Jesucristo, Rey del Universo 21 de noviembre de 2010 2S 5, 1-3. Tú serás el pastor de mi pueblo. Sal 121. Vamos alegres a la casa del Señor. Col 1, 12-20. Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Lc 23, 35-43. Jesús, acuérdate de mi cuando llegues a tu reino. Reinar desde la Cruz Nos acaba de decir el Evangelio de Lucas, refiriéndose a la cruz, que «había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: “Éste es el rey de los judíos”». Sin embargo, el evangelio de Juan, matiza más este título y dice: «Los sumos sacerdotes de los judíos dijeron a Pilato: “No escribas ‘El rey de los judíos’, sino ‘Éste ha dicho: Yo soy rey de los judíos’. Pilato respondió: «Lo que he escrito, escrito está» (Jn 19, 21-22). Una condena a muerte por decirse rey. Jesús es acusado de este flagrante delito que, según ellos, atentaba contra la soberanía del gobernante de turno. No le aceptaron, no quisieron entenderle, no reconocieron sus obras y le persiguieron hasta decretar injustamente su muerte. Asumiendo esta realidad, Jesús triunfa desde la Cruz. Extraño e incomprensible triunfo que explica cuáles son los planes de Dios para que surja la vida y muestre su victoria sobre la muerte. Inédita noticia que abre los corazones a la esperanza y empieza a hacerse promesa en el mismo Calvario. El cambio del corazón, la conversión hace que quien se reconoce pecador encuentre en Cristo una palabra de perdón y de salvación. A Jesús le gusta decir: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso» (Evangelio). Ésta es la buena noticia que hoy también llega a nosotros y nos hace ver qué reino es el de Jesús, qué vida es la que promete, qué compromiso es el que propone. Siempre será la persona su opción preferencial, la defensa y recuperación de su dignidad. A Jesús no le falta quien le eche en cara su comportamiento. Jesús soporta con firmeza su última tentación, la que le invita a que demuestre quién es, aunque lo haga como algo espectacular o buscando su prestigio humano: «Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (Evangelio). Entre esta instigación de las autoridades y de los soldados y aquellas primeras tentaciones en el desierto al inicio de su vida pública, Jesús ha mantenido su fidelidad a la misión que el Padre le ha encomendado realizar. Su objetivo se ha cumplido y la respuesta será siempre la misma, la suya y la que pide de nosotros, sus seguidores. Sin embargo, esto no quita el desconcierto de los que contemplan el espectáculo de la crucifixión y tienen que definirse ante este « rey » que rechaza triunfos humanos, espectacularidad fácil, prestigio, poder, dominio sobre los demás, y sólo busca la humildad, la sencillez, el servicio hasta dar la vida. Ésta es la novedad de este « reino » que no es de este mundo, pero se encarna plenamente en él para transformarlo según la voluntad de Dios. Ésta es la aportación, ofreciendo a Jesús y evangelio en mano, que los cristianos hemos de hacer a nuestra sociedad de hoy en busca de sentido y, a la vez, tan atada y condicionada por los intereses de los poderosos. Estamos muy necesitados de liberación y llamados a reconocer que ha sido Jesús quien ha venido a introducir una nueva forma de ser y de vivir, una nueva forma de amar y de servir, creando fraternidad en todos y cada uno de los proyectos que queremos llevar a término. Un «reino» del que hemos de decir una vez más lo que canta el prefacio de hoy: reino de verdad y de vida, de santidad y de gracia, de justicia, de amor y de paz. Todo esto ha sido posible porque Jesús «nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido, por cuya sangre hemos recibido la redención, el perdón de los pecados» (2ª lectura). No estamos hablando de un « reino » que sólo contempla estructuras sociales que tienen que estar siempre al servicio de la persona humana, sino aquellos valores espirituales y morales que les dan consistencia, perennidad y ponen las bases de una convivencia centrada en la justicia y la paz. Jesús lo irá explicando a lo largo de su vida pública a través de diálogos directos con sus discípulos, con la gente e incluso con sus opositores. Mediante las parábolas y un lenguaje cercano, sencillo y entendedor, va proponiendo lo que Dios le inspira en cada momento y hace que la gente que le escucha quede maravillada y se entusiasme con sus palabras y hechos. Todo el Evangelio es testigo de ello, en cuanto nos transmite lo que Jesús hace y dice y todo lo que la primera comunidad recoge y anuncia. Por ello, Pablo afirma que «Él es también la cabeza del cuerpo: de la Iglesia. Él es el principio, el primogénito de entre los muertos, y así es el primero en todo» (2ª lectura). En consecuencia, y en este último día del año litúrgico, nuestra fe se concentra en Jesucristo, el Hijo de Dios, el Rey del Universo porque sabemos de que «Rey» y de qué «reino» se trata y por ello «damos gracias a Dios Padre, que nos ha hecho capaces de compartir la herencia del pueblo santo en la luz» (2ª lectura). Éste es el gozo y la misión de la Iglesia, de nuestra Iglesia, a la vez que nos sentimos profundamente comprometidos en hacer realidad el reino de Dios con nuestro compromiso cristiano, cada uno desde la vocación que ha recibido y poniendo al servicio de todos los carismas y capacidades que nos ha dado. La doctrina social de la Iglesia, refiriéndose al designio de Dios y misión de la Iglesia, y recogiendo el pensamiento del Concilio Vaticano II, afirma que «la Iglesia, comunidad de los que son convocados por Jesucristo Resucitado y lo siguen, es “signo y salvaguardia del carácter trascendente de la persona humana”. El fin de la salvación, el Reino de Dios, incluye a todos los hombres y se realizará plenamente en el más allá de la historia, en Dios. La Iglesia ha recibido “la misión de anunciar el reino de Cristo y de Dios e instaurarlo en todos los pueblos, y constituye en la tierra el germen y el principio de este reino”» (CDSI, 49; cf. Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 76 y 5). Con esta visión, «la Iglesia se pone al servicio del Reino de Dios, ante todo anunciando y comunicando el Evangelio de la salvación y constituyendo nuevas comunidades cristianas. Además, sirve al Reino difundiendo en el mundo los valores evangélicos, que son expresión de ese Reino y ayudan a los hombres a escoger el designio de Dios» (CDSI, 50). Finalmente, en esta asamblea cristiana, que es oración y eucaristía, encontramos y vivimos ya un anticipación del Reino de Dios, ya que «la oración litúrgica es “la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza; en particular la celebración eucarística, fuente y cumbre de toda la vida cristiana, es el manantial inagotable de todo auténtico compromiso cristiano por la paz» (CDSI, 519). Contemplando a Jesús en la Cruz, le profesamos y celebramos Resucitado, realmente presente en la Eucaristía, y le proclamamos Rey del Universo «porque en Él quiso Dios que residiera toda la plenitud, y por Él quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz» (2ª lectura). A Él nos dirigimos al concluir la plegaria eucarística y antes de recibirle en la comunión: Por Cristo, con Él y en Él, a ti Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos. Amén.