquí simplemente algunos de sus rasgos consecuentes: 4 Cf. Jr 1. 5 Cf. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Ideas y creencias del hombre actual, Santander 20005, pp. 43-65. 6 Cf. L. GONZÁLEZ-CARVAJAL, Cristianismo y secularización. Cómo vivir la fe en una sociedad secularizada, Santander 2003, pp. 160-164. 7 Cf. M. GAUCHET, Un monde désenchanté ?, Paris 2004. 3 Eclipse de las tradiciones y el sentido, porque la visión funcional de la realidad va progresivamente debilitando el sentido y la necesidad de las tradiciones como enganche con el pasado y proyección hacia el futuro. La tradición deja ser tónicamente vinculante para ser captada como una opción entre otras. El resultado es su pérdida de fuerza normativa y modélica. El sentido es mortal y no hay visión unitaria del mundo De este modo nuestra sociedad va inutilizando su memoria histórica y volviéndose culturalmente amnésica y calidoscópica: una sociedad sin pasado y alienada. Sin sujeto histórico autónomo que aliente una trinchera de resistencia social y sin anclajes patrimoniales que den coherencia a la vida individual y social y que den sentido a las movilizaciones hacia objetivos de futuro. La tradición convertida así en un elemento arqueológico estético no normativo, pierde apoyo y es incapaz ya de ser aglutinante de sentido y orientación para la vida8 Dificultad para el simbolismo. El espíritu objetivista se ciega al simbolismo. No capta la dimensión de profundidad de lo real que solo puede ser sugerida, evocada, insinuada. Enfrascado en la constatación empírica de la realidad es inhábil para adentrarse y percibir la presencia del Misterio9. Por eso se hurta sistemáticamente a la reflexión, al silencio, a la hondura, a la introspección sobre la propia vida mediante una indefinida degustación estética de sensaciones epidérmicas; se entroniza lo efímero, la vulgarización de la banalidad10. La ofuscación por lo nuevo lo nivela con lo verdadero; el dominio de la publicidad, que al poner todo en venta, confunde la existencia con mercadería; la manipulación de la naturaleza por la técnica, considerada ilusoriamente como un instrumento con neutralidad ética, todo coadyuva a que la trascendencia y los símbolos mueran sofocados por el consumo acelerado y nunca satisfecho, de micro-trascendencias personales e individualistas 8 Cf. J. Mª. MARDONES, En el umbral del mañana. El cristianismo del futuro, Madrid 2000, pp. 130-131. 9 Cf. J. MARTÍN VELASCO, Ser cristiano en una cultura posmoderna, Madrid 1997. 10 G. LIPOVETSKY, El imperio de lo efímero. La moda y su destino en las sociedades modernas,. Barcelona 1990. 4 Desprestigio de las instituciones, porque el acento cae del lado de los individuos, en sus necesidades interiores de estar bien, de sentirse a gusto, de armonizarse. Se sospecha de los metarelatos porque legitiman la institución y pueden ejercer funciones totalizantes como sustitución de la aporía de la autorización. Además, el clima democrático desprestigia cualquier sistema centralizado y jerarquizado frente a las soluciones descentralizadas y liberales, con la sospecha de autoritarismo, de rigidez a-crítica, de patologías auto-defensivas que las alejan de la realidad para convertirse en un fin en sí mismas. El resultado es la desafección, la adhesión precaria y la confianza débil, cuando no el rechazo. Exacerbación del individuo y su subjetividad La cultura occidental actual es profundamente individualista. Gira ansiosamente alrededor de la autorrealización, la autoexploración y la auto-experiencia11. Un largo caminar en la modernidad ha dado a la persona conciencia de su dignidad y autonomía frente a cualquier poder o usanza. Pero además, la introspección del psicoanálisis y la novela han posibilitado el acceso divulgado a la autoexploración haciendo que el individuo vaya adquiriendo conciencia de su propia subjetividad abismal y, en derivación, de su capacidad interpretadora que no se siente normalizada por el control institucional. Todo ello ha proporcionado a nuestra cultura actual una fuerte coloración individualista y subjetivista que desplaza el énfasis de la interpretación desde la institución hacia el individuo sobre todo en los ámbitos de ideología, creencia y sentido. El relativismo ideológico y el pluralismo cultural Consecuencia lógica de todo ello es la progresiva fragmentación de la cultura: la oferta plural de ideologías, opciones, visiones y creencias que desembocan inevitablemente en un mercado de opiniones relativista que nivela opciones y que erosiona la verdad negándola su pretensión categórica12. En los ambientes de 11 Cf. G. LIPOVTSKY, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Barcelona 19872, pp. 17-48 12 Cf. J. GÓMEZ CAFFARENA, El pluralismo sociocultural como posibilidad y desafío para la fe, en Pluralismo sociocultural y fe cristiana, Bilbao 1990, pp. 17-35. 5 vanguardia postmoderna13 se desvalora hoy la razón y la lógica porque no hay explicación racional, no hay ciencia que satisfaga las dudas. Lo único que cuenta es la literatura o el arte como narración sin ninguna pretensión de persistencia o explicación. No se persigue ningún fin, basta el juego, todo es lúdico, la voluntad se bate en retirada ante lo placentero14. En la vida social se insiste en la "diversidad", las “diferencias”, la “alteridad” la “repetición”, que en el fondo viene a significar que cada quien, individuo o grupo, viva como le parezca conveniente. No hay reglas. Pertinentemente sentenciaba el por entonces Cardenal Ratzinger que “se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que sólo deja como última medida el propio yo y sus ganas”15 Y los hechos son tozudos: Repercusiones sobre la religión Los efectos de esta situación socio-cultural sobre la religión y la religiosidad de nuestro tiempo no se han hecho esperar: Crisis de lo religioso Todos los análisis sobre la situación religiosa en Europa coinciden en señalar su profunda crisis16. Martín Velasco percibe esta nueva configuración del fenómeno religioso como una metamorfosis de lo sagrado17. En la misma línea Mardones denomina la nueva situación religiosa como de reconfiguración de las creencias18 Denominaciones ambas que nos remiten a la drástica y peculiar situación de cambio y 13 Cf. A. QUEVEDO, De Faucault a Derrida, Pamplona 2001. 14 Cf. G. LIPOVETSKY: El crepúsculo del deber, Barcelona 1994, p. 19ss. 15 Cf. J. RATZINGER, Homilía en la Misa “Pro eligendo Pontifice”, en Ecclesia 3255 (2005), pp. 21-22. 16 Cf. P. L. BISER, Pronostico de la fe. Orientación para la época postsecularizada, Barcelona 1994, pp. 21-59.También T. LUCKMANN, La religión invisible, Salamanca 1973; J. DERRIDA- G. VATTIMO- E. TRIAS, La religión, Madrid 1996; INSTITUTO SUPERIOR DE PASTORAL, Mundo en crisis. Fe en crisis, Estella 1996; A. TORRES QUEIRUGA, El cristianismo en el mundo de hoy, en Colección aquí y ahora, Santander 1992. 17 Cf. J. MARTÍN VELASCO, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, en Cuadernos aquí y ahora 36, Santander 1999. 18 Cf. J. Mª. MARDONES, En el umbral del mañana…, p. 57. 6 transformación que se está operando la misma. Los datos son conocidos: descenso imparable de la práctica religiosa; subjetivación hermenéutica y debilitamiento constante de las creencias donde cada vez más el individuo interpreta y hasta elige su fe. Desmarque creciente respecto de la doctrina moral y difusión de prácticas alternativas tomadas con eclecticismo de otras tradiciones religiosas o de otras propuestas de sentido de otras formas de filosofía y reflexión ética. Caminar por lo informe para representar lo impresentable. Estética de lo sublime sin nostalgias. La crisis afecta, pues, a la práctica, a las creencias y a la institución, pero sobre todo y por debajo, a la actitud creyente y a su vivencia por los sujetos. Crisis de Dios En efecto, del ateismo militante de los primeros tiempos de la modernidad hemos pasado a una situación epocal de increencia generalizada bajo la forma de indiferencia religiosa que resulta ser en la práctica una situación de mayor alejamiento con respecto de la fe19. Es la actitud de ignorancia o de rechazo implícito de Dios por la que Él ha dejado de ser problema: ni ocupa, ni preocupa20. El resultado es la instauración de una cultura de la ausencia de Dios: nada en la sociedad, ni en la mayor parte de las vidas de las personas remite a Dios. Dios ha desaparecido como clave de la organización de la vida social, como hipótesis explicativa última y, mucho más, como solución de nuestras necesidades intramundanas. Nuestra sociedad se despide de Dios en forma de impotencia para creer, de agnosticismo que no sabe lo suficiente para optar, o de materialismo práctico derivado de una sociedad de sensaciones que se refugia en las micro-trascendencias inmanentistas de quien disfruta sin fantasías de su pequeño jardín. Cierto que como reacción a la situación socio-cultural y ante las carencias que provienen de la necesidad humana de dar sentido, o por la situación de inseguridad que provocan en las ciertas personas los profundos cambios de nuestro tiempo, han 19 Cf. A. JIMÉNEZ ORTIZ, ¿Qué hacer frente a la indiferencia religiosa?, en Razón y fe 237 (1998) 391- 403. También J. A. ESTRADA, Dios como problema en la sociedad contemporánea, en Isidorianum 7 (1998) 9-26. 20 Cf. J. MARTÍN VELASCO, La misión evangelizadora hoy, San Sebastián 2002, p. 66. 7 aparecido nuevos movimientos religiosos, vagas búsquedas espirituales o meros servicios sacramentales, que pretenden aquietar la nostalgia de la llamada de la profundidad y de la sed de Misterio21. Pero un análisis más detenido de estas búsquedas espirituales y nuevos movimientos religiosos aclara que la mayor parte de ellos son manifestaciones de lo que se ha llamado “religiones sin Dios”: manifestaciones humanistas que recuperan el vocabulario y las acciones de lo sagrado pero sin requerir el trascendimiento de la persona. Religiones del “hombre divinizado” donde la divinización no supone la superación real de la condición humana, sino el desarrollo de sus mejores posibilidades. Lejos de representar una vuelta a la religión son alternativas humanistas o terapéuticas a la misma. …y desafíos En esta situación religiosa envuelta de incertidumbre e inseguridad para las confesiones tradicionales y en las que las corrientes esotéricas se dirigen a nuevo irracionalismo que degenera en una incredulidad crédula que recela del esfuerzo en la búsqueda de la verdad, el peligro está ahora en discernir bien y en no confundir nebulosidades con trascendencias, ghetto con identidad, ni testigos y guías del Misterio con “gurús”. Una fe de experiencia teologal Abocados a vivir en una situación incómodamente aculturada, la fe es desafiada a la radicalidad diáfana de lo teologal: fundamentarse cada vez más neta y nítidamente en la experiencia personal del reconocimiento del sujeto en la Presencia del Misterio fundante en lo más profundo de su persona22. En efecto, lo propio de la experiencia religiosa es consentir a la Presencia sentida en los más íntimos límites23 del corazón. 21 Cf. J. MARTÍN VELASCO, Metamorfosis de lo sagrado…, p. 13-16. 22 Cf. J. MARTÍN VELASCO, Ser cristiano en una cultura posmoderna, Madrid 1996, pp. 70-125. 23 Cf. R. PANIKKAR, Iconos del misterio. La experiencia de Dios, Barcelona 19983, p. 61: La experiencia de Dios coincide con la experiencia de la contingencia. Es en el reconocimiento de la tangencialidad, esto es, al tocar sus propios límites, cuando se abre la conciencia, y se percibe que “hay” algo “más allá” que se escapa de los propios límites, que trasciende toda limitación. 8 Solo la vivencia de esa Presencia fundante24 (que estaba justamente ahí, pero escondida) será capaz de contrarrestar con éxito la irrelevancia cultural a la que está sometida lo religioso25. A la crisis de la fe cultural se responde con más fe teologal, con una aguda y personal vivencia del Misterio trascendente que es Dios. Con un conocimiento de Dios obtenido por medio de una relación vivida26. Hoy las circunstancias ambientales fuerzan a los creyentes a poner su fe a la altura del Dios en quien creemos. Un Dios no necesario para que el hombre se desenvuelva en el mundo, ni para la supervivencia de lo humano es un Dios impredecible e imprevisible, absolutamente trascendente y gratuito. Es un Dios que se padece, que tiene la iniciativa, que se manifiesta como presencia (retirada) que nos cerca, nos presiona y nos intimida27 y que acierta a ofrecer vestigios de su misterio a través de la experiencia y compresión que todos podemos hacer ya a partir del puro dato inaugural de nuestra existencia. A un Dios que nos cita28 con una presencia elusiva si, pero ineludible29, la fe debe responderle desde la experiencia inserta y viva, desde el conocimiento interior (entrañable) de sabernos buscados, interpelados y encontrados. Con la oscura certeza de su Presencia que nos llama por nuestro nombre y nos saca del pequeño encerramiento de la propia subjetividad30. La fe se muda así en “con-fianza” esperanzada y amorosa que se atreve a escuchar, amar y obedecer. Percibimos así que en la fe “cuán diferente 24 Cf. P. LAIN ENTRALGO, Teoría y realidad del otro, Madrid 1983, pp. 542-543. 25 Cf. M. GARCIA MORENTE, El “hecho extraordinario”, en T. H. MARTÍN (ed) ¡Te conocimos Señor!, Madrid 1999, pp. 70-72. 26 Cf. X. ZUBIRI, Naturaleza, Historia, Dios, Madrid 19879, p. 190: Experiencia significa algo adquirido en el transcurso real y efectivo de la vida. No es un conjunto de pensamientos que el intelecto se forja.., sino el haber que el espíritu cobra en su comercio efectivo con las cosas. 27 Cf. Hch 17, 28. 28 (encuentro entre la presencia sagrada y el testigo humano). Cf. J. MARTÍN VELASCO, La experiencia cristiana de Dios, Madrid 1995, p. 40ss. También, El fenómeno místico. Estudio comparado, Madrid 1999. 29 Cf. T. LEÓN MARTÍN, Dios, presencia ineludible, en Proyección 47 (2000) 3-18. 30 Cf. S. WEIL, Escritos esenciales, Santander 2000, p. 50. 9 cosa es oír estas palabras y creerlas, a entender por esta manera cuán verdaderas son”31. Una fe radicalmente encarnada Pero el desafío de la cultura secular y la inmanencia nos reclama no solo hondura mística, vuelta a la interioridad, a la experiencia de Dios en el corazón; sino además responsabilidad secular para hacernos cargo de nuestra realidad. Ojos iluminados con luz distinta de la razón pragmática que nos permitan descubrir la paradójica presencia activa de un Dios que se manifiesta “dejando sitio” a la criatura. Se nos reclama conversión del corazón, pero también ser testigos de la presencia latente de Dios en el mundo en medio de la secularizad de las relaciones humanas. El tiempo, la historia, las tramas del mundo secular son el espacio y el momento de la actuación humana, el ámbito dejado por Dios a la mayordomía del hombre. Por ello, una fe que sea decididamente teologal tiene que “con-sentir” descubrirse encarnada. Hacerse secular valorando la consistencia de lo temporal y mundano como “medio divino” y colaborando en la búsqueda de lo justo dar razones de su discurso. No se trata, pues, de abandonar el mundo como irrelevante, cuando no velador de Dios (fuga mundi), ¡al contrario!, hay que sumergirse seriamente y profundamente en él para descubrir, en la hondura de lo real, signos de la presencia ausente (que se echa dolorosamente en falta) en la lógica de la gratuidad y de la encarnación32. Y aquí nos topamos con la figura esplendorosa de Cristo en su misterio de la encarnación que debería ser continuamente repensado y reformulado. En efecto, el Dios hecho hombre no es, sólo, el “Siervo de Dios” rebajado o el Mesías expiatorio o el que se siente abandonado en Getsemaní. Es también el Verbo encarnado que “monta su tienda” entre nosotros y del que “hemos visto su gloria”33. Es el que confiesa ante Pilatos: “Mi reino no es de este mundo”, pero también el Hijo de Dios encarnado que se extiende sobre el arbor crucis como límite axial del mundo. Cristo es, pues, la instancia 31 32 S. TERESA, 7 M 1,7. Cf. X. ZUBIRI, El hombre y Dios, Madrid 1984, p. 333: “En hombre tiene que ver en este mundo con todo, hasta con lo más trivial. Pero tiene que ver con todo divinamente. Justo ahí es donde está la experiencia de Dios”. 33 Cf. Jn 1. 10 de mediación que unifica (en la más nítida diferenciación) la inmanencia secular y la trascendencia mística34. Límite que impide la confusión entre el mundo y el misterio35. Límite, sin embargo, que no es la última frontera del mundo donde se suprime su total relatividad, sino sus estratos más bajos. Esos en los que Dios se ha mostrado habitando, porque en ellos Cristo montó su tienda. Alentando a los humanos profundizarse a la condición a la que son llamados a ser: genuinos habitantes de esa frontera en la que se atestigua la trascendencia sin rebajar la inmanencia. Porque al Dios trascendente, al Misterio incomprensible e infinito, no se le encuentra más allá de la carne, sino en ella36. 3. La vida monástica hoy, testigos a la escucha del Espíritu Situación actual de la vida monástica: ¿A la altura de los tiempos? Señalas las perturbaciones y transmutaciones socio-culturales que en Occidente sufre lo religioso y sus instituciones, parece lógico concluir que al cambiar las mediaciones culturales también la vida monástica, como cualquier grupo humano, se adentra a situación de crisis. Los síntomas aparentes son conocidos: escasez numérica, menos efectivos, más mayores y sin reemplazo generacional. Suspensión de monasterios, fusión de comunidades. En fin, crisis institucional polarizada en binomios: conservar o renovar; circunstancial o fundamental; pasado o futuro; tradición o acomodo cultural, etc. Y es que, en efecto, también la vida monástica debe aprender a vivir en una cultura secular y plural, en una cultura marginal, de insignificancia y de precaria interinidad. Sin embargo, y del mismo modo, tendríamos que recordar que la vida monástica ha sido siempre desde su origen vocacional ànachóresis. Ha estado desde siempre emparejada a una cierta marginalidad aceptada, cuando no buscada (σινετεια). Nació como contracorriente religiosa y social, por eso la marginalidad y la irrelevancia no es 34 Cf. Ef 1, 10: Hacer de Cristo la unidad de todas las cosas celestes y terrestres. 35 Cf. E. TRÍAS, Por qué necesitamos la religión, Barcelona 2000, pp. 131-143. También, La lógica del límite, Barcelona 1991. 36 Cf. X. ZUBIRI. El hombre y Dios, p. 175: Y esto es lo esencial de la trascendencia divina: no es ser “trascendente a” las cosas, sino ser “trascendente en” las cosas mismas. 11 un fenómeno extraño a su devenir histórico. Pero entonces, ¿por qué esta, hasta cierto punto obsesiva, preocupación actual por nuestro porvenir? ¿Nos preocupa el futuro de nuestras instituciones, de nuestros monasterios, de nosotros mismos o nos preocupa el futuro del carisma y quien lo lleve adelante? ¿Dónde ponemos el acento? ¿En nosotros mismos o en el don del Espíritu a la Iglesia? Circunstancia esta que un vidente Thomas Merton ya denunció en 1968 en una carta a Jean Leclercq: “La vocación del monje moderno en el mundo actual… no es sobrevivir sino profetizar. Estamos demasiado ocupados tratando de salvar nuestro propio pellejo”37. Cierto que la institucionalización de “lo monástico” como rutinización de la experiencia es una condición inevitable de funcionamiento ordenado de todo grupo carismático. Pero también es cierto que el carisma como energía del Espíritu no se constriñe a ninguna forma institucional histórica. Por lo tanto, vivir el momento actual y encarar el futuro de la vida monástica va a depender mucho de la opción de fondo que se adopte. Reacciones de supervivencia La restauración. Es una constante efectiva que situaciones confusión cultural, de cambio de época, de limitación y miedo no localizado, se producen una serie de actitudes revisionistas que propician una vuelta a un modelo anterior, a un tiempo anterior idealizado. También la vida monástica ha tenido su “modelo clásico”, su “observancia regular” que daba certezas, estabilidad. Y hay quienes añoran tiempos gloriosos de noviciados llenos, de autoridad marcada, de disciplina claustral. Es cierto que formalmente nadie se atreve a replantearse una vuelta a las observancias anteriores al Concilio. Pero si que se puede rastrear actitudes de restauración en: la preocupación por las obras en los monasterios. No conocemos un solo monasterio que no haya hechos obras en estos últimos años: obras en las enfermerías, baños, hospedería, capillas, habitaciones, fachadas, jardín (como si tuviésemos necesidad de hacer algo, para decir que estamos vivos). Preocupación por escribir nuestra historia. Todo monasterio que se 37 Citado por R. DE PASCUAL, La vida monástica, figura del proyecto libertador de Dios, en Los monasterios, imagen visible del Dios invisible, Sevilla 2005, p. 32. 12 precie ha procurado narrar su historia: orígenes, fundador y demás glorías (ahora no somos nadie, pero fuimos una abadía gloriosa). Adquisición de vocaciones extranjeras no por mestizaje cultural del carisma, sino para mantener nuestra forma monástica en nuestros monasterios (cuando no, para que nos cuiden en el vejez) 38. El fundamentalismo identitario. La necesidad de tener seguridad, claridad y certezas hace que en algunos sectores monásticos se produzca una afirmación excluyente de lo propio. Se produce en algunos ambientes una vuelta a las interpretaciones tradicionales de la tradición. Recuperación de usos rituales y observancias abandonados tras el Concilio que se reclaman ahora con nostalgia. Una connivencia con ciertos movimientos eclesiásticos tradicionales de los que se nutren algunos de nuestros noviciados con jóvenes “sanos” y de “sanas doctrinas”. La atonía espiritual. La acedia es un viejo conocido de la vida monje. Y no es extraño que reaparezca en situaciones como la actual de fastidiosa perplejidad y desconcierto. Rahner consideraba que el verdadero problema de la Iglesia contemporánea es “seguir tirando con una resignación y un tedio cada vez mayores por los carriles habituales de una mediocridad espiritual”39. El miedo a lo desconocido, el miedo al futuro. El pasado conocido que da seguridad, pero que ya no sirve. Propician actitudes cansinas de irresolución, perplejidad y atonía. Dejar que pase el tiempo. De sostener lo que tenemos y cerrar cuando haya que cerrar. No hay empuje para imaginar nuevas empresas evangelizadoras, ni para reformular los valores, porque, simplemente, ya no hay fuerzas para una tarea que se presenta cíclope, abrumante y sin recetas. Cierto que en los monasterios actividad cotidiana, el trabajo pastoral, la organización en su conjunto funciona; pero, en el fondo somos conscientes de que no estamos preparados para asumir un profundo cambio institucional. Y nos dejamos ir hasta que Dios quiera… 38 Cf. F. MARTÍNEZ, Situación actual y desafíos de la vida religiosa, en Frontera-Hegian 44, Gazteiz 2004, pp. 13-23. También B. FERNÁNDEZ, La vida consagrada ante la crisis de reducción, en FronteraHegian 47, Gazteiz 2004, pp. 29-33. 39 Cf. K. RAHNER. La experiencia del Espíritu, Madrid 1980. 13 Vivimos en un impasse perplejo, en una mediocridad generada entre todos por nuestra falta de pasión a la hora de hacer vida el misterio cristiano, evidenciamos con ello nuestra falta de reflejos (espirituales e intelectuales) para hacernos cargo de nuestra situación. Testigos a la escucha del Espíritu Es verdad, la situación es compleja. Los tiempos inseguros y movedizos. Y sin embargo, mejor o peor, esta situación es la nuestra y en ella es donde habrá que descubrir los signos de la presencia de Dios. Para ello debemos empezar superando las reacciones de supervivencia y ponernos a la escucha de aquello propio que el Espíritu indica hoy a la vida monástica para profetizar (atisbar y preparar) con osadía lo que Dios haya dejado en nuestra manos40. Y lo primero que, en esta situación socio-cultural de inestabilidad de lo creyente, el Espíritu instiga hoy a cada monje y a la vida monástica, en general, es Volver a la vocación originante San Juan nos dice que la misión del Espíritu en la economía salvífica no consiste en comunicar una nueva revelación respecto a la de Jesús. Su misión es enseñar y recordar a Jesús y lo de Jesús41. O lo que es lo mismo: recordar42 a los discípulos quién y qué fue el detonante de su vocación creyente y llevarlo adelante. Y si esta fue la 40 No puedo no recordar aquí el estribillo de una vieja canción de Mercedes Sosa: “¿Quién dijo que todo esta perdido? Yo vengo a ofrecer mi corazón.” 41 Por cuatro veces el Espíritu es llamado en Juan “Paracleto” (14, 15-17; 25-26; 15, 26-27; 16, 4-14) con dos acepciones: “alguien llamado para ayudar” (Abogado) y referido “al consuelo divino de la época mesiánica (Consolador) y de los cuatro pasajes podemos resumir su misión enseñar y dar testimonio de lo de Jesús, guiar hacia la verdad, juzgar al mundo siendo testigo de la verdad y declarar lo que está por venir; Cf. M. RAMSEY, El Espíritu Santo. Estudio bíblico, Salamanca 1979. pp. 103-112. 42 Recordar expresa la profundización y justa comprensión (Jn 2, 17.22; 12,16). 14 misión inaugural del Espíritu respecto a la comunidad eclesial primitiva, también sigue estando vigente hoy para comunidad monástica. En efecto, todos nosotros, y más en tiempos de secularización y de increencia como el nuestro, necesitamos recordar y recuperar, a impulso del Espíritu, nuestra vocación originante. Volver a lo esencial y original, a la experiencia de fe fundante de nuestra vocación43, que no fue otra que el encuentro personal en Cristo Jesús con la <absoluted> de Dios, con el Misterio Trascendente de una Presencia fascinante que se nos impuso. Renovar esa experiencia de lo divino como un impulso de ser, como atracción amorosa que nos fundamentaba en la existencia, nos familiariza con lo divino, nos hace expertos, lúcidos para descubrir y apuntar su presencia en todos los momentos y acontecimientos de la vida. Nos hace creyentes de fe sentida, de mirada contemplativa y vida afectada por lo teologal. A esto nos urge hoy el Espíritu a los monjes y a la vida monástica, al retorno enérgico a la experiencia fundacional, esencial y original, de nuestro carisma para reapropiarnos de su objetivo primero: su pasión por Dios44, su vocación a lo teologal. A radicalizarnos en la percepción y añoranza de la Presencia Trascendente que nos fundamenta y sustenta en la llamada de Cristo. A comprender todo el Misterio cristiano desde la óptica de la experiencia y a dejarnos transformar por la presencia acogida del Espíritu. A la existencia transfigurada por la actitud teologal, la confianza esperanzada y el amor de Dios en el corazón. A ser, en fin, en cuantos creyentes testigos de Dios, de su existencia y de presencia: “Bastará – dice Martín Velasco- la realización por los monjes de lo que constituye la esencia misma de su vida para que se conviertan en testigos de Dios”45. Hoy el profeta es el creyente. La vida monástica es en sí misma una forma de testimonio. Y si como afirmaba X. Pikaza en la cultura actual “no importan las razones 43 Cf. A. GUERRA, Experiencia del Espíritu y signos de su presencia, en Frontera-Hegian 40, Gazteiz 2003, pp. 28-29. También F. MARTÍNEZ, Situación actual y desafíos de la vida religiosa, p. 25; también B. FERNÁNDEZ, La vida consagrada ante la crisis de reducción, pp. 30-31. 44 45 Cf. M. SCHAMBECK, Vivir del ansia de Dios, en Selecciones de Teología, 169 (2004), pp. 63-68. Cf. J. MARTÍN VELASCO, La vida monástica, testigo de la presencia de Dios en un mundo de increencia, en Los monasterios, imagen visible del Dios invisible, p. 97. 15 puras, sino las experiencias significativas”46, solo la vida monástica radicalizada significativamente en la experiencia personal del Misterio podrá subsistir y responder al avance de <la cultura de la ausencia de Dios>47. Porque solo una vida monástica que ejercita en su vida la experiencia teologal tiene recursos fundantes para reanimar la fe, para poner de manifiesto el poder renovador y transformante del contenido de dicha experiencia. De poco sirve hoy redefinir correctamente la doctrina monástica, reforzar la organización, el trabajo, la disciplina, la vida regular o una laboriosa pastoral vocacional. Hay algo previo y más decisivo que sólo lo puede nacer de la acción del Espíritu en los corazones. Y si la experiencia personal viva del Misterio Trascendente de Dios en Jesús desaparece de nuestro corazón, todo lo demás es inútil. Recuperar la interioridad como lugar afín a la experiencia del Misterio Pero atestiguar sin equívocos el reconocimiento experiencial de la trascendencia de Dios como fundamento del ser y el existir humano, no debe abocar a la vida monástica a un menoscabo de la realidad de lo humano, de la persona en su subjetividad, legítima autonomía e inviolable dignidad. ¡Al contrario! Afirmar la presencia originante del Misterio en el corazón del ser humano es una invitación descubrir en la interioridad del corazón, una sed del Misterio que no logra acallar una sociedad del inmanentismo funcional dominada por intereses instrumentales y asfixiada por valores centrados en lo utilitario48. Es la justa valoración de lo humano en su consistencia inmanente (temporal, mundana), pero abierta en una interioridad trascendente que apunta a la presencia de la gracia y la libertad siempre mayor y que desemboca en su humanización más plena. 46 Cf. X. PIKAZA, Experiencia religiosa y cristianismo. Introducción al misterio de Dios, Salamanca 1981, p. 12. 47 “Creed al experto” –decía Bernardo, el gran teólogo de la experiencia cristiana del misterio. 48 Cf. AA.VV., La interioridad: un paradigma emergente, Madrid 2004. 16 En efecto, se nos pide hoy a la vida monástica apreciar, con la cultura hodierna, la autonomía de lo humano. Pero se nos instiga también, con el Espíritu, a resaltar sus carencias unidimensionales. Porque el hombre en una subjetividad no-abierta se reduce a sí mismo, se hace in-trascendente, se ciega a lo simbólico e inefable. Por el contrario, el reconocimiento de la interioridad trascendente como componente constitutivo de lo humano y, a la vez, como lugar afín a la experiencia del Misterio, le permite al ser humano captar, en la profundidad de lo real, a Dios como su más auténtico centro, su raíz, el más genuino fundamento de su dignidad y subjetividad. Descubrir la interior mismidad habitada por una Trascendencia que la origina y desborda, es reconocer lo inmanente en su excelencia sin reduccionismos, tomar conciencia del límite como puerta abierta por el que puede entrar la gracia. La interioridad como lugar experiencial de la <inmanencia abierta al Misterio> 49 ha sido siempre la intuición subyacente a la tradición monástica a la hora de caracterizar la eminencia creatural del ser humano capaz de descubrir en sí la presencia inmanente de lo trascendente -intimior intimo meo, superior summo meo, decía s. Agustín-. Que en el caso de la tradición cisterciense se ha concretizado en una intensa humanización de la experiencia de lo divino, vivido como un proceso deificante50 por el que el hombre va humanizándose creciendo en imagen y semejanza de Dios. Recuperar, pues, el paradigma de la interioridad como un proceso divinizante del ser humano hasta acceder en Dios a su verdadera y misma naturaleza51, posibilita a la vida monástica entablar un dialogo crítico con la cultura actual en su aprecio exacerbado por la subjetividad, autonomía y dignidad de lo humano. Porque nos permite recuperar los valores culturales hodiernos, si; pero ajustando en ellos el mecanismo del Espíritu, al redimensionar la realización personal como “crecimiento en Dios. Y es, precisamente, en esta comunión dialéctica con el mundo en la que hay que testimoniar la profundidad de gracia que nos habita y a la que le llama hoy el Espíritu. 49 “Sentir y gustar de las cosas internamente” ( Ignacio de Loyola ) 50 (cristificación y divinización = crecer en la filiación ) 51 La imagen armoniza lo igual y lo distinto. Nadie puede decir, sin embargo, que la realidad y la imagen son incompatibles. Afirmar la una es referirse a la otra. 17 Así pues, recuperar “la interioridad”, una intensa “vida interior”, se nos revela como lugar experiencial eminente de la Presencia del Misterio, pero también como instancia crítica frente a la desecación de sentido humano, y humanizador, propiciado por la tecno-economía secular, porque permite al ser humano acceder desde su libertad emancipada al reconocimiento de su dependencia de Dios. Le permite reintroducir a Dios en el horizonte humano sin menoscabarlo. Abrirse, desde el ser creatural, hasta el <más> de Dios: hasta llegar reconocer con los santos que es Él la sustancia última y real de lo creado52. Institucionalización al servicio de la experiencia del Misterio Toda experiencia humana se sabe limitada por el tiempo y por el espacio de modo que sin temporalidad y sin corporalidad no es posible ni el hecho ni la pervivencia de la experiencia. También la experiencia de Dios originante de lo monástico desde la intensidad de consagración que demanda, requiere una permanencia en el tiempo con su inevitable acomodo cultural si nos quiere ayudar a vivir la vida de cada día. Traducir la experiencia, el don de Dios, en lenguaje y forma secular para poder decirla y repetirla a los hombres /mujeres de hoy. Permanencia y accesibilidad cultural obligadas a la ley de la rutinización existencial de la institucionalización, pero que debe hacerse desde la instancia crítica de transparentar en el tiempo y en el espacio (ejercitar existencialmente) el ser de su experiencia primordial. De este modo la institución no degenerará en una estructura conclusa, repetición de sí misma, inalterable e inamovible, sino que tendrá el dinamismo de la vida y su obligada adecuación a la comprensión cultural. Así El silencio monástico será en este sentido, en primer lugar, un silencio apofático, condición de la contemplación del Misterio. En efecto, el silencio monástico no es ni acabamiento impasible de los deseos, ni terapia del espíritu estresado, ni represión rencorosa, ni tranquilidad pasota, ni siquiera disciplina orgánica de la comunidad, ni ascesis para evitar el pecado. El silencio monástico es, ante todo, sobrecogimiento del ser provocado por Dios y referido a su experiencia: es espacio de libertad incondicionado para dicha experiencia y su condición de posibilidad. Porque fue en el 52 “Dios es todo” (Beato Rafael). 18 silencio primordial donde surgió el Logos, por eso no podemos salir del ámbito del silencio si queremos llegar a la experiencia. La puerta a la experiencia es el saber escuchar (acoger /obedecer) la Palabra pronunciada en el silencio: apertura al Dios vivo revelado y encarnado en Jesucristo No se puede hablar de Dios, no se puede hablar a Dios, no se puede escuchar a Dios sin un previo silencio interior. Es a este silencio referido a la experiencia: sonoro (en cuanto en él se pronuncia la Palabra), sobrecogido (ante la experiencia de fascinante y tremenda del Misterio) y apofático (ante la imposibilidad contingente de expresarlo) al que debe apuntar, y no puede dejar de hacerlo si quiere ser fiel a su carisma originante, la vida monástica actual. Con todo este silencio no apunta, sin embargo, a ultrapasar la palabra para acoger algo más allá del mismo silencio (inmersión abisal en la divinidad), ni apunta tampoco al mutismo autista con lo circundante, sino a la plenitud de toda palabra. Apunta a la palabra auténtica: la que nace y revierte al silencio; espacio de libertad para el ser. En efecto, el silencio refiere siempre a la palabra, es el cuenco acogedor que está en el origen y en el final de la misma. El silencio autentifica la palabra porque la propicia (tiene que ser dicha) y la pervive acogiéndola (tiene que ser escuchada), de tal forma que cuando el silencio se suprime la palabra genuina se dispersa en cháchara. Quien vive aturdido interiormente por toda clase de ruidos y sacudido por mil impresiones efímeras, sin detenerse nunca ante lo esencial, difícilmente acogerá la Palabra. El silencio monástico está llamado, pues, a ejercer una función crítica respecto a la cultura del ruido y de la “música ambiental” que impide conectar con la interioridad y nos incapacita para la Palabra (para el encuentro) y también de cierta religiosidad fusional con la divinidad que confunde la emoción con la profundidad interior y la quietud con la comunión con Dios. Y sin embargo, es el silencio ante Dios y desde Dios el que capacita a la vida monástica a contemplar el mundo con amor, a escuchar sus angustias y aspiraciones con ternura y comprensión, a ofrecer ámbitos de silencio donde se pueda percibir la sapiencia del recogimiento, la belleza de lo esencial, la quietud del espíritu, el ritmo sosegado, a abrir sus corazones y sus comunidades a la acogida. 19 Vida sobria. Μοναχηυσ etimológicamente apunta a la unidad, a la unificación del corazón como contraria a la multiplicidad, a la duplicidad. Apunta a buscar lo simple, lo sencillo, lo sobrio, a “lo único necesario”. Porque la vida monástica nace de una experiencia de absoluted y de fascinación. Es cierto que tradicionalmente la vida monástica ha sido vista como un camino para llegar a esta simplicidad y unificación por medio de la renuncia, del desprecio de los bienes temporales, por el destierro de lo profano. <Dejar todo para llegar a todo>. Sin embargo, esta búsqueda de simplicidad ya no puede justificarse en negativo. La crítica moderna de lo secular exige que para llegar a ella, la simplicidad debe justificarse a sí misma con una experiencia que relativice todos los demás valores y los deje en un segundo plano en comparación con la “búsqueda del único necesario” que está en el origen. El ascetismo monástico tiene que traducir esta experiencia “del único necesario” en lenguaje secular siguiendo dos direcciones: tanto un ascetismo interior como exterior. Interior mediante la experiencia de debilidad, “del corazón roto”, de conversión de la vida precedente que anhela ser transformada (experiencia de incomodidad existencial y anhelo de infinitud). Y exterior, en cuanto expresión en una vida sobria y solidaria, de la relativización de los valores funcionales del tener. El monje debe expresar la integración de su persona en la elección de la mejor parte viviendo fascinado por la Presencia sentida, haciendo girar su vida alrededor de la misma jerarquizando valores. La vida monástica no es renuncia meramente negativa, es que ha encontrado el más, el lujo de dedicarse a lo esencial sin distracciones. Es concentración enamorada en el Uno. Consecuencia de la experiencia sentida que fascina y empeña a dedicarse, en cuerpo y alma, a buscarla. Todo ello consecuencia la conversión interior y la libertad del Espíritu de concentrarse en lo esencial con una purificación que conduce a despojarse de certezas y garantías, de apoyos y medios que no sean los que dicta el Evangelio. Es la pobrezadebilidad informada por lo teologal para dejarse asemejar a la debilidad de Cristo, a la humanidad de Cristo. Es en esta lógica de la debilidad-minoría a la que el Espíritu está colocando a la vida monástica en la que debemos descubrir que el testimonio más elocuente del Todo es lo pequeño y que la vida monástica en minoría y marginal, 20 “adelgazada” y aligerada de oropeles y sin poder, es más “cristiana” y más creíble. La debilidad elegida se convierte en el más bello lenguaje para hablar de la “discreta caridad” de Dios por los hombres La vida monástica del futuro deberá aprender a declinar con naturalidad la sabiduría de la debilidad: mansedumbre y humildad, ternura y pureza de corazón, ausencia de poder y rechazo de privilegios, acogida de la debilidad de los otros y preferencia por lo más frágil. Vivir en el espíritu de la auténtica bienaventuranza evangélica. Vida retirada. Concomitante a la experiencia fundante del Misterio es la experiencia de la contingencia creatural de lo humano. El límite es la co-expresión de una realidad en la que asiente en nuestro ser que debe ser aceptada y vivida sin tregua. En la vida monástica se visibiliza el límite con la clausura, pero limites tenemos todos y tampoco la sociedad actual se libra de ellos. Solo que en la vida monástica los límites (antológicos y existenciales) son aceptados voluntariamente. Por otra parte, frente a la cultura actual en que la estructuración del espacio está dirigida hacia dispersión, en el monasterio el espacio es concebido para favorecer la concentración, la vida interior, la reflexión, la quietud. El espacio monástico está también jerarquizado para favorecer la cohesión, las relaciones intergrupales frente a la relación competitiva de la vida social. Ahora bien, el “huerto cerrado” de la vida monástica futura, propicio para la relación amorosa, no puede ser nunca espacio de privilegio. No puede cometer el error de encerrarse dentro del “espacio ecológico” de los que viven en ella o de su grupo de afines, de quien no le pide dar razón de su esperanza, o de quien no le provoca suficientemente a enfrentarse con otros modelos antropológicos, o de quien le consiente simplemente repetirse sin fantasía alguna. Sino que debe hacerse <espacio espiritual> de interdependencia y creatividad. Tiene que desarrollar un sincero afecto por este mundo nuestro, traducirse en lenguaje y dialectos locales para que todos la puedan entender; hacerse don para todos no para su propia delectación narcisista, espacio de la caridad difundida del corazón enamorado. Vida común. La vida monástica es χενοβιοσ: vida de relaciones, vida con alteridad, consecuencia connatural de la experiencia trascendente de sabernos en manos 21 de Otro. Por ello contra el subjetivismo cultural, no es autodidacta, es relacional. De relaciones auténticas, no anónimas; personal, cara a cara. Es vida espiritual, que no quiere decir inmaterial, sino lugar en el que Espíritu está presente. Espíritu que es relación por excelencia y que educa al creyente para ser persona de relación, para acoger incondicionalmente al otro. Al Otro, que sobre todo es Dios, y al otro que es diferente, que se nos opone, que quizá es un enemigo. La vida monástica estará movida por el Espíritu cuando vive la relación como mediación del encuentro con Dios, cuando se siente responsable del otro, cuando vive desde la acogida incondicional, cuando reconoce la necesidad que tiene de él, cuando acoge la diversidad como don que la enriquece, cuando sabe entrar en diálogo y gozar de la verdad y belleza que encuentra en cada fragmento de la vida, cuando sabe pedir perdón y cuando defiende los indefensos frente a la violencia del tipo que sea53. Configurada por el Espíritu con los sentimientos del Hijo la comunidad monástica está formada por hombres enamorados, fascinados por Dios y su belleza. Hombres libres para dar una respuesta con aquellos “sentimientos” de compasión, generosidad y abnegación, perdón… con que el Hijo respondió al Padre en su vida terrena, especialmente en la cruz. Nada como la cruz (un amor con estigmas) dará a la vida monástica libertad frente a sus propios condicionamientos internos (históricos, regulares, personales, comunitarios) y libertad para desear y realizar los deseos del Eterno. La cruz es el paso obligatorio del amor y el resultado de una vida monástica que quiera ser cristiana. Y en este punto de la historia me parece muy revelador reseñar un testimonio muy significativo de testimonio del Espíritu que está dando ya ahora la vida monástica y que está diseñando el futuro de la misma, el testimonio del martirio. Si la vida monástica nace como sucesora de la época de los mártires, solo será fiel a sí misma si tiene el valor de acabar en el martirio. Martirio cruento como los monjes trapistas de Argelia o martirio incruento como el cierre forzoso de los monasterios. Pero en ambos 53 Cf. A. CENCINI, Por amor, con amor, en el amor. Libertad y madurez afectiva en el celibato consagrado, Salamanca 2001, cap.3. 22 casos con el testimonio confesante de su pertenencia a Cristo hasta el final. Existencia ofrecida a Dios y que ha seguido su ejemplo en la perspectiva final del amor resucitado. Preparar los caminos: transparentar la alternativa del Evangelio Decíamos al inicio que nos encontramos en “un mundo que cambia”, un mundo en tránsito y que no sabemos muy bien “¿hacia dónde o a hacia qué?”. Es posible que necesitemos alguna generación monástica más para percibir claramente la novedad que ya desde ahora está generando el Espíritu. Pero una cosa es clara: la novedad de vida de monástica del futuro depende de la novedad de vida que ya debería estar provocando en nosotros el Espíritu. Los cambios culturales, repentinos y radicales, deben motivar nuestra fe, impidiéndonos aferrarnos a cierta imagen de lo divino, a utilizar nuestra tradición, “las observancias”, para evitar convertirnos (cambiar la mente y el corazón). La vida monástica “busca” a Dios, no le posee. Por eso está siempre motiva al replanteamiento para exteriorizar cada vez mejor toda la absoluted que tiene dentro. No puede permitirse el lujo de vivir desde una arqueología carismática que reproduce y copia una forma arquetípica. Sino que tiene que traducirse constantemente desde el Evangelio a los hombres de hoy que tienen gran sed de espiritualidad viva y vivida. Pero tampoco vale, por otra parte, acoger acríticamente cualquier novedad como deseo del Espíritu, sin darse cuenta de qué está en juego en ella. Conjugar el “semper” del hecho revelado y el “novum” de la historia de cada día desde Cristo, en la Lectio de cada día, como memoria y profecía será siempre el cometido esencial del discernimiento monástico y la garantía perenne de que estamos y seguimos a la escucha del Espíritu. 23