LA VECILLA DEL CURUEÑO (LEON) Fue uno de los primeros destinos turísticos de la montaña leonesa, vinculado a las aguas termales de Nocedo. Conserva una colonia residencial con vitola centenaria. Ahora es capital de su vega y lanzadera hacia el impresionante desfiladero del Curueño. Centinela de las Hoces La peculiar fisonomía de La Vecilla, que reparte su menguado caserío entre el núcleo vecinal y la colonia veraniega de la Estación, revela una temprana vocación turística. La urbanización creada a principios del pasado siglo, al paso del tren hullero, es sin duda la primera y más peculiar de toda la montaña leonesa. La vega que ensancha el Curueño recién salido de la angostura de las hoces ofrecía ya a comienzos del siglo veinte el aliciente de las aguas termales de Nocedo, cuya explotación enseguida se vinculó con las pensiones surgidas alrededor de la Estación del ferrocarril de vía estrecha. Este tren se trazó en la última década del diecinueve con la finalidad de llevar los carbones de la montaña palentina y leonesa hasta los altos hornos de Bilbao, después del fracaso de la siderurgia pionera de San Blas en Sabero. De ahí, sin duda, el nombre de hullero que el uso ha sobrepuesto a los sucesivos bautizos promocionales. La auténtica revolución turística de la montaña se produjo en los años veinte. Hasta entonces, lugares luego emblemáticos como Boñar, Morgovejo o La Vecilla no podían competir con el pedigrí residencial de Riaño o Murias de Paredes, por mencionar dos ejemplos extremos. Pero el 31 de mayo de 1923 entró en servicio el ramal de León a Matallana, que hacía posible el viaje entre la capital y Bilbao en nueve horas. Aquel verano la estación de La Vecilla pasó de tercera a primera categoría, aumentando un piso sus dependencias. Aunque todavía tendría que transcurrir otro cuarto de siglo más para que se instalara la vistosa marquesina, un cobijo de tanto provecho en una zona montañosa y de lluvias como esta. VERANEANTES ILUSTRES La gente de esta parte de la montaña central leonesa tenía una larga tradición de intercambio, Bajaban a los mercados del llano con aperos de haya y ganado y traían vino y aceite, grano de trigo y orujo para templar el cuerpo en las amanecidas del invierno. También azúcar, arroz y salazones. Esa costumbre de relacionarse con gente de otros lugares convirtió en coser y cantar la atención a los nuevos visitantes, que primero venían por semanas a tomar las aguas en las caldas y luego, los más pudientes, a instalarse los cuatro meses del veraneo. Hasta entonces estos montañeses se dedicaban al pastoreo trashumante y al aprovechamiento de las maderas del bosque para labrar aperos con los que hacer el trueque en los mercados de Tierra de Campos. Los más decididos echaban el invierno en los cortijos andaluces o machacando aceituna en los molinos de aceite. Se les conocía como sándalos y cuando regresaban en primavera traían un deje peculiar, alguna guitarra y más arte para el alterne. «La Vecilla es un pueblo simpático, con gente hospitalaria y amable, siempre dispuesta a invitar a un vaso de vino o a un vermú», recuerda en sus memorias el Premio Nobel Camilo José Cela, que se recuperó de una tisis con la dieta pantagruélica de la fonda Orejas. Cela recala en La Vecilla al final de la guerra, cuando a los bañistas mesetarios empezaron a sumarse los veraneantes asturianos. Fue entonces cuando se ensanchó la escueta colonia apiñada en torno a la estación. Llegan catedráticos de Oviedo, médicos y comerciantes, abogados de León y demás gente de nota, que ajustan la compra de un terreno y encargan las primeras casas despejadas, con arbolado alrededor y generosas galerías desde las que degustar el perfil de la montaña. Todavía hoy una novelista que tuvo su temporada de gloria televisiva, como Ángeles Caso, disfruta el fatigado esplendor de una de aquellas residencias familiares. La imagen actual de La Vecilla aparece vinculada al torreón medieval que fue cárcel y juzgado antes de caer en el abandono, del que lo recuperó una restauración comedida. Cercado por un muro hortelano, asoma su estampa circular en las traseras de la plaza, muy cerca de la encrucijada de carreteras. El torreón es del siglo XIV y aparece desmochado a pesar del reciente estirón que le dieron en las últimas obras. No es ningún hito monumental pero llama la atención en una zona despojada de alicientes artísticos como la montaña leonesa. Suele salir en la literatura comarcal y en algún libro de paso, como «Cuerda de presos», de Tomás Salvador. En general, se limitan a manosear el ingenioso embuste de Cela, que inventó aquello de que los presos salían a segarle la hierba al alguacil encargado de su custodia. GALLOS PARA LA PESCA. Paseando por La Vecilla, contrasta a primera vista su poca enjundia urbana con la poderosa belleza del entorno. No faltan algunas casonas de buen porte, ni una apañada iglesia dieciochesca, ni rincones ciertamente hermosos. Aunque uno de los menos agraciados es su plaza, a la que asoman todas las joyas del pueblo. Una intervención sobrada de aparataje ha convertido el recinto en una especie de muestrario de granitos. Resulta evidente que la única razón de su capitalidad administrativa con jurisdicción sobre un espacio tan amplio de la montaña se debe a su centralidad. Aunque uno no tenga esa inclinación, sería una injusticia no ponderar a las truchas del Curueño, que se pescan con moscas ahogadas hechas con plumas de los famosos gallos de la zona. Estos gallos se crían en unos pocos pueblos del contorno: La Cándana, Aviados, Campohermoso y La Matica. Sus ventajas como reclamo ya figuran en el célebre «Manuscrito de la Trucha», un manual del siglo diecisiete regalado a Franco en uno de sus viajes y lamentablemente perdido para siempre. Guia COMO LLEGAR La Vecilla se encuentra en el cruce de la CL-626, que recorre el eje subcantábrico, con la carretera LE-321, que remonta el Curueño hasta el Puerto de Vegarada. DONDE COMER En La Vecilla, Chicos (987 741 222), Las Hoces (987 741 233) y Orejas (987 741 397). En Nocedo, Restaurante de la Sierra (987 741 101). En La Mata de Curueño, Restaurante Las Colineras (987 342 216). Torreón medieval. Pero que nadie pretenda pasarse de listo. Porque aseguran quienes de esto entienden, que si se saca a los gallos de esta estrecha comarca sus plumas ya pierden textura y brillo, dejando de servir para el engaño.