1 XXIX SEMANA DE ESTUDIOS MONÁSTICOS SALAMANCA, 29 AGOSTO – 6 SEPTIEMBRE DE 2003 EL SEGUIMIENTO RADICAL DE CRISTO P. JOSEP M. SOLER OSB ABADIA DE MONTSERRAT 1. Introducción Palabras de presentación. Por supuesto, esta no va a ser una exposición erudita, y menos científica. Es más bien fruto de la experiencia. Mi agenda de abad de Montserrat no me permite otra cosa. Por otra parte, mi trabajo como maestro de novicios durante 16 años, mi responsabilidad de Visitador Sublacense y ahora el servicio abacial que me fue encomendado, son un lugar privilegiado para vivir y observar “desde la experiencia” la lucha de cada monje por el seguimiento radical de Cristo. Compartir algo de esta experiencia, espero que pueda ser interesante para ustedes. Voy a tomar como punto de partida un texto del cardenal Martini: “La mediocridad no da la felicidad” (en “A dónde va el cristianismo? El ejercicio del Sábado Santo, II, 3). En esta sencilla frase creo que se concentran tres elementos importantes de nuestra vida, que merece la pena tener en cuenta: 1. La búsqueda de la felicidad es esencial también en nuestra vida de monjes/as. “¿Quién es el hombre que quiere la vida y desea gozar días felices?” (Ps 33, 13, citado por RB Prol. 15) 2. Por lo tanto hay que situar el tema de la radicalidad en el contexto de la “vita beata” tal como es presentada en la Escritura. La radicalidad no es un fin en si misma; no buscamos ser campeones de nada. 3. Uno de los grandes peligros, por no decir el mayor, de nuestro estilo de vida es la mediocridad. El “ir tirando”, esa especie de amodorramiento espiritual y psicológico que mata la ilusión y la audacia. Si la felicidad no viene de la mediocridad, por supuesto viene menos todavía de la infidelidad. Lo digo porque la tentación de la “transgresión”, del “romper con todo” como camino hacia la felicidad, puede cruzarse en nuestro camino. Además de inspirarme en esta cita del cardenal Martín, me muevo asimismo en la línea de la carta apostólica del papa Juan Pablo II “Novo 2 Milenio Ineunte” (citada NMI), en la que se nos invita a partir nuevamente de Cristo para progresar en el camino de la santidad y del amor. En otras palabras, nos invita a un seguimiento radical de Cristo. 2. ¿Qué es lo que puede dar la felicidad?: la radicalidad Vemos, pues, que el camino de la felicidad en nuestra vida monástica debe estar marcado y animado por la radicalidad. Es como si dijéramos el tono que debe marcar nuestra marcha, el distintivo de nuestro estilo de andar (o casi mejor de correr) por este camino que nos devuelve a la comunión con Dios. Vamos a detenernos un momento en el contenido del término “radicalidad”. Se trata de un concepto que encierra dos acepciones distintas, aunque complementarias. a. Espontáneamente la palabra “radicalidad” nos hace pensar en lo que podríamos llamar una actuación radicalizada, es decir un estilo de vida marcado por los extremos: fuertes ayunos, pobreza extrema, soledad total... b. Ahondando en la etimología de este término llegamos a la palabra “raíz”. Así, pues, vivir radicalmente será sinónimo de “vivir desde la raíz”, es decir de identificar claramente qué es aquello que nos sostiene y nos da vida, de localizar nuestra verdadera raíz para reforzar la unión con ella. Evidentemente, esto nos remite al Evangelio y más concretamente a Cristo. Así, pues, el seguimiento radical de Cristo puede comprenderse también como la labor de retorno a la fuente o a la raíz de nuestra vida cristiana. Se trata, una y otra vez, de redescubrir la persona viva y verdadera de Cristo, muerto y resucitado por nosotros; de redescubrir la vinculación íntima que hay entre El y nosotros. Se trata de sentir de nuevo su amor creador y salvador por el cosmos y por cada uno de los hombres y mujeres. Para utilizar una cita de la Regla de San Benito, podríamos decir que el seguimiento radical de Cristo no significa otra cosa que poner el práctica los instrumentos de las buenas obras tal como aparecen en el capítulo cuarto, y más concretamente el que dice así: “No anteponer nada al amor de Cristo” (RB 4, 21). Nótese que, al referirse al “amor de Cristo” nos encontramos ante un genitivo que tiene un doble significado. En primer lugar, se trata del amor que Cristo nos tiene, ese amor con el que nos ama profundamente desde el 3 seno de la Santa Trinidad, y que nos da vida y aliento. En segundo lugar, se refiere también a nuestro amor a Cristo. “No anteponer nada al amor de Cristo” querrá decir, pues, dejarnos amar infinitamente por El. Dejar que su amor inunde nuestra vida y llegue hasta los rincones más escondidos de nuestro ser, para que lo transforme y lo divinice. Que nada sea más importante ni más grande que el amor con el que El nos ama. Y, como consecuencia, hacer de nuestro amor hacia El la exigencia primera y más fundamental de nuestra vida monástica. Un amor que se expresa de distintas maneras, desde el interés y la participación en el oficio divino hasta la vida de comunidad y los gestos más delicados de caridad fraterna. 3. El ritual básico de la Profesión (RITUALE ROMANUM. Ordo Professionis Religiosae. Editio Typica, 1970, n. 57) Esta realidad que configura nuestra vida monástica está expresada perfectamente en la liturgia de la profesión. Les propongo, pues, continuar con nuestra reflexión a partir del ritual básico de la Profesión religiosa, tal como fue publicado en su edición típica en 1970, y que ha servido para elaborar los rituales de las distintas órdenes y familias religiosas. No hay que olvidar que el contenido de las celebraciones de la Iglesia, lo que rezamos, la “lex orandi”, da los criterios para formular la fe de la Iglesia, su “lex credendi”, y determina cómo debe ser la vida de la Iglesia y de los fieles, la “lex vivendi”. Los dos aspectos del amor de Cristo a los que acabo de referirme creo que quedan bien reflejados en el interrogatorio del ritual básico de la Profesión. Dicho interrogatorio, que nos da la clave para comprender el sentido de la radicalidad en el seguimiento, los concreta así: a. parte de la consagración bautismal, por la cual hemos muerto al pecado, y pregunta por el deseo de una consagración más íntima a Dios. Es decir, partimos –como hemos dicho antes– del amor de Cristo hacia nosotros, de la salvación que hemos recibido de Dios por medio de los sacramentos de la iniciación cristiana. Nuestra vida, nuestra consagración a Dios no es otra cosa que una respuesta de amor a la iniciativa libre y gratuita de quien es Amor, así en mayúscula. b. sigue con los elementos característicos de la vida religiosa y monástica, siempre “Dei adiuvante gratia”, es decir con la ayuda de la gracia de Dios: 4 1) Castidad perfecta. Vivida con radicalidad, es decir desde la raíz. Esto significa implicar de lleno nuestra afectividad, nuestro corazón, como fuente de nuestros actos, de nuestros deseos, de nuestros pensamientos... 2) Obediencia como la de Cristo y María 3) Pobreza Castidad, pobreza y obediencia tienen como punto de referencia a Cristo. Deben enraizarse en la participación con su Espíritu para que tengan consistencia en nuestra vida y lleguen a “afectarnos” realmente. En este sentido Cristo no sólo es “ejemplo” para nosotros, sinó algo mucho más importante: El es el origen de nuestra vida cristiana, de nuestra vocación, que se resume en un proceso de “cristificación”. En cambio María sí que es ejemplo, en la medida en la que como “primera cristiana” ha llevado a cabo de un modo perfecto, por la acción del Espíritu Santo, la cristificación de su persona entera. 4) Progresar con constancia y firmeza “hacia la caridad perfecta para con Dios y los hermanos”, de acuerdo con el Evangelio interiorizado, sintetizado en las Bienaventuranzas y en el Mandamiento nuevo, y “guardando la propia Regla”. Un aspecto interesante aquí de la radicalidad es la “constancia y la firmeza”. A veces se atribuye fácilmente a los jóvenes el llevar la antorcha de la radicalidad, y se achaca a los mayores el hecho de ceder a la mediocridad. Puede ser así, es cierto. Pero también ocurre que a los jóvenes les cuesta ser constantes y mantenerse firmes en sus decisiones. Pueden “comprometerse” durante un tiempo, más o menos largo, con una ONG o con un proyecto solidario, o encerrarse unos días en un monasterio para vivir una “experiencia” nueva y atractiva. Pero creo que esto queda todavía bastante lejos de la radicalidad que implica dar “la vida entera” por Dios y por los demás en un lugar y con un proyecto concretos. En el camino monástico –y en otros– hay que procurar que los entusiasmos de un momento se conviertan en convicciones y en compromisos de una 5 vida. Es decir, en estabilidad. Contando siempre –claro está– con el papel primordial de la gracia de Dios. 5) Dedicación total a Dios “en la soledad y el silencio, la oración asidua, la penitencia gozosa, el trabajo humilde y las buenas obras” Traduzco por “dedicación total a Dios” la expresión clásica: “soli Deo vacare”. Parece como si en los monasterios se hubiera descubierto hace ya siglos esto que hoy se denomina la “sociedad del ocio”. Nuestra consagración “radical” a Dios nos lleva a “soli Deo vacare”, lo cual no significa precisamente a dedicar nuestras “vacaciones” sólo a Dios, sinó a darnos a Dios libremente, sin constricciones ni cortapisas. Como cuando en vacaciones utilizamos el tiempo libre sin ociosidad pero sin urgencias. Fijémonos en los elementos característicos de esta dedicación total a Dios: el silencio, la soledad, la oración asidua, la penitencia gozosa, el trabajo humilde y las buenas obras. Algo que afecta a todo nuestro ser: desde el corazón, el pensamiento, los deseos, las pulsiones... hasta nuestro quehacer diario. Así pues, el dominio del pensamiento, o de los pensamientos, y por consiguiente también de la lengua (ese musculito que puede hacer estragos entre las comunidades), se nos presenta no como el objetivo de un trabajo de autosuperación personal, meramente ascético, sinó como el resultado de vivir constantemente en la presencia de Dios (RB 7, 13 primer grado de la humildad). 6) Por supuesto este programa de vida se nos antoja inalcanzable para nuestras reducidas fuerzas. Pero lo que es imposible a la flaqueza humana no lo es con la ayuda de Dios y el don del Espíritu. Ahí están las letanías de los santos y la oración consecratoria (id. n. 62 y 67) para recordarlo y hacerlo presente sacramentalmente. Ya antes, al final del interrogatorio (n. 59) se concluye con una frase de rico significado espiritual y teológico: “Que Dios, que comenzó en vosotros esta buena obra, El mismo la lleve a término el día de Jesucristo”. Recordemos, una vez más, los fundamentos de la teología de la gracia. Todo depende de Dios, incluso el deseo de hacer el bien, y no digamos la posibilidad de cumplirlo 6 hasta el final (cf. Colecta de Laudes del lunes Iª semana). Pero para que Dios nos dé la gracia debe encontrar una disponibilidad en nosotros. 4) Traducir la radicalidad a tres niveles Llegados a este punto, propongo completar otro círculo de esta reflexión, viendo cómo aplicar la exigencia de radicalidad a tres niveles complementarios de nuestra vida. - En primer lugar consideremos lo que podríamos llamar la vida “mística” en el sentido que da Rahner a esta expresión: de relación / experiencia de Dios. El decía que en nuestros tiempos, los cristianos seremos místicos o dejaremos de ser cristianos, porque sociológicamente no encontraremos mucho apoyo. Lo mismo se puede decir de los monjes. O nos sostenemos a partir de nuestra vivencia interior o nos diluiremos. Por otra parte, esta vivencia mística nos ayuda a sanar muchas heridas y a abrir muchos horizontes. No deberíamos tener miedo a ser tachados de “espiritualistas” por el hecho de insistir en la primacía de la relación personal con Dios en nuestra vida consagrada. Es prioritario que tengamos una experiencia personal de Dios; lo cual resulta a menudo algo bastante duro y exigente. Basta leer atentamente los relatos de vocación de los profetas o las vidas de los santos. Y, sin embargo, de esta experiencia de Dios es de lo que están más hambrientos nuestros contemporáneos. Es uno de los elementos que pueden hacernos significativos ante los que entren en contacto con nosotros. Y por otra parte, como ya he dicho anteriormente, en esta comunión con el Dios Uno y Trino, revelado por Jesucristo, está la raíz de nuestra vida consagrada. - Si esta experiencia de Dios es auténtica, nos abrirá inmediatamente a la vida fraterna. La vida trinitaria es relación, comunión, donación, apertura al Otro, y si estamos dispuestos a participar de esa vida divina, nos sentiremos empujados a intensificar mucho más nuestra vida fraterna. No hace falta que les diga que esto exige “sangre, sudor y lágrimas”, porque no es el resultado espontáneo de la simple convivencia (no somos ángeles, sinó seres humanos heridos por el pecado original) sinó el fruto de la configuración con 7 Cristo, que “se humilló, obedeciendo hasta la muerte y muerte en cruz” (Fl 2,8). Hay que conectar la vivencia del amor fraterno a la realidad de cada día, yendo más allá de las propias obligaciones, dándose gratuitamente en el servicio abnegado a la comunidad y a cada hermano o hermana, dispensando un trato afable a todos. Es otro elemento que puede hacernos significativos a los ojos de muchos. En cambio, si falta, fácilmente se capta desde el exterior, lo cual es un contratestimonio, además de no facilitar la integración de postulantes y novicios. - Hay, finalmente, un tercer nivel que es el de la apertura a los demás, en el sentido de aquellos que fácilmente pueden quedar fuera de nuestro círculo inmediato de relaciones. Me refiero a: 1) A las situaciones de pobreza (que toma tantas formas), de marginación, etc... Se pueden poner varios ejemplos concretos. 2) A los que están en búsqueda: a nivel de fe, de oración, y que a menudo frecuentan nuestros monasterios y acuden a nuestras comunidades en busca de algo “auténtico”. No buscan “superhombres” o “supermujeres” en el sentido de “seres perfectos”; buscan simplemente hombres y mujeres que sean sinceros y “radicales” en su vida. En el fondo necesitan que les hablen más de Dios que de nosotros o de nuestras obras o de nuestras comunidades. Que les inicien en la experiencia de relación con un Dios vivo y verdadero, personal y comprometido con la humanidad. 3) Al diálogo ecuménico e interreligioso. Nuestro papel en el diálogo ecuménico puede ser muy beneficioso porque nuestra vocación y nuestro carisma están enraizados en la Iglesia indivisa. En cuanto al diálogo interreligioso, la vida monástica responde a anhelos profundamente inscritos en el corazón humano, y por lo tanto comunes a distintas religiones y culturas. Hay ahí todo un trabajo a realizar en el sentido de identificar los elementos culturales comunes, así como los específicamente cristianos, para no caer en sincretismos estériles. 8 5) Conclusión Con nuestra radicalidad, es decir nuestra vida desde la raíz que es Cristo, podemos ser signo atrayente para los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Porque no vamos a ser más atractivos mediante la adopción de las formas y estilos de la sociedad, sinó por contraste, como decía Pablo VI a los Abades en Montecassino, en octubre de 1964. A esto nos invita, también, la NMI mediante la llamada a la santidad. De este modo podríamos decir que el seguimiento radical de Cristo en nuestra vida es sinónimo de la vocación a la santidad recibida ya en el bautismo. Hoy día se habla poco de la santidad, quizás por miedo a desviaciones misticoides o por temor a que nos desarraigue del compromiso concreto. Y sin embargo es un tema fundamental en la constitución sobre la Iglesia Lumen Gentium concilio Vaticano II, que le dedica un capítulo entero (el quinto). Este tema lo ha vuelto a proponer el papa Juan Pablo II a todos los miembros de la Iglesia en su carta apostólica NMI, como fundamento de la renovación de las personas y de las instituciones eclesiales y como medio eficaz para dar testimonio de Cristo al comienzo del nuevo siglo. De hecho, la consecuencia del bautismo es una vida santa, porque supone el “ingreso en la santidad de Dios mediante la inserción en Cristo y la inhabitación de su Espíritu” (NMI 31). Ya hemos visto que algo parecido se puede afirmar de la profesión monástica, a la luz del interrogatorio que propone el ritual. La llamada a la santidad tiene su origen en la Palabra de Dios. Dios quiere que seáis santos, afirma la primera carta a los Tesalonicenses (4, 3); Dios nos eligió en él antes de crear el mundo, para que fuéramos santos, como está escrito en la carta a los Efesios (1, 4); y todavía, para citar un tercer texto, recuerdo la primera carta de san Pedro (1, 15-16): igual que es santo el que os llamó, sed también vosotros santos en toda vuestra conducta, porque la Escritura dice: ‘Seréis santos, porque yo soy santo’ (Lv 19,1). En último término, todos estos textos repiten las palabras de Jesús en el sermón de la montaña: Sed perfectos como lo es vuestro Padre del cielo (Mt 5, 48). En realidad, tan sólo hay una manera auténtica de ser cristiano y de ser monje, que consiste en procurar poner en práctica estas palabras. Por esto, “preguntar al catecúmeno ‘¿quieres recibir el Bautismo?’ significa al mismo tiempo preguntarle: ‘¿quieres ser santo?’( NMI, 31) porque el Bautismo lo configurará radicalmente con Jesucristo. Nadie puede decir, entonces: yo no tengo madera de santo. La tenemos todos porque Dios nos la ha dado, sólo que cada cual puede llegar a serlo, por gracia de Dios, siguiendo su propio camino, de acuerdo con su situación personal, su psicología, su forma de ser, sus circunstancias concretas. 9 Cuando san Benito, en el capítulo 60 de la Regla, pregunta al monje “Amigo, ¿a qué has venido?, podemos responder así: a avanzar por el camino de la santidad. O, con otras palabras: a complacer a Dios reproduciendo en mí la imagen de Jesucristo. Comprendemos mejor la importancia de nuestra vocación a la santidad, a dejarnos trabajar y llevar por el Espíritu, que en último término es lo mismo, a partir de lo que Jesucristo ha hecho precisamente para que fuéramos santos: Cristo amó a la Iglesia, dice la carta a los Efesios, y se entregó por ella: quiso así santificarla (...) para prepararse una Iglesia radiante, sin mancha ni arruga ni nada parecido, una Iglesia santa e inmaculada (5, 25-26). Precisamente, el tipo de esta Iglesia es la Virgen María, que participa de lleno de la resurrección de su Hijo. Lo hemos visto también siguiendo el interrogatorio del ritual. El deseo de ser santo –o de vivir la filiación divina, o de disponerse a que el Espíritu trabaje en cada uno– es compatible con la experiencia de la propia debilidad y del propio pecado, y por eso esta experiencia no nos debe desanimar. Lo único incompatible con la santidad, como hemos venido diciendo, sería la indiferencia y el “ir tirando” sumidos en la mediocridad. Y, ¿qué debemos hacer para avanzar por este camino de la santidad? Ya lo hemos dicho: hay que traducir la radicalidad a tres niveles: el de la vida mística, el de la vida fraterna y el de la apertura a los demás. Para ello hay que intensificar los tres elementos siguientes: 1) Lo que los Padres llaman “guardar los mandamientos”, en el sentido amplio de la expresión, es decir acoger de corazón y poner en práctica no sólo el decálogo sinó también las enseñanzas de Jesús. Hacer que el sermón de la montaña, en una palabra, se convierta en el programa de nuestra vida. Esta es la forma de corresponder a la alianza que Dios ha hecho con nosotros, por amor, desde el bautismo y que ha renovado en la profesión. El camino consiste en utilizar “los instrumentos de las buenas obras” (RB 4), como consecuencia de haber acogido la Palabra que escuchamos en la celebración litúrgica y que recibimos en la lectio divina. 2) Junto a esto, inseparablemente unida está la humildad, el saberse pobre. Ser consciente de las propias debilidades, de la propia incongruencia y confiar en Dios. La humildad, vivida radicalmente, lleva a contentarse con poco, a no ser exigente, a saberse quedar el último, siempre con el gozo espiritual en el fondo de uno mismo. La humildad hace que no juzguemos a nadie, conscientes como somos de nuestro pecado y de que no hemos penetrado en el secreto del 10 corazón de nuestros hermanos para conocer el grado de su donación a Dios. 3) Para vivir así hace falta, y con esto termino, lo que san Benito y los demás Padres del monacato llaman la “guarda del corazón” o el “control de los pensamientos”; es decir de nuestro mundo interior y de las pulsiones que experimentamos. Se trata de ir unificando, con constancia y firmeza –como dice el interrogatorio del ritual–, con abnegación y buen humor, las voces, las atracciones, los afectos que hay en nuestro interior. Al mismo tiempo, se trata de evitar la dispersión y la divagación, tanto de la mente como de sus traducciones en la vida concreta. Este proceso lleva a una maduración afectiva, a progresar en el silencio y en la paz interiores y nos conduce a vivir la bienaventuranza de los limpios de corazón, que verán a Dios (cf. Mt 5,8). El seguimiento radical de Cristo no es un camino fácil, ni corto (por lo menos para la mayoría de los mortales). Sin embargo, contando con la ayuda del Espíritu Santo, es verdaderamente un camino de humanización, de conocimiento de Dios y de si mismo, de iluminación y de gozo. Estamos llamados a vivirlo con esperanza y con alegría, con el anhelo profundo de llegar un día a la comunión plena con el Señor, que nos ha llamado a la vida y a la vida en plenitud. 11 XXIX SEMANA DE ESTUDIOS MONÁSTICOS SALAMANCA, 29 AGOSTO – 6 SEPTIEMBRE DE 2003 P. JOSEP M. SOLER OSB MONTSERRAT EL SEGUIMIENTO RADICAL DE CRISTO 2. Introducción No una exposición erudita, y menos científica. Es más bien fruto de la experiencia Parto de un texto del cardenal Martini: “La mediocridad no da la felicidad” (en “A dónde va el cristianismo? El ejercicio del Sábado Santo, II, 3) Evidentemente, la da menos todavía la infidelidad Me muevo en la línea de la carta apostólica “Novo Milenio Ineunte” 3. ¿Qué es lo que puede dar la felicidad?: la radicalidad El concepto de radicalidad: dos acepciones - actuación radicalizada = estilo extremo: fuertes ayunos, pobreza extrema, soledad total... - vivir desde la raíz = Evangelio de Cristo Ideal: No anteponer nada al amor de Cristo (RB 4, 21) 4. El ritual básico de la Profesión (RITUALE ROMANUM. Ordo Professionis Religiosae. Editio Typica, 1970, n. 57) El Ritual básico de la Profesión lo concreta así en el interrogatorio: - parte de la consagración bautismal = muerte al pecado, consagración más íntima a Dios - Sigue con los elementos característicos de la vida religiosa y monástica 1) Castidad perfecta (desde la raíz = afectividad, corazón) 2) Obediencia como las de Cristo y María 3) Pobreza 4) Progresar con constancia y firmeza “hacia la caridad perfecta para con Dios y los hermanos, de acuerdo con el Evangelio interiorizado, sintetizado en las Bienaventuranzas y en el Mandamiento nuevo 5) Dedicación total a Dios “en la soledad y el silencio, la oración asidua, la penitencia gozosa, el trabajo humilde y las buenas obras” 6) Lo que es imposible a la flaqueza humana no lo es con la ayuda de Dios y el don del Espíritu = letanías de los santos y oración consecratoria (id. n. 62 y 67) 5. Traducir la radicalidad a tres niveles - En la vida “mística” en el sentido que da Rahner a esta expresión, de relación / experiencia de Dios. Hay que profundizarlo: ayuda a sanar muchas heridas y a abrir muchos horizontes - En la vida fraterna: hay que intensificarla mucho más - En la apertura a los demás 12 1) A las situaciones de pobreza (que toma tantas formas), de marginación, etc... Algunos ejemplos concretos 2) A los que están en búsqueda: a nivel de fe, de oración 3) Al diálogo ecuménico e intereligioso 6. Conclusión - Con nuestra radicalidad (nuestra vida desde la raíz: Cristo) podemos ser signo atrayente. Porque no atraeremos a través de la adaptación de las formas y estilos de la sociedad, sinó por contraste, como decía Pablo VI a los Abades en Montecassino, en octubre de 1964. A esto nos invita la Novo Milenio Ineunte ¿Qué aspecto de la radicalidad crees que deberíamos primar para ser signos del Reino?