Reflexiones sobre el evangelio de cada día

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COMENTARIO AL EVANGELIO DE CADA DÍA,
MEMORIAS, FIESTAS Y SOLEMINIDADES
Pbro. Dr. Félix Castro Morales
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INTRODUCCIÓN
Jesús viene a anunciar el Reino de Dios, y quien lo acepta, alcanza la salvación. Pero atención,
porque ese anuncio no son solamente palabras. Incluye toda la acción de Cristo, toda su vida, lo que hace
y lo que dice desde que se muestra al mundo (su vida en Belén y en Nazaret, su predicación, milagros,
pasión, muerte y resurrección), sus “gestos y palabras”, en expresión del Concilio Vaticano II (DV, 2).
Jesús de Nazaret ha querido la Iglesia para que fuera la continuación viva de su presencia en medio
del mundo. En los dos mil años transcurridos desde aquel mandato de ir por el mundo entero para anunciar
el Evangelio y hacer discípulos a todos los pueblos de la tierra, la Iglesia nunca abandonó esta obligación
tan esencial para su propia vida. Ella ha nacido con la misión de evangelizar, y si renunciase a esta tarea,
empobrecería su propia naturaleza.
Anunciar el evangelio de Jesús no nos hace mejores que los otros, pero ciertamente nos impulsa a ser
más responsables. Esta es una misión que se manifiesta sobre todo en un momento de crisis como el que
estamos atravesando. Estamos al final de una época que, para bien o para mal, ha marcado la historia de
estos últimos siglos; estamos por entrar en una nueva era del mundo todavía incierta en sus primeros pasos
y que parece vacilar por la debilidad del pensamiento. Por este motivo, el rol de los católicos adquiere
mayor importancia por la riqueza de la tradición que supimos construir en el pasado. De hecho, los
discípulos del Señor estamos llamados a ser “sal” y “luz” para dar sabor a la vida e iluminar a quienes están
a la búsqueda de sentido. Si disminuyese esta responsabilidad, el mundo no tendría una palabra de
esperanza y nosotros nos convertiríamos en insignificantes.
Un cristiano, sea quien sea, debe anunciar el Evangelio. Si es un ministro sagrado ese anuncio podrá
tener la forma oficial de la predicación litúrgica. Si es un “cristiano corriente”, un fiel bautizado, tomará
ocasión de su vida familiar, o de su trabajo y relaciones sociales, para anunciar a Cristo, sirviendo de
instrumento a la salvación de Dios. En cualquier caso, para que el anuncio sea plenamente efectivo, esto es,
que el anuncio lleve a la salvación, son necesarios los sacramentos que transmiten la gracia redentora. Al
celebrar cada sacramento se presupone y se vuelve a actualizar la fe anunciada y acogida, tanto la fe del
que lo administra como la fe del que lo recibe.
La Iglesia existe para llevar en todo tiempo el Evangelio a toda persona, donde sea que se encuentre.
El mandato de Jesús es de tal modo cristalino que no permite malos entendidos de ninguna naturaleza.
Cuántos creen en su palabra son enviados a las calles del mundo para anunciar que la salvación prometida
ahora ha llegado a ser realidad. El anuncio debe conjugarse con un estilo de vida que permita reconocer a
los discípulos del Señor allí donde estén. De alguna manera, la evangelización se resume en este estilo que
distingue a cuantos emprenden el seguimiento de Cristo.
La caridad como norma de vida no es otra cosa que el descubrimiento de aquello que da sentido a la
existencia, porque la atraviesa hasta en sus recovecos más íntimos de todo lo que el Hijo de Dios hecho
hombre ha vivido en primera persona. Como se puede observar, la nueva evangelización se ubica en la
sintonía de siempre. Ella quiere fundarse sobre la lógica de la fe que se articula en el creer en el anuncio, en
la liturgia y en el testimonio de la caridad.
La nueva evangelización saca su vida y su fuerza de la santidad de los cristianos (que es al mismo
tiempo la finalidad de la evangelización). Y la santidad necesita de la conversión, del encuentro con Cristo
que acontece en este sacramento. Por eso el cristiano debe obtener, de la confesión, “una verdadera fuerza
evangelizadora”. Y al mismo tiempo, sólo el que se deja renovar por la gracia de Dios en la confesión,
encontrándose con el rostro de Cristo, puede anunciar el corazón misericordioso de Dios.
Si evangelizar es, por definición, anunciar la Buena Noticia (= Evangelio) de que cabe una vida
nueva y plena, esto sólo puede hacerse si yo mismo he sido testigo personalmente de que esa vida ha
comenzado en mí. Sin esto, hasta el anuncio de la fe podría diluirse en meras palabras.
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Después de compartir estas premisas, inspiradas del la carta Porta Fidei de Benedicto XVI,
queremos enunciar el objetivo que nos ha movido a publicarlo: con el fin de prestar a los sacerdotes un
instrumento, que ayude a predicar la Homilía dominical, desde el texto litúrgico del Evangelio, leído en la
santa Misa semana a semana de lunes a viernes; y los laicos puedan también profundizar en el Pan de la
Palabra de cada día. Nuestra pretensión es, pues, ofrecer a los sacerdotes un esquema, que les facilite
elaborar la Homilía dominical y a los laicos, sea su alimento de todos los días en la santificación personal y
comunitaria.
Así, pues, el objetivo es que a través de la predicación diaria provoquemos que las almas se
encuentren con Dios y vivan ya desde ahora en su amor y en su amistad, pues el hombre está llamado a su
plena realización en Dios, a provocar la quietud del alma en Dios, como es la experiencia de san Agustín:
“nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”1.
Deseamos que esta obra nos ayude a centrar la mirada sobre lo que Dios nos dice de sí mismo y lo
que exige de nosotros. La Sagrada Escritura, por el hecho de que “ha de ser leída e interpretada con el
mismo espíritu con que fue escrita -como dice el Concilio Vaticano II- para llegar a penetrar con exactitud
el verdadero sentido de los textos sagrados, hay que tener en cuenta el contenido y la unidad de toda la
Escritura, sin olvidar la Tradición viviente de toda la Iglesia y la analogía de la fe”2.
En realidad, la vida y misión del sacerdote, como cura de almas, es ser ante todo un Pastor, que se
sienta y se defina como “siervo de Cristo y siervo de los siervos de Cristo”, y lo viva en sus consecuencias
extremas: plena disponibilidad para el servicio de los fieles, oración constante por ellos, amor a los que
están en el error, aunque éstos no lo quieran o incluso le ofendan... Este es el camino de ser pastor con el
supremo Pastor…
EL AUTOR
TIEMPO DE ADVIENTO
Sabemos que es múltiple el significado del Adviento, que, como tiempo litúrgico, comienza con este
domingo. Pero parece que sobre todo el primero de los cuatro domingos de este período quiere hablarnos
con la verdad del “pasar”, a que están sometidos el mundo y el hombre en el mundo. Nuestra vida en el
mundo es un pasar, que inevitablemente conduce al término. Sin embargo, la Iglesia quiere decirnos —y lo
hace con toda perseverancia—que este pasar y ese término son al mismo tiempo adviento: no sólo
pasamos, sino que al mismo tiempo nos preparamos. Nos preparamos al encuentro con El.
La verdad fundamental sobre el Adviento es, al mismo tiempo, seria y gozosa. Es seria: vuelve a
sonar en ella el mismo “velen” que hemos escuchado en la liturgia de los últimos domingos del año
litúrgico. Y es, al mismo tiempo, gozosa: efectivamente, el hombre no vive “en el vacío” (la finalidad de la
vida del hombre no es “el vacío”). La vida del hombre no es sólo un acercarse al término, que junto con la
muerte del cuerpo significaría el aniquilamiento de todo el ser humano. El Adviento lleva en sí la certeza
de la indestructibilidad de este ser. Si repite: “Velen y oren...” (Lc 21, 36), lo hace para que podamos estar
preparados a “comparecer ante el Hijo del hombre” (Lc 21, 36).
De este modo el Adviento es también el primero y fundamental tiempo de elección; aceptándolo,
participando en él, elegimos el sentido principal de toda la vida. Todo lo que sucede entre el día del
1 San Agustín, Confesiones, L 1, 1
2 DV, 12
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nacimiento y el de la muerte de cada uno de nosotros, constituye, por decirlo así, una gran prueba: el
examen de nuestra humanidad. Y por eso la ardiente llamada de San Pablo en la segunda lectura de hoy: la
llamada a potenciar el amor, a hacer firmes e irreprensibles nuestros corazones en la santidad; la invitación
a toda nuestra manera de comportarnos (en lenguaje de hoy se podría decir “a todo el estilo de vida”), a la
observancia de los mandamientos de Cristo. El Apóstol enseña: si debemos agradar a Dios, no podemos
permanecer en el estancamiento, debemos ir adelante, esto es, “para adelantar cada vez más” (1 Tes 4, 1).
Y efectivamente es así. En el Evangelio hay una invitación al progreso. Hoy todo el mundo está lleno de
invitaciones al progreso. Nadie quiere ser un “no-progresista”. Sin embargo, se trata de saber de qué modo
se debe y se puede “ser progresista”, y en qué consiste el verdadero progreso. No podemos pasar
tranquilamente por alto estas preguntas. El Adviento comporta el significado más profundo del progreso. El
Adviento nos recuerda cada año que la vida humana no puede ser un estancamiento. Debe ser un progreso.
El Adviento nos indica en qué consiste este progreso.
Primera Semana
Lunes
Mt 8, 5-11
“Y les digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y
Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera» (Mt
8, 11-12). Aquí se observa claramente cómo la invitación a participar del Reino de Dios se vuelve
universal: Dios tiene intención de sellar una alianza nueva en su Hijo, alianza que ya no será sólo con el
pueblo elegido, sino con la humanidad entera.
El evangelista san Lucas narra cómo, en sus apariciones durante cuarenta días después de la
resurrección, Jesús había hablado del “reino de Dios” (Hch 1, 3), como un Reino universal, que refleja en sí
el ser de Dios infinito, sin los limites y las divisiones que caracterizan a los reinos humanos.
Es voluntad del Padre lo que Jesús pedirá a los discípulos: pasar del reino de Dios en la tierra de
Israel al reino de Dios en todas las naciones. El Padre tiene un corazón universal y establece, mediante el
Hijo y en el Espíritu, un culto universal. La Iglesia brota del corazón universal del Padre, y es católica
porque el Padre dirige su paternidad a toda la humanidad (cf. RM 12).
En el Niño, al que nos preparamos durante el adviento para recibirlo, se manifiesta la gracia de Dios,
que trae la salvación a todos los hombres (cf. Tt 2, 11). De hecho, el nombre que dieron al recién nacido
fue Jesús, ‘Dios da la salvación’, sintetiza su misión y es una promesa para todo el género humano: “Dios
quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2, 4); “tanto
amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga
vida eterna” (Jn 3, 16).
Martes
Lc 10:21-24
“Jesús se llenó de júbilo en el Espíritu Santo”. Jesús muestra alegría y gratitud en una oración que
celebra la benevolencia del Padre: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has
ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu
beneplácito”. En Jesús, la alegría asume toda su fuerza en el impulso hacia el Padre.
Así sucede con las alegrías estimuladas y sostenidas por el Espíritu Santo en la vida de los hombres:
su carga de vitalidad secreta los orienta en el sentido de un amor pleno de gratitud hacia el Padre. Toda
alegría verdadera tiene como fin último al Padre.
Las Sagradas Escrituras mencionan frecuentemente el gozo como uno de los frutos del Espíritu
Santo. En la serie de frutos del Espíritu, el apóstol Pablo menciona el gozo en seguida del amor, virtud
primordial (Gál 5:22). El Espíritu Santo es el que “hace hablar”, el que hace escribir y escuchar y dar
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gracias, el que nos llena de gozo, el que nos da fuerza, luz, es el Consolador lleno de bondad, dulce
huésped del alma y suave alivio de los hombres. El gozo era una de las características principales de los
primeros cristianos, hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo. El gozo y la paz son frutos del Espíritu
Santo.
El gozo nace de la posesión de Dios, que no es otra cosa que el reposo y el contento que se encuentra
en el goce del bien poseído. Que María nos conceda de su Hijo, el don de gozarnos en el Espíritu Santo.
Miércoles
Mt 15, 29-37
Jesús sana a muchos enfermos y multiplica los panes. Jesús tiene sed de vivir una comunión de
corazón con nosotros. En el Evangelio hemos escuchado que Jesús es seguido por una gran muchedumbre
de aquellos que han sido testigos de curaciones que él hizo. Jesús, lleno de bondad y de compasión, es
tocado por esta muchedumbre de pobres gentes cansadas y hambrientas. Él les hace sentar y multiplica
los panes y los pescados. Todos están encantados, saciados y reposados.
Jesús nos da el ejemplo de un amor lleno de compasión, o sea, de participación sincera y real en los
sufrimientos y dificultades de los hermanos. Siente compasión por las multitudes sin pastor (cf. Mt 9, 36),
y por eso se preocupa por guiarlas con sus palabras de vida y se pone a “enseñarles muchas cosas” (Mc 6,
34). Por esa misma compasión, cura a numerosos enfermos (cf. Mt 14, 14), ofreciendo el signo de una
intención de curación espiritual; multiplica los panes para los hambrientos (cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2),
símbolo elocuente de la Eucaristía; se conmueve ante las miserias humanas (cf. Mt 20,34; Mc 1, 41), y,
quiere sanarlas.
Pero no olvidemos que Jesús no vino solamente para dar un pan de la tierra, sino para darnos un pan
del cielo, un pan que da la Vida eterna. Este pan no es solamente el Pan de la Palabra de Dios, es su
persona misma, su cuerpo y su sangre: el don de Dios por excelencia. Jesús revela que aquellos que
“comen su cuerpo y beben su sangre permanecen en él y él permanece en ellos”.
La misión de Jesús de anunciar una Buena Nueva a los pobres y de vivir en comunión con ellos es la
misión de todos los amigos de Jesús. Y Jesús nos revela que lo encontramos realmente cuando abrimos
nuestros corazones a aquellos, aquellas que tienen hambre y sed, que están en prisión o enfermos, que
están desnudos. Jesús nos conduce hacia ellos y ellos nos conducen a Él.
Jueves
Mt 7:21.24-27
“No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos (Mt 7, 21), sino el que haga la
voluntad de mi padre celestial”. El Apóstol Santiago afirma que la fe, sin obras, está muerta. ¿De qué sirve
que alguien diga “tengo fe”, si no tiene obras? El hombre es justificado por las obras y no por la fe
solamente (cf. Ga 2, 14).
Cristo enseñaba a rezar a que se haga la voluntad de Dios por encima de todo, y Él mismo la ponía
por obra, porque no enseñaba nada que antes no practicará él primero. De hecho se decía de Cristo que les
enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas (Mt 7,29).
Abundan las citas Bíblicas en donde se ve el deseo de Cristo de Cumplir con la Voluntad del Padre
celestial:
Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su
obra (Jn. 4,34). No vino para sí mismo sino para el Padre y por nosotros y toda su vida la
gasta en esta misión sin mirarse a sí mismo.
Y en otro pasaje dice no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha
enviado (Jn. 5,30). Siempre busca no anteponer nada al amor de Dios.
También leemos en el mismo evangelio de Juan porque he bajado del cielo,
no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del
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que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el
último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él,
tenga vida eterna y que yo le resucite el último día (Jn. 6,38-40).
Reino de los Cielos sólo es accesible al que hace la voluntad de mi Padre celestial (9), pues el que
hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (10).
Es ahí en el cumplimiento del querer divino donde la criatura encuentra su verdadera felicidad, pues la
voluntad divina está orientada a que seamos plenamente felices en esta vida y en la otra, de un modo con
frecuencia, distinto al que nosotros habíamos proyectado: “a quien posee a Dios, nada le falta.... si él
mismo no le falta a Dios”.
Viernes
Mt 9:27-31
“Hijo de David, ten compasión de nosotros”. Al llamar estos ciegos a Jesús, hijo de David, confiesan
que es el Mesías. En contraste con sus enemigos que no lo querían aceptar. Esto es, los ciegos ven antes de
ser curados. El que los ciegos iban a ver era uno de los signos claros de que la época del Mesías había
llegado. Ahora sólo se desarrollan las consecuencias: los ciegos creen en el Mesías y los ciegos son curados
de su ceguera.
Y en paradoja, los enemigos de Cristo que tenían los ojos sanos, no ven; en cambio, los ciegos, sí
ven. Se impone una pregunta: ¿Vemos a Cristo en la cultura de nuestros días?, o estamos ciegos, esto es,
estamos sin fe. Con la fe, todo cambia, la cultura actual transparentará a Cristo y lo encontraremos por
dondequiera como nuestro Salvador.
Aquellos ciegos de Jericó, a los que vino Cristo para hacer que vieran, simbolizaban a todos aquellos
que en este mundo están angustiados por la ceguera de la ignorancia, a los cuales vino el Hijo de Dios.
Aunque hoy, gracias a la generalización de la enseñanza, los jóvenes han adquirido una cultura
superior a la de sus padres, en muchos casos este nivel no se da en la vida cristiana, pues se constata a
veces no sólo una ignorancia religiosa, sino un cierto vacío moral y religioso en las jóvenes generaciones.
Por consiguiente, necesitamos salir al encuentro de Cristo, como los dos ciegos: ¡Hijo de David, ten
compasión de nosotros! En efecto, Él nos ha encontrado mientras yacíamos “en tinieblas y sombras de
muerte”, es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. (...) Nos ha traído la
verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino
seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda
de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha
prometido.
Sábado
Mt 9:35-10, 1.6-8
“Al ver a la multitud se compadeció de ella”. Las miserias del hombre son muchas, y Jesús se
compadece de todas: del ciego, del leproso, de la madre viuda, de la multitud hambrienta. Pero hay una que
le rompe el corazón: que el pueblo esté como ovejas sin pastor. Entonces él mismo se ofrece como
solución: “Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como
ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato” (Mc 6,34).
Jesús parece estar recordando las palabras pronunciadas por el profeta Ezequiel seis siglos antes: en
el pueblo de Dios hay ovejas que viven sin pastor: ovejas ‘débiles’ a las que nadie conforta; ovejas
‘enfermas’ a las que nadie cura; ovejas ‘heridas’ a las que nadie venda. Hay también ovejas ‘descarriadas’
a las que nadie se acerca y ovejas ‘perdidas’ a las que nadie busca (Ezequiel 34).
Son muchos los que necesitan luz en su corazón, los que ansían escuchar palabras de aliento y
esperanza. Jesús es la imagen de la Iglesia. Viendo tanta gente sin fe, sin pastores, sin guía, necesitada de
llenar el anhelo de su alma, no podemos darnos reposo, somos seguidores de Jesús, discípulos y misioneros
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suyos. Todos los días podemos hacer, no sólo algo, sino mucho por los demás, que nos encontramos en
nuestro diario caminar.
Cada cristiano se convierte en un pastor allí donde está: en su familia, en su entorno vecinal, en su
trabajo. Allí donde vive está transmitiendo valores a la sociedad y a las personas que lo rodean. La oración
nos dará fuerzas para que nunca se agote el torrente de aguas cristalinas que Dios hace manar en nuestro
corazón, para que las comuniquemos a los que andan como ovejas sin pastor.
SEGUNDA SEMANA
Lunes
Lc 5, 17-26
Amigo mío, se te perdonan tus pecados. La página evangélica, que hemos escuchado nos refiere el
episodio del paralítico perdonado y curado (cf. Mc 2, 1-12). Mientras Jesús estaba predicando, entre los
numerosos enfermos que le llevaban se encontraba un paralítico en una camilla. Al verlo, el Señor dijo:
“Hijo, tus pecados quedan perdonados” (Mc 2, 5). Y puesto que al oír estas palabras algunos de los
presentes se habían escandalizado, añadió: “Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en
la tierra para perdonar pecados -dijo al paralítico-, a ti te digo: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”
(Mc 2, 10-11). Y el paralítico se fue curado.
Este relato evangélico muestra que Jesús no sólo tiene el poder de curar el cuerpo enfermo, sino
también el de perdonar los pecados; más aún, la curación física es signo de la curación espiritual que
produce su perdón. Efectivamente, el pecado es una suerte de parálisis del espíritu, de la que solamente
puede liberarnos la fuerza del amor misericordioso de Dios, permitiéndonos levantarnos y reanudar el
camino por la senda del bien.
Hijo, tus pecados quedan perdonados. En el evangelio vemos cómo Cristo perdona los pecados del
paralítico. Vino a la tierra para quitar el pecado del mundo. La pregunta que se hacen los escribas -¿Quién
puede perdonar los pecados sino sólo Dios? -es lógica. Si los pecados son ofensa a Dios, sólo éste puede
perdonarlos.
Y precisamente, porque Jesucristo es Dios perdona los pecados. Además, transmitió este poder de
perdonar los pecados a su Iglesia: A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados (Jn 20, 23).
Antes de la Última Cena, Jesucristo lavó los pies a sus Apóstoles. Él, en el sacramento de la
Penitencia, lava nuestra alma, con el baño de su amor, que tiene la fuerza purificadora de limpiarnos de la
impureza y de la miseria. Lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios,
para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos
hacer jamás (Benedicto XVI).
Martes
Mt 18, 12-14
Dios no quiere que se pierda uno sólo de los pequeños. Dios quiere que nadie se pierda; por eso, hace
dos mil años, envió a la tierra a su Hijo, “a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Él nos ha
salvado con su muerte en la cruz; ¡que nadie haga vana esa cruz! Jesús murió y resucitó para ser “el
primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29).
El Hijo de Dios se hizo hombre para llegar a todos, y mostró preferencia por los más pequeños, los
marginados y los extranjeros. Al iniciar su misión en Nazaret, se presenta como el Mesías que anuncia la
buena
nueva
a
los
pobres,
trae
la
libertad
a
los
cautivos
y
devuelve la vista a los ciegos. Viene a proclamar “el año de gracia del Señor” (cf. Lc 4, 18), que es
liberación e inicio de un tiempo nuevo de fraternidad y solidaridad.
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La Iglesia, fiel a las enseñanzas de Jesús, ruega para que nadie se pierda: “Jamás permitas, Señor, que
me separe de ti”. Si bien es verdad que nadie puede salvarse a sí mismo, también es cierto que “Dios
quiere que todos los hombres se salven”(1 Tm 2, 4) y que para El “todo es posible” (Mt 19, 26).
También, en la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la
misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 P 3, 9):
Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz
nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88).
Miércoles
Mt 11, 28-30
Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. “¡Ven a Mí!”, te dice el
Señor cuando te experimentes fatigado, agobiado, invitándote a salir de ti mismo, a buscar en Él ese apoyo,
ese consuelo, esa fortaleza que hace ligera la carga. Él, que experimentó en su propia carne y espíritu la
fatiga, el cansancio, la angustia, la pesada carga de la cruz, nos comprende bien y sabe cómo aligerar
nuestra propia fatiga y el peso de la cruz que nos agobia.
“Sin Dios, la cruz nos aplasta; con Dios, nos redime y nos salva.” (S.S. Juan Pablo II) Si buscas al
Señor, en Él encontrarás el descanso del corazón, el consuelo, la fortaleza en tu fragilidad. Y aunque el
Señor no te libere del yugo de la cruz, te promete aliviar su peso haciéndose Él mismo tu Cireneo.
Y si por algún motivo un día te sientes anímicamente cansado, o si te sientes agobiado por algún peso
que no puedes cargar, mira al Señor en el Huerto de Getsemaní (ver Jn 12,27). ¿Qué hizo Él cuando sintió
la angustia en su alma? ¿Qué hizo Él cuando tenía que asumir la pesadísima carga de la cruz? Rezó más,
insistía en su oración, la hizo más intensa, buscando la fortaleza en Dios (ver Mt 26,44).
El Señor Jesús, el Maestro, nos da una enorme lección de lo que también nosotros debemos hacer: en
momentos de prueba, de fatiga, de fragilidad, ¡es cuando más debemos rezar, con más intensidad, con más
insistencia! ¿Y dónde mejor que en el Santísimo, ante el Sagrario, en su misma Presencia sacramentada?
Sí, allí, ante el Tabernáculo, encontrarás esa paz, ese consuelo, esa fortaleza que necesitarás en los
momentos más duros de tu vida.
San Juan Crisóstomo: “Y no dice (Jesús): Venga éste y aquel, sino todos los que están en las
preocupaciones, en las tristezas y en los pecados; no para castigarlos, sino para perdonarles sus pecados.
Vengan, no porque necesite de su gloria, sino porque quiero su salvación. Por eso dice: “Y yo los
aligeraré”. No dijo: Yo los salvaré solamente, sino (lo que es mucho más) los aliviaré, esto es, los colocaré
en una completa paz”.
Jueves
Mt 11, 11-15
No ha habido ninguno más grande que Juan el Bautista. El evangelista san Mateo lo presenta como
el Precursor, es decir, el que recibió la misión de ‘preparar el camino’ al Mesías. Juan es el Precursor de
Cristo, el que vino para preparar y alumbrar los caminos del Señor. Bien claro Juan lo afirma: “Está para
venir otro más poderoso que yo, al cual yo no soy digno de desatar la correa de su calzado”.
Juan el Bautista anuncia a Cristo no sólo con palabras, como los otros profetas, sino especialmente
con una vida análoga a la del Salvador. Nace seis meses antes que Él; su nacimiento es vaticinado y
notificado por el ángel Gabriel, como el suyo, y causa en las montañas de Judea una conmoción y regocijo
semejantes a los que debían tener lugar poco después en las cercanías de Belén.
Pronto se extiende el renombre de su virtud, y aumenta la veneración del pueblo hacia él; los judíos
acuden para ser bautizados, enfervorizados por sus palabras. Mientras predica y bautiza anuncia un
bautismo perfecto: “Yo bautizo en el agua y por la penitencia, y el que vendrá, en el Espíritu Santo y el
fuego”.
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Y cuando Jesús se acerca al Jordán para ser por él bautizado, Juan no se atreve a hacerlo. “¿Tú
vienes a mí, cuando yo debería ser bautizado por Ti?” Pero Jesús insiste, y le bautiza entonces.
Encarcelado por Herodes Antipas por haberse atrevido a reprimir y censurar su conducta y vida
escandalosa, le llega la noticia de que Jesús ha empezado su ministerio público. Jesús, por su parte, en su
predicación asegura a los judíos que entre todos los hombres de la tierra no hay un profeta más grande que
Juan.
Hermanos y hermanas, preparémonos para el encuentro con Cristo. Preparémosle el camino en
nuestro corazón y en nuestra familia. La persona y la palabra del Bautista es un fuerte llamamiento a la
vigilancia y a la espera del Salvador.
Viernes
Mt 11, 16-19
No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre. Parecidas palabras fueron las de Esteban a los
sanedritas: Ustedes, hombres testarudos, tercos y sordos, siempre han resistido al Espíritu Santo. Eso
hicieron sus antepasados, y lo mismo hacen ustedes.
Cuando uno tapona sus oídos para no escuchar a Dios ni dejarse transformar por Él, por más que
quiera Dios hacer algo por esa persona será imposible pues esa cerrazón podría considerarse tanto como
haber cometido un pecado contra el Espíritu Santo donde ya no hay remedio.
El Adviento, que nos prepara para la venida del Salvador, debe hacernos abrir los ojos ante el Señor
que se acerca a nosotros, día a día, en la presencia del hombre azotado por la injusticia, por la enfermedad,
por el hambre, por la desilusión, por la pobreza, por el pecado, por el vicio.
Por otra parte, el Evangelio escuchado dice que…viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y
dicen: “Ahí tienen a un comilón y a un borracho, amigo de los recaudadores de impuestos y pecadores”.
Jesús vino para salvar a los hombres, por eso ha querido parecerse y guardar semejanza al hombre, en todo,
menos en el pecado. Jesús comía, bebía, y participaba de las actividades de los hombres, y además de las
cosa impuestas por Dios, como por ejemplo del ayuno y luego alimentarse, como nuestra actitud como ser
humano, con todas nuestras necesidades, de comer, beber, dormir, descansar, reírnos, bailar, trabajar y
todas las obligaciones de nuestra sociedad, no por eso se van ha interpretar mal y si lo hace, recordemos
que con quien tenemos obligación es con Dios.
Dice el Señor: “Que el que es sencillo todo lo juzga con sencillez, que de la abundancia del corazón
habla la boca, que el que tiene limpio el corazón tiene limpio los ojos y con ojos limpio todo se mira con
limpieza y rectitud”.
Sábado
Mt 17, 10-13
Elías ha venido ya, pero no lo reconocieron. Ayer contemplábamos a San Juan Bautista como el
precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino al Señor (cf. Mt 3, 3),
el evangelio de hoy es continuación del ayer, y en este contexto, Jesús hace referencia al Bautista, cuando
dice que Elías ha venido ya, pero no lo reconocieron, a pesar de que vino “con el espíritu y el poder de
Elías” (Lc 1, 17), y dio testimonio de Jesús mediante su predicación, su bautismo de conversión y
finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29). Elías, por su parte, es el padre de los Profetas, de aquellos
que buscan el Rostro de Dios. En el monte Carmelo, obtiene el retorno del pueblo a la fe gracias a la
intervención de Dios.
Este mismo reclamo nos lo puede haer Jesús hoy a nosotros, si no lo reconocemos a Él en este tiempo
de gracia y de salvación. La liturgia de Adviento nos repite constantemente que debemos despertar del
sueño de la rutina y de la mediocridad; debemos abandonar la tristeza y el desaliento. Es preciso que se
alegre nuestro corazón porque “el Señor está cerca”.
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San Juan es un personaje del Adviento, que nos indica el espíritu con el cual nos hemos de preparar
al encuentro del Señor. Juan creció en el desierto, llevando una vida austera y penitente (cfr. Lc 1,80; Mt
3,4); “recorrió toda la región del Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los
pecados” (Lc 3,3); como nuevo Elías, humilde y fuerte, preparó al Señor un pueblo bien dispuesto (cfr. Lc
1,17). Así, nosotros continuemos la preparación a la Navidad ya próxima.
TERCERA SEMANA
Lunes
Mt 21, 23-27
El bautismo de Juan, ¿venia del cielo o de la tierra? Con esta pregunta el Señor astutamente los
ponía en una posición muy complicada y delicada. Sabían que si respondían que venía “del Cielo”, es
decir, de Dios, el Señor les echaría en cara su incredulidad. En efecto, tanto los saduceos como los fariseos
incrédulos habían recibido por parte del Bautista una durísima llamada de atención. Juan no dudó en
calificarlos de “raza de víboras” por su negativa a acoger su llamado a la conversión (ver Mt 3,7-10).
La respuesta de aquellos endurecidos corazones sería la de negar abiertamente la legitimidad de la
misión de Juan, rechazando su bautismo y frustrando de ese modo “el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7,30).
En cambio, “todo el pueblo que le escuchó, incluso los publicanos, reconocieron la justicia de Dios,
haciéndose bautizar con el bautismo de Juan” (Lc 7,29).
El hecho de no reconocer que el bautismo de Juan venía de Dios significaba negar su misión como
precursor del Mesías (ver Jn 1,19-24), por tanto, implicaba negar también todo reconocimiento al Señor
Jesús. Si los fariseos y sumos sacerdotes respondían que el bautismo de Juan venía “de los hombres”, como
evidentemente pensaban, temían ser apedreados por el pueblo, que tenía al Bautista por un profeta enviado
por Dios (ver Lc 20,6). Así que decidieron encubrir lo que verdaderamente pensaban respondiendo: “No lo
sabemos” (Mt 21,25-27). Dado que se negaban de este modo a dar la respuesta verdadera, también el Señor
se niega a responderles: “Tampoco yo les digo con qué autoridad hago esto” (Mt 21,27). Inútil era darles la
respuesta verdadera, pues así como habían rechazado al precursor y su misión, rechazarían también al
Señor, cuestionando y negando el origen divino de su autoridad y poder.
El bautismo de Juan era una señal de fe y de arrepentimiento, o sea que recordaba que todos debían
abstenerse de pecado, practicar la limosna, creer en Cristo, y apresurarse a recibir su bautismo desde que él
se hiciera presente, a fin de lavarse para recibir la remisión de sus pecados.
Por otra parte, el desierto donde Juan permanecía representa la vida de los santos que abandonaban
los placeres de este mundo. Tanto si viven en soledad o entre la multitud, sin cesar con toda la fuerza de su
alma tienden a prescindir de los deseos del mundo presente; su gozo lo encuentran en no unirse más que a
Dios, en el secreto de su corazón, y a no poner más que en él sólo toda su esperanza. Es hacia esta soledad
del alma, tan amada por Dios, que el profeta, con la ayuda del Espíritu Santo, deseaba ir cuando decía:
“¿Quién me diera alas de paloma para volar y posarme?” (Sal 54,7).
Martes
Mt 21, 28-32
Vino Juan y los pecadores sí le creyeron. En el Evangelio de hoy nuestro Señor nos cuenta la historia
de dos hijos. Su padre les pide que vayan a trabajar a la viña. El primero responde de un modo muy poco
cortés y un tanto violento: – ¡No quiero!” –le dice al padre. En cambio, el otro, con palabras muy atentas y
comedidas, le dijo: –“Voy, señor” –, pero no va. En cambio, el hijo rebelde se arrepiente y va a trabajar. Y
Cristo pregunta a sus oyentes: –“¿Cuál de los dos hizo lo que quería el padre?”–. La respuesta era obvia: el
primero. Sus obras lo demostraron.
Y, después de la parábola, el Señor dirige unas palabras muy duras a los sumos sacerdotes y jefes del
pueblo que le oían: –“Yo les aseguro que los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el
camino del Reino de Dios”–. Porque los pecadores y las prostitutas son como el primer hijo de la parábola:
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porque hicieron la voluntad del Padre: creyeron en Cristo y se convirtieron ante su predicación. Mientras
que los fariseos y los dirigentes del pueblo judío, que se consideraban muy justos y observantes, y se
sentían muy seguros de sí mismos, ésos son como el segundo hijo: no obedecen a Dios. Y lo que Cristo
quería era que hicieran la voluntad del Padre.
El centro de esta comparación, en la parábola de los dos hijos, no es simplemente escuchar o hablar,
sino hacer la Voluntad de Dios. El Señor no alaba que uno actúe como un publicano o como uno que se
prostituye; sino que está diciendo que el corazón, cuando se convierte, está más pronto y disponible a
responder y a cumplir con la Voluntad de Dios.
Y la Voluntad de Dios es poner esa palabra en obras. La famosa relación entre fe y vida. Las obras, la
vida, expresan que uno tiene fe. La fe es lo que da el sustento pero ese sustento, si no tiene frutos, invalida
o debilita la fe. Aquí se destaca la importancia de la coherencia entre palabras y acciones; entre fe y vida;
entre fe y obras.
Miércoles
Lc 7:19-23
Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído. Juan, que había anunciado el “nuevo bautismo” que
administraría Jesús con la fuerza del Espíritu, cuando se hallaba ya en la cárcel, mandó a sus discípulos a
preguntar a Jesús: “¿Eres Tú que ha de venir o esperamos a otro?” (Mt 11, 3).
Jesús no deja sin respuesta a Juan y a sus mensajeros: “Vayan y comuniquen a Juan lo que han visto
y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan
y los pobres son evangelizados” (Lc 7, 22). Con esta respuesta Jesús pretende confirmar su misión
mesiánica y recurre en concreto a las palabras de Isaías (cf. Is 35, 4-5; 6, 1). Y concluye: “Bienaventurado
quien no se escandaliza de mí” (Lc 7, 23). Estas palabras finales resuenan como una llamada dirigida
directamente a Juan, su heroico precursor, que tenía una idea distinta del Mesías.
Efectivamente, en su predicación, Juan había delineado la figura del Mesías como la de un juez
severo. En este sentido había hablado “de la ira inminente”, del “hacha puesta ya a la raíz del árbol” (cf. Lc
3, 7. 9), para cortar todas las plantas “que no de buen fruto” (Lc 3, 9). Es cierto que Jesús no dudaría en
tratar con firmeza e incluso con aspereza, cuando fuese necesario, la obstinación y la rebelión contra la
Palabra de Dios; pero Él iba a ser, sobre todo, el anunciador de la “buena nueva a los pobres” y con sus
obras y prodigios revelaría la voluntad salvífica de Dios, Padre misericordioso.
Jesús es el Siervo de Dios, que trae la salvación a los hombres, a los cuales los sana, los libra de su
iniquidad, los quiere ganar para Sí, no con la fuerza, sino con la bondad. Así, pues, “El Hijo del hombre no
ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45; Mt 20, 28).
Jueves
Mt 7, 24-30
Juan es el mensajero que prepara el camino al Señor. En efecto, san Juan Bautista ha sido enviado
como el precursor de nuestro Salvador, el mediador para que Dios pueda venir a nosotros. ¡No soy yo el
importante!, nos dice san Juan-, detrás de mí viene alguien más importante que yo. Dios ha querido tener
medios humanos para acercarse al hombre, a nosotros.
Precisamente el tiempo de Adviento, nos recuerda la figura de san Juan el Bautista, el cual enseña
precisamente que el camino del Señor se prepara con el cambio de mentalidad y de vida (cf. Mt 3, 1-3).
La palabra ‘preparar es la palabra de la conversión del hombre interior.
También nosotros estamos llamados a ser mensajeros, preparadores de los caminos del Señor para los
demás, preparando nuestro propio corazón. Imitando a san Juan Bautista, en nosotros significa llevar
consuelo, levantar las hondanadas de nuestras miserias, aplanar esas montañas y crestas que no pocas
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veces levantamos las mismas personas, los grupos y las familias, y que seamos capaces de crear puentes
entre nosotros, entre ellos y Dios...
Preparar los caminos, pues, significa quitar aquello que estorba, lo que nos impide ver con claridad la
salvación que nos ofrece, su venida constante, su presencia en la vida cotidiana. Es cambiar algo en
nuestra vida familiar, en nuestra vida parroquial, en nuestra vida laboral, en nuestra vida con Dios. Si algo
no cambia en nuestra vida de este adviento de 2005, no estamos preparando el camino del Señor.
Viernes
Jn 5, 33-36
Juan era la lámpara que ardía y brillaba. Juan Bautista, precursor del Mesías, Jesús, vino a testimoniar
la luz y de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... En el Evangelio
de hoy, Cristo nos lanza un reto: el de ser lámparas como Juan el Bautista. Lámparas que arden y brillan.
¿Cómo lograrlo? Para prender la lámpara se necesita ante todo el fuego que la va a prender. Este fuego no
lo podemos hacer nosotros, es el fuego que el Espíritu Santo nos da, como el que dio a los apóstoles el día
de Pentecostés. Mientras la lámpara arde, el aceite se va consumiendo, y este aceite es nuestra oración. De
ella depende cuánto podrá durar el fuego encendido. Si no somos capaces de entregarnos, de dejarnos
consumir por el fuego, éste se extinguirá.
En san Gregorio Magno se encuentra una hermosa palabra al respecto. Recuerda que Jesús llama a
Juan el Bautista una “lámpara que ardía y brillaba” (Jn 5, 35) y sigue: “ardiente por el deseo celestial,
brillante por la palabra. Por tanto, a fin de que se conserve la veracidad del anuncio, se debe conservar la
altura de la vida” (Hom. en Ez 1, 11: 7 ccl 142, 134). La altura, la medida alta de la vida, que precisamente
hoy es tan esencial para el testimonio en favor de Jesucristo, sólo la podemos encontrar si en la oración nos
dejamos atraer continuamente por él hacia su altura.
Toda nuestra existencia debe ser, como la de san Juan Bautista, un gran reclamo vivo, que lleve a
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Jesús afirmó que Juan era “una lámpara que arde y alumbra” (Jn 5,
35). También nosotros debemos ser lámparas como él. Hagamos que brille nuestra luz en nuestra sociedad,
en la familia, en el trabajo, en la calle, en todo lugar... Aunque sea una lucecita en medio de tantos fuegos
artificiales, recibe su fuerza y su esplendor de la gran Estrella de la mañana, Cristo resucitado, cuya luz
brilla -quiere brillar a través de nosotros- y no tendrá nunca ocaso.
Enséñame a ser una lámpara como Juan el Bautista, para poder iluminar a los demás hombres que
marchan con miedo en las tinieblas del mundo. Los hombres buscan la Verdadera Luz, que eres Tú mismo,
y Tú me llamas a ser una lámpara que lleva un poco de tu Luz. No permitas que el miedo a ser coherente o
el temor a ser santo, extingan la luz que me has confiado y que estoy llamado a transmitir. Ilumina las
tinieblas de mi corazón para luego poder iluminar las tinieblas de los demás.
FERIAS DE ADVIENTO
17 de diciembre Mt 1,1-17
Genealogía de Jesús, hijo de David. Hoy el evangelio de san Mateo nos presenta en forma especial la
Genealogía de Jesucristo. Este comienza diciendo la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de
Abraham. La finalidad es demostrar el origen humano de Jesucristo y luego a través todo el Evangelio,
probar con las profecías y milagros realizados por Jesús, su naturaleza divina, pero era preciso previo
demostrar también su parentesco con los hombres a los que vino salvar. Así también, el interés de San
Mateo, al presentarnos a Jesús como hijo de María, es el Cristo, el Mesías, profetizado en el Antiguo
Testamento, venido al mundo para librar a los hombres de los pecados, es así como el dice “Jesucristo, hijo
de David”, que es una expresión para denominar al Mesías
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Cuando al final del versículo dice “padre de Jacob. Jacob fue padre de José, el esposo de María, de
la cual nació Jesús, que es llamado Cristo”, nos demuestra la generación virginal de Jesús y el papel de
padre adoptivo que le compete a José, ya que de el se desprende que es el esposo de María y que no tiene
parte alguna en la concepción de Jesús, si que tiene una responsabilidad legal y jurídica sobre el hijo de su
esposa.
Éste fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no
habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo.
Cristo entró en la raza humana tal y como la raza humana es, puso un pórtico de pureza total en el
penúltimo escalón -su madre Inmaculada- pero aceptó, en todo el resto de su progenie, la realidad humana
total que él venia a salvar. Dios, que escribe con líneas torcidas entró por caminos torcidos, por los caminos
que-¡ay!- son los de la humanidad.
18 de diciembre Mt 1:18-24
Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David. El texto central del evangelio de hoy nos
habla de la Encarnación San Mateo introduce el misterio de la Encarnación desde la óptica de san José.
Jesucristo es el Hijo de Dios que ha entrado en la historia de la humanidad, que se ha hecho uno de
nosotros y ha compartido nuestra condición para manifestarnos el amor y la salvación que vienen de Dios.
Aquí interviene un ángel, aunque no se da su nombre. El mensaje del ángel es importante en cada una
de las palabras: “María, tu esposa… dará a luz un hijo”. La clave está en dos cosas: primera, la
reafirmación de que María es verdadera esposa de José; segunda, las condiciones en que ese Niño viene al
mundo: “ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”. Estos dos puntos contienen lo esencial.
Los dos elementos del mensaje del ángel no se contradicen. No aparece ahí que ella es menos esposa
porque el hijo venga del Espíritu Santo ni tampoco aparece duda de que el niño tenga tal origen único por
que ellos vayan a convivir. Muy al contrario, las dos cosas se reafirman: “no dudes en recibir a María tu
esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”.
Concluimos que el Espíritu Santo NO reemplazó a José. Es bastante impropia en ese sentido la
expresión piadosa que llama a María “Esposa del Espíritu Santo”, porque el texto nunca dice que María
tiene dos esposos. El ángel viene a decirle precisamente que la acción del Espíritu Santo lo confirma a él en
su condición de esposo único, y en cierto modo, perpetuo, de la Santísima Virgen María.
El ángel confirma a José, de parte de Dios, en su misión y vocación de verdadero esposo de María, y
por consiguiente de verdadero padre de Jesús. Así como María no es menos madre por engendrar
virginalmente, José no es menos padre por recibir sobre el amor que tiene a María una bendición de gracia
como Dios no le ha dado a nadie más.
El modo como José llegó a ser papá fue a través de la unción del Espíritu Santo actuando en el amor
de él y su esposa, pues la concepción de Cristo no sucedió en una persona soltera sino en una mujer
desposada, y el desposado con ella se llama José. El Espíritu obró, pues, no solamente en el cuerpo de ella
sino, incluso antes, en la relación entre ellos. Por eso José es modelo eximio de esposo y de padre y por eso
Jesús le obedece como a imagen en esta tierra del Padre de los cielos.
19 de diciembre Lc 1, 5-25
El nacimiento de Juan es anunciado por un ángel. La concepción de Juan el Bautista, el precursor del
Señor, fue algo milagroso y maravilloso: fue anunciada de una manera especial. El nacimiento de Juan es
anunciado con palabras casi tan majestuosas como las reservadas a Jesús. Esto se debe a que Juan fue el
heraldo del Mesías, el vinculo entre el Nuevo y el Antiguo Testamento, El hombre más grande de su época
(Lc. 7:28). No obstante, Lucas añade a la narración diversas profecías relativas a la singular importancia de
Jesús (Lc 2:22-38) y de esta forma señala la trascendencia de su persona y misión.
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El ángel del Señor dijo a Zacarías: “No sientas miedo, tus oraciones han sido escuchadas y tu
esposa Isabel concebirá un hijo al que le llamarás Juan y... él será lleno del Espíritu Santo incluso desde el
vientre de la madre. Y él convertirá muchos de los hijos de Israel al señor su Dios. E irá antes que él en el
espíritu y poder de Elías; Él podrá tornar el corazón de padres en niños y los incrédulos a la sabiduría de
los justos, para prepararle al Señor un pueblo perfecto”.
Zacarías no creyó y lo tomó como el anuncio de un castigo. Retornó a su casa y al poco tiempo Isabel
concibió su hijo y lo ocultó por cinco meses. De acuerdo con la tradición, en el sexto mes, el ángel Gabriel
le dijo a María que su prima Isabel había concebido un hijo. María fue a la casa de su prima y cuando
Isabel escuchó el saludo de María, una criatura saltó de júbilo en su vientre, como si sintiera la presencia
del Señor. La escritura dice que María se quedó en casa de Isabel por tres meses, o hasta el nacimiento de
Juan. En el octavo mes ellos vinieron para verificar la circuncisión del niño y le pusieron el nombre de su
padre Zacarías, pero Zacarías había escrito que su nombre era Juan.
El nuevo testamento no menciona nada respecto de sus primeros años hasta que empezó su
ministerio. Juan el hijo de Zacarías desempeño su ministerio cerca del río Jordán predicando que hicieran
penitencia por que el reino de los cielos estaba por llegar. Todo esto, pronto lleva nuestra mente al
nacimiento de Jesús que se acerca y a urgirnos a prepararle nuestra mente y nuestro corazón a Jesús.
20 de diciembre
Lc 1, 26-38
Concebirás y darás a luz un hijo. En realidad, como hemos escuchado en el relato del evangelista san
Lucas, la gloria de la Trinidad se hace presente en el tiempo y en el espacio, y encuentra su epifanía más
elevada en Jesús, en su encarnación y en su historia.
San Lucas lee la concepción de Cristo precisamente a la luz de la Trinidad: lo atestiguan las palabras
del ángel, dirigidas a María y pronunciadas dentro de la modesta casa de la aldea de Nazaret, en Galilea,
que la arqueología ha sacado a la luz. En el anuncio de Gabriel se manifiesta la trascendente presencia
divina: el Señor Dios, a través de María y en la línea de la descendencia davídica, da al mundo a su Hijo:
“Concebirás en el seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será
llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre” (Lc 1, 31-32).
Aquí tiene valor doble el término ‘Hijo’, porque en Cristo se unen íntimamente la relación filial con
el Padre celestial y la relación filial con la madre terrena. Pero en la Encarnación participa también el
Espíritu Santo, y es precisamente su intervención la que hace que esa generación sea única e
irrepetible: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso
el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35).
En el centro de nuestra fe está la Encarnación, en la que se revela la gloria de la Trinidad y su amor
por nosotros: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria” (Jn 1,
14). “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). “En esto se manifestó el amor
que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1
Jn 4, 9).
Aprendamos en este Adviento, y siempre, de María a acoger al Niño que por nosotros nació en
Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro
único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo.
21 de diciembre Lc 1,39-45
¿Quién soy yo, para que la madre de mi señor venga a verme? En esta narración que Lucas nos
comparte, justo después de haber narrado la anunciación a María del nacimiento del Salvador, encontramos
a cuatro personajes claves: María, Jesús, Isabel y Juan el bautista.
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Si analizamos el personaje de Isabel, encontramos en ella a una mujer de edad avanzada que había
sido bendecida por Dios con un hijo, que poco después llamarían Juan. Isabel es la mujer llena del Espíritu
que tiene la sensibilidad para reconocer la presencia del Salvador en el seno de María. Ella, interpreta el
gozo del hijo que llevaba en su seno, y exclama este cántico de alabanza a Dios. Cabe recalcar que Isabel
llama Bendita a María por “el fruto de su vientre”, es decir, ella reconoce el verdadero mensaje de la visita
de María: traer la buena noticia de la llegada muy próxima del Salvador. Así, podemos ver, que siempre
María tendrá como intención “presentar”, anunciar y preparar la venida de su Hijo. Ella no es el centro del
mensaje, pues siempre su mensaje será sobre Cristo.
La persona de María nos enseña también muchísimas cosas. En ella vemos a la perfecta discípula, la
que sabe hacer la voluntad de Dios, la que corre a anunciar con su testimonio, más que con sus palabras, la
presencia del Salvador. María va a casa de Isabel a compartir, con sus obras, esa gran noticia que ha
recibido y que lleva en su seno: el Hijo de Dios está entre nosotros. Por eso, María es el personaje perfecto
del adviento, que anuncia la próxima llegada del Salvador y a la vez es ella la portadora del Salvador.
María reconoce, ante las palabras de Isabel, que todo ha sido obra del Señor; que si ella será la madre del
Salvador será por la misericordia de Dios y no por otra cosa.
Alegrémonos con María, haciendo nuestra la felicitación de Isabel: “Dichosa tú que has creído,
porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá”. Bendita tu entre todos los pueblos de la tierra, porque
caminas con Cristo en tu seno al encuentro de todas las gentes necesitadas de luz. Que el Señor nos
conceda avanzar hacia la Navidad de la mano de María al encuentro de Jesús, que se acerca.
22 de diciembre
Lc 1:46-56
Ha hecho en mi grandes cosas, el que todo lo puede. Dios hizo cosas grandes en María santísima
desde el principio. Desde el momento de su concepción en el seno de su madre, Ana, cuando, habiéndola
elegido como Madre del propio Hijo, la ha liberado del yugo de la herencia del pecado original. Y luego, a
lo largo de los años de la infancia cuando la ha llamado totalmente para sí, a su servicio, como la Esposa
del Cantar de los Cantares. Y después: a través de la Anunciación, en Nazaret, y a través de la noche de
Belén, y a través de los treinta años de la vida oculta en la casa de Nazaret. Y sucesivamente, mediante las
experiencias de los años de enseñanza de su Hijo Cristo y mediante los horribles sufrimientos de la cruz y
la aurora de la resurrección...
María glorifica a Dios, consciente de que a causa de su gracia la habían de glorificar todas las
generaciones, porque “su misericordia se derrama de generación en generación” (Lc 1, 50),
También nosotros alabamos juntos a Dios por todo lo que ha hecho por la humilde Esclava del Señor.
Le glorificamos, le damos gracias. Reavivamos nuestra confianza y nuestra esperanza, inspirándonos en
esta maravillosa oración de María.
En las palabras del ‘Magníficat’ se manifiesta todo el corazón de nuestra Madre. Son hoy su
testamento espiritual. Cada uno de nosotros debe mirar, en cierto modo con los ojos de María, la propia
vida, la historia del hombre. A este propósito son muy hermosas las palabras de San Ambrosio: “Esté en
cada uno el alma de María para engrandecer al Señor, esté en cada uno el espíritu de María para exultar en
Dios; si, según la carne, es una sola la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas engendran a Cristo: en
efecto, cada una acoge en sí al Verbo de Dios”. (Exp. ev. sec. Lucam II, 26).
Hemos repetir también nosotros como María: ha hecho cosas grandes en mí. Porque lo que ha hecho
en Ella, lo ha hecho para nosotros y, por lo tanto, también lo ha hecho en nosotros. Por nosotros se ha
hecho hombre, nos ha traído la gracia y la verdad. Hace de nosotros hijos de Dios y herederos del cielo.
23 de diciembre
Lc 1,57-66
16
“Juan es su nombre”. Todo hombre al nacer recibe un nombre humano. Pero antes aún, posee un
nombre divino: el nombre con el cual Dios Padre lo conoce y lo ama desde siempre y para siempre. Eso
vale para todos, sin excluir a nadie. Ningún hombre es anónimo para Dios. Todos tienen igual valor a sus
ojos: todos son diversos, pero iguales; todos están llamados a ser hijos en el Hijo. Así, Dios llamó por su
nombre a Juan en el seno de su madre Isabel, mujer de Zacarías
Por su parte, Zacarías saca de dudas sobre el nombre que llevaría aquel Niño diciendo: “Juan es su
nombre” (Lc 1, 63). A sus parientes sorprendidos Zacarías confirma el nombre de su hijo escribiéndolo en
una tablilla. Dios mismo, a través de su ángel, había indicado ese nombre, que en hebreo significa “Dios es
favorable”. Dios es favorable al hombre: quiere su vida, su salvación. Dios es favorable a su pueblo: quiere
convertirlo en una bendición para todas las naciones de la tierra. Dios es favorable a la humanidad: guía su
camino hacia la tierra donde reinan la paz y la justicia. Todo esto entraña ese nombre: Juan.
Juan Bautista es modelo de cómo hemos de ir al encuentro de Jesús:
1. San Juan Bautista es ante todo modelo de fe. Siguiendo las huellas del gran
profeta Elías, para escuchar mejor la palabra del único Señor de su vida, lo deja todo y
se retira al desierto, desde donde dirigirá la invitación a preparar el camino del Señor
(cf. Mt 3, 3 y paralelos).
2. Es modelo de humildad, porque a cuantos lo consideran no sólo un profeta,
sino incluso el Mesías, les responde: “Yo no soy quien pensáis, sino que viene detrás
de mí uno a quien no merezco desatarle las sandalias” (He 13, 25).
3. Es modelo de coherencia y valentía para defender la verdad, por la que está
dispuesto a pagar personalmente hasta la cárcel y la muerte.
Nos preparamos para celebrar el Nacimiento de Cristo, siguiendo este modelo que hoy nos presenta
el Evangelio: modelo de fe, modelo de humildad y de coherencia entre la vida y la fe.
24 de diciembre
Misa matutina
Lc 1,67-79
“Nos visitará el sol que nace de lo alto”. Con estas palabras, Zacarías anunciaba la ya próxima
venida del Mesías al mundo. Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que “el pueblo que caminaba en
tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló” (Is 9, 1).
Por tanto, con Cristo aparece la luz que ilumina a toda criatura (cf. Jn 1, 9) y florece la vida, como
dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas dos realidades: “En él estaba la vida y la vida era la
luz de los hombres” (Jn 1, 4).
San Beda el Venerable (siglo VII-VIII), comenta el Cántico de Zacarías así: “El Señor (...) nos ha
visitado como un médico a los enfermos, porque para sanar la arraigada enfermedad de nuestra soberbia,
nos ha dado el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, porque nos ha liberado al precio de
su sangre a nosotros, que nos habíamos convertido en siervos del pecado y en esclavos del antiguo
enemigo. (...) Cristo nos ha encontrado mientras yacíamos “en tinieblas y sombras de muerte”, es decir,
oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. (...) Nos ha traído la verdadera luz de su
conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria
celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda de
la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha
prometido”.
Pidamos continuamente la luz del Espíritu Santo para que conserve en nosotros la luz del
conocimiento que nos ha traído Jesús, y nos guíe hasta el día de la perfección”.
17
TIEMPO DE NAVIDAD
Después de la preparación del Adviento, celebramos el tiempo de la Navidad, desde la víspera, 24 de
diciembre, hasta el domingo siguiente al 6 de enero, la fiesta del Bautismo del Señor. El corazón de estas
fiestas es la Solemnidad del 25 de diciembre, Navidad. Posteriormente, tienen lugar las siguientes fiestas:
San Esteban (primer mártir: día 26).San Juan (el discípulo a quien Jesús más amaba: día 27). Santos
Inocentes (día 28). Sagrada Familia (domingo siguiente a Navidad: este año el día 27, que impide la
celebración de san Juan). Santa María, Madre de Dios (1 de enero). Adoración de los Magos (Epifanía, 6
de enero). Y el Bautismo de Nuestro Señor (domingo siguiente a Epifanía: este año, el 10 de enero), con
que termina el tiempo litúrgico de la Navidad.
Por otra parte notemos que la liturgia de Navidad y Epifanía se subdivide, a su vez, en la semana
dentro de la Navidad, la semana de la octava y las ferias de los días de Epifanía hasta la celebración de la
festividad del Bautismo del Señor. Durante toda la octava de la Navidad se debe rezar o cantar el Gloria en
la Eucaristía y el Te Deum en el oficio de lecturas de la Liturgia de la Palabra. Igualmente, se recomienda
cantar el Aleluya, previo a la proclamación del Evangelio, en la Misa, o, en la Liturgia de las Horas, donde
se prescriba como Responsorio breve.
Navidad es adentrarse en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. La fe descubre, sin
escándalo, a la Majestad divina humillada; a la Omnipotencia, débil; a la Eternidad, mortal; al Impasible,
padeciendo; al Bendito, maldecido; al Santo, hecho pecado por nosotros; al Rico, empobrecido para
enriquecernos; al Señor, tomando forma de siervo para liberarnos de la esclavitud.
NATIVIDAD DEL SEÑOR
Misa de medianoche
Lc 2,1-14
“Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is 9, 5). Acabamos de escuchar en el Evangelio lo
que en la Noche santa los Ángeles dijeron a los pastores y que ahora la Iglesia nos proclama: “Hoy, en la
ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis una señal: encontraréis un
niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 11...). Nada prodigioso, nada extraordinario,
nada espectacular se les da como señal a los pastores. Verán solamente un niño envuelto en pañales que,
como todos los niños, necesita los cuidados maternos; un niño que ha nacido en un establo y que no está
acostado en una cuna, sino en un pesebre. La señal de Dios es el niño, su necesidad de ayuda y su pobreza.
Sólo con el corazón los pastores podrán ver que en este niño se ha realizado la promesa del profeta Isaías
que hemos escuchado en la primera lectura: “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al
hombro el principado” (Is 9,5). Tampoco a nosotros se nos ha dado una señal diferente. El ángel de Dios, a
través del mensaje del Evangelio, nos invita también a encaminarnos con el corazón para ver al niño
acostado en el pesebre.
Hoy se renueva el misterio de la Navidad: nace también para los hombres de nuestro tiempo este
Niño que trae la salvación al mundo; nace trayendo alegría y paz a todos. Nos acercamos al Portal
conmovidos para encontrar, junto a María, al Esperado de los pueblos, al Redentor del hombre, al deseado
de todas las naciones.
“Un niño nos ha nacido. Un hijo se nos ha dado” (Is 9, 5). Estas palabras proféticas se ven realizadas
en la narración del evangelista san Lucas, que describe el ‘acontecimiento’ lleno cada vez más de nueva
admiración y esperanza. En la noche de Belén, María dio a luz un Niño, al que puso por nombre Jesús. No
había lugar para ellos e la pensión; por esto la Madre alumbró al Hijo en una gruta y lo puso en un pesebre.
Contemplemos con María el rostro de Cristo: en aquel Niño envuelto en pañales y acostado en el
pesebre (cf. Lc 2, 7), es Dios quien viene a visitarnos para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (cf.
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Lc 1, 79).María lo contempla, lo acaricia y lo arropa, interrogándose sobre el sentido de los prodigios
que rodean el misterio de la Navidad.
El evangelista Juan, en el Prólogo de su evangelio, penetra en el ‘misterio’ de este acontecimiento.
Aquel que nace en la gruta es el Hijo eterno de Dios. Es la Palabra, que existía en el principio, la Palabra
que estaba junto a Dios, la Palabra que era Dios. Todo lo que ha sido hecho, por medio de la Palabra se
hizo (cf. 1,1-3).
La Palabra eterna, el Hijo de Dios, tomó la naturaleza humana. Dios Padre “tanto amó al mundo que
le ha dado su Hijo único” (Jn 3,16). El profeta Isaías al decir: ‘un hijo se nos ha dado’, revela en toda su
plenitud el misterio de Navidad: la generación eterna de la Palabra en el Padre, su nacimiento en el tiempo
por obra del Espíritu Santo.
La Navidad es misterio de alegría. En la noche los ángeles han cantado: “Gloria a Dios en el cielo y
en la tierra paz a los hombres que Dios ama” (Lc 2, 14).Han anunciado el acontecimiento a los pastores
como “una gran alegría, que lo será para todo el pueblo” (Lc 2, 10).Alegría, a pesar de estar lejos de casa, a
pesar de la pobreza del pesebre, a pesar de la indiferencia del pueblo, a pesar de la hostilidad del poder.
Misterio de alegría a pesar de todo, porque “hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un salvador” (Lc 2,
11).
De este mismo gozo participa la Iglesia, inundada hoy por la luz del Hijo de Dios: las tinieblas jamás
podrán apagar la. Es la gloria del Verbo eterno, que por amor se ha hecho uno de nosotros.
La Navidad es misterio de amor. Amor del Padre, que ha enviado al mundo a su Hijo unigénito, para
darnos su misma vida (cf. 1 Jn 4, 8-9).Amor del ‘Dios con nosotros’, el Emmanuel, que ha venido a la
tierra para morir en la cruz. En el frío Portal, en medio del silencio, la Virgen Madre presiente ya en su
corazón el drama del Calvario. Será una lucha angustiosa entre las tinieblas y la luz, entre la muerte y la
vida, entre el odio y el amor. El Príncipe de la paz, que nace hoy en Belén, dará su vida en el Gólgota para
que en la tierra reine el amor.
La Navidad es misterio de paz. Si, el Niño de Belén ¡es nuestra Paz! ¡La Paz de los hombres! La Paz
para los hombres que El ama (cf. Lc 2,14).Dios se ha complacido del hombre por Cristo. No se puede
destruir al hombre; no está permitido humillarlo; ¡no está permitido odiarlo! ¡Paz a los hombres de buena
voluntad!
Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta noche el pesebre con la sencillez de los pastores
para recibir así la alegría con la que ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémoslo que nos dé la humildad
y la fe con la que san José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo. Pidamos que nos
conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y pidamos que la luz que vieron los pastores
también nos ilumine y se cumpla en todo el mundo lo que los ángeles cantaron en aquella noche: “Gloria a
Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. ¡Feliz Navidad a todos y a cada uno!
NATIVIDAD DEL SEÑOR
Misa del día
Jn 1,1-18
Aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. “Al principio era el Verbo, y el
Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por
Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho” (Jn 1, 1-3). “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros, y hemos visto su gloria, como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14)...
“Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, pero los
suyos no le recibieron” (Jn 1, 10-11). “Mas a cuantos le recibieron les dio poder de venir a ser hijos de
Dios: a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de
varón, sino de Dios, son nacidos” (Jn 1, 12-13). “A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo Unigénito, que está en
el seno del Padre, ése le ha dado a conocer” (Jn 1, 18).
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Él que “se hizo carne”, es decir, hombre en el tiempo, es desde la eternidad el Verbo mismo, es
decir, el Hijo unigénito: el Dios “que está en el seno del Padre”. Es el Hijo “de la misma naturaleza que el
Padre”, es “Dios de Dios”. Del Padre recibe la plenitud de la gloria. Es el Verbo por quien “todas las cosas
fueron hechas”. Y por ello todo cuanto existe le debe a Él aquel “principio” del que habla el libro del
Génesis (cf. Gén 1, 1), el principio de la obra de la creación. El mismo Hijo eterno, cuando viene al mundo
como “Verbo que se hizo carne”, trae consigo a la humanidad la plenitud “de gracia y de verdad”. Trae la
plenitud de la verdad porque instruye acerca del Dios verdadero a quien “nadie ha visto jamás”. Y trae la
plenitud de la gracia, porque a cuantos le acogen les da la fuerza para renacer de Dios: para llegar a ser
hijos de Dios. Desgraciadamente, constata el Evangelista, “el mundo no lo conoció”, y, aunque “vino a los
suyos”, muchos “no le recibieron”.
El corazón cristiano late de emoción y de amor al pensar en el instante inefable, en el que el Verbo se
hizo uno de nosotros: et Verbum caro factum est. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y
hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 12 ss.).
El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: "Dios nos amó y nos envió a su Hijo
como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). “El Padre envió a su Hijo para ser salvador del
mundo” (1 Jn 4, 14). “El se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5): Nuestra naturaleza enferma
exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdida la posesión del
bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz;
estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían
importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta
nuestra naturaleza humana para visitarla ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y
tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa, or. catech. 15; Cfr. CIgC 457).
El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: “En esto se manifestó el
amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él”
(1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dio s al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no
perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16; Cfr. CIgC 458)
El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan
de mí...” (Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y
el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: “Escúchenle (Mc 9, 7; cf. Dt 6, 4-5). El es, en efecto, el
modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: “Ámense los unos a los otros como yo los he
amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34; Cfr.
CIgC 459).
El Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1, 4): “Porque tal es la
razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar
en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (S. Ireneo,
haer., 3, 19, 1). “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (S. Atanasio, Inc., 54, 3). “El
Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos participantes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para
que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”) (Santo Tomás de A., opusc 57 in festo Corp.
Chr., 1; CIgC 460).
Así, pues, según el prólogo del Evangelio de Juan, Jesucristo es Dios porque es Hijo unigénito de
Dios Padre. El Verbo. El viene al mundo como fuente de vida y de santidad. Verdaderamente nos
encontramos aquí en el punto central y decisivo de nuestra profesión de fe: “El Verbo se hizo carne y
habitó entre nosotros”.
29 de diciembre
Lc 2, 22-35
Cristo es la luz que alumbra a las naciones. En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia
sobre la tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la Sagrada Familia de
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Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la presencia divina del Niño Jesús. La luz del
Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la
cueva y encuentran allí la ‘señal’ que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un
pesebre (cf. Lc 2, 12).
Los pastores, junto con María y José, representan al ‘resto de Israel’, a los pobres, a quienes se
anuncia la buena nueva. Por último, el resplandor de Cristo alcanza a los Magos, que constituyen las
primicias de los pueblos paganos. Quedan en la sombra los palacios del poder de Jerusalén, a donde, de
forma paradójica, precisamente los Magos llevan la noticia del nacimiento del Mesías, y no suscita alegría,
sino temor y reacciones hostiles. Misterioso designio divino: “La luz vino al mundo, y los hombres
prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eras malas” (Jn 3, 19).
El apóstol san Juan escribe en su primera carta: “Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5);
y, más adelante, añade: ‘Dios es amor’. Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la
luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona
del Verbo encarnado.
Cristo es la luz, y la luz no puede oscurecerse; sólo puede iluminar, aclarar, revelar. Por tanto, no
tengamos miedo de Cristo y de su mensaje.
30 de diciembre. Sexto día dentro de la octava de Navidad
Lc 2,36-40
Ana habla del Niño a los que aguardaban la liberación de Israel. Según la ley mosaica, María y José
llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados
por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio,
sencillo y a la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre,
primogénito de la nueva humanidad.
Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita
el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos
como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor. Estas personas justas y piadosas,
envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús “el consuelo de Israel” (Lc 2, 25). Así, su
espera se transforma en luz que ilumina la historia.
Ahora pongamos nuestra mirada en la profetiza Ana, mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido
profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede “alabar
a Dios” y hablar “del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén” (Lc 2, 38). Su larga
viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera
de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.
Ana encuentra y reconoce, honra y habla del Niño. Así de sencillo y así de grandioso. Como cuando
Jesús, más tarde, no hace más que hablar del Reino, orar y dar gracias a su Padre Dios. Lo de Ana es la
sencillez, el amor, la fe y la fidelidad, busquemos nosotros hacer lo mismo.
31 de diciembre. Séptimo día dentro de la octava de Navidad
Jn 1,1-18
Aquel que es la Palabra se hizo hombre. San Juan, en el prólogo de su evangelio, medita
profundamente en el acontecimiento de la encarnación, un hecho único y conmovedor: “En el principio
existía la Palabra (...). En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres (...). A todos los que la
recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios [...]. Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre
nosotros...” (Jn 1, 1. 4. 12. 14).
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Conocemos con certeza el motivo y la finalidad de la Encarnación: el Hijo de Dios se hizo hombre
para revelarnos la luz de la verdad salvífica y para transmitirnos su misma vida divina, haciéndonos hijos
adoptivos de Dios y hermanos suyos.
Dios se hizo hombre para hacernos partícipes, en Jesús, de su vida divina y luego de su gloria eterna.
Ése es el verdadero sentido de la Navidad y, por consiguiente, de nuestra alegría mística. Y éste fue
precisamente el anuncio del ángel a los pastores, asustados por el esplendor de la luz que los había
sorprendido en la noche: “No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les
ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11).
¡Para salvar a la humanidad, nació en Belén de María santísima nuestro Redentor! Dios-Hijo asumió
la naturaleza humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios. El Hijo unigénito del
Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos, mediante la humillación de la cruz y la
gloria de la resurrección, en la tierra de salvación que Dios, rico en misericordia, prometió a la humanidad
desde el inicio.
1º. De ENERO
¡Santa María, Madre de Dios, danos la paz!
Encontraron a María, a José y al Niño. Al cumplirse los ocho días, le pusieron el nombre de
Jesús. La fiesta de Santa María Madre de Dios, la imposición del Nombre de Jesús a los ocho días de
nacido, y la Jornada Mundial de Oraciones por la Paz, son los temas centrales del primer día del año en la
Iglesia Católica.
En evangelio nos dice que los niños hebreos varones recibían su nombre en el rito de la circuncisión a
los ocho días de nacidos. Así sucedió con el Niño Jesús, cuyo nombre, como se explica en los relatos de
anunciación a María y José, significa Dios salva. En hebreo, el nombre con el que Dios se había revelado
doce siglos antes a Moisés -Yahvé, que significa Yo soy-, está contenido en el de Jesús (Yo soy el que
salva).
El primer día del nuevo año concluye la Octava de la Navidad del Señor y está dedicado a la
santísima Virgen, venerada como Madre de Dios. El evangelio nos recuerda que “guardaba todas estas
cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). Así sucedió en Belén, en el Gólgota, al pie de la cruz, y el
día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió al cenáculo.
A ejemplo de María, que como nos dice el Evangelio, “conservaba todas estas cosas meditándolas en
su corazón”, y con la actitud de las gentes sencillas que saben acoger la presencia salvadora de Dios, al
invocar a Jesús como Dios mismo que nos salva renovemos nuestra fe iniciando el nuevo año en su
nombre, para que la acción sanadora y santificadora de su Espíritu se realice plenamente en todos y cada
uno de nosotros, en nuestros hogares y familias, en nuestros lugares de trabajo, en todos los ámbitos de
nuestra vida y nuestras relaciones humanas.
El texto de la Carta del apóstol Pablo a los Gálatas, se refiere al Hijo de Dios como “nacido de una
mujer” para que también nosotros fuéramos hechos hijos del mismo Dios y pudiéramos llamarlo, movidos
por el Espíritu Santo, como lo hacía Jesús: “Abbá”, que en arameo significa literalmente papá. Por eso
también a María el Concilio Vaticano II (1962-1965) la proclamó Madre de la Iglesia, pues al ser madre
del Hijo de Dios hecho hombre, lo es espiritualmente de todos los hombres y mujeres que por el bautismo
hemos sido incorporados a Él. Por eso podemos decirle no sólo “Santa María, Madre de Dios”, sino
también “Madre nuestra”.
En efecto, “Madre de Dios” es el título más importante que le ha dado la Iglesia a la Virgen María.
En el año 431 d.C., el Concilio de Éfeso -ciudad situada en la actual Turquía, donde según la tradición
vivió María después de haber sido encomendada por el Señor desde la cruz al cuidado del apóstol Juandefinió que ella es la Madre de Dios, porque concibió y dio a luz a Jesús, verdadero Dios y verdadero
hombre. Por eso la Iglesia Católica le da tanta importancia a la fiesta de la Maternidad Divina de María,
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que la ha consagrado como una de las tres fiestas de guarda o de precepto distintas de los domingos,
además del 12 de diciembre en México y de la Natividad o Nacimiento de Jesús.
Y lo mismo sucede también hoy. La Madre de Dios y de los hombres guarda y medita en su corazón
todos los problemas de la humanidad, grandes y difíciles. La Madre de Dios y Madre nuestra, camina con
nosotros y nos guía, con ternura materna, hacia el futuro. Así, ayuda a la humanidad a cruzar todos los
‘umbrales’ de los años, de los siglos y de los milenios, sosteniendo su esperanza en aquel que es el Señor
de la historia.
Por lo que ve al Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Paz al comenzar el
año 2010, lleva por título “Si quieres cultivar la paz, cuida la creación”, y su contenido es un llamado a la
toma de conciencia, por parte de toda la humanidad, de la estrecha relación que existe en nuestro mundo
globalizado e interconectado entre la salvaguardia de la creación y el cultivo del bien que constituye la paz.
Así dice el Papa al inicio de su Mensaje:
“Aunque es cierto que, a causa de la crueldad del hombre con el hombre, hay muchas amenazas a la
paz y al auténtico desarrollo humano integral -guerras, conflictos internacionales y regionales, atentados
terroristas y violaciones de los derechos humanos-, no son menos preocupantes los peligros causados por
el descuido, e incluso por el abuso que se hace de la tierra y de los bienes naturales que Dios nos ha dado.
Por este motivo, es indispensable que la humanidad renueve y refuerce "esa alianza entre ser humano y
medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual
caminamos".
Al iniciar pues este año 2010, pidámosle al Señor el don de la paz y dispongámonos a hacer lo que
nos corresponde para que este don llegue efectivamente a cada uno de nosotros: paz en los corazones,
desarmando nuestros espíritus; paz en los hogares, haciendo de cada familia un lugar de convivencia
constructiva; paz en nuestro país y en el mundo, como fruto del reconocimiento de la dignidad y de los
derechos de todas las personas y de una sincera voluntad de reconciliación.
Vencer el mal con las armas del amor es el modo como cada uno puede contribuir a la paz de todos. A lo
largo de esta senda están llamados a caminar tanto los cristianos como los creyentes de las diversas
religiones, juntamente con cuantos se reconocen en la ley moral universal.
Hermanos y hermanas, promover la paz en la tierra es nuestra misión común. Que la Virgen María nos
ayude a realizar las palabras del Señor: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán
llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). ¡Feliz año nuevo a todos!
2 de enero
Jn 1,19-28
“Yo os bautizo con agua, pero (...) Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16). Juan
Bautista predicaba un bautismo de penitencia, para preparar los corazones a acoger dignamente la venida
del Salvador. A quienes le preguntaban si él era el Mesías, les respondió testimoniando que su misión
consistía en ser precursor, en preparar el camino a Cristo, quien los iba a bautizar con Espíritu Santo y
fuego
¿En qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista? Leemos en los Hechos de los Apóstoles que
los discípulos estaban reunidos en oración en el Cenáculo cuando descendió sobre ellos con fuerza el
Espíritu Santo, como viento y fuego. Entonces se lanzaron a anunciar en muchas lenguas la buena nueva de
la resurrección de Cristo (cf. Hch 2, 1-4). Ese fue el “bautismo en el Espíritu Santo”, que había sido
anunciado por Juan Bautista: “Yo os bautizo en agua, decía a las multitudes, pero aquel que viene detrás de
mí es más fuerte que yo. (...) Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11).
Jesús mismo, antes de bautizar en Espíritu Santo y fuego, es bautizado en el Jordán, cuando baja
“sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 22).
Toda la misión de Jesús estaba orientada a donar el Espíritu de Dios a los hombres y a bautizarlos en
su ‘baño’ de regeneración. Esto se realizó con su glorificación (cf. Jn 7, 39), es decir, mediante su muerte y
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resurrección. Entonces el Espíritu de Dios se derramó de modo sobreabundante, como una cascada capaz
de purificar todos los corazones, de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el fuego del
amor divino.
En conclusión, el bautismo “en Espíritu y fuego” indica el poder purificador del fuego: de un fuego
misterioso, que expresa la exigencia de santidad y de pureza que trae el Espíritu de Dios al corazón del que
acepta a Jesús como su salvador y Señor.
3 de enero
Jn 1, 29-34
El Evangelio nos relata el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesucristo, nos dice Quién es Jesús:
el Hijo amado del Padre eterno en quien tiene sus complacencias; el Cordero de Dios, el que quita el
pecado del mundo.
Jesús es el Cordero de Dios porque ha sido elegido por Dios para librarnos de la esclavitud del
pecado y hacernos hombres y mujeres libres, y así como en otros tiempos los israelitas fueron librados de
la muerte y de la esclavitud por medio de la sangre de un cordero, razón por la que celebran la Pascua de
generación en generación, así también nosotros hemos sido librados, en Cristo y por su sangre, de la
esclavitud del pecado y de la muerte.
El testimonio que nos da san Juan de Jesús: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo, tiene una profunda implicación en el mundo y en cada uno de nosotros; esto es algo muy conocido
de todos: Esta expresión que utiliza Juan para presentar a Cristo a sus discípulos es la misma con la que
nosotros invocamos a Cristo, en el "Gloria", reconociéndolo como Señor, como Dios y como Hijo del
Padre; es también como Cordero de Dios que le dirigimos repetidamente nuestra súplica en la letanía que
acompaña a la fracción del pan eucarístico; y es como Cordero de Dios que nos es presentado Cristo
cuando se nos invita a acercarnos a la mesa eucarística para recibir su Cuerpo como verdadero alimento.
Así pues, no es una expresión extraña para nosotros.
Pero, ¿cómo hacer que la muerte y resurrección de nuestro Cordero inmolado sea nuestro salvador y
redentor, luz de nuestros corazones; cómo hacer para que sea el Dios hombre que nos quite el pecado
personal y del mundo? Cuando vivimos en un mundo secularizado (un mundo sin Dios y sin pecado,
despersonalizado y sin valores); atiborrado de consumismo (cuyo dios parece el comparar y e consumir
para ser felices), hedonismo (que hace consistir la felicidad en la satisfacción de los sentidos y del placer,
sin hacer uso de la razón y la voluntad), y en un pluralismo en donde cada uno nos sentimos poseer la
verdad, en detrimento de la enseñanza y la persona del cordero que dijo “Yo soy la verdad…). Parece que
esta presentación que Juan hace de Jesús ha perdido su razón de ser. Ahora ya no hay pecados, ni pecado:
porque hemos expulsado a Dios de nosotros y nosotros mismos hemos perdido el sentido de nuestra
dignidad y de los valores más elementales… Para desenmascarar nuestros pecados, celosamente
camuflados en el pecado del mundo, no hay más que recorrer las enseñanzas del Cordero de Dios que quita
el pecado del Mundo…
4 de enero
Jn 1, 35-42
Hemos encontrado al Mesías. Andrés lleno de entusiasmo, se presenta a su hermano Pedro para
anunciarle la asombrosa noticia: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)” (Jn, 1, 41). Este
descubrimiento cambió la vida de los dos hermanos: dejando sus redes, se convirtieron en “pescadores de
hombres” (Mt 4, 19).
“Al instante, dejando la barca y a su padre, lo siguieron”. El relato expresa la prontitud, radicalidad y
decisión de la respuesta: a nada se aferran por responder a este llamado, ni a su trabajo o “proyectos
personales”, ni a los lazos familiares, por más fuertes que sean.
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Por ello todo aquel que verdaderamente cree en Dios y en su enviado Jesucristo tiene el deber y
necesidad de ponerse ante el Señor y preguntarle: ¿Qué quieres de mí, Señor? Claro, nuestra respuesta a
Jesús se la hemos de dar según nuestro propio estado.
San Juan Crisóstomo al respecto nos dice que “Los llamó [A Pedro, Andrés, Juan y Santiago] cuando
estaban en sus ocupaciones, manifestando que conviene anteponer la obligación de seguir a Jesucristo a
todas las ocupaciones”.
5 de enero
Juan 1, 45-51
Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Estas palabras de Natanael presentan un doble
aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre, de quien es
Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia
del Mesías esperado.
Jesús es el verdadero rey de Israel, verdadero rey porque es hombre y Dios. Y la inscripción en la
cruz realmente había anunciado al mundo esta realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que es
el rey del mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús,
del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una
expectativa de todos los hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad.
Jesús no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que
realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. Por tanto, en Cristo están unidas las dos promesas:
Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios, pero es también el verdadero Sacerdote, el verdadero hombre.
Que esta Eucaristía nos ayude a saber responder a Dios, con una confesión de fe límpida y hermosa,
diciendo y viviendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49), o como decimos
en el credo: Creo en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
EPIFANÍA DEL SEÑOR
Mt 2, 1-12
Hemos venido del Oriente para adorar al rey de los judíos. La fiesta de hoy nos recuerda que la
salvación de Dios que en Navidad celebramos es para todos los pueblos, para la humanidad entera. Y
celebrar esta fiesta nos ayudar a cada uno, a cada una, a desear más y más esta salvación. La oración
colecta lo expresa bien: "diste a conocer en este día a todos los pueblos el nacimiento de tu Hijo, concede a
los que ya te conocemos por la fe, llegar a contemplar, cara a cara, la hermosura de tu inmensa gloria".
El evangelio es el de los Magos, ¿qué podemos aprender de ellos hoy? Los pueblos paganos buscan la
luz y le rinden homenaje…No puede ser otro el objetivo de nuestra fiesta, que dejar que el recién nacido
ilumine nuestra vida…y rendirle homenaje a Aquel que se siendo Dios-El Verbo- se hizo hombre.
Jesucristo quiere acercarse a todos los hombres y mujeres del mundo, sobre todo a los más pobres, para
que, libremente, puedan vivir iluminados por su luz.
Todos estos preparativos que han tenido con el novenario y la música, y los cohetes…son un intento
por reavivar su fe, por salir al encuentro de nuestro Creador y Padre en su Hijo Nacido de la Madre de
Dios.
La búsqueda de Dios se da en medio de luces y sombras… Dios se manifiesta, actúa en la historia…
(Eso significa epifanía); pero volvamos al ejemplo de los Sabios, los Reyes: hay que levantarse, ponerse en
camino, atender a los signos de los tiempos, para descubrirlo ahí donde Él se nos quiere manifestar.
"¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a
adorarlo", preguntan los magos de Oriente cuando llegan a Jerusalén. No sabemos de qué ciudad salieron
estos hombres (que representan al mundo pagano), cuándo vieron por primera vez la estrella, cuánto
tiempo han caminado, con qué obstáculos u oscuridad…
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En los magos hay una fe que contrasta con la fe del pueblo elegido y sus jefes, que conociendo la
palabra, no supieron o no quisieron darse cuenta de la presencia del Salvador…a pesar de que conocían las
Escrituras: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en manera alguna la menor entre las ciudades ilustres de
Judá, pues de ti saldrá un jefe, que será pastor de mi pueblo, Israel"; mientras la noticia da gozo, como a los
magos y pastores, otros se llenan de miedo, se paralizan y no son capaces de interpretar la Escritura.
No es, a veces tan diferente nuestra actitud, cuántas veces nos da miedo, dudamos de ser felices con
Jesús, y puede ser que prefiramos permanecer en algún vicio, dejar un momento nuestras ocupaciones…
Después de haber estado en la oscuridad del palacio del rey Herodes, un hombre que es todo engaño e
hipocresía, los magos vuelven a encontrarse con la estrella que los guía hasta Belén. El camino quizá
todavía sea largo, pero ellos no desfallecen, siguen su búsqueda con alegría. Hasta que en un momento
determinado la estrella se detiene en una casa (en una especie de establo), y ahí encuentran a Jesús, al
Verbo encarnado, al Mesías. La alegría es inmensa. Dios ha manifestado su grandeza en la pequeña ciudad
de Belén, se ha encarnado en ese niño recostado en el pesebre. Ahí está la luz que no se apaga, el rey del
universo (a quien se le ofrece el oro), el Hijo del hombre (a quien se le da mirra como a quien habrá de
morir), el mismo Dios (a quien se le inciensa).
He aquí cómo podemos recorrer nuestra camino para llegar a Jesús; sin miedo, con perseverancia, con
tenacidad; siempre pendientes de la estrella, de la fe que nos lleva al pesebre, al Sagrario, a las Escrituras…
En la adoración de los Magos queda muy bien expresado, en palabras de S. Pedro Crisólogo, el que
todos los pueblos descubrirían al Salvador del mundo:
Hoy el Mago encuentra llorando en su cuna a aquel que, resplandeciente, buscaba en las estrellas.
Hoy el Mago contempla claramente, entre pañales, a aquel que, encubierto, buscaba pacientemente en
los astros.
Hoy el Mago discierne con profundo asombro lo que allí contempla: el cielo en la tierra, y la tierra en el
cielo; el hombre en Dios, y Dios en el hombre; y a aquel que no puede ser encerrado en todo el universo, lo
descubre incluido en un cuerpo de niño (Pedro Crisólogo S. 150)
Diariamente, también nosotros, por la intercesión de José y María, vayamos Todos, que todos
bendigamos al Salvador. Que como los magos, que “regresaron a su tierra por otro camino”; nosotros
emprendamos nuestro caminar por otro camino, el camino de la conversión, de la vida nueva. Estos
hombres, después de lo acontecido en Belén, son otros; que esta fiesta también a nosotros nos convierta en
hombres y mujeres nuevos, que caminan hacia un cielo eterno.
6 de enero
Mc 1, 7-11
Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias. En el Jordán, en el bautismo de Jesús se
produce la manifestación de Dios Uno y Trino: Jesús, a quien el Padre señala como su Hijo predilecto, y el
Espíritu Santo, que baja y permanece sobre Él. En efecto, el evangelio de este día vemos cómo San Juan
bautiza a Jesús, y cómo cuando es bautizado se oyó“. La voz del Señor sobre las aguas”: “al salir Jesús del
agua, una vez bautizado, se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía sobre El en forma
como de paloma y se oyó una voz desde el cielo”, la voz del Padre que lo identificaba como su Hijo, el
Dios-Hombre. (Mt. 3, 16-17)
Jesucristo, el Dios Vivo, no tenía necesidad de bautismo. Pero en el Jordán quiso presentarle al
Padre los pecados del mundo; es decir, quiso presentarnos a nosotros como lo que somos: pecadores. ¡Todo
un Dios, en Quien no puede haber pecado alguno, se pone en lugar de la humanidad pecadora, haciéndose
bautizar!
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El Sacramento del Bautismo no es igual al Bautismo del Jordán. Es mucho más: por nuestro
Bautismo, por obra del Espíritu Santo somos limpiados del pecado original, nos hacemos hijos de Dios;
somos injertados en Cristo, templos vivos del Espíritu santo, habitación de la trinidad; recibimos la fe
católica como un tesoro que debemos hacer crecer y compartir con los demás.
El día de nuestro bautismo, hechos hijos de Dios, el Padre como a Jesús también nos dijo: tú eres
mi hijo amado en quien tengo mis complacencias…
La conciencia de esta predilección que Dios nos tiene no puede menos de impulsarnos a aceptar a
Cristo en la menta y en el corazón, como Salvador y Señor…
7 de enero
Jn 2, 1-11
La primera señal milagrosa de Jesús, en Caná de Galilea. Hoy la liturgia nos conduce a Caná de
Galilea. Una vez más tomamos parte en las bodas que allí se celebraron, y a las que fue invitado Jesús, al
igual que su madre y los discípulos. Este detalle lleva a pensar que el banquete nupcial tuvo lugar en casa
de conocidos de Jesús, pues también él se crió en Galilea.
El gesto de Jesús lo podemos interpretar como un “sí” al amor, a la amistad, a la fiesta, donde hizo
su primer milagro. Cuando su Madre le hizo notar que se había acabado el vino, Él inició su serie de
milagros y signos convirtiendo aquellos cántaros de agua en el mejor vino.
La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en las bodas de Caná,
una confirmación del valor divino del Matrimonio: fue nuestro Salvador a las bodas -escribe San Cirilo de
Alejandría- para santificar el principio de la generación humana, pero lo podemos aplicar muy bien a cada
una de las vocaciones y circunstancias de nuestra vida.
María, porque amaba tan entrañablemente a Cristo, cumplió cabalmente en estas bodas, el segundo
mandamiento que debe ser la norma de todas las relaciones humanas: el amor al prójimo. ¡Qué bella y
delicada intervención de María en las bodas de Caná, cuándo mueve a su Hijo a realizar el primer milagro
de convertir el agua en vino para ayudar a aquellos jóvenes esposos! Es todo un signo del constante amor
de la Virgen Santísima por la humanidad necesitada, y debe ser un ejemplo para todos los que quieren
considerarse verdaderamente hijos suyos.
FERIAS DESPUÉS DE LA EPIFANÍA
En las ferias después de la Epifanía, del 7 al 12 de enero, escuchamos las primeras manifestaciones
del Mesías en el inicio de su ministerio: multiplicación de panes, calma de la tempestad, etc.
Las lecturas de las ferias, que son las que aquí comentamos, son un complemento de las festivas, para
que lleguemos a profundizar gradualmente en el don de ese Hijo de Dios que se ha hecho hermano nuestro,
y sepamos asumir las consecuencias que este acontecimiento comporta para nuestras vidas.
Desde el Adviento a la Epifanía y el Bautismo del Señor, hay un único movimiento: la celebración de
la venida del Señor, que se prepara en la espera del Adviento, se celebra en su inauguración de Navidad y
en sus primeras manifestaciones o epifanías, y se intenta siempre vivir en nuestra existencia cristiana,
camino de la manifestación definitiva del final de los tiempos.
Navidad y Epifanía celebran el mismo misterio. La Navidad acentúa sobre todo el nacimiento: Dios
se ha hecho hermano nuestro. La Epifanía pone más énfasis en la manifestación de su divinidad, sobre todo
a los magos de Oriente, acontecimiento que la liturgia une al del Bautismo de Jesús en el Jordán y las
bodas de Caná con su primer milagro.
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7 DE ENERO. O Lunes después de Epifanía
Mt 4, 12-17.23-25
Ya está cerca el Reino de los cielos. Con estas palabras Jesús de Nazaret comienza su predicación
mesiánica. El reino de Dios constituye el tema central de su predicación, como lo demuestran sobre todo
las parábolas.
La parábola del sembrador (Mt 13, 3-8) proclama que el reino de Dios está ya actuando en la
predicación de Jesús; al mismo tiempo invita a contemplar a abundancia de frutos que constituirán la
riqueza sobreabundante del reino al final de los tiempos.
La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es obra humana,
sino únicamente don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes y guía la historia humana
hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el Señor.
La parábola de la cizaña en medio del trigo (Mt 13, 24-30) y la de la red para pescar (Mt 13, 47-52)
se refieren, sobre todo, a la presencia, ya operante, de la salvación de Dios. Pero, junto a los “hijos del
reino”, se hallan también los “hijos del maligno”, los que realizan la iniquidad: sólo al final de la historia
serán destruidas las potencias del mal, y quien hay cogido el reino estará para siempre con el Señor.
Finalmente, las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el
valor supremo y absoluto del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a afrontar cualquier sacrificio
y renuncia para entrar en él.
De la enseñanza de Jesús nace una riqueza muy iluminadora. El reino de Dios, en su plena y total
realización, es ciertamente futuro, “debe venir” (cf. Mc 9, 1; Lc 22, 18); la oración del Padrenuestro
enseña a pedir su venida: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10).
La iglesia vive esperando ardientemente la venida gloriosa del Señor y Salvador Jesús, que ofrecerá a
la Majestad Divina “un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la
gracia, el reino de la justicia, el amor la paz” (Prefacio de la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo).
8 de enero. O martes después de Epifanía
Mc 6, 34-44
Cinco panes y dos peces... Como hemos oído en el Evangelio, el pueblo había escuchado al Señor
durante horas. Al final, Jesús dice: están cansados, tienen hambre, tenemos que dar de comer a esta gente.
Los Apóstoles preguntan: ‘Pero, ¿cómo?’. Y Andrés, el hermano de Pedro, le dice a Jesús que un
muchacho tenía cinco panes y dos peces. ‘Pero, ¿qué es eso para tantos?’, se preguntan los Apóstoles.
Entonces el Señor manda que se siente la gente y que se distribuyan esos cinco panes y dos peces. Y todos
quedan saciados. Más aún, el Señor encarga a los Apóstoles, y entre ellos a Pedro, que recojan las
abundantes sobras: doce canastos de pan (cf. Jn 6, 12-13).
El hombre, especialmente el de estos tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de
justicia, de amor, de paz, de belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. “¡Debemos estar hambrientos de
Dios!”, exclamaba San Agustín. ¡Es El, el Padre celestial, quien nos da el verdadero pan!
Este pan, de que estamos tan necesitados, es ante todo Cristo, el cual se nos entrega en los signos
sacramentales de la Eucaristía y nos hace sentir, en cada Misa, las palabras de la última Cena: “Tomen y
coman todos de él; porque este es mi Cuerpo que será entregado por ustedes”. Con el sacramento del pan
eucarístico, afirma el Concilio Vaticano II, “se representa y realiza la unidad de los fieles, que constituyen
un solo Cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor 10, 17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo que es
Luz del mundo; de El venimos, por El vivimos, hacia El estamos dirigidos” (LG 3).
El pan que necesitamos es, también, la Palabra de Dios, porque, "no sólo de pan vive el hombre, sino
de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4 cf. Dt 8, 3). Indudablemente, también los hombres
pueden pronunciar y expresar palabras de tan alto valor. Pero la historia nos muestra que las palabras de los
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hombres son, a veces, insuficientes, ambiguas, decepcionantes, tendenciosas; mientras que la Palabra de
Dios está llena de verdad (cf. 2 Sam 7, 28; 1 Cor 17, 26); es recta (Sal 33, 4); es estable y permanece para
siempre (cf. Sal 119, 89; 1 Pe 1, 25).
Por último, el pan que necesitamos es la gracia, que debemos invocar y pedir con sincera humildad y
con incansable constancia, sabiendo bien que es lo más valioso que podemos poseer.
9 de enero. O Miércoles después de Epifanía
Mc 6, 45-52
¡Ánimo!, Soy yo; no teman. Jesús, que va hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra
“señal” de su presencia, y asegura una vigilancia constante sobre sus discípulos y su Iglesia. “Soy yo, no
teman”, dice Jesús a los Apóstoles que lo habían tomado por un fantasma (cf. Mc 6, 49-50; cf. Mt 14, 2627; Jn 6, 16-21). San Marcos hace notar el estupor de los Apóstoles “pues no se habían dado cuenta de lo
de los panes: su corazón estaba embotado” (Mc 6, 52).
Hoy también Jesús se dirige a nosotros y nos dice: ¡No tengan miedo! Aunque las olas del egoísmo
sacudan con fuerza la barca común de la familia y los vientos de la llamada cultura de la muerte se ciernan
sobre nosotros... ¡tengamos ánimo, no dudemos!: Cristo, Señor del tiempo y de la historia, está siempre con
nosotros dispuesto a extender su mano y agarrarnos -como lo hizo con el apóstol Pedro- cuando la
inseguridad, la duda o el miedo amenacen con ahogar nuestro entusiasmo y optimismo.
En nuestra vida también pasamos por el miedo que experimentaron aquella noche los discípulos, a
pesar de ser expertos pescadores. A nuestra barca particular, y también a la barca de la Iglesia le vienen
vientos fuertes en contra y tenemos miedo de zozobrar. Sin embargo, del mismo modo como para aquellos
apóstoles, la paz y la serenidad nos vendrán de que admitamos a Jesús junto a nosotros. Sólo así podremos
oír que nos dice: “ánimo, soy yo, no tengáis miedo”.
Recordemos siempre este Evangelio en los momentos de dificultad. No olvidemos que después de la
tormenta viene la calma, que el dolor y la prueba aceptados con confianza en Dios dejan paso a la alegría
serena, a la libertad madura, a la confesión gozosa de Jesús como Señor de la propia existencia, amigo fiel,
salvador cercano y fraterno, dador de vida y esperanza.
Cristo nos invita a permanecer en su amor y a ser fuertes ante las dificultades. Porque Él está con
nosotros y sólo con Él seremos capaces de vencer los vientos más fuertes que arrecien contra nuestra barca.
10 de enero. O Jueves después de Epifanía
Lc 4: 14-22
“El Espíritu de Dios, está sobre mí”, así escuchamos que leía Jesús, en su propia sinagoga de
Nazaret, este pasaje del profeta Isaías. Jesús hizo la lectura con fe, docilidad y amor a la Palabra que Él
mismo acaba de proclamar y concluye apropiándosela para iniciar su ministerio y llevar cabo su misión. El
Señor hace suya la profecía de Isaías y descubre que esa palabra se cumple en Él: “Hoy mismo se ha
cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”.
A lo largo de su ministerio, Jesús no hará otra cosa que anunciar la Buena Nueva a los pobres y decir
de muchos modos que la salvación es para hoy; “hoy, mañana y pasado mañana, tengo que seguir mi
camino” (Lc 13,33), “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,9), “Yo te aseguro que hoy estarás
conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). El evangelio nos recuerda que la salvación es para hoy y que los
cristianos tenemos mucho que hacer: Hoy mismo vamos a poner en práctica lo que acabamos de oír.
Jesús dice que esta palabra se cumple, no porque ya no haya pobres, ciegos u oprimidos, sino porque
Él está de su lado y ha comenzado a anunciar la buena noticia. Esta también nuestra misión hoy: vivir y
colaborar para que se viva la causa de Jesús: que la salvación cada día se vaya realizando en nosotros y en
nuestros hermanos; necesitamos luchar por construir el Reino Nuevo que no termina y no se limita a este
mundo, pero que tiene que iniciar y hacerse realidad desde nuestra historia de cada día.
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Que nosotros podamos decir como Jesús: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura
que acaban de oír”; es decir, que la palabra de Dios sea eficaz en nuestro corazón, traducida en un estilo de
propio de vivir como seguidores de Jesús, como hijos de Dios.
11 de enero. O Viernes después de Epifanía
Lc 5, 12-16
Si tú quieres puedes curarme. Hemos escuchado en el evangelio, que llegó a Jesús un leproso a
pedirle un favor, le dijo; “‘Si tú quieres puedes curarme’. Jesús, compadeciéndose de él extendió la mano,
y tocándolo le dice: ‘Quiero, sé curado’. Al instante desapareció de él la lepra y quedó curado”.
El leproso acude a Jesús con una petición humilde y dolorida: “si quieres, puedes limpiarme”. Es un
acto de fe, pues afirma que puede curarle, que está en su poder, y desea que esté también en su querer.
Jesús no investiga su fe, la ve. Y accede rápidamente, lo toca con todo lo que esto llevaba de contaminarse
legal y físicamente, dice “quiero, sé limpio”, y se cura.
Al leproso se le pide que vaya a los sacerdotes. La lepra es una enfermedad especialmente grave,
pues junto a las llagas que deforman el cuerpo y que llevan lentamente a la muerte, se cría que era
contagiosa y, por ello el leproso está sometido a prohibiciones como el acercarse a los sanos bajo pena de
lapidación. Si se producía una curación tenía que se verificada por los sacerdotes. Era fácil ver en esta
enfermedad la triste condición del pecador.
Los Santos Padres vieron en la lepra la imagen del pecado por su fealdad y repugnancia, por la
separación de los demás que ocasiona... Con todo, el pecado, aun el venial, es incomparablemente peor que
la lepra por su fealdad, por su repugnancia y por sus trágicos efectos en esta vida y en la otra. Todos somos
pecadores, aunque por la misericordia divina estemos lejos del pecado mortal. Es una realidad que no
debemos olvidar; y Jesús es el único que puede curarnos; solo Él.
En el ministerio de la Iglesia sigue Jesús hoy y hasta la consumación de los siglos, curando la lepra
del pecado: borrando en el bautismo el pecado, perdonando los pecados personales en el sacramento de la
reconciliación y penitencia, borrando las reliquias de los pecados en el sacramento de la unción de los
enfermos y robusteciendo con el sacramento de su cuerpo y de su sangre a los cristianos que quieren vivir
su vida, vivificándolos y alejando las insidias de las tentaciones del maligno, que goza con la muerte y con
la enfermedad de los hombres, a los que quiere contaminar con su soberbia y movido por la envidia.
Acerquémonos al altar con sentimientos de gratitud y con la esperanza de la curación, de la mano de
la llena de gracia que nunca conoció la lepra del pecado. María, se tú nuestra enfermera como Madre
piadosa y llena de misericordia.
12 de enero. O Sábado después de Epifanía
Jn 3, 22-30
El amigo del novio se alegra de oír su voz. Los discípulos del Bautista sienten celos porque Jesús
también está bautizando. Pero Juan muestra la grandeza de su corazón y la coherencia con su postura de
precursor. Vuelve a recordar: ‘yo no soy el Mesías’, y se compara con el amigo del esposo, que acompaña
a éste a la boda. Él no es el esposo, sino el compañero, que se alegra por la alegría del esposo. Juan dice
claramente: ‘él tiene que crecer y yo tengo que menguar’.
San Juan es nuestro modelo de humildad: Él sabe que no es la Palabra, sino la voz que le hace eco.
No se busca a sí mismo. Es testigo de Otro, le prepara el camino y dirige hacia él a sus discípulos.
La persona de Juan el Bautista nos invita a ser humildes, a sabernos retirar para que Cristo entre y se
manifieste a los hermanos plenamente; a saber renunciar a cualquier privilegio, porque sólo queremos
como recompensa alegrarnos con la voz del esposo. Es una lección de humildad ante el Señor Jesús a quien
no podemos suplantar con nuestros intereses personales de poder o de honor.
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“Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30): estas palabras del Bautista constituyen
un programa para todo cristiano: Dejar que el ‘yo’ de Cristo ocupe el lugar de nuestro ‘yo’. En otras
palabras, poner en primer lugar en nuestro corazón al Esposo, Jesús, y no alguna otra cosa. San Juan nos
enseña a poner a Cristo como primer lugar en nuestro corazón, dejando que Cristo vaya marcando las
prioridades de nuestra existencia.
Que la Santísima Virgen nos acoja en su corazón de madre para que podamos seguir con eficacia el
ejemplo de san Juan Bautista, que con su vida dio verdadero testimonio de amor a Cristo.
TIEMPO ORDINARIO
El tiempo del Año litúrgico que no tiene un carácter propio (Adviento Navidad, Cuaresma y Pascua)
recibe el nombre de Tiempo ordinario, que abarca 33 ó 34 semanas. En este tiempo no se celebra ningún
aspecto concreto del misterio de Cristo.
El Tiempo ordinario comienza el lunes siguiente al domingo posterior al 6 de enero, Epifanía, y dura
hasta el martes anterior al Miércoles de Ceniza, que da inicio a la Cuaresma. Ahí se interrumpe para
reiniciarse desde el lunes siguiente a Pentecostés hasta las vísperas del primer domingo de Adviento, (que
es el domingo más próximo al 30 de noviembre) con el cual se inicia el Nuevo Año litúrgico. Durante el
tiempo ordinario se celebran numerosas fiestas tanto del Señor como de la Virgen y de los Santos.
PRIMERA SEMANA
Lunes
Mc 1, 14-20
El reino de Dios está cerca. “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; conviértanse y
crean en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). Jesucristo fue enviado por el Padre “para anunciar a los pobres la
Buena Nueva” (Lc 4, 18). En efecto, Jesús no es sólo el anunciador del Evangelio, de la Buena Nueva, sino
que Él mismo es el Evangelio (cf. EN 7).
El reino de Dios está cerca, son las primeras palabras que Jesús pronuncia ante la multitud: contienen
el núcleo de su Evangelio de esperanza y salvación, el anuncio del reino de Dios.
El Reino es gracia, amor de Dios al mundo, para nosotros fuente de serenidad y confianza: “No
temas, pequeño rebaño -dice Jesús-, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino”
(Lc 12, 32). Los temores, los afanes y las angustias desaparecen, porque el reino de Dios está en medio de
nosotros en la persona de Cristo (cf. Lc 17, 21).
El reino de Dios esta cerca nos anuncia que Dios es quien reina, que Dios es el Señor, y que su
señorío está presente, es actual, se está realizando. Por tanto, la novedad del mensaje de Cristo es que en él
Dios se ha hecho cercano, que ya reina en medio de nosotros, como lo demuestran los milagros y las
curaciones que realiza.
Dios reina en el mundo mediante su Hijo hecho hombre y con la fuerza del Espíritu Santo (cf. Lc 11,
20). El señorío de Dios se manifiesta en la curación integral del hombre. De este modo Jesús quiere revelar
el rostro del verdadero Dios, el Dios cercano, lleno de misericordia hacia todo ser humano; el Dios que nos
da la vida en abundancia, su misma vida. En consecuencia, el reino de Dios es la vida que triunfa sobre la
muerte, la luz de la verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia y de la mentira.
Pidamos a María santísima que obtenga siempre para la Iglesia la misma pasión por el reino de Dios
que animó la misión de Jesucristo: pasión por Dios, por su señorío de amor y de vida; pasión por el
hombre, encontrándolo de verdad con el deseo de darle el tesoro más valioso: el amor de Dios, su Creador
y Padre.
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Martes
Mc 1,21-28
No enseñaba como los escribas, sino como quien tiene autoridad. Jesús tenía conciencia de poseer
una autoridad divina: los que escuchaban a Jesús “se maravillaban de su doctrina, pues les enseñaba como
quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1, 22; y Mt 7, 29; Lc 4, 32). La gente había captado la
diferencia entre la enseñanza de Cristo y la de los escribas israelitas, y no sólo en el modo, sino en la
misma sustancia: los escribas apoyaban su enseñanza en el texto de la ley mosaica, de la que eran
intérpretes y glosadores; y Jesús no seguía el método de uno “que enseña” o de un “comentador” de la Ley
Antigua, sino como quien tiene autoridad sobre la ley.
Esta competencia y autoridad estaban constituidas, sobre todo, por la fuerza de la verdad contenida
en la predicación de Cristo. Él “hablaba con autoridad”, y ésta era la autoridad de la verdad, cuya fuente es
el mismo Dios. El propio Jesús decía: “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado” (Jn 7, 16).
Jesús era Maestro de la verdad que es Dios. De esta verdad dio Él testimonio hasta el final, con la
autoridad que provenía de lo alto: podemos decir, con la autoridad de uno que es ‘rey’ en la esfera de la
verdad.
Jesús tiene conciencia de que, en su doctrina, se manifiesta a los hombres la Sabiduría eterna. Las
palabras que proceden de esa Sabiduría divina ‘no pasarán’: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis
palabras no pasarán” (Mc 13, 31). En efecto, éstas contienen la fuerza de la verdad, que es indestructible y
eterna. Son, pues, ‘palabras de vida eterna’.
Por tanto, el Evangelio de hoy nos exige vivir de acuerdo con lo que el Señor nos enseña, dejándonos
transformar interiormente por el poder y eficacia de su Palabra, a no endurecer el corazón y no rechazar su
doctrina ni a Él, porque su persona y su doctrina son ‘palabras de vida eterna’.
Miércoles
Mc 1, 29-39
Curó a muchos enfermos de diversos males. “Llegada la tarde, hemos escuchado en el evangelio de
san Marcos, después de la caída del sol, se le presentaban todos los enfermos y los posesos, y la ciudad
entera estaba congregada a la puerta.
En este breve texto vemos varios casos: pero en uno y en otro caso, se muestra la compasión de
Cristo hacia los enfermos como un signo de que “Dios ha visitado a su pueblo” (cf. Lc 7,16) y de que el
Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los
pecados (cf. Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos
necesitan (cf. Mc 2,17).
El Dio revelado por Jesús es el Dios de la vida, que nos libra de todo mal. Los signos de su poder y
de su amor son las curaciones que realiza, demostrando que el reino de Dios está cerca, devolviendo a
hombres y mujeres la plena integridad de espíritu y cuerpo. Estas curaciones nos dan a entender que la
verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios en su corazón.
La reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida
sin amor y sin verdad no sería vida. El reino de Dios es precisamente la presencia de la verdad y del amor;
y así es curación en la profundidad de nuestro ser. La predicación y curaciones que realiza Jesús siempre
están unidas: forman un único mensaje de esperanza y de salvación.
Gracias a la acción del Espíritu Santo, la obra de Jesús se prolonga en la misión de la Iglesia.
Mediante los sacramentos es Cristo quien comunica su vida a multitud de hermanos y hermanas, mientras
cura y conforta a innumerables enfermos a través de las numerosas actividades de asistencia sanitaria que
las comunidades cristianas promueven con caridad fraterna, mostrando así el verdadero rostro de Dios, su
amor. Que María, Salud de los enfermos, interceda por nosotros.
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Jueves
Mc 1,40-45
Se le quitó la lepra y quedó limpio. Un leproso, cargado de esperanza, se acerca a Jesús, y se arrodilla
ante Él para suplicarle con toda humildad: “Si quieres, puedes limpiarme”. Él sabe y cree que el Señor
tiene el poder de curarlo, sin embargo, sabe también que no tiene derecho alguno a reclamar tal beneficio y
con toda humildad se pone en las manos del Señor apelando a su benevolencia.
Y el Señor, movido por la compasión lo toca y le dice: “Quiero: queda limpio”. El contacto físico es
para el Señor un vehículo para comunicar su poder restaurador (Cfr. Mc 7,33). Con este gesto unido a la
palabra el Señor realiza el milagro solicitado: la carne del leproso de inmediato quedó limpia. La curación
de la lepra es el signo visible de otra purificación más profunda: el perdón de aquellos pecados que habrían
atraído, como consecuencia la enfermedad física.
El pecado es ciertamente como una lepra que va despedazando no la carne sino el espíritu, una lepra
que destruye la comunión con los demás y termina por hundir al pecador en la total lejanía de Dios y en la
más absoluta soledad y desesperación. El Señor Jesús vino a sanar al hombre entero, con una curación que
va a las raíces de todo mal y sufrimiento humano.
La reconciliación en sus cuatro niveles, con Dios, consigo mismo, con el hermano y con la creación,
mediante el perdón de los pecados obtenido por el sacrificio reconciliador de Cristo en la Cruz, es la
respuesta de Dios frente a la situación de ruptura en la que el ser humano ha incurrido por su rechazo de
Dios.
Nosotros al confesar los pecados, también le suplicamos al Señor: “¡si puedes, puedes limpiarme!”, y
Él, conmovido y compadecido ante nuestro sufrimiento y miseria, “tocará” nuestro herido corazón con su
amor y con su gracia y nos dirá: “quiero, ¡queda limpio! ¡Yo te absuelvo de tus pecados! ¡Anda, y procura
no pecar más!”.
Viernes
Mc 2, 1-12
El Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados. El pecado es el intento de la criatura
humana de querer llegar a ser dios en contra de Dios y de sus amorosos designios. Este intento implica la
desconfianza en que Dios quiera el bien para ella, implica el rechazo de la invitación que Dios le hace a
participar de su comunión divina de amor, implica el rechazo de participar de su misma naturaleza divina
en comunión con Dios.
El pecado rompe el vínculo y comunión del creyente con Aquel que es el fundamento de su mismo
ser y existencia, fuente de su amor y felicidad. Como consecuencia, la criatura humana se quiebra
interiormente al rechazar su verdadera identidad, aquello que ella es.
“El que peca, a sí mismo se hace daño” (Eclo 19,4). Quien quiere hacerse dios rechazando a Dios, a
sí mismo se destruye. El pecado es un acto suicida. Quien por una u otra razón, ya sea consciente o
inconscientemente, saca a Dios de su vida cotidiana, se aliena él mismo: se torna en un extraño para sí
mismo porque pierde de vista su verdadera identidad, ya no sabe quién es, cuál el sentido verdadero de su
existencia, cuál su último destino. Apartándose de Dios el ser humano termina apartándose de sí mismo,
dimitiendo de su humanidad, renunciando a su verdadera grandeza. Termina roto, quebrado, frustrado.
Fruto de esa ruptura interior es la falta de armonía y paz interior que experimenta. Además, la guerra
y tensión que vive en su interior inmediatamente se irradian hacia el exterior, afectando y quebrando sus
relaciones con los demás: conflictos, abusos, atropellos, injusticias, asesinatos, venganzas, son algunas de
las expresiones de la ruptura que vive con los demás, fruto de su ruptura con Dios y de su propia ruptura
interior. Toda esta situación de ruptura, toda esta división interior y exterior, todo el odio, el dolor, el
sufrimiento, la enfermedad, la soledad, el mal, la muerte, son frutos amargos del pecado del hombre, del
pecado de nuestros primeros padres y de nuestro pecado personal, el tuyo y el mío.
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Ante la realidad de mi pecado, Cristo, el Hijo del Padre, ha pronunciado y está siempre dispuesto a
pronunciar unas palabras tremendas: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. En efecto, en Cristo, por el
perdón de nuestros pecados, Dios nos reconcilia con Él, con nosotros mismos, con nuestros hermanos
humanos y con la creación toda, Dios hace de nosotros hombres y mujeres nuevos, si nosotros queremos…
Sábado
Mc 2, 13-17
No he venido para llamar a los justos, sino a los pecadores. El Evangelista Marcos dice que Jesús
‘estaba sentado a la mesa en casa de Leví’ y que “muchos publicanos y pecadores estaban recostados con
Jesús y con sus discípulos” (cf. Mc 2, 13-15). También en este caso ‘los escribas de la secta de los fariseos’
presentaron sus quejas a los discípulos; pero Jesús les dijo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino
los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2, 17).
La lucha contra el pecado y sus raíces no aleja a Jesús del hombre. Muy al contrario, lo acerca a los
hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los
ojos de los demás, pasaban por pecadores. Esto lo podemos ver en muchos pasajes del Evangelio.
No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 11-13). Los que querían reconstruir
sus vidas eran los más disponibles para escuchar a Jesús y a ser sus discípulos. Nosotros podemos seguir
sus pasos, de modo particular, podemos acercaros particularmente a Jesús precisamente porque hemos
elegido volver a él y vivir siempre con Él.
San Gregorio Niceno, comenta que Jesús “No detesto a los pecadores, porque sólo he venido para
bien de ellos; no para que sigan pecando, sino para que se conviertan y se hagan buenos. Por consiguiente,
podemos estar seguros que, a igual que el padre en el relato del hijo pródigo, Jesús nos recibe con los
brazos abiertos. Nos ofrece su amor incondicional: la plenitud de la vida se encuentra precisamente en la
profunda amistad con él.
SEGUNDA SEMANA
Lunes
Mc 2,18-22
Mientras el esposo está con ellos, no pueden ayunar. Jesús de Nazaret es introducido en medio de su
pueblo como el Esposo que había sido anunciado por los profetas. Lo confirma él mismo cuando, a la
pregunta de los discípulos de Juan: “¿Por qué... tus discípulos no ayunan?” (Mc 2, 18), responde: “¿Pueden
acaso ayunar los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Mientras tengan consigo al esposo
no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán, en aquel día” (Mc
2, 19-20).
Así pues, el Evangelio presenta la vida terrena de Cristo como tiempo de bodas; sin embargo, en el
mismo marco nupcial, Jesús anuncia el momento en el que ya no estará presente: “Días vendrán en que les
será arrebatado el novio; entonces ayunarán” (Mc 2, 20): es una clara alusión a su sacrificio. Jesús sabe que
a la alegría seguirá la tristeza. Sus discípulos entonces “ayunarán”, o sea, sufrirán participando en su
pasión.
La fiesta nupcial está marcada por el drama de la cruz, pero culminará en la alegría pascual. El
tiempo de la presencia terrena de Cristo era el tiempo de la visita de Dios. Así, el tiempo de la vida terrena
de Cristo se caracteriza por su ofrenda redentora. Es el tiempo del misterio pascual de muerte y
resurrección, de la que brota la salvación de los hombres.
En la cruz se consumó el sacrificio de nuestra redención. En el Gólgota y en el Cenáculo el Señor nos
dejó el memorial de su amor por nosotros: la Sagrada Eucaristía. La Eucaristía es sacrificio y banquete, que
son absolutamente inseparables, La eucaristía es un banquete sacrificial. La Eucaristía es, por su naturaleza,
cena y cruz, mesa y altar; altar que es mesa; mesa que es altar. Mientras estamos con Jesús en la eucaristía
no podemos ayunar, todo es gozo, pero luego viene el ayuno-ofrecimiento de nuestra jornada; hoy es el
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tiempo del ayuno, en la eternidad será el gozo pleno con el Esposo; es decir: Mientras el esposo está con
ellos, no pueden ayunar… Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán…
Martes
Mc 2, 23-28
El Hijo del hombre también es dueño del sábado. Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros,
lo hace no para violar el carácter sagrado del día dedicado a Dios, sino para demostrar que este día santo
está marcado de modo particular por a acción salvífica de Dios. “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso
obro yo también” (Jn 5, 17). Y este obrar es para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la
santidad del sábado, sino que más bien la pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el
hombre por el sábado. Y el dueño el sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 27-28).
Las escenas del evangelio son hermosas catequesis con las que Jesús nos presenta con sencillez y
profundidad su persona y su mensaje. Una de esas acciones es la de las espigas arrancadas en sábado del
evangelio que hemos escuchado. La escena nos presenta hoy forma parte de las llamadas controversias
galileas, en las que Jesús discute con los fariseos sobre su persona y su autoridad.
Cuando Jesús dice que el Hijo del Hombre también es señor del sábado, está afirmando Él supera a la
ley, al sábado y al Templo, por la única razón de que en Él reside, como dice san Pablo, la plenitud de la
divinidad.
El Catecismo de la Iglesia Católica (2173) enseña que “…Jesús nunca falta a la santidad de este día
(cf Mc 1, 21; Jn 9, 16), sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: ‘El sábado ha sido
instituido para el hombre y no el hombre para el sábado’ (Mc 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que
‘es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla’ (Mc 3, 4). El sábado
es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios (cf Mt 12, 5; Jn 7, 23). ‘El Hijo del hombre es
Señor del sábado’ (Mc 2, 28).
El sábado, que representaba la coronación de la primera creación, es sustituido por el domingo que
recuerda la nueva creación, inaugurada por la resurrección de Cristo.
Miércoles
Mc 3,1-6
¿Se le puede salvar la vida a un hombre en sábado o hay qué dejarlo morir? Se presenta a Jesús,
para que lo cure, un hombre con la mano seca, en día de sábado, Jesús, en primer lugar, hace a los
presentes esta pregunta: “¿Es lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida o matarla? y ellos callaban.
Y dirigiéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu
mano. La extendió y su mano quedó sana” (Mc 3, 5). Se trata de un milagro muy conectado con la disputa
sobre la observancia del sábado.
Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día
dedicado a Dios, sino para demostrar que este día santo está marcado de modo particular por a acción
salvífica de Dios. Este obrar es para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del
sábado, sino que más bien la pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por
el sábado. Y el dueño del sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 27-28).
Desde este contexto nos preguntamos ¿cómo entender nosotros realmente el domingo?, ¿qué es? El
Catecismo de la Iglesia Católica nos dirá: “La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en
el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama
con razón ‘día del Señor’ o domingo. El día de la Resurrección de Cristo es a la vez el ‘primer día de la
semana’, memorial del primer día de la creación, y el ‘octavo día’ en que Cristo, tras su ‘reposo’ del gran
Sabbat, inaugura el Día ‘que hace el Señor’, el ‘día que no conoce ocaso’.
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Para los cristianos el Domingo vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las
fiestas, el día del Señor, el ‘domingo’ (CIC, 1166.2174). Es mediante la Resurrección del Señor que el
domingo es establecido como el día privilegiado, como el día de la Reconciliación.
La importancia del sábado, del domingo para nosotros, esta en usar el descanso para encontrarnos
con Dios y con los demás; lo importante es que sea tiempo sagrado, y por tanto, un tiempo para
santificarnos. El domingo es para extender la mano hacia Jesús y encontrarnos con Dios y con los
hermanos. El domingo, día del Señor, no pretende ser más que eso, un día dedicado para enriquecer la
experiencia del encuentro con Dios.
Jueves
Mc 3, 7-12
Los espíritus inmundos gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios”. Pero Jesús les prohibía que lo
manifestaran. Jesús quería ocultar su condición mesiánica a los judíos de su tiempo para evitar que
confundieran su mesianismo espiritual con un mesianismo meramente temporal y político, que era el que
esperaban la mayoría le pueblo; pero Jesús tenía plena conciencia de que él era el Mesías, el Hijo de Dios.
Este mesianismo que esperaba la mayoría del pueblo, no era acorde con los planes de Dios padre,
para con su Hijo; de hecho esta fue la tentación que el diablo le propone a Jesús en el desierto, un
mesianismo triunfal, caracterizado por prodigios espectaculares, como convertir las piedras en pan, tirarse
del pináculo del templo saliendo ileso, y conquistar en un instante el dominio político de todas las
naciones. Pero la opción de Jesús, para cumplir con plenitud la voluntad del Padre, es clara e inequívoca:
acepta ser el Mesías sufriente y crucificado, que dará su vida por la salvación del mundo.
Esta es, y no otra, la razón por la que Jesús prohíbe a los demonios que digan “Tú eres el Hijo de
Dios”. La lucha con Satanás, iniciada en el desierto, prosigue durante toda la vida de Jesús. Jesús lo que
busca es cuidar su mesianismo, que consiste en cumplir la voluntad del Padre, haciéndose `propiciación por
nuestros pecados’ (1 Jn 4, 10).
El reino de Jesús es el “reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la
justicia, el amor y la paz” (prefacio de Jesucristo rey universal). Es el reino a donde va a prepararnos un
lugar y al que nos llevará cuando nos lo haya preparado (cf. Jn 14, 2-3), si le hemos sido fieles. Imitando a
Jesús hemos de rechazar la tentación del mesianismo terreno: la tentación de reducir la misión salvífica de
la Iglesia a una liberación exclusivamente temporal. “La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus
dimensiones: en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad
terrena” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 63). Por eso, enseña que “la
liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la
muerte y resurrección de Cristo” (Ibíd. 22).
Viernes
Mc 3, 13-19
Jesús llamó a los que él quiso, para que se quedaran con él. Cristo -narra San Marcos en el episodio
dedicado a la elección de los doce (3,14), que hemos escuchado- “llamó a los que él quiso”, “para que
estuvieran con él” (primer trazo) y para “enviarlos a predicar” (segundo trazo). Es decir, Jesús llamó a los
Apóstoles ante todo para que se quedaran con Él y, de esta forma, creciendo y formándose en la divina
amistad, pudieran ser enviados a predicar su Evangelio.
Esto significa que, en el Tercer Milenio, como en el primero, en cualquier tipo de cultura o de
ambiente social, la eficacia de nuestro servicio al Evangelio dependerá principalmente, no de los programas
o de los proyectos pastorales, no de los recursos humanos a nuestra disposición, no de la reforma de los
organismos o de las estructuras de gobierno, sino sobre todo del vigor de nuestra vida contemplativa, del
grado de intimidad de nuestra amistad personal con Jesús.
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Con la creación del grupo de los Doce, Jesús creaba la Iglesia como sociedad visible y estructurada
al servicio del Evangelio y de la llegada del reino de Dios. El número doce hacía referencia a las doce
tribus de Israel, y el uso que Jesús hizo de él revela su intención de crear un nuevo Israel, el nuevo pueblo
de Dios, instituido como Iglesia.
En efecto, escribe san Lucas que Jesús “eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles”
(Lc 6, 13). Los doce Apóstoles se convertían, así, en una realidad socio-eclesial característica, distinta y, en
muchos aspectos, irrepetible. Un su grupo destacaba el apóstol Pedro, sobre el cual Jesús manifestaba de
modo más explícito la intención de fundar un nuevo Israel, con aquel nombre que dio a Simón: ‘piedra’,
sobre la que Jesús quería edificar su Iglesia (cf. Mt 16, 18).
Las tareas específicas inherentes a la misión confiada por Jesucristo a los Doce son las siguientes: a.
Misión y poder de evangelizar a todas las gentes; b. Misión y poder de bautizar (Mt 28, 29), como
cumplimiento del mandato de Cristo, con un bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad (Mt 28, 29);
c. Misión y poder de celebrar la eucaristía: “Hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22, 19; 1 Co 11, 2425); d. Misión y poder de perdonar los pecados (Jn 20, 22-23). Es una participación de los Apóstoles en el
poder del Hijo del hombre de perdonar los pecados en la tierra (cf. Mc 2, 10).
Desde los tiempos evangélicos hasta hoy ha seguido actuando la voluntad fundadora de Cristo, que se
manifiesta en esa hermosísima y santísima invitación dirigida a tantas almas: “¡Sígueme!”.
Sábado
Mc 3, 20-21
Sus parientes decían que se había vuelto loco. Pero Jesús no daba importancia a los sondeos de
opiniones, ni a las voces que circulaban sobre Él. No le interesaba el grado de popularidad, ni la simpatía
que despertaba de modo superficial entre las personas o parientes.
Jesús predicaba su Evangelio, hablaba de la cruz, hacía el bien…, sin dejarse atrincherar por lo que
pensaran los otros, ni siquiera los más cercanos. Jesús cumple su Misión con una fidelidad amorosa a la
voluntad de su Padre Dios. Él no busca el poder temporal, pues su Reino no es de este mundo. Su entrega
no es primero un sí y luego un no. Su compromiso es total y, de un modo consciente, Él sabe que camina
hacia la entrega de su propia vida por nosotros. A esos extremos lleva el amor verdadero.
Podemos preguntarnos también qué es lo que realmente pensamos nosotros de Jesucristo. ¿A veces
también lo juzgamos de loco? ¿Sus mandamientos, sus exigencias, nos parecen una locura para vivir en el
mundo de hoy? Los que se alejan de Jesús no quieren abrirse a su amor. ¡Lástima que se pierden el calor y
el cariño de este Corazón misericordioso de Jesús!
Pero a todo esto, Jesús respondió con sus brazos extendidos, con su costado abierto para acoger a
todos y con su palabra de perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34).
TERCERA SEMANA
Lunes
Mc 16, 15-18
Conversión de san Pablo apóstol
Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio. En un primer momento, los discípulos titubearon,
no comprendieron el mandato. Pero pocos días después, recibieron el Espíritu Santo y entonces
comprendieron la misión que Jesucristo les había encomendado. Misión es evangelizar, es dar a todos lo
que es de todos: la salvación. Evangelizar es dar a conocer a Jesucristo a los que no lo conocen es la
responsabilidad fundamental de los cristianos, constituye su misma identidad. El Espíritu les dio la fuerza y
la valentía para proclamar a todo el mundo la Buena Noticia y los impulsó hasta los confines de la tierra.
37
Nosotros somos la Iglesia, y la misión de Iglesia es evangelizar, anunciar el evangelio de Jesús:
1. ella ha recibido la misión de ir a evangelizar y, así, está puesta para colaborar
a Jesucristo en este servicio salvador al mundo entero;
2. en el envío a los Apóstoles, fuimos enviados todos a evangelizar;
3. la misión de la Iglesia es universal: hacia todas las gentes, en todos los
tiempos, hasta las raíces, para todos y con todo el poder de Dios.
Dentro de la misión única y universal de la Iglesia (RM 39), todos y cada uno tenemos nuestra propia
misión:
1)
Dentro de la Familia Eclesial somos hijos; dentro de la Iglesia
tenemos el derecho-deber de evangelizar a todas las gentes.
2)
Somos signo de la presencia y de la acción del Salvador.
3)
Intentamos evangelizar para tener en nuestra parroquia comunidades
eclesiales vivas, dinámicas y misioneras.
4)
Somos instrumentos, misioneros, de Jesucristo para comunicar su
verdad, amor y vida nueva.
5)
Dentro de los diversos ministerios y servicios eclesiales, somos
evangelizadores y animadores misioneros.
6)
Hemos de vivir y promover intensamente la comunión y participación
en comunidades eclesiales vivas, dinámicas y misioneras.
Martes
Mc 3, 31-35
El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre. Jesús no niega el
amor a su madre ni a sus familiares, sino que habla de esa otra gran familia cristiana. No queda atado al
solo amor humano de una familia. Hay otra familia espiritual a la que ama, en un orden espiritual y
sobrenatural, con amor más entrañable y profundo que el amor humano con que se ama a la madre y a los
hermanos.
Lejos de ser un desprecio de Jesús a María su madre, la enaltece, la elogia, la alaba, la pone como
ejemplo total de mujer y de Madre, ella escucho la palabra divina, y dijo: “He aquí la esclava del Señor,
hágase en mí según tu palabra”. (Lucas 1, 36-38), por eso Jesús dice: Porque todo el que hace la voluntad
de mi Padre que está en el cielo, ésa es... Mi madre.
En otra ocasión, estando hablando Jesús a la gente, alzó la voz una mujer y dijo: “Dichoso el seno
que te llevó y los pechos que te criaron”. Y Jesús le respondió: “Dichosos más bien los que escuchan la
Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27-28). María es la primera entre aquellos que escuchan la Palabra
de Dios y la cumplen.
Por tanto, María es digna de bendición por el hecho de haber sido para Jesús Madre según la carne,
pero también y sobre todo porque ya en el instante de la anunciación ha acogido la palabra de Dios, porque
ha creído, porque fue obediente a Dios, porque guardaba la palabra y la conservaba cuidadosamente en su
corazón.
Esa es mi Madre nos Dice Jesús, ella es modelo, María, amorosa y obedientemente hizo la voluntad
de su Padre, nadie como ella fue tan fidelísima esclava del Señor, en la encarnación y en cada momento de
su vida. Hagamos nuestro el estilo de María: “Háganse en mi, Señor, según tu Palabra”.
Miércoles
Mc 4, 1-20
38
Salió el sembrador a sembrar. Jesús, sentado en la barca, ante una multitud inmensa, les expuso la
parábola del sembrador. Todavía hoy nos parece oír su voz que se dirige a cada uno de nosotros: “Una vez
salió un sembrador a sembrar...” (Mt 13, 3). La semilla de la Palabra de Dios, que Jesús sembró hace veinte
siglos, es aún hoy una realidad prometedora en nuestros corazones. Desde hace casi quinientos años, la
semilla de la Palabra divina fue sembrada en estas benditas tierras. Actualmente los creyentes, fruto de
aquella semilla, son “una muchedumbre inmensa que nadie podría contar” (Ap 7, 9) y que agradece a Dios
el don de la fe y la salvación.
El divino Sembrador nos llama de nuevo a recibir la semilla evangélica para hacerla fructificar en
nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestra parroquia y en toda la vida social. Esta semilla
evangélica, nos convierte en otros tantos sembradores y apóstoles, quiere encontrar una tierra abonada, sin
espinas ni abrojos. Dejemos que “la Palabra de Cristo habite en nosotros en toda su riqueza” (Col 3,
16), “para que la Palabra del Señor siga propagándose” (2Ts 3, 1).
Todos estamos llamados a colaborar en la nueva evangelización, que debe “alcanzar y transformar
con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las
líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en
contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (EN 19).
El Concilio Vaticano II puso de relieve el papel que corresponde al laico católico en la misión de la
Iglesia. Su primer deber, nos dice, es el de ser verdaderos apóstoles, porque el apostolado que se realiza
personalmente “es el principio y la condición de todo apostolado seglar, incluso del asociado, y nada puede
sustituirlo” (AA 16).
La obra evangelizadora necesita nuestro tiempo para que la semilla del divino sembrador dé fruto en
el corazón de cada católico, en cada uno de nosotros, para que fructifique el ciento por uno, hasta el punto
de que cada bautizado se convierta en un santo y en un apóstol.
Jueves
Mc 4, 21-25
La medida que se use para tratar a los demás, se usará para si mismo. ¡Tenemos derecho a ser
tratados como merece vuestra dignidad de personas e hijos de Dios! Pero, al mismo tiempo, ¡tenemos el
deber de tratar a los demás de igual modo!, es decir, “Lo que no desees para ti, no lo hagas con los demás”
(Tobías 4, 15).
Esto exige que seamos afables, hospitalarios, sinceros en nuestras palabras y en nuestro corazón,
prudentes y discretos, generosos y disponibles para el servicio, capaces de ofrecer personalmente y de
suscitar en todos relaciones leales y fraternas, dispuestos a comprender, perdonar y consolar.
Por tanto, evitemos ser encerrados en sí mismos, huraños e incapaces de mantener relaciones
normales y serenas con los demás.
Nosotros, como seres humanos no podemos vivir sin amor. No estamos hechos para permanecer para
sí mismos, nuestra vida está privada de sentido si no se nos revela el amor, si no nos encuentra con el amor,
si no lo experimentamos y lo hacemos propio, si no participamos en amor vivamente”.
El amor de Cristo, derramado en nuestros corazones, nos impulsa a amar a los hermanos y hermanas
hasta asumir sus debilidades, sus problemas, sus dificultades; en una palabra, hasta darnos a nosotros
mismos, como nos gustaría que sucediera en nuestra vida.
Cristo da a la persona dos certezas fundamentales: la de ser amada infinitamente y la de poder amar
sin límites. La convivencia consiste fundamentalmente en la misericordia. Así, de esta manera tangible,
visible, Jesús nos manifiesta a Dios como amor incondicional por el hombre y la vida de todo hombre. La
Iglesia mira a los hombres con la misma ternura y con la misma libertad con la que Jesucristo actúa, que no
es otra que la libertad para amar al hombre, la que refleja el rostro de Dios. Mira a los hombres con la
misma misericordia de Jesucristo y, a partir de ahí, les abre la esperanza de que todas las cosas pueden
39
empezar siempre de nuevo y reemprenderse el camino que tiene en Dios una meta cierta: la del triunfo
sobre toda violencia y toda muerte.
Viernes
Mc 4, 26-34
El hombre siembra su campo, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece. Por medio de esta
parábola el Hijo de Dios advierte a sus Apóstoles y a todos aquellos que deben sucederle en el ministerio
de la predicación, que propaguen su doctrina sin pensar en el resultado de sus trabajos; quiere decir:
Siembren incesantemente, que cuando la semilla esté en la tierra, Dios la hará crecer según como lo juzgue
conveniente, y a su debido tiempo.
En efecto, la Palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con
fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y
crece hasta el tiempo de la siega (LG 5).
Por tanto, quien siembra en el corazón del hombre es siempre y sólo el Señor. Únicamente después
de la siembra abundante y generosa de la Palabra de Dios podemos adentrarnos en los senderos de
acompañar y educar, de formar y discernir. Todo ello va unido a esa pequeña semilla, don misterioso de la
Providencia celestial, que irradia una fuerza extraordinaria, pues la Palabra de Dios es la que realiza
eficazmente por sí misma lo que dice y desea.
“Dios hace crecer al hombre, dándole la alegría de la fe, la fuerza de la esperanza y el fervor del
amor” (Juan Pablo II). “La gracia es derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo”, como san
pablo mismo nos enseña en la carta del Apóstol a los Romanos (Cfr. Rom 5, 5).
Pero la fe y la fe que recibimos, que es un don, requiere de la escucha; y ésta, del silencio. Así pues,
la fe, que, es posible en virtud del don divino, requiere ser escuchada. La fe se transmite por la Palabra, por
el Anuncio, y este anuncio debe ser escuchado. La fe es la acogida al anuncio que nos viene; es un anuncio
perceptible por mí. Cuando realizo el acto de fe, acojo ese anuncio, esa Palabra que me interpela, para que
el reino de Jesús germine y crezca en mí.
Y aunque ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo
(Mc. 4, 27), y la semilla que echaba el sembrador es buena semilla, también se pide la “la respuesta” a esa
buena semilla. Si las intenciones son rectas, es necesario cuidar que nuestra respuesta personal a ellas
ponga los medios proporcionales para que llegue a cumplir su cometido”.
Sábado
Mc 4, 35-41
¿Quién es este, a quien hasta el viento y el mar obedecen? Los Apóstoles-pescadores asustados
despiertan a Jesús que estaba durmiendo en la barca. Él, “despertando, mandó al viento y dijo al mar: Calla,
enmudece. Y se aquietó el viento y se hizo completa calma... Y sobrecogidos de gran temor, se decían unos
a otros: ¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (cf. Mc 4, 37-41).
Al calmar la tempestad que azota la pequeña barca el Señor manifiesta quién es Él, su identidad:
Aquel que como hombre se rindió al sueño, se muestra ahora ante ellos como Dios. Sólo Dios puede
decirle a la tempestad: “¡Silencio! ¡Cállate!” y ser inmediatamente obedecido.
Y si parece admirable lo que el Señor hace al manifestar su dominio frente a las fuerzas de la
naturaleza, más admirable aún es lo que Él ha hecho por su criatura humana: Él, por rescatar y reconciliar a
su criatura humana, encarnándose de María por obra del Espíritu Santo, se hizo “uno como nosotros”. Más
aún, en la plenitud de su amor, murió por todos dejando que toda la furia del mal como una tempestad
violenta se desatara sobre la frágil barca de su cuerpo. Pero al morir en la Cruz mandó callar la furia del
mal que se abatía contra la humanidad entera, y con su Resurrección estableció su dominio sobre aquello
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que el mar, en la mentalidad semita, significaba: el dominio de la muerte, que el hombre al pecar
introdujo en el mundo.
Ante Cristo cada ser humano debe poder preguntarse: ¿Quién es éste, que hasta a la muerte vence?
¿Quién es este que resucitando de entre los muertos destruyó el pecado, trajo la paz y reconciliación a los
corazones, ha devuelto la dignidad de hijos de Dios a los hombres, ha restaurado la comunión de los
hombres con Dios? La Iglesia responde: ¡Es el Señor, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que por la
reconciliación del ser humano se ha hecho hombre! Por su Resurrección de entre los muertos el Señor
Jesús “ha despertado del sueño profundo”, trayendo la vida nueva a quien cree en Él, de modo que “el que
es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”.
CUARTA SEMANA
Lunes
Mc 5, 1-20
Espíritu inmundo, sal de este hombre. En esta ocasión hemos escuchado un coloquio insólito.
Cuando aquel “espíritu inmundo” se siente amenazado por Cristo, grita contra Él: “¿Qué hay entre ti y mí,
Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Por Dios te conjuro que no me atormentes”. A su vez, Jesús “le preguntó:
‘¿Cuál es tu nombre?’. El le dijo: Legión es mi nombre, porque somos muchos” (cf. Mc 5, 7-9). Estamos,
pues, a orillas de un mundo oscuro, donde entran en juego factores físicos y psíquicos que, sin duda, tienen
su peso en causar condiciones patológicas en las que se inserta esta realidad demoníaca, representada y
descrita de manera variada en el lenguaje humano, pero radicalmente hostil a Dios y, por consiguiente, al
hombre y a Cristo que ha venido para librarlo de este poder maligno.
“Dios está con nosotros", es decir, de parte del hombre, su amigo y aliado contra las fuerzas del mal.
Es el único que personifica todo y sólo el frente del bien contra el frente del mal” (Dietrich Bonhöffer):
“De fuerzas amigas admirablemente rodeados vamos, con calma, al encuentro del futuro. Dios está con
nosotros de noche y de día; estará con nosotros cada nuevo día”.
Por tanto, sin miedo y llenos de esperanza en la victoria, luchemos con denuedo contra el pecado,
contra las fuerzas del mal en todas sus formas, luchemos contra el pecado. Combatamos el buen combate
de la fe por la dignidad del hombre, por la dignidad del amor, por una vida noble, de hijos de Dios. Vencer
el pecado mediante el perdón de Dios es una curación, es una resurrección. Hagámoslo con plena
conciencia de de que no estamos solos: Jesús está con nosotros de noche y de día; estará con nosotros cada
nuevo día”.
Martes
Mc 5, 21-43
“¡Óyeme, niña, levántate!” La resurrección de la hija de Jairo, la cual -puntualiza San Marcos- “tenía
doce años” (Mc 5, 42). Jesús, como en tantas otras ocasiones, está junto al lago, rodeado de gente. De
entre la muchedumbre sale Jairo, quien con franqueza expone al Maestro su pena, la enfermedad de su
hija, y con insistencia le suplica su corazón: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella,
para que se cure y viva” (Ibíd., 5, 23).
“Jesús se fue con él”, con Jairo a su casa (Mc 5, 24), entra en la habitación donde está la niña, la toma
de la mano, y le dice: “Contigo hablo, niña, levántate” (Ibíd., 5, 41). El corazón de Cristo, que se
conmueve ante el dolor humano de ese hombre y de su joven hija, no permanece indiferente ante nuestros
sufrimientos. Cristo nos escucha siempre, pero nos pide que acudamos a Él con fe.
Todo el amor y todo el poder de Cristo -el poder de su amor- se nos revelan en esa delicadeza y en
esa autoridad con que Jesús devuelve la vida a esta niña, y le manda que se levante. Al contacto de Jesús
despunta la vida. Lejos de Él sólo hay oscuridad y muerte. Cristo ha resucitado, por eso resucita y cura, y
por eso nos cura y nos resucitará.
41
Miércoles
Mc 6, 1-6
Todos honran a un profeta, menos los de su tierra. El evangelio de hoy nos sitúa ante el desafío de
incredulidad, rebeldía y rechazo. Nos sitúa ante un pueblo que no quiso escuchar a Jesús, con el pretexto de
que lo conocía, cuestionaban su origen y se cerraron a su predicación.
Así pues, Jesús, no es bien recibido en su propia tierra. Sus compatriotas, sus familiares pasan
gradualmente de la admiración, a la desconfianza y, finalmente, al desconcierto: “¿Dónde aprendió este
hombre tatas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es este
el carpintero el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No viven entre nosotros sus
hermanas? Y estaban desconcertados”. Creían conocerle desde pequeño. Todos le juzgan con criterios
humanos, según la carne; lo ven como a uno más de ellos. Todo esto sucedió en la Sinagoga de su pueblo.
Nos recuerda lo que San Juan nos dice en el prólogo de su evangelio: “Vino a los suyos y los suyos no lo
recibieron” (Jn 1, 11). Lo que pudo ser una ventaja para creer que la sabiduría le venía de Dios, para ellos
se convirtió en un obstáculo. Entonces, ¿qué más podían esperar de Él?
Los ojos de muchos suelen estar cerrados para el bien que no hace ruido, que no se hace público; así
que, como no sabían de dónde le venía tanta sabiduría, juzgaban que nada debía esperarse de Él. Y
concluye San Marcos: “Y no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a unos enfermos imponiéndole las
manos”. Jesús se extraña de la incredulidad de aquella gente. Y es que la falta de fe niega todas las
posibilidades de conversión, porque la fe es la puerta a todo lo demás, a todo lo que sigue: “Basta que
tengas fe” le dijo Jesús a Jairo (Mc 5, 36).
Hermanos, el Hijo de Dios: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron, pero a todos los que lo
recibieron les dio poder llegar a ser hijos de Dios a los que creen en su nombre” (Jn 1, 11-12), es decir, en
su persona. Así pues hay que recibirlo, Jesús viene a tu encuentro: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si
alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20).
Jueves
Mc 6, 7-13
Envió a los discípulos de dos en dos. “Y llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos,
dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que nada tomaran para el camino, fuera de un
bastón; ni pan, ni alforja,…; sino ‘Calzados con sandalias y no vestir dos túnicas’...”.
Este hecho tiene una importancia decisiva para entender la vida y la misión de Cristo: su misión tenía
que continuar, ser permanente, de manera que cada persona, en todo tiempo y lugar de la historia, tuviera la
posibilidad de escuchar la Buena Nueva del amor de Dios y ser salvado.
Por esto eligió colaboradores y comenzó a enviarles por delante a predicar el Reino y curar a los
enfermos. La invitación de Jesús “¡Vayan!” se dirige en primer lugar a los apóstoles, y hoy a sus sucesores:
el Papa, los obispos, los sacerdotes. Pero no sólo a ellos. Éstos deben ser las guías, los animadores de los
demás, en la misión común. Pensar de otro modo sería como decir que se puede hacer una guerra sólo con
los generales y los capitanes, sin soldados; o que se puede poner en pié un equipo de fútbol sólo con un
entrenador y un árbitro, sin jugadores.
Tras este envío de los apóstoles, Jesús, se lee en el Evangelio de Lucas, “designó a otros setenta y
dos, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y lugares a donde él había de ir” (Lc 10,
1). Estos setenta y dos discípulos eran todos los que Él había reunido hasta ese momento, o al menos todos
los que le seguían con cierta continuidad. Jesús, por lo tanto, envía a todos sus discípulos, también a los
laicos.
Jesús nos llama a todos a colaborar con Él en la salvación de las almas, de muchas almas, empezando
por las de nuestras y las de nuestros familiares y personas, que están más cercanas. Nos llama a
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acompañarlo y a conocerlo más íntimamente. Ese mismo llamado que hizo a los Doce hoy nos lo hace a
nosotros. Nos invita a estar cerca de Él. Esa es la vocación de todo cristiano: buscar parecerse a Jesús,
copiar en nosotros alguno de sus rasgos, que es lo que llamamos Santidad, y a llevar el mensaje de
salvación a todos los hombres, que es lo que llamamos Apostolado. Esta es la doble vocación o llamado de
todo cristiano, independientemente de nuestro estado. Jesús quiere, que lo compartamos con los demás.
Viernes
Mc 6, 14-29
Es Juan, a quien yo le corté la cabeza, y que ha resucitado. Esto lo decía Herodes con motivo de sus
temores ante la predicación y los milagros de Jesús. En efecto, cuando llegan a oídos del tetrarca galileo
las noticias de la aparición del Maestro, se estremece. En su pavor, turbio y supersticioso, dice: es Juan el
Bautista. Este es aquel Juan que yo degollé, que ha resucitado de entre los muertos.
En la cabeza de Herodes daba vueltas, sin duda, una sospecha que no le dejaba tranquilo: “Ya está de
nuevo aquí el Juan aquél al que yo le corté la cabeza”. Una de las maneras de hablar de Dios, es la “voz
de nuestra conciencia”. Herodes no tenía la conciencia tranquila: una voz del fondo de sí mismo le
recordaba su pecado.
Herodes sintió un gran remordimiento por el crimen que cometió ordenando decapitar a Juan, porque
el pecado lleva consigo el remordimiento que golpea fuerte la conciencia del que comete la falta, no le
hace vivir tranquilo ni conocer la paz. La conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la Ley, siendo
ella misma testigo para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la Ley, o sea, de su esencial
rectitud o maldad moral. Por esto san Agustín exhortaba: Retorna a tu conciencia, interrógala... retornen,
hermanos, al interior, y en todo lo que hagan miren al testigo, Dios (San Agustín).
Sábado
Mc 6, 30-34
Andaban como ovejas sin pastor. El Evangelio de hoy nos dice que “Al desembarcar, Jesús vio una
multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor…”. Una oveja sin pastor es una
oveja descarriada y perdida. Va errando por los montes sin saber adonde ir, y está expuesta al asalto de
cualquier enemigo.
También los hombres necesitamos a un pastor que oriente nuestros pasos, que ilumine nuestras
mentes. Porque la libertad humana es una libertad atada y sólo puede realizarse cuando el hombre escucha
y responde a una llamada. Jesús es el Dios con nosotros. Jesús está delante de nosotros, el único pastor, el
Buen Pastor que reúne a las ovejas descarriadas y perdidas.
Por eso, en el Evangelio de hoy, Jesús se compadece de la gente, al ver que andan desorientados,
como ovejas sin pastor. Él ve la miseria espiritual del pueblo: por eso comienza a enseñarle. Y el milagro
que hará en seguida y en ese mismo lugar, la multiplicación del pan, será la señal de su inmenso amor de
pastor.
También hoy en día mucha gente anda desorientada, también hoy en día muchos caminan por el
mundo como ovejas sin pastor. Como consecuencia, hoy en día, las verdades de la fe y de la religión son
cuestionadas, todo se pone en duda. Y eso a muchos les produce incertidumbre y hasta angustia. Porque no
están acostumbrados a vivir bajo la influencia de tantas opiniones y tan contradictorias.
Sin embargo, es esta fe la que nos da la verdadera seguridad en Dios y que nos hace superar toda
desorientación, duda e incertidumbre. Cuando todas las verdades parecen cuestionables, cuando no hay
quien encuentre el camino, cuando la vida se convierte en problema entonces el Buen Pastor nos llama
diciéndonos: “Yo soy el camino y la verdad y la vida”. Sí, la doctrina, la vida y la persona del Buen Pastor,
Jesús, nos dan luz, claridad y seguridad en nuestro camino de vida.
QUINTA SEMANA
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Lunes Mc 6, 53-56
Cuantos tocaban a Jesús quedaban curados. Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genezaret. Y
los hombres de aquel lugar, apenas lo reconocieron, regaron la noticia por toda aquella región y trajeron
donde El a todos los enfermos. Le pedían tocar siquiera el borde de su manto, y cuantos lo tocaron
quedaron curados, hemos escuchado en el evangelio.
Jesús no sólo enseña de palabra sino que realiza numerosos milagros, prodigios y signos que
muestran que el Reino de Dios está presente en El. Estos milagros, prodigios y signos dan testimonio de
que Jesús es el Mesías anunciado por los profetas.
Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre lo ha enviado. Estos signos invitan a creer
en Jesús. A los que acuden a él con fe Jesús les concede lo que piden. Por tanto, los milagros fortalecen la
fe en Jesús que hace las obras de su Padre: estas obras testimonian que él es Hijo de Dios.
La acción del Mesías es la de liberarnos del pecado y sus consecuencias como son las enfermedades,
por eso es que la época mesiánica se inaugura con curaciones de toda clase y culmina en la resurrección.
No es que tal o cual enfermedad se deba en esta o en aquella persona a tal o cual pecado cometido, sino que
en general, las enfermedades se deban a la situación de pecado en la que se encuentra la humanidad desde
el pecado del primer hombre. Ahora estamos ya liberados en Cristo. Si ahora todavía subsisten las
enfermedades, éstas tienen ya otra connotación. Son fuerzas positivas que se juntan en la cruz de Cristo
para producir la resurrección. Su presencia nos incita a luchar por hacerlas desaparecer y llegar así a la
salud que Cristo nos brinda. La muerte incluso desaparecerá gracias a la resurrección de Cristo.
Sí, Jesús vino para que todos “tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Es la actualidad de
la novedad gozosa del anuncio clave de todo el Evangelio, hemos resucitado en Cristo resucitado.
Martes
Mc 7, 1-13
Ustedes anulan la Palabra de Dios con las tradiciones de los hombres. No debemos confundir “la
Tradición Apostólica” con la “tradición” que en general se refiere a costumbres, ideas, modos de vivir de
un pueblo y que una generación recibe de las anteriores. Una tradición de este tipo es puramente humana y
puede ser abandonada cuando se considera inútil. Así Jesús mismo rechazó ciertas tradiciones del pueblo
judío, como en el evangelio que nos ocupa: “Ustedes anulan la Palabra de Dios con las tradiciones de los
hombres” (Mc.7, 8).
La Tradición Apostólica se refiere a la transmisión del Evangelio de Jesús. Jesús, además de enseñar
a sus apóstoles con discursos y ejemplos, les enseñó una manera de orar, de actuar y de convivir. Estas eran
las tradiciones que los apóstoles guardaban en la Iglesia. El apóstol Pablo en su carta a los Corintios se
refiere a esta Tradición Apostólica cuando dice: “Yo mismo recibí esta tradición que, a su vez, les he
transmitido” (1 Cor. 11, 23).
Jesús mandó ‘predicar’, no ‘escribir’ su Evangelio. Jesús nunca repartió una Biblia. El Señor fundó
su Iglesia, asegurándole que permanecerá hasta el fin del mundo. Y la Iglesia vivió muchos años de la
Tradición Apostólica, sin tener los libros sagrados del Nuevo Testamento.
Solamente una parte de la Palabra de Dios, proclamada oralmente, fue puesta por escrito por los
mismos apóstoles y otros evangelistas de su generación. Podemos decir que sólo la parte más importante y
fundamental de la Tradición Apostólica fue puesta por escrito. Por esta razón la Iglesia siempre ha tenido
una veneración muy especial por las Divinas Escrituras.
En resumen, la Tradición y la Sagrada Escritura, constituyen un único depósito sagrado de la Palabra
de Dios, en el cual, como en un espejo, la Iglesia peregrinante contempla a Dios, fuente de todas sus
riquezas. La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan de Dios, están íntimamente
unidos, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros. Los tres, cada uno según su carácter, y bajo la
acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de los hombres.
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Miércoles
Mc 7:14-23
Lo que mancha al hombre es lo que sale de dentro. Acabamos de escuchar las palabras de Jesús que
describen el pecado como algo que proviene ‘del corazón’ del hombre, de su interior. Ellas ponen de
relieve el carácter esencial del pecado. Al nacer del interior del hombre, en su voluntad, el pecado, por su
misma esencia, es siempre un acto de la persona. Un acto consciente y libre, en el que se expresa la libre
voluntad del hombre.
Como consecuencia del pecado original los hombres nacen en un estado de fragilidad moral
hereditaria y fácilmente toman el camino de los pecados personales si no corresponden a la gracia que Dios
ha ofrecido a la humanidad por medio de la redención obrada en Cristo. Cuando hablamos de lo que
mancha al hombre, estamos hablando del pecado original y del pecado personal.
“Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática,
entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con
eficacia por sí solo los ataques del mal... Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre,
renovándole interiormente” (GS 13). En este contexto de tensiones y de conflictos unidos a la condición de
la naturaleza humana caída, se sitúa cualquier reflexión sobre el pecado personal.
El pecado es ofensa a Dios, ingratitud por sus beneficios, además de desprecio a su santísima
Persona. El pecado es una mancha y una impureza. Por eso Ezequiel habla de “contaminación” con el
pecado (cf. Ez 14, 11); por eso el Salmista ora así: “Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame:
quedaré más blanco que la nieve” (Sal 50, 51, 9).
Desde este contexto podemos entender las palabras de Jesús en el Evangelio: “Lo que sale de dentro,
eso sí mancha al hombre... Del corazón del hombre salen los malos propósitos; las fornicaciones, robos,
homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad.
Todas estas maldades... hacen al hombre impuro” (Mc 7, 20 - 23. cf. Mt 15, 18-20).
Jueves
Mc 7, 24-30
Los perritos, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños. El evangelio nos presenta un
singular ejemplo de fe: una mujer cananea, que pide a Jesús que cure a su hija, que ‘tenía un demonio muy
malo’. El Señor no hace caso a sus insistentes invocaciones y parece no ceder ni siquiera cuando los
mismos discípulos interceden por ella, como refiere el evangelista san Mateo. Pero, al final, ante la
perseverancia y la humildad de esta desconocida, Jesús condesciende: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se
cumpla lo que deseas” (Mt 15, 21-28).
‘Mujer, ¡qué grande es tu fe!’. Jesús señala a esta humilde mujer como ejemplo de fe indómita. Su
insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desalentarnos jamás y a
no desesperar ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida. El Señor no cierra los ojos ante las
necesidades de sus hijos y, si a veces parece insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y
templar su fe.
La fe, de esta mujer gentil, era grande y Jesús le concedió lo que pedía. Cuando Jesús realiza
milagros, no es para que la gente crea en él, generalmente lo hace de acuerdo a la fe de sus interlocutores.
Jesús, no vino sólo para el pueblo de Israel, vino para todos los hombres, también para “los perros
gentiles”, gracias a él, ya podemos llamar a Dios Padre, somos todos hijos, del mismo Dios. A cambio solo
nos pide fe.
Que al igual que la mujer cananea, de la cual habla el evangelio de hoy, vuestra fe os lleve al
encuentro personal con Jesucristo.
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Viernes Mc 7, 31-37
Hace oír a los sordos y hablar a los mudos. Como tantos otros episodios de curación, este testimonia
la llegada, en la persona de Jesús, del reino de Dios. En Cristo se cumplen las promesas mesiánicas
anunciadas por el profeta Isaías: “Los oídos del sordo se abrirán, (...) la lengua del mudo cantará” (Is 35, 56). En él se ha abierto, para toda la humanidad, el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 17-21).
“¡Effetá!, ¡ábrete!” (Mc 7, 34). Esta palabra, pronunciada por Jesús en la curación del sordomudo,
resuena hoy para nosotros; es una palabra sugestiva, de gran intensidad simbólica, que nos llama a abrirnos
a la escucha de Dios y del prójimo. En efecto, Jesús se dirige a este hombre para restituirle la capacidad de
abrirse al Otro y a los demás, con una actitud de confianza y de amor gratuito. Le ofrece la extraordinaria
oportunidad de encontrar a Dios, que es amor y se deja conocer por quien ama. Le ofrece la salvación.
Por tanto, los milagros, por tanto, son “para el hombre”. Son obras de Jesús que, en armonía con la
finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí donde se anida el mal, causa de desorden y
desconcierto. Quienes los reciben, quienes los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo que,
según Marcos, “sobremanera se admiraban, diciendo: “¡Todo lo ha hecho bien; a los sordos hace oír y a los
mudos hablar!” (Mc 7, 37)
Todo lo que Jesús hace, también en la realización de los milagros, lo hace en estrecha unión con el
Padre. Lo hace con motivo del reino de Dios y de la salvación del hombre. Lo hace por amor. Que a un
amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra gratitud, traducida en testimonio coherente de los
hechos.
Sábado Mc 8,1-10
La gente comió hasta quedar satisfecha. Jesús tomó los siete panes y pronuncia la Acción de Gracias.
‘Ora’, pide a Dios, ‘al tiempo que pone todos los medios a su alcance’. Los partió y los dio a sus discípulos
para que los sirvieran. Y, al aparecer unos cuantos peces Jesús los bendijo también, y mandó que los
sirvieran. Su amor fue ‘generoso y creativo’, aportó y multiplicó todo lo que estuvo en su mano.
Además de la compasión de Jesús por la gente que no tenía qué comer, al mismo tiempo descubrimos
la generosidad del que aporta los penes y los peces, y la colaboración de los apóstoles para buscar a la
persona generosa y para repartir los panes. Todos en comunión con Jesús se pusieron manos a la obra y
resolvieron la necesidad. Es aleccionador ver Jesús pidiendo ayuda a sus amigos y también a Dios.
Es para nosotros una lección de compasión ante los que menos tienen, de generosidad y solidaridad,
de organización, compasión y de confiada oración a Dios:
La generosidad es la virtud que nos conduce a dar y darnos a los demás de una manera habitual, firme
y decidida, buscando su bien y poniendo a su servicio lo mejor de nosotros mismos, tanto bienes materiales
como cualidades y talentos. La solidaridad es una determinación firme y perseverante de empeñarse por el
bien común; no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas cercanas o lejanas, sino una
actitud definida y clara de procurar el bien de todos y cada uno.
La oración es para Cristo mucho más que la respiración de su alma; la oración es el signo visible de
ese contacto permanente con quien le envió; todos los momentos importantes de Jesús están marcados por
esta comunicación con el Padre.
La mayor parte de sus milagros de Jesús parecen ser el fruto de la oración; mira, antes de hacerlos, al
cielo, tal y como si, para ello, necesitase ayuda de lo alto. Alza los ojos antes de curar al sordomudo (Mc 7,
34), antes de resucitar a Lázaro (Jn 11, 41), antes de multiplicar los panes (Mt 14, 19), como es el caso que
nos ocupa.
En el Evangelio escuchamos también a Jesús que, después de haber dado de comer a la multitud con
la multiplicación de los panes y los peces, dice a sus interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga
de Cafarnaúm: “Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja
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del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,32-33). Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre
eterno da a los hombres.
SEXTA SEMANA
Lunes
Mc 8,11-13
¿Por qué esta gente busca una señal? Jesús tenía ante sus ojos el espectáculo de los escribas y
fariseos, los cuales eran especialistas en las sagradas Escrituras y frecuentaban el templo con asiduidad,
pero su corazón era frío, gélido, pues no había sido transformado por el encuentro con Dios. En una
palabra: eran falsos.
De hecho los fariseos y los saduceos conocieron a Jesús en lo exterior, escucharon su enseñanza,
muchos detalles de él, pero no lo conocieron en su verdad.
La tentación de no pocos no es tan diferente de la de los fariseos, piden a Jesús que haga señales
prodigiosas, según su sentir o necesidad humanos. Tal vez hoy, muchos hombres piden “señales” a Dios
para creer. Pero Dios tiene sus caminos. La cruz de Cristo sigue pesando en los hombros de todos los
hombres y en particular en los de todos los cristianos. Unos la abrazan con fe y amor y son felices; otros
quieren un Cristo sin cruz, hecho a la medida de sus comodidades y placeres, le gritan que si baja de la cruz
creerán... Pero no existe ese Cristo. No creen en Jesús... Ojalá que cuando llegues al cielo, Cristo te diga:
¡Dichoso tú que has creído!
No puede ser que el hombre sea tan ciego para no ver todas las señales que Cristo ha hecho, y todas
las señales que sigue haciendo, como son el milagro de la Eucaristía, que un hombre pueda perdonar los
pecados, en los sacramentos... Aún así nos lamentamos pidiéndole que haga algún milagro en nuestras
vidas, para que creamos que está allí presente apoyándonos en cada momento.
Que sepamos imitar a los santos: mientras los fariseos piden a Jesús una señal, los santos, en cambio,
hacen todo lo contrario: son exigentes consigo mismos, pero comprensivos y pacientes con los demás,
tratando de perdonar siempre; caminando a la luz de la Palabra de Dios, en una permanente conversión.
Martes
Mc 8, 14-21
Cuídense de la lavadura de los fariseos y de la de Herodes. Los discípulos, al pasar a la otra orilla, se
habían olvidado de tomar panes. Jesús les dijo: “Abran los ojos y guárdense de la levadura de los fariseos y
saduceos”. Ellos hablaban entre sí diciendo: “Es que no hemos traído panes” Pero Jesús se refería de la
doctrina de los fariseos y saduceos.
Así pues, Jesús aprovecha la ocasión para advertirles con la imagen de la levadura, que no se fíen de
las enseñanzas y mentalidad de los fariseos y saduceos; están pasadas, gastadas, podridas.
Los discípulos no captan el lenguaje figurado de Jesús hasta que Él se lo explica con claridad:
Tampoco ustedes esperen señales espectaculares ni demostraciones triunfales por mi parte, les dice, el
Reino de Dios está dentro de ustedes y no hace ruido...
Por otra parte, Jesús también nos llama a crear nuevas formas de ser levadura del Evangelio en el
mundo. La levadura parece poca cosa, pero tiene una fuerza increíble para transformarlo todo. Los
cristianos hemos de evangelizar el mundo de la cultura, de la investigación científica, de la política, del
trabajo, todas las ramas de la vida social, los acontecimientos cotidianos…
Un aspecto importante para ser levadura en el mundo es la coherencia entre nuestra fe y las obras. La
fe debe traducirse necesariamente en actitudes y decisiones concretas. Una fe entendida en sentido pleno,
no como algo abstracto, separado de la vida diaria.
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La mejor forma de ser levadura en la masa del mundo es ser santos. La santidad es nuestro mayor
desafío. No tengamos miedo de aceptar este reto. Si somos lo que debemos ser, es decir, si vivimos el
cristianismo de modo auténtico, ¡prenderemos fuego al mundo!
El tema de la levadura de los fariseos también nos invita a ser “transparentes” en todo, es decir,
sinceros. Podemos engañar a los hombres y por cierto tiempo, pero a Dios no le podemos engañar, Él
conoce lo que hay en nuestros corazones.
TIEMPO DE CUARESMA
La Cuaresma es el tiempo que precede y dispone a la celebración de la Pascua. Tiempo de escucha de
la Palabra de Dios y de conversión, de preparación y de memoria del Bautismo, de reconciliación con Dios
y con los hermanos, de recurso más frecuente a las "armas de la penitencia cristiana": la oración, el ayuno y
la limosna (ver Mt 6,1-6.16-18).
La Cuaresma es un tiempo privilegiado para intensificar el camino de la propia conversión. Este camino
supone cooperar con la gracia, para dar muerte al hombre viejo que actúa en nosotros. Se trata de romper
con el pecado que habita en nuestros corazones, alejarnos de todo aquello que nos aparta del Plan de Dios,
y por consiguiente, de nuestra felicidad y realización personal.
La Cuaresma es uno de los cuatro tiempos fuertes del año litúrgico y ello debe verse reflejado con
intensidad en cada uno de los detalles de su celebración. Cuanto más se acentúen sus particularidades, más
fructuosamente podremos vivir toda su riqueza espiritual.
Miércoles de ceniza
Mt 6, 1-6.16-18
Tu Padre, que ve lo secreto te recompensará. Estas palabras de Jesús se dirigen a cada uno de
nosotros al inicio de la cuaresma. Lo comenzamos con la imposición de la ceniza, austero gesto
penitencial, muy arraigado en la tradición cristiana. Este gesto subraya la conciencia del hombre pecador
ante la majestad y la santidad de Dios. Al mismo tiempo, manifiesta su disposición a acoger y traducir en
decisiones concretas la adhesión al Evangelio.
Son muy significativas las fórmulas que acompañan el rito de la imposición de la ceniza. La primera,
tomada del libro del Génesis: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Gn 3, 19), evoca la
actual condición humana marcada por la caducidad y el límite. La segunda recoge las palabras
evangélicas: “Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 15), que constituyen una apremiante
exhortación a cambiar de vida. Ambas fórmulas nos invitan a entrar en la Cuaresma con una actitud de
escucha y de sincera conversión.
El Evangelio subraya que el Señor “ve en lo secreto”, es decir, escruta el corazón. Los gestos
externos de penitencia tienen valor si son expresión de una actitud interior, si manifiestan la firme voluntad
de apartarse del mal y recorrer la senda del bien. Aquí radica el sentido profundo de la ascesis cristiana.
Desde siempre, la Iglesia señala algunos medios adecuados para caminar por esta senda. Ante todo, la
humilde y dócil adhesión a la voluntad de Dios, acompañada por una oración incesante; las formas
penitenciales típicas de la tradición cristiana, como la abstinencia, el ayuno, la mortificación y la renuncia
incluso a bienes de por sí legítimos; y los gestos concretos de acogida con respecto al prójimo, que el
pasaje evangélico de hoy evoca con la palabra ‘limosna’. Todo esto se vuelve a proponer con mayor
intensidad durante el período de la Cuaresma.
Que María, Madre y Esclava fiel del Señor, nos ayude a recorrer el camino cuaresmal armados con la
oración, el ayuno y la práctica de la limosna, para llegar a las celebraciones de las fiestas de Pascua
renovados en el espíritu.
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Jueves después de ceniza
Lc 9, 22-25
El que pierda su vida por mi, la salvará. Jesús llamada a sus seguidores a seguirlo como una
donación total de sí y de sus cosas por el reino de Dios. Jesús, al establecer la exigencia de la respuesta al
llamado a seguirlo, no esconde a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio
supremo. En efecto, dice a sus discípulos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su
cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará...” (Mt
16, 24-25).
Es la ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para
salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo (cf. Mc 8,
36-37).
El perder la vida por Cristo, tiene su recompensa: salvar la vida. Esta promesa atraviesa los siglos:
“Quien pierda su vida por mi causa y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35). ¡No tengamos miedo de
seguir a Cristo! La vida con Cristo es una aventura estupenda. Sólo él puede dar sentido pleno a la vida;
sólo él es el centro de la historia. Vivamos de él. Con María. Con nuestros santos.
El testimonio de los santos demuestra que en la cruz de Cristo, en el amor que se entrega,
renunciando a la posesión de sí mismo, se encuentra la profunda serenidad que es manantial de entrega
generosa a los hermanos, en especial, a los pobres y necesitados. Y esto también nos da alegría a nosotros
mismos. En realidad, la única alegría que llena el corazón humano es la que procede de Dios. De hecho,
tenemos necesidad de la alegría infinita. Ni las preocupaciones diarias, ni las dificultades de la vida logran
apagar.
Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a seguir sus huellas, para que también a nosotros se nos
conceda seguir a Cristo por la vía estrecha que lleva a la salvación, con la seguridad de que quien pierda su
vida por amor a Jesús y a causa del Evangelio, la salvará.
Viernes después de ceniza
Mt 9, 14-15
Cuando les quiten al esposo, entonces sí ayunarán. La Iglesia, cada uno de nosotros, tiene por esposo
único a Cristo. Juan el Bautista designa a Jesús como el esposo que tiene a la esposa, es decir, al pueblo
que acude a su bautismo; mientras que él, Juan, se ve a sí mismo como “el amigo del esposo, el que asiste y
le oye”, y que “se alegra mucho con la voz del esposo” (Jn 3, 29).
Esta imagen nupcial ya se usaba en el antiguo Testamento para indicar la relación íntima entre Dios e
Israel: especialmente los profetas se sirvieron de ella para exaltar esa relación y recordarla al pueblo. Esta
imagen de la religiosidad de Israel aparece también en el Cantar de los cantares y en el salmo 45, cantos
nupciales que representan las bodas con el Rey-Mesías, como han sido interpretados por la tradición judía
y cristiana.
En el ambiente de la tradición de su pueblo, Jesús toma esa imagen para decir que él mismo es el
esposo anunciado y esperado: el Esposo-Mesías (cf. Mt 9, 15; 25, 1). Insiste en esta analogía y en esta
terminología, también para explicar qué es el reino que ha venido a traer. “El reino de los cielos es
semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo” (Mt 22, 2).
Jesús, en el caso que nos ocupa compara a sus discípulos con los compañeros del esposo, que se
alegran de su presencia, y que ayunarán cuando se les quite el esposo (cf. Mc 2, 19-20). También es muy
conocida la otra parábola de las diez vírgenes que esperan la venida del esposo para una fiesta de bodas (cf.
Mt 25, 1-13); y, de igual modo, la de los siervos que deben vigilar para acoger a su señor cuando vuelva de
las bodas (cf. Lc 12, 35-38).
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También en la línea de la concepción evangélica y cristiana, se debe añadir que esa unión
inmediata con el Esposo constituye una anticipación de la vida celestial, que se caracterizará por una visión
o posesión de Dios sin intermediarios. San Pablo recuerda expresamente que en su amor de Esposo,
Jesucristo ofreció su sacrificio por la santidad de la Iglesia (cf. Ef 5, 25). A la luz de la cruz comprendemos
que toda unión con Cristo-Esposo es un compromiso de amor con el Crucificado, de modo que quienes
hemos sido bautizados sabemos que estamos destinados a una participación profunda, intima con la
persona, la vida y la enseñanza de Jesús. La cuaresma nos invita a concienciar y vivir esta relación con
Jesús.
Sábado después de ceniza.
Lc 5, 27-32
No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. En su vida terrena Jesús solía mostrarse
particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por pecadores. Por ello lo acusaban
de ser “amigo de publicanos (es decir, de los recaudadores de impuestos, de mala fama, odiados y
considerados no observantes: cf. Mt 5, 46; 9, 11; 18, 17) y pecadores”.
En efecto, a Jesús le vemos en el episodio referente al jefe de los publicanos de Jericó, Zaqueo, a
cuya casa Jesús, por así decirlo, se auto-invitó: “Zaqueo, baja pronto porque hoy me hospedaré en tu casa”.
Y cuando el publicanos bajó lleno de alegría, y ofreció a Jesús la hospitalidad de su propia casa, oyó que
Jesús le decía: “Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham; pues el Hijo
del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (cf. Lc 19, 1-10). De este texto se desprende
no sólo la familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también el motivo por el que Jesús los
buscara y tratara con ellos: su salvación.
Jesús, que era “semejante a nosotros en todo excepto en el pecado”, se mostró cercano a los
pecadores y pecadoras para alejar de ellos el pecado. Pero consideraba este fin mesiánico de una manera
completamente ‘nueva’ respecto del rigor con que trataban a los ‘pecadores’ los que los juzgaban sobre la
base de la Ley antigua. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en virtud de la
solidaridad profunda, que nutría en Sí mismo, con quien había sido creado por Dios a su imagen y
semejanza (cf. Gén 1, 27; 5, 1).
El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela ya por el hecho mismo de
hacerse hombre: uno como nosotros. Esta unión con nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo,
verdadero hombre, es la expresión fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla
elocuentemente del amor con que Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. Jesús quiere darnos a
entender que, aunque el mal reine en la historia humana, Dios sigue perdonando siempre.
PRIMER SEMANA
Lunes
Mt 25, 31-46
Cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron. Cristo, Hijo de
Dios, al encarnarse, asume la humanidad de todo hombre, comenzando por el más pobre y abandonado.
Se hace solidario con cada persona hasta el punto de que sale garante de su misma dignidad. Jesucristo, el
Verbo eterno hecho carne, el Redentor de la humanidad, quiso identificarse con cada persona, en
particular, con los pobres, los enfermos y los necesitados: “A mí me lo hicieron”. Jesús al encarnarse, “se
ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22).
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El “Hijo del hombre” que vendrá “en su gloria” (Mt 25,31) juzgará a sus discípulos según la
respuesta que demos a las necesidades de nuestros hermanos: “Les aseguro que cuando lo hicieron con
uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt 25,40).
Se trata de amar como Jesús nos he amado, o sea dando la vida por los demás (cfr. Jn 15,12-13).
Desear y hacer el bien los unos a los otros incluso con sacrificio, muriendo a sí mismos, al interés propio,
placer y utilidad inmediata. Salir de sí mismos para dedicarse a los demás y servirlos con prontitud y
alegría; crear un vacío en su interior para escucharlos, acogerlos y valorarlos; sacarlos de su vida sin Dios
y sin luz y esperanza.
Esta es la razón por la cual estamos llamados a vivir, el mandamiento nuevo (Jn 13, 34), supera todo
límite impuesto por una lógica humana y egoísta. Se trata de una caridad que se traduce en unidad,
respeto, servicio, ayuda eficaz y efectiva al necesitado; de una caridad vivida, muchas veces, de manera
heroica, dentro de la misma familia y fuera de ella; de una caridad que, a ejemplo de Cristo, está siempre
dispuesta a perdonar.
Martes
Mt 6, 7-15
Ustedes oren así: Padre nuestro. A los discípulos deseosos de una guía concreta, Jesús les enseña
también la fórmula del Padre nuestro (Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4), que llegará a ser, a lo largo de los siglos, la
plegaria típica de la comunidad cristiana. Ya Tertuliano la calificaba como ‘un compendio de todo el
Evangelio’ (De oratione, 1). En ella Jesús entrega la esencia de su mensaje. Quien reza de modo consciente
el padrenuestro, ‘se compromete’ con el Evangelio; en efecto, no puede dejar de aceptar las consecuencias
que derivan para su vida del mensaje evangélico, del cual la ‘oración del Señor’ es su expresión más
auténtica.
Por la Oración del Señor, hemos sido revelados a nosotros mismos al mismo tiempo que nos ha sido
revelado el Padre (cf GS 22, 1): Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tú bajabas los
ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados.
De siervo malo, te has convertido en buen hijo... Eleva, pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado
por medio de su Hijo y di: Padre nuestro... Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera
especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la
gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo (San Ambrosio, sacr. 5, 19).
Este don gratuito de la adopción exige por nuestra parte una conversión continua y una vida nueva.
Orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales: La confianza sencilla y
fiel, la seguridad humilde y alegre son las disposiciones propias del que reza el ‘Padre Nuestro’.
Así, pues, orar al Padre debe hacer crecer en nosotros la voluntad de asemejarnos a él, así como debe
fortalecer un corazón humilde y confiado.
Miércoles
Lc 11, 29-32
A la gente de este tiempo no se le dará otra señal que la del profeta Jonás. “Porque como fue Jonás
señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación” (Lc 11, 30). La señal
de Jonás es asumida por la tradición evangélica como señal de resurrección: De la misma manera que
Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo, así también el hijo del hombre estará en el
seno de la tierra tres días y tres noches (Mt 12,40). Jesús interpreta la señal de Jonás de forma simbólica,
aludiendo a su propia muerte. La muerte es un monstruo voraz, que - sin embargo - no puede retener a
Jesús, lo arroja a la costa. El plan de Dios es la resurrección y la vida: No es un Dios de muertos, sino de
vivos (21,32).
La señal de Jonás es también asumida por la tradición evangélica como señal de juicio. En conflicto
frontal con su generación, Jesús se remite a otro tribunal, donde se juzga el verdadero sentido de la historia:
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Los ninivitas (paganos) se levantarán en el juicio con esta generación (¿creyente?) y la condenarán,
porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás (12,41). Jesús es
algo más. Los primeros cristianos proclamarán: no sólo está resucitado, no sólo vive; además, viene como
Señor, viene a juzgar la historia.
Jonás es una figura muy apreciada por los primeros cristianos. Muchos de ellos proceden del
paganismo. En Roma, en las catacumbas de San Calixto, de comienzos del siglo III, encontramos diversas
escenas de Jonás junto a los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo y eucaristía. Jonás es símbolo
de la llamada de Dios a todos los hombres, tanto judíos como paganos; su mensaje de paz es siempre
necesario, también hoy. Es símbolo de resurrección: la muerte es un monstruo que devora, pero la tierra no
puede retener a los muertos: Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos
Jueces
Mt 7, 7-12
Todo el que pide, recibe. A esta constancia e insistencia en la oración el Señor promete la certeza del
éxito: “Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”; y nos explica el por
qué del éxito: Dios es Padre. “¿Hay entre Ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide
un pescado? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si Ustedes, que son malos, saben dar cosas
buenas a sus hijos ¿cuánto más el Padre del Cielo dará al Espíritu Santo a aquéllos que se lo pidan!” La
promesa del Señor a la confianza y constancia en nuestra oración va mucho más allá de lo que imaginamos:
además de lo que pedimos nos dará al Espíritu Santo. Cuando Jesús nos exhorta a orar con insistencia nos
lanza al seno mismo de la Trinidad y, a través de su santa humanidad, nos conduce al Padre y promete el
Espíritu Santo.
La oración hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros. Los seguidores de Jesús podemos
aplicarnos de modo particular las palabras con las cuales el Señor Jesús promete su presencia: “Les digo en
verdad que si dos de ustedes se ponen de acuerdo sobre la tierra en pedir cualquier cosa, se la otorgará mi
Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos” (Mt 18, 19-20).
Así como el Papa reza continuamente por la Iglesia y todo el mundo, los demás fieles también han de
dirigirse frecuentemente a Dios para presentarle sus peticiones. Cada vez que un fiel cristiano intercede
ante Dios por los demás, ejercita su alma sacerdotal. En la Santa Misa hay un momento en que se invita a
los fieles a presentar a Dios peticiones por las diversas necesidades.
En efecto, la Misa es un momento muy oportuno para pedirle a Dios por lo que requerimos: la salud
de un familiar, por nuestros parientes y amistades, por personas fallecidas, por alguien que no encuentra
trabajo, etc. Vayamos, pues, a la Santa Misa con la confianza con que se acerca un hijo a su Padre que lo
quiere y que todo lo puede.
Viernes
Mt 5, 20-26
Ve primero a reconciliarte con tu hermano. Al perdón de las ofensas recibidas, el Señor da
precedencia sobre el culto: “Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas que tu
hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y
luego vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23-24).
El Señor nos mandó reconciliarnos con el hermano, antes de ofrecer nuestra ofrenda ante el altar.
Tratándose de una Ley de amor, hay que dar importancia a nada que se tenga en el corazón contra el otro:
el amor que Jesús predicó iguala y unifica a todos en querer el bien, en establecer o restablecer la armonía
en las relaciones con el prójimo, hasta en los casos de contiendas o de procedimientos judiciales (cf. Mt 5,
25).
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El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: “Ve
primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5,24).
El nuevo espíritu del Reino de Dios que Jesús nos revela, nos lo expresa también en esta exhortación
que la comunidad cristiana meditaría siempre en un contexto eucarístico: “Si, pues, al presentar tu ofrenda
en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del
altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presentas tu ofrenda” (Ibíd., 5, 23-24).
Vemos, por tanto, amadísimos hermanos, cuán exigente es la llamada del Señor a la reconciliación
fraterna. En una humanidad surcada por tantas divisiones, que tienen su causa última en el pecado, la
reconciliación es una necesidad, e incluso, una condición de supervivencia: Si la paz y la concordia no
brillan entre los individuos y los pueblos, los conflictos pueden adquirir proporciones de verdadera
tragedia.
Al concluir la vida de todo hombre y al final de la historia de la humanidad, el juicio de Dios versará
sobre el amor, sobre la práctica de la justicia, sobre la acogida dada a los pobres (cf. Mt 25, 31-46). San
Pablo llega incluso a exigir la suspensión de la participación eucarística, invitando a los cristianos a
examinar antes su propia conciencia, para no ser reos del cuerpo y la sangre del Señor (cf. 1 Co 11, 27-29).
Al atardecer de la vida se nos examinará del amor.
Sábado
Mt 5, 43-48
Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto. Esto nos lo dijo Jesús en el sermón de la
montaña, cuando recomendó amar a los enemigos: “Amen a sus enemigos y rueguen por los que los
persigan, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover
sobre justos e injustos” (Mt 5, 44-45). En otras muchas ocasiones, y especialmente durante su pasión, Jesús
confirmó que este amor perfecto del Padre era también su amor: el amor con que él mismo había amado a
los suyos hasta el extremo.
Este amor que Jesús enseña a sus seguidores, como reproducción de su mismo amor, en la oración
sacerdotal se refiere claramente al modelo de la Trinidad. “Que ellos también sean uno en nosotros”, dice
Jesús, “para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Subraya que éste
es el amor con que “me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).
Y precisamente este amor, en el que se funda y edifica la Iglesia como ‘communión’ de los creyentes
en Cristo, es la condición de su misión salvífica: que sean uno como nosotros ‘pide al Padre’, para que “el
mundo conozca que tú me has enviado” (Jn 17, 23). Es la esencia del apostolado de la Iglesia: difundir y
hacer aceptable, creíble, la verdad del amor de Cristo y de Dios, atestiguado, hecho visible y practicado por
ella.
La expresión sacramental de este amor es la Eucaristía. En la Eucaristía la Iglesia, en cierto sentido,
renace y se renueva continuamente como la ‘communión’ que Cristo trajo al mundo, realizando así el
designio eterno del Padre (cf. Ef 1, 3-10). De manera especial en la Eucaristía y por la Eucaristía la Iglesia
encierra en sí el germen de la unión definitiva en Cristo de todo lo que existe en los cielos y de todo lo que
existe en la tierra, tal como dijo Pablo (cf. Ef 1, 10): una comunión realmente universal y eterna.
A la luz de esta exhortación de Jesús podemos comprender mejor cómo el Concilio Vaticano II ha
puesto de relieve la llamada universal a la santidad. Hacerse semejante a Dios significa llegar a ser justo,
santo y bueno. (...). Esto quiere decir amar a Dios no poco, sino muchísimo; no detenerse en el punto a que
se ha llegado, sino con su ayuda avanzar en el amor.
SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA
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Lunes
Lc 6,36-38
Perdonen y serán perdonados. ¡El perdón! Cristo nos ha enseñado a perdonar. Muchas veces y de
varios modos Él ha hablado de perdón. Cuando Pedro le preguntó cuántas veces habría de perdonar a su
prójimo, “¿hasta siete veces?”. Jesús contestó que debía perdonar “hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21 s.).
En la práctica, esto quiere decir siempre: efectivamente, el número “setenta” por “siete” es simbólico, y
significa, más que una cantidad determinada, una cantidad incalculable, infinita.
Jesús al responder a la pregunta sobre cómo es necesario orar, Cristo pronunció aquellas magníficas
palabras dirigidas al Padre: “Padre nuestro que estás en los cielos”; y entre las peticiones que componen
esta oración, la última habla del perdón: “Perdónanos nuestras deudas, como nosotros las perdonamos” a
quienes son culpables con relación a nosotros (“a nuestros deudores”).
Cristo mismo confirmó la verdad de estas palabras en la cruz, cuando, dirigiéndose al Padre, suplicó:
“¡Perdónalos!”, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 32, 34).
“Perdón” es la palabra del corazón humano. En esta palabra del corazón cada uno de nosotros se
esfuerza por superar la frontera de la enemistad, que puede separarlo del otro, trata de reconstruir el interior
espacio de entendimiento, de contacto, de unión. Cristo nos ha enseñado con la palabra del Evangelio y,
sobre todo, con el propio ejemplo, que este espacio se abre no sólo ante el otro hombre sino, a la vez, ante
Dios mismo.
El Padre, que es Dios de perdón y de misericordia, desea actuar precisamente en este espacio del
perdón humano, desea perdonar a aquellos que son capaces de perdonar recíprocamente, a los que tratan de
poner en práctica estas palabras: “Perdónanos... como nosotros perdonamos”; o también la exhortación que
nos hace Jesús en el evangelio: “Perdonen y serán perdonados”.
Martes
Mt 23,1-12
Hagan y cumplan lo que les digan los escribas y fariseos, pero no lo imiten. En el evangelio
encontramos también una dura crítica a aquellos encargados de explicar la ley, de interpretarla y
administrar justicia. Se trata de una llamada de atención a los escribas que eran los conocedores y maestros
de la ley, y a los fariseos que se consideraban “puros” y separados, por la manera como observaban hasta
los más mínimos preceptos de la misma ley.
Jesús pone en evidencia su hipocresía: dicen unas cosas y hacen otras. Su testimonio de vida no
corrobora sus palabras. Así, el Señor invita al pueblo a que hagan lo que ellos dicen, pero que no imiten sus
ejemplos. A continuación pone al descubierto toda la incongruencia de sus vidas: lían fardos pesados a la
gente, pero no están dispuestos a mover un dedo para ayudarlos; todo lo hacen para que los vean y estimen.
Seríamos como los escribas y fariseos sin testimonio de vida cristiana, y con el abandono de la
práctica religiosa. La fe es la capacidad de aceptar en nuestra vida el misterio de Dios que se revela en
Cristo y de vivir con coherencia.
Constantemente, Jesucristo nuestro Señor, empuja nuestras vidas y nos invita de una forma muy
insistente a la coherencia entre nuestras obras y nuestros pensamientos; a la coherencia entre nuestro
interior y nuestro exterior. Constantemente nos inquieta para que surja en nosotros la pregunta sobre si
estamos viviendo congruentemente lo que Él nos ha enseñado.
Hagamos de esta Cuaresma un camino de congruencia entre nuestra vida y nuestra fe; congruentes
con lo que Dios es para nosotros y congruentes con lo que los demás son para con nosotros. En esa justicia,
en la que tenemos que vivir, es donde está la realización perfecta de nuestra existencia, es donde se
encuentra el auténtico camino de nuestra realización.
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Miércoles
Mt 20, 17-28
Lo condenarán a muerte. “El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas;
lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles (...), lo matarán, y a los tres días resucitará” (Mc 10,
33-34). Jesús sabía que subir a Jerusalén significaba acercarse a la muerte. Los judíos y fariseos ya
pensaban matarlo porque no les convenía la doctrina que estaba predicando y además porque los adeptos
que se le unían se multiplicaban cada vez más. Es por esto que sus discípulos tenían miedo.
Estamos aquí ante una previsión y predicción profética de los acontecimientos, en la que Jesús
ejercita su función de revelador, poniendo en relación la muerte y la resurrección unificadas en la finalidad
redentora, y refiriéndose al designio divino según el cual todo lo que prevé y predice “debe” suceder.
Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de este
modo. Precisamente por medio de este sufrimiento suyo hace posible “que el hombre no muera, sino que
tenga la vida eterna”. Precisamente por medio de su cruz debe tocar las raíces del mal, plantadas en la
historia del hombre y en las almas humanas. Precisamente por medio de su cruz debe cumplir la obra de la
salvación. Esta obra, en el designio del amor eterno, tiene un carácter redentor.
Las Escrituras tenían que cumplirse. Eran muchos los testigos del Antiguo Testamento que
anunciaban los sufrimientos del futuro Ungido de Dios. Particularmente conmovedor entre todos es el del
profeta Isaías, quien presenta la imagen de los sufrimientos de Cristo como un verdadero Varón de dolores:
Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como
uno ante el cual se oculta el rostro, (…) soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores…
Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Dios cargó sobre él la
iniquidad de todos nosotros”
Jueves
Lc 16, 19-31
Recibiste bienes en tu vida y Lázaro, males; ahora él goza del consuelo, mientras que tú sufres
tormentos. Hoy el evangelio de san Lucas nos presenta la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro (cf.
Lc 16, 19-31):
1)
El rico personifica el uso injusto de las riquezas por parte de quien las utiliza
para un lujo desenfrenado y egoísta, pensando solamente en satisfacerse a sí mismo, sin
tener en cuenta de ningún modo al mendigo que está a su puerta.
2)
El pobre, al contrario, representa a la persona de la que solamente Dios se
cuida: a diferencia del rico, tiene un nombre, Lázaro, que significa precisamente ‘Dios le
ayuda’. A quien está olvidado de todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada a los ojos de
los hombres, es valioso a los del Señor.
La narración muestra cómo la iniquidad terrena es vencida por la justicia divina: después de la
muerte, Lázaro es acogido ‘en el seno de Abraham’, es decir, en la bienaventuranza eterna, mientras que el
rico acaba ‘en el infierno, en medio de los tormentos’. Se trata de una nueva situación inapelable y
definitiva, por lo cual es necesario arrepentirse durante la vida; hacerlo después de
la muerte no sirve para nada.
No hemos sido creados para este mundo pasajero y limitado, sino para la vida eterna. El que se apega
a las cosas materiales, como el rico, se verá despojado de todo tras la muerte, pues lo único que ha
acumulado en vida, las riquezas, también perecerán. Sin embargo lo que propone Jesús con esta parábola es
vivir en este mundo con los ojos puestos en el cielo, nuestra verdadera patria y nuestro verdadero fin.
Pidamos a la Virgen María que, guiados por el ejemplo y las enseñanzas de Cristo e impulsados por
su amor, sepamos encontrar la fuente de la alegría y la paz en la entrega generosa y desinteresada a los
demás, especialmente a los que sufren y pasan necesidad cerca de nosotros.
55
Viernes
Mt 21, 33-43.45.46
Ese es el heredero, vamos a matarlo. Los viñadores homicidas tratan mal a los siervos mandados por
el dueño de la viña “para percibir de ellos la parte de los frutos de la viña “y matan incluso a muchos. Por
último, el dueño de la viña decide enviarles a su propio hijo: “Le quedaba todavía uno, un hijo amado, y se
lo envió también el último, diciendo: A mi hijo le respetarán. Pero aquellos viñadores se dijeron para sí:
“Éste es el heredero. (Ea! Matémosle y será nuestra la heredad. Y asiéndole, le mataron y le arrojaron fuera
de la viña” (Mc 12, 6-8).
En la parábola del hijo mandado a los viñadores se manifiesta con toda evidencia la verdad sobre
Cristo como Hijo mandado por el Padre. Es más, se subraya con toda claridad el carácter sacrificial y
redentor de este envío. El Hijo es verdaderamente “...Aquél a quien el Padre santificó y envió al mundo”
(Jn 10, 36). Así, pues, Dios no sólo “nos ha hablado por medio del Hijo... en los últimos tiempos” (Cfr.
Heb 1, 1-2), sino que a este Hijo lo ha entregado por nosotros, en un acto inconcebible de amor,
mandándolo al mundo.
En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: Dios ha mandado a su Hijo unigénito al mundo
para que tuviéramos vida por Él”; “no hemos sido nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que Él nos
ha amado y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados”.
En la medida en que acojamos a Jesús, acogiendo su Evangelio, su muerte y su resurrección, “hemos
reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios
y Dios en Él” (Cfr. 1 Jn 4, 8-16).
Sábado
Lc 15, 1-3.11-32
Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida. Nuestro Señor Jesucristo, en la parábola del hijo
pródigo, nos enseña que el pecador debe confesar su miseria ante Dios, diciendo: “Padre, he pecado contra
el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15, 18-19), percibiendo que ello es obra de
Dios: “Estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 32).
La Cuaresma es el tiempo propicio para realizar un auténtico camino de conversión, a fin de volver
con corazón arrepentido al Padre de todos, “compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad”
(Jn 2, 13).
En Cristo todo se renueva, y renace constantemente la esperanza, incluso después de experiencias
amargas y tristes. La parábola del ‘hijo pródigo’, mejor definida como la parábola del ‘Padre
misericordioso’, proclamada hoy en nuestra asamblea, nos asegura que el amor misericordioso del Padre
celestial puede cambiar radicalmente la actitud de todo hijo pródigo: puede convertirlo en una criatura
nueva.
El que, por haber pecado contra el cielo, estaba perdido y muerto, ahora ha sido realmente perdonado
y ha vuelto a la vida. ¡Prodigio extraordinario de la misericordia de Dios! La Iglesia tiene como misión
anunciar y compartir con todos los hombres el gran tesoro del “evangelio de la misericordia”.
Que maría nos obtenga pronunciar a diario nuestro ‘sí’ a Cristo, para estar cada vez más
‘reconciliados con Dios’, volviendo nuestro corazón arrepentido al Padre de la misericordia.
TERCERA SEMANA
Lunes
Lc 4, 24-30
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Como Elías y Eliseo, Jesús no ha sido enviado sólo a los judíos. Ante el rechazo de la gente de
Nazaret, Jesús proclama la universalidad de su mensaje, como habían hecho ya los profetas. Elías y Eliseo
habían sido enviados también a personas de más allá de las fronteras de su pueblo de Israel que tenían el
corazón dispuesto a la conversión. Es su misión: hacer llegar la Buena Nueva a todos los pobres y
desvalidos.
Las palabras de Jesús sobre las historias de Elías y de Eliseo, evocan la futura predicación de la
salvación a los no judíos. Un día la salvación se ofrecerá no sólo a Israel, sino también a los paganos (Hech
13,46; 28,28). Naamán, el sirio, y la viuda de Sarepta, simbolizan las condiciones que permiten a un
profeta manifestar el poder de la palabra de Dios. La fe que lleva al abandono confiado en Dios (2 Re 5,114: Naamán) y que nos hace capaces de arriesgar lo que somos y tenemos (1 Re 17,1-9: la viuda de
Sarepta), es la fe que exige Jesús y que tantas veces lo ha hecho exclamar después de un milagro: “¡tu fe te
ha salvado!”.
Jesús sigue anunciando el evangelio del reino a través de sus discípulos, “hasta los últimos rincones
de la tierra” (Hech 1,8). Muchos hombres y mujeres en el mundo entero, como en otro tiempo Naamán el
sirio y la viuda de Sarepta, experimentarán la acción salvadora de Jesús y de su evangelio.
Al final es sólo el amor lo que cuenta, y éste es el contenido de la predicación de Jesús, la Buena
Nueva del amor de Dios por todos, para suscitar en la persona humana, gracias a la fe, este mismo amor.
Martes
Mt 18, 21-35
Si no perdonan de corazón a su hermano, tampoco el Padre celestial los perdonará a ustedes. Nadie
es capaz de perdonar a los demás, si antes no ha hecho a su vez la experiencia de ser perdonado. Así, la
confesión se presenta como el camino real para llegar a ser verdaderamente libres, experimentando la
comprensión de Cristo, el perdón de la Iglesia y la reconciliación con nuestros hermanos.
El perdón es el signo más alto de la capacidad de amar como Dios, que nos ama y por eso nos
perdona constantemente. Todos tenemos necesidad del perdón de Dios y del prójimo. Por tanto, todos
debemos estar dispuestos a perdonar y a pedir perdón.
El creyente sabe que la reconciliación proviene de Dios, el cual está dispuesto siempre a perdonar a
cuantos acuden a Él, y a cargar sobre las espaldas todos sus pecados (cf. Is 38, 17). La inmensidad del amor
de Dios va mucho más allá de la comprensión humana, como recuerda la Sagrada Escritura: “¿Acaso
olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen
a olvidar, yo no te olvido” (Is 49, 15).
El amor divino es el fundamento de la reconciliación, a la que estamos llamados. “Él, que todas tus
culpas perdona, que cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura [...]
No nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas” (Sal 103 [102], 3-4.10).
El tiempo de cuaresma es un tiempo propicio para pedir perdón y dar perdón. Al negarse a perdonar a
nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso
del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.
Miércoles
Mt 5, 17-19
El que cumpla y enseñe mis mandamientos, será grande en el Reino de los Cielos. “Reino de los
cielos” significa reino de Dios. El cumplimiento de los mandamientos se expresa un cumplimiento de cada
uno de los mandamientos. Este cumplimiento construye la justicia que Dios-Legislador ha querido: “Si su
justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos” (Mt 5, 20).
Los mandamientos y preceptos que el pueblo de Israel recibe del Señor en el primer Testamento, son
para dar vida y, bien entendidos y cumplidos, son una fuente de salvación y protección para el pueblo y
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cada uno de sus miembros. Por eso Cristo los propone como una institución intocable y que su
cumplimiento dará vida y seguridad al discípulo.
Los mandamientos son un regalo de Dios que lo hace presente y hace sabio al corazón sabio, que
acoge sus dones. Si aceptamos los mandamientos del Señor, si los dejamos penetrar en nuestro corazón con
su verdadero sentido, ciertamente encontraremos felicidad y alegría.
Los mandamientos de Dios nos conducen al amor y al crecimiento en su presencia. El Reino de Dios,
la verdadera paz y el verdadero amor sólo lo encontraremos si cumplimos con alegría y plenamente los
mandamientos del Señor y enseñamos a los demás a cumplirlos también ellos. Por eso el salmista afirmaba:
“En tus mandamientos, Señor, encuentro la paz”.
Este tiempo de cuaresma, tiempo de conversión del corazón, de vuelta a Dios, hace más urgente la
propuesta de Jesús de cumplir los mandamientos y de enseñar a cumplirlos. Un corazón se cambia
enseñándole a amar y a sentirse amado, tanto por Dios como por sus hermanos, que es el resumen de los
mandamientos: el amor a Dios y al prójimo.
Jueves
Lc 11, 14-23
El que no está conmigo, está contra mí. En otras palabras: “Quien está lejos de mí, está lejos del
Reino”. Pero también Jesús reconoce que no todo lo que queda fuera del Reino es radicalmente malo,
cuando: “el que no está contra ustedes, está a favor de ustedes” (Lc 9,50).
Jesús había expulsado un demonio que era mudo. La expulsión provocó dos reacciones diferentes.
Por un lado, la multitud se quedó admirada y maravillada. La multitud acepta Jesús y cree en él. Por otro,
los que no aceptan a Jesús y no creen en él.
Jesús una vez que refuta a los que lo calumnian, dice la frase que nos ocupa: “El que no está
conmigo, está contra mí. El que no recoge conmigo, desparrama”.
En otra ocasión, también a propósito de una expulsión del demonio, los discípulos impidieron a un
hombre el que usara el nombre de Jesús para expulsar un demonio, ya que no era de su grupo. Y Jesús
respondió: “No se lo impidan. Porque ¡el que no está contra ustedes está con ustedes!” (Lc 9,50). Parecen
dos frases contradictorias, pero no lo son. La frase del evangelio de hoy está dicha contra los enemigos que
tienen preconceptos contra Jesús: “Quién no está conmigo, está contra mí.
El gran problema planteado al mundo, desde hace casi dos mil años, subsiste inmutable. Cristo,
radiante siempre en el centro de la historia y de la vida; los hombres, o están con El y con su Iglesia, y en
tal caso gozan de la luz, de la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin El o contra El, y
deliberadamente contra su Iglesia: se tornan motivos de confusión, causando asperezas en las relaciones
humanas, y persistentes peligros de guerras fratricidas.
San Agustín y Orígenes dicen que todos los que no aman a Dios y comenten pecados son anticristos,
por hacer obras contrarias a Cristo; aunque con mucha razón serán llamados por este nombre los que
reprenden por malo lo que a Cristo parece bueno y aprueban por bueno lo que a Él parece malo;
aborrecedores de lo que Cristo ama y amadores de lo que Cristo aborrece, hombres al revés de Dios, de los
cuales dice Isaías: Que llaman a lo bueno malo y a lo malo bueno, poniendo la luz por tiniebla y las
tinieblas por luz.
Viernes
Mc 12, 28-34
El Señor tu Dios es el único Dios: ámalo. Es lo mismo que decir: “Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Las expresiones “corazón”, “alma” y “ser”, más que
expresar cosas distintas, son formas semíticas de decir globalmente lo mismo
58
El Señor insistirá en situar por encima de todos los demás mandamientos el precepto del amor a
Dios sobre todas las cosas: “Este mandamiento es el principal y primero”. Sin embargo, añade
inmediatamente: «El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”». Este segundo
mandamiento también estaba contenido en la Torá (ver Lev 19,18). Al decir “semejante” quiere decir “de
igual valor”, de igual importancia, de igual peso y necesidad de obediencia. Ambos preceptos,
profundamente entrelazados, inseparables el uno del otro, forman para Él el “máximo” mandamiento que
está por encima de cualquier rito u ofrecimiento: «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc
12,33). Para Él “practicar la justicia y la equidad, es mejor ante Dios que el sacrificio” (Prov 21,3; ver Os
6,6; Jer 7,21-23). Él añade este mandamiento “semejante al primero” dado el olvido o devaluación en que
había caído el mandamiento del amor al prójimo frente a otros preceptos ritualistas.
Concluye el Señor afirmando solemnemente que “estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y
los profetas.” La Ley y la enseñanza de los Profetas “penden” o “se sostienen” de estos dos preceptos, del
mismo modo que una puerta se sostiene de sus goznes. De esta manera el Señor destaca nuevamente la
suprema importancia de ambos mandamientos y manifiesta por otro lado que estos dos principios
fundamentales y vitales son los que revelan el verdadero espíritu del que está animada toda la enseñanza
divina.
Quien ama a Dios sobre todo, ama como Él. Nuestra vida está llamada a transformarse en una
manifestación del amor de Dios para con todos los hombres, un amor que se hace palpable en la
misericordia, la caridad y solidaridad con los demás. El camino más seguro para crecer en el amor a Dios
es crecer en el amor concreto al prójimo.
Sábado
Lc 18, 9-14
El publicano regresó a su casa, justificado, el fariseo no. Veamos la enseñanza de estos dos
personajes de la parábola evangélica del fariseo y del publicano (cf. Lc 18, 9-14). El publicano quizás
podía tener alguna justificación por los pecados cometidos, la cual disminuyera su responsabilidad. Pero su
petición no se limita solamente a estas justificaciones sino que se extiende también a su propia indignidad
ante la santidad infinita de Dios: “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador” (Lc 18, 13).
Por su parte, el fariseo se justifica él solo, encontrando quizás una excusa para cada una de sus faltas.
Nos encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los
tiempos. El publicano nos presenta una conciencia ‘penitente’ que es plenamente consciente de la
fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias faltas, cualesquiera que sean, las justificaciones
subjetivas, una confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos presenta una conciencia
‘satisfecha de sí misma’, la cual se cree que puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está
convencida de no necesitar la misericordia.
También hemos de notar que el fariseo que oraba y agradecía a Dios por sus buenas acciones no
mentía, decía la verdad; no es por eso por lo que fue condenado. En efecto, debemos agradecer a Dios por
cualquier bien que podamos realizar, puesto que lo hacemos con su asistencia y su ayuda. Luego, no fue
condenado por haber dicho: No soy como los otros hombres (Lc 18, 11). No, fue condenado cuando, vuelto
hacia el publicano, agregó: ni como ese publicano. Entonces fue gravemente culpable, porque juzgaba a la
persona misma de ese publicano, la disposición misma de su alma, en una palabra su vida entera. Y así el
publicano se alejó justificado, mientras que él no.
Finalmente, llevando nuestra mirada al publicano, digamos que en la oración superó al fariseo (Lc
18,10-14): el Señor no lo alabó por haber adorado a otro Padre, ni por ello salió justificado; sino porque,
con gran humildad, sin soberbia ni jactancia, confesó a este Dios sus pecados.
CUARTA SEMANA
59
Lunes
Jn 4, 43-54
Vete, tu hijo ya está sano. El funcionario real tenía fe en Jesús. Y porque tenía fe, esperó en Él. La fe
es al mismo tiempo esperanza. La fe nos otorga una seguridad sobre la cual podemos apoyarnos. La gran
esperanza de nuestra vida sólo puede ser Dios. Su amor es lo que nos da la posibilidad de perseverar día a
día en un mundo que por naturaleza es imperfecto.
La oración es el lugar ideal para crecer en la confianza. A mayor oración, mayor fe; a mayor fe,
mayor esperanza; a mayor oración, mayor confianza. El funcionario real hizo de la enfermedad de su hijo
un motivo para orar y para creer en Jesús. En efecto, el sufrimiento nos enseña a crecer en la esperanza.
Lo que nos cura no es esquivar el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, de madurar en
ella, y de encontrar en todo eso un sentido, mediante la unión con Cristo. El Evangelio también nos dice
que el funcionario real creyó con todos los de su casa. Así debe ser nuestra fe: dinámica, entusiasta, capaz
de acercar a otros muchos al Señor.
El texto evangélico nos hace ver que los milagros no suplen la falta de fe, al contrario, se requiere de
una buena disposición del corazón para que Dios nos otorgue este don. Actitudes como el trabajar para
agradar a Dios, el dedicar más tiempo a la oración, etc., pueden disponernos a creer más vivamente en el
Señor.
La fe es un encuentro con Jesucristo, es llegar a conocerlo, sabernos amados por Él y buscar
corresponderle con las obras. La fe cristiana tiene su origen y su fundamento en este amor que Dios nos
tiene en su Hijo Jesucristo. En medio de las propias dificultades y problemas no debemos apartar nuestro
corazón de esta certeza: el amor de Dios.
Martes
Jn 5, 1-3.5-16
Al momento el hombre quedó curado. Hoy, San Juan nos habla de la escena de la piscina de Betsaida.
Jesús siempre está en medio de los problemas. Allí donde haya algo para “liberar”, para hacer feliz a la
gente, allí está Él. Los fariseos, en cambio, sólo pensaban en si era sábado. Su mala fe mataba el espíritu.
No hay peor sordo que el que no quiere entender.
El protagonista del milagro llevaba treinta y ocho años de invalidez. «¿Quieres curarte?» (Jn 5,6), le
dice Jesús. Hacía tiempo que luchaba en el vacío porque no había encontrado a Jesús. Por fin, había
encontrado al divino samaritano.
La voz de Cristo es la voz de Dios. Todo era nuevo en aquel viejo paralítico, gastado por el
desánimo. San Juan Crisóstomo dirá que en la piscina de Betsaida se curaban los enfermos del cuerpo, y en
el Bautismo se restablecían los del alma; allá, era de cuando en cuando y para un solo enfermo. En el
Bautismo es siempre y para todos. En ambos casos se manifiesta el poder de Dios por medio del agua.
El paralítico impotente a la orilla del agua, nos hace pensar en la experiencia de la propia impotencia
para hacer el bien, no podemos resolver, solos, aquello que tiene un alcance sobrenatural. Vemos cada día,
a nuestro alrededor, una constelación de paralíticos que se “mueven” mucho, pero que son incapaces de
apartarse de su falta de libertad. El pecado paraliza, envejece, mata. Hay que poner los ojos en Jesús. Es
necesario que Él —su gracia— nos sumerja en las aguas de la oración, de la confesión, de la apertura de
espíritu.
“¿Quieres curarte?” nos pregunta Jesús también a nosotros en este tiempo de Cuaresma. Sabiendo
perfectamente de lo que padecemos, se acerca invitándonos a hacer un acto de fe en su misericordia. Cristo
nos sale al encuentro. Quiere curarnos de todo lo que no nos hace felices. Jesús nos pide que dejemos ya la
camilla en la que el egoísmo nos tiene postrados, y nos levantemos a caminar con fe, con esperanza y con
amor, hacia su Padre.
60
Miércoles
Jn 5, 17-30
Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así el Hijo del hombre da la vida a quien él
quiere dársela. Todo lo que el Padre hace lo hace igualmente el Hijo. Cristo es Dios en total comunión con
el Padre, pues no hace nada por su cuenta; Jesús declara su omnipotencia, igual al Padre: aquello que hace
el Padre eso lo puede hacer igualmente el Hijo, porque hay igualdad de naturaleza entre el Padre y el Hijo;
por tanto, la voluntad del Padre es que todos honren al Hijo como honran al Padre.
San Agustín dice que las obras del Padre y del Hijo son las mismas, pero sin que el Hijo sea el mismo
que el Padre, sino porque ninguna obra es del Hijo que no la haga el Padre por su medio, y ninguna obra es
del Padre que no la haga a la vez por el Hijo. Pues todo lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo.
No son unas las obras del Hijo y otras las del Padre, sino las mismas; ni las hace el Hijo de modo distinto,
sino igualmente. Mas como el Hijo no hace otras obras semejantes, sino las mismas que hace el Padre,
porque con el Espíritu Santo es de idéntica naturaleza: Tres personas en un solo Dios.
En efecto, Jesús dice que Él “no hace nada por sí mismo,” sino que hace, precisamente, “lo que ve
hacer al Padre,” hasta tal punto que lo que hace el Padre, “lo hace igualmente el Hijo.” Se trata de las obras
del Verbo encarnado. No significa que Jesús copie o imite las obras que el Padre le da a hacer, sino que en
este obrar suyo, así como el Padre tiene, como Dios que es, el derecho indiscutible de obrar como le plazca,
igualmente el Hijo tiene este derecho de obrar. Con ello Jesús, al proclamar el mismo derecho del Padre,
está proclamando la dignidad de su naturaleza, Hijo de Dios.
Así pues, Jesús en el evangelio se muestra como Dios. “Para que todos honren al Hijo como honran
al Padre”. Siendo Jesús Dios, proclamándose tal por un procedimiento de equiparación al Padre, Jesús
concluye, diciendo: “Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en Aquel que me ha enviado, tiene
Vida eterna”
Jesús, ha venido al mundo, para que tengamos vida, la vida de Dios en nosotros, la vida eterna que ya
comienza en el tiempo con la vida de la gracia.
Jueves
Jn 5, 31-47
El que los acusa es Moisés, en quien ustedes han puesto su esperanza. Los judíos trataron de matar a
Jesús, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí
mismo igual a Dios. Este es el centro de la discusión entre Jesús y los judíos, que nos ha presentado el
evangelio: la legitimidad del testimonio de Jesús.
Jesús apela Él al testimonio del Padre, al de Juan el Bautista, al de las obras que Él realiza y a la de
las Escrituras, que hablan de Él. Jesús sale en defensa de la verdad, más que a defenderse. Porque Él en
todo caso va a elegir ir a la muerte, porque esta es la voluntad del Padre. Lo que Jesús defiende es la
veracidad de su anuncio, de su Buena Noticia.
Cuando Jesús apela al testimonio es para mostrar quién es Él. Y por qué se hace llamar a sí mismo
igual a Dios. Este es el sentido del testimonio. Hablan a favor de Jesús Juan el Bautista, el Padre, las obras
que Jesús hace y las Escrituras. Los testigos de Jesús ponen al descubierto la voracidad que hay en el
corazón de los judíos, que son como el símbolo del rechazo al Señor.
Nosotros somos invitados a preparar los caminos del Señor en esta Cuaresma y darle la bienvenida a
Jesús y a su Palabra. A Jesús y su obra en nosotros. A Jesús, el amor del Padre que nos revela a Jesús.
Abramos el corazón para recibir al Señor y dejemos que desaparezca nuestra incredulidad.
Viernes
Mt 1, 16.18-21.24
61
“José hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y tomó consigo a su mujer”. En estas pocas
palabras está todo. Toda la decisión de la vida de José y la plena característica de su santidad. ‘Hizo’. José,
al que conocemos por el Evangelio, es hombre de acción.
Este primer ‘hizo’ es el comienzo del ‘camino de José’. A lo largo de este camino, los Evangelios no
citan ninguna palabra dicha por él. Pero el silencio de José posee una especial elocuencia: gracias a este
silencio se puede leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el “justo” (Mt
1, 19).
El Evangelio no ha conservado ninguna palabra suya. En cambio, ha descrito sus acciones: acciones
sencillas, cotidianas, que tienen a la vez el significado límpido para la realización de la promesa divina en
la historia del hombre; obras llenas de la profundidad espiritual Y de la sencillez madura.
Los Padres de la Iglesia subrayaron ya desde los primeros siglos que, al igual que cuidó
amorosamente a María y se dedicó con gozoso esmero a la educación de Jesucristo (cf. san Ireneo, Adv.
haereses, IV, 23, 1), así también custodia y protege a su Cuerpo místico, la Iglesia, cuya figura y modelo es
la santísima Virgen.
San José es para nosotros, en primer lugar, modelo de fe. Él vivió siempre con una actitud de total
abandono a la Providencia divina, y por eso nos da un ejemplo estimulante, en especial cuando se nos pide
confiar en Dios ‘por su palabra’, es decir, sin ver claro su designio.
Estamos llamados a imitarlo, además, en el humilde ejercicio de la obediencia, virtud que
resplandece en él con un estilo de silencio y ocultamiento activo. ¡Cuán valiosa es la ‘escuela’ de Nazaret
para el hombre contemporáneo, amenazado por una cultura que muy a menudo exalta las apariencias y el
éxito, la autonomía y un falso concepto de libertad individual! Por el contrario, ¡cuánta necesidad hay de
recuperar el valor de la sencillez y de la obediencia, del respeto y de la búsqueda amorosa de la voluntad de
Dios!
San José vivió al servicio de su Esposa y del Hijo de Dios; así, se convirtió para los creyentes en un
testimonio elocuente de que ‘reinar’ es ‘servir’. Para aprender una útil lección de vida podemos
contemplarlo en especial quienes en la familia, en la escuela y en la Iglesia tenemos la tarea de ser ‘padres’
y ‘guías’.
San José, a quien el pueblo cristiano invoca con confianza, guíe siempre los pasos de la familia de
Dios y ayude de manera muy singular a los que desempeñan el papel de la paternidad, tanto física como
espiritual. Que acompañe nuestra invocación e interceda por nosotros María, Esposa virginal de José y
Madre del Redentor.
Sábado
Jn 7, 40-53
¿Acaso de Galilea va a venir el Mesías? El evangelio nos presenta una discusión entre los judíos
sobre el origen de Jesús, dice que algunos lo rechazan como Mesías porque sabían que había nacido en
Nazaret y comentaban: “¿Acaso el Mesías va a venir de Galilea? En otro lugar, San Juan afirma que los
judíos no querían creer en Jesús porque era de Galilea, y “de Galilea no sale ningún profeta”.
También el Evangelio nos dice que los hombres se admiraban de las palabras de Jesús, pero pocos le
conocían realmente. Es que a Jesucristo sólo se le alcanza con el “salto” de la fe. La fe es la puerta que nos
hace entrar en la amistad con Cristo. el creer en Jesús hace que la vida cambie cuando se le tiene como
Salvador y Amigo. Esta fe en Él, no es un pensamiento, una idea, o una opinión que nos hacemos de
Jesucristo. La fe es amistad con Él. La fe, si es verdadera, se hace vida. Que de nuestra fe, surja el deseo de
hacer partícipes a los demás de la felicidad de seguir a Jesús. La fe es un don que Dios regala a aquellos
que son sencillos y se lo piden. ¡Pidamos a Dios que aumente cada día nuestra fe!
62
QUINTA SEMANA
Lunes
Jn 8, 12-20
Yo soy la luz del mundo. “Yo soy el que soy” es el nombre propio que tiene Dios, cuando lo envía a
Moisés le dice “Diles que yo soy y te envía”, este yo soy pareciera ser el modo como Dios se entiende así
mismo, cuando Jesús dice yo soy está diciendo esto mismo, está hablando de su divinidad, esto es lo
que sutilmente Jesús introduce en el diálogo con ellos y empieza a exasperar el corazón de los que están
buscando alguna manera de terminar con el Maestro de galilea.
Retomando la Palabra vemos los personajes, Jesús, los fariseos, un diálogo en torno a la divinidad de
Jesús veladamente manifestada y algunos que van a terminar por convencerse al final de que este es el Hijo
de Dios, se van a convertir, van a cambiar su vida orientada sobre las enseñanzas del magisterio de Jesús.
Todo el texto se resuelve en un lugar, “Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre
entonces sabrán lo que soy”, es decir, la revelación que Jesús hace de su persona alcanza su plenitud en el
momento mismo en que acontece la pascua en su vida, en su muerte y en su resurrección que en Juan van
de la mano con el momento en que todo se resuelve en el gólgota.
Caminamos sobre ese lugar donde el Señor nos dice “Cuando ustedes hayan levantado en lo alto al
hijo del hombre entonces sabrán que yo soy”, caminamos sobre ese lugar de la Palabra y nos detenemos en
ella para poder descubrir a la luz de Jesús la luz oculta que hay en nosotros mismos, porque justamente a
partir de la revelación de la identidad de Dios es como crece y se acrecienta nuestra propia identidad.
“Cuando ustedes hayan levantado al Hijo del hombre en lo alto entonces sabrán que yo soy”, de qué
está hablando Jesús, está hablando de su muerte en la cruz, en lo alto, en el Jesús traspasado por nuestros
dolores y por nuestras heridas, en ese lugar vamos a descubrir la verdadera identidad del profeta de galilea,
del peregrino venido desde Nazaret, del hijo de José y de María, de este que Dios ha hecho entrar en medio
de nosotros como uno mas de nosotros y que es su propio hijo, el que puso morada en medio nuestro, Jesús
de Nazaret, el Hijo de Dios, el Hijo de María va a revelar su identidad mas honda y profunda en el misterio
de la cruz, “Cuando ustedes hayan levantado en lo alto al hijo del hombre entonces sabrán que yo soy”.
Martes
Jn 8, 21-30
Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy. Hoy como ayer, en el
texto del evangelio, encontramos una palabra que se repite: “Yo soy; Yo soy de lo alto; yo no soy de este
mundo; porque si no creen que yo soy morirán en su pecado”, ya sobre el final Jesús dirá “Cuando en lo
alto pongan al Hijo del hombre entonces sabrán que yo soy”.
Podemos también hoy recorrer otros textos en los que Jesús se autoproclama a sí mismo Yo Soy:
1)
Después de que Jesús ha liberado a la mujer pública de la muerte de
lapidación de manos de los que la acusan de haberla descubierto en fragante
adulterio, Jesús toma la Palabra y dice “Yo soy la luz del mundo”;
2)
Cuando ha multiplicado el pan ha dicho “yo soy el pan vivo bajado
del cielo”;
3)
Cuando Jesús habla del estilo de vínculo que quiere tener con
nosotros habla en términos parabólicos y dice Jesús “Yo soy la vid y ustedes son los
sarmientos”;
4)
También ha dicho “Yo soy el agua viva”;
Esta expresión Yo Soy de Jesús, han de ser un delicioso eco en nuestra mente y en nuestro corazón de
lo que es Jesús para nosotros; ésta es una autorevelación de Jesús, que encontramos en el modo de
63
expresarse de Dios a Moisés cuando la zarza arde y no se consume y el Señor se revela al que va a ser el
líder de la liberación de Israel.
Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. “YO SOY” como nombre de Dios indica la Esencia
divina, cuyas propiedades o atributos son: la Verdad, la Luz, la Vida, y lo que se expresa también mediante
las imágenes del Buen Pastor o del Esposo. Aquel que dijo de Sí mismo: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14), se
presentó también como el Dios de la Alianza, como el Creador y, a la vez, el Redentor, como el
Emmanuel: Dios que salva. Todo esto se confirma y actúa en la Encarnación de Jesucristo.
Miércoles
Jn 8, 31-42
La verdad los hará libres (Jn 8, 32). Pero, ¿qué es la libertad? La libertad es el poder, radicado en la
razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo
acciones deliberadas. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra
bienaventuranza.
“En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay
verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es
un abuso de la libertad y conduce a “la esclavitud del pecado” (cf Rm 6, 17; CIgC 1733).
Un ejemplo, para ver lo que es el buen y el mal uso de la libertad, la esclavitud y la libertad, la
parábola del Hijo pródigo: éste entendió por libertad hacer lo que me agrade, no reconocer las normas de u
Dios, no estar en la disciplina de la casa, hacer lo que le guste, lo que le agrade, vivir la vida con toda su
belleza y su plenitud. Pero después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento, también aquí es
siempre lo mismo. Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el camino de la
vida: una libertad interpretada como hacer lo que me agrada, vivir sólo para mí; o si, en cambio, no sería
quizá mejor vivir para los demás, contribuir a la construcción del mundo, al crecimiento de la comunidad
humana...
Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la posibilidad de comprender
interiormente lo que significa vivir, y lo que significa no vivir. El padre, con todo su amor, lo abraza, le
ofrece una fiesta, y la vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo comprende que
precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada día crea la verdadera fiesta y la verdadera
libertad. Así, vuelve a casa interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa vivir.
El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos para la libertad y para una vida
bella, sino que son las señales que indican el camino que hay que recorrer para encontrar la vida.
Debemos comprender lo que es la libertad y lo que es sólo apariencia de libertad. Podríamos decir
que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad divina, pero puede transformarse
también en un plano inclinado por el cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así
también la libertad y nuestra dignidad.
Jueves
Jn 8, 51-59
Su padre Abraham se regocijaba con el pensamiento de verme. En su vida terrena, Jesús manifestó
claramente la conciencia de que era punto de referencia para la historia de su pueblo. A quienes le
reprochaban que se creyera mayor que Abraham por haber prometido la superación de la muerte a los que
guardaran su palabra (cf. Jn 8, 51), respondió: “Su padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo
vio y se alegró” (Jn 8, 56). Así pues, Abraham estaba orientado hacia la venida de Cristo. Según el plan
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divino, la alegría de Abraham por el nacimiento de Isaac y por su renacimiento después del sacrificio era
una alegría mesiánica: anunciaba y prefiguraba la alegría definitiva que ofrecería el Salvador.
Al igual que Abraham, Jacob y Moisés, también David remite a Cristo. Es consciente de que el
Mesías será uno de sus descendientes y describe su figura ideal. Cristo realiza, en un nivel trascendente,
esa figura, afirmando que el mismo David misteriosamente alude a su autoridad, cuando, en el salmo 110,
llama al Mesías «su Señor» (cf. Mt 22, 45; y paralelos).
Así, pues, Cristo está presente, de modo particular, en la historia del pueblo de Israel, el pueblo de la
Alianza. Esta historia se caracteriza específicamente por la espera de un Mesías, un rey ideal, consagrado
por Dios, que realizaría plenamente las promesas del Señor. A medida que esta orientación se iba
delineando, Cristo revelaba progresivamente su rostro de Mesías prometido y esperado, permitiendo
vislumbrar también rasgos de agudo sufrimiento sobre el telón de fondo de una muerte violenta (cf. Is 53,
8).
La esperanza cristiana lleva a plenitud la esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel, y
encuentra su origen y su modelo en Abraham, el cual, «esperando contra toda esperanza, creyó y fue
hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).
Viernes
Jn 10, 31-42
Intentaron apoderarse de él, pero se les escapó de las manos. Los judíos tomaron piedras para
apedrear a Jesús, porque había dicho: “Yo soy Hijo de Dios”. La escena tiene lugar cuando Jesús se
paseaba en el templo, por el llamado pórtico de Salomón. Jesús así proclama su divinidad, diciendo: “Yo y
el Padre somos una cosa, es decir, es Dios como el Padre, como dice en el prólogo de San Juan: el Verbo es
Dios.
Jesús es perseguido porque afirmó: “Yo soy Hijo de Dios”. Y pone como testimonio las obras que
hace: “Si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, crean en las obras, aunque no me
crean a mí.
Este evangelio, nuevamente nos hace ver como los judíos eran sumamente reacios a creer en la
divinidad de Jesús, a pesar de lo que oían y veían. Así es como Jesús les argumenta con buenas razones, las
que son visibles y fáciles de entender. A los judío no le faltaban motivos para conocer la verdad, solo
necesitaban fijarse en los milagros que hacia Jesús, pero ellos eran gentes de corazón duro y se mostraban
duros para recibir la verdad. Por eso judíos, molestos, al no poder replicar a Jesús, se enfurecen y quieren
apedrearlo.
Cristo, revelador del Padre y revelador de Sí mismo como Hijo del Padre, murió porque hasta el fin
dio testimonio de la verdad sobre su filiación divina.
Este Evangelio nos recuerda a todos el deber de dar testimonio de la verdad. Un testimonio que se
debe dar incluso cuando es fuerte la tentación de esconderse, de resignarse, de dejarse llevar a la deriva por
la opinión dominante. Como declaraba una joven judía destinada a ser asesinada en un campo de
concentración (Etty Hillesum, Diario 1941-1943 (3 de julio de 1943)), “a cada nuevo horror o crimen
debemos oponer un nuevo fragmento de verdad y de bondad que hemos conquistado en nosotros mismos.
Podemos sufrir, pero no debemos sucumbir”.
Con el corazón colmado de amor nosotros confesemos también hoy con el Apóstol Pedro el
testimonio de nuestra fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16).
Sábado
Jn 11, 45-56
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Jesús debía morir para congregar a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Esta expresión nos
lleva a recordar el símbolo del profeta Ezequiel: presenta dos maderos primero separados, después
acercados uno al otro, que expresaba la voluntad divina de “congregar de todas las partes” a los miembros
del pueblo herido: “Seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y sabrán las naciones que yo soy el Señor, que
santifico a Israel, cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre” (cf. 37, 16-28).
El Evangelio de san Juan, por su parte, y ante la situación del pueblo de Dios en aquel tiempo, ve en
la muerte de Jesús la razón de la unidad de los hijos de Dios: “Iba a morir por la nación, y no sólo por la
nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (11, 51-52). Así también
la Carta a los Efesios dice que “derribando el muro que los separaba, por medio de la cruz, dando en sí
mismo muerte a la enemistad”, de lo que estaba dividido hizo una unidad (cf. 2, 14-16).
La unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios. Por esto Dios envió a su Hijo para que,
muriendo y resucitando por nosotros, nos diese su Espíritu de amor. La víspera del sacrificio de la Cruz,
Jesús mismo ruega al Padre por sus discípulos y por todos los que creerán en El para que sean una sola
cosa, una comunión viviente. Por tanto, toda división, en cualquier nivel, que sea, y de parte de quien sea
“contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la
causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura”.
SEMANA SANTA
Lunes
Jn 12, 1-11
Déjala. Esto lo tenía guardado para el día de mi sepultura. Esta escena hace referencia a María, la
hermana de Marta y Lázaro, que se adelantó a perfumar el cuerpo de Jesús para su sepultura; y, por otra
parte, la intervención de Judas, lamentándose de la inversión del perfume. Y es cuando Jesús le dice:
Déjala. Esto lo tenía guardado para el día de mi sepultura.
Este perfume que María tenía, al emplearlo así en Jesús, por deferencia, cuya muerte era inminente,
vino, sin saberlo, como nos dice el evangelio de San Juan (11:51; 19:24), a cumplir un rito simbólico que,
si era homenaje a Jesús, venía a evocar y a ser una anticipación del embalsamamiento que harían de su
cuerpo después de su muerte.
Por otra parte, la unción de Betania es preludio de la muerte de Jesús, bajo el signo de la unción que
María hizo en honor del Maestro y que él aceptó en previsión de su sepultura (cf. Jn 12, 7).
María, demostró la delicadeza de su amor al Maestro. Los hizo a su modo, porque entonces solo se
solía en señal de respeto ungir la cabeza de los huéspedes, así se destacaba su distinción como invitados.
María elige la esencia más cara, la más pura y costosa para ungir los pies de Jesús. La ofrenda de María es
total, no se reserva ninguna gota del perfume para ella.
El gesto de María, de ungir los pies de Jesús con el ungüento precioso, se convierte en un acto
extremo de amor agradecido con vistas a la sepultura del Maestro; y el perfume, que se difunde por toda la
casa, es el símbolo de su caridad inmensa, de la belleza y bondad de su sacrificio, que llena la Iglesia.
A ejemplo de María de Magdalena, aprendemos a compartir la vida de Jesús, que implica participar
también de su destino. Al derramar aquel perfume tan caro en los pies del maestro, María manifiesta la
profundidad de su amor para con él. Aquellos aromas representan el don de toda su vida hasta la muerte.
En efecto, así lo interpreta Jesús: “lo tenía reservado para mi sepultura”.
Que el gesto de amor de María nos lleva a ser verdaderamente cristianos: poner en Cristo el frasco de
nuestra vida, para que el perfume de su presencia en nuestra vidas impregne nuestro ambiente: siendo de
verdad signos de ese aroma, que implica compartir con nuestro Maestro su vida, su misión y sus amores.
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Martes
Jn 13, 21-33.36-38
Uno de ustedes me entregará. No cantará el gallo antes de que me haya negado tres veces. Una vez
que Judas salió del Cenáculo, otro anuncio debió perturbar más a los discípulos: “Hijos míos, ya poco
tiempo voy a estar con ustedes. Ustedes me buscarán, y, lo mismo que les dije a los judíos, que adonde yo
voy, ustedes no podéis venir, les digo también ahora a ustedes» (Jn 13,33). El Señor se refiere a su Pascua.
Él partirá al encuentro del Padre por medio de su muerte en Cruz.
Por otra parte, al preguntarle Pedro a dónde va y luego de asegurarle que está dispuesto a dar la vida
por Él, el Señor le anuncia que lo negará tres veces.
Por todo ello entendemos que los discípulos sin duda se encontraban profundamente turbados y
consternados. ¿Y cómo recomienda el Señor que han de afrontar este estado de turbación interior?
Mediante un profundo acto de fe y confianza en Dios, así como también en Él: “Creen en Dios; crean
también en mí”. Aunque de momento no comprendan nada de lo que está sucediendo, aunque no entiendan
tampoco el alcance y profundidad de lo que Él les dice, aunque se avecinen momentos turbulentos y el
Señor sea arrebatado de su lado, deben confiar en Dios y en Él.
Si Él “se va” de su lado a un lugar al que de momento no pueden seguirlo, es para prepararles un
lugar en la casa del Padre. Es decir, por medio de su Pascua el Señor reconciliará al hombre con Dios de
modo que pueda entrar nuevamente al ‘lugar’ de la presencia y profunda comunión de vida con Dios, por
toda la eternidad. Hecho esto, dice el Señor, volverá por ellos (Jn 14,28) para cumplir su promesa: “Los
tomaré conmigo para que donde esté yo estén también ustedes”, promesa en la que se sustenta la esperanza
de todo creyente que peregrina en esta tierra, porque quien crea en Él, tiene la vida eterna (Cfr. Jn 3,16;
20,30-31).
Miércoles
Mt 26, 14-25
¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre va a ser entregado! Los hombres indicados nominalmente
por los Evangelios, al menos en parte, son históricamente los responsables de la muerte de Jesús. Lo
declara Él mismo cuando dice a Pilato durante el proceso: “El que me ha entregado a ti tiene mayor
pecado” (Jn 19, 11). Y en otro lugar: “El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero, ‘¡ay de
aquél por quien el Hijo del hombre es entregado!’, ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!” (Mc 14,
21; Mt 26, 24; Lc 22, 22). Jesús alude a las diversas personas que, de distintos modos, serán los artífices de
su muerte: a Judas, a los representantes del sanedrín, a Pilato, a los demás... También Simón Pedro, en el
discurso que tuvo después de Pentecostés imputará a los jefes del sanedrín la muerte de Jesús: “Ustedes le
mataron clavándole en la cruz por mano de los impíos” (He 2, 23).
Sin embargo, aunque sea difícil negar la responsabilidad de aquellos hombres que provocaron
voluntariamente la muerte de Cristo, también notemos, que las cosas a la luz del designio eterno de Dios,
pedía la ofrenda propia de su Hijo predilecto como víctima por los pecados de todos los hombres. En esta
perspectiva superior nos damos cuenta de que todos, por causa de nuestros pecados, somos responsables de
la muerte de Cristo en la cruz: todos, en la medida en que hayamos contribuido mediante el pecado a hacer
que Cristo muriera por nosotros como víctima de expiación. También en este sentido se pueden entender
las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al
tercer día resucitará” (Mt 17, 22).
Cristo, el buen pastor, está presente entre nosotros, en medio de todos los pueblos, las naciones, las
generaciones y las razas, corno el que “da su vida por las ovejas”. Cristo en la cruz es un signo de
contradicción para todos los crímenes contra el mandamiento de no matar. Dio su vida en sacrificio para la
salvación del mundo. “La sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado. Si decimos: ‘no tenemos
pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1, 7-8). La Cruz de Cristo no cesa de ser
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para cada uno de nosotros esta llamada misericordiosa y, al mismo tiempo, severa a reconocer y confesar
la propia culpa. Es una llamada a vivir en la verdad.
TRIDUO PASCUAL
La palabra triduo en la práctica devocional católica sugiere la idea de preparación. A veces nos
preparamos para la fiesta de un santo con tres días de oración en su honor, o bien pedimos una gracia
especial mediante un triduo de plegarias de intercesión.
El triduo pascual se consideraba como tres días de preparación a la fiesta de pascua; comprendía el
jueves, el viernes y el sábado de la semana santa. Era un triduo de la pasión.
En el nuevo calendario y en las normas litúrgicas para la semana santa, el enfoque es diferente. El
triduo se presenta no como un tiempo de preparación, sino como una sola cosa con la pascua. Es un triduo
de la pasión y resurrección, que abarca la totalidad del misterio pascual. Así se expresa en el calendario:
Cristo redimió al género humano y dio perfecta gloria a Dios principalmente a través de su misterio
pascual: muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida. El triduo pascual de la pasión y
resurrección de Cristo es, por tanto, la culminación de todo el año litúrgico.
El triduo comienza con la misa vespertina de la cena del Señor, alcanza su cima en la vigilia pascual
y se cierra con las vísperas del domingo de pascua.
Esta unificación de la celebración pascual es más acorde con el espíritu del Nuevo Testamento y con
la tradición cristiana primitiva. El mismo Cristo, cuando aludía a su pasión y muerte, nunca las disociaba
de su resurrección. En el evangelio del miércoles de la segunda semana de cuaresma (Mt 20,17-28) habla
de ellas en conjunto: “Lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, lo
azoten y lo crucifiquen, y al tercer día resucitará”.
Es significativo que los padres de la Iglesia, tanto san Ambrosio como san Agustín, conciban el
triduo pascual como un todo que incluye el sufrimiento de Jesús y también su glorificación. El obispo de
Milán, en uno de sus escritos, se refiere a los tres santos días (triduum illud sacrum) como a los tres días en
los cuales sufrió, estuvo en la tumba y resucitó, los tres días a los que se refirió cuando dijo: “Destruyan
este templo y en tres días lo reedificaré”. San Agustín, en una de sus cartas, se refiere a ellos como "los tres
sacratísimos días de la crucifixión, sepultura y resurrección de Cristo".
Esos tres días, que comienzan con la misa vespertina del jueves santo y concluyen con la oración de
vísperas del domingo de pascua, forman una unidad, y como tal deben ser considerados. Por consiguiente,
la pascua cristiana consiste esencialmente en una celebración de tres días, que comprende las partes
sombrías y las facetas brillantes del misterio salvífico de Cristo. Las diferentes fases del misterio pascual se
extienden a lo largo de los tres días como en un tríptico: cada uno de los tres cuadros ilustra una parte de la
escena; juntos forman un todo. Cada cuadro es en sí completo, pero debe ser visto en relación con los otros
dos.
Interesa saber que tanto el viernes como el sábado santo, oficialmente, no forman parte de la
cuaresma. Según el nuevo calendario, la cuaresma comienza el miércoles de ceniza y concluye el jueves
santo, excluyendo la misa de la cena del Señor. El viernes y el sábado de la semana santa no son los
últimos dos días de cuaresma, sino los primeros dos días del "sagrado triduo".
JUEVES SANTO
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Con la Misa vespertina de hoy damos inicio al Triduo Pascual. Hasta esta hora, el Jueves
pertenece a la Cuaresma. Con la Eucaristía de esta tarde entramos ya en la Pascua.
Como la última Cena fue un «anticipo» de lo que luego iba a pasar en la cruz, anticipando la
entrega del Cuerpo y Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino, así la Eucaristía de hoy es un
anticipo de la Pascua de Cristo, de su Muerte y Resurrección. La Misa de hoy, al recordar la última Cena
de Cristo, no es la Eucaristía más importante: lo será la de la Vigilia Pascual, pasado mañana.
Para los judíos (1ª. lectura), la Pascua es la celebración anual del gran acontecimiento de su
primera Pascua, su éxodo, su liberación de la esclavitud, con el paso del Mar Rojo y la alianza del Sinaí.
Para los cristianos (2ª. lectura), esta celebración adquiere un nuevo sentido: es la Pascua de Jesús,
su muerte y resurrección, de la que hacemos por encargo del mismo Cristo, un memorial: la Eucaristía,
en forma de comida. En ese pan partido y en esa copa de vino, nos ha asegurado Él mismo, que nos da su
propia persona, su Cuerpo y su Sangre, para que tengamos su propia vida.
Con la institución de la Eucaristía, Jesús comunica a los Apóstoles la participación ministerial en
su sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual él, y sólo él, es siempre y
por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, a su vez, se convierten en ministros de
este excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo. Se convierten, al mismo
tiempo, en servidores de todos los que van a participar de este don y misterio tan grandes.
La Eucaristía, el supremo sacramento de la Iglesia, está unida al sacerdocio ministerial, que nació
también en el Cenáculo, como don del gran amor de Jesús, que “sabiendo que había llegado la hora de
pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo” (Jn 13, 1).
La eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor. ¡Este es el memorial vivo que
contemplamos hoy, Jueves Santo! (Cfr. Juan Pablo II, Misa “in cena domini” (20 de abril de 2000):
1º.) La institución de la Sagrada Eucaristía: Cada vez que por orden del Señor, nos
reunimos a celebrar la Cena del Señor, se transforma el pan en su propio Cuerpo y el vino en su propia
Sangre: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”; “Este cáliz es la nueva alianza que se sella con
mi sangre”; así, Jesús se nos da como alimento en la Sagrada Comunión.
San Agustín dice que “si ustedes mismos son Cuerpo y miembros de Cristo, son el sacramento que es
puesto sobre la mesa del Señor, y reciben este sacramento suyo. Responden «amén» (es decir, «Si», «es
verdad») a lo que reciben, con lo que, respondiendo, lo reafirman. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y
respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también
verdadero” (S. AGUSTÍN, serm. 272)
2º.) El sacerdocio ministerial: Jesús quiso elegir de entre el pueblo a algunos que se consagraran a Él, para
continuar en ellos su obra salvadora. En efecto, el ministro consagrado posee, en verdad, el papel del
mismo Sacerdote, Cristo Jesús. El sacerdote es asimilado al Sumo Sacerdote Jesús, por la consagración
sacerdotal: goza de la facultad de actuar por el poder y en la persona de Cristo mismo, a quien representa
(Cfr. Virtute ac persona ipsius Christi; PÍO XII, enc Mediator Dei)
En efecto, “Cristo es la fuente de todo sacerdocio, y por eso, el sacerdote, actúa en representación suya” (S.
TOMÁS DE A., STh 3, n, 4)).
Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del Padre,
y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los Apóstoles: sin ellos no se puede
hablar de Iglesia (S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 3, 1)
Grandeza obliga; así, san Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote, exclama: “Es preciso comenzar
por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir, es preciso ser luz
para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la
mano y aconsejar con inteligencia (or. 2, 71). Sé de quién somos ministros, dónde nos encontramos y a
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dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza (ibíd.
74). Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica
con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio
de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea para el mundo de lo alto, y,
para decir lo más grande que hay en Él, es divinizado y diviniza (ibíd. 73).
3º.) El amor y el servicio a los demás, la proclamación del gran precepto, cuyo cumplimiento nos
manifiesta discípulos de Jesucristo, el mandato del amor. Los apóstoles discutían quien era el mayor entre
ellos, Jesús le respondió: El que quiera ser grande entro ustedes, deberá amar y servir a los demás. Porque
ni aún el Hijo del Hombre vino para que le sirvan, sino para amar y servir, y dar su vida como rescato por
todos (Cfr. Mc.10:43.45).
El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un
envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos
mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el
banquete de Dios.
El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el Señor
nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en
la fuerza para amar juntamente con su amor.
VIERNES SANTO
Los frutos de la cruz
Hoy es el primer día del Triduo Pascual, que inauguramos con la Eucaristía vespertina de ayer.
De esa gran unidad que forman la muerte y la resurrección de Jesús y que llamamos «Pascua», hoy
celebramos de modo intenso el primer acto, la «Pascha Crucifixionis». Aunque este recuerdo de la
muerte está ya hoy lleno de esperanza y victoria. A su vez, la fiesta de la Resurrección, a partir de la
Vigilia Pascual, seguirá teniendo presente el paso por la muerte: «Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado»,
diremos en el prefacio pascual.
Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus
pecados, se dirige a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Le habla con la confianza
que le otorga el ser compañero de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida,
de sus milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta su divinidad.
Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el Calvario: su silencio que
impresiona, su mirar lleno de compasión ante las gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio
y de tanto dolor. Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado final de
un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se unió a Jesús. Para convertirse en
discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento
del Señor. Escuchó el Señor emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios.
Debió producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. Yo te aseguro, le dijo, que hoy
mismo estarás conmigo en el Paraíso.
La eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el mundo de paz, de gracia, de perdón, de
felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que Cristo realizó una vez, se aplica a cada
hombre, con la cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “el Hijo de Dios
me amó y se entregó por mí”. No ya por “nosotros”, de modo genérico, sino por mí, como si fuese único.
Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar se celebra la Santa Misa.
“Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón sensible
(…). Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él,
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porque era la misma pureza”. Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel
amor de Jesús en la Cruz. Sólo nuestro “no querer” puede hacer baldía la Pasión de Cristo.
Muy cerca de Jesús está su Madre, con otras santas mujeres. También está allí Juan, el más
joven de los Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su
madre: “Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el
discípulo la recibió en su casa”. Jesús, después de darse a sí mismo en la última Cena, nos da ahora lo
que más quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y Él nos da a María
como Madre nuestra.
Este gesto tiene un doble sentido. Por una parte se preocupa de la Virgen, cumpliendo con toda
fidelidad el cuarto Mandamiento del Decálogo. Por otra, declara que Ella es nuestra Madre. “La
Santísima Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo
hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de pie” (Jn 19, 25), sufriendo
profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo
amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada
por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en quien todos estamos
representados.
Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el himno litúrgico: “¡Oh
dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de
veras de sus penas mientras vivo; porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón
compasivo. Haz que me enamore su cruz y que en ella viva y more…”
LA VIGILIA PASCUAL
El domingo, día del Señor
En esta noche el Señor resucitó e inauguró para nosotros en su carne, la vida en que no hay
muerte. Cuando aquellas mujeres que lo amaban vinieron a su sepulcro, en su busca, supieron por los
ángeles que había ya resucitado durante la noche. El Mesías, prenda de nuestra resurrección, ¡Ha
Resucitado! Esta será para nosotros una ley eterna hasta el fin del mundo. Por tanto, es paso de Cristo de
este mundo al Padre; de la muerte a la vida; de la derrota y el fracaso a la victoria definitiva. Es el paso
del cristiano de la muerte del pecado a la vida de Dios; de las tinieblas a la luz; de la esclavitud a la
libertad; de la condición de siervo a la del Hijo. Por esto llamamos a Cristo, «nuestra Pascua»: «Cristo,
nuestra Pascua, se inmoló (1 Co 5,7). Él fue para nosotros el paso único y el puente definitivo para pasar
nosotros al Padre.
¡Ha Resucitado! Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la
exuberancia de signos: fuego, luz, agua, Palabras, cantos, flores. Todo es vida. Todo proclama la
resurrección de Jesús. Todo, esta noche es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra
significativa, que se canta con toda el alma.- ¡ALELUYA! Del hebreo Hallelú-Yah, significa: alaben,
con sentido de júbilo, y Yah, que es abreviación de Yahvé (el Señor). Significa: ¡Alaben al Señor! La
Iglesia en su culto la ha usado desde el principio, como aparece en el Apocalipsis (19,4). En la liturgia el
Aleluya es manifestación del culto cristiano que prorrumpe en la solemnidad de la Pascua y se repite en
la cincuentena pascual.
La palabra «vigilia», aquí tiene un sentido propio: «una noche en vela». La Vigilia Pascual
supone que «pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó»: es la madre de todas las vigilias. Es la
Solemnidad de las Solemnidades, la noche primordial de todo el año. Más importante que la Navidad,
que también tiene su celebración nocturna. La Pascua de Resurrección es la primera de todas las
solemnidades cristianas, y la raíz y el fundamento de todas ellas. Estamos en la cumbre de la Historia de
la Salvación y en el centro y corazón de toda la liturgia cristiana. Cristo ha resucitado, según las
71
Escrituras (1 Co 15,4). Este es el núcleo central de la predicación apostólica, del kerigma primitivo
(Hch 2, 24-32; 3, 5; 4, 10, 33, 34; Lc 24,46). Y el fundamento de la fe cristiana (1 Co 15,1 7). La
Resurrección de Jesús, tal como Pedro la proclama ante los primeros gentiles convertidos (Hch 10,36 43), es el «acontecimiento-síntesis», que abarca e ilumina la totalidad del Misterio de Cristo. La
resurrección de Cristo inaugura el tiempo de la «nueva-creación» en el mundo (Rm 1,4; 2 Co 13,4; Flp
2,9-10), y en nosotros (Rm 6,4; Co 5,1 7; 1 P 1,3-4).
Pascua es la fiesta de la alegría, del triunfo, de la vida: en contraste con las tristezas de los días
pasados, el recordar y revivir la tragedia del Calvario y el escándalo de la Cruz, hoy nos llena de alegría
de la primavera cristiana en la que nacemos a una nueva existencia, a una nueva vida (Rm 6,4). Pascua es
la fiesta de la luz. Este cirio cuya luz nos ilumina, es el símbolo de Cristo, luz de los hombres y del
mundo (Jn 1,4.9; 8,12). Ese lucero encendido en la noche de Pascua «no volverá a conocer ocaso»
(Pregón pascual). Pascua es la fiesta de la libertad: La humanidad estaba encadenada a los pies del peor
de los amos, era esclava del pecado (Rm 6,17-18), pero ahora por la Resurrección de Cristo, «libres del
pecado y siervos de Dios, tienen por fruto la santificación y por fin, la vida eterna» (Rm 6,22).
El día del Señor. «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de
la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día
del Señor’ o domingo» (SC 106). Aquí es donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor
resucitado que los invita a su banquete (Cfr. Jn 21,12; Lc 24,30): El día del Señor, el día de la
resurrección, el día de los cristianos, es nuestro día. Por eso es llamado día del Señor: porque es en este
día cuando el Señor subió victorioso junto al Padre (Cfr. S. JERÓNIMO, pasch).
El domingo es el día por excelencia de la asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para,
escuchando la Palabra de Dios y participando en la eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la
gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección
de Jesucristo de entre los muertos” (SC 106). Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron
realizadas en este día del domingo de tu santa resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo,
porque en él tuvo comienzo la Creación… la salvación del mundo… la renovación del género humano…
en él el Cielo y la Tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de Luz. Bendito es el día del
domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados
entraran en él sin temor” (Fangith, Oficio Siriaco de Antioquía, Vol. 6, 1º. parte del verano, p. 193, 2) .
Domingo de la resurrección del Señor
Este Domingo es el tercer día del Triduo Pascual, que ha tenido en la Vigilia su punto culminante
y, a la vez, el primer día de la Cincuentena Pascual, las siete semanas de celebración de la Pascua, que
concluirá con Pentecostés, el nombre griego del “día quincuagésimo”.
Pascua es el día que hizo el Señor, el día grande, la solemnidad de las solemnidades, el día rey, el
día primero, día sin noche, tiempo sin tiempo, edad definitiva, primavera de primaveras… pasión
inusitada. La Resurrección es la verdad fundamental del cristianismo y el motivo y garantía de nuestra
esperanza.
El concilio Vaticano II enseña que “la Iglesia celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día
que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo’ (SC 106). En efecto, durante el tiempo pascual la
Iglesia vuelve a contemplar este inefable misterio con su pensamiento, con su reflexión, y sobre todo con
su oración. Más aún, vuelve a ello cada domingo del año, porque cada domingo es una pequeña pascua,
que recuerda y representa la muerte y resurrección de Jesús. Así, la Pascua no es un episodio aislado,
sino que está unido a nuestro destino y a nuestra salvación. La Pascua es una fiesta muy nuestra que nos
afecta interiormente, porque, como dice San Pablo: “Cristo fue entregado por nuestros pecados, y fue
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resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 25). Así la suerte de Cristo se convierte en la nuestra,
su pasión se convierte en la nuestra y su resurrección en nuestra resurrección.
Para los primeros cristianos la participación en las celebraciones dominicales constituía la
expresión natural de su pertenencia a Cristo, de la comunión con su Cuerpo místico, en la gozosa espera
de su vuelta gloriosa. Esta pertenencia se manifestó de manera heroica en la historia de los mártires de
Abitina, que afrontaron la muerte, exclamando: ‘Sine dominico non possumus’, es decir, sin reunirnos en
asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir.
¡Cuánto más hoy es preciso reafirmar el carácter sagrado del día del Señor y la necesidad de
participar en la misa dominical! El contexto cultural en que vivimos, a menudo marcado por la indiferencia
religiosa y el secularismo que ofusca el horizonte de lo trascendente, no debe hacernos olvidar que el
pueblo de Dios, nacido del acontecimiento pascual, debe volver a él como a su fuente inagotable, para
comprender cada vez mejor los rasgos de su identidad y las razones de su existencia. El concilio Vaticano
II, después de indicar el origen del domingo, prosigue así: “En este día los fieles deben reunirse para,
escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del
Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo
de entre los muertos” (SC 106).
El domingo fue elegido por Cristo mismo, que en aquel día, “el primer día de la semana”, resucitó y
se apareció a los discípulos (cf. Mt 28, 1; Mc 16, 9; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19; Hch 20, 7; 1 Co 16, 2),
apareciéndose de nuevo “ocho días después” (Jn 20, 26). El domingo es el día en el que el Señor resucitado
se hace presente a los suyos, los invita a su mesa y los hace partícipes para que ellos, unidos y configurados
con él, puedan rendir el culto debido a Dios. Necesitamos recobrar el valor del Domingo, necesitamos
profundizar cada vez más en la importancia del ‘día del Señor’. La Eucaristía es el pilar fundamental del
domingo y de toda la vida del cristiano: en cada celebración eucarística dominical se realiza la santificación
del pueblo cristiano, hasta el domingo sin ocaso, día del encuentro definitivo de Dios con sus criaturas.
Recuperemos el sentido cristiano del domingo. Ojalá que el ‘día del Señor’, que podría llamarse
también el ‘señor de los días’, cobre nuevamente todo su relieve y se perciba y viva plenamente en la
celebración de la Eucaristía, raíz y fundamento de un auténtico crecimiento de la comunidad cristiana (cf.
PO 6).
Oh Jesús, vencedor de la muerte y del pecado, tuyos somos y tuyos queremos ser: nosotros y
nuestras familias y cuanto tenemos de más querido y precioso, en los ardores de la juventud, en la
prudencia de la edad madura, en los inevitables desconsuelos y renuncias de la vejez incipiente y ya
avanzada: siempre tuyos.
Y danos tu bendición, y derrama en todo el mundo tu paz, oh Jesús, como lo hiciste al reaparecer
por vez primera en la mañana de Pascua a tus más íntimos, y como seguiste haciéndolo en las sucesivas
apariciones en el Cenáculo, junto al lago, en el camino: No tengan miedo, Yo estoy con ustedes todos los
días.
Que por intercesión de Nuestra Señora de la Soledad, el domingo, cada domingo, sea para
nosotros el gran día, que saltemos de gozo y de alegría, que no se aparte nunca de nuestra memoria y que
sea el comienzo de una vida de esperanza y de amor, de luz y de salvación.
TIEMPO DE PASCUA
El tiempo pascual comprende cincuenta días (en griego = "pentecostés", vividos y celebrados como
un solo día: "los cincuenta días que median entre el domingo de la Resurrección hasta el domingo de
73
Pentecostés se han de celebrar con alegría y júbilo, como si se tratara de un solo y único día festivo,
como un gran domingo" (Normas Universales del Año Litúrgico, n 22).
El tiempo pascual es el más fuerte de todo el año, que se inaugura en la Vigilia Pascual y se celebra
durante siete semanas hasta Pentecostés. Es la Pascua (paso) de Cristo, del Señor, que ha pasado el año,
que se inaugura en la Vigilia Pascual y se celebra durante siete semanas, hasta Pentecostés. Es la Pascua
(paso) de Cristo, del Señor, que ha pasado de la muerte a la vida, a su existencia definitiva y gloriosa. Es la
pascua también de la Iglesia, su Cuerpo, que es introducida en la Vida Nueva de su Señor por medio del
Espíritu que Cristo le dio el día del primer Pentecostés. El origen de esta cincuentena se remonta a los
orígenes del Año litúrgico.
Los judíos tenían ya la "fiesta de las semanas" (ver Dt 16,9-10), fiesta inicialmente agrícola y luego
conmemorativa de la Alianza en el Sinaí, a los cincuenta días de la Pascua. Los cristianos organizaron muy
pronto siete semanas, pero para prolongar la alegría de la Resurrección y para celebrarla al final de los
cincuenta días la fiesta de Pentecostés: el don del Espíritu Santo. Ya en el siglo II tenemos el testimonio de
Tertuliano que habla de que en este espacio no se ayuna, sino que se vive una prolongada alegría.
La liturgia insiste mucho en el carácter unitario de estas siete semanas. La primera semana es la
"octava de Pascua', en la que ya por rradici6n los bautizados en la Vigilia Pascual, eran introducidos a una
más profunda sintonía con el Misterio de Cristo que la liturgia celebra. La "octava de Pascua" termina con
el domingo de la octava, llamado "in albis", porque ese día los recién bautizados deponían en otros tiempos
los vestidos blancos recibidos el día de su Bautismo.
Dentro de la Cincuentena se celebra la Ascensi6n del Señor, ahora no necesariamente a los cuarenta
días de la Pascua, sino el domingo séptimo de Pascua, porque la preocupaci6n no es tanto cronológica sino
teol6gica, y la Ascensión pertenece sencillamente al misterio de la Pascua del Señor. Y concluye todo con
la donaci6n del Espíritu en Pentecostés.
La unidad de la Cincuentena que da también subrayada por la presencia del Cirio Pascual encendido
en todas las celebraciones, hasta el domingo de Pentecostés. Los varios domingos no se llaman, como
antes, por ejemplo, "domingo III después de Pascua", sino "domingo III de Pascua". Las celebraciones
litúrgicas de esa Cincuentena expresan y nos ayudan a vivir el misterio pascual comunicado a los
discípulos del Señor Jesús.
OCTAVA DE PASCUA
Lunes
Mt 28, 8-15 (Cfr. Benedicto XVI, 9 de abril de 2007)
Vayan a decir a mis hermanos que vayan a Galilea. Allá me verán. En el clima de la alegría pascual,
la liturgia de hoy nos lleva al sepulcro, donde María Magdalena y la otra María, según el relato de san
Mateo, impulsadas por el amor a él, habían ido a ‘visitar’ la tumba de Jesús. El evangelista narra que Jesús
les salió al encuentro y les dijo: “No teman. Vayan, avisen a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me
verán” (Mt 28, 10). Verdaderamente experimentaron una alegría inefable al ver de nuevo a su Señor, y,
llenas de entusiasmo, corrieron a comunicarla a los discípulos.
Hoy el Resucitado nos repite a nosotros, como a aquellas mujeres que habían permanecido junto a él
durante la Pasión, que no tengamos miedo de convertirnos en mensajeros del anuncio de su resurrección.
No tiene nada que temer quien se encuentra con Jesús resucitado y a él se encomienda dócilmente. Este es
el mensaje que los cristianos están llamados a difundir hasta los últimos confines de la tierra.
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El cristiano, como sabemos, no comienza a creer al aceptar una doctrina, sino tras el encuentro con
una Persona, con Cristo muerto y resucitado. Queridos amigos, en nuestra existencia diaria son muchas las
ocasiones que tenemos para comunicar de modo sencillo y convencido nuestra fe a los demás; así, nuestro
encuentro puede despertar en ellos la fe. Y es muy urgente que los hombres y las mujeres de nuestra época
conozcan y se encuentren con Jesús y, también gracias a nuestro ejemplo, se dejen conquistar por él.
Ahora, después de la resurrección, la Madre del Redentor se alegra con los ‘amigos’ de Jesús, que
constituyen la Iglesia naciente. Que Ella mantenga viva la fe en la resurrección en cada uno de nosotros y
nos convierta en mensajeros de la esperanza y del amor de Jesucristo.
Martes
Jn 20, 11-18
He visto al Señor y me ha dado este mensaje: “…ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y su
Padre, a mi Dios y su Dios” (Jn 20, 17). El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo
se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: “Todavía no he subido al Padre. Vete
donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios” (Jn 20, 17). Esto indica una
diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del
Padre. El acontecimiento a la vez histórico y trascendente de la Ascensión marca la transición de una a otra
(Cfr. CIgC 660).
“Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10).
Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre” (Jn 14, 2), a la vida y a
la felicidad de Dios. Solo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, “ha querido precedernos como
cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo
en su Reino” (MR, Prefacio de la Ascensión).
Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la
gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como
Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne
fue glorificada" (San Juan Damasceno, f.o. 4, 2; PG 94, 1104 C; CIgC 663).
Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros,
miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con él eternamente (Cfr. CIgC 666).
Miércoles
Lc 24, 13-35
(Cfr. Benedicto XVI, 26 de marzo de 2008)
Lo reconocieron al partir el pan. La enseñanza de Jesús, la explicación de las profecías, fue para los
discípulos de Emaús como una revelación inesperada, luminosa y consoladora. Jesús daba una nueva clave
de lectura de la Biblia y ahora todo quedaba claro, precisamente orientado hacia este momento.
Conquistados por las palabras del caminante desconocido, le pidieron que se quedara a cenar con ellos. Y
él aceptó y se sentó a la mesa con ellos. El evangelista san Lucas refiere: “Sucedió que, cuando se puso a la
mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando” (Lc 24, 30). Fue
precisamente en ese momento cuando se abrieron los ojos de los dos discípulos y lo reconocieron, “pero él
desapareció de su lado” (Lc 24, 31). Y ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: “¿No estaba
ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las
Escrituras?” (Lc 24, 32).
En todo el año litúrgico, y de modo especial en la Semana santa y en la semana de Pascua, el Señor
está en camino con nosotros y nos explica las Escrituras, nos hace comprender este misterio: todo habla de
él. Esto también debería hacer arder nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos. El
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Señor está con nosotros, nos muestra el camino verdadero. Como los dos discípulos reconocieron a Jesús
al partir el pan, así hoy, al partir el pan, también nosotros reconocemos su presencia. Los discípulos de
Emaús lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan. Y este partir el
pan nos hace pensar precisamente en la primera Eucaristía, celebrada en el contexto de la última Cena,
donde Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su resurrección, dándose a sí mismo a los discípulos.
Jesús parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace presente con nosotros en la santa
Eucaristía, se nos da a sí mismo y abre nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su
Palabra, también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa del
Pan y del Vino consagrados. Cada domingo la comunidad revive así la Pascua del Señor y recibe del
Salvador su testamento de amor y de servicio fraterno.
Que María encienda nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos, y
reconozcamos a Jesús al partir el pan.
Jueves
Lc 24, 35-48
(Cfr. Benedicto XVI, 26 de marzo de 2008)
Está escrito, que Cristo tenía qué padecer, y tenía que resucitar de entre los muertos al tercer día.
Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de Cristo, acontecimiento
sorprendente que constituye la clave de bóveda del cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a partir de
este gran misterio, que ha cambiado el curso de la historia y se hace actual en cada celebración eucarística.
Cada año, en el ‘santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado’, como lo llama san
Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de
Jesús: su condena a muerte, la subida al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su
sepultura. Luego, al ‘tercer día’, la Iglesia revive su resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la
muerte a la vida, en el que se realizan en plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual
canta la certeza y la alegría de la resurrección de Cristo.
Hemos de renovar constantemente nuestra adhesión a Cristo muerto y resucitado por nosotros: su
Pascua es también nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la certeza de nuestra resurrección.
La noticia de su resurrección de entre los muertos no envejece y Jesús está siempre vivo; y también sigue
vivo su Evangelio.
“La fe de los cristianos, afirma san Agustín, es la resurrección de Cristo”. Los Hechos de los
Apóstoles lo explican claramente: “Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al
resucitarlo de entre los muertos” (Hch 17, 31). En efecto, no era suficiente la muerte para demostrar que
Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado. ¡Cuántos, en el decurso de la historia, han
consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos.
La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por
nosotros; pero sólo su resurrección es ‘prueba segura’, es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale
también para nosotros, para todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo glorificó. San Pablo escribe en la
carta a los Romanos: “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo
resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 9).
Viernes
Jn 21, 1-14
Se acercó Jesús, tomó el pan y se lo dio a sus discípulos y también el pescado. “Estaba ya
amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla” (Jn 21, 4). Al rayar el alba, el Resucitado se apareció a
los Apóstoles, que habían pasado toda la noche trabajando en vano en el lago de Tiberíades. El evangelista
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precisa que aquella noche “no pescaron nada” (Jn 21, 3), y añade que no tenían nada que comer. A la
invitación de Jesús: “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán” (Jn 21, 6), obedecieron sin dudar.
Pronta fue su respuesta y grande su recompensa, porque “por la abundancia de peces no tenían fuerzas para
sacar la red” (Jn 21, 6), que había estado vacía durante la noche.
¡Cómo no ver en este episodio, que san Juan narra en el epílogo de su evangelio, un signo elocuente
de lo que el Señor sigue realizando en la Iglesia y en el corazón de los creyentes, que confían en él sin
reservas! Los santos son testigos singulares del extraordinario don que Cristo resucitado concede a todo
bautizado: el don de la santidad.
“Aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: ‘Es el Señor’” (Jn 21, 7). En el evangelio
hemos escuchado, ante el milagro realizado, que un discípulo reconoce a Jesús. También los otros lo harán
después. El pasaje evangélico, al presentarnos a Jesús que “se acerca, toma el pan y se lo da” (Jn 21, 13),
nos señala cómo y cuándo podemos encontrarnos con Cristo resucitado: en la Eucaristía, donde Jesús está
realmente presente bajo las especies de pan y de vino. Sería triste que esa presencia amorosa del Salvador,
después de tanto tiempo, fuera aún desconocida por la humanidad.
Cuando los discípulos lo reconocen junto al lago de Tiberíades, se afianza su fe en que Cristo ha
resucitado y está presente en medio de los suyos. La Iglesia, desde hace dos milenios, no se cansa de
anunciar y repetir esta verdad fundamental de la fe.
Sábado
Mc 16, 9-15
Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio. Las palabras de despedida de Cristo a sus
discípulos no sólo son una invitación, sino también un desafío a ir y proclamar la buena nueva. La
evangelización, entendida de este modo, es una tarea en la que todos los miembros de la Iglesia participan
en virtud de su bautismo. Por tanto, todos los bautizados “deben dar testimonio de Cristo en todas partes y
han de dar razón de su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan” (LG 10).
Ante los ataques a la Iglesia, la indiferencia religiosa y el divorcio entre la vida y la fe de no pocos
hermanos nuestros, Cristo nos llama a un compromiso especial en el ministerio de la “Nueva
Evangelización”. Para quienes se han alejado de la vivencia de la fe o nunca han vivido la fe en Cristo, el
mensaje salvífico de Cristo en nuestro ambiente, nos exige a todos manifestar de forma inteligente y creíble
nuestra fe.
La misión de enseñar a los fieles a respetar y proclamar el Evangelio corresponde a los padres, a los
maestros y a los catequistas de hoy. Por esta razón, una tarea fundamental de todo obispo es esforzarse por
contar con laicos bien formados, preparados y dispuestos a ser maestros de la fe. Es preciso animarnos a
participar en el apostolado fundamental de la Palabra de Salvación.
Uno de los signos distintivos del servicio apostólico a la Iglesia es la proclamación audaz del
Evangelio (cf. Hch 2, 28. 30-31). No hay mucho tiempo, no podemos seguir indiferentes ante tanta
urgencia, que hay en nuestra parroquia, muchas personas necesitan caminar con Jesús, pero no se han
encontrado con Él, por esto hay también Jesús nos dice a nosotros: Vayan a sus hermanos y predíquenles el
evangelio, es decir, a Jesús, con el que nos hemos encontrado hoy.
SEGUNDA SEMANA
Lunes
Jn 3, 1-8
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El que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. A la luz del
Evangelio, que hemos escuchado podemos comprender mejor el significado del bautismo como primer
sacramento, en cuanto es obra del Espíritu Santo. Jesús mismo había aludido a ello en el coloquio con
Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el
Reino de Dios” (Jn 3, 5): En aquel mismo coloquio Jesús alude también a su futura muerte en la cruz (cf.
Jn 3, 14-15) y a su exaltación celeste (cf. Jn 3, 13); es el bautismo del sacrificio, del que el bautismo de
agua, el primer sacramento de la Iglesia, recibirá la virtud de obrar el nacimiento por el Espíritu Santo y de
abrir a los hombres “la entrada al reino de Dios”.
En efecto, como escribe San Pablo a los Romanos, “cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús,
fuimos bautizados en su muerte. Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que,
al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también
nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 3-4). Este camino bautismal en la vida nueva tiene inicio el día
de Pentecostés en Jerusalén.
El Apóstol san pablo nos ilustra sobre el significado de nacer del agua y del Espíritu para entrar en el
Reino de Dios, sobre nuestro bautismo, en sus Cartas (cf. 1 Co 6, 11; Tt 3, 5; 2 Co 1, 22; Ef 1, 13). Él lo
concibe como un “baño de peregrinación y de renovación del Espíritu Santo” (Tt 3, 5), heraldo de
justificación “en el nombre del Señor Jesucristo” (1 Co 6, 11; cf. 2 Co 1, 22); como un “sello del Espíritu
Santo de la Promesa” (Ef 1, 13); como “arras del Espíritu en nuestros corazones” (2 Co 1, 22). Dada esta
presencia del Espíritu Santo en los bautizados, el Apóstol recomendaba a los cristianos de entonces y lo
repite también a nosotros hoy: “No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, con el que fueron sellados para
el día de la redención” (Ef 4, 30).
Martes
Jn 3, 7-15
Nadie ha subido al cielo, sino el Hijo del Hombre, que bajó del cielo. Al respecto, san Agustín
enseña: “…nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo
que nos dice el Apóstol: Si han sido resucitados con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está
sentado a la diestra de Dios. Pongan su corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues, del
mismo modo que él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él allí,
aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete.
Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través
de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: Saulo,
Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer. ¿Por qué no trabajamos
nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él,
descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros,
estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor;
nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor
hacia él.
Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al cielo. Él
mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: Nadie ha subido al cielo
sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Esto lo dice en razón de la
unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que
nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y
nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios.
Por tanto, Cristo bajó del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros
subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es
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que queramos confundir la divinidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de
todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza” (Sermones 98, Sobre la Ascensión del Señor, 12; PLS 2, 494-495).
Miércoles
Jn 3, 16-21
Dios envío a su Hijo al Mundo para que el mundo se salve por Él. Estas palabras del Evangelio de
Juan, hablan de la misión, que el Padre encomendó a su Hijo Jesús, que tiene su culminación en su pasión,
muerte y resurrección. En efecto, Él, por el misterio pascual, ha realizado la liberación del hombre del mal
principal, el pecado, mediante la redención. El Padre Dios, ha venido a Jesús a “salvar a su pueblo” (cf. Mt
1, 21): “Cristo Jesús, hombre... se entregó como rescate por todos” (1 Tim 2, 5-6). “Al llegar la plenitud de
los tiempos, envió Dios a su Hijo... para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibiéramos la
filiación adoptiva” (cf. Gál 4, 4-5). En Él “tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los
delitos” (Ef 1, 7).
“En esto consiste el amor: No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos
envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Pues “la sangre de su Hijo Jesús nos
purifica de todo pecado” (1 Jn 1, 7). “Él es víctima de propiciación por nuestros pecados; no sólo por los
nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2, 2). “...Él se manifestó para quitar los pecados y
en Él no hay pecado” (1 Jn 3, 5). En esto precisamente se contiene la revelación más completa del amor
con que Dios amó al hombre: esta revelación se ha realizado en Cristo y por medio de Él. “En esto hemos
conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros...” (1 Jn 3, 16).
Por lo tanto, la redención es el regalo de amor por parte de Dios en Cristo. El Apóstol es consciente
de que su “vida en la carne” es la vida “en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por
mí” (Gál 2, 20). Con este don del amor de Dios en Cristo, totalmente gratuito, comienza la obra de la
salvación. Dios envío a su Hijo al Mundo para que el mundo se salve por Él.
Jueves
Jn 3, 31-36
El Padre ama a su Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. Así, en la oración sacerdotal, dirigida al
Padre en la Última Cena, Jesús dice: “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer,
para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Se trata del amor con el
que el Padre ha amado al Hijo “antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).
El misterio de la Santísima Trinidad nos revela que el Padre eterno ama al Hijo, el Hijo ama al Padre,
y este mutuo amor del Padre y el Hijo es la persona del Espíritu Santo. Es mas, el Padre se comunica a Sí
mismo totalmente al Hijo que es Dios de Dios, luz de luz. El Espíritu Santo que procede del Padre y el Hijo
es junto con el Padre y el Hijo un solo Dios que es comunión en la profundidad de su misterio. Este
misterio trinitario de amor y comunión es el modelo eminente para las relaciones humanas y es el
fundamento del diálogo.
“Yo amo al Padre” (Jn 14, 31). Al mismo tiempo cada uno de nosotros puede decir en Cristo: “El
Padre me ama”, precisamente porque Jesús dijo: “El Padre ama al Hijo” (Jn 3, 35). Esta conciencia de estar
en Cristo, de amar a su Padre y de ser amados por El es una fuente de fortaleza pastoral. Ella confirma el
sentido de nuestras vidas. Es un motivo para dar gracias al Padre y para alabar infinitamente a Jesucristo.
Dios ama al mundo. Y a pesar de todos sus rechazos, seguirá amándolo hasta el fin. “El Padre nos
ama” desde siempre y para siempre. Este anuncio asombroso se deposita en el corazón de todo creyente
que, como el discípulo amado por Jesús, reclina su cabeza en el pecho del Maestro y recoge sus
confidencias: “El que me ama será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21),
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porque “ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado,
Jesucristo” (Jn 17, 3).
Viernes
Jn 6, 1-15
Jesús distribuyo el pan a los que estaban sentados, hasta que se saciaron. Jesús tomó los panes, y,
después de orar, los distribuyó. Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la
bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran
la sobreabundancia del único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29).
En efecto, después de la multiplicación de los panes, Jesús revela que no vino solamente para dar un
pan de la tierra, sino el pan del cielo, un pan que da la Vida eterna. Este pan no es solamente el Pan de la
Palabra de Dios, es su persona misma, su cuerpo y su sangre: el don de Dios por excelencia. Jesús revela
que aquellos que “comen su cuerpo y beben su sangre permanecen en él y él permanece en ellos”.
Después de esta revelación Jesús dijo: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan,
vivirá para siempre...el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna...permanece en mí y yo en
él” (Jn 6, 51.54.56). La señal del maná era el anuncio del acontecimiento de Cristo, que saciaría el hambre
de eternidad del hombre, convirtiéndose él mismo en el “pan vivo” que “da la vida al mundo”.
¡Misterio de nuestra salvación! Cristo, único Señor ayer, hoy y siempre, quiso unir su presencia
salvífica en el mundo y en la historia al sacramento de la Eucaristía. Quiso convertirse en pan partido, para
que todos los hombres pudieran alimentarse con su misma vida, mediante la participación en el sacramento
de su Cuerpo y de su Sangre.
La participación diaria en la Eucaristía, alimento de vida eterna, es capaz de transformar nuestra
existencia. Este pan de salvación, sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace
desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santa Virgen María y a todos los
santos.
Sábado
Jn 6, 16-21
Vieron a Jesús caminando sobre las aguas. Ya de madrugada, cuando la luz empezaba a disipar las
tinieblas, una figura humana se acerca a ellos caminando sobre el mar. Los discípulos “se asustaron y
gritaron de miedo, pensando que era un fantasma”. ¿Quién en su sano juicio podría pensar que era un
hombre de carne y hueso quien se acercaba caminando tranquilamente sobre las aguas? Los seres humanos,
los vivos, no caminan sobre las aguas. Es comprensible que pensaran que se trataba de un fantasma,
considerando además que este tipo de creencias, como en nuestros días, también eran comunes entre las
gentes de entonces.
A los asustados discípulos el Señor les dice: “¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”. La expresión “Soy
yo”, se identifica no sólo como Jesús, sino que de este modo, como dice San Jerónimo, “podían conocer
[los discípulos] que el que les hablaba era el mismo que sabían ellos habló a Moisés en estos términos:
“Dirás esto a los hijos de Israel: Yo soy me ha mandado a ustedes” (Ex 3,14)”. La expresión del Señor
Jesús puede entenderse entonces como un “no teman, soy Jesús, tengan confianza en mí, porque Yo soy
Dios que está con ustedes.”
Nuestra vida es como una pequeña barca en medio de la inmensidad del mar, pequeña, frágil,
zarandeada a veces por fuertes vientos y tempestades, las pruebas de la vida que nos hacen percibir nuestra
terrible fragilidad e inconsistencia. Cristo nos ayuda a nosotros a superar los momentos difíciles de la vida,
si nos dirigimos a él con, fe y esperanza para pedirle ayuda. “¡Animo!, soy yo; no teman” (Mt 14, 27). Una
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fe fuerte, de la que brota una esperanza ilimitada, virtud tan necesaria hoy, libra al hombre del miedo y le
da la fuerza espiritual para resistir a todas las tempestades de la vida. ¡No tengáis miedo de Cristo!
Fiémonos de él hasta el fondo. Sólo él “tiene palabras de vida eterna”. Cristo no defrauda jamás.
TERCERA SEMANA
Lunes
Jn 6, 22-29
No trabajen por el alimento que se acaba, sino por el que dura para la vida eterna. Cuando luego de
embarcarse la multitud lo vuelve a encontrar en otro lado, el Señor les echa en cara: “no me buscan por los
signos que vieron, sino porque comieron pan hasta saciarse”. Es decir, sólo les interesa el pan, sólo les
interesa el beneficio, pero no han sabido interpretar realmente aquel milagro, no lo buscan por ser Él quien
es, el signo no les ha llevado a creer y confiar en Él. Por ello invita a sus oyentes a trascender la
materialidad del milagro para esforzarse “no por el alimento que se acaba, sino por el alimento que
permanece para la vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre” (Jn 6,26-27). El pan de cada día, aunque
importante, no es finalmente lo esencial. Más importante que aquel pan material es el misterioso pan que
“permanece para la vida eterna”, pan que Él dará.
Como respuesta el Señor Jesús les ofrece un signo muy superior a una repetición del milagro del
maná, les ofrece un alimento de otro tipo, les ofrece el “verdadero pan del Cielo” que Dios da “para la vida
del mundo”. El Señor no hace sino revelarse a sí mismo como ese misterioso Pan afirmando
solemnemente: “Yo soy el pan de vida”.
Este Pan es Cristo mismo, Dios que ante el sufrimiento del pueblo, ante las pruebas, ante las
dificultades de la vida cotidiana, no deja de recordarle: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del
mundo” (Mt 28,20).
San Pedro Crisólogo dice que “Cristo mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la
Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la iglesia, llevado a los altares,
suministra cada día a los fieles un alimento celestial”.
Por su parte san Agustín expresa que “La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este
divino alimento es una fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros
para que vengamos a ser lo que recibimos (…). Este pan cotidiano se encuentra, además, en las lecturas
que oímos cada día en la iglesia, en los himnos que se cantan y que ustedes cantan…
Martes
Jn 6, 30-35
No fue Moisés, sino mi Padre, quien les da el verdadero pan del cielo. El hombre, especialmente el
de estos tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de justicia, de amor, de paz, de
belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. “¡Debemos estar hambrientos de Dios!”, exclamaba San Agustín
(17: PL, 37, 1895 s.). ¡Es Él, el Padre celestial, quien nos da el verdadero pan!
El Señor Jesús nos invita a nosotros a confiar en Él, a confiar en su Padre que lo ha enviado, y lo ha
enviado como el verdadero Pan del Cielo que ha venido a traer la vida al mundo, que ha venido a
reconciliar a la humanidad entera, que ha venido a invitarnos a superar la mirada miope de aquel que sólo
se preocupa por el “pan material”, que sólo busca a Cristo “por los milagros que hace”, para comprender
que nuestra vida no termina acá, que nuestra vida tan pasajera en este mundo se proyecta a la eternidad con
Dios.
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Contamos con este Pan que es Cristo mismo, con este Pan que es garantía de eternidad, con este
Pan que nos nutre y fortalece con la gracia divina para poder sobrellevar los momentos más duros y
difíciles de la existencia, con la esperanza de que quien permanece fiel al Señor y se sostiene en Él podrá
entrar al final de sus días a la tierra prometida, podrá participar de la eterna Comunión con Dios, podrá
estar con Dios y con quienes son de Dios en aquel lugar en el que ya no habrá nunca más ni llanto, ni dolor,
ni luto, ni muerte.
Miércoles
Jn 6: 35-40
La voluntad de mi Padre consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna. Esta
va a darla a todos los que han aceptado al Hijo de Dios, Jesucristo, quien llevó a cabo la obra que el Padre
le encomendó: anunciar el Evangelio. Así pues, es necesario creer en Jesús y contemplarlo, porque es la luz
del mundo, para no permanecer en las tinieblas de la ignorancia (cf. Jn 12, 44-46) y conocer que su
doctrina viene de Dios (cf. Jn 7, 17 s).
La palabra de Jesús, es la palabra del Padre, y El nos pide creer en ella, permanecer y atesorarla, esto
es guardarla con fidelidad, así seremos fieles apóstoles de Jesús. Para que todos los que creen en él tengan
vida eterna. Creer es fiarse de Cristo, del testimonio de los Apóstoles; y Jesús promete la bienaventuranza,
es decir, la felicidad a los que crean sin haber visto.
Nuestra fe, consiste en recibir a Cristo Jesús, en conocerlo y en El conocer al Padre, en conocer en El
al enviado del Padre. Jesús mismo nos lo dice para que todos los que creen en él tengan vida eterna.
La fe no significa sólo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del
hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con
Cristo, una relación basada en el amor de Aquel que nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 11) hasta la entrega
total de sí mismo.
La fe es la experiencia de ser amado por Jesucristo de un modo totalmente personal; es la conciencia
de que Cristo no afrontó la muerte por algo anónimo, sino por amor a cada uno de nosotros, y que, como
Resucitado, nos sigue amando, es decir, que Cristo se entregó por nosotros. La fe consiste en ser
conquistado por el amor de Jesucristo, un amor que nos ha de conmover en lo más íntimo y nos transforma.
La fe no es una teoría, una opinión sobre Dios y sobre el mundo. La fe es el impacto del amor de Dios en
nuestro corazón. Y así esta misma fe es amor a Jesucristo y a los hermanos.
Jueves
Jn 6: 44-51
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. En Jerusalén, en el Cenáculo, donde fue instituida la
Eucaristía, se cumplen las palabras pronunciadas por Jesús cerca de Cafarnaún, tras la multiplicación
milagrosa de los panes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para
siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51).
Jesús nos introduce en el misterio de la Eucaristía. Nos habla de sí mismo, Pan bajado del cielo y don
del Padre celestial. Pero anuncia un pan que todavía tiene que dar. Sólo se desvelará el secreto de esas
palabras cuando tome el pan en sus manos en la última Cena; y, tras haber pronunciado la bendición, lo dé
a sus discípulos diciendo: “Tomen y coman: esto es mi cuerpo, entregado por ustedes” (Lc 22, 19).
No somos discípulos de un Maestro lejano que se perdió en el tiempo y nos dejó sólo sus memorias
para que lo pudiéramos recordar e imitar. Somos discípulos y creyentes, a la vez, de Cristo, el Señor y el
Maestro, el viviente. Él hace coincidir su hoy con nuestro hoy, su presencia celestial con nuestra presencia
terrena, a través de su presencia en la Iglesia, con su palabra, los sacramentos, y de un modo especialísimo
con la Eucaristía.
82
Tenemos en la Eucaristía el sacramento de la persona de Cristo para encontrarnos con Cristo hoy.
Y es él, mediante el don de la Eucaristía, el que nos pide nuestra vida para que él pueda vivir en nosotros y
nosotros seamos como un “suplemento de su humanidad” aquí en la tierra. Y su promesa va más allá del
hoy para abrirnos una perspectiva de eternidad: “Y yo lo resucitaré en último día” (Jn 6, 54).
Viernes
Jn 6, 52-59
Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Mucho tiempo antes de la institución,
Jesús había anunciado esta comida, única en su género. Él, en su carne y en su sangre, se convierte en
comida y bebida de la humanidad. En el banquete eucarístico el hombre se alimenta de Dios.
Cuando Jesús anunció, por primera vez, esta comida, suscitó el estupor de sus oyentes, que no
llegaron a captar un proyecto divino tan elevado. Pero Jesús subraya vigorosamente la verdad objetiva de
sus palabras, afirmando la necesidad del alimento eucarístico: “En verdad, en verdad les digo que, si no
comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes” (Jn 6, 53). No se
trata de una comida puramente espiritual, en que las expresiones “comer la carne” de Cristo y “beber su
sangre”, tendrían un sentido metafórico. Es una verdadera comida, como precisa Jesús con fuerza: “Mi
carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6, 55).
Además, esta comida no es menos necesaria para el desarrollo de la vida divina en los fieles, que los
alimentos materiales para el mantenimiento y desarrollo de la vida corporal. La Eucaristía no es un lujo
ofrecido a los que quieran vivir más íntimamente unidos a Cristo: es una exigencia de la vida cristiana. Esta
exigencia la comprendieron los discípulos, porque, según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, en
los primeros tiempos de la Iglesia, la “fracción del pan”, o sea, la comida eucarística, se practicaba cada día
en las casas de los fieles “con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2, 46).
Jesús nos enseña que quien come su carne y bebe su sangre, tiene la vida eterna. Esto se realiza
porque en el banquete eucarístico el hombre recibe de verdad a Dios, se alimenta de El, participando de la
vida que brota del Padre y que nos comunica a través de Cristo. Una vida divina que nos hace poseer, ya en
la tierra, la garantía de nuestra futura resurrección corporal.
Sábado
Jn 6, 60-69
Señor, ¿A quién remos? Tú tienes palabras de vida eterna. Esta es la respuesta. La respuesta de
Pedro, el primero de los Apóstoles, a quien Cristo encomendó su Iglesia. Es la respuesta de la Iglesia y por
eso también de todos vosotros, jóvenes romanos que por el bautismo sois miembros de la Iglesia.
Cuando, considerando demasiado duro su lenguaje, muchos de sus discípulos lo abandonaron, Jesús
preguntó a los pocos que habían quedado: “¿También ustedes quieren marcharse?”, le respondió Pedro:
“Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 67-68). Y optaron por permanecer con
él. Se quedaron porque el Maestro tenía palabras de vida eterna, palabras que, mientras prometían la
eternidad, daban pleno sentido a la vida.
Señor, ¿A quién remos? La meta y el término de nuestra vida es él, Cristo, que nos espera, a cada uno
y a todos juntos, para guiarnos más allá de los confines del tiempo en el abrazo eterno del Dios que nos
ama.
Cristo tiene “palabras de vida eterna”. Sus palabras duran para siempre y, sobre todo, nos abren las
puertas de la vida eterna. Cuando Dios habla, sus palabras dan la vida, llaman a la existencia, orientan el
camino y confortan los corazones defraudados y extraviados, infundiéndoles nueva esperanza.
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Quien cree en Cristo, quien confía en él y se deja guiar por sus palabras, puede decir con Pedro,
según el Evangelio de hoy: “Señor, tú tienes palabras de vida eterna”. Sí; la palabra de Jesús es
verdaderamente espíritu y vida, vida divina para nosotros.
CUARTA SEMANA
Lunes
Jn 10, 1-10
Yo soy la puerta de las ovejas. En nuestra celebración eucarística de hoy Cristo nos dice: “Les
aseguro que yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10, 7). La puerta nos abre la entrada en la casa. La puerta
que es Cristo nos introduce en la “casa del Padre donde hay muchas mansiones” (cf. Ibíd., 14, 2).
El Buen Pastor, con palabras severas y categóricas, advierte también que hay que cuidarse de todos
aquellos que no son “la puerta de las ovejas”. El los llama ladrones y salteadores. Son quienes no buscan el
bien de las ovejas sino su propio provecho mediante la falsedad y el engaño.
Cristo como puerta, vela por las criaturas confiadas a él. Nos conduce a buenos pastos: “Yo soy la
puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto” (Jn 10, 9). He aquí la puerta
que se abre, he aquí el Pastor que conoce a todas sus ovejas y las llama por su nombre.
“Yo soy la puerta”. Sí, Jesucristo es la puerta que lleva a la vida. Cristo, nuestra puerta, nos llevara a
la vida. Nos podemos preguntar: ¿cómo abrirás la puerta y nos llevarás a la vida? Y nos Jesús
responde: “Di mi vida por ustedes” Y podemos volver a preguntar: “¿Cómo darás tu vida por nosotros?”. Y
la respuesta de Cristo nos afecta a todos: “Ya lo hice en el Calvario y sigo dándome a ustedes en mi Cuerpo
místico, la Iglesia, y en mi Cuerpo sacramental, la Eucaristía, entregado para la salvación del mundo”.
Cristo, pues, es la puerta de nuestra salvación, que lleva a la reconciliación, a la paz y a la unidad.
Martes
Jn 10, 22-30
(Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, miércoles 8 de julio de 1987)
El Padre y yo somos uno. Jesús está unido al Padre con un vínculo de pertenencia particular. “Todo
lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío”, dice en la oración sacerdotal, al despedirse de los Apóstoles para ir a su
pasión. Y entonces pide la unidad para sus discípulos, actuales y futuros, con palabras que ponen de relieve
la relación de esa unión y “comunión” con la que existe sólo entre el Padre y el Hijo. En efecto, pide: “Que
todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo
crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros
somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y conozca el mundo que tú me
enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí” (Jn 17, 21-23).
Jesús nos revela qué unidad, qué “comunión” existe entre Él y el Padre: el Padre está “en el” Hijo y
el Hijo “en el” Padre. La compenetración recíproca del Padre y del Hijo revela la medida de la recíproca
pertenencia y la intimidad de la recíproca realización del Padre y del Hijo. Jesús la explica cuando afirma:
“Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío” (Jn 17, 10). Es una relación de posesión recíproca en la unidad de
esencia, y al mismo tiempo es una relación de don. De hecho dice Jesús: “Ahora saben que todo cuanto me
diste viene de ti” (Jn 17, 7).
El Hijo es “irradiación de su (del Padre) gloria”, e “impronta de su substancia” (Heb 1, 3). Es
“imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). Es la epifanía de Dios. Cuando se hizo hombre, asumiendo “la
condición de siervo” y “haciéndose obediente hasta la muerte” (cf. Flp 2, 7-8), al mismo tiempo se hizo
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para todos los que lo escucharon “el camino”: el camino al Padre, con el que es “la verdad y la vida” (Jn
14, 6).
Miércoles
Jn 12, 44-50
Yo he venido al mundo como luz. La luz de la cual Jesús nos habla en el Evangelio es la de la fe, don
gratuito de Dios, que viene a iluminar el corazón y a dar claridad a la inteligencia: “Pues el mismo Dios
que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el
conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4, 6). Por eso adquieren un relieve
especial las palabras de Jesús cuando explica su identidad y su misión: “Yo soy la luz del mundo; el que
me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12).
El encuentro personal con Cristo ilumina la vida con una nueva luz, nos conduce por el buen camino
y nos compromete a ser sus testigos. Con el nuevo modo que Él nos proporciona de ver el mundo y las
personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con
la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir una verdad; es la sal
y la luz de toda la realidad (cf. Veritatis splendor, 88).
Dios es luz, y el que permanece en Dios está en la luz, como Él también está en la luz. Por lo tanto,
ya que tenemos la dicha de haber sido liberados de las tinieblas del error, debemos caminar siempre en la
luz, como hijos que somos de la luz. Jesús también nos dice: “Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 14).
Este es el otro mensaje de Jesús a sus discípulos. La luz tiene como característica disipar las tinieblas,
calentar lo que toca y exaltar sus formas. Así pues, para los cristianos, ser luz del mundo quiere decir
difundir por doquier la luz que viene de lo alto. Quiere decir combatir la oscuridad, tanto la que se debe a la
resistencia del mal y del pecado, como la causada por la ignorancia y los prejuicios.
Contemplando la luz que resplandece sobre el rostro de Cristo resucitado, aprendamos a vivir como
“hijos de la luz e hijos del día” (1 Ts 5, 5), manifestando a todos que “el fruto de la luz consiste en toda
bondad, justicia y verdad” (Ef 5, 9).
Jueves
Jn 13, 16-20
El que recibe al que yo envío, me recibe a mí. En esta afirmación de Jesús se encierra el misterio del
sacerdocio, que encuentra su verdad y su identidad en ser derivación y continuación de Cristo mismo y de
la misión que él recibió del Padre.
El carácter sacramental del orden sacerdotal capacita para proseguir la misión de Cristo anunciando
la buena nueva. Por del ministro ordenado, Jesús continúa guiando y custodiando el propio rebaño y, con
las acciones sagradas que realiza el sacerdote, ofrece su sacrificio redentor, perdona los pecados y
distribuye su gracia.
Así, Jesús asocia a sus apóstoles a su misión recibida del Padre: como “el Hijo no puede hacer nada
por su cuenta” (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes
Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (cf Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder
para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como “ministros de
una nueva alianza” (2 Co 3, 6), “ministros de Dios” (2 Co 6, 4), “embajadores de Cristo” (2 Co 5, 20),
“servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4, 1) (CIgC 859).
Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los
apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es
“enviada” al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en
este envío. “La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado”. Se llama
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“apostolado” a “toda la actividad del Cuerpo Místico” que tiende a “propagar el Reino de Cristo por toda
la tierra” (AA 2; CIgC 863).
Viernes
Jn 14, 1-6
(Cfr. Juan Pablo II, audiencia general, miércoles 9 de septiembre de 1987)
Yo soy el camino, la verdad y la vida. Estos son atributos divinos, que Jesucristo refiere a Sí mismo,
porque es verdadero Dios y verdadero hombre. Esta es la realidad expresada coherentemente en la verdad
de la unidad inseparable de la persona de Cristo.
El “YO SOY”, que Jesucristo utiliza al referirse a su propia persona, encontramos un eco del nombre
con el cual Dios se ha manifestado a Sí mismo hablando a Moisés (cf. Ex 3, 14). Dios le Dijo de Sí mismo:
“Yo soy el que soy” (Ex 3, 14), y Jesús dice “Yo soy…”
“…El camino, la verdad y la vida”. Jesús es el camino porque ninguno va al Padre sino por medio de
Él (cf. Jn 14, 6). Más aún: quien lo ve a Él, ve al Padre (cf. Jn 14, 9). “¿No crees que yo estoy en el Padre y
el Padre en mí?” (Jn 14, 10). Es bastante fácil darse cuenta de que, en tal contexto, ese proclamarse
“verdad” y “vida” equivale a referir a Sí mismo atributos propios del Ser divino: Ser-Verdad, Ser-Vida.
El testimonio de la verdad puede darlo el hombre, pero “ser la verdad” es un atributo exclusivamente
divino. Cuando Jesús, en cuanto verdadero hombre, da testimonio de la verdad, tal testimonio tiene su
fuente en el hecho de que Él mismo “es la verdad” en la subsistente verdad de Dios: “Yo soy... la verdad”.
Por esto Él puede decir también que es “la luz del mundo”, y así, quien lo sigue, “no anda en tinieblas, sino
que tendrá luz de vida” (cf. Jn 8, 12).
Jesús “es la vida” porque es verdadero Dios. Lo afirma Él mismo antes de resucitar a Lázaro, cuando
dice a la hermana del difunto, Marta: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). En la resurrección
confirmará definitivamente que la vida que El tiene como Hijo del hombre no está sometida a la muerte.
Porque Él es la Vida, y, por tanto, es Dios. Siendo la Vida, El puede hacer partícipes de ésta a los demás:
“El que cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25). Cristo puede convertirse también -en la Eucaristíaen “el pan de la vida” (cf. Jn 6, 35-48), “el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51).
Sábado
Jn 14, 7-14
(Juan Pablo II. a los sacerdotes, para el jueves santo de 1999)
Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Cristo es la fuente de la vida y de la esperanza, porque en
él «reside toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). En la experiencia humana de Jesús de Nazaret, el
Trascendente entró en la historia; el Eterno en el tiempo; el Absoluto en la precariedad de la condición
humana.
“¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?” (Jn 14, 9-10). Con estas palabras Jesús da
testimonio del misterio trinitario de su generación eterna como Hijo del Padre, misterio que encierra el
secreto más profundo de su personalidad divina.
El Evangelio es una continua revelación del Padre. Cuando, a la edad de doce años, Jesús es
encontrado por José y María entre los doctores en el Templo, a las palabras de su Madre: “Hijo, ¿por qué
nos has tratado así?” (Lc 2, 48), responde refiriéndose al Padre: “¿No sabían que yo debía estar en la casa
de mi Padre?” (Lc 2, 49). Apenas con doce años, tiene ya la conciencia clara del significado de su propia
vida, del sentido de su misión, que alcanza su culmen en el Calvario con el sacrificio de la Cruz y en su
resurrección y ascensión.
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Siguiendo las huellas de Cristo en todos los acontecimientos de salvación, descubrimos su total
apertura al Padre. Y es por esto que en cada Eucaristía se renueva de alguna manera la petición del apóstol
Felipe en el cenáculo: “Señor, muéstranos al Padre”, y cada vez Cristo, en el Mysterium fidei, parece
responder así: “Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y no me conoces, Felipe? [...] ¿No crees que yo
estoy en el Padre, y el Padre en mí?” (Jn 14, 9-10).
QUINTA SEMANA
Lunes
Jn 14, 21-26
El Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas. El Espíritu
Santo, que es espíritu de verdad, pues procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad sustancial,
recibe de uno y otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que luego comunica a la Iglesia, asistiéndola
para que no yerre jamás, y fecundando los gérmenes de la revelación hasta que, en el momento oportuno,
lleguen a madurez para la salud de los pueblos.
Y como la Iglesia, que es medio de salvación, ha de durar hasta la consumación de los siglos,
precisamente el Espíritu Santo la alimenta y acrecienta en su vida y en su virtud: “Yo rogaré al Padre y El
les mandará el Espíritu de verdad, que se quedará siempre con ustedes”. Por otra parte, si Cristo es la
cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma: “Lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo
en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”.
Qué importante es, pues, que conozcamos y amemos este don del Padre y del Hijo, que habita en
nosotros desde el día de nuestro bautismo. Por tanto, rogar y pedir al Espíritu Santo, cuyo auxilio y
protección todos necesitamos en extremo, es una urgencia en cada discípulo de Cristo. Somos pobres,
débiles, atribulados, inclinados al mal: luego recurramos a Él, fuente inexhausta de luz, de consuelo y de
gracia. Sobre todo, debemos pedirle perdón de los pecados, que tan necesario nos es, puesto que es el
Espíritu Santo don del Padre y del Hijo, y los pecadores son perdonados por medio del Espíritu Santo como
por don de Dios, lo cual se proclama expresamente en la liturgia cuando al Espíritu Santo le llama remisión
de todos los pecados.
Por consiguiente, debemos suplicarle con confianza y constancia para que diariamente nos ilustre
más y más con su luz y nos inflame con su caridad, disponiéndonos así por la fe y por el amor a que
trabajemos con denuedo por adquirir los premios eternos, puesto que El es la prenda de nuestra heredad.
Martes
Jn 14, 27-31
Les doy mi paz. Estas palabras las pronunció Jesús durante la última Cena: se trata de su testamento
espiritual. La promesa que hizo a sus discípulos se realizará en plenitud en su Resurrección. Al aparecerse
a los Once en el Cenáculo, les dirigirá tres veces el saludo: “¡Paz a ustedes!” (Jn 20, 19).
Por tanto, el don que hace a los Apóstoles no es una ‘paz’ cualquiera, sino que es la misma paz de
Cristo: ‘mi paz’, como dice él. Y para que lo comprendan bien, les explica de manera más sencilla: “Les
doy mi paz, no como la da el mundo” (Jn 14, 27).
El mundo, hoy como ayer, anhela la paz, necesita paz, pero a menudo la busca con medios
inadecuados, en ocasiones incluso recurriendo a la fuerza o con el equilibrio de potencias contrapuestas. En
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esas situaciones, el hombre vive con el corazón turbado por el miedo y la incertidumbre. En cambio, la
paz de Cristo reconcilia las almas, purifica los corazones y convierte las mentes.
“Donde hay caridad y amor, allí está Dios”. De la caridad y del amor mutuo brotan la paz y la
unidad de todos los cristianos, que pueden dar una contribución decisiva para que la humanidad supere las
razones de las divisiones y de los conflictos.
Todo, en nuestro ambiente, estamos llamados a ser auténticos “constructores de paz” (cf. Mt 5, 9).
Que la Virgen de la Paz nos ayude y acompañe, signo y transparencia de la paz de Cristo.
Miércoles
Jn 15, 1-8
El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante. Jesús nos enseña que nuestra única
esperanza de dar fruto, es nuestra unión con él: “Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no
permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí” (Jn 15, 4). “El que permanece en mí y
yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer” (Jn 15, 5).
Para nosotros es muy importante tener esto presente. El apostolado es, en primer lugar, el efecto de la
gracia de Dios y solo secundariamente es el resultado de nuestro esfuerzo; pero Jesús quiere que demos
fruto del ciento o del sesenta por uno: “La gloria de mi Padre consiste en que den mucho fruto y se
manifiesten así como discípulos míos” (Jn 15, 8).
Sólo quien permanece íntimamente unido a Jesús -injertado en él como el sarmiento en la vid- recibe
la savia vital de su gracia. Sólo quien vive en comunión con Dios produce frutos abundantes de justicia y
santidad.
La Iglesia entera, cual rico “conjunto” de sarmientos, permanece en Cristo, en la vid. De Él recibe la
vida. “Sin Él ésta no puede hacer nada”, nada verdaderamente salvífico. La salvación entera, toda la gracia,
se encuentra en Él, en Cristo. Y en nosotros: en los hombres, por Él y sólo por Él y por medio de Él.
Jueves
Jn 15, 9-11
Permanezcan en mi amor para que su alegría sea plena. “Si cumplen mis mandamientos,
permanecerán en mi amor” (Jn 15, 10). Y el mandamiento del Señor, necesario para permanecer en él, no
es otro que el del amor, que Jesús mismo (cf. Jn 13, 34) califica como “nuevo”. “Ámense los unos a los
otros como yo los he amado” (Jn 15, 12).
¿En dónde está la novedad de este mandamiento? En la antigüedad las personas se amaban porque
había un vínculo entre ellas, que podía ser de sangre, de amistad, de clase. Con Jesús el término “otros” se
alarga hasta comprender no sólo al cercano, aquel con quien hay un vínculo, sino a todos, incluso al
enemigo o al que nos causa el mal. Es, pues, un mandamiento nuevo porque es nuevo su contenido.
Jesús quiere que sus discípulos “permanezcan” en el amor que él les tiene; pero esto sólo es posible si
demuestran responder a su amor, cumpliendo todo lo que él les ha enseñado y mandado.
Esta relación mutua de amor es fuente de alegría para Jesús y él la transmite con abundancia a sus
discípulos. La reciprocidad de amor y de alegría entre Jesús y los suyos debe extenderse también a los
discípulos entre sí: amarse unos a otros con el mismo amor con que él los ha amado. Entonces se llega a ser
“amigos de Jesús”, porque a través de la circulación de amor se realiza una profunda experiencia de Dios.
Permanezcan, pues, con Él, asuman sus mismos sentimientos, identifíquense con su afán por hacer en
todo momento la voluntad del Padre, imiten su entrega generosa y déjense conquistar por su amor sin
límites.
88
Viernes
Jn 15, 12-17
Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros. Cristo ha revelado cuál es siempre la
fuente suprema de la vida para todos y, por tanto, también para la familia: “Este es mi mandamiento: que
os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos”
(Jn 15, 12-13). El amor de Dios mismo se ha derramado sobre nosotros en el bautismo. De ahí que las
familias están llamadas a vivir esa calidad de amor, pues el Señor es quien se hace garante de que eso sea
posible para nosotros a través del amor humano, sensible, afectuoso y misericordioso como el de Cristo.
El amor es exigente. Cristo dice: “Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos" (Jn
15, 13). El amor llevará a Jesús a la cruz. Todo discípulo debe recordarlo. El amor viene del Cenáculo y
vuelve a él. En efecto, después de la resurrección, precisamente en el Cenáculo los discípulos meditarán en
las palabras pronunciadas por Jesús el Jueves santo y tomarán conciencia del contenido salvífico que
encierran. En virtud del amor de Cristo, acogido y correspondido, ahora son sus amigos: “Ya no os llamo
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a ustedes los llamo amigos, porque todo lo que he
oído a mi Padre se lo he dado a conocer” (Jn 15, 15).
El sacrificio, la comunión, la presencia y oración es la mejor escuela donde se puede aprender a vivir
el gran mandamiento: amarás a Dios y servirás con ese mismo amor a tus hermanos. Esta consigna pasa
hoy a nosotros: en cuanto cristianos, estamos llamados a ser testigos del amor. Este es el “fruto” que
estamos llamados a dar, y este fruto “permanece” en el tiempo y por toda la eternidad.
Sábado
Jn 15, 18-21
Si fueran del mundo, el mundo los amaría. Es verdad que a menudo experimentamos que el mundo
ama “lo suyo”: “Si fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo” (Jn 15, 19). En el evangelio de san Juan,
con el término el mundo se designa a menudo el ambiente hostil a Dios y al Evangelio: ese mundo humano
que no acepta la luz (1, 10), no reconoce al Padre (17, 25), ni al Espíritu de verdad (14, 17); y está lleno de
odio hacia Cristo y sus discípulos (7, 7; 15, 18-19).
Jesús no quiere orar por ese mundo (17, 9) y arroja al “príncipe de este mundo”, que es Satanás (12,
31). En este sentido, los discípulos no son del mundo, como Jesús mismo no es del mundo (17, 14. 16; 8,
23). Esa neta oposición se manifiesta también en la primera carta de Juan: “Sabemos que somos de Dios y
que el mundo entero yace en poder del maligno” (1 Jn 5, 19).
Por otra parte, en el mismo evangelio de san Juan el concepto de mundo se refiere también a todo el
ámbito humano, al que está destinado el mensaje de la salvación: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su
Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Si Dios ha
amado al mundo, donde reinaba el pecado, este mundo recibe con la Encarnación y la Redención un nuevo
valor y debe ser amado. Es un mundo destinado a la salvación: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo
para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17).
La Gaudium et Spes no ignora el influjo del pecado en el mundo, pero subraya que el mundo es
bueno en cuanto creado por Dios y en cuanto salvado por Cristo. Se comprende, por consiguiente, que el
mundo, considerado en su lado positivo, que recibe de la creación y de la Redención constituye “el ámbito
y el medio de la vacación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios
Padre en Cristo” (Christifideles laici, 15). A ellos, pues, según el Concilio, corresponde de manera especial
actuar en él, para que se lleve a cumplimiento la obra del Redentor.
Por tanto, cuando Jesús dice: Si fueran del mundo, el mundo los amaría, designa que no podemos
estar al mismo tiempo con Él o contra Él, en otras palabras, no podemos estar en el mundo hostil a Dios y
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al Evangelio: ese mundo humano que no acepta la luz (1, 10), que no reconoce al Padre (17, 25), ni al
Espíritu de verdad (14, 17); y está lleno de odio hacia Cristo y sus discípulos (7, 7; 15, 18-19).
SEXTA SEMANA
Lunes
Jn 15, 26-16.4
(Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, miércoles 17 de mayo de 1989)
El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí. Jesús en el discurso de despedida dirigido a los
Apóstoles en el Cenáculo promete la venida del Espíritu Santo como nuevo y definitivo defensor y
consolador: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el
Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce” (Jn 14, 16-17).
El Paráclito es llamado por Jesús “Espíritu de la verdad”. El Paráclito, en efecto, es la verdad, como
lo es Cristo: “El Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad” (1 Jn 5, 6). Quien conoce
a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. La misión del Hijo y la del Espíritu Santo se
encuentran, están ligadas y se complementan recíprocamente en la afirmación de la verdad y en la victoria
sobre el error. Los campos de acción en que actúa son el espíritu humano y la historia del mundo.
“El Espíritu de la verdad, que procede del Padre, dará testimonio de mí”. “Dará testimonio”, es decir,
mostrará el verdadero sentido del Evangelio en el interior de la Iglesia para que ella lo anuncie de modo
auténtico a todo el mundo. Siempre y en todo lugar, incluso en la interminable sucesión de las cosas que
cambian desarrollándose en la vida de la humanidad, el “espíritu de la verdad” guiará a la Iglesia “hasta la
verdad completa” (Jn 16, 13).
Este testimonio del Espíritu de la verdad se identifica así con la presencia de Cristo siempre vivo, con
la fuerza operante del Evangelio, con la actuación creciente de la redención, con una continua ilustración
de verdad y de virtud. De este modo, el Espíritu Santo “guía” a la Iglesia “hasta la verdad.
Por tanto, el “Paráclito”, el Espíritu de la verdad, es el verdadero “Consolador” del hombre. Así es el
verdadero Defensor y Abogado. Así es el verdadero Garante del Evangelio en la historia: bajo su acción la
Buena Nueva es siempre “la misma” y es siempre “nueva”; y de modo siempre nuevo ilumina el camino
del hombre en la perspectiva del cielo con “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68).
Martes
Jn 16, 5-11
(Cfr. Juan Pablo II, Regina Caeli, domingo 4 de mayo de 1986)
Si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito. Estas palabras de Cristo, pronunciadas la víspera de la
pasión y de la muerte en cruz, adquieren total plenitud de significado en el momento en que la Iglesia se
prepara a la separación de Cristo, después de cuarenta días de la resurrección. Este día ya está cercano.
Es un gran misterio el que se encierra en las palabras que dijo Jesús en el Cenáculo: “Si no me voy,
no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7): el retorno “al precio” de
la venida de Dios al hombre en la Encarnación; el retorno “al precio” de la separación del Hijo Encarnado
mediante la muerte en la cruz; el retorno del hombre y del mundo, salido de las manos de Dios, a las
mismas manos paternas: a la comunión con la Divinidad, el retorno gracias a la filiación del hombre, en el
Eterno Hijo: mediante la Gracia, el retorno en el Espíritu Santo.
“Salí del Padre y vine al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28). “Dejo el
mundo”, aunque no me separo del mundo. Permanezco en él por medio del Espíritu Santo. Permanezco en
90
él mediante la verdad del Evangelio. Mediante la Eucaristía y la Iglesia. Mediante la Palabra y los
Sacramentos. Mediante la gracia de la filiación divina. Mediante la fe, la esperanza y la caridad.
Miércoles
Jn 16, 12-15
El Espíritu de la verdad, los irá guiando hasta la verdad completa. Con estas palabras Jesús presenta
el Paráclito, el Espíritu de la verdad, como el que “enseñará” y “recordará”, como el que “dará testimonio”
de él; luego dice: “Los guiará hasta la verdad completa”. Este “guiar hasta la verdad completa”, con
referencia a lo que dice a los apóstoles “pero ahora no pueden con ello”, está necesariamente relacionado
con el anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando
pronunciaba estas palabras, era inminente.
La expresión “guiar hasta la verdad completa” se refiere también, además del escándalo de la cruz, a
todo lo que Cristo “hizo y enseñó” (He 1, 19). En efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe
ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El “guiar hasta la
verdad completa” se realiza, pues en la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto
de su acción en el hombre.
El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano. Esto sirve
para los apóstoles, testigos oculares, que deben llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo que Cristo
“hizo y enseñó” y, especialmente, el anuncio de su Cruz y de su Resurrección. En una perspectiva más
amplia esto sirve también para todas las generaciones de discípulos y confesores del Maestro, ya que
deberán aceptar con fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la historia del hombre, el
misterio revelado que explica el sentido definitivo de esa misma historia.
Asó, pues, el Espíritu santo les “Enseñará..., recordará..., dará testimonio”. La suprema y completa
autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles,
sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad. En
efecto, después de la “partida” de Cristo-Hijo, el Espíritu Santo “vendrá” directamente, “es su nueva
misión” a completar la obra del Hijo. Así llevará a término la nueva era de la historia de nuestra salvación.
Jueves
Jn 16, 16-20
Su tristeza se transformará en alegría. En la perspectiva redentora, la pasión de Cristo se orienta hacia
la Resurrección. Así pues, también los están asociados al misterio de la cruz, para participar, con gozo, en
el misterio de la Resurrección.
Los discípulos de Cristo tienen el privilegio de entender el evangelio del sufrimiento, que ha tenido
un valor salvífico, al menos implícito, en todos los tiempos, porque “a través de los siglos y generaciones
se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre
a Cristo, una gracia especial» (Salvifici doloris, 26).
Quien sigue a Cristo, quien acepta la teología del dolor, sabe que al sufrimiento va unida una gracia
preciosa, un favor divino, aunque se trate de una gracia que para nosotros sigue siendo un misterio, porque
se esconde bajo las apariencias de un destino doloroso. Ciertamente, no es fácil descubrir en el sufrimiento
el auténtico amor divino, que, mediante el sufrimiento aceptado, quiere elevar la vida humana al nivel del
amor salvífico de Cristo.
Ahora bien, la fe nos lleva a aceptar este misterio y, a pesar de todo, infunde paz y alegría en el alma
de quien sufre. A veces se llega a decir, con san Pablo: “Estoy llenó de consuelo y sobreabundo de gozo en
todas las tribulaciones” (2 Co 7, 4).
91
Viernes
Juan 16, 20-23
“Nadie podrá quitarles su alegría”. Esto si permanecemos unidos a Jesús en el Espíritu Santo, a
ejemplo de María, y unidos entre nosotros con el vínculo misterioso que instauran la fe, esperanza y la
caridad cristianas.
La alegría, que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda,
enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que
puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el
dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y
resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos a él en la fe y en las obras (cf. Jn 16,
22-23).
Aquí se halla la fuente y el secreto de la alegría cristiana, que nadie puede quitar a los amigos del
Señor, según su promesa (cf. Jn 16, 22). Todos estamos invitados a acoger en nuestra vida esta alegría, que
recibimos a diario en la Eucaristía, en la que se renueva el misterio pascual: el sacrificio de Cristo se hace
presente en la Eucaristía, de forma sacramental, mística, con su coronamiento en el misterio de la
resurrección. La vida de la gracia, que llevamos dentro de nosotros mismos, es la vida de Cristo resucitado.
Por consiguiente, con la gracia reina en nuestro interior una alegría que nada nos puede arrebatar, de
acuerdo con la promesa de Cristo a sus discípulos: “Se alegrará su corazón y su alegría nadie s las podrá
quitar” (Jn 16, 22).
Sábado
Jn 16, 23-28
Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre. Este anuncio se cumplió
a los cuarenta días de la resurrección. “Jesús... ascendió al cielo” (Hch 1, 2; cf. ibíd. 1, 11). Subió a los
cielos. La liturgia de hoy nos hace presente este misterio de la fe, como un preludio de la solemnidad de
mañana, la ascensión del Señor.
Más de una vez Cristo habla del misterio de su Persona, y la expresión más sintética parece ser ésta:
“Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Jesús dirige estas
palabras a los Apóstoles en el discurso de despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican
claramente que antes de “venir” al mundo Cristo “estaba” junto al Padre como Hijo. Indican, pues, su
preexistencia en Dios. Jesús da a comprender claramente que su existencia terrena no puede separarse de
dicha preexistencia en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender correctamente.
Cuando Jesús alude a la propia venida desde el Padre al mundo, sus palabras hacen referencia
generalmente a su preexistencia divina. Esto está claro de modo especial en el Evangelio de Juan. Jesús
dice ante Pilato: “Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad”
(Jn 18, 37).
Salí del Padre y vine al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre" (Jn 16, 28). "Dejo el
mundo", aunque no me separo del mundo. Permanezco en él por medio del Espíritu Santo. Permanezco en
él mediante la verdad del Evangelio. Mediante la Eucaristía y la Iglesia. Mediante la Palabra y los
Sacramentos. Mediante la gracia de la filiación divina. Mediante la fe, la esperanza y la caridad.
SÉPTIMA SEMANA
Lunes
92
Jn 16, 29-33
Tengan valor, porque yo he vencido al mundo. Con Cristo, con la fuerza de su presencia y de su
Espíritu, hemos de proseguir nuestro diario caminar con la esperanza puesta en el poder del Dios de la
misericordia y de la gracia.
El Papa Juan XXIII dijo en cierta ocasión: “Quien cree no tiembla, porque, al tener temor de Dios,
que es bueno, no debe tener miedo del mundo y del futuro”. Y el profeta Isaías dice: “Fortalezcan las
manos débiles, afiancen las rodillas vacilantes. Digan a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo, no teman!" (Is
35, 3-4).
Nuestro principal motivo de esperanza es Jesucristo. Debemos tener confianza. Con Cristo ya hemos
vencido a la muerte. Con él ya hemos resucitado, y con él ya hemos ascendido. El único Señor y Salvador
hoy nos dice las palabras que pronunció en la última tarde de su vida terrena, cuando dijo a sus
Apóstoles: “¡Ánimo! Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). “Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo”
(Mt 28, 20). Son palabras de Dios. Son palabras que ningún hombre podrá jamás borrar. Con esta íntima
certeza, miremos serenos al futuro, sin dejar de orar y trabajar por un mundo mejor, más humano, más
cristiano.
No olvidemos que el Buen Pastor nos acompaña incluso en la muerte y que con su vara y su cayado
nos da seguridad, de modo que “nada temo” (cf. Sal 23, 4): esta es la esperanza que ha de brotar siempre en
la vida de los creyentes. Como María, como José, confiemos siempre en Aquel que nos ha dicho: Tengan
valor, porque yo he vencido al mundo.
Martes
Jn 17, 1-11
Padre, glorifica a tu Hijo. Jesucristo es el Hijo íntimamente unido al Padre; el Hijo que “vive
totalmente para el Padre” (cf. Jn 6, 57); el Hijo, cuya existencia terrena total se da al Padre sin reservas. En
efecto, Jesús “...Levantando sus ojos al cielo, dijo: ‘Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que tu hijo
te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste les dé Él la
vida eterna'“ (Jn 17, 1-2).
Jesús reza por la finalidad esencial de su misión: la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Y
añade: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios Verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te
he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, tú, Padre
glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese” (Jn 17, 3-5).
La resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la
prueba de la fidelidad del Padre, según el deseo formulado por Jesús antes de entrar en su pasión: “Padre,
glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique” (Jn 17,1). Desde entonces Jesús vive para siempre en la
Gloria del Padre, y por esto mismo los discípulos se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al
ver al Señor, el día de Pascua.
Además, el Espíritu Santo confirma la comunión perfecta entre el Padre y el Hijo en el corazón del
misterio pascual por medio de su propio don, que glorificando al Hijo, glorifica también al Padre que lo
envía. Y la eucaristía, como memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, es mucho más que un
recuerdo de un evento del pasado; representa sacramentalmente un acontecimiento siempre actual, ya que
la ofrenda de amor de Jesús en la cruz fue aceptada por el Padre y glorificada por el Espíritu Santo.
Miércoles
Jn 17, 11-19
93
Padre, que ellos sean uno, como nosotros. El proyecto de Jesús es que sus seguidores sean una
comunidad, que tiene su origen en el amor con que él los ama. Se trata de un amor que, derivando de aquel
con que Jesús mismo los ha amado, se remonta a la fuente del amor de Cristo hombre-Dios, es decir, la
comunión trinitaria.
Este misterio de comunión trinitaria, cristológica y eclesial, aflora en el texto de san Juan, que hemos
escuchado en el evangelio de hoy, que reproduce la oración sacerdotal del Redentor en la última Cena. Esa
tarde, Jesús dijo al Padre: “No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su
palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean
uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 20-21). “Yo en ellos y tú en mí,
para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos
como me has amado a mí” (Jn 17, 23).
En esa oración final, Jesús trazaba el cuadro completo de las relaciones interhumanas y eclesiales,
que tenían su origen en él y en la Trinidad, y proponía a los discípulos, y a todos nosotros, el modelo
supremo de esa “comunión” que debe llegar a ser la Iglesia en virtud de su origen divino; él mismo, en su
íntima comunión con el Padre en la vida trinitaria.
Este amor que Jesús enseña a sus seguidores, como reproducción de su mismo amor, en la oración
sacerdotal se refiere claramente al modelo de la Trinidad. “Que ellos también sean uno en nosotros”, dice
Jesús, “para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Subraya que éste
es el amor con que “me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24).
Jueves
Jn 17, 20-26
Que su unidad sea perfecta. Jesús habla de una comunión íntima entre él y los que le sigan:
“Permanezcan en Mí, como yo en ustedes... Yo soy la vid y ustedes los sarmientos” (Jn 15, 4-5). Jesús
quiere una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: “Quien come mi carne y bebe
mi sangre permanece en Mí y Yo en él” (Jn 6, 56).
Después de la Ascensión, Jesús no nos dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18): nos prometió quedarse con
nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), nos envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso,
la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: “Por la comunicación de su Espíritu a sus
hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo” (LG 7).
La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la
Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a El: siempre está unificada en El, en su Cuerpo. Tres
aspectos de la Iglesia-Cuerpo de Cristo se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los
miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo (Cfr.
CIgC 789).
La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: “Si un miembro sufre,
todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él” (LG
7). En fin, la unidad del Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas: “En efecto, todos
los bautizados en Cristo nos hemos revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni
hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 27-28).
“Así toda la Iglesia aparece como el pueblo unido ‘por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo’ (San Cipriano)” (LG 4). Y el deseo que Jesús hoy nos manifiesta es que trabajemos porque nuestra
unidad sea perfecta.
Viernes
Jn 21, 15-19
94
(Cfr. Juan Pablo II Audiencia general miércoles 9 de diciembre de 1992)
Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Las palabras: “Apacienta mis ovejas” manifiestan la
intención de Jesús de asegurar el futuro de la Iglesia fundada por Él, bajo la guía de un pastor universal, o
sea Pedro, al que dijo que, por su gracia, sería “piedra” y tendría las “llaves del reino de los cielos”, con el
poder de “atar y desatar”. Jesús, después de su resurrección, da una forma concreta al anuncio y a la
promesa de Cesarea de Filipo, instituyendo la autoridad de Pedro como ministerio pastoral de la Iglesia,
con una dimensión universal.
El “Apacienta mis corderos”, “Apacienta mis ovejas”, que hemos escuchado en el Evangelio de hoy,
es como una prolongación de la misión de Jesús, que dijo de sí mismo: “Yo soy el buen pastor” (Jn 10, 11).
Jesús, que participó a Simón su calidad de “piedra”, le comunica también su misión de “pastor”. Es una
comunicación que implica una comunión intima, que se manifiesta también en la formulación de Jesús:
“Apacienta mis corderos... mis ovejas”; de la misma forma que había ya dicho: “Sobre esta piedra edificaré
mi Iglesia” (Mt 16, 18). Por tanto, la Iglesia es propiedad de Cristo, no de Pedro.
Corderos y ovejas pertenecen a Cristo, y a nadie más. Le pertenecen como a “buen Pastor”, que “da
su vida por las ovejas” (Jn 10, 11). Pedro debe ejercer el ministerio pastoral con respecto a los redimidos
“con la sangre preciosa de Cristo” (1 P 1, 19).
Así es claro el contenido de este servicio: como el pastor guía a las ovejas hacia lugares en que
pueden encontrar alimento y seguridad, así el pastor de las almas debe ofrecerles el alimento de la palabra
de Dios y de su santa voluntad (cf. Jn 4, 34), asegurando la unidad de la grey y defendiéndola de toda
incursión hostil.
Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar
el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su
presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien
nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros.
Sábado
Jn 21, 20-25
Este es el discípulo que ha escrito estas cosas, y su testimonio es verdadero. En efecto, en las santas
Escrituras aunque se digan muchas cosas que parecen increíbles, con todo, son verdaderas; en esta palabra,
testimonio es verdadero”, no se pueden encontrar ni cosas ni sentencias contradictorias entre sí, “nada
discrepante, nada diverso”, por lo cual, “cuando las Escrituras parezcan entre sí contrarias, lo uno y lo otro
es verdadero aunque sea diverso”.
San Jerónimo escribe: “A nadie le quepa duda de que han sucedido realmente las cosas que han sido
escritas”; coincidiendo con San Agustín, que, hablando de los Evangelios, dice: “Estas cosas son
verdaderas y han sido escritas de El fiel y verazmente, para que los que crean en su Evangelio sean
instruidos en la verdad y no engañados con mentiras”.
El Señor cuando hablaba sobre la Escritura decía: escrito está y conviene que se cumpla la Escritura.
El Señor Jesús, en los sermones que dirigió al pueblo, sea en el monte junto al lago de Genesaret, sea en la
sinagoga de Nazaret y en su ciudad de Cafarnaum, sacaba de la Sagrada Escritura la materia de su
enseñanza y los argumentos para probarla. En realidad, de las Escrituras tomaba las armas invencibles para
la lucha con los fariseos y saduceos. Así, pues, ya enseñe, ya dispute, de cualquier parte de la Escritura
aduce sentencias y ejemplos, y los aduce de manera que se deba necesariamente creer en ellos.
Volviendo a la doctrina de San Jerónimo acerca de la importancia y de la verdad de la Escritura es,
para decirlo en una sola palabra, la doctrina de Cristo. Por esto, todos los hijos de la Iglesia penetrados y
fortalecidos por la suavidad de las Sagradas Letras, han de llegar al conocimiento perfecto de Jesucristo.
95
TIEMPO ORDINARIO
Recordemos que Ordinario no significa de poca importancia, anodino, insulso, incoloro.
Sencillamente, con este nombre se le quiere distinguir de los “tiempos fuertes”, que son el ciclo de Pascua
y el de Navidad con su preparación y su prolongación.
El espíritu del Tiempo Ordinario queda bien descrito en el prefacio VI dominical de la misa: “En ti
vivimos, nos movemos y existimos; y todavía peregrinos en este mundo, no sólo experimentamos las
pruebas cotidianas de tu amor, sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la
Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los
muertos”.
Este Tiempo Ordinario se divide como en dos “tandas”. Una primera, desde después de la Epifanía y
el bautismo del Señor hasta el comienzo de la Cuaresma. Y la segunda, desde después de Pentecostés hasta
el Adviento. Al reanudarse el Tiempo Ordinario, el domingo después de Pentecostés, la selección bíblica
depende de la duración del Tiempo ese año. Cuando el Tiempo tiene treinta y cuatro domingos, se usa la
semana después de terminada la Cuaresma. Cuando el Tiempo Ordinario tiene treinta y tres domingos, la
semana que sigue a Pentecostés se omite. Así se asegura la proclamación de los textos sobre la venida el
reino de Dios, asignados para las últimas dos semanas del Tiempo Ordinario.
Octava Semana
Lunes
Mc 10, 17-27
Ve y vende lo que tienes y sígueme. Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida
plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará
hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13) (VS 19, 1).
La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por
los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf.Hch 6, 1).
Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de
Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo
debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44) (Ibidem 19, 2).
No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo
mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su
obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión
por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En
efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las
ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre,
de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, “imagen de
Dios invisible” (Col 1, 15), significa imitar al Padre (Cfr. Ibidem 19, 3).
El “sígueme” de Cristo se puede escuchar a lo largo de distintos caminos, a través de los cuales andan
los discípulos y los testigos del divino Redentor. Se puede llegar a ser imitadores de Cristo de diversos
modos, o sea no sólo dando testimonio del Reino escatológico de verdad y de amor, sino también
esforzándose por la transformación de toda la realidad temporal conforme al espíritu del Evangelio. Es aquí
donde comienza también el apostolado de los laicos, inseparable de la esencia misma de la vocación
cristiana.
Martes
96
Mc 10, 28-31
Recibirán cien veces más en esta vida, junto con persecuciones; y en el otro mundo, la vida eterna.
Jesús puede en verdad garantizar una existencia feliz y la vida eterna, pero por un camino diverso del que
imaginaba el joven rico, es decir, no mediante una obra buena, un servicio legal, sino con la elección del
reino de Dios como “perla preciosa” por la cual vale la pena vender todo lo que se posee (cf. Mt 13, 45-46).
El joven rico no logra dar este paso. A pesar de haber sido alcanzado por la mirada llena de amor de Jesús
(cf. Mc 10, 21), su corazón no logró desapegarse de los numerosos bienes que poseía.
Por eso Jesús da esta enseñanza a los discípulos: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren
en el reino de Dios!” (Mc 10, 23). Las riquezas terrenas ocupan y preocupan la mente y el corazón. Jesús
no dice que sean malas, sino que alejan de Dios si, por decirlo así, no se “invierten” en el reino de los
cielos.
Por tanto, para alcanzar la salvación es preciso abrirse en la fe a la gracia de Cristo, el cual, sin
embargo, pone una condición exigente a quien se dirige a él: “Ven y sígueme” (Mc 10, 21). Los santos han
tenido la humildad y la valentía de responderle “sí”, y han renunciado a todo para ser sus amigos.
Para nuestra sociedad existe un obstáculo para un encuentro con el Dios vivo: el materialismo. Es
fácil ser atraídas por las posibilidades casi ilimitadas que la ciencia y la técnica nos ofrecen; es fácil
cometer el error de creer que se puede conseguir con nuestros propios esfuerzos saciar las necesidades más
profundas. Sin embargo, el corazón del hombre necesita hoy ser llamado de nuevo al objetivo último de su
existencia. Necesitamos reconocer que en nuestro interior hay una profunda sed de Dios. Necesitamos tener
la oportunidad de enriquecernos del pozo del amor infinito de Dios. Hoy el señor nos llama a cultivar
nuestra relación con Cristo, que ha venido para que tuviéramos la vida en abundancia (cf. Jn 10,10).
Miércoles
Mc 10,32-45
Ya ven que nos estamos dirigiendo a Jerusalén, y el Hijo de hombre va a ser entregado “en manos de
los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará” (Mt 17, 22). Cristo tenía conciencia de que para la
salvación del mundo era necesario su sacrificio, “para que todo el que creyere en Él tenga la Vida eterna”
(Jn 3, 14).
En el designio de Dios, estaba establecido que no se podía salvar al hombre de otro modo. Para esto
no hubiera bastado alguna otra palabra, algún otro acto.
Fue necesaria la palabra de la cruz; fue necesaria la muerte del Inocente, como acto definitivo de su
misión. Fue necesario para “justificar al hombre...”, para despertar el corazón y la conciencia, para
constituir el argumento definitivo en ese encuentro entre el bien y el mal, que camina a lo largo de la
historia del hombre y la historia de los pueblos...
Cristo ha dejado este sacrificio suyo a la Iglesia como su mayor don. Lo ha dejado en la Eucaristía. Y
no sólo en la Eucaristía: lo ha dejado en el testimonio de sus discípulos y confesores.
Cristo ha enseñado que es necesario vencer con la verdad y con el amor. Cristo ha enseñado también
que se puede, y algunas veces se debe, aceptar la muerte, que es necesario sacrificar la vida para dar
testimonio de la verdad y del amor.
Así, pues, la Cruz de Cristo no cesa de ser para cada uno de nosotros esta llamada misericordiosa y,
al mismo tiempo, severa a reconocer y confesar la propia culpa. Es una llamada a vivir en la verdad.
Jueves
Mc 10, 46-52
97
Maestro, que pueda ver. Bartimeo, que “estaba sentado junto al camino” (Mc 10,46), a las puertas
de Jericó. Precisamente por ese camino pasa Jesús el Nazareno. Es el camino que lleva a Jerusalén, donde
se consumará la Pascua, su Pascua sacrifical, que el Mesías acepta por nosotros, como escuchamos ayer
en el Evangelio.
Este camino también es el nuestro: el único camino que lleva a la tierra de la reconciliación, de la
justicia y de la paz. En ese camino el Señor encuentra a Bartimeo, que había perdido la vista. Sus caminos
se cruzan, se convierten en un único camino. “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!”, grita el ciego
con confianza. Replica Jesús: “Llamadle”, y añade: “¿Qué quieres que te haga?”.
Dios es la luz y el creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, hecho para ver la luz, pero ha
perdido la vista, y se ve obligado a mendigar. A su lado pasa el Señor, que se ha hecho mendigo por
nosotros: sediento de nuestra fe y de nuestro amor. “¿Qué quieres que te haga?”. Dios lo sabe, pero
pregunta; quiere que el hombre hable. Quiere que el hombre se levante, que recupere la valentía para
pedir lo que le corresponde por su dignidad. El Padre quiere oír de boca del hijo la libre voluntad de
volver a ver la luz, esa luz para la cual lo ha creado. “Maestro, ¡que vea!”. Y Jesús le dice: “Vete, tu fe te
ha salvado.
Esta oración del ciego resume nuestra condición de cristianos en camino: necesitamos la luz y, a la
vez, estamos llamados a ser luz. El pecado nos hace ciegos. Necesitamos ver iluminados, necesitamos
repetir la súplica del ciego: “Maestro, que pueda ver” (Mc 10. Haz que vea el pecado que me encadena,
pero sobre todo, Señor, que vea tu gloria. “[Dios] nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz
maravillosa” (1 P 2,9).
Viernes
Mc 11, 11-26
Mi casa será casa de oración para todos los pueblos. Tengan fe en Dios. La oración del pueblo de
Dios se desarrolla a la sombra de la Morada de Dios, el Arca de la Alianza y más tarde el Templo, bajo la
guía de los pastores, especialmente el rey David, y de los profetas.
Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para él
la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un
mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: “no
hagan de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El
celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)” (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles
mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21; etc.).
El Catecismo de la Iglesia Católica en el no. 2691, dice que “La iglesia, casa de Dios, es el lugar
propio de la oración litúrgica de la comunidad parroquial. Es también el lugar privilegiado para la
adoración de la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. La elección de un lugar favorable no
es indiferente para la verdad de la oración:
1) para la oración personal, el lugar favorable puede ser un ‘rincón de oración’, con las
Sagradas Escrituras e imágenes, para estar ‘en lo secreto’ ante nuestro Padre (cf Mt 6, 6).
En una familia cristiana este tipo de pequeño oratorio favorece la oración en común.
2) en las regiones en que existen monasterios, una vocación de estas comunidades es favorecer
la participación de los fieles en la Oración de las Horas y permitir la soledad necesaria para
una oración personal más intensa (cf PC 7).
3) las peregrinaciones evocan nuestro caminar por la tierra hacia el cielo. Son tradicionalmente
tiempos fuertes de renovación de la oración. Los santuarios son, para los peregrinos en
busca de fuentes vivas, lugares excepcionales para vivir "en Iglesia" las formas de la
oración cristiana”.
98
Sí. La iglesia es un lugar privilegiado en el que se construye la fraternidad entre nosotros. Aquí se
realiza la comunidad cristiana, comunidad de fe y oración, comunidad de amor y solidaridad en nombre de
Cristo. Aquí se alimenta en la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo del Señor, y de aquí parte para
llevar a Cristo al mundo.
Sábado
Mc 11, 27-33
¿Con qué autoridad haces todo esto? El Señor, plenamente consciente de las intenciones de sus
interrogadores, utiliza un método de discusión muy empleado por los doctores de la Ley y responde
haciéndoles a su vez otra pregunta: “También yo les voy a preguntar una cosa; si me contestan a ella, yo les
diré a mi vez con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿de dónde era?, ¿del Cielo o de los
hombres?”
Sabían que si respondían que venía “del Cielo”, es decir, de Dios, el Señor les echaría en cara su
incredulidad. En efecto, tanto los saduceos como los fariseos incrédulos habían recibido por parte del
Bautista una durísima llamada de atención. Juan no dudó en calificarlos de “raza de víboras” por su
negativa a acoger su llamado a la conversión (ver Mt 3,7-10).
La respuesta de aquellos endurecidos corazones sería la de negar abiertamente la legitimidad de la
misión de Juan, rechazando su bautismo y frustrando de ese modo “el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7,30).
En cambio, “todo el pueblo que le escuchó, incluso los publicanos, reconocieron la justicia de Dios,
haciéndose bautizar con el bautismo de Juan” (Lc 7,29).
El hecho de no reconocer que el bautismo de Juan venía de Dios significaba negar su misión como
precursor del Mesías (ver Jn 1,19-24), por tanto, implicaba negar también todo reconocimiento al Señor
Jesús.
Que María nos dé un corazón lleno de fe para que con nuestras palabras y nuestra vida confesemos
nuestra fe en Jesús como Salvador y Señor, y tengamos la experiencia de la salvación que hemos recibido
en nuestro bautismo.
NOVENA SEMANA
Lunes
Visitación de la santísima Virgen María (Lc 1, 39-56)
¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme? Concluimos el mes de mayo con la
fiesta de la Visitación de la santísima Virgen María. Todo nos invita a dirigir con confianza la mirada a
María.
En esta fiesta de la Visitación la liturgia nos hace escuchar de nuevo el pasaje del evangelio de san
Lucas que relata el viaje de María desde Nazaret hasta la casa de su anciana prima Isabel. Imaginemos el
estado de ánimo de la Virgen después de la Anunciación, cuando el ángel se retiró. María se encontró con
un gran misterio encerrado en su seno; sabía que había acontecido algo extraordinariamente único; se daba
cuenta de que había comenzado el último capítulo de la historia de la salvación del mundo. Pero todo en
torno a ella había permanecido como antes, y la aldea de Nazaret ignoraba totalmente lo que le había
sucedido.
Pero en vez de preocuparse por sí misma, María piensa en la anciana Isabel, porque sabe que su
embarazo estaba ya en una fase avanzada. Impulsada por el misterio de amor que acaba de acoger en sí
misma, se pone en camino y va ‘aprisa’ a prestarle su ayuda. He aquí la grandeza sencilla y sublime de
María.
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Así pues María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. Cuando entra, Isabel, al
responder a su saludo y sintiendo saltar de gozo al niño en su seno, “llena de Espíritu Santo”, a su vez
saluda a María en alta voz: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (cf. Lc 1, 40-42).
Esta exclamación o aclamación de Isabel entraría posteriormente en el Ave María, como una continuación
del saludo del ángel, convirtiéndose así en una de las plegarias más frecuentes de la Iglesia. Pero más
significativas son todavía las palabras de Isabel en la pregunta que sigue: “¿de dónde a mí que la madre de
mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 43). Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la
Madre del Señor, la Madre del Mesías. De este testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su
seno: “saltó de gozo el niño en su seno” (Lc 1, 44). El niño es el futuro Juan el Bautista, que en el Jordán
señalará en Jesús al Mesías.
Siempre según la narración de Lucas, del alma de María brota un canto de júbilo, el Magnificat, en el
que también ella expresa su alegría: “Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lc 1, 47). Educada como
estaba en el culto de la palabra de Dios, conocida mediante la lectura y la meditación de la Sagrada
Escritura, María en aquel momento sintió que subían de lo más hondo de su alma los versos del cántico de
Ana, madre de Samuel (cf. 1 S 2, 1-10) y de otros pasajes del Antiguo Testamento, para dar expresión a los
sentimientos de la “hija de Sión”, que en ella encontraba la más alta realización. Y eso lo comprendió muy
bien el evangelista Lucas gracias a las confidencias que directa o indirectamente recibió de María. Entre
estas confidencias debió de estar la de la alegría que unió a las dos madres en aquel encuentro, como fruto
del amor que vibraba en sus corazones. Se trataba del Espíritu-Amor trinitario, que se revelaba en los
umbrales de la “plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4), inaugurada en el misterio de la encarnación del Verbo.
Ya en aquel feliz momento se realizaba lo que Pablo diría después: “El fruto del Espíritu es amor, alegría,
paz” (Ga 5, 22).
Martes
Mc 12, 13-17
Den al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios. En el pasaje del evangelio de hoy resalta
la respuesta de Jesús a algunos judíos que, como en otras circunstancias, trataban de ponerlo a prueba.
Jesús evita la trampa, actuando como un Maestro de gran sabiduría, que enseña fielmente el camino de
Dios sin ceder a componendas.
No pocas veces este principio se usa para hablar de la separación del estado y la religión, para
designar la autoridad civil y la religiosa, separación entre las estructuras del mundo y el misterio del Reino;
también se usa para referirse a la justicia, dar a cada quien lo que es suyo… Hoy proponemos orientar
nuestras baterías hacia la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política: “dar al
César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21), en otro principio evangélico: “Hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29)
Este luminoso principio evangélico ha orientado a la Iglesia desde sus orígenes, impulsándola a
mostrar gran respeto por las instituciones civiles. En ellas, y en los hombres que asumen su
responsabilidad, se ha de ver un signo de la presencia de Dios, que guía los acontecimientos de la historia.
“Omnis potestas a Deo” (Rm 13, 1): todo poder viene de Dios. En esto se basa el deber de acatamiento a
las leyes y a quienes ejercen la autoridad.
La autoridad pública está obligada a respetar los derechos fundamentales de la persona humana y las
condiciones del ejercicio de su libertad. Todo se debe someter a la soberanía de Dios, hasta el punto de que
en ningún caso puede llegar a ser obligatorio lo que se opone a la ley divina. El cristiano debe ser firme
testigo de este principio, yendo, cuando sea necesario, "contra corriente". En ese caso encontrará apoyo en
la fuerza de la oración. Como la primera comunidad de Roma, a comienzos del siglo II, los creyentes
invocan la ayuda divina para cuantos están investidos de responsabilidades públicas, a fin de que el Señor
100
dirija sus decisiones según lo que es bueno y agradable a sus ojos (cf. Primera Carta de san Clemente a
los Corintios, LXI, 1).
Miércoles
Mc 12, 18-27
Dios no es dios de muertos, sino de vivos. El evangelio de hoy nos invita a reflexionar en la realidad
consoladora de la resurrección de los muertos. La tradición bíblica y cristiana, fundándose en la palabra de
Dios, afirma con certeza que, después de esta existencia terrena, se abre para el hombre un futuro de
inmortalidad.
La fe en la resurrección de los muertos se basa, como recuerda la página evangélica de hoy, en la
fidelidad misma de Dios, que no es Dios de muertos, sino de vivos, y comunica a cuantos confían en él la
misma vida que posee plenamente. En efecto, Dios es “Dios de vivos” y a cuantos confían en él les
concede la vida divina que posee en plenitud. Él, que es el ‘Viviente’, es la fuente de la vida.
Se ha dicho, y es verdad, que “hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece”. Los
periódicos generalmente están llenos de “otras historias”, las que manifiestan los límites de nuestra
humanidad y la triste herencia del pecado original. Sin embargo, no debemos olvidar que la historia de los
hombres es, sobre todo, una historia de gracia, siempre sostenida e iluminada por la providencia de Dios, y
en la que los verdaderos héroes son los santos que la llenan, los reconocidos y también los no canonizados:
este es precisamente el bosque que crece silenciosamente, por obra y gracia del ‘Viviente’, fuente de la
vida.
La vida entregada, regalada, “gastada” en favor de los otros, no muere nunca: permanece para
siempre; porque “Ser testigo de Cristo es ser “testigo de su Resurrección” (Hch 1, 22; cf. 4, 33), “haber
comido y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos” (Hch 10, 41). La esperanza
cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros
resucitaremos como El, con El, por El” (CEC 995)
Jueves
Mc 12, 28-34
Éste es el primer mandamiento- El segundo es semejante a éste. La Palabra del Señor, que se acaba
de proclamar en el Evangelio, nos ha recordado que el amor es el compendio de toda la Ley divina:
“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el
primer mandamiento” (Mt 22, 37-38). Jesús añade: “El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo
como a ti mismo” (Mt 22, 39).
Jesús consiste establece una relación de semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que
define también en esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19,
18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio
fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica: “De estos dos mandamientos penden toda la
Ley y los Profetas” (Mt 22, 40).
El evangelio nos subraya que ser discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se
resumen en el primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el mandamiento del amor. También
el libro del Éxodo, insiste en el deber del amor, un amor testimoniado concretamente en las relaciones entre
las personas: tienen que ser relaciones de respeto, de colaboración, de ayuda generosa. El prójimo al que
debemos amar es también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es decir, los ciudadanos que no
tienen ningún “defensor”.
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Jesús no dice que el segundo mandamiento es idéntico al primero, sino que es «semejante». Por
consiguiente, los dos mandamientos no son intercambiables, como si se pudiera cumplir automáticamente
el mandamiento del amor a Dios guardando el del amor al prójimo, o viceversa. Tienen consistencia
propia, y ambos deben cumplirse. Pero Jesús los une para mostrar a todos que están íntimamente
relacionados: es imposible cumplir uno sin poner en práctica el otro. “De su unidad inseparable da
testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la cruz que redime, signo de su amor
indivisible al Padre y a la humanidad” (Veritatis splendor, 14), a cada hombre y mujer, a cada uno de
nosotros.
Viernes
Mc 12, 35-37
¿Cómo dicen que el Mesías es Hijo de David? Así les pregunta Jesús a los fariseos. Cristo, ¿De quién
es hijo? Y añade: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra mientras pongo a tus enemigos bajo tus
pies” (Sal 109/110, 1). Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo?” (Mt 22, 42-45).
Como vemos, Jesús llama la atención sobre el modo “limitado” e insuficiente de comprender al
Mesías teniendo sólo como base la tradición de Israel, unida a la herencia real de David. Sin embargo, Él
no rechaza esta tradición, sino que la cumple en el sentido pleno que ella contenía, y que ya aparece en la
Anunciación, donde se presenta a Jesús como Aquél en el que se cumple la antigua promesa.
Los días siguientes a la entrada de Jesús en Jerusalén se verá cómo se han de entender las palabras
del Ángel en la Anunciación. “Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... reinará en la casa de
Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”. Jesús mismo explicará en qué consiste su propia realeza, y
por lo tanto la verdad mesiánica, y cómo hay que comprenderla.
Ante Pilato Jesús se presenta a sí mismo como el Rey-Mesías, pero no en sentido político como si se
tratara de un poder terreno, ni tampoco en relación al “pueblo elegido”, Israel, sino como un reino eterno y
universal, un reino de justicia y de paz.
De hecho, el episodio del Calvario ilumina la condición mesiánico-real de Jesús. Uno de los dos
malhechores crucificados junto con Jesús manifiesta esta verdad de forma penetrante, cuando dice: “Jesús,
acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42). En este diálogo encontramos casi una confirmación
última de las palabras que el Ángel había dirigido a María en la Anunciación: Jesús “reinará... y su reino no
tendrá fin” (Lc 1, 33).
Sábado
Mc 12, 38-44
Esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos. El Evangelio de hoy nos presenta el
ejemplo de la viuda pobre, que depositaba en el tesoro del templo algunas pequeñas monedas: desde el
punto de vista material, una oferta difícilmente comparable con las que daban otros. Sin embargo, Cristo
dijo: “Esta viuda... echó todo lo que tenía para el sustento” (Lc 21, 3-4). Por lo tanto, cuenta sobre todo el
valor interior del don: la disponibilidad a compartir todo, la prontitud a darse a sí mismos.
San Agustín escribe muy bien a este propósito: “Si extiendes la mano para dar, pero no tienes
misericordia en el corazón, no has hecho nada, en cambio, si tienes misericordia en el corazón, aún cuando
no tuvieras nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna” (Enarrat. in Ps. CXXV, 5).
Y en otro lugar el Obispo de Hipona dice: “¡Cuán prontamente son acogidas las oraciones de quien
obra el bien!, y ésta es la justicia del hombre en la vida presente: el ayuno, la limosna, la oración” (Enarrat.
in Ps. XLII, 8): la oración, como apertura a Dios; el ayuno, como expresión del dominio de sí, incluso en el
privarse de algo, en el decir ‘no’ a sí mismos; y, finalmente, la limosna, como apertura “a los otros”. El
102
Evangelio traza claramente este cuadro cuando nos habla de la penitencia, de la conversión. Sólo con
una actitud total “en relación con Dios, consigo mismo y con el prójimo” el hombre alcanza la conversión
y permanece en estado de conversión.
La ‘limosna’ entendida según el Evangelio, según la enseñanza de Cristo, tiene un significado
definitivo, decisivo en nuestra conversión a Dios. Si falta la limosna, nuestra vida no converge aún
plenamente hacia Dios.
Contemplando el ejemplo de la viuda pobre del evangelio de hoy, hagamos de nuestra vida una
ofrenda agradable a Dios, para que, entregándonos a él sin reservas como la Virgen María, nos colme de la
riqueza de su amor y su gracia.
Décima semana
Lunes
Mt 5, 1-12
Dichosos los pobres de espíritu... La página del evangelio del día de hoy nos presenta las
bienaventuranzas, que “dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los
fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes
características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las
tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas
en la vida de la Virgen María y de todos los santos” (CIgC 1717).
Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo
ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia El, el único que lo puede satisfacer: Ciertamente
todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta
proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada. (S. Agustín, mor. eccl. 1, 3, 4) (CIgC 1718).
San Agustín se preguntaba: ¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco
la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive
de ti. (S. Agustín, conf. 10, 20.29).
Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos:
Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero
también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe
(CIgC 1719).
La alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios.
Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el
Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús promete ante todo la
alegría, esa alegría exigente: “Dichosos ustedes los pobres, porque el Reino de los cielos es de ustedes.
Dichosos ustedes lo que ahora pasan hambre, porque quedarán saciados. Dichosos ustedes, los que ahora
lloran, porque reirán” (Lc 6,20-21).
Martes
Mt 5, 13-16
Ustedes son la luz del mundo. San Cromacio (Tratado 5, 1.3-4; CCL 9, 405-407), enseñaba que “El
Señor dijo a sus discípulos que eran la sal de la tierra, y la luz del mundo, ya que, iluminados por Él
mismo, que es la luz verdadera y eterna, se convirtieron ellos también en luz que disipó las tinieblas.
Y continúa este santo diciendo:
103
Puesto que Él era el sol de justicia, con razón llama a sus discípulos luz del mundo, ya que ellos
fueron como los rayos a través de los cuales derramó sobre el mundo la luz de su conocimiento; ellos, en
efecto, ahuyentaron del corazón de los hombres las tinieblas del error, dándoles a conocer la luz de la
verdad.
También nosotros, iluminados por ellos, nos hemos convertido de tinieblas en luz, tal como dice el
Apóstol: Un tiempo fueron tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Caminen como hijos de la luz. Y
también: Todos son hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas. En este mismo
sentido habla San Juan en su carta, cuando dice: Dios es luz, y el que permanece en Dios está en la luz,
como Él también está en la luz. Por lo tanto, ya que tenemos la dicha de haber sido liberados de las
tinieblas del error, debemos caminar siempre en la luz, como hijos que somos de la luz. Por esto dice el
Apóstol: Aparecen como antorchas en el mundo, presentándole la palabra de vida.
Así, pues, aquella lámpara resplandeciente, encendida para nuestra salvación, debe brillar siempre en
nosotros. Poseemos, en efecto, la lámpara de los mandatos celestiales y de la gracia espiritual, acerca de la
cual afirma el salmista: Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. De ella dice también
Salomón: El consejo de la ley es lámpara.
Por consiguiente, nuestro deber es no ocultar esta lámpara de la ley y de la fe, sino ponerla siempre
en alto en la Iglesia, como en un candelero, para la salvación de todos, para que así nos beneficiemos
nosotros de la luz de su verdad y para que ilumine a todos los creyentes.
Miércoles
Mt 5, 17-19
No he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud. La página evangélica de hoy nos habla del
cumplimiento de la ley por parte de Cristo. Él afirma que no ha venido a abolir la ley antigua, sino a darle
plenitud. Con el envío del Espíritu Santo, grabará la ley en el corazón de los creyentes, es decir, en el lugar
de las opciones personales y responsables. Con ese espíritu se podrá aceptar la ley no como orden externa,
sino como opción interior. La ley promulgada por Cristo es, por tanto, una ley de “santidad” (cf. Mt 5, 48),
es la ley suprema del amor (cf. Jn 15, 9-12).
La Veritatis splendor 15, 2 afirma que Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios, “en
particular el mandamiento del amor al prójimo”, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al
prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores
exigencias.
Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que
sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso
interior es el amor (cf. Col 3, 14).
Así, el mandamiento “No matarás”, se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e
impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada
pura, capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo: “Han oído que se dijo a los antepasados: No
matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo les digo: Todo aquel que se encolerice contra
su hermano, será reo ante el tribunal... Han oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo les digo:
Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22. 2728).
Jesús mismo es el “cumplimiento” vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con el
don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante
el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del
amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35).
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Y en el 18 3, dice que “Los mandamientos (…) están al servicio de una única e indivisible
caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: “Ustedes, pues, sean
perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa aún más
el sentido de esta perfección: “Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36).
Jueves
Mt 5, 20-26
Todo el que se enoje contra su hermano, será llevado ante el tribunal. Jesús recogió los diez
mandamientos, pero manifestó la fuerza del Espíritu operante ya en su letra. Predicó la ‘justicia que sobre
pasa la de los escribas y fariseos’ (Mt 5, 20), así como la de los paganos (cf Mt 5, 46-47). Desarrolló todas
las exigencias de los mandamientos: “han oído que se dijo a los antepasados: No matarás... Pues yo les
digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mt 5, 21-22).
‘La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y
permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida
desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar
de modo directo a un ser humano inocente’ (Instrucción Donum vitae intr. 5; Cfr. CIgC 2258).
En esta página evangélica, se nos dice que “El odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al
prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo es un pecado grave
cuando se le desea deliberadamente un daño grave. ‘Pues yo les digo: Amen a sus enemigos y rueguen por
los que los persigan, para que sean hijos de su Padre celestial...’ (Mt 5, 44-45; Cfr. CIgC 2303).
Jesús mismo es el “cumplimiento” vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con el
don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante
el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del
amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35).
Cada uno de nosotros, desde nuestro conocimiento y desde nuestro libre actuar, somos responsables
de nuestros actos y estamos sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el
mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: “Es necesario que todos nosotros seamos puestos al
descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida
mortal, el bien o el mal” (2 Co 5, 10). Por consiguiente, es mejor arreglarnos en el amor y en paz con
nuestros hermanos.
Viernes
Mt 5, 27-32
Todo el que mira con malos deseos a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Jesús
vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la Montaña interpreta de manera
rigurosa el plan de Dios: “Han oído que se dijo: “no cometerás adulterio”. Pues yo os digo: “Todo el que
mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”» (Mt 5, 27-28). El hombre no
debe separar lo que Dios ha unido (cf Mt 19, 6) (Cf. CEC 2336)
El mandamiento ‘no adulterarás’ está formulado como una prohibición que excluye de modo
categórico un determinado mal moral. Es sabido que la misma ley (decálogo), además de la prohibición ‘no
adulterarás’, comprende también la prohibición “no desearás la mujer de tu prójimo” (Ex 20, 14. 17; Dt 5,
18-21).
Ahora bien, Cristo no hace vana una prohibición respecto a la otra. Aún cuando hable del ‘deseo’,
tiende a una clarificación más profunda del ‘adulterio’. Es significativo que, después de haber citado la
prohibición ‘no adulterarás’ como conocida a los oyentes, a continuación, en el curso de su enunciado dice
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“Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”, describe un hecho
interior, cuya realidad pueden comprender fácilmente los oyentes. Al mismo tiempo, a través del hecho así
descrito y calificado, indica cómo es preciso entender y poner en práctica el mandamiento ‘no adulterarás’,
para que lleve a la ‘justicia’ querida por el Legislador.
Ante la expresión “adulteró en el corazón”, ¿cómo puede darse el ‘adulterio’ sin ‘cometer adulterio’,
es decir, sin el acto exterior que permite individuar el acto prohibido por la ley? Cristo pronuncia esta frase
ante sus oyentes que, basándose en los libros del Antiguo Testamento, estaban preparados, en cierto
sentido, para comprender el significado de la mirada que nace de la concupiscencia. Y esta pasión,
originada por la concupiscencia carnal, sofoca en el ‘corazón’ la voz más profunda de la conciencia, el
sentido de responsabilidad ante Dios.
Al sofocar la voz de la conciencia, la pasión trae consigo inquietud de cuerpo y de sentidos: es la
inquietud del ‘hombre exterior’. Cuando el hombre interior ha sido reducido al silencio, la pasió después de
haber obtenido, por decirlo así, libertad de acción, se manifiesta como tendencia insistente a la satisfacción
de los sentidos y del cuerpo.
Por consiguiente, cuando Cristo dice: “Todo el que mira a una mujer deseándola (el que mira con
concupiscencia), ya adulteró con ella en su corazón” (“ya la ha hecho adúltera en el corazón”) (Mt 5, 28),
quiere decir con esto que precisamente que la concupiscencia —como el adulterio— es un alejamiento
interior del significado esponsalicio del cuerpo, que quiere remitir a los oyentes a sus experiencias
interiores de este alejamiento; por esto por lo que lo define “adulterio cometido en el corazón”.
Sábado
Mt 5, 33-37
Les digo que no juren ni por el cielo ni por la tierra. “Jesús expuso el segundo mandamiento en el
Sermón de la Montaña: “Han oído que se dijo a los antepasados: “no perjurarás, sino que cumplirás al
Señor tus juramentos”. Pues yo les digo que no juren en modo alguno... sea su lenguaje: “sí, sí”; “no, no”:
que lo que pasa de aquí viene del Maligno” (Mt 5, 33-34.37; cf St 5, 12). Jesús enseña que todo juramento
implica una referencia a Dios y que la presencia de Dios y de su verdad debe ser honrada en toda palabra.
La discreción del recurso a Dios al hablar va unida a la atención respetuosa a su presencia, reconocida o
menospreciada en cada una de nuestras afirmaciones” (CEC 2153).
“La santidad del nombre divino exige no recurrir a él por motivos fútiles, y no prestar juramento en
circunstancias que pudieran hacerlo interpretar como una aprobación de una autoridad que lo exigiera
injustamente. Cuando el juramento es exigido por autoridades civiles ilegítimas, puede ser rehusado. Debe
serlo, cuando es impuesto con fines contrarios a la dignidad de las personas o a la comunión de la Iglesia”
(CEC 2155).
El nombre de Dios encierra un gran misterio. Es nombre santo, nombre que exige reverencia y amor.
Con respecto a él, por desgracia, se observa una actitud de ligereza, rayana a veces en el desprecio
manifiesto: blasfemias, espectáculos desacralizadores, escarnio, publicaciones que ofenden gravemente el
sentimiento religioso.
Por tanto, El segundo mandamiento prohíbe abusar del nombre de Dios, es decir, todo uso
inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen María y de todos los santos. En efecto, “El
Nombre de Dios es grande allí donde se pronuncia con el respeto debido a su grandeza y a su Majestad. El
nombre de Dios es santo allí donde se le nombra con veneración y temor de ofenderle» (San Agustín, De
sermone Domini in monte, 2, 5, 19).
SEMANA DÉCIMA PRIMERA
106
Lunes
Mt 5, 38-42
Yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. “El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas
buenas y el hombre malo, del tesoro malo saca cosas malas”. Cuando en la Biblia se habla del “ojo del
hombre, se hace referencia al reflejo o espejo de lo que hay en el corazón del hombre. Cuando los hebreos
decían de un hombre que tenía ojo bueno, querían decir que tenía un corazón generoso y benéfico. Un
hombre con ojo malo en cambio era aquel que tenía un corazón lleno de envidia: “Maligno es el ojo del
envidioso” (Eclo 14,8). El hombre con “ojo malo” es incapaz de ver la bondad en el corazón ajeno. El
hombre cuyo corazón está lleno de envidia es incapaz de alegrarse por el beneficio que recibe su prójimo.
De este modo el envidioso «desprecia su misma alma» (Eclo 14,8), es decir, su veneno termina
volviéndose contra él mismo. De este hombre es del que Jesús, en la página evangélica nos dice: Yo les
digo que no hagan resistencia al hombre malo.
También este expresión nos lleva reaccionar amando cuando somos insultados: amar a la persona del
enemigo y odiar el insulto, y, más aún, compadecerse de él que molestarse con él, así como un doctor ama
a sus pacientes y prescribe para ellos con el necesario cuidado, pero odia la enfermedad y lucha con todos
los recursos a sus disposición para alejarla, destruirla y hacerla inofensiva. Y esto es lo que el Maestro y
Doctor de nuestras almas, Cristo nuestro Señor, enseña cuando dice: «Amen a sus enemigos, hagan el bien
a aquellos que los odian, y rueguen por los que los persiguen y calumnian” (Mt 5, 44).
El hombre malo cae bajo el desagrado y la ira de Dios, o a menos que se corrijan a tiempo y hagan
penitencia, tendrá que soportar la desgracia y el tormento eternos, y perderán el interminable honor de ser
ciudadanos del cielo. Los hombres malos realizan un acto de lo más agradable para el diablo y sus ángeles,
que urgen a este hombre a hacer una cosa injusta a aquel hombre con el propósito de sembrar la discordia y
la enemistad en el mundo. Y cada uno debe reflexionar con calma cuán desgraciado es agradar al enemigo
más fiero de la raza humana, y desagradar a Cristo.
Por lo tanto, puesto que el hombre insensato, a pesar del mandamiento de Cristo, se niega a
reconciliarse con sus enemigos, se expone al desastre total, todos los que son sabios escucharán la doctrina
que Cristo, el Señor de todo, nos ha enseñado en el Evangelio con sus palabras, y en la Cruz con sus obras.
Yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo
Martes
Mt 5, 43-48
Amen a sus enemigos. Desde luego, que el modelo es Jesús, que desde la Cruz oraba así: “Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen”. Pero también tenemos como modelo a la Virgen María, quien al
pie de la cruz, vive espiritualmente el martirio del Hijo, con el corazón lleno de dolor; por otra parte,
también podemos ver el testimonio de los mártires, quienes amando a sus enemigos y rogando por los que
lo persiguen (cf. Mt 5,44), hicieron visible el misterio de la fe recibida y se convirtieron en un gran signo
de esperanza, anunciando con su testimonio la redención para todos. Al unir su sangre a la de Cristo
sacrificado en la cruz, la inmolación del mártir se transforma en ofrenda ante el trono de Dios, implorando
clemencia y misericordia para sus perseguidores. Como nos enseña el Papa Juan Pablo II, “ellos han sabido
vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución… hasta el testimonio supremo de la sangre…
Ellos muestran la vitalidad de la Iglesia… Más radicalmente aún, demuestran que el martirio es la
encarnación suprema del Evangelio de la esperanza” (Ecclesia in Europa, 13).
De esta forma, el martirio es para la Iglesia un signo elocuente de cómo su vitalidad no depende de
meros proyectos o cálculos humanos, sino que brota más bien de la total adhesión a Cristo y a su mensaje
salvador. Bien sabían esto los mártires, cuando buscaron su fuerza no en el afán de protagonismo, sino en
107
el amor absoluto a Jesucristo, a costa incluso de la propia vida. Nosotros, solamente desde esta óptica
podemos entender mejor y vivir el mensaje de la página del Evangelio de hoy: Amen a sus enemigos.
Miércoles
Mt 56, 1-6. 16-18
Tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará. El Evangelio subraya que el Señor “ve en lo secreto”,
es decir, escruta el corazón. Los gestos externos de penitencia tienen valor si son expresión de una actitud
interior, si manifiestan la firme voluntad de apartarse del mal y recorrer la senda del bien. Por consiguiente,
nuestro Salvador nos quiere decir que Dios conoce los deseos y los pensamientos del corazón; y que la vida
cristiana se centra en la imitación de Cristo, en tomar su yugo y seguirlo por el camino del Evangelio.
Desde siempre, la Iglesia señala algunos medios adecuados para caminar por esta senda. Ante todo, la
humilde y dócil adhesión a la voluntad de Dios, acompañada por una oración incesante; las formas
penitenciales típicas de la tradición cristiana, como la abstinencia, el ayuno, la mortificación y la renuncia
incluso a bienes de por sí legítimos; y los gestos concretos de acogida con respecto al prójimo, que el
pasaje evangélico de hoy evoca con la palabra ‘limosna’.
Cuando Jesús dice: “…entra en tu cámara y cierra la puerta”, indica que es indispensable entrar en sí
mismo, en el propio ‘yo’ interior, para encontrarse con el Padre. ¡Dios espera esto para acercarse al hombre
interiormente recogido y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse al alma así
dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera fuente.
Que María, Madre y Esclava fiel del Señor, nos ayude a proseguir la “batalla espiritual” de nuestra
vida cristiana, armados con la oración, el ayuno y la práctica de la limosna, cerrada la puerta para que
nuestro Padre que ve en lo escondido, nos recompense.
Jueves
Mt, 6, 7-15
Ustedes oren así. Nuestra actitud cristiana de orar, en contraste con el estilo de los fariseos, la hemos
de hacer dentro de la “habitación, cerrada la puerta interior, y orar al Padre en la intimidad de nuestro ser,
pues Él ve en lo secreto, el siempre nos oye. Lo que Jesús censura es la oración público-exhibicionista
farisaica. No se trata de censurar la oración comunitaria y litúrgica -no es éste su objetivo-, que Jesús
mismo recomendó en otras ocasiones. Se busca a Dios, que está en el interior de sí, no la exhibición.
No pretende Jesús con esta enseñanza condenar la oración larga. No es éste el propósito de su
enseñanza. La censura va contra la mecanización formulista o semimágica de la oración. Ni va contra la
extensión de la oración. El mismo, en Getsemaní, dio ejemplo de oración larga, al permanecer en la misma
“una hora” de oración (Mt 26:39.42.44), lo mismo que al pasarse, en ocasiones, la noche en oración
Jesús nos dice que la oración ha de ser confiada en el Padre, penetrada de amor a Dios y al prójimo y
de pocas palabras, porque de lo contrario resultaría “hipócrita”. La oración cristiana exige como una
condición la sinceridad y sencillez, dejando que hable el corazón, con actitud humilde, no como el
practicado por los fariseos, que piensan que por mucho hablar serán escuchados. Así, pues, al orar no hay
que utilizar vanas palabras, no se debe hablar muy deprisa y de manera atropellada o confusa y tampoco
decir muchas cosas inútiles. En otra palabras, no pretender la charlatanería en la oración, sea diciendo
cosas vanas o inútiles, sea pretendiendo recitar unas fórmulas largas o calculadas, como si ellas tuviesen
una eficacia mágica ante Dios. No es ésta la actitud cristiana en la oración, pues Dios conoce las cosas de
las cuales tenemos necesidad antes de que se las pidamos.” Porque la oración no es locuacidad, sino el
corazón volcado en Dios.
108
Al respecto, Santa Teresa de Lisieux dice: “No poseo el valor para buscar plegarias hermosas en
los libros; al no saber cuales escoger, reacciono como los niños; le digo sencillamente al buen Dios lo que
necesito, y Él siempre me comprende” (Santa Teresita de Lisieux).
Viernes
Mt 6, 19-23
Donde está tu tesoro, ahí también está tu corazón. Y, ¿donde está nuestro corazón?, ¿cuál es nuestro
tesoro? Por tesoro debemos entender aquello que valoramos y colocamos en nuestras vidas en primer lugar
y que es parte fundamental de ella, es aquello sobre lo que gravita nuestra existencia y que ocupa nuestros
pensamientos. Para muchos, incluso cristianos, su tesoro es el dinero, la ambición, el poder, el afecto a
personas concretas, etc. Dedican su vida a los bienes de este mundo. Sin embargo, sabiendo que Cristo es
Todo y todo fuera de Cristo es nada, debemos hacer que Él sea nuestro Tesoro y que en Él, por lo tanto,
esté nuestro corazón.
San Juan de la Cruz escribe: “adentrémonos en la espesura”en la espesura del Amor de Dios,
verdadero tesoro, verdadera felicidad. Y san Agustín dice que “Dios es todo lo que deseamos” (cf. Tract. in
Iohn., 4). Y en la medida que realmente a deseemos a Dios, desearemos la verdadera vida, el amor mismo y
la verdad, porque sólo es Él es el verdadero tesoro, por le cual vale la pena darlo todo. Dios es amor y su
amor es el secreto de nuestra felicidad. Ahora bien, para entrar en este misterio de amor no hay otro camino
que el de perdernos, entregarnos: el camino de la cruz.
No podemos dar el corazón más que a Dios, no podemos dejar que nos esclavicen las cosas, cayendo
en un materialismo que deja insatisfechas las aspiraciones más profundas de la persona y impide encontrar
la verdadera felicidad que sólo se halla en Dios (cf. Sollicitudo rei socialis, 28). “Nos hiciste, Señor, para
Ti –grita San Agustín– e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti”. Esta es la gran verdad
que da sentido a la vida –o al contrario el gran drama si se rechaza–. ¡Cuántos buscan desesperadamente la
felicidad sin darse cuenta de que lo único que de veras puede saciar el corazón del hombre y de la mujer es
Dios! ¡Cuántos esfuerzos inútiles, cuántas desilusiones, cuántos fracasos, por haber puesto la confianza y el
centro de la vida fuera de Dios!
Sábado
Mt 6, 24-34
No se preocupen por el día de mañana, porque como también dice el libro de los Proverbios: “Del
Señor dependen los pasos del hombre: ¿como puede el hombre comprender su camino?” (Pro 20, 24). Y
san Pablo enuncia también este principio consolador: “En todas las cosas interviene Dios para bien de los
que le aman” (Rm 8, 28).
¿Cuál debe ser nuestra actitud frente a esta providente acción divina? Desde luego, no debemos
esperar pasivamente lo que nos manda, sino colaborar con él, para que lleve a cumplimiento lo que ha
comenzado a realizar en nosotros. Debemos ser solícitos sobre todo en la búsqueda de los bienes
celestiales. Estos deben ocupar el primer lugar, como nos pide Jesús: “Buscad primero el reino de Dios y su
justicia” (Mt 6, 33). Los demás bienes no deben ser objeto de preocupaciones excesivas, porque nuestro
Padre celestial conoce cuales son nuestras necesidades; nos lo enseña Jesús cuando exhorta a sus discípulos
a “un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de
sus hijos” (CIgC 305): “Ustedes no anden buscando qué comer ni qué beber, y no estén inquietos. Que por
todas esas cosas se afanan las gentes del mundo, y ya sabe su Padre que tienen de ellas necesidad” (Lc 12,
29-30).
La certeza del amor de Dios nos lleva a confiar en su providencia paterna incluso en los momentos
más difíciles de la existencia. Santa Teresa de Jesús expresa admirablemente esta plena confianza en Dios
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Padre providente, incluso en medio de las adversidades: “Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa.
Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta” (Poesías,
30).
Jesucristo nos enseña a poner en Dios una inmensa confianza, incluso en los momentos más difíciles.
Jesús clavado en la cruz, se abandona totalmente al Padre: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu”
(Lc 23, 46). Con esta actitud, eleva a un nivel sublime lo que Job había sintetizado en las conocidas
palabras: “El Señor me lo dio; el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Jb 1, 21). Incluso lo
que, desde un punto de vista humano, es una desgracia puede entrar en el gran proyecto de amor infinito
con el que el Padre provee a nuestra salvación.
SEMANA DÉCIMA SEGUNDA
Lunes
Mt 7, 1-5
Sácate primero la vida que tienes en el ojo. Con estas palabras Jesús nos da una indicación de cómo
ver los defectos de los demás. Por desgracia, a menudo sentimos la tentación de condenar los defectos y los
pecados de ajenos, sin lograr ver los nuestros con la misma lucidez. ¿Cómo darnos cuenta si nuestro propio
ojo está libre o cubierto con una viga? Jesús responde: “Cada árbol se conoce por su fruto” (Lc 6, 44).
Este sano discernimiento es don del Señor, y hay que implorarlo con oración incesante. Al mismo
tiempo, es conquista personal que exige humildad y paciencia, capacidad de escucha y esfuerzo por
comprender a los demás.
Ella, la Virgen del silencio y de la escucha, nos ayude a ser testigos y heraldos valientes del
Evangelio; nos enseñe a mirar a los demás con ojos llenos de comprensión y bondad; y nos obtenga el don
de una sabia prudencia en el trato con nuestros hermanos.
Solemos hablar de la conversión de los demás. Pero la conversión debe comenzar por nosotros
mismos. No debemos mirar la paja en el ojo del hermano, sin darnos cuenta de que tenemos una viga en
nuestro ojo (cf. Mt 7, 3). Aquellos que quieren ser salvados no se ocupan de los defectos del prójimo, sino
siempre de sus propias faltas, y así progresan.
Martes
Mt 7, 6. 12-14
Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. Este precepto se conoce como la
regla de oro, expresada también en el Antiguo Testamento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”
(Levítico 19, 18); “Lo que no quieras para ti, no lo hagas a nadie” (Tobías 4, 15).
Un buen resumen se encuentra en el espléndido ‘Testamento de Tobit’ (cf. Tb 4,5-19): se exhorta a
recordarse del Señor, a practicar la limosna, a custodiar la castidad, a amar a los hermanos en la humildad,
a dar justa y tempestiva retribución, a vivir en la sobriedad y en la generosidad hacia los hambrientos y los
desnudos, en la piedad hacia los difuntos, en la constante búsqueda del crecimiento en la sabiduría, en la
continua bendición e invocación del Señor. Es en el corazón de este admirable texto en donde aparece la
regla de oro: "No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan" (Tb 4,15).
Dicho en otras palabras el “Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes”, podemos
decir: debemos tratar a los demás como nos tratamos a nosotros mismos, complacer a los demás como nos
complacemos a nosotros mismos, ayudar a los demás como nos ayudamos a nosotros mismos, respetar a
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los demás como nos respetamos a nosotros mismos, excusar los defectos de los demás como excusamos
los nuestros…
Nuestro Maestro y Señor Jesucristo nos llama ha ser apóstoles de paz, practicando la regla de oro
conocida por la sabiduría antigua: “Todo cuanto quieran que les hagan los hombres, háganselo también
ustedes a ellos” (Mt 7, 12; cf. Lc 6, 31), y el mandamiento de Dios a Moisés: “Ama a tu prójimo como a ti
mismo” (cf. Lv 19, 18; Mt 22, 39 y paralelos), llevándolos a plenitud en el mandamiento nuevo: “Ámense
los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13, 34).
Miércoles
Mt 7, 15-20
Por sus frutos los conocerán. “Todo árbol bueno -dice Jesús- da frutos buenos y todo árbol malo da
frutos malos” (Mt 7, 17). El Señor hablaba de cómo podrían reconocerse a los verdaderos de los falsos
discípulos: el pecado, el mal en el hombre, las obras de las tinieblas, hacen a los hombres malos seguidores
de Jesús, el bien, la gracia y las buenas obras hacen del discípulo de Jesús un buen árbol.
Santo Tomás de Aquino enseña que del mismo modo que en cada acto moralmente bueno el hombre
como tal se hace mejor, así también en cada acto moralmente malo el hombre como tal se hace peor (cf. III q.55, a. 3; q. 63, a. 2). El pecado, pues, destruye en el hombre ese bien que es esencialmente humano, en
cierto sentido ‘quita’ al hombre ese bien que le es propio, ‘usurpa’ al hombre a sí mismo. En este sentido,
“quien comete pecado es esclavo del pecado”, como afirma Jesús en el Evangelio de san Juan (Jn 8, 34): el
verdadero bien es eliminado por el pecado en favor de un bien ‘aparente’, que no es un bien verdadero,
habiendo sido eliminado el verdadero bien en favor del ‘falso’.
Ahora bien, si es verdad que el pecado implica según su misma lógica y según la Revelación,
castigos adecuados, el primero de estos castigos es el pecado mismo. ¡Mediante el pecado el hombre se
castiga a sí mismo! En el pecado está ya inmanente el castigo, alguno se atreve a decir: ¡Está ya el infierno,
como privación de Dios!
San Ignacio, obispo de Antioquía, martirizado en Roma hacia el año 107, dirigía a los cristianos de
Éfeso estas palabras explicativas de esta página evangélica: “Como al árbol se lo conoce por sus frutos, así
a quienes se llaman discípulos de Cristo se los conocerá por sus obras. Hoy no es cuestión de profesar la fe
con palabras, sino que es necesaria la fuerza íntima de la fe viva y operante para ser hallados fieles hasta el
fin” (Carta a los Efesios, XIV, 2).
Por tanto, cada uno, estamos llamados a ser un verdadero discípulo de Jesús, hemos de esforzarnos
sin cesar por seguir sus enseñanzas, haciendo de su camino de renovación espiritual una escuela
permanente de conversión y santidad.
Jueves
Mateo 7, 21-29
La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena. Cada día debe estar ante los ojos del
corazón: ¿cómo construir la casa llamada vida? Jesús, cuyas palabras hemos escuchado en el pasaje del
evangelio según san Mateo, nos exhorta a construir sobre roca. En efecto, solamente así la casa no se
desplomará.
Pero ¿qué quiere decir construir la casa sobre roca? Construir sobre roca quiere decir ante todo:
construir sobre Cristo y con Cristo. Jesús dice: “Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga
en práctica, será como el hombre prudente que construyó su casa sobre roca” (Mt 7, 24). Aquí no se trata
de palabras vacías, dichas por una persona cualquiera, sino de las palabras de Jesús. No se trata de escuchar
a una persona cualquiera, sino de escuchar a Jesús. No se trata de cumplir cualquier cosa, sino de cumplir
las palabras de Jesús.
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Construir sobre Cristo y con Cristo significa construir sobre un fundamento que se llama amor
crucificado. Quiere decir construir con Alguien que, conociéndonos mejor que nosotros mismos, nos dice:
“Eres precioso a mis ojos…, eres estimado, y yo te amo” (Is 43, 4). Quiere decir construir con Alguien que
siempre es fiel, aunque nosotros fallemos en la fidelidad, porque él no puede negarse a sí mismo (cf. 2 Tm
2, 13). Quiere decir construir con Alguien que se inclina constantemente sobre el corazón herido del
hombre, y dice: “Yo no te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (cf. Jn 8, 11). Quiere decir
construir con Alguien que desde lo alto de la cruz extiende los brazos para repetir por toda la eternidad:
“Yo doy mi vida por ti, hombre, porque te amo”. Encendamos en nosotros el deseo de construir nuestra
vida con él y por él. Porque no puede perder quien lo apuesta todo por el amor crucificado del Verbo
encarnado.
Viernes
Mt 8, 1-4
Señor, si quieres, puedes curarme, le dijo el leproso a Jesús, en el evangelio que hemos escuchado.
La lepra, en tiempos de Jesús, hacía impuro a quien la padecía. Impuro en la carne y en el espíritu; impuro
para la sociedad e impuro para Dios, pues se le negaba la comunidad con los hombres y el acceso al culto.
El comportamiento de Jesús es como una bofetada de Dios a quienes aceptaban que la lepra era
consecuencia del pecado y excluían de la santidad del pueblo a los que la padecían. Por eso, en el gesto de
Cristo hay un brote de indignación, dirigida no contra el leproso, sino contra quienes pensaban de esa
manera. Jesús tocó al leproso revelando que la pureza de Dios consiste en descender hasta la miseria
humana, en besar la carne enferma y dolorida del hombre. Como maestro de la ley, Jesús enseña que el
verdadero significado de su doctrina está en sanar a los heridos y consolar a los tristes; que no necesitan del
médico los sanos sino lo enfermos.
Cristo convierte además este milagro en una prueba de su autoridad que ofrece a los que se obstinan
en no creer en él. Después de curar al leproso, Jesús le ordena que se presente al sacerdote y ofrezca por su
purificación lo que mandó Moisés en testimonio contra ellos. ¿Quiénes son ellos? ¿De qué da testimonio el
milagro? Sencillamente de la autoridad de Cristo que, al curar a un leproso, ofrece un argumento irrebatible
contra los que le niegan autoridad divina. Ellos son los mismos fariseos que, cuando Jesús cura al ciego de
nacimiento, prefieren negar el milagro a reconocer que Cristo es la Luz capaz de abrirle los ojos. Por eso
merecen el juicio de Cristo: si fueran ciegos no tendrían pecado, pero como dicen ‘vemos’, su pecado
permanece.
Sábado
Mt 8, 5-17
“Muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de
los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera” (Mt 8, 11-12). Aquí se
observa claramente cómo la invitación a entrar en el Reino se vuelve universal: Dios tiene intención de
sellar una alianza nueva en su Hijo, alianza que ya no será sólo con el pueblo elegido, sino con la
humanidad entera.
Jesús quiere inculcar la idea de que la fe en él, suscitada por el deseo de la curación, está destinada a
procurar la salvación que cuenta más: la salvación espiritual. En esta perspectiva de salvación, Jesús pide,
por tanto, la fe en su poder de Salvador. En el caso del centurión, que acabamos de recordar, Jesús
responde a su fe: que se cumpla como has creído.
Así como Jesús se entristece por la “falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la “poca fe” de sus
discípulos (Mt 8, 26), así se admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf Mt 8, 10).
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Con esta fe nos hemos de acercar a Jesús en cada Eucaristía, a comer el pan de los ángeles, el pan
que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del
mundo, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: “Señor, no soy
digno de que entres bajo mi techo”, con que diga una palabra quedaré sano (Cfr. Mt 8, 8; Lc 7, 6).
SEMANA DÉCIMA TERCERA
Lunes
Mt 8, 18-22
Sígueme es la palabra manifiesta la iniciativa de Jesús. Con anterioridad, quienes deseaban seguir la
enseñanza de un maestro, elegían a la persona de la que querían convertirse en discípulos. Por el contrario,
Jesús, con esa palabra: «Sígueme», muestra que es él quien elige a los que quiere tener como compañeros y
discípulos.
Sígueme, dice el Señor resucitado a Pedro, como su última palabra a este discípulo elegido para
apacentar a sus ovejas. Sígueme es la palabra que Cristo dirige a quien quiere ser su discípulo: “Ven,
sígueme” (Mt 19, 21; Lc 18, 22). ¡Sígueme con fidelidad y constancia; sígueme, desde este momento;
sígueme, a través de los diversos y posibles caminos de tu vida!
Sígueme (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: se levantó y lo siguió. En este
“levantarse” se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión
consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús.
Jesús llamó a los Apóstoles y les expresó lo que les ofrecía y lo que esperaba de ellos. A nosotros,
como a ellos, nos plantea: “Ven y sígueme” (Mt. 19, 21), “vayan y evangelicen” (Cf. Mt. 28, 19), “Yo
estaré con ustedes siempre” (Mt. 28, 20). Con el “Ven” nos está ofreciendo su presencia y amistad y está
pidiendo que nos unamos a El.
Jesús con el “Sígueme” se nos está ofreciendo como modelo, como camino y como guía. Nos pide
que lo imitemos y asumamos sus sentimientos, actitudes y estilo de vida. Espera que nosotros recibamos la
vida nueva y vivamos su vida en nosotros. Que suceda como en San Pablo, quien expresaba: “Ya no vivo
yo, sino es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20).
Martes
Mateo 8, 23-27
Dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. Jesús invita a sus
discípulos a tener seguridad y confianza cuando la tempestad amenaza su barca. San Agustín comenta el
episodio de la tempestad calmada insistiendo en la confianza que nos proporciona la presencia de Cristo en
medio de nuestras dudas y dificultades. “Los discípulos -afirma en uno de sus sermones (LXXV)- se
habían turbado al verlo sobre el mar y pensaban que era un fantasma. Pero al subir él a la barca, quitó la
fluctuación mental de sus corazones, pues peligraban en la mente por las dudas más que en el cuerpo por
las olas. (...) Pero mayor (que el viento) es que intercede por nosotros, porque en esa fluctuación en que nos
debatimos nos da confianza, viniendo a nosotros y confortándonos”.
Cristo, además de infundir confianza en sus discípulos, también confirma su fe. La fe en Cristo y la
esperanza de la que él es maestro permiten al hombre alcanzar la victoria sobre sí mismo, sobre todo lo que
hay en él de débil y pecaminoso, y al mismo tiempo esta fe y esta esperanza lo llevan a la victoria sobre el
mal y sobre los efectos del pecado en el mundo que lo rodea.
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Cristo libró a los discípulos del miedo que se había apoderado de ellos ante el mar en tempestad.
Cristo también nos ayuda a nosotros a superar los momentos difíciles de la vida, si nos dirigimos a él con
fe y esperanza para pedirle ayuda. Una fe fuerte, de la que brota una esperanza ilimitada, virtud tan
necesaria hoy, libra al hombre del miedo y le da la fuerza espiritual para resistir a todas las tempestades de
la vida. ¡No tengamos miedo de Cristo! Sólo él “tiene palabras de vida eterna”. Cristo no defrauda jamás.
Miércoles
Mt 8, 28-34
¿Has venido a atormentar a los demonios antes de tiempo? Jesucristo vino al mundo y a los hombres
para anunciar e inaugurar el reino de Dios. Los hombres poseen una innata capacidad para recibir a Dios en
su corazón (cf. Rm 5, 5). Sin embargo, esta capacidad para acoger a Dios es ofuscada por el pecado, y en
algunas ocasiones el mal ocupa en el hombre el puesto que sólo le corresponde a Dios. Por ello, Jesucristo
vino a liberar al hombre del mal y del pecado, y también de todas las formas de dominación del maligno, es
decir, del diablo y de sus espíritus malignos, llamados demonios, que quieren pervertir el sentido de la vida
del hombre.
Por esta razón, Jesucristo expulsaba los demonios y liberaba a los hombres de la posesión de los
espíritus malignos, para hallar cabida en el corazón del hombre y darle la posibilidad de conseguir la
libertad ante Dios, que quiere darle su Espíritu Santo, para que se convierta en su templo vivo (cf. 1 Co 6,
19; 1 P 2, 5) y dirija sus pasos hacia el camino de la paz y de la salvación (cf. Rm 8, 1-17; 1 Co 12, 1-11;
Ga 5, 16-26).
La presencia del diablo y de su acción explica la advertencia del Catecismo de la Iglesia católica: «La
dramática condición del mundo que ‘yace’ todo él ‘bajo el poder del maligno’ (1 Jn 5, 19), hace que la vida
del hombre sea una lucha: ‘Toda la historia humana se encuentra envuelta en una tremenda lucha contra el
poder de las tinieblas; lucha que comenzó ya en el origen del mundo, y que durará, como dice el Señor,
hasta el último día. Inserto en esta batalla, el hombre debe combatir sin descanso para poder mantenerse
unido al bien; no puede conseguir su unidad interior si no es al precio de grandes esfuerzos, con la ayuda
de la gracia de Dios” (Gaudium et spes, 37, 2)» (n. 409).
La Iglesia está segura de la victoria final de Cristo y, por tanto, no se deja arrastrar por el miedo o por
el pesimismo; al mismo tiempo, sin embargo, es consciente de la acción del maligno, que trata de
desanimarnos y de sembrar la confusión. «Tengan confianza -dice el Señor-; yo he vencido al mundo» (Jn
8, 33).
Jueves
Mt 9, 1-8
La gente alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad. Para confirmar su poder divino sobre la
creación, Jesús realiza ‘milagros’, es decir, ‘signos’ que testimonian que junto con Él ha venido al mundo
el reino de Dios. Pero este Jesús que, a través de todo lo que “hace y enseña” da testimonio de Sí como
Hijo de Dios, a la vez se presenta a Sí mismo y se da a conocer como verdadero hombre.
En la Pascua se revela plenamente el poder del Verbo encarnado, poder del Hijo eterno de Dios, que
se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación.
Si Jesucristo -el Hijo del hombre- tiene el mismo poder de Dios Padre, quiere decir que Él es Dios,
conforme a lo que el mismo ha dicho: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). En efecto, Jesús,
desde el principio de su misión mesiánica, no se limita a proclamar la necesidad de la conversión
(“Conviértanse y crean en el Evangelio”: Mc 1, 15) y a enseñar que el Padre está dispuesto a perdonar a los
pecadores arrepentidos, sino que perdona Él mismo los pecados.
114
Es comprensible la admiración por esa extraordinaria curación, y también el sentido de temor o
reverencia que, según san Mateo, sobrecogió a la multitud ante la manifestación de ese poder de curar que
Dios había dado a los hombres (cf. Mt 9, 8) o, como escribe san Lucas, ante las “cosas increíbles" que
habían visto ese día (Lc 5, 26). Pero para aquellos que reflexionan sobre el desarrollo de los hechos, el
milagro de la curación aparece como la confirmación de la verdad proclamada por Jesús e intuida y
contestada por los escribas: “El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”.
Viernes
Mt 9, 9-13
"No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Orígenes habla, al respecto, de una
terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo: “Como
para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también
para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...)
Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de sí mismo:
‘No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos’. Él era el médico por excelencia,
capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad” (Homilías sobre los Salmos, Florencia 1991, pp.
247-249).
En todos los Evangelios, vemos que Jesús amaba de modo especial a los que habían tomado
decisiones erróneas, ya que una vez reconocida su equivocación, eran los que mejor se abrían a su mensaje
de salvación.
De hecho, Jesús fue criticado frecuentemente por aquellos miembros de la sociedad, que se tenían por
justos, porque pasaba demasiado tiempo con gente de esa clase. Preguntaban, ¿cómo es que su maestro
come con publicanos y pecadores? Él les respondió: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los
enfermos... No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 11-13).
Los que querían reconstruir sus vidas eran los más disponibles para escuchar a Jesús y a ser sus
discípulos. Nosotros podemos seguir sus pasos; también nosotros, de modo particular, podemos acercaros
particularmente a Jesús precisamente porque diariamente decidimos volver a Él, caminar con Él. Podemos
estar seguros que, a igual que el padre en el relato del hijo pródigo, Jesús nos recibe con los brazos
abiertos.
Sabemos que en la parábola del Hijo pródigo, lo que más se destaca es la acogida festiva y amorosa
del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar. Como hemos
escuchado la respuesta de Jesús ante las críticas de los de su tiempo: "No tienen necesidad de médico los
sanos, sino los enfermos, misericordia quiero y no sacrificios.
Sábado
Jn 20,24-29
¡Señor mío y Dios mío! Después de la resurrección, uno de los Apóstoles, Tomás, hace una confesión
que se refiere aún más directamente a la divinidad de Cristo. Él, que no había querido creer en la
resurrección, viendo ante sí al Resucitado, exclama: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Significativo en
esta expresión no es solamente el "Dios mío", sino también el “Señor mío”. Puesto que “Señor” (Kyrios)
significaba ya en la tradición veterotestamentaria también ‘Dios’. En efecto, cada vez que se leía en la
Biblia el ‘inefable’ nombre propio de Dios, Yahvéh, se pronunciaba en su lugar “Adonai”, equivalente a
“Señor mío”. Por tanto, también para Tomás, Cristo es ‘Señor’, es decir, Dios.
“Jesús es Señor... el Señor... el Señor Jesús”: esta confesión de Tomás, también resuena en los labios
del primer mártir, Esteban, mientras es lapidado (cf. Act 7, 59-60). Es la confesión que resuena también
115
frecuentemente en el anuncio de san Pablo, como podemos ver en muchos pasajes de sus Cartas (cf. 1
Cor 12, 3; Rom 10, 9; 1 Cor 16, 22-23; 1 Cor 8, 6; 1 Cor 10, 21; 1 Tes 1, 8; 1 Tes 4, 15; 2 Cor 3, 18).
Podemos decir, pues, que la fe en Cristo, en los comienzos de la Iglesia, se expresa en estas dos
palabras: “Hijo de Dios” y ‘Señor’ (es decir, Dios). Esta es fe en la divinidad del Hijo del hombre. En este
sentido pleno, Él y sólo Él, es el ‘Salvador’, es decir, el Artífice y Dador de la salvación que sólo Dios
puede conceder al hombre. Esta salvación consiste no sólo en la liberación del mal y del pecado, sino
también en el don de una nueva vida: una participación en la vida de Dios mismo. En este sentido “en
ningún otro hay salvación” (cf. Act 4, 12). Tal es la fe de los Apóstoles, que está en la base de la Iglesia
desde el comienzo, hoy y siempre.
SEMANA DÉCIMA CUARTA
Lunes
Mt 9, 18-26
Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, y vivirá. Jairo, un hombre principal de la Sinagoga, le cuenta su
drama: mi hija acaba de morir, “ven, pon tu mano sobre ella y vivirá”. Jesús, fue con los discípulos y
mucha gente, y una mujer enferma crónica, que pensaba para sus adentros “si toco el manto, solo el borde,
seré salva”. El relato es como periodístico, Jesús va, la gente le rodea y aprieta, no le dejan caminar,
quieren tocarlo, y la mujer se mete entre medio, y tira del manto. Marcos (5) dice que Jesús “sintiendo en si
mismo un Poder, que había salido de El, pregunta, quién me ha tocado”. Los discípulos se molestan “estás
viendo como la gente nos aprieta y preguntas, ¿quién me ha tocado? Jesús sigue su camino. Entra en la
casa de Jairo, echa fuera a la gente, “toma la mano de la niña y le dice: Niña, a ti te digo, levántate… y se
puso en pie”.
Así, después de resucitar a la niña, Jesús manda que le den de comer. Todo un detalle muy humano
para quien vuelve a la vida siendo de tan corta edad. Ante este milagro de la resurrección de la Niña, lo
divino y lo humano se unen una vez más para producir el milagro de la vida. Esta resurrección como la de
Lázaro y el del hijo de la viuda de Naím (cfr. Jn. 11, 13; Lc 7, 11) son anuncio de la resurrección de
Jesucristo, resurrección y vida para sí y para los que creen en ÉL.
En el caso de esta niña como el de Lázaro Jesús afirma que están dormidos (cfr. Mt 9,24; Jn. 11,11),
por lo mismo para que el que tiene fe, la muerte es sueño para despertar es la resurrección (cfr. 1 Cor.15,
18). El anuncio del reino de Dios es anuncio de vida nueva, vida eterna para el hombre de fe. Labor nuestra
será, como testigos de la resurrección de Cristo, aportar signos de esa nueva existencia, amar a Dios y al
prójimo, ya que amar es poseer y entregar la vida al estilo de Jesús de Nazaret. “Pues si, cuando andaba en
el mundo, de solo tocar sus ropas sanaba los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan
dentro de mí, si tenemos fe, y nos dará lo que le pidiéramos, pues está en nuestra casa?” (Camino de
Perfección 34,8).
El corazón de Cristo, que se conmueve ante el dolor humano de ese hombre y de su joven hija, no
permanece indiferente ante nuestros sufrimientos. Cristo nos escucha siempre, pero nos pide que acudamos
a El con fe. El amor que Jesús siente por los hombres, por nosotros, le impulsa a ir a la casa de aquel jefe
de la sinagoga. Todos los gestos y las palabras del Señor expresan ese amor.
Martes
Mt 9, 32-38
La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos (cfr. Benedicto XVI, 7 de mayo de 2006):
“Recordando esta recomendación de Jesús, percibimos claramente la necesidad de orar por las vocaciones
116
al sacerdocio y a la vida consagrada. No ha de sorprender que donde se reza con fervor florezcan las
vocaciones.
La santidad de la Iglesia depende esencialmente de la unión con Cristo y de la apertura al misterio de
la gracia que actúa en el corazón de los creyentes. Por ello quisiera invitar a todos los fieles a cultivar una
relación íntima con Cristo, Maestro y Pastor de su pueblo, imitando a María, que guardaba en su corazón
los divinos misterios y los meditaba asiduamente (cf. Lc 2, 19). Unidos a Ella, que ocupa un lugar central
en el misterio de la Iglesia, podemos rezar:
Padre,
Padre,
haz que surjan entre los cristianos
haz que la Iglesia acoja con alegría
numerosas y santas vocaciones al sacerdocio,
las numerosas inspiraciones del Espíritu de tu
que mantengan viva la fe
Hijo
y conserven la grata memoria de tu Hijo Jesús
y, dócil a sus enseñanzas,
mediante la predicación de su palabra
fomente vocaciones al ministerio sacerdotal
y la administración de los Sacramentos
y a la vida consagrada.
con los que renuevas continuamente a tus fieles.
Fortalece a los obispos, sacerdotes,
diáconos,
Danos santos ministros del altar,
que sean solícitos y fervorosos custodios de la
a los consagrados y a todos los bautizados en
Eucaristía,
Cristo
sacramento del don supremo de Cristo
para que cumplan fielmente su misión
para la redención del mundo.
al servicio del Evangelio.
Llama a ministros de tu misericordia
Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor. Amén.
que, mediante el sacramento de la
Reconciliación,
María Reina de los Apóstoles, ruega por
derramen el gozo de tu perdón.
nosotros”.
Miércoles
Mt 10, 1-7
Vayan en busca de las ovejas descarriadas de la casa de Israel. El Señor en aquella primera misión
envía a “los doce” exclusivamente a las ovejas descarriadas de Israel porque a Israel había prometido Dios
un Mesías, porque a Israel había prometido la buena nueva de la salvación por medio de los antiguos
profetas.
En Jesucristo Dios cumple aquella antigua promesa hecha a Israel. Plenamente consciente de su
misión, el Señor Jesús dirá a sus discípulos, a propósito de una mujer gentil que le rogaba insistentemente
que sanara a su hija moribunda: “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel»
(Mt 15,24). Debido a su gran fe no negaría finalmente el milagro a esta mujer, anticipando así que el don
de Dios estaría también abierto a todos aquellos que creyesen en Él, aunque no fueran miembros del pueblo
de Israel.
El envío, restringido en un principio a solo a “las ovejas descarriadas de Israel”, lo extenderá el Señor
a todos los hombres de todas las culturas y épocas antes de ascender glorioso a los Cielos cuando dijo:
“vayan y hagan discípulos a todas las gentes” (Mt 28,19).
La verdad testimoniada por Jesús es que él vino para salvar al mundo que, de lo contrario, estaba
destinado a perderse: “Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,
10).
Por consiguiente, Cristo Señor, Hijo de Dios vivo, vino a salvar del pecado a su pueblo y a santificar
a todos los hombres, como Él fue enviado por el Padre, así también envió a sus Apóstoles, a quienes
santificó, comunicándoles el Espíritu Santo, para que también ellos glorificaran al Padre sobre la tierra y
117
salvaran a los hombres "para la edificación del Cuerpo de Cristo" (Ef., 4,12), que es la Iglesia.
Jueves
Mt 10, 7-15
Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente. El programa misionero de los
"Doce" es descrito y estructurado a imagen de la misión histórica de Jesús. Comprende dos dimensiones: el
anuncio del Reino y la realización de los signos mesiánicos. Palabra y acción. Tienen que anunciar con
palabras y obras que "ya se acerca el reino de los cielos" (10,7). Para esto Jesús los hace partícipes de su
poder mesiánico; de este modo podrán vencer todas las formas de negatividad y de mal en la historia
(10,1). El fundamento de la misión de Jesús es la gratuidad de Dios, por eso los “Doce” también seguirán
su mismo estilo: “gratuitamente han recibido este poder, ejérzanlo, pues, gratuitamente” (v. 8).
El contenido fundamental de esa misión, se resume en el “Vayan y proclamen por el camino que ya
se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás enfermos; resuciten a los muertos y echen
fuera a los demonios”. Y todo, desinteresadamente: "gratuitamente han recibido este poder, ejérzanlo, pues,
gratuitamente". Son las dos grandes líneas de la misión evangelizadora, que también hoy tenemos que
revisar cómo la llevamos a cabo en nuestras comunidades y cada uno de los cristianos en nuestra vida de
cada día: predicar y curar; anunciar la buena noticia de la salvación de Dios y concretarla en signos
explícitos.
Jesús realizó la misión que el Padre le encomendó y, también, enseñó a sus discípulos cómo debían
continuar esa misión. Nosotros, amigos de Jesús y discípulos suyos, sabemos que la misión de Jesús
debemos continuarla.
Viernes
Mt 10, 16-23
No serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre. Toda de la iglesia a través de la
historia está impregnada de la presencia y de la acción del Espíritu, "dado sin medida" a los creyentes en
Cristo (cf. Jn 3, 34). El encuentro con Cristo implica el don del Espíritu Santo que, como decía el gran
Padre de la Iglesia san Basilio, “se derrama sobre todos sin que sufra ninguna disminución, está presente en
cada uno de quienes son capaces de recibirlo, como si existiera sólo en él, y en todos infunde la gracia
suficiente y completa” (De Spiritu Sancto IX, 22).
En efecto, toda la vida del cristiano deberá desarrollarse bajo el influjo del Espíritu. Cuando él nos
presenta la palabra de Cristo, resplandece dentro de nosotros la luz de la verdad, como prometió Jesús: “El
Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien les lo enseñe todo y les vaya
recordando todo lo que les he dicho” (Jn 14, 26; cf. 16, 12-15). El Espíritu está a nuestro lado en el
momento de la prueba, defendiéndonos y sosteniéndonos: “Cuando los arresten, no se preocupen de lo que
van a decir o de cómo lo dirán: en su momento se les sugerirá lo que tienen que decir; no serán ustedes
los que hablen; el Espíritu de su Padre hablará por ustedes" (Mt 10, 19-20).
Es el Espíritu Santo el que sostiene a los que sufren persecución, a quienes Jesús mismo promete: “El
Espíritu de vuestro Padre hablará en ustedes” (Mt 10, 20). Sobre todo el martirio, que el Concilio Vaticano
II define como “don eximio y la suprema prueba de amor”, es un acto heroico de fortaleza, inspirado por el
Espíritu Santo (cf. LG, 42). Lo demuestran los santos y santas mártires de todas las épocas, que fueron al
encuentro de la muerte por la abundancia de la caridad que ardía en sus corazones.
El martirio es la forma suprema de testimonio. La Iglesia lo sabe, y encomienda al Espíritu la misión
de sostener, si fuera necesario, el testimonio de los fieles hasta el heroísmo.
Sábado
Mt 10, 24-33
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No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. La Palabra de Dios que
acabamos de escuchar, contiene una llamada a la valentía y a la fortaleza. A ellas nos invita Cristo de
manera bien significativa. Hemos escuchado que Él repite varias veces: “No tengan miedo"; "no tengáis
miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla" (Mt 10, 28); "no teman a los hombres"
(cf. Mt 10, 26).
Y contemporáneamente, junto a estas llamadas decididas a la valentía, a la fortaleza, resuena la
exhortación: ‘Teman’; "teman más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehena” (Mt 10,
28).
Estas dos llamadas, aparentemente opuestas, están recíprocamente tan unidas entre sí, que la una
deriva de la otra y la condiciona. Somos llamados a la fortaleza y, a la vez, al temor. Somos llamados a la
fortaleza ante los hombres y, a la vez, al temor ante Dios, y éste debe ser el temor del amor, el temor filial.
Y solamente cuando este temor penetra en nuestros corazones podemos ser realmente fuertes con la
fortaleza de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores.
Nosotros, pues, debemos confesar la fe y dar testimonio con tal fuerza y capacidad que no caiga
sobre nosotros la responsabilidad de que nuestra generación haya renegado de Cristo ante los hombres.
Debemos también ser prudentes "como serpientes y sencillos como palomas" (Mt 10, 16).
SEMANA DÉCIMA QUINTA
Lunes
Mt 10, 34-11.1
No he venido a traer la paz, sino la guerra. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la
muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: “¿Piensan que he venido a traer al mundo paz? No, sino
división”, la guerra.
Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de
conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús
está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del
hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe
afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.
Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la
verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre
las personas, incluso en el seno de sus mismas familias.
En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no
debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los
cristianos se convierten en “instrumentos de su paz", según la célebre expresión de san Francisco de Asís.
No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario
por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús
contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión materna
para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.
Martes
Mt 11, 20-24
El día del juicio será menos riguroso para Tiro, Sidón y Sodoma, que para otras ciudades. Jesús
reprocha a las ciudades en las que había realizado la mayor parte de sus milagros, como Corazín, Betsaida
119
y Cafarnaúm, porque no se habían arrepentido y las compara con ciudades como Tiro, Sidón y Sodoma. Es
por eso que el rigor para juzgar a las primeras sería mayor que para las segundas.
En tales ciudades, además de que Jesús enseñó allí su doctrina, hizo muchos milagros. Pero no
respondieron a esta misión privilegiada que les dispensó; no cambiaron su modo de ser: no creyeron ni se
convirtieron.
Trágicamente, Jesús tuvo que constatar que la gente de aquellas ciudades no quiso aceptar el mensaje
del Reino y no se convirtió. Las ciudades se encerraron en la rigidez de sus creencias, tradiciones y
costumbres y no aceptaron la invitación de Jesús para mudar de vida.
Hoy sigue la misma paradoja. Muchos de nosotros, que somos católicos desde la infancia, tenemos
tantas convicciones consolidadas, que nadie es capaz de convertirnos. Jesús nos llama a desinstalarnos de
nuestras estructuras y costumbres personales y optemos por una entrega total, que nos identifiquemos con
Él. Examinemos, pues, nuestra conciencia en oración ante Dios, escuchando su voz en nuestro corazón, y
veamos si tenemos estas quejas del Señor en nosotros y qué estamos dispuestos hacer para nos ser tratados
tan rigurosamente o qué hacemos para un cambio de actitud.
Miércoles
Mt 11, 25-27
Escondiste estas cosas a los sabios y las revelaste a la gente sencilla. Sí, sólo el Hijo conoce al
Padre. Él, que “está en el seno del Padre” (Jn 1, 18), nos ha acercado este Padre, nos ha hablado de Él, nos
ha revelado su rostro, su corazón. En efecto, cada palabra de la Escritura es para nosotros una palabra de
vida, que debemos escuchar con suma atención. De modo especial, el Evangelio constituye el corazón del
mensaje cristiano, la revelación total de los misterios divinos.
En su Hijo, la Palabra hecha carne, Dios nos lo ha dicho todo. En su Hijo, Dios nos ha revelado su
rostro de Padre, un rostro de amor, de esperanza. Nos ha mostrado el camino de la felicidad y de la alegría.
Durante la consagración, momento particularmente intenso de la Eucaristía, porque en él recordamos el
sacrificio de Cristo, estamos llamados a contemplar al Señor Jesús, como santo Tomás: “Señor mío y Dios
mío” (Jn 20, 28).
Dios, que es Amor, ha revelado su rostro de Padre omnipotente y misericordioso en Jesucristo,
Nuestra sólida esperanza es, por lo tanto, Cristo: en él Dios nos ha amado hasta el extremo y nos ha dado la
vida en abundancia (cf. Jn 10, 10), la vida que cada persona, a veces incluso de forma inconsciente, anhela
poseer.
El rostro de Dios es la meta de la búsqueda espiritual del creyente: poder “gozar de la dicha del
Señor” (v. 13). “Buscar el rostro del Señor” es sinónimo de entrar en el templo para celebrar y
experimentar la comunión con el Dios vivo y personal. Por consiguiente, en la liturgia y en la oración
personal se nos concede la gracia de intuir ese rostro, que nunca podremos ver directamente durante
nuestra existencia terrena (cf. Ex 33, 20). Pero Cristo nos ha revelado, de una forma accesible, el rostro
divino y ha prometido que en el encuentro definitivo de la eternidad -como nos recuerda san Juan- “lo
veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2). Y san Pablo añade: “Entonces lo veremos cara a cara” (1 Co 13, 12).
Escondiste estas cosas a los sabios y las revelaste a la gente sencilla.
Jueves
Mt 11, 28-30
Soy manso y humilde de corazón. La humildad y la mansedumbre, dos virtudes, que nos hablan de la
identidad de Jesús, dos virtudes muy queridas del Señor. El que Dios se haya querido manifestar y haya
querido convivir con nosotros en humildad absoluta es algo que altera y transforma totalmente nuestros
juicios sobre nosotros mismos y sobre nuestra relación con las cosas y con los acontecimientos del mundo.
“Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).
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Y san Pablo a los filipenses enseña (2, 5-11): “Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo
Jesús, quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín (codiciable) ser igual a Dios, antes se
anonadó, tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se
humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un
nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la
tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios
Padre”.
Por esto Juan Pablo I, decía que una virtud muy querida del Señor es la humildad: “aprendan de mí
que soy manso y humilde de corazón”. Y añadía: “Corro el riesgo de decir un despropósito. Pero lo digo: el
Señor ama tanto la humildad que a veces permite pecados graves. ¿Para qué? Para que quienes los han
cometido -estos pecados, digo- después de arrepentirse lleguen a ser humildes. No vienen ganas de creerse
medio santos, medio ángeles, cuando se sabe que se han cometido faltas graves.
Juan Pablo I, también decía en la misma ocasión: “Aun si han hecho cosas grandes, digan: siervos
inútiles somos”. Y agregaba: “En cambio la tendencia de todos nosotros es más bien lo contrario: ponerse
en primera fila. Humildes, humildes: es la virtud cristiana que a todos toca”. (Audiencia general, 6 de
septiembre de 1978).
Viernes
Mt 12, 1-8
El Hijo del hombre también es dueño del sábado. Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación
definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a
pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba. Esto ocurre, en particular,
respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos, que el
descanso del sábado no se quebranta por el servicio a Dios o al prójimo que realizan sus curaciones.
Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día
dedicado a Dios, sino para demostrar que este día santo está marcado de modo particular por a acción
salvífica de Dios. “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5, 17). Y este obrar es
para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino que más bien la
pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado. Y el dueño el
sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 27-28).
Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña (2173) que «El Evangelio relata numerosos
incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Pero Jesús nunca falta a la santidad de
este día, sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: “El sábado ha sido instituido para
el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que “es lícito en
sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla” (Mc 3, 4). El sábado es el día del
Señor de las misericordias y del honor de Dios. “El Hijo del hombre es Señor del sábado”» (Mc 2, 28).
Nosotros pasamos del sábado al domingo, al “primer día después del sábado”; del séptimo día al
primer día: el dies Domini se convierte en el dies Christi! “Celebramos el domingo por la venerable
resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana”.
Sábado
Mt 12, 14-21
“He aquí a mi siervo, a quien sostengo yo…”. El Evangelio, especialmente el de San Mateo, hace
referencia muchas veces al libro de Isaías, cuyo anuncio profético se realiza en Cristo. La página
evangélica de hoy nos introduce en la figura y misión del Siervo de Dios, Jesús, del profeta Isaías.
En todo lo que Jesús de Nazaret, el Hijo del hombre, hacía o enseñaba, se cumplían las palabras del
profeta Isaías (cf. Is 42, 1) sobre el Mesías: “He aquí a mi siervo a quien elegí; mi amado en quien mi alma
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se complace. Haré descansar asar mi espíritu sobre él...” (Mt 12, 1 8). El Hijo de Dios, al nacer de la Sierva
del Señor, se ha hecho Siervo: Siervo de Dios, Siervo de nuestra redención.
Jesús es el elegido Siervo de Dios (cf. por ejemplo, Act 3, 13; 3, 26; 4, 27; 4, 30; 1 Pe 2, 22-25), que
cumple la misión del Siervo de Yahvéh y trae la nueva ley, es la luz y alianza para todas las naciones (cf.
Act 13, 46-47).
Jesús, verdadero siervo de Dios y Cordero de Dios (cf. Jn 1,29), mediante su intercesión de amor ha
expiado todos nuestros pecados (cf. 1 Jn 2,2). Según el Concilio, Cristo nos enseña a llevar la cruz que la
carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia (GS 38). Nos enseña a
asumir la función y la actitud del Siervo.
SEMANA DÉCIMA SEXTA
Lunes
Mt 12, 38-42
La reina el sur se levantará el día del juicio contra esta generación. Jesús tiene conciencia de que, en
su doctrina, se manifiesta a los hombres la Sabiduría eterna. Por esto reprende a los que la rechazan, no
dudando en evocar a la ‘reina del Sur’ (reina de Sabá), que vino... “para oír la sabiduría de Salomón", y
afirmando inmediatamente: “Y aquí hay algo más que Salomón” (Mt 12, 42).
Sabe también, y lo proclama abiertamente, que las palabras que proceden de esa Sabiduría divina “no
pasarán”: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13, 31). En efecto, éstas
contienen la fuerza de la verdad, que es indestructible y eterna.
Se toca aquí el problema de la libertad del hombre, que puede aceptar o rechazar la verdad eterna
contenida en la doctrina de Cristo, válida ciertamente para dar a los hombres de todos los tiempos -y, por
tanto, también a los hombres de nuestro tiempo- una respuesta adecuada a su vocación, que es una
vocación con apertura eterna.
El Concilio afirma, en primer lugar, que “todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre
todo en lo referente a Dios y a su Iglesia”; pero dice también que “la verdad no se impone de otra manera
que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas” (Dignitatis
humanae, 1).
El Concilio recuerda, además, el deber que tienen los hombres de “adherirse a la verdad conocida y
ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad”. En efecto, Cristo, que es Maestro y Señor nuestro,
manso y humilde de corazón, atrajo e invitó pacientemente a los discípulos.
Podemos, pues, concluir que quien busca sinceramente la verdad encontrará bastante fácilmente en la
enseñanza de Cristo crucificado la solución, incluso, del problema de la libertad.
Martes
Mt 12, 46-50
Señalando a sus discípulos, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos. Aquél que realiza la voluntad
del Padre es para Jesús, madre, hermano o hermana. El Señor claramente identifica a aquellos que cumplen
la voluntad del Padre como Su verdadera familia.
A nadie se le aplican mejor esta enseñanza de Jesús que a la Madre Santísima con su “Sea hecha en
mi tu voluntad” en el momento de la Encarnación y en su continua “fiat” durante todo el camino desde los
días oscuros de la Cruz hasta la luminosidad de la Resurrección. De hecho el Señor exalta en Su Madre
Santísima como una mujer “por excelencia”, quien ha cumplido con la voluntad del Padre, llamándonos a
imitarla si queremos ser parte de su verdadera familia. Él nunca pierde de vista la prioridad de “cumplir la
voluntad del Padre” en todo momento, a cualquier costo, ni siquiera frente a su Madre.
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María, pues, comprendió mejor que nadie el sentido de las palabras de Jesús: “Mi madre y mis
hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21), que ella nos enseñe a
escuchar a su divino Hijo. Que nos ayude a decir con la vida: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”
(Heb 10, 7). Y si escuchamos sinceramente la Palabra de Dios y tratamos de ponerla en práctica
humildemente, pero con constancia, su Palabra dará frutos en nuestra vida como la semilla caída en tierra
fértil.
Miércoles
Mt 13, 1-9
Algunos granos dieron el ciento por uno. San Juan Crisóstomo comenta así esta parábola del
sembrador: Jesús vino a nosotros los hombres para cultivar esta tierra, «a ocuparse de ella y sembrar la
palabra de santidad. Porque la simiente de la cual habla es, en efecto, su doctrina; el campo, el alma del
hombre; el sembrador, Él mismo.
Un sembrador se fue a echar la semilla y una parte cayó al borde del camino, pero vinieron las aves y
se la comieron, otra parte cayó en tierra buena. Tres partes se perdieron, una sola fructificó. Pero el
sembrador no cesó de cultivar el campo. Le basta que una parte se conserve para no dejar su trabajo.
En la parábola del sembrador Cristo nos enseña que su palabra se dirige a todos indistintamente. Del
mismo modo, en efecto, que el sembrador de la parábola no hace distinción entre los terrenos sino que
siembra a los cuatro vientos, así el Señor no distingue entre el rico y el pobre, el sabio y el necio, el
negligente y el aplicado, el valiente y el cobarde, sino que se dirige a todos y, aunque conoce el porvenir,
pone todo de su parte de manera que se puede decir: “¿Qué más puedo hacer que no haya hecho?” (Cfr. Is
5,4).
Pero, me dirás, ¿a qué sirve sembrar entre espinas, en terreno pedregoso o sobre el camino? Si se
tratara de una semilla terrena, de una tierra material, realmente no tendría sentido. Pero cuando se trata de
las almas y de la Palabra, hay que elogiar al sembrador. Se reprocharía con razón a un agricultor de actuar
de esta manera. La piedra no puede convertirse en tierra, el camino no puede dejar de ser camino y las
espinas no dejan de ser espinas. Pero en el terreno espiritual las cosas no son así. La piedra puede
convertirse en tierra fértil, el camino se puede convertir en un campo donde no pisan los viandantes, las
espinas pueden ser arrancadas y permitir al grano fructificar libremente. Si esto no fuera posible, el
sembrador no hubiera sembrado su grano como, de hecho, lo hizo.
Fíjate bien en que hay muchas maneras de perder la semilla... Una cosa es dejar secar la semilla de la
palabra de Dios sin preocuparse ni poco ni mucho; otra cosa es verla perecer bajo el choque de las
tentaciones... Para que no nos ocurra cosa semejante, grabemos profundamente y con ardor la palabra en
nuestra memoria. El diablo querrá arrancar el bien alrededor nuestro, pero nosotros tendremos suficiente
fuerza para que no pueda arrancar nada en nosotros.
Jueves
Mt 13, 10-17
“A ustedes se les ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no”. La ciencia
del amor divino, que el Padre de las misericordias derrama por Jesucristo en el Espíritu Santo, es un don,
concedido a los pequeños y a los humildes, para que conozcan y proclamen los secretos del Reino, ocultos
a los sabios e inteligentes.
Los “pequeños”, según el Evangelio, son las personas que, reconociéndose como criaturas de Dios,
huyen de toda presunción: ponen toda su esperanza en el Señor y por eso jamás se quedan defraudadas.
Ésta es la actitud fundamental del creyente: la fe y la humildad son inseparables.
La fuerza de los pequeños es la oración. Los santos, los beatos son, ante todo, hombres y mujeres de
oración: bendicen al Señor en todo momento, en su boca está siempre su alabanza; gritan y el Señor los
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escucha, los libra de sus angustias. Su oración atraviesa las nubes, es incesante; no descansan y no cejan,
hasta que el Altísimo los atiende (cf. Si 35, 16-18).
La fuerza de la oración de los hombres y mujeres espirituales va acompañada siempre por la
profunda conciencia de su limitación y de su indignidad. La fe, y no la presunción, alimenta la valentía y la
fidelidad de los discípulos de Cristo.
Dios manifiesta su sabiduría y revela sus planes de salvación a la gente sencilla. ¡Cuántas veces lo
experimentamos en nuestro trabajo diario! ¡Cuántas veces el Señor elige caminos aparentemente ineficaces
para realizar sus providenciales designios de salvación!
Viernes
Mt 13, 18-23
Los que oyen la palabra de Dios y la entienden, esos son los que dan fruto. La Palabra de Dios por
excelencia es Jesucristo, hombre y Dios. El Hijo eterno es la Palabra que desde siempre existe en Dios,
porque ella misma es Dios: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era
Dios” (Jn 1, 1). Analógicamente, por medio de las palabras de la Sagrada Escritura, el cristiano es invitado
a descubrir la Palabra de Dios, el resplandor del glorioso evangelio de Cristo que es imagen de Dios (cf. 2
Co 4, 4).
Oír y entender la palabra de Dios es necesario para que podamos dar fruto, es decir, “una Palabra
anunciada, una Palabra meditada y estudiada, una Palabra rezada y celebrada, una Palabra vivida y
propagada. Por esta razón en la Iglesia la Palabra de Dios no es un depósito inerte, sino que es regla
suprema de la fe y potencia de vida, progresa con la ayuda del Espíritu Santo y crece con la contemplación
y el estudio de los creyentes, la experiencia personal de vida espiritual y la predicación de los Obispos (cf.
DV 8; 21). Lo atestiguan en particular, los hombres de Dios, que han vivido la Palabra…” (Cfr.
Intrumentum laboris, La palabra de dios en la vida y misión de la Iglesia 12, 2).
Por tanto, Los sujetos del evento de la Palabra son Dios, que la anuncia, y el destinatario, persona
individual o comunidad. Dios habla, pero sin la escucha del creyente la Palabra se muestra dicha, pero no
recibida. Por ello se puede decir que la revelación bíblica es el encuentro entre Dios y el pueblo en la
experiencia de la única Palabra y que entre ambos hacen la Palabra. La fe obra, la Palabra crea (Ibidem 23).
Encuentra el fruto de la Palabra quien cree en el amor de Dios que la pronuncia. Entonces la
potencialidad de la Palabra de Dios se hace concreta, se realiza, se hace verdaderamente personal (Ibidem);
por consiguiente, Los que oyen la palabra de Dios y la entienden, esos son los que dan fruto.
Sábado
Mt 13, 14-30
Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha. En el Reino misterioso, que el Señor Jesús
ha venido a instaurar ya en la tierra, los malos coexistirán con los buenos así como el trigo y la cizaña
coexisten en un mismo campo hasta el tiempo de la cosecha.
Sembrar semillas de cizaña en el campo ajeno era una ofensa típica entre agricultores, considerada
por la ley romana. Es de notar que aquella cizaña no se distinguía claramente del trigo, hasta el momento
de dar la espiga. Para el ojo poco entrenado, la cizaña se confundía con el trigo por su semejanza.
Al notar que junto al trigo ha crecido también cizaña los trabajadores fueron al dueño a decirle:
“Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?” El dueño responde que es un
enemigo quien lo ha hecho.
De ese modo el Señor Jesús responde a la pregunta del mal en el mundo. Afirma que el mal que
existe, que está presente y actúa en el campo del mundo y de la historia de los hombres, no viene de Dios
que sólo ha sembrado la buena semilla, que lo ha hecho todo bueno (ver Gen 1,31). El mal en cambio viene
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de su “enemigo” y de sus secuaces: “la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra
es el diablo”. El mal en el corazón del hombre y en el mundo es consecuencia de un mal uso de la libertad
por parte del ser humano, que antes que escuchar a Dios prefirió escuchar la voz del enemigo de Dios y
hacer lo que éste le sugería. Esta desobediencia y rechazo de Dios es la causa de que haya germinado la
cizaña en la vida de las personas y en la historia de la humanidad.
Por medio de la parábola del trigo y la cizaña el Hijo de Dios afirma que Dios no ha echado en el
mundo semilla alguna de mal sino que éste entró en el mundo por acción de su enemigo, el diablo. El mal
entra en el mundo por el libre asentimiento y cooperación que el ser humano le prestó y le sigue prestando
día a día al Maligno y a sus sugestiones (ver Gén 3,1ss; Rom 5,12). ¡Sí! ¡Cada uno de nosotros, tú y yo, por
ese asentimiento somos también hoy responsables del mal que existe en el mundo! ¡Cada vez que yo elijo
libremente hacer el mal, contribuyo a ese mal!
Cristo llama y no deja de llamar a la conversión: “¡Conviértanse!”. La opción por responder al Plan
de Dios es sostenida y nutrida por la gracia que es amorosamente derramada en los corazones por el
Espíritu Santo y que impulsa a la persona a aspirar continuamente a una vida nueva. La conversión como
proceso de continua respuesta a la gratuita invitación de Dios a la reconciliación, alcanza en el sacramento
de la confesión un auxilio fundamental y con el perdón recibe también un don de gracia que impulsa a
responder con mayor coherencia al divino designio de Amor.
SEMANA DÉCIMA SÉPTIMA
Lunes
Mt 13, 31-35
El grano de mostaza se convierte en un arbusto y los pájaros hacen sus nidos en las ramas. Cristo
pregunta: “¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?” (Mc 4, 30). Y
responde: “Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después,
brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse
y anidar en ellas” (Mc 4, 31-32).
Jesús dice, en la breve parábola del grano de mostaza, que “una vez crecida, es la más grande de las
hortalizas” (Mt 13,32); por tanto, es una semilla que posee su fuerza, aunque no es evidente y de inmediato,
antes bien, necesita muchos cuidados para madurar. Hay una especie de secreto elemental que forma parte
de la sabiduría campesina: para asegurar cualquier cosecha en la estación justa, es preciso cuidar todo,
desde el terreno hasta la simiente; prestar atención a todo, desde lo que la hace crecer hasta lo que
obstaculiza su desarrollo.
El inicio y desarrollo del Reino de los Cielos afirma el Señor es humilde y silencioso en el mundo y
en cada corazón, tal y como lo es el desarrollo de una pequeñísima semilla de mostaza, semilla de
aproximadamente uno o dos milímetros de diámetro. También esto iba en contra de la expectativa que se
habían formado en torno a la manifestación del Reino de los Cielos, que había de ser súbita y espectacular,
en medio de fulgores y anunciándose con trompetas. Según el Señor su crecimiento y difusión sería lenta,
aunque habría de alcanzar todos los confines de la tierra, del mismo modo que la levadura fermenta toda la
masa. Su lento crecimiento y desarrollo habría de durar hasta el fin de los tiempos, al volver Cristo glorioso
a juzgar al mundo.
Que seamos como los granos de mostaza, granos humildes, pero que, convertidos en árboles,
podemos ser bosques para que sea Dios quien actúe a través nuestro en nuestro mundo, tan necesitado de
Dios.
Martes
Mt 13, 36-43
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Así como recogen la cizaña y la queman, así será el fin del mundo. Recordemos que, el que siembra
la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del
Reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin
del tiempo, y los que recogen la cosecha los ángeles.
Así como se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus
ángeles, y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido;
allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre.
El que tenga oídos, que oiga”.
El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo
del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia (Cfr.
CIgC 681).
La visión de eternidad, necesaria en nuestra vida cristiana, nos permite asimismo hacer un recto uso
de las diversas realidades temporales en vistas a conquistar las eternas, y nos impulsa a buscar transformar
las diversas realidades humanas con la fuerza del Evangelio, cooperando así decididamente con Dios para
la realización de su designio divino: “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y
lo que está en la tierra” (Ef 1,9-10).
Miércoles
Mt 13, 44-46
El que encuentra un tesoro en un campo, vende cuanto tiene y compra aquel campo. Con esta
parábola del tesoro escondido, el Señor resalta la necesidad de “venderlo todo” para poder ganar el Reino
de los Cielos. No es posible quedarse con el tesoro o adquirir la perla de mayor valor sin vender todo lo que
se tiene, sin el desprendimiento de las antiguas riquezas, sin un sacrificio que, sin embargo, mira a alcanzar
una riqueza mucho mayor. El sacrificio y desprendimiento no cuestan, porque lo que gana es muchísimo
más de lo que pierde. Tratándose del Reino de los Cielos, lo que se gana no tiene ni punto de comparación.
¡Cristo es el tesoro que enriquece por sobre todos los demás! ¡Cristo es la perla valiosa que anda
buscando todo ser humano! Quien lo encuentra a Él, y quien tiene el coraje de desasirse de todo para
ganarlo a Él, experimenta que con Él le son dados todos los demás bienes que tanto y tan
desesperadamente anda buscando. Quien encuentra a Cristo, o hay que decir más bien, quien es hallado y
“alcanzado” por Él (ver Flp 3,12). El Señor Jesús constituye la verdadera riqueza para el hombre o para la
mujer, porque en Él llegamos a ser verdaderamente humanos, porque en Él somos hechos partícipes de la
misma naturaleza divina (ver 2Pe 1,4).
Al conocerlo a Él, nos conocemos a nosotros mismos, descubrimos nuestra verdadera identidad,
hallamos la respuesta a las preguntas más fundamentales: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi origen? ¿Cuál es mi
destino? ¿Cuál es el sentido de mi existencia, mi misión en el mundo? En la amistad con Él aprendo a vivir
la auténtica amistad. Amándolo a Él experimento lo que es verdaderamente el amor, y en la escuela de su
Corazón aprendo a vivir ese amor sin el cual la vida del hombre carece de sentido. Él es la respuesta a ese
anhelo de plenitud y ansia de felicidad que inquieta todo corazón humano. En Él podemos saciar el hambre
de comunión que experimentamos con tanta fuerza. Es decir, en Cristo, al conocerlo, al amarlo, al abrirle
las puertas del propio corazón, al “hacerlo nuestro”, podemos proclamar: “¡Vale la pena ser hombre,
porque Tú, Señor, te has hecho hombre!” (S.S. Juan Pablo II).
Jueves
Mt 13, 47-53
Los pescadores ponen los pescados buenos en canastos y tiran los malos. La parábola de la red que
recoge todo tipo de peces está tomada de una escena de la vida cotidiana. La red no distingue las clases de
peces, sino que arrastra con todo lo que cae en ella, peces buenos o malos. En el Lago de Galilea se
calculan unas treinta clases de peces distintos, todos aptos para el consumo humano. Pero había una
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variedad que, aunque muy apreciada por los paganos, los judíos no podían comer por considerar “impura”.
Los pescadores debían, pues, seleccionar entre los peces buenos y los malos. Tal escena de la vida diaria es
usada por el Señor para hablar de cómo en la etapa actual del Reino de los Cielos coexisten buenos y
malos, justos y pecadores. Es como la red llena de peces de todo tipo. Sólo al final, al llegar el fin del
mundo, los ángeles “separarán a los malos de los buenos.”
El Señor en su parábola habla del destino eterno de los malos: “los echarán al horno encendido. Allí
será el llanto y el rechinar de dientes.” Estas imágenes, usualmente usadas por el Señor, describen el
sufrimiento, la amargura profunda, la impotencia de los condenados, aquellos que a pesar de la paciencia
de Dios no quisieron escucharlo ni convertirse de su maldad.
Esta Iglesia reúne toda clase de peces, porque llama para perdonarlos a todos los hombres, a los
sabios y a los insensatos, a los libres y a los esclavos, a los ricos y a los pobres, a los fuertes y a los débiles.
Pero al fin del mundo, serán escogidos y guardados en vasijas los buenos, y los malos son arrojados fuera.
Es decir, los elegidos serán recibidos en los tabernáculos eternos, y los malos, después de haber perdido la
luz que iluminaba el interior del reino, serán llevados al fuego eterno.
Viernes
Mt 13, 54-58
¿No es este el hijo del carpintero? ¿De dónde, pues, ha sacado esa sabiduría y esos poderes
milagrosos? Esta era la pregunta que se hacía la gente de Nazaret cuando Jesús comenzó a enseñar, un
sábado, allí mismo en su tierra. En efecto, los paisanos de Jesús quedan asombrados e impactados por su
sabiduría y sus enseñanzas. Sin embargo, pesa más el conocimiento que ya traían de Él: “¿No es éste el
carpintero?” Se impone el “ya lo conocemos”, la desconfianza, y así se hacen incapaces de dejarse tocar y
transformar por la Buena Nueva que Él anuncia.
Nosotros, “desde la tribuna” y a la distancia, podemos caer en juzgar fácilmente a aquellos oyentes
escépticos: “¿cómo es posible que no le creyeran? Pero, ¿no endurecemos acaso también nosotros tantas
veces nuestros propios corazones a la Palabra divina, al anuncio del Evangelio? ¿Le creemos tanto al Señor
de modo que nos afanamos en hacer de sus enseñanzas nuestro modo de pensar, de sentir y de actuar?
Nuestra propia dureza y rebeldía frente a Dios se expresa muchas veces no en una incredulidad
declarada sino en unas preferencias de hecho. Decimos creer, pero actuamos como quien no cree. Y es que
es en las pequeñas y grandes opciones de la vida cotidiana, en nuestros actos, donde se manifiesta si
verdaderamente le creemos a Dios o sólo decimos que le creemos. ¡Cuántas veces, por mi falta de fe y
confianza en Él, el Señor se ve impedido de obrar en mí el gran milagro de mi propia conversión y
santificación!
Pidámosle al Señor todos los días que Él aumente nuestra pobre fe, y nosotros pongamos los medios
necesarios para hacer que esta fe, por la lectura y meditación constante de la Escritura, por el estudio
asiduo del Catecismo, por la oración perseverante y la acción servicial y evangelizadora, se haga cada vez
más fuerte y coherente.
Sábado
Mt 14, 1-12
Herodes mandó degollar a Juan. Los discípulos de Juan fueron a avisarle a Jesús. Encarcelado por
Herodes Antipas por haberse atrevido a reprimir y censurar su conducta y vida escandalosa, le llega la
noticia de que Jesús ha empezado su ministerio público. Aconteció que con motivo de una fiesta en
celebración del nacimiento de Herodes, cuando el vino y los manjares y las danzas exaltaban a todos,
Salomé, hija de Herodías, esposa ilegítima del rey, bailó ante Herodes. Entusiasmado éste, prometió darle
cuanto pidiera, aunque fuese la mitad de su reino. Instigada por su madre, pidió Salomé la cabeza del
Bautista. Herodes, no osando faltar a su palabra empeñada ante todos, ordenó fuese traída la cabeza de
Juan, la cual en una bandeja fue presentada, efectivamente, a Herodías por su hija. Sus discípulos
recogieron el cuerpo del Bautista y le dieron sepultura...
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La vida de san Juan, entregada totalmente a Dios, se coronó con el martirio. Ojalá que su testimonio
ilumine a todos los que veneran aquí su memoria, para que tanto ellos como nosotros comprendamos que la
gran tarea de la vida consiste en buscar la verdad y la justicia de Dios. Precediendo a Jesús “con el espíritu
y el poder de Elías" (Lc 1,17), Juan Bautista da testimonio de Jesús mediante su predicación, su bautismo
de conversión y finalmente con su martirio.
Como a herodes, también a nosotros hoy san Juan nos invita a la conversión: “Preparen el camino del
Señor, hagan rectos sus senderos”. San Beda dice que “…todo el que predica la recta fe y las buenas obras,
¿qué otra cosa prepara sino el camino del Señor, que va a los corazones de sus oyentes, para penetrarlos
verdaderamente con la fuerza de su gracia e ilustrarlos con la luz de la verdad? Hace rectos los senderos,
formando por la palabra de la predicación pensamientos puros en el alma”.
SEMANA DÉCIMA OCTAVA
Lunes
Mt 14, 13-21
Mirando al cielo, pronunció una bendición y les dio los panes a los discípulos para que los
distribuyeran a la gente. Hemos escuchado en el pasaje evangélico que el pueblo había escuchado al Señor
durante horas. Al final, Jesús dice: están cansados, tienen hambre, tenemos que dar de comer a esta gente.
Los Apóstoles preguntan: “Pero, ¿cómo?”. Y Andrés, el hermano de Pedro, le dice a Jesús que un
muchacho tenía cinco panes y dos peces. El Señor manda que se siente la gente y que se distribuyan esos
cinco panes y dos peces. Y todos quedan saciados.
Se trata de un prodigio sorprendente, que constituye el comienzo de un largo proceso histórico: la
multiplicación incesante en la Iglesia del Pan de vida nueva para los hombres de todas las razas y culturas.
Este ministerio sacramental se confía a los Apóstoles y a sus sucesores. Y ellos, fieles a la consigna del
divino Maestro, no dejan de partir y distribuir el Pan eucarístico de generación en generación.
Con este Pan de vida, medicina de inmortalidad, se han alimentado innumerables santos y mártires,
obteniendo la fuerza para soportar incluso duras y prolongadas tribulaciones. Han creído en las palabras
que Jesús pronunció un día en Cafarnaúm: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan,
vivirá para siempre” (Jn 6, 51).
Por consiguiente, con la multiplicación de los panes, Jesús revela que no vino solamente para dar un
pan de la tierra, pero para dar un pan del cielo, un pan que da la Vida eterna. Este pan no es solamente el
Pan de la Palabra de Dios, es su persona misma, su cuerpo y su sangre: el don de Dios por excelencia. Jesús
revela que aquellos que “comen su cuerpo y beben su sangre permanecen en él y él permanece en ellos”.
Martes
Mt 14, 22-36
Mándame ir a ti caminando sobre el agua. El pasaje del evangelio de san Mateo que acabamos de
leer nos lleva al lago de Genesaret. Los Apóstoles habían subido a la barca para ir a la otra orilla por
delante de Cristo. Y he aquí que, remando en la dirección elegida, lo vieron precisamente a él caminando
sobre el lago. Cristo caminaba sobre el agua como si se tratara de tierra sólida. Los Apóstoles se turbaron,
creyendo que era un fantasma. Jesús, al oír el grito, les habló: “¡Ánimo!, soy yo; no temáis” (Mt 14, 27).
Entonces Pedro dijo: “Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas” (Mt 14, 28). Y él le dijo:
“¡Ven!” (Mt 14, 29). Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas. Pero, ya cerca de Cristo,
viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: “¡Señor, sálvame!” (Mt
14, 30). Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y, sujetándole para que no se hundiera, le dijo:
“Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” (Mt 14, 31).
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No fue el viento el que hizo hundirse a Pedro en el lago, sino su falta de fe. A la fe de Pedro le faltó
un elemento esencial: abandonarse plenamente a Cristo, confiar totalmente en él en el momento de la gran
prueba; le faltó la esperanza sin reservas en él. La fe y la esperanza, junto con la caridad, constituyen el
fundamento de la vida cristiana, cuya piedra angular es Jesucristo.
La fe en Cristo y la esperanza de la que él es maestro permiten al hombre alcanzar la victoria sobre sí
mismo, sobre todo lo que hay en él de débil y pecaminoso, y al mismo tiempo esta fe y esta esperanza lo
llevan a la victoria sobre el mal y sobre los efectos del pecado en el mundo que lo rodea.
Conscientes de nuestros límites y de nuestras miserias, no podemos confiar en nuestras pocas fuerzas.
Gritemos como Pedro “¡Señor Sálvame!”. Y en seguida Jesús extenderá su mano agarrándonos (cfr. Mt
14,31) y sentiremos su dulce y fructuoso reproche: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”.
Miércoles
Mt 15, 21-28
Mujer, ¡qué grande es tu fe! En el texto evangélico que hemos escuchado se nos presenta un singular
ejemplo de fe: una mujer cananea, que pide a Jesús que cure a su hija, que “tenía un demonio muy malo”.
El Señor no hace caso a sus insistentes invocaciones y parece no ceder ni siquiera cuando los mismos
discípulos interceden por ella. Pero, al final, ante la perseverancia y la humildad de esta desconocida, Jesús
condesciende: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas” (Mt 15, 21-28).
Jesús subraya más de una vez que los milagros que Él realiza están vinculados a la fe. El milagro es
un “signo” del poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente por esto es al
mismo tiempo una llamada del hombre a la fe. Debe llevar a creer, sea al destinatario del milagro o sea a
los testigos del mismo.
Así, la cananea, audaz e insistente pide la curación de su hija, y aunque Jesús le dice: “No es bueno
tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos”; sin embargo, la cananea respondió con toda la fuerza
de su fe y obtuvo el milagro: “Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la
mesa de sus señores”. Ante esta respuesta tan humilde, elegante y confiada, Jesús replica: “¡Mujer, grande
es tu fe! Hágase contigo como tú quieres” (cf. Mt 15, 21-28).
“Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. Jesús señala a esta humilde mujer como ejemplo de fe indómita. Su
insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desalentarnos jamás y a
no desesperar ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida. El Señor no cierra los ojos ante las
necesidades de sus hijos y, si a veces parece insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y
templar su fe.
Jueves
Mt 16, 13-23
Tú eres Pedro y Yo te daré las llaves del Reino de los cielos. En texto evangélico que acabamos de
proclamar, encontramos el episodio, que tuvo lugar en las cercanías de Cesarea de Filipo. El evangelista
san Mateo refiere otra metáfora a la que recurre Jesús para explicar a Simón Pedro y a los demás
Apóstoles, lo que quiere hacer de él: “A ti te daré las llaves del reino de los cielos” (Mt 16, 19).
Aquí notamos que, según la tradición bíblica, es el Mesías quien posee las llaves del reino. En efecto,
el Apocalipsis, recogiendo expresiones del profeta Isaías, presenta a Cristo como “el Santo, el Veraz, el que
tiene la llave de David: si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir” (Ap 3, 7). Estas llaves
Jesús las entrega a Pedro, quien, por consiguiente, recibe el poder sobre el reino, poder que ejercerá en
nombre de Cristo, como su mayordomo y jefe de la Iglesia, casa que recoge a los creyentes en Cristo, los
hijos de Dios.
Son tres las metáforas que utiliza Jesús para enseñarnos la misión que confía a Pedro:
1) Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia;
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2) tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno;
3) por último, podrá atar o desatar, es decir, podrá decidir o prohibir lo que considere necesario
para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo de Cristo.
Así, pues, el poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia.
Jesús, “el Buen Pastor” (Jn 10, 11) confirmó este encargo después de su resurrección: “Apacienta mis
ovejas” (Jn 21, 15-17). El poder de “atar y desatar” significa la autoridad para absolver los pecados,
pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad
a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles (cf. Mt 18, 18) y particularmente por el de Pedro, el único a
quien él confió explícitamente las llaves del Reino.
Viernes
Mt 16, 24-28
¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Antes que “ganar” el mundo, el discípulo de Cristo
debe preocuparse por conquistar el Reino venidero, la vida eterna. Antes que en el dinero o en las riquezas
pasajeras, la confianza debe estar puesta en Dios, pues Él cuida de sus hijos. Lo necesario no les faltará
jamás. A buscar en primer lugar el Reino de Dios, todo lo demás Dios lo dará por añadidura.
Con esta pregunta el Señor nos invita a dirigir nuestras miradas más allá de la vida presente. Esta vida
es pasajera, y ninguna riqueza de este mundo es capaz de “comprar” al hombre la vida eterna. Al contrario,
las riquezas pueden llevar a quien les entrega el corazón a perder la vida eterna: “¡Qué difícil es que los que
tienen riquezas entren en el Reino de Dios!” (Lc18,24). ¿Dónde quedarán las riquezas, la fama y el poder
que alcanzó en esta vida? “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt
16,26) Sólo Dios puede dar al hombre la vida eterna. Sólo quien cree en Él y en su enviado, Jesucristo,
tiene la garantía de que heredará la vida eterna. Sólo quien sabe vivir desapegado de lo temporal y sabe
usar rectamente de sus bienes, abriéndose a su comunicación generosa, puede “atesorar en el Cielo”.
Jesucristo es el mayor tesoro para el ser humano. Al conocerlo a Él, nos adentramos en el propio
conocimiento, descubrimos nuestra propia identidad, podemos hallar la verdadera respuesta a las preguntas
fundamentales: ¿quién soy? ¿Cuál es mi origen, cuál mi destino, cuál el sentido de mi existencia? En la
amistad con Él aprendo a vivir la auténtica amistad. Amándolo a Él experimento lo que es verdaderamente
el amor, y en la escuela de su Corazón aprendo a vivir ese amor sin el cual la vida del hombre carece de
sentido. Él no sólo es la respuesta a todos nuestros anhelos y búsquedas de felicidad, sino que en Él
podemos saciar nuestra sed de Infinito. Él es la fuente de nuestra vida, de nuestro amor, de nuestra
felicidad
Sábado
Mt 17, 14-20
Si ustedes tienen fe, nada les será imposible. ¿En qué consiste la fe?, la fe es una adhesión de la
inteligencia a la verdad revelada, es un obsequio de la voluntad y entrega a Dios, que se revela. Es una
actitud que compromete toda la existencia. La fe nos lleva a “permanecer en la intimidad de Dios”, nos
introduce en el misterio inagotable de la vida divina, nos sumerge en las profundidades insondables del
amor de Dios.
La fe en Cristo nos da “la fuerza del Espíritu de Dios” que “hace crecer y edifica la Iglesia a través de
los siglos”. Nuestra fe en Cristo que se ha encarnado, que ha muerto por nosotros y ha resucitado,
forzosamente lleva a la celebración. Es una fe que se comparte. Es una fe que se hace Eucaristía y que por
lo mismo es alegría y triunfo. Es una fe eclesial y por lo mismo comunitaria, solidaria con todo el devenir
humano. Es una fe que construye la Iglesia y que el Espíritu enriquece con la abundancia de sus dones.
Muchos creen tener la fe de la Iglesia, que es la misma que la de María y los Apóstoles. Pero no basta
con decir “Señor, Señor” para salvarse: “No todo el que me diga ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los
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Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”. No basta con repetir el credo. No basta con
acoger la Palabra, hay que permitir que obre en nosotros sus bendiciones, hay que cooperar desde la propia
libertad. Es la vida misma la que debe reflejar lo que se cree. San Beda, el Venerable, en su Comentario a
las siete Epístolas Católicas, dice: “debe entenderse que cree verdaderamente aquel que realiza en sus
hechos aquello que él cree”. Si ustedes tienen fe, nada les será imposible.
SEMANA DÉCIMA NOVENA
Lunes
Mt 17, 22-27
Lo van a matar, pero al tercer día va a resucitar. En el evangelio de san Mateo, que acabamos de
escuchar, Jesús profetisa su Pasión, muerte y resurrección; el Señor se encamina hacia Jerusalén y, por
primera vez, dice a los discípulos que este camino hacia la ciudad santa es el camino que lleva a la
cruz: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir
mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día”
(Mt 16, 21).
En Jesús se cumplen las profecías del antiguo Testamento, Él es como su hilo conductor, por eso
afirmó de su mismo: “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los
Profetas y en los Salmos acerca de mí”. Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los
Muertos al tercer día, y se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las
naciones, empezando desde Jerusalén...” (Lc 24, 44-48).
Así, la Cruz y resurrección forman el único misterio pascual, en el que tiene su centro la historia del
mundo. Por eso, la Pascua es la solemnidad mayor de la Iglesia: ésta celebra y renueva cada año este
evento, cargado de todos los anuncios del Antiguo Testamento.
El Señor está continuamente en camino hacia la cruz, hacia la humillación del siervo de Dios que
sufre y muere, pero al mismo tiempo siempre está también en camino hacia la amplitud del mundo, en la
que él nos precede como Resucitado, para que en el mundo resplandezca la luz de su palabra y la presencia
de su amor; está en camino para que mediante él, Cristo crucificado y resucitado, llegue al mundo Dios
mismo.
Cuando Él anuncia a sus discípulos que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho, ser crucificado y
resucitar al tercer día, advierte a la vez que si alguno quiere ir en pos de Él, ha de negarse a sí mismo,
tomar su cruz de cada día, y seguirle (cf. Lc 9, 22). Existe, pues, una íntima relación entre la Cruz de Jesús
-símbolo del dolor supremo y precio de nuestra verdadera libertad- y nuestros dolores, sufrimientos,
aflicciones, penas y tormentos que pueden pesar sobre nuestras almas o echar raíces en nuestros cuerpos. El
sufrimiento se transforma y sublima cuando se es consciente de la cercanía y solidaridad de Dios en esos
momentos. Así, a través de las pruebas actuales podemos encontrar una ocasión para descubrir a Dios en
medio de nuestras cruces de cada día.
Martes
Mateo 18, 1-5. 10. 12-14
Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños. El Señor Jesús amaba a los niños y quería que
estuvieran cerca de él. Muchas veces los bendecía e incluso, como en el evangelio de hoy, los ponía como
ejemplo a los adultos. Decía que el reino de Dios pertenece a los que se asemejan a los más pequeños (cf.
Mt 18, 3). Naturalmente eso no significa que los adultos deban volver a hacerse niños desde todos los
puntos de vista, sino que su corazón debe ser puro, bueno, confiado, y estar lleno de amor.
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Desde que el Hijo de Dios se hizo niño, todos los pueblos cristianizados han tenido un gran respeto
hacia los niños, sobre todo los niños inocentes. Cuántas instituciones han sido creadas por la Iglesia
Católica para instruir, proteger y santificar a las niñas y a los niños. La influencia cristiana de 20 siglos
acerca del respeto del niño es tan grande, que cuando los pueblos se alejan de la fe católica, el respeto y
cariño para los niños subsiste en la opinión pública. Sin embargo, hoy el niño está conducido hacia lo que
puede causar su desgracia durante esta vida y su perdición en la eternidad; el niño está siendo afectado en
su fe, en su inocencia y en su inteligencia mediante una educación sin Dios, sin valores eternos, sin
filosofía sana y realista.
Por esto, los padres tienen una misión muy importante con sus hijos: educarlos y formarlos en la fe
para que sean según el corazón de Jesús. Al llevar un día a sus hijos para ser bautizados, se
comprometieron a educarlos en la fe de la Iglesia y en el amor a Dios. Los padres son los primeros que
tienen el derecho y el deber de educar a sus hijos, en sintonía con sus propias convicciones. No cedan este
derecho a las instituciones, que pueden transmitir a los niños y a los jóvenes la ciencia indispensable, pero
no les pueden dar el testimonio de la solicitud y el amor de los padres.
Si quieren defender a sus hijos contra la corrupción y el vacío espiritual, que el mundo presenta con
diversos medios e incluso en los programas escolares, rodeados del calor de su amor paterno y materno,
denles el ejemplo de la vida cristiana, para crecer “en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los
hombres” (Lc 2, 52).
Miércoles
Mt 18, 15-20
Si tu hermano te escucha, lo habrás salvado. El Señor habla de la necesidad de reprender al hermano
que peca. La corrección tiene como fin el cambio de conducta, la enmienda, lograr que el hermano se
vuelva del mal camino. La necesidad de corregir a quien pertenece al nuevo Pueblo de Dios, a la Iglesia, es
un deber y obligación para todo discípulo de Cristo: “Si tu hermano peca, llámale la atención”.
Quien peca ciertamente es responsable del mal que comete y tendrá que asumir las consecuencias de
sus actos. Si no se convierte, morirá por su culpa. Sin embargo, Jesús nos dice que tenemos la gravísima
obligación moral de corregir e iluminar la conciencia de quien obra el mal.
Con decir hermano el Señor se refiere a todo discípulo suyo, a todo creyente, a todo aquél que
formará parte de la Iglesia fundada sobre Pedro. Cuando este hermano “peca”, es decir, cuando comete un
mal moral grave, cuando con su conducta va en contra de Dios y de su ley divina, “llámale la atención”...
Esta corrección fraterna debe hacerse en primer lugar “a solas”, sin duda para guardar la buena fama
del hermano y no exponerlo innecesariamente a la vergüenza pública. Dado que lo que se busca es salvar al
hermano, y supuesto el caso de que el pecado no sea públicamente conocido, debe guardarse la discreción.
Se entiende que la corrección no debe proceder de la furia que se descarga sobre el pecador por la ira que a
uno le produce, sino que debe ser un acto que brota de la caridad que busca el bien y la salvación del
hermano. Quien corrige no debe erigirse en juez y verdugo del hermano que peca, no se trata de tirar la
primera piedra y apedrear sin misericordia al hermano que cae, sino de ayudarlo a volver al buen camino.
San Agustín dice que “debemos corregir con amor, no con deseo de hacer daño, sino con intención
de corregir; si no lo hacemos así, nos hacemos peores que el que peca. Éste comete una injuria y
cometiéndola se hiere a sí mismo con una herida profunda. Desprecian ustedes la herida de su hermano,
pues su silencio es peor que su ultraje”. Si tu hermano te escucha, lo habrás salvado.
Jueves
Mt 18, 21_19,1
No te digo que perdones siete veces, sino hasta setenta veces siete. Ya desde el Antiguo Testamento
se nos ha enseñado el perdón de las ofensas: “No te acuerdes de ninguna de las injurias recibidas del
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prójimo”, dice el Eclesiástico; ahora bien, el olvidarlas es a veces mucho más duro todavía que
perdonarlas. Perdonen pues, ante todo, y Dios les hará la gracia de olvidar. Pero con más empeño que
cualquier otra cosa, desechen el deseo de venganza que ya en la antigua ley condenaba así el Señor: “no
buscar la venganza, y no conservar memoria de las injurias de sus conciudadanos”.
En otras palabras se podía decir hoy: Guárdense del resentimiento contra sus vecinos: aquella familia
que habita sobre, o bajo, o junto a ustedes; aquel propietario con quien tienen comunes las paredes; aquel
negociante cuyo comercio les hace la competencia; aquel pariente cuya conducta los humilla.
La Escritura advierte todavía: “no digan: le haré lo que él me ha hecho a mí; pagaré a cada uno según
sus acciones”. Porque “el que quiere vengarse, probará la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de
sus pecados”. ¡Qué locura es, en realidad, el rencor en un alma pecadora que tiene tanta necesidad de
indulgencia!”.
El escritor sagrado subraya este estridente contraste: “¿Un hombre guarda rencor contra otro hombre,
y pide perdón a Dios? ¿No tiene él misericordia hacia un hombre semejante a sí, y reclama el perdón de sus
pecarlos?”. Pero sobre todo desde que la nueva Alianza entre Dios y los hombres fue sellada con la sangre
de Jesucristo, fue general la ley del perdón sin límites y del rencor cambiado en amor: “Oh Pedro,
respondió Jesús al Apóstol que le interrogaba, no deberás perdonar a tu hermano hasta siete veces, sino
hasta setenta veces siete”, es decir, que el cristiano debe estar pronto a perdonar las ofensas recibidas del
prójimo, sin limitación ni fin.
Viernes
Mt 19, 3-12
Por la dureza de su corazón, Moisés les permitió divorciarse de sus esposas; pero al principio no fue
así. El evangelio de san Mateo que recoge el diálogo de Jesús con algunos fariseos, y después con sus
discípulos, acerca del divorcio (cf. Mt 19, 3-12).
En efecto, al Mesías acuden los representantes de la ortodoxia judía, los fariseos, y le preguntan si al
marido le es lícito repudiar a su mujer. Cristo, a su vez, les pregunta qué les ordenó hacer Moisés; ellos
responden que Moisés les permitió escribir un acta de divorcio y repudiarla. Pero Cristo les dice:
“Teniendo en cuenta la dureza de su corazón escribió Moisés para ustedes este precepto. Pero desde el
comienzo de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y
los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios
unió, no lo separe el hombre” (Mc 10, 5-9).
Así pues, en la base de todo el orden social se encuentra este principio de unidad e indisolubilidad del
matrimonio, principio sobre el que se funda la institución de la familia y toda la vida familiar. Ese principio
recibe confirmación y nueva fuerza en la elevación del matrimonio a la dignidad de sacramento.
El hombre y la mujer que creen en Cristo, que se unen como esposos, pueden, por su parte, confesar:
nuestros cuerpos están redimidos, nuestra unión conyugal está redimida. Están redimidos el ser padres, la
maternidad, la paternidad y todo lo que conlleva el sello de la santidad.
Cristo describe en el Evangelio el plan original de Dios creador. El hombre fue creado por el Verbo,
y fue creado varón y mujer. La alianza conyugal tiene su origen en el Verbo eterno de Dios. En él fue
creada la familia. En él la familia es eternamente pensada, imaginada y realizada por Dios. Por Cristo
adquiere su carácter sacramental, su santificación.
Sábado
Mt 19, 13-15
No les impidan a los niños que se acerquen a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los
cielos. El Evangelio nos recuerda que Jesús, tomando en sus brazos a los niños, los bendecía, mostrando su
preferencia para con ellos. Sí, la vida humana, la vida inocente, debe ser defendida y querida siempre.
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Cuán singular amor profesó Jesucristo a los niños, durante su vida mortal, claramente lo manifiestan
las páginas del Evangelio. Eran sus delicias estar entre ellos; acostumbraba a imponerles sus manos, los
abrazaba, los bendecía. Llevó a mal que sus discípulos los apartasen de El, reconviniéndoles con aquellas
graves palabras: Dejad que los niños vengan a Mí, y no se lo vedéis, pues de ellos es el reino de Dios (Mc.
10, 13. 14. 16). En cuánto estimaba su inocencia y el candor de sus almas, lo expresó bien claro cuando,
llamando a un niño, dijo a sus discípulos: En verdad os digo, si no os hiciereis como niños, no entraréis en
el reino de los cielos. Cualquiera, pues, que se humillare como este niño, ése es el mayor en el reino de los
cielos. El que recibiere a un niño así en mi nombre, a Mí me recibe (Mt 18, 3, 4. 5; Cfr. Decreto de san Pío
X sobre la edad para la primera comunión 8 de agosto de 1910).
Por consiguiente, los niños son el término del amor delicado y generoso de Nuestro Señor Jesucristo:
a ellos reserva su bendición y, más aún, les asegura el Reino de los cielos (cf. Mt. 19, 13-15; Mc. 10, 14).
En particular, Jesús exalta el papel activo que tienen los pequeños en el Reino de Dios: son el símbolo
elocuente y la espléndida imagen de aquellas condiciones morales y espirituales, que son esenciales para
entrar en el Reino de Dios y para vivir la lógica del total abandono en el Señor: “Yo les aseguro: si no
cambian y se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño
como este niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba incluso a uno solo de estos niños
en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18, 3-5; cf. Lc 9, 48).
SEMANA VIGÉSIMA
Lunes
Mt 19, 16-22
Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y tendrás un tesoro en el cielo. En el Evangelio
escuchamos cómo al Señor “se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué
haré para heredar la vida eterna?’”. El joven del evangelio experimenta en sí un hambre de infinito, quiere
alcanzar la vida eterna, y con esta inquietud profunda se acerca al Señor Jesús. Busca la respuesta que sacie
su anhelo de eternidad, busca el camino que tiene que seguir.
Aquel joven no se da por satisfecho ante la respuesta del Señor. Cuando le señala los mandamientos
como camino para alcanzar la vida eterna, él responde como suplicante: “Maestro, todo eso lo he cumplido
desde pequeño”. Experimenta que tampoco eso le basta, tiene necesidad de algo más: “¿Qué más me
falta?” (Mt 19,20).
Luego de mostrarle Jesús su amor al joven, luego de buscar seducirlo por esa mirada plena del amor
de Dios, el Señor le dice: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así
tendrás un tesoro en el Cielo, y luego sígueme”. El llamado es claro, explícito. Ante las palabras del Señor
aquel joven deberá tomar una decisión y realizar una opción: dejarlo todo, renunciar a las propias riquezas
para ir en pos de Aquel que trae la Vida eterna, de Aquel con quien vienen al ser humano todos los bienes
anhelados, o aferrarse a sus seguridades humanas, a las riquezas que posee, riquezas que jamás podrán
comprarle la vida eterna.
El llamado del Señor, que sale al encuentro de los anhelos de aquel joven, ha penetrado hasta las
coyundas de su alma. Al joven le toca responder desde su libertad. Pero en aquel joven pudo más el amor
por la riqueza que el amor al Señor, que el amor a Dios. La riqueza se ha convertido para él en la fuente de
una seguridad sicológica de la que no está dispuesto a desprenderse para encontrar en el Señor su única
seguridad y felicidad.
Riqueza es aquello a lo que le damos valor, aquello que es lo más importante para uno, aquello que
creemos que nos hace valiosos e importantes ante los demás. El corazón se apega a lo que uno considera su
riqueza, por ello dice el Señor: “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21). Cuando uno
considera el dinero su riqueza, apegándose su corazón al dinero, mal puede amar a Dios: “nadie puede
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servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al
otro. No podéis servir a Dios y al Dinero” (Mt 6,24).
Junto con la sabiduría divina que nos ayude a discernir en el caminar debemos implorar
incesantemente el coraje necesario para abandonar todo aquello que constituya un obstáculo para nuestra
propia realización, a fin de alcanzar en Cristo, cuando acabe nuestra peregrinación en este mundo, la vida
resucitada que no tendrá fin.
Martes
Mt 19, 23-30
Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos.
Jesús afirma que todos necesitan hacer una opción fundamental acerca de los bienes de la tierra: liberarse
de su tiranía. Nadie -dice- puede servir a dos señores. O se sirve a Dios o se sirve al dinero (cf. Lc 16, 13;
Mt 6, 24). La idolatría del dinero, es incompatible con el servicio a Dios. Jesús nos hace notar que los ricos
se apegan más fácilmente al dinero, y les resulta difícil dirigirse a Dios: “¡Qué difícil es que los que tienen
riquezas entren en el reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que
un rico entre en el reino de Dios” (Lc 18, 24-25; cf. par.).
Jesús advierte acerca del doble peligro de los bienes de la tierra, a saber, que con la riqueza el
corazón se cierre a Dios, y se cierre también al prójimo, como se ve en la parábola del rico Epulón y del
pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). Sin embargo, Jesús no condena de modo absoluto la posesión de los
bienes terrenos: le apremia más bien recordar a quienes los poseen el doble mandamiento del amor a Dios y
del amor al prójimo.
Por su parte san Beda enseña que, “Es mucha la diferencia que hay entre tener riquezas y amarlas, y
es por ello que no dijo Salomón “que el que tiene las riquezas, no saca fruto de ellas, sino el que las ama”
(ver Ecle 5,9). Expone el Señor a sus asombrados discípulos el sentido de las palabras antedichas de este
modo: “Pero Jesús, volviendo a hablar, les añadió: ¡Ay, hijitos míos, cuán difícil cosa es que los que ponen
su confianza en las riquezas entren en el Reino de Dios!”. En donde es de notar que no dice: ¡Cuán
imposible es! sino ¡cuán difícil es! Porque lo que es imposible no se puede hacer de ningún modo, mientras
que lo difícil sí, aunque cueste mucho trabajo”.
Miércoles
Mt 20, 1-16
¿Vas a tenerme rencor porque yo soy bueno? El Señor pronuncia una nueva parábola, una
comparación con un ejemplo tomado de la vida cotidiana. El personaje principal de la parábola es el
propietario de una viña. La viña evoca en primer lugar al pueblo de Israel, considerada como la “viña de
Dios” (ver Sal 80,9-16; Is 5,1-4).
Llegado el tiempo de la cosecha el propietario requiere de operarios que ayuden a sus siervos en la
ardua tarea de la recolección de las uvas. Él mismo sale al amanecer a la plaza del pueblo, donde la gente
necesitada de trabajo se reunía esperando a que alguien los contratase para la jornada. A esas horas
tempranas el dueño de la viña encontró a un grupo de hombres y convino con ellos en pagarles un denario
por la jornada de trabajo.
Llama la atención la reacción de los jornaleros, que protestan porque a los últimos se les paga lo
mismo que a los que trabajaron desde la mañana. Se quejan porque consideran injusto que a ellos, habiendo
trabajado más, se les pague igual. El dueño de la viña pone de manifiesto lo que en realidad se esconde
detrás del reclamo aparentemente justo: “¿Vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?” (Mt 20,15).
La envidia es la tristeza experimentada ante el bien o prosperidad del prójimo, así como también el
gozo ante el daño o mal que sufre. San Agustín calificaba la envidia como el “pecado diabólico por
excelencia”, y San Gregorio Magno afirmaba que “de la envidia nacen el odio, la maledicencia, la
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calumnia”. ¡Cuántos llevados de la envidia inventan historias, divulgan o exageran defectos del prójimo,
dañan o destruyen su buena imagen o reputación!
La envidia puede conducir a las peores fechorías. La muerte entró en el mundo por la envidia del
diablo. S. Juan Crisóstomo dice que “Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra
otros... Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando
el Cuerpo de Cristo... Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían
las fieras”.
Jueves
Mt 22, 1-14
Conviden al banquete de bodas a todos los que encuentren. En el evangelio que acabamos de
proclamar, Jesús describe el reino de Dios como un gran banquete de boda, con abundancia de alimentos y
bebidas, en un clima de alegría y fiesta que embarga a todos los convidados. Al mismo tiempo, Jesús
subraya la necesidad del "traje de fiesta" (Mt 22, 11), es decir, la necesidad de respetar las condiciones
requeridas para la participación en esa fiesta solemne.
No basta haber sido invitados, tampoco es suficiente haber ingresado a la sala, se exige una vestidura
apropiada, se exigen las necesarias condiciones morales para permanecer en el banquete, se exige “estar
revestidos de Cristo”, asemejarse a Él por las obras.
Al ser interpelado aquel hombre y no dar razón alguna, mandó el rey a los sirvientes: “Átenlo de pies
y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. El lugar donde “habrá
llanto y rechinar de dientes” es la expresión usual para hablar del infierno como un lugar de terrible
sufrimiento (Mt 13,42.50).
San Jerónimo dice que “El vestido nupcial es (…) la ley de Dios y las acciones que se practican en
virtud de la ley y del Evangelio, y que constituyen el vestido del hombre nuevo. El cual si algún cristiano
dejara de llevar en el día del juicio, será castigado inmediatamente; por esto sigue: “Y le dijo: Amigo,
¿cómo has entrado aquí, no teniendo vestido de bodas?” Le llama amigo, porque había sido invitado a las
bodas (y en realidad era su amigo por la fe), pero reprende su atrevimiento, porque había entrado a las
bodas, afeándolas con su vestido sucio”.
Y San Gregorio Magno dice: “Ustedes, hermanos, que han entrado ya a la sala del banquete, por
gracia de Dios, es decir, estáis dentro de la Iglesia santa, examínense atentamente, no sea que al venir el rey
encuentre algo que reprocharles en la vestidura de sus almas”.
Viernes
Mt 22, 34-40
Amarás al Señor tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo. Para los judíos el mandato del amor de
Dios sobre todo era fundamental. También el Señor sitúa por encima de todos los demás mandamientos el
precepto del amor a Dios sobre todas las cosas: “Este mandamiento es el principal y primero”. Sin
embargo, añade inmediatamente: “El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Ambos preceptos, profundamente entrelazados, inseparables el uno del otro, forman para Él el “máximo”
mandamiento que está por encima de cualquier rito u ofrecimiento: “vale más que todos los holocaustos y
sacrificios” (Mc 12,33). Para Él “practicar la justicia y la equidad, es mejor ante Dios que el sacrificio”
(Prov 21,3; ver Os 6,6; Jer 7,21-23).
Concluye el Señor afirmando solemnemente que “estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y
los profetas.” La Ley y la enseñanza de los Profetas “se sostienen” de estos dos preceptos, del mismo modo
que una puerta se sostiene de sus goznes. De esta manera el Señor destaca nuevamente la suprema
importancia de ambos mandamientos y manifiesta por otro lado que estos dos principios fundamentales y
vitales son los que revelan el verdadero espíritu del que está animada toda la enseñanza divina.
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San Agustín nos dice: “Recuerden conmigo, hermanos, cuáles sean estos dos preceptos. Deberían
conocerlos tan perfectamente que no sólo vinieran a su mente cuando yo se los recuerdo, sino que deberían
estar siempre como impresos en su corazón. Continuamente debemos pensar en amar a Dios y al prójimo:
A Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente; y al prójimo como a nosotros mismos.
Éste debe ser el objeto continuo de nuestros pensamientos, éste el tema de nuestras meditaciones, esto lo
que hemos de recordar, esto lo que debemos hacer, esto lo que debemos conseguir. El primero de los
mandamientos es el amor a Dios, pero en el orden de la acción debemos comenzar por llevar a la práctica
el amor al prójimo. El que te ha dado el precepto del doble amor en manera alguna podía ordenarte amar
primero al prójimo y después a Dios, sino que necesariamente debía inculcarte primero el amor a Dios,
después el amor al prójimo”.
El amor es el núcleo del misterio de la fe. El amor de Jesús, hecho Hijo de Mujer para salvación de
los hombres, para mostrarnos a los seres humanos cómo vivir humanamente, para enseñarnos a cada uno de
nosotros a ser más humanos, pone como horizonte de nuestras existencias el mandamiento del amor (ver Jn
13,34), el amar sin límite, el amar hasta dar la vida (ver Jn 15,13).
Sábado
Mt 23, 1-12
Los fariseos dicen una cosa y hacen otra. Los rabinos que se sientan en la cátedra de Moisés y, por
ello, tienen autoridad; por eso sus enseñanzas deben ser escuchadas y acogidas, aunque su vida las
contradiga (ver Mt 23,2). En cambio María nos dice: hagan lo que Jesús, mi Hijo, porque Él hace lo que
dice, y dice lo que hace.
En cambio, los que dicen y no hacen, se asemejan a los escribas y fariseos, de quienes el mismo
divino Redentor, si bien dejando en su lugar la autoridad de la palabra de Dios, que legítimamente
anunciaban, hubo de decir, censurándolos, al pueblo que le escuchaba: “En la cátedra de Moisés se
sentaron los escribas y fariseos; cuantas cosas, pues, les digan, guárdenlas y háganlas todas; pero no hagan
conforme a sus obras”.
El predicador que no trate de confirmar con su ejemplo la verdad que predica destruirá con una mano
lo que edifica con la otra. Muy al contrario, los trabajos de los pregoneros del Evangelio que antes de todo
atienden seriamente a su propia santificación, Dios los bendice largamente. Esos son los que ven brotar en
abundancia de su apostolado flores y frutos, y los que en el día de la siega volverán y vendrán con gran
regocija, trayendo las gavillas de su mies.
“El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los
maestros lo hace porque son testigos”. (L'Osservatore Romano, 24 de enero de 1997, p. 7).
SEMANA VIGÉSIMA PRIMERA
Lunes
Mt 23, 13-22
¡Ay de ustedes, guías ciegos! Reciben el epíteto de ciegos, los guías espirituales del pueblo elegido,
les reprocha Jesús su ceguera: “Son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos
caerán en el hoyo” (Mateo 15,14). La ceguera de escribas y fariseos se pone singularmente de manifiesto
ante los signos y milagros que hace Jesús.
Los discípulos de Jesús no están exentos de incurrir en la misma insensibilidad y hacerse
merecedores del mismo juicio. A continuación del reproche a los escribas Jesús, vuelto hacia Pedro lo
amonesta: “¿También ustedes están todavía sin inteligencia?” (15,16). Los discípulos tienen que guardarse
de la levadura de los escribas y fariseos, que es la incredulidad y la hipocresía, porque les es igualmente
137
fácil incurrir en ellas. Por eso los ayes de Jesús, pueden tener también algo de advertencia disuasoria para
sus propios discípulos: “¡Ay de ustedes escribas y fariseos hipócritas! (...) ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es
más importante, el oro o el Santuario que hace sagrado el oro? (...) ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la
ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? (...) ¡Guías ciegos que cuelan el mosquito y se tragan el
camello!” (Mt 23,13-32).
Es éste un tema de la predicación de Jesús que pone de manifiesto otra faceta del pecado de acedia: la
ceguera hereditaria para reconocer a los mensajeros de Dios: "¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y
de oídos! ¡Ustedes siempre resisten al Espíritu Santo! ¡Como fueron sus padres así son ustedes! ¿A qué
profeta no persiguieron sus padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de
aquél a quien ustedes ahora han traicionado y asesinado, ustedes que recibieron la Ley por mediación de
ángeles y no la han guardado” (Hechos 7,51-53).
Esta ceguera a muchos les impide ver la Gloria de Dios y por eso preguntan: “¿Dónde está su Dios?”.
Son ciegos para la Omnipresencia, que es, en cambio, evidente para los humildes y sencillos. Que por
intercesión de María, sepamos contemplar desde la fe, con los ojos del alma los ojos de Jesús
misericordioso, para descubrir en la profundidad de esta mirada el reflejo de su vida, así como la luz de la
gracia que hemos recibido ya tantas veces, y que Dios nos reserva para todos los días y para el último día.
Martes
Mt 23, 23-26
Esto es lo que tenían qué practicar, sin descuidar aquello. En el Evangelio, Jesús se lamenta del
error de cálculo que los fariseos están teniendo: ponen más empeño en el diezmo del comino que en seguir
la voluntad de Dios. Por esto Jesús los amonesta, porque su conducta estaba abiertamente en contraste con
la enseñanza que proponían a los demás con rigor.
A estos guías espirituales del pueblo elegido les reprocha Jesús su ceguera: “¡Guías ciegos que coláis
el mosquito y os tragáis el camello!” (Mateo 23,13-32; citamos los vv. 13.17.19.24). Los discípulos de
Jesús no estamos exentos de incurrir en la misma insensibilidad y hacernos merecedores del mismo juicio.
Los discípulos tienen que guardarse de la levadura de los escribas y fariseos, que es la incredulidad y la
hipocresía, porque les es igualmente fácil incurrir en ellas.
Con este mensaje del evangelio Jesús descubre la intimidad de muchos corazones que se cierran a la
Palabra, a la gracia, a la salvación. La actitud de Jesús es exactamente la opuesta: él es el primero en
practicar el mandamiento del amor, que enseña a todos, y puede decir que es un peso ligero y suave
precisamente porque nos ayuda a llevarlo juntamente con él (cf. Mt 11, 29-30).
Miércoles
Mt 23, 27-32
Ustedes son hijos de los asesinos de los profetas. Ya en el Antiguo Testamento aparecen muchos
personajes que sufren problemas y experimentan dificultades por el hecho de mantenerse fieles a la
voluntad de Dios en la propia vida. El mensaje de los profetas, mensaje de parte de Dios resultó incómodo,
sobre todo a las autoridades, y por eso los persiguieron. Pero los profetas se mantienen fieles, no pierden la
esperanza, sigue confiando en el Señor.
El Profeta es el que, en nombre de Dios, anuncia y denuncia. Anuncia el Reino de Dios, o sea la
justicia -«busquen primero el Reino de Dios y su justicia…” (Mt 6,33)- y denuncia la injusticia del poder,
del dinero y del prestigio, que es lo que constituye “el pecado del mundo”.
Aquel que se siente tocado por la denuncia, tratará de defenderse. Para ello, procurará anular al
profeta, bien matándolo, bien desprestigiándolo, bien desautorizándolo o bien despreciándolo. O sea,
matará al mensajero.
138
El ejemplo por antonomasia es el de Jesús. Su conducta era tan escandalosa y su doctrina era tan
innovadora. Jesucristo impugna todo género de poder terrenal, el poder económico explotador, el poder
militar homicida, el poder social de las clases y las castas, el poder político que avasalla a los ciudadanos,
el poder religioso que tiraniza las conciencias.
Cristo es el perseguido modelo, el prototipo de cuantos sufren persecución. Nadie como él tuvo
hambre y sed de justicia, hasta el punto de ser perseguido y muerto por defenderla. Y «todo el que se
proponga vivir como buen cristiano, será perseguido» (2 Tim 3,12). El Buen cristiano es el buen seguidor
de Cristo.
No es necesario que la persecución sea siempre sangrienta. Cristo incluía los insultos, el
menosprecio, las calumnias entre las formas de persecución (Mt 5,11; Lc 6,22). San Mateo enumera tres
clases de malos tratos: injurias, persecución y calumnia; san Lucas habla de cuatro: odio, expulsión,
injurias y proscripción del nombre. Pero “Dichosos ustedes cuando los injurien y los persigan y los
calumnien por mi causa” (Mt 5,11).
Jueves
Mt 24, 42-51
Estén preparados. Insiste el Señor en la necesidad de la vigilancia aún cuando la espera se alargue. Él
viene inexorablemente: “estén preparados, porque a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre”.
Su venida será inesperada, como inesperada es la venida de un ladrón en la noche.
San Gregorio dice que el Señor “Viene cuando nos llama a juicio, pero llama cuando da a conocer
por la fuerza de la enfermedad que la muerte está próxima. Y le abrimos inmediatamente si lo recibimos
con amor. No quiere abrir al juez que llama el que teme la muerte del cuerpo y se horroriza de ver a aquel
juez a quien se acuerda que despreció. Pero aquel que está seguro por su esperanza y buenas obras, abre
inmediatamente al que llama porque cuando conoce que se aproxima el tiempo de la muerte, se alegra por
la gloria del premio. Por esto añade: ‘Bienaventurados aquellos siervos, que hallare velando el Señor,
cuando viniere’. Vigila aquel que tiene los ojos de su inteligencia abiertos al aspecto de la luz verdadera, el
que obra conforme a lo que cree y el que rechaza de sí las tinieblas de la pereza y de la negligencia”.
Y, por su parte, San Cirilo: añade que “Así pues, cuando venga el Señor y encuentre a los suyos
despiertos y ceñidos, teniendo la luz en su corazón, entonces los llamará bienaventurados”. Por tanto, en
toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” y obtener el gozo
del Cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la
esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres se salven” (1Tim 2,4).
Santa Teresa de Jesús al respecto enseña: “Espera estar en la gloria del Cielo unida a Cristo, su
esposo: “Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa
con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más
peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que
no puede tener fin”.
Viernes
Mt 25, 1-13
Ya viene el esposo, salgan a su encuentro. Con esta imagen esponsal se quiere subrayar la unidad de
Cristo y de la Iglesia. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por
Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como “el Esposo” (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14;
25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa
‘desposada’ con Cristo Señor para ‘no ser con él más que un solo Espíritu’ (cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2).
Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo “amó y
por la que se entregó a fin de santificarla” (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la
que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5,29).
139
Así, pues, Como cabeza Cristo se llama ‘esposo’ y como cuerpo ‘esposa’. San Pablo presenta a la
única Iglesia de Dios como “esposa de Cristo” en el amor, un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo
mismo. En efecto, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es ‘Iglesia de Dios’, “campo de Dios, edificación de
Dios, (...) templo de Dios” (1 Co 3, 9.16).
En la segunda carta a los Corintios el apóstol San Pablo compara a la comunidad cristiana como a
una novia, cuando dice: “Celoso estoy de ustedes con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo
esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2 Co 11, 2); y en la carta a los Efesios desarrolla esta
imagen, precisando que la Iglesia no es sólo una esposa prometida, sino esposa real de Cristo. Él, por así
decirlo, la ha conquistado para sí, y lo ha hecho al precio de su vida: como dice el texto, “se ha entregado a
sí mismo por ella” (Ef 5, 25).
En la oración, el discípulo espera atento al Esposo, Jesús, que “es y que viene”, en el recuerdo de su
primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En
comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como se
espera al esposo para cuando llegue.
Sábado
Mt 25, 14-30
Porque has sido fiel en cosas de poco valor, entra a formar parte de la alegría de tu señor. San Mateo,
en el Evangelio, que hemos escuchado, nos transmite aquellas palabras de Jesús, tantas veces consideradas:
muy bien, siervo bueno y leal, ya que has sido fiel en lo poco, Yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de
tu Señor (180). El Señor se dirige al criado que multiplicó los cinco talentos, recibidos cuando su amo
partió de viaje.
Los talentos son aquellas cualidades y virtudes que todos tenemos, que debemos de cultivar para
producir buen fruto. Como un jardín que se cuida regularmente y produce hermosas flores, o un árbol que
se planta en tierra fértil, sus frutos deben ser de acuerdo a sus regalos.
La primera característica que el Señor pide al siervo es la fidelidad: Todo discípulo de Cristo está
llamado a ser su testigo: Vice para conocer, amar e imitar a Dios.
La segunda característica que Jesús pide al siervo es la prudencia: El siervo prudente es ante todo un
hombre de verdad y un hombre de la razón sincera.
La tercera característica de la que Jesús habla en las parábolas del siervo es la bondad: "Siervo bueno
y fiel... entra en el gozo de tu señor" (Mt 25, 21.23): La bondad en el hombre consiste en una profunda
orientación interior hacia Dios, porque la bondad crece uniéndonos interiormente a la suma Bondad, al
Dios vivo.
Que la Madre del Señor, nos conduzca siempre hacia su Hijo, fuente de toda bondad. Y que eduque
diariamente para convertirnos en siervos fieles, prudentes y buenos, y así podemos oír un día del Señor las
palabras: Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu señor.
SEMANA VIGÉSIMA SEGUNDA
Lunes
Mt 13, 44-46
Va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. El Señor, en el evangelio escuchado, habla del tesoro
escondido en el campo. Quien lo encuentra -nos dice- vende todo lo que tiene para poder comprar ese
campo, porque el tesoro escondido es más valioso que cualquier otra cosa. El tesoro escondido, el bien
superior a cualquier otro bien, es el reino de Dios, es Jesús mismo, el Reino en persona.
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Con esta parábola, así como también con la siguiente, el Señor resalta la necesidad de “venderlo
todo” para poder ganar el Reino de los Cielos. No es posible quedarse con el tesoro o adquirir la perla de
mayor valor sin vender todo lo que se tiene, sin el desprendimiento de las antiguas riquezas, sin un
sacrificio que, sin embargo, mira a alcanzar una riqueza mucho mayor. El sacrificio y desprendimiento no
cuestan, porque lo que gana es muchísimo más de lo que pierde. Tratándose del Reino de los Cielos, lo que
se gana no tiene ni punto de comparación.
San Gregorio dice que “El tesoro escondido en el campo significa el deseo del Cielo, y el campo en
que se esconde el tesoro es la enseñanza del estudio de las cosas divinas: “Este tesoro, cuando lo halla el
hombre, lo esconde”, es decir, a fin de conservarlo; porque no basta el guardar el deseo de las cosas
celestiales y defenderlo de los espíritus malignos, sino que es preciso además el despojarlo de toda gloria
humana… Compra sin duda el campo después de haber vendido todo lo que posee aquél que renunciando a
los placeres de la carne echa debajo de sus pies todos sus deseos terrenales por guardar las leyes divinas”.
Jesús, Tesoro escondido, no está lejos de nosotros. En efecto, Edith Stein, escribe: “El Señor está
presente en el sagrario con su divinidad y su humanidad. No está allí por él mismo, sino por nosotros,
porque su alegría es estar con los hombres. Y porque sabe que nosotros, tal como somos, necesitamos su
cercanía personal. En consecuencia, cualquier persona que tenga pensamientos y sentimientos normales, se
sentirá atraída y pasará tiempo con él siempre que le sea posible y todo el tiempo que le sea posible”
(Gesammelte Werke VII, 136 f). Allí Podemos presentarle nuestras peticiones, nuestras preocupaciones,
nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestra gratitud, nuestras decepciones, nuestras necesidades y
nuestras esperanzas.
Martes
Lc 4, 31-37
Sé que Tú eres el Santo de Dios. El pasaje evangélico escuchado habla de un hombre poseído por el
demonio, que repentinamente se pone a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a
acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. Y Jesús le ordena: “Cállate y sal de él”. E
inmediatamente, constata el evangelista, el espíritu maligno, con gritos desgarradores, salió de aquel
hombre.
Jesús no sólo expulsa los demonios de las personas, liberándolas de la peor esclavitud, sino que
también impide a los demonios mismos que revelen su identidad. E insiste en este ‘secreto’, porque está en
juego el éxito de su misma misión, de la que depende nuestra salvación. En efecto, sabe que para liberar a
la humanidad del dominio del pecado deberá ser sacrificado en la cruz como verdadero Cordero pascual. El
diablo, por su parte, trata de distraerlo para desviarlo, en cambio, hacia la lógica humana de un Mesías
poderoso y lleno de éxito.
Jesús no se niega a aceptar la plenitud del poder y de la gloria, pues en realidad a Él le pertenece y le
está destinada (ver Mt 28,18). Pero se niega a recibirla de modo diverso al que ha determinado su Padre en
sus amorosos designios reconciliadores, es decir, mediante la aceptación obediente de la muerte en Cruz
(Flp 2, 8-9). Aceptar el poder mundano y la gloria vana ofrecida por Satanás sería dejar de confiar en que el
Plan del Padre conduce a la verdadera gloria.
El Hijo de Dios se hace hombre, para que el hombre se haga hijo de Dios. Por tanto, por Cristo, con
Él y en Él debe el hombre realizarse en la historia dando gloria a Dios Padre en el camino hacia la vida
eterna. Así, desde la cruz de Cristo, desde la cruz de cada uno, “La religión cristiana, dice el Santo Padre,
es una religión de la gloria”.
Miércoles
Lc 4, 38-44
También a los otros pueblos tengo qué anunciarles el Reino de Dios, pues para eso he sido enviado.
Jesucristo fue enviado por el Padre “para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 18). Fue, y sigue
141
siendo, el primer Mensajero del Padre, el primer Evangelizador. Es más, Jesús no es sólo el anunciador del
Evangelio, de la Buena Nueva, sino que Él mismo es el Evangelio (cf. EN 7).
La misión de Cristo consiste, ante todo, en la revelación de la Buena Nueva (Evangelio) dirigida al
hombre. Tiene como objeto, por tanto, el hombre, y, en este sentido, se puede decir que es
‘antropocéntrica’: pero, al mismo tiempo, está profundamente enraizada en la verdad del reino de Dios, en
el anuncio de su venida y de su cercanía: “El reino de Dios está cerca... creed en la Buena Nueva” (Mc 1,
15).
Jesús hablaba del reino de Dios, sobre todo, en sus numerosas parábolas. Particularmente
significativa es la que nos presenta el reino de Dios parecido a la semilla que siembra el sembrador de la
tierra... (cf. Mt 13, 3-9). La semilla está destinada ‘a dar fruto’, por su propia virtualidad interior, sin duda
alguna, pero el fruto depende también de la tierra en la que cae (cf. Mt 13, 19-23).
Con todo, el hombre no es un testigo inerte del ingreso de Dios en la historia. Jesús nos invita a
"buscar" activamente "el reino de Dios y su justicia" y a considerar esta búsqueda como nuestra
preocupación principal (cf. Mt 6, 33). Cuando los Evangelios nos hablan de Jesús y su Reino, siempre le
acompaña un verbo de movimiento: Jesús “sale y lo siguen” (Mt, Lc, Jn). Se marcha y lo siguen (Mt, Mc).
“Se retira y lo siguen” (Mc. 3). Jesús siempre “va de camino”, “pasa”... La vocación cristiana será una
llamada al seguimiento: “Mientras subía a la montaña fue llamando a los que Él quiso y se fueron con Él”
(Mc. 3, 13).
El Reino de Dios está cerca, pero aún no se ha realizado plenamente; por eso, unidos a Cristo
pidamos todos al Padre: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10).
Jueves
Lc 5, 1-11
Dejándolo todo, lo siguieron. En los evangelios, cuando Jesús llamó a sus primeros Apóstoles para
convertirlos en “pescadores de hombres” (Mt 4, 19; Mc 1, 17; cf. Lc 5, 10), ellos, “dejándolo todo, le
siguieron” (Lc 5, 11; cf. Mt 4, 20.22; Mc 1, 18.20). Un día Pedro mismo recordó ese aspecto de la vocación
apostólica, diciendo a Jesús: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27;
Mc 10, 28; cf Lc 18, 28). Jesús, entonces, enumeró todas las renuncias necesarias, “por mí y por el
Evangelio” (Mc 10, 29). No se trataba sólo de renunciar a ciertos bienes materiales, como la casa o la
hacienda, sino también de separarse de las personas más queridas: “hermanos, hermanas, madre, padre e
hijos” -como dicen Mateo y Marcos-, y de “mujer, hermanos, padres o hijos” -como dice san Lucas (18,
29).
Jesús no exigía de todos sus discípulos la renuncia radical a la vida en familia, aunque les exigía a
todos el primer lugar en su corazón cuando les decía: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no
es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí" (Mt 10, 37).
Esta constatación nos ayuda a comprender mejor el porqué de la legislación eclesiástica acerca del
celibato sacerdotal. En efecto, la Iglesia lo ha considerado y sigue considerándolo como parte integrante de
la lógica de la consagración sacerdotal y de la consecuente pertenencia total a Cristo, con miras a la
actuación consciente de su mandato de vida espiritual y de evangelización.
En efecto, el apóstol Pablo afirma en su primera carta a los Corintios: “El no casado se preocupa de
las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo
agradar a su mujer; está por tanto dividido" (1 Co 7, 32.34). Ciertamente, no es conveniente que esté
dividido quien ha sido llamado para ocuparse, como sacerdote, de las cosas del Señor. Como dice el
Concilio, el compromiso del celibato, derivado de una tradición que se remonta a Cristo, "está en múltiple
armonía con el sacerdocio [...]. Es, en efecto, signo y estímulo al mismo tiempo de la caridad pastoral y
fuente peculiar de fecundidad espiritual en el mundo” (PO 16).
El ideal concreto de esa condición de vida consagrada es Jesús, modelo para todos, pero
especialmente para los sacerdotes. Vivió célibe y, por ello, pudo dedicar todas sus fuerzas a la predicación
142
del reino de Dios y al servicio de los hombres, con un corazón abierto a la humanidad entera, como
fundador de una nueva generación espiritual. Su opción fue verdaderamente “por el reino de los cielos” (cf.
Mt 19, 12).
Hoy día este radicalismo de renuncias: dejarlo todo y seguir a Cristo, ante los ojos humanos aparece
desconcertante. Pero Jesús mismo, al sugerirlo, advierte que no todos pueden comprenderlo (cf. Mt 19,
10.12). “¡Bienaventurados los que reciben la gracia de comprenderlo y siguen fieles por ese camino!”.
Viernes
Lc 5, 33-39
Vendrá un día en que les quiten al esposo y entonces sí ayunarán. Estas palabras que Jesús respondió
a los escribas y fariseos, cuando le preguntaban: “¿Cómo es que tus discípulos no ayunan?”. Jesús les
contestó: “¿Por ventura pueden los compañeros del novio llorar mientras está el novio con ellos? Pero
vendrán días en que les será arrebatado el esposo, y entonces ayunarán?” (Mt 9, 15). De hecho, el tiempo
de Cuaresma nos recuerda que el esposo nos ha sido arrebatado. Arrebatado, arrestado, encarcelado,
abofeteado, flagelado, coronado de espinas, crucificado... El ayuno en el tiempo de Cuaresma es la
expresión de nuestra solidaridad con Cristo. Tal ha sido el significado de la Cuaresma a través de los siglos
y así permanece hoy.
Profundicemos en el sentido del ayuno, que no sólo ha de ser en el tiempo de Cuaresma, sino
siempre, de modo especial los viernes en que recordamos la pasión y muerte de nuestro esposo Jesús.
Cierto, que la comida y la bebida son indispensables al hombre para vivir, se sirve y debe servirse de ellas;
sin embargo, no le es lícito abusar de ellas de ninguna forma. El abstenerse, según la tradición, de la
comida o bebida, tiene como fin introducir en la existencia del hombre no sólo el equilibrio necesario, sino
también el desprendimiento de lo que se podría definir, actitud consumista.
La renuncia a las sensaciones, a los estímulos, a los placeres y también a la comida y bebida, no es un
fin en sí misma. Debe ser, por así decirlo, allanar el camino para contenidos más profundos de los que se
alimenta el hombre interior. Tal renuncia, tal mortificación debe servir para crear en el hombre las
condiciones en orden a vivir los valores superiores, de los que está hambriento a su modo.
Por otra parte, el ayuno: la mortificación de los sentidos, el dominio del cuerpo, dan a la oración una
eficacia mayor, que el hombre descubre en sí mismo. Efectivamente, descubre que es diverso, que es más
dueño de sí mismo, que ha llegado a ser interiormente libre. Y se da cuenta de ello en cuanto la conversión
y el encuentro con Dios, a través de la oración, fructifican en él.
Sábado
Lc 6, 1-5
¿Por qué hacen lo que está prohibido hacer en sábado? Recordemos lo que dice el tercer
mandamiento del Decálogo sobre la santidad del sábado: ‘El día séptimo será día de descanso completo,
consagrado al Señor’ (Ex 31, 15). Si Dios ‘tomó respiro’ el día séptimo (Ex 31, 17), también el hombre
debe ‘descansar’ y hacer que los demás, sobre todo los pobres, ‘recobren aliento’ (Ex 23, 12).
El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado.
Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día (cf Mc 1, 21; Jn 9, 16), sino que con autoridad da la
interpretación auténtica de esta ley: ‘El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el
sábado’ (Mc 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que ‘es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal,
salvar una vida en vez de destruirla’ (Mc 3, 4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del
honor de Dios (cf Mt 12, 5; Jn 7, 23). ‘El Hijo del hombre es Señor del sábado’ (Mc 2, 28; CIgC 2173).
Jesús resucitó de entre los muertos ‘el primer día de la semana’ (Mt 28, 1; Mc 16, 2; Lc 24, 1; Jn 20,
1). En cuanto es el ‘primer día’, el día de la Resurrección de Cristo recuerda la primera creación. En cuanto
es el ‘octavo día’, que sigue al sábado (cf Mc 16, 1); Mt 28, 1), significa la nueva creación inaugurada con
143
la resurrección de Cristo. Para los cristianos vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las
fiestas, el día del Señor, el ‘domingo’ (CIgC 2174)
Los que vivían según el orden de cosas antiguo han pasado a la nueva esperanza, no observando ya el
sábado, sino el día del Señor, en el que nuestra vida es bendecida por El y por su muerte. (S. Ignacio de
Antioquía, Magn. 9, 1).
“El domingo ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC can. 1246,
1). “El domingo y las demás files tas de precepto, los fieles tienen obligación de participar en la misa”
(CIC can. 1247).
SEMANA VIGÉSIMA TERCERA
Lunes
Lc 6, 6-11
Estaban acechando a Jesús para ver si curaba en sábado. En el texto evangélico hemos escuchado
que los adversarios de Jesús lo observaban para ver si curaba el sábado o para poderlo acusar así de
violación de la ley del Antiguo Testamento.
Jesús conociendo a sus adversarios, antes de curar al hombre con la mano seca, aquél día de sábado,
en primer lugar, hace a los presentes esta pregunta: “¿Es lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida
o matarla? y ellos callaban. Y dirigiéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón,
dice al hombre: Extiende tu mano. La extendió y le fue sanada la mano” (Mc 3, 5).
Jesús desafía a sus adversarios. El punto central de la enseñanza de Jesús se descubre en la pregunta
que los escribas y fariseos deben responderle: “¿En sábado es lícito hacer el bien en vez de hacer el mal,
salvar una vida en vez de destruirla?” (6,9). Notemos el énfasis: el espíritu de la Ley del sábado (lo legal)
es “hacer el bien”, lo cual para Jesús es una forma concreta de “salvar una vida”; dejar de hacer el bien –la
omisión- es una mala acción, no puede haber un verdadero culto a Dios cuando falta el interés por el
prójimo. Jesús no da oportunidad de responder porque la respuesta es obvia (esto se llama “pregunta
retórica”); luego confirma su verdad curando la mano del hombre delante de todos.
Jesús en este Evangelio nos enseña con su ejemplo que hay algo más fuerte que el legalismo, y es
precisamente el mandato de la caridad; es preferible la misericordia con los demás que el cumplimiento frío
de un precepto; el bien del hombre está por delante del precepto.
Martes
Lc 6, 12-19
Pasó la noche en oración y eligió a doce discípulos, a los que llamó apóstoles. Jesús de Nazaret
anunciaba el Evangelio a todos los que le seguían para escucharlo, pero, al mismo tiempo, llamó a algunos,
de modo especial, a seguirlo a fin de prepararlos Él mismo para una misión futura.
De especial relieve es para nosotros el hecho de que entre sus discípulos Jesús haya elegido a los
Doce: una elección que tenía también el carácter de una ‘institución’.
Por otro lado también significativo el modo cómo Jesús ha realizado la elección de los Doce. “...Jesús
se fue al monte a orar y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus
discípulos y eligió doce de entre ellos a los que llamó también apóstoles” (Lc 6, 12-13).
Jesús mismo hablará un día de esta elección de los Doce subrayando el motivo por el que la hizo:
“No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes...” (Jn 15, 16); y añadirá: “Si fueran
del mundo, el mundo amaría lo suyo, pero, como no son del mundo, porque yo, al elegirlos, los he sacado
del mundo, por eso los odia el mundo” (Jn 15, 19).
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Jesús pone la misión de los Apóstoles en relación de continuidad con la propia misión cuando en la
oración (sacerdotal) de la última Cena dice al Padre: “Como tú me has enviado al mundo, yo también los
he enviado al mundo” (Jn 17, 18).
Después de la resurrección, Cristo, antes de enviar definitivamente a los Apóstoles a todo el mundo,
vincula a su servicio la administración de los sacramentos del bautismo (cf. Mt 28, 18-20), de la Eucaristía
(cf. Mc 14, 22-24 y paralelos) y la penitencia y reconciliación (cf. Jn 20, 22-23), instituidos por Él como
signos salvíficos de la gracia. Los Apóstoles son dotados, por tanto, de autoridad sacerdotal y pastoral en la
Iglesia.
Jesucristo transmite, pues, a los Apóstoles ‘el reino’ y ‘la misión’ que Él mismo recibió del Padre y, a
la vez, instituye la estructura fundamental de su Iglesia, donde este reino de Dios, mediante la continuidad
de la misión mesiánica de Cristo, debe realizarse en todas las naciones de la tierra, como cumplimiento de
las eternas promesas de Dios.
Miércoles
Lucas 6, 20-26
Dichosos los pobres ¡Ay de ustedes, los ricos! «La vida y la palabra del Señor Jesús anuncian la
plena confianza en Dios y denuncian la adhesión a las riquezas: “Es más difícil que un rico entre al Reino
de los Cielos que un camello pase por la puerta pequeña de la ciudad”. El tener bienes terrenales implica un
grave riesgo para la vida eterna. La afición a los bienes, la ambición de bienes, son pesada carga de la que
es muy difícil librarse, salvo con la fuerza de Dios. No es que los bienes sean necesariamente malos,
ciertamente no lo son, sino que aficionarse a ellos, depender de ellos, estar esclavizados a ellos ansiándolos
y venerándolos como ídolos ése es el mal. “No se puede servir a Dios y a las riquezas”. El rico y el pobre
Lázaro es un vívido relato donde el Señor enseña el auténtico drama sobre el que advierte en los “ayes” a
quienes viven plenos de riquezas y están saciados.
La bienaventuranza nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el
amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el
bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las
ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo
amor:
El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje «instintivo» la multitud, la masa de los
hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad...
Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los
ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro... La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido
en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí
mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración (Card. Newman).
Y san Beda nos dice que “Si son bienaventurados aquellos que tienen hambre de obras justas, deben
por el contrario considerarse como desgraciados aquellos que, satisfaciendo todos sus deseos, no padecen
hambre del verdadero bien”.
Jueves
Lc 6, 27-38
Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso. En el Nuevo Testamento, el perdón de Dios
se manifiesta a través de las palabras y los gestos de Jesús. Al perdonar los pecados, Jesús muestra el rostro
de Dios Padre misericordioso. Tomando posición contra algunas tendencias religiosas caracterizadas por
una hipócrita severidad con respecto a los pecadores, explica en varias ocasiones cuán grande y profunda
es la misericordia del Padre para con todos sus hijos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1443).
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Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de Jesús, vemos que mostrar misericordia significa vivir
plenamente la verdad de nuestra vida: podemos y tenemos que ser misericordiosos, porque nos ha sido
manifestada la misericordia por un Dios que es Amor misericordioso (cf. 1 Jn 4, 7-12). El Dios que nos
redime mediante su entrada en la historia, y que mediante el drama del Viernes Santo prepara la victoria
del día de Pascua, es un Dios de misericordia y de perdón (cf. Sal 103 [102], 3-4. 10-13). A cuantos le
objetaban que comía con los pecadores, Jesús les ha contestado: “Vayan, pues, a aprender qué significa
aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”
(Mt 9, 13). Los seguidores de Cristo, bautizados en su muerte y en su resurrección, hemos de ser siempre
hombres y mujeres de misericordia y perdón.
En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el
instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios,
que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó
desde la cruz: « Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen » (Lc 23, 34).
Padre misericordioso, que todos los creyentes encuentren la valentía de perdonarse unos a otros, a fin
de que se curen las heridas del pasado y no sean un pretexto para nuevos sufrimientos en el presente.
Viernes
Lc 6, 39-42
¿Puede un ciego guiar a otro ciego? Existen ciegos del cuerpo y ciegos del espíritu, y si horrible es
la ceguera del cuerpo, mil veces peor es la del espíritu. Entretanto, es muy difícil, o casi imposible
encontrarse a un ciego guiando a otro ciego, mientras que, en lo que se refiere a las cosas del Espíritu,
vemos por otra parte, ciegos que guían ciegos.
Un padre y una madre el día de su matrimonio y el día que llevar a su hijo al bautizo, se
comprometieron a educar a sus hijos en la fe, ¿pero realmente están educados-formados en la fe? Si la
respuesta fuera positiva estaríamos hablando de ciegos en la doctrina católica, que se han comprometido a
formar en ella, entonces, ¿Puede un ciego guiar a otro ciego? Pero el peor enemigo de la familia, de los
hijos y de los padres en la ignorancia religiosa.
Para salir de esta ceguera espiritual, lo primero que se necesita es que los educadores se den cuenta
de su realidad, y luego acepten ser evangelizados, porque muchos bautizados, después de haber participado
en las catequesis de la confirmación y primera comunión, abandonan la formación cristiana, que ha de ser
permanente. Aunque hoy, gracias a la generalización de la enseñanza, los jóvenes han adquirido una
cultura superior a la de sus padres, en muchos casos este nivel no se da en la vida cristiana, pues se constata
a veces no sólo una ignorancia religiosa, sino un cierto vacío moral y religioso en las jóvenes generaciones,
que vienen arrastrando desde la realidad de sus padres, que pasaron por el mismo camino de guías ciegos
que guían a otros ciegos.
La escuela de Jesús, en la oración, el estudio y en el apostolado, es la única escuela que forma a los
auténticos discípulos misioneros del Evangelio, que somos todos los bautizados, llamados a ser guías
sabios y seguros para sus hermanos (cf. Lc 6, 39). La misión de ser padre y madre, laico y sacerdote, nos
exige ver para guiar a otros, con el ejemplo y la palabra ungida y valiente, pero humilde y verdadera.
Los sacerdotes, los padres de familia y los profesores somos los primeros a quienes se nos confía la
misión de ser guías sabios y maestros atentos de la fe en nuestras comunidades, en nuestra familia y en la
escuela. Todos, cada uno, desde nuestra vocación, estamos comprometidos cada día al servicio de nuestros
hermanos en la fe y de sangre a ser como guías sabios y obreros asiduos en la viña del Señor.
La ignorancia religiosa o la deficiente asimilación vital de la fe dejan a los bautizados inermes frente
a los peligros reales del secularismo, del relativismo moral o de la indiferencia religiosa, con el
consiguiente riesgo de perder la profunda religiosidad y de la piedad popular de nuestra Ciudad.
146
Sábado
Lc 6, 43-49
¿Por qué me dicen Señor, Señor, y no hacen lo que yo les digo? Jesús contrasta el cumplimiento de la
Voluntad del Padre con la oración vacía e hipócrita: “No todo el que diga ‘Señor, Señor’ entrará en el
Reino de los Cielos”. Aquí se recrimina al verbalismo religioso y a la vana pretensión de hacer de la fe algo
fácil y admirable, pero que no termina en una práctica consecuente. Por tanto, Jesús nos pide buscar
caminos concretos de obediencia, una vida cristiana enraizada en el hacer diario. El verdadero profeta, el
verdadero creyente, se distingue por su estilo de vida. Todo profeta que enseña la verdad sin ponerla en
práctica es un falso profeta.
Jesús nos pide que seamos personas sabias: construir nuestra casa-vida cristiana- sobre roca. Porque
lo que se construye en la arena se cae a la primera acción de las lluvias, de las corrientes y de los vientos.
La casa construida en la roca, firmemente cimentada en la roca, es construir sobre Cristo: sobre su persona,
su vida y doctrina. Es hacer su Voluntad. En efecto, ser sabio, es creer sin olvidarse de obedecer. Así, la
sabiduría se expresa en la acción: el hombre construye su vida, practicando lo que ha escuchado, lo mismo
que construye una casa.
El hombre sabio se opone al insensato. La insensatez consiste en escuchar y no practicar. Se ha
percibido el valor de las palabras de Jesús e incluso se deleita espiritualmente en ellas. Pero de ahí no pasa.
Este tal está condenado a su propia esterilidad.
La respuesta que Jesús espera de sus discípulos no tiene que ver nada con las “fórmulas” y la simple
confesión de boca, nada con los rezos rutinarios y el tráfico de un culto vacío. Lo que Jesús espera es que
respondamos cumpliendo la voluntad del Padre, que esto es lo que ha venido a enseñarnos.
SEMANA VIGÉSIMA CUARTA
Lunes
Lc 7, 1-10
Ni en Israel he hallado una fe tan grande. Jesús manifiesta su admiración por la fe del centurión: “Les
aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande” (Mt 8, 10).
La fe cristiana es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de
amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Implica un acto de confianza y
abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como Él vivió, o sea, en el mayor amor a Dios y el hermano.
La fe, que tiene contenido moral, llega a ser ‘confesión’, se convierte en ‘testimonio’, pudiendo llegar
hasta el ‘martirio’. La fe tiene un único punto de referencia: la persona de Cristo, el Señor; de tal manera
que la única respuesta que podemos dar a ese mundo en donde han fracasado las ideologías, en donde la
crisis de la post-modernidad ha llevado a un ocaso del racionalismo y ha abierto nuevas posibilidades, en
donde debemos defender el don de la vida y en donde debemos tomar el camino de la unidad, la única
respuesta -repito- es Cristo, el Señor.
La fe nos lleva a ‘permanecer en la intimidad de Dios’, nos introduce en el misterio inagotable de la
vida divina, nos sumerge en las profundidades insondables del amor de Dios. Nuestra fe en Cristo que se ha
encarnado, que ha muerto por nosotros y ha resucitado, forzosamente lleva a la celebración. Es una fe que
se comparte. Es una fe que se hace Eucaristía y que por lo mismo es alegría y triunfo.
Martes
Lc 7, 11-17
147
Joven, yo te lo mando: Levántate. Jesucristo hacía los milagros en nombre propio.: Yo te lo digo,
levántate. La fuerza del milagro está en que Dios es el único que puede cambiar las leyes de la Naturaleza,
y en que Él es la Suma Verdad. Por lo tanto el milagro realizado para confirmar una afirmación de labios
humanos, es una aprobación de Dios a la afirmación del hombre.
Dios puede cambiar las leyes de la Naturaleza, que son obra suya. Pero Dios no puede hacer un
círculo cuadrado, pues esto es absurdo, y Dios no hace absurdos. el milagro es algo que sabemos supera las
fuerzas de la Naturaleza: como resucitar a un muerto de cuatro días que ya está en estado de putrefacción.
Quizás no sepamos hasta dónde puedan llegar, en algunos casos, las leyes de la Naturaleza. Pero hay cosas
que ciertamente comprendemos que la Naturaleza no puede hacer: un hombre tan alto que toque la Luna
con su mano, obtener oro uniendo hidrógeno y oxígeno, o sacar rosas sembrando un grano de trigo.
La fuerza de Jesucristo está en que confirmó su doctrina con milagros que nos consta se realizaron
por la historicidad de los Evangelios, y que por exceder a todo poder humano son una confirmación divina.
Para hacer el milagro Jesús siempre pidió que el beneficiario tuviera fe, al que no tenía fe, no le hizo
tal favor; pero la fe no sólo es aceptar una verdad con el entendimiento, sino también con el corazón. Es el
compromiso de nuestra propia persona con la persona de Cristo en una relación de intimidad que lleva
consigo exigencias a las que jamás ideología alguna será capaz de llevar. Para que se dé fe auténtica y
madura hay que pasar del frío concepto al calor de la amistad y del decidido compromiso. Por eso una fe
así en Jesucristo es la que da fuerza y eficacia a una vida cristiana plenamente renovada.
Miércoles
Lc 7, 31-35
Tocamos la flauta y ustedes no bailaron, cantamos canciones tristes y no lloraron. El episodio de los
niños que invitan con su música a otros niños nos lleva recordar la escena en la que se nos presenta el
pasaje en que Jesús alaba a Juan Bautista y se lamenta de que algunos, los fariseos y escribas, no le
aceptan. Por eso dice: tocamos la flauta y ustedes no bailaron, cantamos canciones tristes y no lloraron
¿Qué hacer para que termine tal ridícula obstinación? Tampoco los hombres de "esa generación"
quieren lo que Dios ha decidido. La predicación de Juan Bautista, más bien austera... y la predicación de
Jesús, más bien alegre... no interesan a nadie. En vez de convertirse, la gente se contenta criticando a los
predicadores y oponiéndolos el uno al otro.
En efecto, ha venido Juan Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: Tiene un demonio
dentro... Juan Bautista era el predicador y el hombre austero; predicaba sobre todo la penitencia, y por su
estilo de vida era un verdadero asceta. Ha venido el Hijo del hombre que come y bebe y dicen: Ahí tienen a
un glotón y a un bebedor, amigo de pecadores...
Pero también, por desgracia, podemos hacer lo mismo nosotros con los demás. Cuando no nos
interesa aceptar un mensaje, sacamos excusas -a veces ridículas o contradictorias- para justificar de alguna
manera nuestra negativa a aceptarlo. Eso puede pasar en nuestra vida de cada día, en esa sutil y complicada
relación interpersonal que sucede en toda vida comunitaria: si nos invitan a fiesta, mal, y si nos sugieren
duelo, peor. Podemos llegar a ser caprichosos en extremo en nuestras reacciones de cerrazón y sordera
voluntaria, a veces por un instinto continuado de contradicción a lo que dicen los demás. Evitemos en
nuestra vida el reproche de Jesús: Tocamos la flauta y ustedes no bailaron, cantamos canciones tristes y no
lloraron.
Jueves
Lc 7, 36-50
Sus pecados le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. Cuando Cristo se cruza en la vida
de una persona, sacude su conciencia y lee en su corazón, como sucede con la pecadora arrepentida, a la
que se le perdonan los pecados “porque ha amado mucho” (Lc 7, 47). El encuentro con Jesús es como una
148
regeneración: da origen a la nueva criatura, capaz de un verdadero culto, que consiste en adorar al Padre
“en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23-24).
No fue sólo para la pecadora, también Dios espera de nosotros una correspondencia a su amor
infinito, que es actual e individual; Dios tiene por todas las almas, un amor personal por cada uno. Se lee en
los libros de piedad, se predica desde el púlpito que Dios ha amado mucho a los hombres; pero pensemos
que es ahora, actualmente, en esta misma hora, cuando Dios nos ama verdadera e infinitamente...”; por
esto, también de nosotros él quiere decir: Sus pecados le han quedado perdonados, porque ha amado
mucho.
No olvidemos que en nuestras dificultades, en los momentos de prueba y desaliento, cuando parece
que toda dedicación está como vacía de interés y de valor, ¡tengamos presente que Dios conoce nuestros
afanes! ¡Dios nos ama uno por uno, está cercano a nosotros, nos comprende! Y quiere perdonarnos
Confiemos en El, y en esta certeza encontremos el coraje y la alegría para cumplir con amor y con gozo
nuestro deber de cada día.
Llevemos, pues en nuestro corazón la alegría de saber que ¡Dios nos ha amado mucho! Que su amor
sea nuestra fuerza hoy y siempre.
Viernes
Lc 8, 1-3
Los acompañaban algunas mujeres, que los ayudaban con sus propios bienes. La novedad de este
relato, es que iba acompañado no sólo por los discípulos, sino que también por las discípulas. De ellas,
además se afirma que “sirven a Jesús con sus bienes”. (Lc 8, 1-3). El Evangelio nos habla de la caridad de
estas mujeres que servían a Jesús y a los apóstoles.
En su época, a las mujeres no se les permitían semejantes libertades. No era bien visto que tuvieran
trato directo con hombres que no fueran sus propios familiares (Jn 4, 27). Y, cuando asistían al templo con
motivo de una fiesta religiosa, no podían ingresar en el patio donde estaban los hombres, debiendo
permanecer en un claustro exclusivo. Asimismo, cuando iban a rezar a las sinagogas, permanecían
separadas de los varones.
Jesús supo valorar la presencia y el servicio de algunas mujeres durante su vida pública. En el
Evangelio de Lucas, es donde hay más relatos donde Jesús muestra su sensibilidad frente a las mujeres, a
las que son destinataria sus Palabras, su consuelo, su atención personal. Observamos la capacidad de
servicio, seguimiento y contemplación que le hacen las mujeres a Jesús, alguna como ayudantes y
asistentes de su ministerio público, en otras situaciones contemplando y atesorando sus enseñanzas.
En las manos de Jesús, en el grupo de Jesús, en la escuela de Jesús, todos somos valiosos e
importantes. Más aún, todos somos necesarios. De aquellas mujeres, a quienes la sociedad de su época no
consideraba, Jesús supo sacar enormes riquezas y descubrir un potencial impresionante. El llamado de
Jesús y la respuesta de cada uno, nos vuelve extraordinariamente importantes. Y él sigue hoy llamándonos
a hacer cosas grandiosas. A todos. Basta con escucharlo y responderle a lo que él nos pide personalmente,
diciéndole: ¿qué quieres que haga?
Sábado
Lc 8, 4-15
Lo que cayó en tierra buena representa a los que escuchan la Palabra, la conservan en un corazón
bueno y bien dispuestos, y dan fruto por su constancia. El alma, como la tierra buena, necesita también un
vigilante cuidado. Primeramente hay que acoger en ella la semilla de la Palabra de Dios y luego escucharla
y seguirla para que produzca una cosecha de vida eterna.
Todos somos tierra buena, porque somos imagen de Dios, por esto todos somos también capaces de
amarlo y dar fruto. La apertura al Creador, la relación con El está grabada en lo más íntimo de nuestro ser.
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No podemos dejar que se pierda la Semilla sembrada en nuestro corazón, no dejemos que nuestra fe,
nuestro sentimiento religioso y cristiano se pierda.
No podemos conformarnos con haber recibido el bautismo y la primera comunión y frecuentar, de
tarde en tarde, o de domingo en domingo la santa Misa. No olvidemos que al campo, para dar su fruto, no
le basta un trabajo descuidado; hay que remover la tierra con vigor, hay que abonarla y cuidarla para que dé
una cosecha abundante. De igual modo, cultivemos también nosotros la tierra buena de nuestra alma:
leamos y meditemos asiduamente la Sagrada Escritura, recurramos filialmente a María Santísima,
comprometámonos activamente en la vida de la Iglesia, secundemos las directrices de nuestros Pastores,
dediquemos tiempo y pongamos empeño en formaros cristianamente.
SEMANA VIGÉSIMA QUINTA
Lunes
Lc 8, 16-18
La vela se pone en el candelero, para que los que entren puedan ver. La luz de la que se habla es la de
Dios, Luz de Luz; es Cristo, luz del mundo, somos cada uno de nosotros. Es la luz del Evangelio, que
orienta el camino de los pueblos. Es muy rico el simbolismo de la luz: la lámpara ilumina, calienta y alegra.
"Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero" (Sal 119, 105), afirma en la oración la fe de la
Iglesia. Jesús, Palabra del Padre, es la luz interior que disipa la tiniebla del pecado; es el fuego que aleja
toda frialdad; es la llama que alegra la existencia; y es el resplandor de la verdad que, brillando delante de
nosotros, nos precede en el camino. Quien lo sigue no camina en las tinieblas, sino que tiene la luz de la
vida. Así, el discípulo de Jesús debe ser discípulo de la luz (cf. Jn 8, 12; 3, 20-21).
Cristo ha queriendo haceros partícipes de su misma misión, cuando dice: “Ustedes son la luz del
mundo”. En el misterio de la Encarnación y de la Redención, Cristo se une a todo cristiano y pone la luz de
la Vida y la sal de la Sabiduría en lo más íntimo de su corazón, transmitiendo a quien lo acoge el poder de
llegar a ser hijo de Dios (cf. Jn 1, 12) y el deber de testimoniar esta presencia íntima y esta luz escondida.
Por tanto, la misión de la Iglesia, de cada uno de nosotros, donde estamos viviendo, es iluminar con
la luz del Evangelio. Debemos sentir el ansia y la pasión por iluminar a todos, con la luz de Cristo, que
brilla en el rostro de la Iglesia. Cuando una casa permanece a oscuras, significa que la lámpara se ha
apagado. Por eso, que “brille nuestra luz delante de los hombres, para que vean nuestras buenas obras y
glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16).
Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, para que vivamos el Evangelio. Ayúdanos a no
esconder la luz del Evangelio debajo del cajón de nuestra poca fe. Ayúdanos a ser, en virtud del Evangelio,
luz para nuestros hermanos, a fin de que puedan ver el bien y glorifiquen al Padre que está en los cielos (cf.
Mt 5, 14 ss).
Martes
Lucas 8, 19-21
“Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. ante la
exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los
pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: «Dichosos los que escuchan la
Palabra de Dios y la cumplen» (11,28). Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así
también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta
en práctica.
Por tanto, María fue la primera que vivió en modo incomparable el encuentro con la Palabra de Dios,
que es el mismo Jesús. Por este motivo, ella es un modelo providencial de toda escucha y anuncio.
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María, educada en la familiaridad con la Palabra de Dios en la experiencia intensa de las Escrituras
del pueblo al cual ella pertenecía, María de Nazaret, desde el evento de la Anunciación hasta la Cruz, y aún
hasta Pentecostés, recibe la Palabra en la fe, la medita, la interioriza y la vive intensamente (cf. Lc 1, 38; 2,
19.51; Hch 17, 11). Por lo tanto, a ella se aplica cuanto ha dicho Jesús en su presencia: “Mi madre y mis
hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). “Al estar íntimamente
penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada”.
La Palabra de Dios hoy, pues, nos llama a leer con fe la Escritura, para tener un encuentro vivo con la
persona de Jesucristo que viene a iluminar y a transformar nuestra vida. Leer, escuchar, reflexionar lo
podemos hacer tanto en familia, como en nuestras pequeñas comunidades o movimientos, para hacerse
cada vez más una familia que pertenece a Cristo: “mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la
palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21).
Miércoles
Lc 9, 1-6
Los envió a predicar el Reino de Dios y a curar a los enfermos. Jesús es el enviado del Padre. Desde
el comienzo de su ministerio, “llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que
estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14). En esta perspectiva hay que entender el
mandato que Jesús confió a los Apóstoles y, por tanto, a la Iglesia, de ‘ir’, ‘bautizar’, ‘enseñar’, “predicar el
Evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15), “a todas las naciones” (Mt 28, 19; Lc 24, 47), “hasta el fin del
mundo” (Mt 28, 20).
La Iglesia ha recibido también esa misión de anunciar el evangelio y de curar. Esa es la misión que
se ha venido realizando en todos estos siglos por personas a las que Jesús ha llamado y ellas han
respondido y luego Él las ha enviado para realizar esta misión. La misión de proclamar el evangelio debe ir
siempre acompañada de la curación, de llevar el alivio, la salud a aquellos que lo necesitan. Cuando nos
ponemos a pensar en toda la obra que la Iglesia ha realizado nos damos cuenta de que ha venido haciendo
esta tarea, el anuncio del evangelio ha ido acompañado de muchas obras de salud, de curación, de llevar el
bien a aquellos que lo necesitan de practicar la caridad.
Además, Jesús no solamente envió a sus discípulos a curar a los enfermos (cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9),
sino que instituyó también para ellos un sacramento específico: la Unción de los enfermos. La Carta de
Santiago atestigua ya la existencia de este gesto sacramental en la primera comunidad cristiana (cf. St 5,1416). Si la Eucaristía muestra cómo los sufrimientos y la muerte de Cristo se han transformado en amor, la
Unción de los enfermos, por su parte, asocia al que sufre al ofrecimiento que Cristo ha hecho de sí para la
salvación de todos, de tal manera que él también pueda, en el misterio de la comunión de los santos,
participar en la redención del mundo (Cfr. SD 22).
Podemos llevar el anuncio del evangelio, especialmente con nuestra palabra, con nuestra voz, con
nuestra vida, con nuestro testimonio. Con la manera de hacer vida el evangelio podemos predicar el
mensaje de salvación, pero luego también debemos unir a esta predicación la curación es decir, nosotros
como enviados de Dios, debemos preocuparnos por el bien de los demás.
Jesús, que nos llama y no envía a predicar el Evangelio y sanar a los enfermos, nos ayude a todos a ir
comprendiendo nuestra misión fundamental para no quedarnos en otras cosas que no son tan importantes
como es predicar y curar, es lo fundamental. Para eso nos llama Jesús a formar parte de esta Iglesia.
Jueves
Lc 9, 7-9
A Juan yo lo mandé decapitar. ¿Quién es entonces este de quien oigo semejantes cosas? Herodes,
ante la originalidad y el poder del nuevo profeta, Cristo Jesús, haya sentido remordimiento por el crimen
que cometió ordenando decapitar a Juan, por eso cuando conoció la fama de Jesús, le hizo pensar “Éste es
Juan el Bautista; ha resucitado de entre los muertos, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos”,
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porque el pecado lleva consigo el remordimiento que golpea fuerte la conciencia del que comete la falta, no
le hace vivir tranquilo ni conocer la paz. “La mentira destruye el alma, la verdad la fortalece”.
Herodes como representante del poder es soberbio, altivo y exigente, quiere que todos se postren ante
el y cedan a sus caprichos, incluso el Profeta de Israel, aquel que aún no sabía quien era, pero que por eso
mismo había excitado en el una gran curiosidad de verlo actuar, aun quizás poder presenciar algún milagro.
Como cristianos, siempre estaremos expuestos a ciertos Herodes por ser profetas, pero no olvidemos
que la Palabra de Dios, es profética, impulsa el bien, a la justicia y al amor.
Todo cristiano seguidor de Cristo debe asumir como profeta y hablar en nombre de Jesús, transmitir
su mensaje, que por ser de justicia, amor, paz, libertad, se oponen al poder de los Herodes de hoy, de los
poderes de hoy, de las ambiciones, por ello, nos critican, nos juzgan, nos condenan, y dicen muchas cosas
de nosotros, y se preguntaran como Herodes, ¿quién es éste del que oigo decir semejantes cosas?”, por qué
hice esto o aquello, y se convertirán en nuestros jueces injustos, porque juzgan según lo que llevan en su
corazón.
Viernes
Lc 9, 18-22
Tú eres el Mesías de Dios. Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho. Antes de esta profesión
de fe, Jesús hizo una pregunta a los discípulos que iban de camino con él. Y a los cristianos que avanzan
por los caminos de nuestro tiempo les hace también esa pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo?
Como sucedió hace dos mil, también hoy con respecto a Jesús hay diversidad de opiniones. Algunos
le atribuyen el título de profeta. Otros lo consideran una personalidad extraordinaria, un ídolo que atrae a la
gente. Y otros incluso lo creen capaz de iniciar una nueva era.
“Y ustedes, ¿quién decís que soy yo?” (Lc 9, 20). Esta pregunta no admite una respuesta ‘neutral’.
Exige una opción de campo y compromete a todos. También hoy Cristo nos pregunta a nosotros en este
día: ustedes, católicos ¿quién dicen que soy yo?
La pregunta brota del corazón mismo de Jesús. Quien abre su corazón quiere que la persona que tiene
delante no responda sólo con la mente. La pregunta procedente del corazón de Jesús debe tocar nuestro
corazón. ¿Quién soy yo para ustedes? ¿Qué represento yo para ti? ¿Me conoces de verdad?, ¿eres mi
testigo? ¿Me amas? (Cfr. Juan Pablo II, Plaza de los Héroes de Viena, 21 de junio de 1998).
San Pedro hacer una especial profesión de fe en Jesús: “Tú eres el Mesías”. A lo que el Señor añade
que su mesianismo y su misión redentora tienen que ir unidas al sacrificio de la cruz. Pedro y los demás
Apóstoles, a diferencia de la mayor parte de la gente, creen que Jesús no es sólo un gran maestro o un
profeta, sino mucho más. Tienen fe: creen que en él está presente y actúa Dios.
La Virgen María, que creyó en la Palabra del Señor, no perdió su fe en Dios cuando vio a su Hijo
rechazado, ultrajado y crucificado. Antes bien, permaneció junto a Jesús, sufriendo y orando, hasta el final.
Y vio el alba radiante de su Resurrección. Aprendamos de ella a testimoniar nuestra fe con una vida de
humilde servicio, dispuestos a sufrir en carne propia por permanecer fieles al Evangelio de la caridad y de
la verdad, seguros de que nada de cuanto hagamos se pierde.
Sábado
Lc 9, 43-45
El Hijo del hombre va a ser entregado. Tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto. Cristo
predicaba en la provincia de Galilea y sabiendo que los judíos le preparaban ya la cruz, dijo a sus
discípulos: Miren, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos
sacerdotes y a los letrados y lo condenarán a muerte (Mt 20, 18). De esta forma fue a la muerte de cruz no
violentamente sino de buena gana y, una vez que Pilato pronunció la sentencia, no apeló ni se excusó sino
que, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la Calavera”. (Jn 19, 17). Esta es la verdad central de
152
nuestra fe, que confesamos: la misión mesiánica de Jesucristo: El es el Redentor del mundo mediante su
muerte en cruz.
En efecto, Cristo tenía conciencia de que para la salvación del mundo era necesario su sacrificio: “les
conviene que yo me vaya” (Jn 16, 7), “el Hijo del hombre tiene que padecer” (Mt 17, 12), “el Hijo del
hombre tiene que ser entregado en manos de los hombres, que le matarán, y al tercer día resucitará” (Mt 17,
22-23), “...es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en El tenga la
Vida eterna” (Jn 3, 14).
Fue necesaria la palabra de la cruz; fue necesaria la muerte del Inocente, como acto definitivo de su
misión. Fue necesario para "justificar al hombre...", para despertar el corazón y la conciencia, para
constituir el argumento definitivo en ese encuentro entre el bien y el mal, que camina a lo largo de la
historia del hombre y la historia de los pueblos...
Cristo ha dejado este sacrificio suyo a la Iglesia como su mayor don. Lo ha dejado en la Eucaristía. Y
no sólo en la Eucaristía: lo ha dejado en el testimonio de sus discípulos y confesores.
SEMANA VIGÉSIMA SEXTA
Lunes
Lc 9, 46-50
El más pequeño entre todos ustedes, ese es el más grande. En el texto evangélico que hemos
escuchado, vemos que la pregunta, que hacen los discípulos a Jesús, no es para saber quien de ellos va a ser
más santo en el Reino, sino quién de ellos tendrá una mayor dignidad o un puesto de mayor privilegio.
Entonces Jesús tomó a un niño, lo puso delante de ellos y dijo: “Les aseguro que si no se hacen como
niños, no entrarán en el Reino de los cielos”.
Esta es la gran lección que da el Señor sobre la ambición y los honores. Como complemento a esta
enseñanza, les dice luego: El que se haga pequeño como este niño será el más grande en el Reino de los
cielos. Recordemos que los fariseos, se creían con derecho al Reino, pero este privilegio se da como don
gratuito de Dios. Esta es la lección. Y se lo ha de recibir con la actitud de los niños, no tanto por sus
condiciones morales, sino por su inocencia y simplicidad. Entonces Jesús nos enseña que hay que tener,
pues, esta actitud moral para recibir el reino: no como exigencia, sino como don gratuito de Dios.
La respuesta de Jesús es nuevamente desconcertante en aquel tiempo para los discípulos y hoy para
muchos adultos, talvez los apóstoles debieron quedar desilusionados, para Jesús, el hacerse niño no es sólo
condición para alcanzar la mayor grandeza en el Reino, sino incluso, y así se los dice, si ustedes no
cambian y no se hacen como niños no entrarán en el Reino de los cielos.
Jesús, "es el Hombre-Dios de los humildes, socorro de los oprimidos, protector de los débiles,
defensor de los abandonados, salvador de los desesperanzados" (Jdt 9,11), "Levanta del polvo al
indigente, saca al pobre del estiércol" (Sal 113, 7). Por eso, "cuanto más grande seamos, más nos hemos
de hacer pequeños" (Si 3,18).
Que nuestra Señora de la Soledad nos enseñe el camino de hacernos pequeños (cf. Lc 10,21), que
Jesús nos indica de varias maneras: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños no entraréis en
el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ese es el mayor en el Reino de los
Cielos” (Mt 18, 2-4).
Martes
Lc 9, 51-56
Jesús tomó la firme determinación de ir a Jerusalén. Quizás algunos aconsejaban a Jesús que no se
moviera de Galilea y continuara ahí con su misión. Quizás otros le dijeron que le bajara el tono a su
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predicación y cediera un poco ante el sistema imperante, para apaciguar los conflictos. Otros quizá
buscaban el modo de apartarlo de este camino y llevarlo a casa. Pero Jesús ya ha tomado una decisión y no
está dispuesto a dar marcha atrás: "Tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén". El
camino es difícil, la incomprensión y el rechazo no se dejan esperar: "Los samaritanos no quisieron
recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén". Esto no desalienta a Jesús ni mucho menos es motivo de
resentimiento y venganza. ¡Nada de hacer bajar fuego del cielo para acabar con aquellos Jesús no quita el
dedo del renglón y continúa su viaje a Jerusalén.
Jesús es el hombre más libre que ha pasado por la tierra. Su determinación de ir Jerusalén a morir en
la cruz indica realmente su firme voluntad de realizar a cabalidad su misión, su inquebrantable decisión de
salvar a la humanidad, de dar su vida en rescate por todos, y así mostrar su amor pleno al Padre y a
nosotros. Nadie más libre que Él: darse sin reservas hasta la muerte y una muerte de cruz.
Por otra parte, en esta misma escena del evangelio de hoy, encontramos dos decisiones inmaduras: la
de los samaritanos, de no darle alojamiento por ir a Jerusalén, decisión que no procede de una libertad
madura sino de un resentimiento racial y religioso; y la de los zebedeos, que claman venganza ante Jesús
contra los samaritanos.
Que por la intercesión de nuestra madre aprendamos de Ella a ser realmente libres, con la libertad de
los hijos de Dios, a ejemplo de Jesús.
Miércoles
Lc 9, 57-62
Te seguiré a donde quiera que vayas. Sólo Jesús puede llamar de esa manera, sólo él puede vincular
de modo radical a su persona y a su camino. Porque sólo Jesús, él mismo, es la verdad, la vida y el camino.
El que llama es Jesús, el que responde, un hombre. Tú eres ese hombre, todos somos ese hombre.
El cristiano es el que sigue a Jesucristo. Fruto de una llamada (una vocación) que no es exclusiva de
sacerdotes o religiosos o religiosas, sino propia de todos los cristianos. El texto de hoy habla de la vocación
cristiana porque todos los cristianos somos invitados a seguir a Jesucristo.
En los evangelios, los creyentes en Cristo, los discípulos, no son los que le escuchan sino los que le
siguen, los que en la vida diaria buscan reflejarlo en el silencio de sus buenas obras, con la misericordia:
“Misericordia quiero y no sacrificio”. Seguir a Jesús es caminar en la misericordia, como nos dice
Santiago: “la religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su
tribulación” (St 1: 27). Nada más ajeno al evangelio que una religión que nos aparte de los hombres y de la
voluntad de Dios. Cuando los sacrificios se oponen a la misericordia, cuando la religión es un pretexto para
desentenderse de las necesidades humanas, cuando separamos el amor de Dios del amor fraterno, los
sacrificios, la religión y el amor a Dios no tienen sentido alguno para los que siguen a Jesús.
Esto es seguir a Jesús: creer y obrar. Esto es decirle, te seguiré a donde quiera que vayas, mejor, en
donde quiera que esté. Hoy Jesús nos invita a que nos decidamos a seguirle. Es siguiendo a Jesús como se
le conoce. Seguirle quiere decir esforzarse por vivir su Evangelio en todo y siempre.
Jueves
Lc 10. 1-12
Su deseo de paz se cumplirá. Las enseñanzas del Señor constituyen la buena nueva de la paz. Y este
es también el tesoro que nos ha dejado en herencia a sus discípulos de todos los tiempos; “la paz les dejo,
mi paz les doy, no se la doy como la da el mundo”.
El Concilio Vaticano II enseña: “La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y
efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la
paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz (...), ha dado muerte al odio en su
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propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los
hombres”.
La paz del Señor trasciende por completo la paz del mundo, que puede ser superficial y aparente,
quizá resultado del egoísmo y compatible con la injusticia.
Cristo es nuestra paz y nuestra alegría; el pecado, por el contrario, siembra soledad, inquietud y
tristeza en el alma. La paz del cristiano, tan necesaria para el apostolado y para la convivencia, es orden
interior, conocimiento de las propias miserias y virtudes, respeto a los demás y una plena confianza en el
Señor, que nunca nos deja. Es consecuencia de la humildad, de la filiación divina y de la lucha contra las
propias pasiones, siempre dispuestas al desorden.
Cristo resucitado es el Príncipe de la paz, más aún, él es nuestra paz. A él le decimos sin cesar:
Concédenos la paz en nuestros días. A él le pedimos que dirija nuestros pasos por el camino de la paz (Lc
1,79). Que la valiosa intercesión de nuestra madre, Nuestra Señora de la Soledad, nos acompañe siempre,
para que, juntos, podamos superar las situaciones que nos golpean fuertemente y logremos ir generando,
aunque sea poco a poco, una cultura de respeto, de solidaridad y de paz duradera.
Viernes
Lucas 10, 13-16
Quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado. El evangelista cita la lamentación de Jesús
sobre dos ciudades judías, Corozaín y Betsaida, limítrofes del lago de Galilea, cuyo comportamiento había
sido peor de lo que sería de imaginar de ciudades paganas como Tiro y Sidón. Corozaín y Betsaida
contemplaron la fuerza liberadora de Jesús, pero no se convirtieron.
El misionero no debe desalentarse en su tarea de anunciar el evangelio, pues tanto en la acogida que
recibe como en el rechazo que padece se hace patente la identificación solidaria entre él, Jesús y el Padre
Dios. Quien lo acoge o rechaza, rechaza a Jesús o a Dios. Aunque la experiencia del rechazo es siempre
dolorosa, en esta situación los discípulos encontrarán consuelo tomando conciencia de su identificación y
comunión con Jesús y con el Padre. No están solos en la misión. Jesús y Dios están con ellos para que el
desaliento no los descorazone y el evangelio pueda seguir siendo anunciado y liberando a la gente.
Estas ciudades nos pueden representar a nosotros si no creemos en los milagros que Cristo va
cumpliendo cada día de nuestra vida. Cada uno en su vida personal sabe cuántos son los milagros que Dios
ha hecho en nuestra propia vida, pero los más comunes son la Eucaristía, la conversión de nuestros
corazones, las casualidades que no tienen otro fundamento que el querer de Dios, nuestra propia vida
cuando hemos estado en riesgo de morir...
Lo que nos pide Cristo en este evangelio es que reflexionemos sobre todos esos milagros, esas
gracias que Dios nos va dando, para que se las agradezcamos como verdaderos hijos, que aman a su Padre.
Seamos agradecidos y pidamos la gracia de ver todo lo que Dios nos ha dado. Todo es una llamada a la
conversión, que consiste en que el amor supere progresivamente al egoísmo en nuestra vida, lo cual es un
trabajo siempre inacabado. San Máximo nos dirá: “No hay nada tan agradable y amado por Dios como el
hecho de que los hombres se conviertan a Él con sincero arrepentimiento”.
Sábado
Lucas 10, 17-24
Estén alegres porque sus nombres están inscritos en el cielo. Dice el evangelio que los setenta y dos
volvieron contentos y dijeron: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Sí. Más de una
vez nos ha invadido este tipo de alegría. Pero escuchemos nuevamente a Jesús: “No estén alegres porque se
les sometan los espíritus; estén alegres porque sus nombres están inscritos en el cielo”.
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No debemos olvidamos nunca de que somos “instrumento” en las manos de Dios, Él es la causa
eficaz y única de todo. Es Él, el que, a través de nosotros alegra algunos caminos e irradia su luz. Es Él,
siempre, “el que da el crecimiento”
Evangelizar no es la tarea exclusiva de los pastores del pueblo de Dios, ni monopolio de los
misioneros de vanguardia. Toda la comunidad eclesial es misionera siempre y en todo lugar. Evangelizar es
su misión y su dicha. Por eso, toda la comunidad ha de estar en función de la evangelización de los que no
conocen a Dios o están alejados de Él. Todos los cristianos podemos y debemos ser evangelizadores, pues
por los sacramentos de la vida cristiana participamos de la misión profética de Cristo.
Nuestra misión, hoy como ayer, es ser mensajeros de la paz y la alegría que para el hombre y el
mundo actuales supone la buena nueva de Cristo. Hoy, cada uno en su corazón, digámosle al Señor que
estamos dispuestos a asumir nuestra misión de renovar el mundo y facilitar que su Reino se haga presente.
A ser propagadores de la paz del Señor.
Que María nuestra madre de la Soledad, nos ayude a entregarnos generosamente a Cristo y unirnos a
su misión.
SEMANA VIGÉSIMA SÉPTIMA
Lunes
Lc 10, 25-37
¿Quién es mi prójimo? Jesús responde a una pregunta de un doctor de la Ley, quien acaba de
confesar lo que él acostumbra a leer en la Ley: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo”.
Preguntarse “¿quién es mi prójimo?” implica poner límites y condiciones. Por esto Jesús respondió
dándole la vuelta: la pregunta legítima no es “¿quién es mi prójimo?”, sino “¿de quién debo hacerme
prójimo?”. Y la respuesta es: “cualquiera que sufra necesidad, aunque me sea desconocido, se convierte
para mí en prójimo, al que debo ayudar”. La parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) invita a cada
uno a superar los confines de la justicia con la perspectiva del amor gratuito y sin límites.
El samaritano, en efecto, se hace cargo de la situación de un desconocido a quien los salteadores
habían dejado medio muerto en el camino, mientras que un sacerdote y un levita pasaron de largo, tal vez
pensando que al contacto con la sangre, de acuerdo con un precepto, se contaminarían. La parábola, por lo
tanto, debe inducirnos a transformar nuestra mentalidad según la lógica de Cristo, que es la lógica de la
caridad: Dios es amor, y darle culto significa servir a los hermanos con amor sincero y generoso.
Para el creyente, la caridad es don de Dios, carisma que, como la fe y la esperanza, ha sido
derramado en nosotros por el Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5): en cuanto don de Dios, no es una ilusión, sino
realidad concreta; es buena nueva, Evangelio.
El programa del cristiano, aprendido de la enseñanza de Jesús, es un «corazón que ve» dónde se
necesita amor y actúa en consecuencia (cf. ib, 31).
Martes
Lc 10, 38-42
Marta lo recibió en su casa. María ha escogido la parte mejor. El Evangelio de hoy nos presenta el
célebre episodio de la visita de Jesús a casa de Marta y María (10, 38-42), que nos dice que demos el
primer lugar a lo que efectivamente es más importante en la vida, o sea, la escucha de la Palabra del Señor.
Marta y María son dos hermanas; tienen también un hermano, Lázaro, quien en este caso no aparece.
Jesús pasa por su pueblo y, dice el texto, Marta le recibió (cf. 10, 38). Después de que Jesús entró, María se
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sentó a sus pies a escucharle, mientras Marta está completamente ocupada en muchos servicios, debidos
ciertamente al Huésped excepcional. Nos parece ver la escena: una hermana se mueve atareada y la otra
como arrebatada por la presencia del Maestro y sus palabras.
Poco después, Marta, evidentemente molesta, ya no aguanta y protesta, sintiéndose incluso con el
derecho de criticar a Jesús: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues,
que me ayude”. Marta quería incluso dar lecciones al Maestro. En cambio Jesús, con gran calma, responde:
“Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola.
María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10, 41-42).
La palabra de Cristo es clarísima: ningún desprecio por la vida activa, ni mucho menos por la
generosa hospitalidad; sino una llamada clara al hecho de que lo único verdaderamente necesario es otra
cosa: escuchar la Palabra del Señor; y el Señor en aquel momento está allí, ¡presente en la Persona de
Jesús! Todo lo demás pasará y se nos quitará, pero la Palabra de Dios es eterna y da sentido a nuestra
actividad cotidiana.
Sin Jesús, sin su Palabra, toda nuestra acción se reduce a activismo estéril y desordenado. Por eso
aprendamos, hermanos, a ayudarnos los unos a los otros, a colaborar, pero antes aún a elegir juntos la parte
mejor, que es y será siempre nuestro mayor bien, el encuentro con Jesús.
Miércoles
Lc 11, 1-4
Señor, enséñanos a orar. San Lucas, que “un día, estando Jesús orando en cierto lugar, acabada la
oración, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1). Habían visto a Jesús recogido en
oración y sintieron el profundo deseo de imitarlo. El ejemplo del Maestro despertó en los discípulos la
necesidad de hablar con el Padre.
El Señor Jesús nos ha enseñado a orar ante todo orando Él mismo: cuando le pidieron los Apóstoles:
Señor, “enséñanos a orar” (Lc 11, 1), les dio el contenido más sencillo y más profundo de su oración: el
‘Padrenuestro’.
Jesús fue un gran orante y, con el Padre Nuestro nos enseñó sobre todo que Dios es un Padre que nos
ama, que escucha nuestras plegarias y que quiere lo mejor para nosotros. Si interiorizamos esto, nuestra
oración se hace viva y vigorosa.
En el Evangelio de este día, Jesús afirma: “Cuando oren, digan: Padre, sea santificado tu nombre”
(Lc 11, 2). De esta forma, él nos enseña la oración, que es expresión de nuestra adoración y de nuestra
gratitud, así como de la piedad y de nuestras súplicas dirigidas al Creador de todo bien. En ella se
manifiesta nuestra fe y nuestra confianza en la Divina Providencia.
Todos nosotros, cuando oramos, somos discípulos de Cristo, no porque repitamos las palabras que Él
nos enseñó una vez -palabras sublimes, contenido completo de la oración-, somos discípulos de Cristo
incluso cuando no utilizamos esas palabras. Somos sus discípulos sólo porque oramos: “Escucha al
Maestro que ora; aprende a orar. Efectivamente, para esto oró Él, para enseñar a orar”, afirma San Agustín
(Enarrationes in Sal 56, 5).
Al enseñar a sus discípulos a orar, Jesús nos revela quién es su Padre y nuestro Padre, y abre nuestro
corazón a nuestros hermanos y hermanas. Dejémonos alcanzar por el soplo del Espíritu Santo, quien hace
de nosotros verdaderos orantes.
Jueves
Lc 11, 5-13
Pidan y se les dará. En el Evangelio Jesús es claro: “pidan y se les dará, busquen y encontrarán,
llamen y se les abrirá” y, para que entendamos bien, nos pone el ejemplo de ese hombre pegado al timbre
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del vecino a medianoche para que le dé tres panes, sin importarle pasar por maleducado: sólo le interesaba
conseguir la comida para su huésped.
A esta constancia e insistencia en la oración el Señor promete la certeza del éxito: “Porque el que
pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”; y nos explica el por qué del éxito: Dios
es Padre. “¿Hay entre Ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado? ¿Y si
le pide un huevo, le dará un escorpión? Si Ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos,
¿cuánto más el Padre del Cielo dará al Espíritu Santo a aquéllos que se lo pidan?”
La promesa del Señor a la confianza y constancia en nuestra oración va mucho más allá de lo que
imaginamos: además de lo que pedimos nos dará al Espíritu Santo. Cuando Jesús nos exhorta a orar con
insistencia nos lanza al seno mismo de la Trinidad y, a través de su santa humanidad, nos conduce al Padre
y promete el Espíritu Santo.
Jesús nos asegura que nuestra oración nunca deja de ser escuchada por Dios. Esto nos hace pensar
que, aunque a veces no se nos conceda exactamente lo que pedimos tal como nosotros lo pedimos, nuestra
oración debe tener otra clase de eficacia. Como decía san Agustín, “si tu oración no es escuchada, es
porque no pides como debes o porque pides lo que no debes”. Un padre no concede siempre a su hijo todo
lo que pide, porque, a veces, ve que no le conviene. Pero sí le escucha siempre y le da ‘cosas buenas’.
Viernes
Lc 11, 15-26
Si yo expulso a los demonios con el poder de Dios, eso significa que el Reino de Dios ha llegado a
ustedes. Jesús anuncia muchas veces que el reino de Dios ha venido al mundo. Y, en el conflicto con los
adversarios que no dudan en atribuir un poder demoníaco a las obras de Jesús, Él los confunde con una
argumentación que concluye afirmando lo siguiente: “Pero si expulso a los demonios por el dedo de Dios,
sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20). En Él y por Él, pues, el espacio espiritual
del dominio divino toma su consistencia: el reino de Dios entra en la historia de Israel y de toda la
humanidad, y Él es capaz de revelarlo y de mostrar que tiene el poder de decidir sobre sus actos. Lo
muestra liberando de los demonios: todo el espacio psicológico y espiritual queda así reconquistado para
Dios.
El reino de Dios significa, realmente, la victoria sobre el poder del mal que hay en el mundo y sobre
aquel que es su principal agente escondido. Se trata del espíritu de las tinieblas, dueño de este mundo; se
trata de todo pecado que nace en el hombre por efecto de su mala voluntad y bajo el influjo de aquella
arcana y maléfica presencia. Jesús, que ha venido para perdonar los pecados, incluso cuando cura de las
enfermedades, advierte que la liberación del mal físico es señal de la liberación del mal más grave que
arruina el alma del hombre.
Los diversos signos del poder salvífico de Dios ofrecidos por Jesús con sus milagros, conectados con
su Palabra, abren el camino para la comprensión de la verdad del reino de Dios en medio de los hombres.
El reino que Jesús, como Hijo de Dios encarnado, ha inaugurado en la historia del hombre, siendo de Dios,
se establece y crece en el espíritu del hombre con la fuerza de la verdad y de la gracia, que proceden de
Dios.
La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu
de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los
exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran
victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente
establecido el Reino de Dios: “Dios reinó desde el madero de la Cruz” (himno "Vexilla Regis"; Cfr. CIgC
550)
Sábado
Lc 11, 27-28
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Dichosa la mujer que te llevó en su seno. Dichosos todavía más los que escuchan la Palabra de Dios.
Así respondió Jesús a una mujer que, maravillada por sus milagros y por sus enseñanzas, impartidas con
autoridad (cfr. Lc 4, 32), quería elogiar a su madre, la cual debía de estar orgullosa de su hijo. El Señor, en
cambio, declaró bienaventurados a aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la guardan. Escuchar la
Palabra de Dios significa comprender lo que se proclama, meditar sobre ese anuncio para que se vuelva
parte de la vida concreta. En otra ocasión, para evitar cualquier equivocación, nuestro Señor Jesucristo
precisó: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21).
Esta misma respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos Santos
Padres y como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II, suena también para nosotros como una
exhortación a vivir según los mandamientos de Dios y es como un eco de otras llamadas del divino
Maestro: “No todo el que me dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la
voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21) y "Ustedes son amigos míos, si hacen cuanto les
mando” (Jn 15, 14).
Para convertirse en miembros de la familia de Jesucristo, de su Iglesia, es necesario por lo tanto
escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Ahora la Palabra de Dios es Jesús mismo, el Verbo
eterno hecho carne (cfr. Jn 1, 14), aquél que tiene palabras de vida eterna (cfr. Jn 6, 68).
La Palabra de Dios, conforta, alienta, nos entusiasma, nos calma nuestros arrebatos, alivia nuestros
pesares, nos da fuerza y valor, vence nuestros miedos, aclara nuestros temores, nos alumbra en la
oscuridad, vence los engaños, derrota las falsedades.
La palabra de Dios, es la palabra de amor, que nos hará feliz escucharla y del mismo modo
practicarla. Jesús nos dice mucha claridad que si la oímos, la guardamos, si la conocemos y la vivimos, es
palabra nos traerá paz y salvación, porque la Palabra salva a los que esperan en ella.
SEMANA VIGÉSIMA OCTAVA
Lunes
Lc 11, 29-32
A la gente de este tiempo no se le dará otra señal que la del profeta Jonás. La señal a la que Jesús
alude como signo de que Él es le Mesías, el Salvador, es que así como Jonás estuvo en el vientre de la
ballena tres días y tres noches, así estaría el Hijo del hombre en el corazón de la tierra (sepulcro) tres días y
tres noches.
Por tanto, la señal de Jonás es el Cristo crucificado - son los testimonios que completan “lo que falta
a los sufrimientos de Cristo” (Col 1, 24). En todos los períodos de la historia siempre se ha verificado la
palabra de Tertuliano: Es una semilla la sangre de los mártires; en otras palabras, el reino de Dios exige
violencia (Mt 11, 12; Lc 16, 16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, es la cruz. No podemos dar
vida a otros, sin dar nuestra vida. Y pensamos también en las palabras del Salvador: “... el que sacrifique su
vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35).
Al decir Jesús que no les dará otra señal que la del profeta Jonás, está profetizando su resurrección.
Jesús fue absorbido por la oscuridad de la muerte, pero para ser devuelto a la plenitud de la luz y la vida:
como la ballena retuvo en su vientre a Jonás, para devolverlo después de tres días, así también la tierra
abrirá sus fauces para liberar el cuerpo luminoso del Viviente, Cristo Jesús resucitado.
El signo que el Señor nos sigue dando no es otro que el “signo de Jonás” (ver Mt 12,38-40): Que
Jesús murió y resucito para nuestra salvación. En efecto, su Resurrección será el signo definitivo y
fundamental que propone a todos para autentificar su obra, su misión y su Persona. Por su muerte y
posterior Resurrección han de saber todos que Él verdaderamente es el Mesías, el Hijo de Dios, Él es para
nosotros “fuerza de Dios y sabiduría de Dios”.
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Martes
Lc 11, 37-41
Den limosna, y todo lo de ustedes quedará limpio. La práctica de la limosna es una comprobación de
auténtica religiosidad. Jesús hace de la limosna una condición del acercamiento a su reino (cf. Lc 12,32-33)
y de la verdadera perfección (cf. Mc 10,21 y par.). La «limosna» entendida según el Evangelio, según la
enseñanza de Cristo, tiene un significado definitivo, decisivo en nuestra conversión a Dios. Si falta la
limosna, nuestra vida no converge aun plenamente hacia Dios.
La limosna evangélica es una expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la
conversión interior al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, que muriendo en la cruz
se entregó a sí mismo por nosotros. Sirve de bien poco dar los propios bienes a los demás si el corazón se
hincha de vanagloria por ello. Por este motivo, quien sabe que “Dios ve en el secreto” y en el secreto
recompensará no busca un reconocimiento humano por las obras de misericordia que realiza.
San Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. “La caridad –
escribe– cubre multitud de pecados” (1Pe 4,8). El hecho de compartir con los pobres lo que poseemos nos
dispone a recibir ese don. La limosna, acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en
un instrumento de auténtica conversión y reconciliación con él y con los hermanos.
San León Magno: “Junto al razonable y santo ayuno, nada más provechoso que la limosna,
denominación que incluye una extensa gama de obras de misericordia, de modo que todos los fieles son
capaces de practicarla, por diversas que sean sus posibilidades”. San Agustín escribe muy bien a este
propósito: “Si extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en el corazón, no has hecho nada; en
cambio, si tienes misericordia en el corazón, aun cuando no tuvieses nada que dar con tu mano, Dios acepta
tu limosna” (Enarrat. in Ps. CXXV 5).
Miércoles
Lc 11, 42-46
¡Ay de ustedes, fariseos! ¡Ay de ustedes también, doctores de la ley! En el texto evangélico
escuchado hemos oído que Jesús choca con los fariseos y doctores de la Ley, porque no se contentaba con
interpretar la Ley de Moisés entre los suyos, sino que “enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus
escribas” (Mt 7, 28-29). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas “tradiciones humanas” (Mc 7,
8) de fariseos y doctores de la Ley, que “anulan la Palabra de Dios” (Mc 7, 13).
Los fariseos y doctores de la ley hacían consistir la religión -es decir, la relación con Dios- en el
cumplimiento de unas tradiciones rituales; en cambio Jesús no define esta relación por lo externo, sino por
lo que procede del interior del ser humano, de su mente y su corazón:
 A los fariseos les dice que se olvidan de la justicia y del amor de Dios: Cristo no les critica
por cumplir la ley, ya que él es el primero en cumplirla, sino por perder de vista que las leyes,
divinas o humanas, tienen sentido desde la perspectiva del amor y para ayudarnos a ser
mejores.
 y a los doctores de la ley, cuando éstos le dicen que se mida, porque al hablar así los está
ofendiendo. El Señor afirmó que los doctores de la Ley ponían pesadas cargas sobre otros, sin
tocarlas ellos ni con un dedo (Lc 11:46). Denunció que en sus enseñanzas quitaban la llave
del conocimiento, no entrando, ni dejando entrar a otros (Lc 11: 52). Esta es una solemne
descripción aplicable a todos aquellos que en el presente oscurecen la gracia de Dios
torciendo Su palabra (Mt 22:35).
“Cuando salió de allí, los escribas y fariseos comenzaron a atacarle con vehemencia y a acosarle con
preguntas sobre muchas cosas, acechándole para cazarle en alguna palabra” (Lc). Este es el fruto de la
soberbia que no acepta la corrección ni la verdad. A partir de ese momento la oposición a Jesús, por parte
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de muchos fariseos y escribas, va ser frontal, cada vez más fuerte y contraria. La razón última es que no
quieren convertirse.
La Palabra de Dios de hoy nos enseña que la verdadera relación con Dios va unida inseparablemente
a la relación constructiva con nuestros prójimos, con todos los seres humanos. Por lo tanto, cuando nos
reunimos para celebrar la eucaristía, somos invitados por Él a asumir y llevar a la práctica el compromiso
de realizar en nuestra vida cotidiana lo que celebramos en la Eucaristía, para no quedarnos en un mero
ritualismo.
Jueves
Lc 11, 47-54
Les pedirán cuentas de la sangre de los profetas, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías. A lo
largo de los tiempos los profetas tuvieron que defender la Ley y la Alianza contra los que ponían las
normas y leyes humanas por encima de la voluntad de Dios, y por tanto imponían una nueva esclavitud al
pueblo (cf. Mc 6, 17-18).
Por haber denunciado las faltas en el cumplimiento de la Alianza, algunos profetas, desde Abel,
Zacarías hasta Juan Bautista, pagaron con su sangre. Pero, en virtud de la promesa divina permanecieron
firmes “como una plaza fuerte, un pilar de hierro y una muralla de bronce” (Jr 1, 18), proclamando la Ley
de la vida y de la salvación, el amor que no falla nunca.
Los Profetas señalan con el dedo acusador a quienes desprecian la vida y violan los derechos de las
personas: “Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles” (Am 2, 7); “Han llenado este lugar de
sangre de inocentes” (Jr 19, 4).
No sólo la sangre desde Abel hasta Zacarías clama a Dios, fuente y defensor de la vida. También la
sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma
absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura profética,
como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: “Ustedes, en cambio, se han acercado al monte Sión,
a la ciudad del Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre
que habla mejor que la de Abel” (12, 22.24).
Viernes
Lc 12, 1-7
Todos los cabellos de su cabeza están contados. Con estas palabras del texto evangélico, que hemos
escuchado, el Señor Jesús no sólo confirma la enseñanza sobre la Providencia Divina contenida en el
Antiguo Testamento, sino que lleva más a fondo el tema por lo que se refiere al hombre, a cada uno de los
hombres, tratado por Dios con la delicadeza exquisita de un padre.
Jesús es el testigo fiel, que atestigua todo lo que se ha dicho sobre el tema de la Providencia, da
testimonio perfecto del misterio de su Padre: misterio de Providencia y solicitud paterna, que abraza a cada
una de las criaturas, incluso la más insignificante, como la hierba del campo o los pájaros. Por tanto,
¡cuánto más al hombre!
Esto es lo que Cristo quiere poner de relieve sobre todo. Si la Providencia Divina se muestra tan
generosa con relación a las criaturas tan inferiores al hombre, cuánto más tendrá cuidado de él. En esta
página evangélica sobre la Providencia se encuentra la verdad sobre la jerarquía de los valores que está
presente desde el principio del libro del Génesis, en la descripción de la creación: el hombre tiene el
primado sobre las cosas. Lo tiene en su naturaleza y en su espíritu, lo tiene en las atenciones y cuidados de
la Providencia, lo tiene en el corazón de Dios.
Jesús proclama con insistencia que el hombre, tan privilegiado por su Creador, tiene el deber de
cooperar con el don recibido de la Providencia. No puede, pues, contentarse sólo con los valores del
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sentido, de la materia y de la utilidad. Debe buscar sobre todo “el reino de Dios y su justicia”, porque “todo
lo demás (es decir, los bienes terrenos) se le darán por añadidura” (cf. Mt 6, 33).
Las palabras de Cristo llaman nuestra atención hacia esta particular dimensión de la Providencia, en
el centro de la cual se halla el hombre, ser racional y libre, al que Dios ama por encima de todo.
Oremos al Señor para que nos haga comprender cuán preciosa es a sus ojos toda nuestra vida,
refuerce nuestra fe en la vida eterna y nos haga hombres de la esperanza, que trabajan para construir un
mundo abierto a Dios, hombres llenos de alegría que saben vislumbrar la belleza del mundo futuro en
medio de los afanes de la vida cotidiana y con esta certeza viven, creen y esperan.
Sábado
Lc 12, 8-12
El Espíritu santo les enseñará en aquel momento lo que convenga decir. El Espíritu les enseñará toda
la verdad, dijo Jesús a sus apóstoles, tomándola de la riqueza de la palabra de Cristo, para que ellos, a su
vez, la comuniquen a los hombres en Jerusalén y en el resto del mundo.
El acontecimiento de gracia de Pentecostés ha seguido produciendo sus maravillosos frutos,
suscitando por doquier celo apostólico, deseo de contemplación, y compromiso de amar y servir con
absoluta entrega a Dios y a los hermanos. También hoy el Espíritu impulsa en la Iglesia pequeños y
grandes gestos de perdón y profecía, y da vida a carismas y dones siempre nuevos, que atestiguan su
incesante acción en el corazón de los hombres.
El Espíritu santo les enseñará en aquel momento lo que convenga decir. En el encuentro entre el
Espíritu Santo y el espíritu del hombre se halla el corazón mismo de la experiencia que vivieron los
Apóstoles en Pentecostés. Esa experiencia extraordinaria está presente en la Iglesia, nacida de ese
acontecimiento, y la acompaña a lo largo de los siglos.
“El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les lo enseñará todo y les
recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26). La presencia del Espíritu en la Iglesia está destinada al
perdón de los pecados, al recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida, en la actuación cada vez más
profunda de la unidad en el amor.
En efecto, el Espíritu hace presente en la comunidad eclesial la revelación de Cristo a los hombres,
desarrollando su eficacia en cada creyente: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi
nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26).
SEMANA VIGÉSIMA NOVENA
Lunes
Lucas 12, 13-21
“¿Para quién serán todos tus bienes?”. El hombre vive contemporáneamente en el mundo de los
valores materiales y en el de los valores espirituales. En esta relación la primacía corresponde a los valores
espirituales, en consideración de la naturaleza misma de estos valores, así como por motivos relacionados
con el bien del hombre. La primacía de los valores del espíritu define el significado propio y el modo de
servirse de los bienes terrenos y materiales.
Un hombre que centra su seguridad en sus posesiones y que no tiene en cuenta la caducidad de esta
vida sólo puede ser calificado de necio, poco inteligente. La expresión usada por el Señor busca despertar y
hacer salir de la ilusión a quien cree que lo más importante es atesorar para sí, poner en los bienes
materiales y riquezas su gozo y confianza, cuando éstos son incapaces de asegurarle la Vida eterna.
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Es sabio quien pone su confianza en Dios y encuentra su seguridad en Él, consciente de que la muerte
le puede sobrevenir en cualquier momento. Para lo que hay que estar preparados es para el encuentro final
con Dios, que puede llegar ese mismo día. Entonces cada uno se encontrará cara a cara ante Dios, y la
riqueza entonces no se medirá por los bienes temporales que uno haya acumulado en el terreno peregrinar,
sino por el amor y la caridad vivida en el compartir.
San Ambrosio enseña que “En vano amontona riquezas el que no sabe si habrá de usar de ellas; ni
tampoco son nuestras aquellas cosas que no podemos llevar con nosotros. Sólo la virtud es la que
acompaña a los difuntos. Únicamente nos sigue la caridad, que obtiene la vida eterna a los que mueren”.
Martes
Lc 12, 35-38
Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. En el evangelio de hoy Cristo nos
llama a la vigilancia, como criados que esperan que vuelva su señor. El llamado a vigilar va acompañado
de promesas de bendición y felicidad: “Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en
vela”. Sabemos bien que un destino muy distinto aguarda a los que no estén en vela, pero es más
importante gozarnos de los bienes que están reservados para los que vigilen.
Además, se anuncia a los que estén en vela, que serán servidos por el señor. Esperar el retorno del
Señor es entonces esperar el momento en que ya no seremos siervos, sino amigos (Jn 15,15); es también
esperar la hora en que “reinaremos con él”, como meditábamos el domingo pasado (2 Tim, 2,12), En
efecto, veremos el rostro de Cristo, y su nombre estará en nuestras frentes. Y ya no habrá más noche, y no
tendremos necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios nos iluminará, y reinaremos
con Él por los siglos de los siglos”. (Ap 22,4-5).
Pero no olvidemos que el Reino es, al mismo tiempo, presente y algo todavía por venir. De aquí la
doble actitud que se exige al cristiano: desprendimiento y vigilancia. Es necesario desprenderse de todo lo
que no es conforme al Evangelio del Señor, dando testimonio de que se buscan las cosas del cielo.
La vigilancia cristiana es inculcada constantemente por Cristo (Mc 14,38; Mt 25,13). La vida del
cristiano debe ser toda ella una preparación para el encuentro con el Señor. La muerte que provoca tanto
miedo en el que no cree, para el cristiano marca el fin de la prueba, el nacimiento a la vida inmortal, el
encuentro con Cristo que le conduce a la Casa del Padre.
Miércoles
Lc 12, 39-48
Al que mucho se le da, se le exigirá mucho más. A la pregunta de Pedro si la parábola la había dicho
sólo por ellos o por todos, el Señor responde con otra parábola. En ella se refiere a un administrador. De
éste se espera que sea “fiel y solícito”, que cumpla cabalmente con lo que su señor le confía mientras éste
se ausenta.
Esta parábola es un llamado a la vigilancia, una vigilancia que implica cumplir fielmente, día a día,
con las propias responsabilidades y deberes delegados por su señor. Cuando vuelva el dueño de la
hacienda, el administrador deberá responder por la fidelidad con la que cumplió su gestión. Lo mismo hará
el Señor con sus apóstoles y con todos aquellos a quienes les confía un puesto de gobierno en su Iglesia o
también a un padre o madre, o profesor o profesora…: “A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a
quien se le confió mucho, se le pedirá mucho más”.
A cada quien desde nuestro estado de vida se nos pide la correspondencia a la gracia de Dios:
haciendo las cosas de cada día de acuerdo a los dones de naturaleza y de gracia que hemos recibido de la
Providencia divina, así como los santos, que dieron testimonio de correspondencia pronta y generosa a la
gracia divina, permaneciendo unidos a Cristo como los sarmientos a la vid (cf. Jn 15), sin duda que
produciremos mucho fruto. El señor nos pedirá de acuerdo a lo que cada uno de nosotros ha recibido de él,
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que no es poco; si no, pensemos en los sacramentos recibidos, en el Evangelio, en La virgen María, en el
mismo Jesucristo, que me amó y se entregó por mí…
Podemos recordar la parábola de los talentos: quien recibió más produjo más, y el que menos, menos.
Aquel siervo fiel hizo fructificar ampliamente los talentos recibidos, no guardándolos para él, sino
devolviéndolos multiplicados a su señor (cf. Mt 25, 14-21). Pues bien, la recompensa por un servicio tan
prolongado, fiel y fecundo, no puede menos de dársela el Señor mismo, quien dijo al siervo bueno y fiel:
“Entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21).
Jueves
Lc 12, 49-53
No he venido a traer la paz, sino la división (Cfr. Benedicto XVI, Ángelus, 19 de agosto de 2007). En
el evangelio de hoy hay una expresión de Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta
comprenderla bien. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a
sus discípulos: “¿Piensan que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. El mensaje de Jesús,
lejos de ser un mensaje de violencia es un es un mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe
san Pablo, “es nuestra paz” (Ef 2, 14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e
inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se explican, entonces, esas palabras suyas?
¿A qué se refiere el Señor cuando dice según la redacción de san Lucas, que ha venido a traer la ‘división’,
o según la redacción de san Mateo, la ‘espada’? (Mt 10, 34).
Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de
conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús
está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del
hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe
afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones.
Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la
verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre
las personas, incluso en el seno de sus mismas familias. En efecto, el amor a los padres es un mandamiento
sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este
modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en "instrumentos de su paz", según
la célebre expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada
con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando
personalmente el precio que esto implica.
La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús
contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión materna
para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal.
Viernes
Lc 12, 54-59
Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los
signos del tiempo presente? Con estas palabras Jesús nos exhorta a confrontarnos con las realidades de
nuestra época. Si, por una parte, nuestro corazón no se debe separar jamás de la contemplación del misterio
de Dios, por otra, es preciso que mantengamos la mirada fija en los acontecimientos del mundo y de la
historia. A este respecto, el concilio Vaticano II afirmó que es deber permanente de la Iglesia “escrutar a
fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera acomodada
a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida
presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas” (GS 4).
En otras palabras, ¿Qué me pide Dios en mida como cristiano, cristiana, de acuerdo con las
circunstancias del mundo en el que estoy viviendo, a la luz del Evangelio? Interpretar los signos de los
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tiempos a la luz de la fe significa reconocer y hacer presente la presencia de Cristo en los que están lejos y
en los que están cerca, dentro de nuestra familia, en nuestro corazón, como una novedad del amor de Dios
por todos y cada uno.
Comprender los signos de los tiempos significa comprender la urgencia de la penitencia, de la
conversión y de la fe, asumiendo nuestra misión como bautizados y confirmados en el mundo donde cada
quien está viviendo. Esta es la respuesta adecuada al momento histórico, que estamos viviendo en nuestra
Patria, en nuestra Ciudad.
Para comprender y asumir nuestro rol en los signos del tiempo presente, es necesario el estudio con la
oración, la meditación y la búsqueda constante de la voluntad del Señor. Así, podréis comprender más
fácilmente “los signos de los tiempos nuevos”. San Agustín expresaba esta misma exigencia con una
fórmula de singular eficacia: “oren para comprender” (De doctrina christiana, III, 56: PL 34, 89).
Sábado
Lc 13, 1-9
Si no se arrepienten, perecerán de manera semejante. En el Evangelio presentan a Jesús dos
acontecimientos: una matanza de galileos que hizo Pilato, y el asunto de los dieciocho hombres que
murieron aplastados por la torre de Siloé. Ante estos hechos, Jesús, a los de su tiempo, y hoy nosotros, nos
dice lo mismo: si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera semejante”.
Jesús nos invita a la penitencia y a la conversión: las desventuras, los acontecimientos luctuosos, no
deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables, sino que deben representar una
ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del
Señor, el compromiso de cambiar de vida.
Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que
eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que
vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna. Pero la posibilidad de conversión
exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo
temor de Dios.
En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de
la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y solamente el bien
de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que se vean probados por el dolor
para llevarles a un bien más grande.
Invoquemos a María santísima a fin de que nos ayude a cada uno a estar siempre de vuelta hacia el
Señor. Que Ella sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la voluntad de Dios
en nuestra vida.
SEMANA TRIGÉSIMA
Lunes
Lc 13, 10-17
¿No era bueno desatar a esta hija de Abraham de esa atadura, aún en día de sábado? Jesús sana en
sábado, día sagrado, consagrado al Señor, por eso se le oponen líderes religiosos. Jesús defendió sus
acciones preguntando si era lícito hacer el bien en sábado, tiempo para honrar a Dios. Los líderes religiosos
asumían una actitud demasiado legalista acerca del sábado. Nosotros quizá no seamos demasiado legalista
el Día del Señor, el domingo, pero quizá, sí seamos demasiado casuales acerca las maneras y el tiempo que
pasamos honrando a Dios.
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En vez de violar la ley del sábado, la liberación de esta mujer concuerda con las intenciones del
sábado de honrar y alabar a Dios y, en vez de disminuir la observación del sábado, la embellece. “Ya que
el Sábado es especial, santificado por Dios mismo, porque el mal triunfa sobre el bien, y por ellos es triunfo
de Dios, es honra y alabanza a Dios hacer el bien a los hijos de Dios. Porque “Si es lícito cumplir la
voluntad de Dios los primeros seis días de la semana, cuánto más se ha de cumplir la voluntad, el amor de
Dios en el Sábado”, día consagrado a Dios, liberando a los hijos de Dios.
En efecto, Cuando la mujer se enderezó, empezó a alabar a Dios, porque liberada de su mal podía
mirar hacia arriba. Dios, hizo al hombre recto, para que mire siempre al Cielo, buscado ver al Padre,
“Felices los de corazón limpio, porque verán a Dios”. Aquella mujer había quedado liberada y limpia:
Libre y exenta de imperfecciones físicas y morales, el poder y la fuerza de la Palabra de Jesús la dejaron
con la capacidad de alabar a Dios en aquel día del sábado.
Por consiguiente, Jesús no nos quiere encorvados por enfermedades, heridas del pasado, por nuestras
propias malas decisiones, por pecados habituales y ocultos sin confesar, por coquetear con lo oculto,
porque tales encorvados no podemos producir ni mostrar fruto porque lo encorvado nos lo imposibilita. Es
necesario enderezarnos si estamos como aquella mujer. Jesús hoy a todos nos dice: Mujer, Hombre,
enderézate. Es tiempo de andar erguido, levantemos la cabeza, levantemos los ojos del piso: no nacimos
para andar encorvados, nacimos para andar derechos y glorificar el santo nombre de Dios, hoy en el tiempo
y luego en la eternidad.
Martes
Lc 13, 18-21
Creció la semilla y se convirtió en un arbusto. “El reino de Dios es como... un grano de mostaza: al
sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás
hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas” (Mc 4, 26. 31-32).
En el Evangelio de hoy se compara el reino con el grano de mostaza. En esta parábola podemos ver
también una semejanza con el crecimiento de la Iglesia, la cual, desde sus modestos comienzos, se fue
extendiendo por tantos pueblos, naciones y países. En nuestra patria este proceso, iniciado hace ya casi
cinco siglos, tuvo características tan singulares como la misma fecundidad de nuestros campos y bosques,
desde luego con la presencia de santa María de Guadalupe.
Ahora nos corresponde a nosotros continuar sembrando la semilla del Reino hasta conseguir que
aquella pequeña semilla (cf. Mc 4, 31), produzca “ramas tan grandes que las aves del cielo puedan anidar
en su sombra” (Ibidem 4, 32). Esto es misión de toda todos nosotros, pero no se olviden que esta tarea en
los laicos ocupa un puesto destacado. Son ustedes, queridos seglares, quienes han de llenar de sentido
cristiano toda actividad temporal: en la familia y en el trabajo, en la ciudad, en el comercio, en toda la vida
social. Esa es su misión: “impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico” (AA
5). Al laico se le pueden y se le debería aplicar las palabras del Profeta: “A él lo hice testigo para los
pueblos” (Is 55, 4). Ustedes laicos, deben ejercer esta hermosa tarea, en primer lugar, con la coherencia de
vuestra vida -testimonio de la presencia de Cristo entre los hombres-, de modo que viendo “sus buenas
obras, glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mt 55, 10-11).
Miércoles
Lc 13, 22-30
Vendrán del Oriente y del Poniente y participarán en el banquete del Reino de Dios. Este texto
evangélico que hemos escuchado apunta hacia el proyecto que Dios tiene para con el hombre: “que todos
los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4), sean de Oriente y Poniente, del
sur o del Norte; en otras palabras, el Padre Dios llama a todos a vivir con Él, porque quiere que cada
hombre llegue a ser partícipe de su verdad, de su amor, de su misterio, para que pueda participar de su
misma vida divina.
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En el mundo contemporáneo, sin embargo, muchos no reconocen aún al Dios de Jesucristo como
Creador y Padre. Algunos, a veces también por culpa de los creyentes, han optado por la indiferencia y el
ateísmo; otros, cultivando una vaga religiosidad, se han construido un Dios a su propia imagen y
semejanza; otros lo consideran un ser totalmente inalcanzable.
Cometido de los creyentes es proclamar y testimoniar que, aunque “habita en una luz inaccesible” (1
Tim 6,16), el Padre celeste en su Hijo, encarnado en el seno de María Virgen, muerto y resucitado, se ha
acercado a cada hombre y le hace capaz “de responderle, de conocerlo y de amarlo” (cfr. CIC 52).
Pero, Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti. En efecto, El Señor Jesús ha venido a nosotros y está
con nosotros “por nosotros y por nuestra salvación”, esto es, para librarnos del pecado, para darnos de
nuevo su amistad, para iluminar con su luz nuestra mente y calentar, con su amor nuestro corazón, pero
exige la respuesta para con nosotros mismos y nuestro quehacer misionero hacia nuestros hermanos.
Para que esto se verifique, es necesaria una oración incesante que alimente nuestro deseo de llevar a
Cristo en nuestro corazón para llevarlo a los que están cerca y a los que están alejados. Es necesario el
ofrecimiento del propio sufrimiento, en unión con el del Salvador, por el hermano, que está lejos, y por
nuestra salvación propia.
Jueves
Lucas 13, 31-35
“No conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”. “Como se iban cumpliendo los días de su
asunción, Jesús se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión,
manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su
Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe
que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lc 13, 33) (CIgC 557), porque esta ciudad es signo de “la
ciudad del Dios vivo”.
Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén (cf. Mt 23, 37a). Sin
embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus
hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no han querido!” (Mt 23, 37b). Cuando está a la
vista de Jerusalén, llora sobre ella (cf. Lc 19, 41) y expresa una vez más el deseo de su corazón: “Si
también tú conocieras en este día el mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 41-42)
(CIgC 558).
La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su
ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su
Resurrección. Así, Jerusalén nos revelan la ciudad que es meta última de nuestra peregrinación, la
Jerusalén celestial, por esto Jesús dijo: “No conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”.
Ahora nosotros, “en la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que se
celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está
sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero” (SC 8).
Viernes
Lc 14, 1-6
Si a alguien se le cae en un pozo su burro o su buey, ¿no lo saca aunque sea sábado? Si Jesús realiza
en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día dedicado a Dios, sino
para demostrar que este día santo está marcado de modo particular por la acción salvífica de Dios. El obrar
de Jesús es para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino más
bien la pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado.
167
Cuando Jesús dice que el Hijo del Hombre también es señor del sábado, está afirmando que Él supera
a la ley, al sábado y al Templo, por la única razón de que en Él reside, como dice san Pablo, la plenitud de
la divinidad.
Cristo proclama que ‘es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de
destruirla’ (Mc 3, 4). El sábado, que representaba la coronación de la primera creación, es sustituido por el
domingo que recuerda la nueva creación, inaugurada por la resurrección de Cristo.
La importancia del sábado, del domingo para nosotros, está en usar el descanso para encontrarnos
con Dios y con los demás; para levantar nuestros ojos y nuestro corazón hacia Él. Lo importante de este
tiempo consagrado a Dios, es que sea para lo que es: tiempo para santificarnos. El domingo es, pues, para
extender la mano hacia Jesús y encontrarnos con Dios y con los hermanos. El domingo, día del Señor, no
pretende ser más que eso, un día dedicado para enriquecer la experiencia del encuentro con Dios.
Sábado
Lc 14, 1.7-11
El que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido. El tema
central de esta afirmación de Jesús es la humildad, la base de todas las demás virtudes. La humildad, es una
virtud que, por respeto a Dios, cohíbe el apetito desordenado de la propia excelencia. En ella hay respeto a
Dios, y también a los hombres (Cfr. SANTO TOMAS, S Th II-II, 161, 3).
Jesucristo, abatiéndose desde la altura de la divinidad hasta la muerte ignominiosa (Cfr. Flp 2,5-11)
es el supremo ejemplo de humildad, y el que nos muestra por la resurrección el premio que merece: “El que
se humilla será ensalzado” (Lc 14,11).
La humildad nos da el conocimiento verdadero de nosotros mismos, principalmente ante Dios, pero
también ante los hombres. Por la humildad el hombre conoce sus propias cualidades, pero reconoce
también su condición de criatura limitada, y de pecador lleno de culpas (Cfr. GS 19, 1; CIgC 27). El que se
tiene a sí mismo en menos o en más de lo que realmente es y puede, no es perfectamente humilde, pues no
tiene verdadero conocimiento de sí mismo. La humildad nos guarda en la verdad y nos libra de muchos
males: de la vanidad ante los otros y de la soberbia ante nosotros mismos; nos libra del mundo, pues “todo
lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida” (1
Jn 2,16) [Cfr. CIgC 377]; nos hace salir de los engaños del mundo, enfermo de vanidad y de soberbia, falso
y alucinatorio, lleno de apariencias y vacío de realidades verdaderas; nos libra del influjo del Maligno, que
es el Padre de las mentiras mundanas, y que tienta siempre al hombre a la autonomía soberbia –“serán
como Dios” (Gén 3,5) (Cfr. CIgC 391) -, y a la desobediencia orgullosa ante el Señor –“no te serviré”- (Jer
2,20).
El humilde conoce que todos sus bienes y cualidades vienen de Dios. En efecto, es propio del hombre
todo lo defectuoso, y propio de Dios todo lo que hay en el hombre de bondad y perfección (Cfr. Os 13,9)
[Cfr. CIgC 397)]. El hombre, sin Dios, sólo es capaz de mal. Y sólo con Dios, es capaz de todo bien. En
efecto, no hay más perfección absoluta que la de Dios: “uno solo es bueno” (Mt 19,27), pues la bondad del
hombre siempre es relativa. Así, pues, siempre al hombre le conviene la humildad (Cfr. CIgC 41).
SEMANA TRIGÉSIMA PRIMERA
Lunes
Lucas 14,12-14
“No invites a tus amigos, sino a los pobres”. Esto es lo que el Señor propone al que lo había invitado
a comer, para que los pobres lo reciban “cuando resuciten los justos”. San Beda enseña que el Señor “No
prohíbe como un delito que se convide a los hermanos, a los amigos y a los ricos, pero manifiesta que,
como los otros comercios de la necesidad humana, de nada nos aprovecha para obtener la salvación. Por
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esto añade: “No sea que te vuelvan ellos a convidar y te lo paguen”. No dice que se pecará. Y esto se
parece a lo que dice en otro lugar (Lc 6,36): “¿Y si hacen beneficios a los que se los hacen, en qué
consistirán sus méritos?”.
Por esto, san Antonio invita repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del
corazón, que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo. "Oh ricos
—así los exhorta— hagan amigos... a los pobres, acójanlos en sus casas: luego serán ellos, los pobres,
quienes los acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la belleza de la paz, la confianza de la
seguridad, y la opulenta serenidad de la saciedad eterna” (ib., p. 29).
Por consiguiente, si algún hombre ha dado alimento o vestido a los pobres como limosna en el
nombre de Cristo, escuchará estas palabras consoladoras en el Día del Juicio: “Tuve hambre, y me diste de
comer... estaba desnudo, y me vestiste”, recibe, por lo tanto, mi Reino eterno.
Martes
Lc 14, 15-24
Sal a los caminos y a las veredas; insísteles a todos para que vengan y se llene mi casa. En este
evangelio propone Jesús la parábola de los invitados al banquete del Reino. Esta era clara: los del pueblo
de Israel eran los que antes que nadie recibieron la invitación para el “banquete del Reino de Dios”. Pero,
cuando llegó la hora, rehusaron asistir, poniendo excusas: la compra de un campo o de unos bueyes, la
boda reciente.
Pero Dios no cierra la puerta del convite: invita a otros, los que los israelitas consideraban “pobres,
lisiados, ciegos y cojos”. Dios quiere “que se le llene la casa”. Ya que no han querido los titulares de la
invitación, que la aprovechen otros.
¿Son sólo los israelitas los ingratos, que no saben aprovechar la invitación y se autoexcluyen del
banquete?
Cada uno de nosotros debería hacerse un chequeo para ver si mereceríamos también la queja de Jesús
por no haber sabido aprovechar su invitación.
Si nos invitaran a hacer penitencia o a un trabajo enorme, se podría entender la negativa. Pero nos
invita a un banquete. A la felicidad, a la alegría, a la salvación. ¿Cómo es que no sabemos aprovechar esa
inmensa suerte, mientras que otros, mucho menos favorecidos que nosotros, saben responder mejor a Dios?
Cuando san Lucas escribía este evangelio, ya se veía que Israel, al menos en su mayoría, había rechazado
al Mesías, mientras que otros muchos, procedentes del paganismo, sí lo aceptaban.
La Palabra de Dios que escuchamos, su perdón, su gracia, la fe que nos ha dado, la comunidad
eclesial a la que pertenecemos, los sacramentos, la Eucaristía, el ejemplo de tantos Santos y Santas, el
ejemplo también de tantas personas que nos estimulan con su fidelidad: ¿no estamos desperdiciando las
invitaciones que nos envía continuamente Dios?, ¿Qué excusas esgrimo para no darme por enterado?,
¿Hago como los niños que no aceptaban ni la música alegre ni la triste?, ¿O como los que no acogieron ni
al Bautista, por austero, ni a Jesús, por demasiado humano? Cuando llegue la hora del banquete, Irán
delante de nosotros Zaqueo, y la Magdalena, y el buen ladrón, y la adúltera: ellos no eran oficialmente tan
buenos como nosotros, pero aceptaron agradecidos y gozosos la invitación de Jesús.
En cada Eucaristía somos invitados a participar de este banquete sacramental, que es anticipo del
definitivo del cielo: “dichosos los invitados a la cena del Señor” (en latín, “a la cena de bodas del
Cordero”). Celebrar la Eucaristía debe ser el signo diario de que celebramos también todos los demás
bienes que Dios nos ofrece.
Miércoles
169
Lc 14, 25-33
El que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo. Es fuerte y dura esta formulación de
san Lucas: Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay
en el mundo, sino también distanciarse de la agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes
a los pobres. No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico, a pesar de que
desde niño había observado la ley y quizá había buscado seriamente un camino de perfección, pero “al oír
esto (es decir, la invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes” (Mt 19, 22; Mc 10, 22); sin
embargo, los Apóstoles y con ellos, infinidad de personas, sí lo han hecho, como san Martín de Porres…
Jesús no sólo quiere que llevemos una vida enriquecida con su persona llevándolo en el corazón, sino
que Él mismo es modelo perfecto: Él vivió verdaderamente como pobre. Según san Pablo, él, Hijo de Dios,
abrazó la condición humana como una condición de pobreza, y en esta condición humana siguió una vida
de pobreza. Su nacimiento fue el de un pobre, como indica el establo donde nació y el pesebre donde lo
puso su madre. Durante treinta años vivió en una familia en la que José se ganaba el pan diario con su
trabajo de carpintero, trabajo que después él mismo compartió (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3). En su vida pública
pudo decir de sí: “El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58), para indicar su entrega
total a la misión de redención en condiciones de pobreza. Y murió como esclavo y pobre, despojado
literalmente de todo, en la cruz. Había elegido ser pobre hasta el fondo.
Jesús advierte acerca del doble peligro de los bienes de la tierra, a saber, que con la riqueza el
corazón se cierre a Dios, y se cierre también al prójimo, como se ve en la parábola del rico Epulón y del
pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). Sin embargo, Jesús no condena de modo absoluto la posesión de los
bienes terrenos: le apremia más bien recordar a quienes los poseen el doble mandamiento del amor a Dios y
del amor al prójimo.
El ejemplo de Cristo, así como su palabra, es norma para los cristianos. Sabemos que todos, sin
distinción, en el día del juicio universal, seremos juzgados sobre nuestro amor concreto a los hermanos. Es
más, será en el amor manifestado concretamente como muchos, aquel día, descubrirán que encontraron a
Cristo, aun no habiéndolo conocido de manera explícita (cf. Mt 25, 35-37).
Jueves
Lc 15, 1-10
Habrá alegría en el cielo por sólo pecador que se arrepiente. Dios es verdaderamente el pastor que
deja las noventa y nueve ovejas para ir en busca de la perdida (cf. Lc 15, 4-6); es el padre que espera
siempre al hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-31). ¿Quién puede decir que está sin pecado y que no necesita la
misericordia de Dios?
Dios vence el mal con su misericordia infinita. Y ante ese amor misericordioso deben brotar en
nuestro corazón el deseo de convertirnos y el anhelo de una vida nueva. Por la misma razón, después de
haber encontrado la ovejilla alejada de las cien ovejas, que erraba por montes y collados, no volvió a
conducirla al redil con empujones y amenazas, ni de malas maneras; sino que lleno de misericordia la
devolvió al redil incólume y sobre sus hombros.
Al abrirnos a la misericordia, no pretendemos ciertamente aprovecharnos de ella para acomodarnos
en la mediocridad y en el pecado; al contrario, sintámonos impulsados a llevar una vida nueva.
¡Oh María, Madre de misericordia! Tú conoces como nadie el corazón de tu divino Hijo. Inspíranos
con respecto a Jesús la confianza filial que vivieron los santos. Mira con amor nuestra miseria; arráncanos,
oh Madre, de las contrastantes tentaciones de la autosuficiencia y del abatimiento, y alcánzanos la
abundancia de la misericordia que nos salva.
Viernes
Lc 16, 1-8
170
Los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz.
Jesús, con la parábola de hoy se queja de que los que hacen el mal pongan más empeño en sus objetivos
que los que intentan hacer el bien. Mientras los que hacen el mal no dejan de poner todos los medios a su
alcance sin temor a lo que puedan decir los demás, los hijos de la luz tienen casi que pedir permiso antes
de emprender una obra buena.
Jesús nos pide más espíritu de iniciativa, más tesón, más audacia, más entrega a la hora de hacer el
bien, y en especial a la hora de hacer apostolado. Jesús nos ha dicho: “ustedes son la luz del mundo”
(Mateo 5, 14). Y el mundo está en las tinieblas de la ignorancia, porque faltan apóstoles –“hijos de la luz”que sepan dar testimonio del Evangelio. Quizá, por un lado queremos hacer apostolado con amigos y
familiares: queremos explicarles la alegría y la paz que produce el seguirte. Pero, a veces, sentimos otra
fuerza que os frena: un temor a quedar mal, a no ser oportuno. Esta fuerza es lo que se llama “tener
respetos humanos”, y es la que hace que los “hijos de la luz” no brillen como debieran.
Sobre este punto Juan Pablo II, nos dice: “¡Anuncien la Palabra con toda claridad, indiferentes al
aplauso o al rechazo! En definitiva, no somos nosotros quienes promovemos el éxito o el fracaso del
Evangelio, sino el Espíritu de Dios. Los creyentes y los no creyentes tienen el derecho a escuchar
inequívocamente el auténtico anuncio de la Iglesia. Anuncien la Palabra con todo el amor del Buen Pastor,
que se da, que busca, que comprende”.
En efecto, “¡Qué afán ponen los hombres en sus asuntos terrenos!: ilusiones de honores, ambición de
riquezas, preocupaciones de sensualidad. -Ellos y ellas, ricos y pobres, viejos y hombres maduros y jóvenes
y aun niños: todos por igual. Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos de nuestra alma
tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo que no venzamos en nuestras empresas de
apostolado” (Camino.-317).
En definitiva, Jesús nos pide hoy que pongamos un verdadero interés en los asuntos del alma, de
modo que nuestra fe sea capaz de dar futo, necesitamos una fe viva y operativa que se demuestre con
hechos de piedad, de trabajo bien hecho y de servicio a los demás... Así venceremos los respetos humanos;
y no habrá obstáculos que nos detengan en nuestra vocación a la santidad y al apostolado.
Sábado
Lc 16, 9-15
Si con el dinero, tan llenos de injusticias, no fueron files, ¿quién les confiará los bienes verdaderos?
En el evangelio de hoy, Jesús nos recuerda que no podemos servir a Dios y al dinero. Porque el corazón
acaba escogiendo: o amo a Dios sobre todas las cosas o acabaré amando a todas las cosas sobre Dios.
Esto no significa que si escojo a Dios ya no puedo disfrutar de los bienes de la tierra. De hecho, es al
contrario: el que sirve a Dios, usa las cosas como medios, no como fines: y ese desprendimiento hace que
saboreemos las cosas con libertad.
En cambio, el que sirve al dinero y pone su corazón en las cosas materiales, pierde constantemente la
paz y la alegría, porque nunca tiene bastante. “La abundancia de riquezas no sólo no sacia la ambición del
rico, sino que la aumenta, como sucede con el fuego que se fomenta más cuando encuentra mayores
elementos que devorar…”, enseña San Juan Crisóstomo.
Por consiguiente busquemos utilizar los bienes personales y materiales de tal modo que, al final de
nuestra vida, nos reciba nuestro Padre en las “moradas eternas”.
SEMANA TRIGÉSIMA SEGUNDA
Lunes
Lc 17, 1-6
171
Si tu hermano te ofende siete veces al día, y siete veces viene a ti para decirte, que se arrepiente,
perdónalo. Con esta respuesta el Señor quiere que Pedro tenga claro, y nosotros también, que no debemos
poner límites a nuestro perdón a los demás. Al igual que el Señor está siempre dispuesto a perdonarnos,
también nosotros debemos estar prontos a perdonarnos mutuamente.
Y ¡qué grande es la necesidad de perdón y reconciliación en nuestro mundo de hoy, en nuestras
comunidades y familias, en nuestro mismo corazón! Por esto, el sacramento específico de la Iglesia para
perdonar, el sacramento de la penitencia, es un don del Señor sumamente preciado.
En el sacramento de la penitencia Dios nos concede su perdón de modo muy personal. Por medio del
ministerio del sacerdote, vamos a nuestro Salvador con el peso de nuestros pecados. Confesamos que
hemos pecado contra Dios y contra nuestro prójimo. Manifestamos nuestro dolor y pedimos perdón al
Señor. Entonces, a través del sacerdote, oímos a Cristo que nos dice: “Tus pecados quedan perdonados”
(Mc 2, 5): “Anda y en adelante no peques más” (Jn 8, 11). ¿No podemos oír también que nos dice al
llenarnos de su gracia salvífica: “Derrama sobre los otros setenta veces siete este mismo perdón y
misericordia”?
Con la Bienaventurada Madre de Dios, proclamemos la misericordia de Dios que se extiende de
generación en generación, buscando el perdón y dando el perdón hasta setenta veces siete.
Martes
Lucas 17, 7-10
“No somos más que siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”. En estas palabras que
hemos escuchado en el Evangelio, Jesús nos plantea una pregunta que no es posible evitar: ¿Realmente
estamos haciendo lo que debemos?
Juan Pablo II decía que el cristiano sabe que, junto con los demás ciudadanos, tiene una
responsabilidad muy precisa con respecto al destino de su patria y a la promoción del bien común. La fe
impulsa siempre al servicio de los demás, de los compatriotas, considerados como hermanos. Y no puede
haber testimonio eficaz sin una fe profundamente vivida, sin una vida enraizada en el Evangelio e
impregnada de amor a Dios y al prójimo a ejemplo de Jesucristo.
Para el cristiano dar testimonio quiere decir revelar a los demás las maravillas del amor de Dios,
construyendo en unión con sus hermanos el Reino, del que la Iglesia “constituye el germen y el comienzo”
(LG, 5).
“… Somos siervos inútiles...”. La fe no busca cosas extraordinarias, sino que se esfuerza por ser útil,
sirviendo a los hermanos desde la perspectiva del Reino. Su grandeza reside en la humildad: “Somos
siervos inútiles...”. Una fe humilde es una fe auténtica. Y una fe auténtica, aunque sea pequeña “como un
grano de mostaza”, puede realizar cosas extraordinarias (Juan Pablo II).
San Beda afirma que “Somos siervos porque hemos sido comprados por precio; inútiles porque el
Señor no necesita de nuestras buenas acciones, o porque no son condignos los trabajos de esta vida para
merecer la gloria; así la perfección de la fe en los hombres consiste en reconocerse imperfectos después de
cumplir todos los mandamientos”.
Miércoles
Lc 17, 11-19
¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios? El evangelio habla
del encuentro de diez leprosos con Jesús. Los cura a todos, pero sólo uno, un samaritano, vuelve para darle
las gracias y es a este extranjero agradecido a quien dice: “Tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19). Así pues, los
diez leprosos fueron ‘curados’ de su enfermedad, pero sólo uno fue ‘salvado’: aquel que por su fe glorificó
a Dios y dio gracias a Jesús.
172
San Lucas pone de relieve que el leproso salvado era un extranjero, que vuelve a Jesús para a darle
las gracias (cf. Lc 17, 11-19). El Señor le dice: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19). Esta
página evangélica nos invita a una doble reflexión:
Primero, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el
otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el ‘corazón’, y desde allí
se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la ‘salvación’, que es mucho más que la
salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva.
En segundo lugar, Jesús pronuncia la expresión: ‘Tu fe te ha salvado’. Es la fe la que salva al hombre,
restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el
agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como
algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza,
proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que
reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: “gracias”!
En realidad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y
el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu,
que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón
a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal.
Jueves
Lc 17, 20.25
El reino de Dios ya está entre ustedes. A Jesús, en el evangelio escuchado, le preguntan “los fariseos
cuándo llegaría el reino de Dios”, respondió: “El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: “véanlo
aquí o allá", porque el reino de Dios ya está entre ustedes” (Lc 17, 20-21).
Por consiguiente, Dios ha entrado en la historia humana y en el mundo, y avanza silenciosamente: el
reino nace y se desarrolla ya en el tiempo, como germen inserto en la historia del hombre y del mundo.
Esta realización del reino tiene lugar mediante la palabra del Evangelio y mediante toda la vida terrena del
Hijo del hombre, coronada en el misterio pascual con la cruz y la resurrección.
Según la enseñanza y la oración de Jesús, el reino de Dios debe crecer en los corazones de los
discípulos ‘en este mundo’; sin embargo, llegará a su cumplimiento en el mundo futuro: “cuando el Hijo
del hombre venga en su gloria... Serán congregadas delante de Él todas las naciones” (Mt 25, 31-32).
Así, pues, el reino de Dios es como una fiesta de bodas a la que el Padre del cielo invita a los
hombres en comunión de amor y de alegría con su Hijo. Todos están llamados e invitados: pero cada uno
es responsable de la propia adhesión o del propio rechazo, de la propia conformidad o disconformidad con
la ley que reglamenta el banquete.
Viernes
Lc 17, 26-37
Lo mismo sucederá el día en que el Hijo de Dios se manifieste. En el lenguaje de Jesús “el día del
Hijo del hombre” expresa el fin de los tiempos, el día de su segunda venida. La Segunda Venida de Jesús,
según Lucas, se llevará a cabo mientras la gente está ocupada con los acontecimientos de la vida diaria: de
comer, beber, casarse, comprar, vender, sembrar, construir.
Los que estén unidos a Dios con una vida de justicia y santidad participarán en esta definitiva etapa
de la Iglesia y del mundo, también llamada la Jerusalén celestial, en la cual “no habrá ya muerte ni habrá
llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Apocalipsis 21, 4).
“La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar
esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya cierto esbozo del
siglo nuevo” (CEC.-1049). Por tanto, la felicidad en la otra vida se corresponde con la felicidad en ésta: el
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que, por no saber darse a los demás, no tiene capacidad de amar y ser feliz aquí, se autoexcluye de la
felicidad eterna en el Cielo.
Sábado
Lc 18, 1-8
Dios hará justicia a sus elegidos que claman a Él. Jesús, en la parábola del evangelio de hoy nos
enseña de una manera gráfica que es necesario “orar siempre y no desfallecer”. Jesús para subrayar la
"necesidad de orar siempre, sin desfallecer", nos dice la parábola del juez injusto y de la viuda (cf. Lc 18,
1-5).
En la parábola, Jesús, nos habla de uno de los tipos más conocidos de oración: la oración de petición.
La oración exige dos condiciones:
 La primera condición de la oración es la perseverancia;
 la segunda, la humildad.
Seamos santamente tercos, con confianza. Pensemos que el Señor, cuando le pedimos algo
importante, quizá quiere la súplica de muchos años. ¡Insiste!..., pero insiste siempre con más confianza.
(Cfr. Forja.-535). Jesús nos insiste en que permanezcamos en El, en permanecer en su amor, en que seamos
sarmientos injertados en la Vid, para dar frutos abundantes; Jesús advierte claramente: “Sin mí no podéis
hacer' nada” (Jn 15, 5) e invita a orar siempre sin desfallecer jamás (Lc 18, 1).
Y la mejor manera de pedirte algo es rezando el Rosario: “No dejemos de inculcar con todo cuidado
la práctica del Rosario, la oración tan querida de la Virgen y tan recomendada por los Sumos Pontífices,
por medio del cual los fieles pueden cumplir de la manera más suave y eficaz el mandato del Divino
Maestro: Pidan y recibirán, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá” (Pió XI, Encíclica Ingravescentibus
malis, 29-IX-1937).
SEMANA TRIGÉSIMA TERCERA
Lunes
Lc 18, 35-43
¿Qué quieres que haga por ti?-Señor, que vea. El Señor encuentra a Bartimeo, que había perdido la
vista. Sus caminos se cruzan, se convierten en un único camino. “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de
mí!”, grita el ciego con confianza. Replica Jesús: “Llámenle”, y añade: “¿Qué quieres que te haga?”. Dios
es la luz y el creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, hecho para ver la luz, pero ha perdido la vista, y
se ve obligado a mendigar. A nuestro lado pasa el Señor, que se ha hecho mendigo por nosotros: sediento
de
Nuestra fe y de nuestro amor. “¿Qué quieres que te haga?”. Dios lo sabe, pero pregunta; quiere que el
hombre hable. Quiere que el hombre se levante, que recupere la valentía para pedir lo que le corresponde
por su dignidad.
Nuestro Padre Dios quiere oír de boca del hijo la libre voluntad de volver a ver la luz, esa luz para la
cual lo ha creado. “Maestro, ¡que vea!”. Y Jesús le dice: “Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la
vista y le seguía por el camino” (Mc 10,51-52).
Cristo Redentor ha venido a nosotros como Médico que sana. Acerquémonos a Él con una fe viva y
con la frecuencia de los sacramentos. Digámosle confiadamente como el ciego del Evangelio: Domine, ut
videam (Lc 18, 41), “Señor, que vea”, Que vea lo que Tú quieres de mí; que vea las cosas y los
acontecimientos con fe, con visión sobrenatural; que vea mejor mis defectos, para luchar contra ellos; que
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vea un poco más las cosas positivas de los demás y un poco menos sus limitaciones; que vea el mundo con
ojos apostólicos como los tuyos, para sentirme corredentor contigo.
Martes
Lc 19, 1-10
El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido. Zaqueo, siendo de pequeña
estatura, subió a un árbol para ver mejor a Jesús cuando pasara. Jesús le correspondió y le dijo: “hoy me
hospedaré en tu casa”. Y cuando el publicanos bajó lleno de alegría, ofreció a Jesús la hospitalidad de su
propia casa, y oyó que Jesús le decía: “Hoy ha venido la salvación a tu casa, por cuanto éste es también
hijo de Abraham; pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (cf. Lc 19, 110). De este texto se desprende no sólo la familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también
el motivo por el que Jesús los buscara y tratara con ellos: su salvación.
Jesús, “semejante a nosotros en todo excepto en el pecado”, se mostró cercano a los pecadores y
pecadoras para alejar de ellos el pecado. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre,
en virtud de la solidaridad profunda con sus semejantes, creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gén
1, 27; 5, 1).
El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelarnos el amor. Lo revela ya por el hecho mismo de
hacerse hombre: uno como nosotros. Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión fundamental de su
solidaridad con todo hombre, “Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias” (Mt 8, 17;
cf. Is 53, 4).
Renovemos en nosotros la fe y la esperanza de la vida eterna: porque “el Hijo del hombre ha venido a
buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10).
Miércoles
Lc 19, 11-28
¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco? (Cfr. Benedicto XVI, Ángelus del 16 de noviembre de
2008) El evangelio de hoy narra la célebre parábola de los talentos. El texto habla de “un hombre que, al
ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda” (Mt 25, 14).
El hombre de esta parábola representa a Cristo mismo; los siervos son los discípulos; y los talentos
son los dones que Jesús les encomienda. Por tanto, estos dones, no sólo representan las cualidades
naturales, sino también las riquezas que el Señor Jesús nos ha dejado como herencia para que las hagamos
fructificar: su Palabra, depositada en el santo Evangelio; el Bautismo, que nos renueva en el Espíritu Santo;
la oración el ‘padrenuestro’ que elevamos a Dios como hijos unidos en el Hijo; su perdón, que nos ha
ordenado llevar a todos; y el sacramento de su Cuerpo inmolado y de su Sangre derramada. En una palabra:
el reino de Dios, que es él mismo, presente y vivo en medio de nosotros.
La parábola de hoy insiste en la actitud interior con la que se debe acoger y valorar este don. La
actitud equivocada es la del miedo: el siervo que tiene miedo de su señor y teme su regreso, esconde la
moneda bajo tierra y no produce ningún fruto. Esto sucede, por ejemplo, a quien, habiendo recibido el
Bautismo, la Comunión y la Confirmación, entierra después dichos dones bajo una capa de prejuicios, bajo
una falsa imagen de Dios que paraliza la fe y las obras, defraudando las expectativas del Señor.
El mensaje central se refiere al espíritu de responsabilidad con el que se debe acoger el reino de Dios:
responsabilidad con Dios y con la humanidad.
La Virgen María, que, al recibir el don más valioso, Jesús mismo, lo ofreció al mundo con inmenso
amor, encarna perfectamente esta actitud del corazón. Pidámosle que nos ayude a ser ‘siervos buenos y
fieles’, para que podamos participar un día en ‘el gozo de nuestro Señor’.
Jueves
175
Lc 19, 41-44
Si supieras lo que puede conducirte a la paz. Cristo, que vino a la tierra para darnos su paz, él mismo
es nuestra paz; y para acoger el don de la paz, debemos abrirnos a la verdad que se reveló en la persona de
Jesús, el cual nos enseñó el ‘contenido’ y a la vez el ‘método’ de la paz, es decir, el amor. Jesús nos indicó
el camino de la paz: el diálogo, el perdón y la solidaridad. He aquí el único camino que lleva a la verdadera
paz.
Los cristianos en la medida en que hagamos presente en nuestra vida y en la vida de los demás, nos
convertiremos en constructores de paz. Jesús nos llama a ser artífices de paz: “Dichosos los que trabajan
por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9; cfr. Lc 10, 5 etc.). Nosotros creemos que
Jesucristo, mediante la donación de su vida en la cruz, se ha convertido en nuestra Paz: él ha derribado el
muro de odio que separaba a los hermanos enemistados (Efes. 2, 14). Mediante su resurrección y entrada
en la gloria del Padre, nos asocia misteriosamente a su vida: reconciliándonos con Dios, repara las heridas
del pecado y de la división.
Sin embargo, la paz es también obra nuestra: exige nuestra acción decidida y solidaria. Pero es
inseparablemente y por encima de todo un don de Dios: exige nuestra oración. Los cristianos hemos de
estar en primera fila entre aquellos que oran diariamente por la paz y construyen la paz. Busquemos
espacios para orar con María, Reina de la paz.
Que el amor a la Virgen María nos ayude a seguir mejor a Jesús, que, con su encarnación, ha traído la
paz para todo el mundo.
Viernes
Lc 19, 45-48
Ustedes han convertido la casa de Dios en cueva de ladrones. En el evangelio de hoy vemos la
indignación de Jesús con los vendedores del templo: ¡arrojó de allí a cuantos vendían y compraban en él, y
derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, diciéndoles: escrito está:
“Mi casa será llamada Casa de oración’ pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones” (Mt 21, 1213; cf. Mc 11, 15). A Jesús lo ‘devora’ este ‘celo’ por la ‘casa de Dios’, utilizada con un fin diferente de
aquel para el que estaba destinada.
La actitud ‘severa’ del Señor parecería estar en contraste con la mansedumbre habitual con la que se
acerca a los pecadores, cura a los enfermos, acoge a los pequeños y a los débiles. Sin embargo, observando
con atención, la mansedumbre y la severidad son expresiones del mismo amor, que sabe ser, según la
necesidad, tierno y exigente. El amor auténtico va acompañado siempre por la verdad.
Ciertamente, el celo y el amor de Jesús a la casa del Padre no se limitan a un templo de piedra. El
mundo entero pertenece a Dios, y no se ha de profanar. Con el gesto profético que nos refiere el texto
evangélico de hoy, Cristo nos pone en guardia contra la tentación de ‘comerciar’ incluso con la religión,
supeditándola a intereses mundanos o, de cualquier modo, ajenos a ella.
Cristo alza su voz contra cuantos convierten el mercado en su ‘religión’ hasta ofender la dignidad de
la persona humana con abusos de todo tipo. Pensemos, por ejemplo, en la falta de respeto a la vida, hecha
objeto a veces de peligrosos experimentos; pensemos en la contaminación ecológica, la comercialización
del sexo, el tráfico de drogas y la explotación de los pobres y los niños.
Cristo es el verdadero Templo de Dios, “el lugar donde reside su gloria”; por la gracia de Dios los
cristianos son también templos del Espíritu Santo, piedras vivas con las que se construye la Iglesia.
Sábado
Lc 20, 27-40
Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. En una primera instancia podemos destacar la figura del
Dios vivo y personal que está en el centro de la fe auténtica (cf. vv. 13-14). Su presencia es eficaz y
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salvífica; el Señor no es una realidad inmóvil y ausente, sino una persona viva que ‘gobierna’ a sus fieles,
‘se compadece’ de ellos y los sostiene con su poder y su amor.
Por otra parte, podemos pensar en la realidad consoladora de la resurrección de los muertos. La
tradición bíblica y cristiana, fundándose en la palabra de Dios, afirma con certeza que, después de esta
existencia terrena, se abre para el hombre un futuro de inmortalidad. La fe en la resurrección de los muertos
se basa, como recuerda la página evangélica de hoy, en la fidelidad misma de Dios, que no es Dios de
muertos, sino de vivos, y comunica a cuantos confían en él la misma vida que posee plenamente.
Por tanto, el Dios vivo quiere la vida de los hombres. El se revela para salvarlos, pero no lo hace solo
ni contra la voluntad de los hombres. Pero Él no deja llamar incansablemente a cada persona al encuentro
misterioso con Él. Así, por ejemplo, la oración acompaña a toda la historia de la salvación como una
llamada recíproca entre Dios y el hombre. El Dios vivo nos llama siempre a vivir con Él.
SEMANA TRIGÉSIMA CUARTA
Lunes
Lc 21, 1-4
Vio a una viuda pobre que echaba dos moneditas. En algunas ocasiones las mujeres aparecen en las
parábolas con las que Jesús de Nazaret explicaba a sus oyentes las verdades sobre el Reino de Dios; así lo
vemos en la parábola de la dracma perdida (cf. Lc 15, 8-10), de la levadura (cf. Mt 13, 33), de las vírgenes
prudentes y de las vírgenes necias (cf. Mt 25, 1-13).
Particularmente elocuente es la narración del óbolo de la viuda, en el evangelio de hoy. Mientras “los
ricos (...) echaban sus donativos en el arca del tesoro (...) una viuda pobre echaba allí dos moneditas”.
Entonces Jesús dijo: “Esta viuda pobre ha echado más que todos (...) ha echado de lo que necesitaba, todo
cuanto tenía para vivir” (Lc 21, 1-4). Con estas palabras Jesús la presenta como modelo, al mismo tiempo
que la defiende, pues en el sistema socio-jurídico de entonces las viudas eran unos seres totalmente
indefensos (cf. también Lc 18, 1-7).
Es particularmente conmovedor meditar en la actitud de Jesús hacia la mujer: se mostró audaz y
sorprendente para aquellos tiempos, cuando, en el paganismo, la mujer era considerada objeto de placer, de
mercancía y de trabajo, y, en el judaísmo, estaba marginada y despreciada.
Jesús mostró siempre la máxima estima y el máximo respeto por la mujer, por cada mujer, y en
particular fue sensible hacia el sufrimiento femenino. Traspasando las barreras religiosas y sociales del
tiempo, Jesús restableció a la mujer en su plena dignidad de persona humana ante Dios y ante los hombres.
Es triste ver cómo la mujer en el curso de los siglos ha sido tan humillada y maltratada. ¡Sin
embargo, debemos estar convencidos de que la dignidad del hombre, como la de la mujer, se encuentra de
modo total y exhaustivo sólo en Cristo! Por tanto, Jesús, habiendo amado a cada hombre y mujer de todos
los tiempos los ha hecho amables, es decir, dignos de ser amados. De ahí nace el deber de amar y el
derecho a ser amado.
Martes
Lc 21, 5-11
No quedará piedra sobre piedra. Al salir de la ciudad, un discípulo le mostró a Jesús el espectáculo
de los poderosos muros que sostenían el templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente: dijo que de
esos muros no quedaría piedra sobre piedra. Entonces Andrés, juntamente con Pedro, Santiago y Juan, le
preguntó: “Dinos cuándo sucederá eso y cuál será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse”
(cf. Mc 13, 1-4).
Como respuesta a esta pregunta, Jesús pronunció un importante discurso sobre la destrucción de
Jerusalén y sobre el fin del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos del tiempo y a
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mantener siempre una actitud de vigilancia. De este episodio podemos deducir que no debemos tener
miedo de plantear preguntas a Jesús, pero, a la vez, debemos estar dispuestos a acoger las enseñanzas, a
veces sorprendentes y difíciles, que él nos da.
Con este evangelio, el Señor nos dirige también a nosotros las palabras que en el Apocalipsis dirigió
a la Iglesia de Éfeso: “Arrepiéntete. (...). Por tanto, debemos dejar que resuene con toda su seriedad en
nuestra alma esa amonestación, diciendo al mismo tiempo al Señor: “Ayúdanos a convertirnos.
Concédenos a todos la gracia de una verdadera renovación. No permitas que se apague tu luz entre
nosotros. Afianza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para que podamos dar frutos buenos”.
Miércoles
Lc 21, 12-19
Todos los odiarán a ustedes por causa mía. Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá. Jesús,
pocos días antes de tu pasión quiere avisar a tus discípulos que la vida del cristiano no es una vida fácil: es
una vida exigente, que no se adapta a las debilidades personales ni a las concepciones culturales; es una
vida que va a chocar con los criterios del mundo.
Cristo no promete a sus discípulos éxitos terrenos o prosperidad material; no presenta ante sus ojos
una ‘utopía’, como ha sucedido más de una vez, y como sucede siempre, en la historia de las ideologías
humanas o en las compañas de los políticos. El dice sencillamente a sus discípulos: “los odiarán a ustedes
por causa mía”. Los entregarán a los organismos de las diversas autoridades, los meterán en la cárcel, los
llevarán ante los diversos tribunales. Todo esto “por amor de mi nombre” (Lc 21, 12).
Por ello, el cristiano va a ser perseguido y odiado, incluso por familiares y amigos, al igual que le
persiguieron y odiaron a Él. Jesús quiere que estemos preparados “para dar testimonio”. El cristiano ha de
ser la sal de la tierra y la luz del mundo, dando testimonio con su vida mortificada y alegre de la fe que
profesa. Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá.
Aunque dar testimonio cristiano puede resultar difícil en ocasiones, Jesús nos asegura que Él estarás
siempre a nuestro lado: “Yo les daré palabras de sabiduría que no podrán resistir ni contradecir sus
adversarios”.
La fuerza de la fe y la fuerza de la esperanza que proviene de Dios son más potentes que las
persecuciones, que el odio, que el castigo y que la misma muerte. Los mártires dan testimonio de Cristo
precisamente por esta fuerza de la fe y de la esperanza. En efecto, ellos, semejantes a Jesús en la pasión y
en la muerte, proclaman, al mismo tiempo, la potencia de su resurrección. El autor del Libro de la
Sabiduría escribe: “Después de un breve castigo serán colmados de bendiciones, porque Dios los probó y
los halló dignos de sí” (Sab 3, 5).
Jueves
Lc 21, 20-28
Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que se cumpla el plazo señalado por Dios. Para
Israel, la ciudad de Jerusalén y el Templo lo eran todo, y no sólo en el aspecto religioso sino también en el
social y el económico. Su destrucción significó la destrucción de toda la nación.
El juicio anunciado por el Señor Jesús, se refiere sobre todo a la destrucción de Jerusalén en el año
70. Jesús pronunció este e discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el fin del mundo, invitando a
sus discípulos a leer con atención los signos del tiempo y a mantener siempre una actitud de vigilancia.
Por tanto, la profecía de Jesús sobre Jerusalén también nos afecta a nosotros: este tiempo es un
tiempo de permanente tensión hacia la Jerusalén celestial, la morada de Dios en el cielo, que es la razón de
nuestra vida presente. Así como Jerusalén y el templo lo era todo para la nación judía, también para
nosotros la vida eterna, que perder esta ciudadanía por la muerte segundo, sería lo más terrible para los
hijos de Dios.
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Este tiempo del fin del año litúrgico nos invita a dirigir la mirada a la “Jerusalén celestial”, que es el
fin último de nuestra peregrinación terrena. Al mismo tiempo, nos exhorta a comprometernos, mediante la
oración, la conversión y las buenas obras, a acoger a Jesús en nuestra vida, para construir junto con él este
edificio espiritual, del que cada uno de nosotros -nuestras familias y nuestras comunidades parroquiales- es
piedra preciosa, por lo cual es necesario darlo todo.
Viernes
Lc 21, 29-33
Cuando vean que sucede esto, sepan que el Reino de Dios está cerca. El texto evangélico nos ha
presentado en estos días el fin de Jerusalén; simbólicamente también el fin del mundo. La preocupación de
Jesús es tratar de evitar toda angustia y pánico, a sus apóstoles y a todos aquellos que por medio de éstos
crean. “Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza...” (Lc 21, 28), nos dice el
Evangelio.
Sigue en el texto de hoy el mismo discurso con este tono apocalíptico: Jesús le puso una comparación
“Miren lo que sucede con la higuera o con cualquier otro árbol. Cuando comienza a echar brotes, ustedes
se dan cuenta de que se acerca el verano”. Así también cuando vean que suceden estas cosas, sepan que
está cerca el Reino de Dios. Algunas de las cosas que anunciaba Jesús, como las ruinas de Jerusalén,
sucedió en el presente de la generación que estaba escuchando. Otras cosas anunciadas llegarán más
tarde, pero sus palabras no pasarán. Jesús inauguró hace dos mil años, el Reino de Dios que todavía está
madurando, llegará a su plenitud en la eternidad.
Sepan que el Reino de Dios está cerca, pero aún no se ha realizado plenamente. En efecto, el Reino,
que Cristo manifestará en su pleno esplendor al fin de los tiempos, ya está presente ahí donde los hombres
viven conforme a la voluntad de Dios. De manera que, por medio de la caridad, el cristiano hace visible el
amor de Dios a los hombres revelado en Cristo y manifiesta su presencia en el mundo “hasta el fin de los
tiempos”.
Sábado
Lc 21, 34-36
Velen para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder. La verdadera actitud del cristiano ha de
ser la vigilancia, el evitar el dejarse arrastrar por la forma de actuar de los insensatos, aquellos que piensan
que lo tienen todo para vivir al margen de Dios, seguros de sí mismos.
Jesús nos invita a vivir como el servidor que espera en cualquier momento la vuelta de su señor. No
podemos sucumbir a las atracciones de este mundo que nos puedan apartar del camino de Dios; para ello es
necesaria la oración vigilante, así podremos presentarnos ante el Señor, cuando venga, sin temor.
En la vida diaria corremos el peligro de dejarnos absorber por ocupaciones e intereses materiales. En
Adviento que estamos muy cerca de comenzar es una ocasión favorable para avivar la fe auténtica, para
volver a entablar una relación íntima con Dios y para hacer un compromiso evangélico más generoso.
Velen para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder. Aunque este mandato de Cristo vale
para todo tiempo, resulta más elocuente e incisivo al inicio del Adviento, que comenzamos hoy por la
noche. Acojámoslo con humilde docilidad. Dispongámonos a traducirlo en gestos prácticos de conversión
y reconciliación con nuestros hermanos. Sólo así la fe se fortalece, la esperanza se consolida y el amor se
transforma en estilo de vida que caracteriza al creyente.
179
APÉNDICE
HOMILÍAS PARA LAS FIESTAS LITÚRGICAS Y PATRONALES
La fiesta como espacio cronológico y marco de la celebración, hace posible la inserción plena del
acontecimiento celebrado en la vida de los hombres. El clima que se palpa en la celebración hace que ese
tiempo de celebrar sea distinto del tiempo ordinario y común, en el que no sucede nada. El hombre vive el
tiempo festivo como una inclusión de la eternidad en nuestro presente fugaz e inexorable. Por eso
encuentra este tiempo feliz y gratificante.
A estas notas humanas se añaden las específicamente cristianas del tiempo celebrativo de la liturgia,
un tiempo que se convierte en acto de culto y en oportunidad de salvación presidido por la eucaristía.
El culmen de toda fiesta cristiana por excelencia es el domingo, anterior a cualquier fiesta o tiempo
litúrgico. Las diversas fiestas y tiempos litúrgicos, organizados posteriormente descansan sobre los
domingos.
Así tenemos en la celebración del año litúrgico Solemnidades, fiestas y memorias
Solemnidad: Es la máxima clasificación de una celebración (fiesta muy importante). Su celebración
comienza en las primeras vísperas del día precedente.
Fiesta: Es una celebración importante que sale del común del tiempo ordinario, a través de él se
celebran los misterios de nuestra salvación.
Memoria: Es la celebración que conmemora de manera libre u obligada a un santo.
Feria: Se denomina así a los días de la semana que siguen al domingo. En ella no hay oficio propio,
ni memoria de algún santo. Son privilegiadas las ferias del miércoles de ceniza y de semana santa y las
ferias de adviento del 17-24 diciembre.
Solemnidades y fiestas del Señor
Forman parte de la memoria y de la celebración que la Iglesia hace del misterio de Cristo a lo largo
del año y están relacionadas con los tiempos litúrgicos específicos más cercanos:
• Están relacionadas con la Navidad: la Presentación y la Anunciación.
• Están relacionadas con Pascua: Trinidad, Corpus, el Corazón de
Jesús, la Transfiguración, la Exaltación de la Cruz, etc.
• La Solemnidad de Cristo, Rey, que abre y prepara el Adviento y es recuerdo de la última venida del
Señor, se relaciona con los dos ciclos y hace de enlace entre un año que termina y otro que comienza.
Solemnidades y fiestas de la Virgen Santísima
En el culto a la Virgen la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención, en la que
ella tuvo activa participación.
A lo largo de todo el año, aunque estas solemnidades y fiestas están en
el Santoral, deben contemplarse en especial conexión con el Año
Litúrgico. Sus relaciones son:
• Se relacionan con Adviento: la Inmaculada, la Anunciación, la Visitación.
• Se relacionan con Navidad-Epifanía: Madre de Dios, Natividad de María, Sagrada Familia,
Presentación de María.
• Se relacionan con Pascua; Asunción, Dolores, Corazón de María, Carmen y muchas otras
advocaciones con que el pueblo cristiano venera a la Virgen María.
180
Los Santos en el Año Litúrgico
La santidad es un atributo de Dios y de su Hijo, es también un don de Dios a su pueblo, el don de
Cristo a su Iglesia y a cada uno de sus miembros.
El título de santo se atribuye a aquellos cristianos que han vivido con mayor plenitud su pertenencia a
Cristo. Celebrar a un santo es celebrar a Dios, darle gracias, reconocer su presencia en nuestra historia. Los
santos son en verdad un don de Dios a la humanidad y a la Iglesia. Son los que nos enseñan a escuchar la
Palabra divina, a asimilar las bienaventuranzas, a vivir el estilo de la vida nueva que Cristo nos ha
comunicado. Los santos son una prueba de que Cristo Jesús sigue presente en su Iglesia con su santidad
radical y nos muestran que es posible cumplir el evangelio.
Los santos, habiendo llegado a la patria y estando en presencia del Señor, no cesan de interceder por
El, con El y en El a favor nuestro ante el Padre (cf. LG 49).
El día de su muerte o nacimiento para la vida futura se considera el día más propio para recordarlos,
y así lo hace la Iglesia en su Liturgia.
Las celebraciones del Tiempo Ordinario y del Santoral van completando, a lo largo del año, el
recuerdo y la actualización del
Misterio pascual, tanto en la evocación de la vida histórica de Jesús como en su cumplimiento en la
vida de la Madre de Dios y de los que se distinguieron como los más fieles testigos de la fe y del evangelio.
1. FIESTAS LITÚRGICAS
Por orden cronológico, fiestas no incluidas en los tiempos litúrgicos que prevalecen al Domingo
2 de enero
La Presentación del Señor
Lc 2, 22-40
Mis ojos han visto al Salvador. La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días
después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada
Familia: según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al
Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado
y profetizan sobre él.
Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón –“mis ojos han visto a tu
Salvador” (Lc 2, 30)-, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas,
envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús “el consuelo de Israel” (Lc 2, 25). Así,
su espera se transforma en luz que ilumina la historia.
En aquel Niño Simeón y Ana, reconocen al Salvador, pero intuyen en el Espíritu que en torno a él
girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama
su identidad y su misión de Mesías. Así, en la Presentación en el templo ya se perfilan y se reflejan la
cruz, el Crucifijo y la Madre dolorosa.
No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de
Cristo como camino mediante el cual él realizará la salvación. Es especialmente elocuente el hecho de
que Simeón hable de los futuros sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al corazón de la
Madre, asociada a su Hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo entero. Simeón no llama
por su nombre el sacrificio de la cruz, pero traslada la profecía al corazón de María, que será “atravesado
por una espada”, compartiendo los sufrimientos de su Hijo.
Que la Bienaventurada Virgen, “que acogió en su corazón inmaculado al Verbo de Dios y mereció
concebirlo en su seno virginal” (cf. Prefacio de la Misa votiva) nos enseñe a poner en el corazón de su
Hijo nuestra total esperanza, con la certeza de que ésta no quedará defraudada.
181
19 de marzo
San José
Mt 1, 16. 18-21. 24
José hizo lo que le había mandado el Ángel del Señor. José no sabía del misterio que ahora a
nosotros nos es tan familiar: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Y sobre todo,
que había venido a habitar en el seno de la Virgen que, permaneciendo virgen, se convirtió en madre; Jesé
no sabía que “esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18).
En efecto, este misterio de María era desconocido para José. No sabía que en Aquella de quien era
esposo, aun cuando, de acuerdo con la ley judía no la había recibido aún en su casa, se había cumplido la
promesa de la fe hecha a Abraham, de la que habla San Pablo en la segunda lectura de hoy. Esto es, que
en Ella, en María, de la estirpe de David, se había cumplido la profecía que en otro tiempo había dirigido
el Profeta Natán a David. La profecía y la promesa de la fe, cuya realización esperaba todo el pueblo, el
Israel de la elección divina, y toda la humanidad.
Este fue el misterio de María. José no conocía este misterio. Ella no se lo podía transmitir, porque era
misterio superior a las capacidades del entendimiento humano y a las posibilidades de la lengua humana.
No era posible transmitirlo con medio humano alguno. Se podía solamente aceptarlo de Dios, y creer. Tal
como creyó María. José no conocía este misterio y por esto sufría muchísimo interiormente. Leemos:
“José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto” (Mt 1, 19).
Pero llegó cierta noche en la que también José creyó. Le fue dirigida la palabra de Dios y se hizo
claro para él el misterio de María, de su Esposa y Cónyuge. Creyó, pues, que en Ella se había cumplido la
promesa de la fe hecha a Abraham y la profecía que había escuchado el Rey David. (Ambos, José y
María, eran de la estirpe de David).
“Cuando José se despertó del sueño, concluye el Evangelista, hizo lo que le había mandado el ángel
del Señor” (Mt 1, 24). En honor a la verdad, José no respondió al ‘anuncio’ del ángel como María; pero
hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina
“obediencia de la fe” (cf. Rom 1, 5).
Nosotros, reunidos aquí, escuchamos estas palabras y veneramos a José; hombre justo. A José que
amó más profundamente a María, de la casa de David, porque aceptó todo su misterio. Veneramos a José,
en quien se reflejó más plenamente que en todos los padres terrenos la paternidad de Dios mismo.
Veneramos a José, que construyó la casa familiar en la tierra al Verbo Eterno, así como María le había
dado el cuerpo humano.
En este día oremos a san José con las mismas palabras del Papa León XIII: “Aleja de nosotros, oh
padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra
el poder de las tinieblas...; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús,
así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad”. Así pues,
existen suficientes motivos para que todos seamos fieles devotos del señor san José, viviendo y trabajando
para Jesús y María, a ejemplo suyo.
Fiesta Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote
Jueves después de Pentecostés
Lucas 22, 14-20
Hagan esto en memoria mía. Hoy celebramos la fiesta de Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, la
liturgia nos presenta el tema eucarístico: el Evangelio de san Lucas nos refiere la institución de la
Eucaristía (22,14-20): el pan y el vino adquieren una realidad y un nuevo significado a partir de las
palabras de Jesús.
182
Jesús, en esta escena del Evangelio les dice a sus discípulos: “Este es mi cuerpo que es entregado
por ustedes” (22,19ab). El Señor con numerosos actos de misericordia había nutrido la gente a lo largo de
todo el Evangelio y había distribuido pan y pescado a la multitud hambrienta, ahora vuelve a dar alimento.
Pero ahora:
1) El alimento es el mismo Jesús: no un Jesús abstracto sino un Jesús que se “da” a sí mismo por
sus discípulos.
2) La frase “por ustedes”, hace explícito el significado de la fracción y la distribución del pan: la
muerte de Jesús es una muerte padecida por el bien de los otros. “Por ustedes”: Jesús muere por los que
ama, por sus discípulos.
Por otra parte, el cáliz de vino también es distribuido por Jesús a los apóstoles, diciendo: “Esta es la
copa de la Nueva Alianza de mi sangre, que será derramada por ustedes”. Se subraya también que la
muerte de Jesús es por el bien de aquellos que Él ama.
Notemos que Jesús sobre el pan y el vino, dice: “Hagan esto en memoria mía”. Con estas palabras
Jesús el sacerdocio de Jesús continúa presente en medio de la Iglesia: el don de su vida por sus discípulos
continúa vivo en aquellos que junto con Él son llamados a hacer lo mismo. Esto se realiza en la liturgia, en
una vida de dedicación completa al servicio de los demás y, sobre todo, en la configuración de la propia
personal con Jesús Eucaristía. Como dice san Juan Eudes: “El Corazón de Jesús no es solamente el
Templo, sino el altar del divino amor. Él es el soberano sacerdote que se ofrece continuamente con amor
infinito. Ofrezcámonos con Él, que Él nos consuma enteramente en el fuego de amor de su corazón”.
Solemnidad de la Santísima Trinidad
Domingo después de Pentecostés
Ex 34,4b-6. 8-9; Dan 3,52. 53. 54. 55. 56;
2 Cor 13,11-13; Jn 3,16-18
Al celebrar la solemnidad de la santísima Trinidad, el saludo inicial de la misa, sacado de la segunda
lectura de hoy, adquiere un sabor especial: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la
comunión del Espíritu Santo esté siempre con ustedes”. Porque nuestro Dios, la Trinidad aparece como lo
que es: misterio de vida y de amor. La gran revelación de la identidad de Dios. En efecto, el Dios que nos
ha revelado Jesús es un Dios vivo y personal, un Dios Familia: dios Uno y Trino. A través de Jesús hemos
comprendido que la actitud básica de Dios es amar: toda la historia de Dios es una historia de amor, una
voluntad de amor más fuerte que el mal de los hombres (evangelio y 1ª. lectura).
Contemplando a Jesús, vemos en él un diluvio de gracia, que es presencia de ese amor absoluto de
Dios: una gracia y un amor de los cuales se nos hace partícipes por ese don de comunión que es el Espíritu
Santo (2ª.lectura). La respuesta del cristiano al amor de la santísima Trinidad ha de ser el agradecimiento y
la alabanza a este Dios grande y amoroso (salmo); y segundo, la experiencia gozosa de vivir en comunidad
de seguidores de este Dios que está con nosotros (2ª.lectura)
La misericordia de Dios es el «tema» por excelencia de la Biblia. Israel, a lo largo de su historia, tuvo
la experiencia privilegiada de la bondad extrema de Dios. Dios tiene ternura para con los suyos, por
fidelidad a sus compromisos. Cuando el hombre rompe con Dios esta alianza de amor, Dios, lejos de
olvidarse de sus creaturas, ofrece su generoso perdón, para rehacer la dignidad de los elegidos. Claro está
que éstos, nosotros, han de convertirse; han de ser responsables de una nueva vida. La misericordia de Dios
viene destacada también por un amor de madre, según lo del profeta: aunque una madre se olvidara de su
pequeño, Dios nunca se olvidará de Israel.
Moisés ha subido al Sinaí y el «Señor bajó en la nube y se quedó con él allí». El santo pronuncia el
nombre de Dios. La respuesta es admirable: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira
183
y rico en clemencia y lealtad». El Dios Uno y Trino es de esta manera. Le respondemos agradecidos y con
la promesa de realizar siempre su querer: «A ti gloria y alabanza por los siglos».
El San Juan nos brinda hoy una vigorosa y tierna contemplación. «Tanto amó Dios al mundo que
entregó a su Hijo único... para que el mundo se salve por él”. Un amor extraordinario, porque da lo más
que podía dar su Unigénito. «Entregó» parece tener un matiz de expiación y sacrificio. Conexión, pues, con
el misterio pascual. Redención plena. El evangelista lo dice enormemente conmovido.
El Padre nos ha enviado al Hijo para realizar el plan de salvación. En efecto, «El Mesías es salvador,
Jesús o salvación, propiciación por los pecados, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Todo
esto pide, en el discípulo, una entrega total y plena, consistente en la fe que acoge la palabra y la pone en
práctica. Verdadero amor a Cristo, incoación del juicio favorable en la definitividad del más allá en la
presencia del Dios Uno y Trino, del Dios que es el Amor.
“Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Al Dios que es, era y que vendrá”. Agradezcamos la
misericordia de Dios que ha obtenido su plenitud en Cristo. Hagamos propia la oración sobre las ofrendas:
ser transformados en ofrenda perenne a la gloria de Dios.
Solemnidad del Corpus Christi
Jueves o Domingo después de la Santísima Trinidad
En el evangelio JESUCRISTO nos han hablado repetidamente de “vida”. Vida que es comunión con
Dios y, por tanto, es para ahora y para siempre. Una vida que significa vivir como hijos del Padre siguiendo
el camino de JESUCRISTO, vivificados por su Espíritu.
Recordemos que la Eucaristía, como alimento para nuestro camino, es una comunión con
JESUCRISTO. “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”, dice Jesús. La Eucaristía
es el mismo JESUCRISTO quien quiere dársenos y no porque nosotros lo merezcamos, sino porque nos
ama. La Eucaristía es comunión para vivir como hijos de Dios, como él vivió.
En el evangelio que acabamos de escuchar, Jesús, en la sinagoga de Cafarnaún, hablaba a la gente y les
anunciaba el alimento de su carne y su sangre como fuente de vida para todos.
Todos estamos llamados a seguir a Jesús, todos somos llamados a la fe en él, todos somos llamados a
caminar por su camino. Todos nosotros, todos los cristianos, sabemos que en Jesús tenemos el camino, y la
verdad, y la vida. Pero la llamada de Jesús no se acaba aquí, el ofrecimiento de Jesús no termina aquí.
Porque él nos dice, en el evangelio de hoy, que lo podemos encontrar de una manera muy palpable, muy
visible, en estos signos tan sencillos, tan humanos, del pan y el vino. En el pan y el vino de la Eucaristía,
Jesús se acerca a nosotros. Y, alimentándonos con esta comida y esta bebida, nosotros nos unimos a él muy
profundamente, muy íntimamente: con esta comida y esta bebida, él penetra en nuestro interior, y se une a
nosotros, y nos hace empezar a vivir su vida eterna.
La solemnidad de hoy es una oportunidad para valorar la Eucaristía. Muy importante es que la
valoremos mucho, y que pongamos mucha atención en la plegaria eucarística, y que nos unamos a ella con
todo el corazón, y después nos acerquemos a comulgar con un gran espíritu de fe.
Vale la pena que valoremos también otros momentos de acercamiento a la Eucaristía de Jesús, por
ejemplo, la participación en la misa diaria aquellos que les sea posible: es un momento de vivir, de manera
más tranquila, más sencilla como sencilla es la vida cotidiana, este acercamiento al Señor que nos reúne y
se nos da como alimento.
Igualmente, es otra buena manera de acercarse a la Eucaristía el hallar de vez en cuando momentos para
acercarse a orar ante el sagrario. Después de la misa, allí se conserva al Señor presente en el pan
consagrado. Y ponernos ante él es una especial manera de vivir su proximidad.
184
Finalmente, hoy es una ocasión para recordar la importancia que tiene el facilitar a los enfermos poder
participar de la Eucaristía. Llevar la comunión a los enfermos e impedidos es uno de los buenos signos de
atención cristiana a nuestros hermanos que sufren o no pueden hacer la vida normal. Preocupémonos de
que puedan recibirla.
Ahora, pues, preparémonos para la Eucaristía. Con acción de gracias al Padre, con actitud de plegaria al
Espíritu Santo, haremos el memorial de Jesús muerto y resucitado, para que sea para nosotros alimento de
vida por siempre: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último
día”.
Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús
Viernes de la 3ª semana después de Pentecostés
Mateo 11, 25-30
Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón. Hoy toda la Iglesia medita y venera de modo
especial el inefable amor de Dios, que encontró su expresión humana en el Corazón del Salvador,
traspasado por la lanza del centurión. En esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús la Iglesia presenta
a nuestra contemplación el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre
la humanidad. En efecto, el Corazón de Cristo el amor de Dios salió al encuentro de la humanidad entera.
En el Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo se nos revela y
entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la
eternidad de Dios. El evangelista san Juan escribe: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único,
para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Su Corazón divino llama
entonces a nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos y a abandonar nuestras seguridades
humanas para fiarnos de él y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin
reservas.
El Corazón de Cristo crucificado y resucitado es la fuente inagotable de gracia donde todo hombre
puede encontrar siempre, y particularmente durante este año especial del gran jubileo, amor, verdad y
misericordia.
El Papa León XIII escribió, que en el Corazón de Jesús “es preciso depositar toda esperanza. En él
hay que buscar y de él esperar la salvación de todos los hombres” (Annum sacrum, 6). Corazón de Jesús,
Hijo del Padre eterno; Corazón de Jesús, formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre;
Corazón de Jesús, unido sustancialmente al Verbo de Dios; Corazón de Jesús, en quien residen todos los
tesoros de la sabiduría y de la ciencia, ¡ten piedad de nosotros!
Fiesta del inmaculado Corazón de María
Sábado de la 3ª semana después de Pentecostés
Lucas 2,41-51
Conservaba todo esto en su corazón. Ayer celebramos la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús,
hoy la del inmaculado Corazón de María. La Iglesia celebra las dos fiestas en días consecutivos para
manifestar que estos dos corazones son inseparables. María siempre nos lleva a Jesús. Veneramos el
corazón que guarda todas las cosas de Dios en su Corazón y que nos ayuda a sanar y consagrar a Dios
nuestro propio corazón.
Después de su entrada a los cielos, el Corazón de María sigue ejerciendo a favor nuestro su amorosa
intercesión. El amor de su corazón se dirige primero a Dios y a su Hijo Jesús, pero se extiende también con
solicitud maternal sobre todo el género humano que Jesús le confió al morir; y así la veneramos por la
santidad de su Inmaculado Corazón y le solicitamos su ayuda maternal en nuestro camino a su Hijo.
Venerar el Inmaculado Corazón de María es venerar a la mujer que está llena del Espíritu Santo, llena
de gracia, y siempre pura para Dios. Su corazón femenino siempre está lleno de amor por sus hijos.
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Por tanto, entreguémonos al Corazón de María diciéndole: "¡Llévanos a Jesús de tu mano! ¡Llévanos,
Reina y Madre, hasta las profundidades de su Corazón adorable! ¡Corazón Inmaculado de María, ruega por
nosotros!
24 de junio
Natividad de San Juan Bautista
Lucas 1, 57-66.80
Juan es su nombre. Celebramos hoy la natividad de san Juan Bautista. Él fue puesto por la
Providencia inmediatamente antes del Mesías, para preparar delante de él el camino con la predicación y
con el testimonio de su vida.
Entre todos los santos y santas, Juan es el único cuya natividad celebra la liturgia. Desde el seno
materno Juan anuncia a Aquel que revelará al mundo la iniciativa de amor de Dios.
“Juan es su nombre” (Lc 1, 63). A sus parientes sorprendidos Zacarías confirma el nombre de su hijo
escribiéndolo en una tablilla. Dios mismo, a través de su ángel, había indicado ese nombre, que en hebreo
significa “Dios es favorable”. Dios es favorable al hombre: quiere su vida, su salvación. Dios es favorable
a su pueblo: quiere convertirlo en una bendición para todas las naciones de la tierra. Dios es favorable a la
humanidad: guía su camino hacia la tierra donde reinan la paz y la justicia. Todo esto entraña ese nombre:
Juan.
Además, san Juan Bautista es modelo perenne de fidelidad a Dios y a su ley. Él preparó a Cristo el
camino con el testimonio de su palabra y de su vida. Imitémosle con dócil y confiada generosidad.
San Juan Bautista es ante todo modelo de fe; Es modelo de humildad, Es modelo de coherencia y
valentía para defender la verdad, por la que está dispuesto a pagar personalmente hasta la cárcel y la
muerte. En la escuela de Cristo, siguiendo las huellas de san Juan Bautista, tengamos la valentía de poner
siempre en primer lugar los valores espirituales.
29 de junio
Solemnidad de san Pedro y san Pablo
Mateo 16, 13-19
Tú eres Pedro y yo te daré las llaves del Reino de los cielos. La Iglesia celebra hoy la memoria de los
santos apóstoles Pedro y Pablo: La ‘Piedra’ y el ‘instrumento elegido’. Ellos acogieron a Jesús con todo el
corazón, dieron testimonio de Él con toda la vida y con la muerte. San Pablo fue decapitado en Roma, muy
probablemente el mismo día que San Pedro fue crucificado.
En estos apóstoles, Pedro y Pablo, Dios ha querido dar a su Iglesia un motivo de alegría: Pedro fue el
primero en confesar la fe, Pablo, el maestro insigne que la interpretó; aquél fundo la primitiva Iglesia con el
resto de Israel, éste la extendió a todas las gentes. De esta forma, por caminos diversos, los dos
congregaron la única Iglesia de Cristo, y a los dos, coronados por el martirio, en Roma. En uno y en otro
Dios ha concedido a la Iglesia el fundamento para confesar y mantenernos en la fe que justifica y salva: la
fe en Cristo Jesús, Señor nuestro.
El texto evangélico que acabamos de proclamar, es un episodio altamente significativo: el Apóstol
Pedro es el depositario de las llaves de un tesoro inestimable: el tesoro de la redención. En efecto, Pedro es
constituido intermediario indispensable para el acceso normal al Reino de los Cielos; es el depositario de
las llaves del tesoro de la redención, tesoro que trasciende la dimensión temporal. Éste es el tesoro de la
vida divina, de la vida eterna.
Quien posee las llaves tiene la facultad y la responsabilidad de cerrar y abrir. Jesús habilita a Pedro y
a los Apóstoles para que dispensen la gracia de la remisión de los pecados y abran definitivamente las
puertas del reino de los cielos.
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Los pueblos que no pertenecen a la misma sangre de Israel, han sido engendrados a la fe, la fe que
justifica y salva, por medio de la predicación del que ha sido llamado a ser apóstol de los gentiles, Pablo de
Tarso. A partir de su encuentro con el Resucitado, su vida no la entiende él y no se entiende sino es en
Cristo y con Él: “Para mí la vida es Cristo”, dirá. “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. “No
quiero saber otra cosa que a Cristo y este crucificado”. “No me glorío, si no es en la Cruz de Jesucristo”.
“Yo no me hecho atrás en el anuncio del Evangelio porque él es fuerza de salvación para todo el que cree”.
Su vida desde aquel encuentro, que renueva y transforma, que hace nacer de nuevo y ser una nueva
criatura, no tendrá otra razón de ser que dar a conocer el amor de Dios manifestado y entregado en
Jesucristo, del que nada ni nadie nos puede apartar, como testifica san Pablo mismo en toda su vida y en
toda su empresa apostólica.
Aquí, precisamente, en lo que recibimos de Pedro y de Pablo, está nuestra identidad, aquí está lo que
somos. Lo que cuenta es poner en el centro de la propia vida a Jesucristo. Nuestra identidad de hombres y
de cristianos queda marcada por el encuentro con Jesucristo, de ahí, de Él, brota nuestra vida: de la
comunión con Cristo, con su vida y con su palabra. No tenemos a otro que a Cristo que dé sentido a nuestro
vivir, que llene de luz y de verdad y de amor que a Jesucristo. No tenemos a otro en quien encontremos la
salvación, si no es Cristo.
25 de julio
Santos Felipe y Santiago, Apóstoles
Jn 14, 6-14
Tanto tiempo hace que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? Durante la última Cena,
después de afirmar Jesús que conocerlo a él significa también conocer al Padre (cf. Jn 14, 7), Felipe, casi
ingenuamente, le pide: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14, 8). Jesús le responde con un tono
de benévolo reproche: “¿Tanto tiempo hace que estoy con ustedes y no me conoces Felipe? El que me ha
visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y
el Padre está en mí? (...) Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 9-11). Son unas de
las palabras más sublimes del evangelio según san Juan. Contienen una auténtica revelación.
En la respuesta a Felipe Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que
no sólo se le puede comprender a través de lo que dice, sino sobre todo a través de lo que él es. Para
explicarlo desde la perspectiva de la paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro
humano, el de Jesús, y por consiguiente de ahora en adelante, si queremos conocer realmente el rostro de
Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios.
El objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida es encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe,
tratando de ver en él a Dios mismo, al Padre celestial. Si no actuamos así, nos encontraremos sólo a
nosotros mismos, como en un espejo, y cada vez estaremos más solos. En cambio, Felipe nos enseña a
dejarnos conquistar por Jesús, a estar con él y a invitar también a otros a compartir esta compañía
indispensable; y, viendo, encontrando a Dios, a encontrar la verdadera vida.
6 de agosto
La Transfiguración del Señor
Dn 7, 9-10. 13-14; Sal 96, 1-2. 5-6. 9; 2 P 1, 16-19; Mc 9, 2-10
Hoy, en lugar del domingo, celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos los años tiene lugar el 6
de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos lugares se conoce también como la fiesta del
Salvador. Se trata de recordar aquel momento glorioso en que tres discípulos tuvieron ocasión de ver al
Señor resplandeciente, momento que ellos ya nunca más olvidarían. San Pedro, ya muy anciano, así lo
recuerda en la segunda carta de hoy: “Esta voz traída del cielo la oímos nosotros estando con él en la
montaña sagrada”.
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La transfiguración de Jesús se sitúa después de la confesión mesiánica de Pedro en Cesárea de Filipo.
Incomprendido por el pueblo (que lo desea político) y rechazado por las autoridades (que no lo quieren
politizado), Jesús se dedica en la segunda parte de su vida a revelar su persona al grupo de sus discípulos
para confirmarlos en la fe. En la transfiguración se descubren las dos facetas básicas de la personalidad de
Jesús: una, dolorosa: la marcha hacia Jerusalén en forma de subida, que para los discípulos es entrega
incomprensible a la muerte; la otra, gloriosa: Jesús muestra en su transfiguración un anticipo de la gloria
futura.
En el evangelio de la transfiguración hay una serie de imágenes escatológicas (choza, acampada,
Moisés y Elías), cristológicas (Hijo de Dios, entronización mesiánica) y epifánicas (montaña,
transfiguración, nube, voz) que describen la personalidad de Jesús como Kyrios, Señor, con un señorío
eminentemente pascual. La «montaña» es lugar de retiro y de oración; la «transfiguración» es una
transformación profunda a partir de la desfiguración; «Moisés y Elías» son las Escrituras; la «tienda» es
signo de la visita de Dios, unas veces oscura, otras, luminosa, como lo indica la «nube». En definitiva, es
relato de una teofanía o de una experiencia mística. Si nos fijamos en el itinerario del relato, vemos que
tiene cuatro momentos: 1) la subida, que entraña una decisión; 2) la manifestación de Dios, que simboliza
el encuentro personal; 3) la misión confiada, que es la vocación apostólica; y 4) el retorno a la tierra, que
equivale a la misión en la sociedad.
La llamada de Dios a formar parte de una comunidad exige una conversión respecto del modelo único e
irrepetible del creyente por antonomasia, Jesucristo. Discípulos de Jesús son quienes aceptan la llamada de
una voz o la palabra de Dios decisiva y personal que incide en lo más profundo del ser humano. Escuchar a
Jesús es una característica esencial del discípulo cristiano. Esto entraña «encarnarse», es decir, aceptar con
seriedad la vida misma, con ráfagas de "visión" y torbellinos de «espanto», con la esperanza de salir
victoriosos del combate de la misma vida, seguros de la fe en el Transfigurado.
Si la escucha de la Palabra de Jesús es sincera y paciente, hay algo que se nos va imponiendo: un
encuentro permanente con Jesús: camino, verdad y vida. En efecto, Él es el que sabe por qué vivir y por
qué morir.
Entonces empieza a iluminarse nuestra vida con una luz nueva. Comenzamos a descubrir con él y desde
él cuál es la manera más humana de enfrentarse a los problemas de la vida y al misterio de la muerte. Nos
damos cuenta dónde están las grandes equivocaciones y errores de nuestro vivir diario.
Pero ya no estamos solos. Alguien cercano y único nos libera una y otra vez del desaliento, el desgaste,
la desconfianza o la huida. Jesús nos invita a buscar la felicidad de una manera nueva, confiando
ilimitadamente en el Padre, a pesar de nuestro pecado. ¿Cómo responder hoy a esa invitación dirigida a los
discípulos en la montaña de la transfiguración? “Este es mi Hijo amado. Escúchenlo”. Quizás tengamos
que empezar por elevar desde el fondo de nuestro corazón esa súplica que repiten los monjes del monte
Athos: “Oh Dios, dame un corazón que sepa escuchar”.
15 de agosto
La asunción de la Santísima Virgen María
Lucas 1, 39-56
Ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Exaltó a los humildes. La Virgen es el ejemplo
perfecto de esta verdad evangélica, es decir, que Dios humilla a los soberbios y poderosos de este mundo y
enaltece a los humildes (cf. Lc 1, 52). La pequeña y sencilla muchacha de Nazaret se ha convertido en la
Reina del mundo, Reina y Señora y Madre nuestra. Por esto, ella es la primera que pasó por el ‘camino’
abierto por Cristo para entrar en el reino de Dios, un camino accesible a los humildes, a quienes se fían de
la Palabra de Dios y se comprometen a ponerla en práctica.
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Santa María asunta a los Cielos es para nosotros, hijos de la Iglesia peregrinante, un signo de
esperanza que brilla intenso en el horizonte, signo que nos atrae, nos alienta y anima a seguir sus huellas y
caminar juntos y confiadamente hacia donde Ella se encuentra gloriosa junto a su Hijo resucitado.
“… la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso
de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina
del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y
de la muerte” (LG 59). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la
Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (CIgC 966).
Por consiguiente, la fiesta de la Asunción de la Virgen María constituye para todos los creyentes una
ocasión propicia para meditar sobre el sentido verdadero y sobre el valor de la existencia humana en la
perspectiva de la eternidad. El cielo es nuestra morada definitiva. Desde allí María, con su ejemplo, nos
anima a aceptar la voluntad de Dios, a no dejarnos seducir por las sugestiones falaces de todo lo que es
efímero y pasajero, a no ceder ante las tentaciones del egoísmo y del mal que apagan en el corazón la
alegría de la vida.
¡Virgen Madre de Cristo, vela sobre nosotros! Haz que un día también nosotros podamos compartir tu
misma gloria en el Paraíso, donde “hoy has sido elevada por encima de los ángeles y con Cristo triunfas
para siempre” (Antífona de entrada de la misa vespertina de la vigilia).
3 de mayo (en otros lugares el 14 de septiembre)
La santa Cruz
La santa Cruz nos enseña quiénes somos. La cruz, con sus dos maderos, nos enseña quiénes somos y
cuál es nuestra dignidad: el madero horizontal nos muestra el sentido de nuestro caminar, al que Jesucristo
se ha unido haciéndose igual a nosotros en todo, excepto en el pecado. ¡Somos hermanos del Señor Jesús,
hijos de un mismo Padre en el Espíritu! El madero que soportó los brazos abiertos del Señor nos enseña a
amar a nuestros hermanos como a nosotros mismos. Y el madero vertical nos enseña cuál es nuestro
destino eterno. No tenemos morada acá en la tierra, caminamos hacia la vida eterna. Todos tenemos un
mismo origen: la Trinidad que nos ha creado por amor. Y un destino común: el cielo, la vida eterna. La
cruz nos enseña cuál es nuestra real identidad.
Nos recuerda el Amor Divino
“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca
sino que tenga vida eterna”. (Jn 3, 16). Pero ¿cómo lo entregó? ¿No fue acaso en la cruz? La cruz es el
recuerdo de tanto amor del Padre hacia nosotros y del amor mayor de Cristo, quien dio la vida por sus
amigos (Jn 15, 13). El demonio odia la cruz, porque nos recuerda el amor infinito de Jesús. Lee: Gálatas 2,
20.
Signo de nuestra reconciliación
La cruz es signo de reconciliación con Dios, con nosotros mismos, con los humanos y con todo el
orden de la creación en medio de un mundo marcado por la ruptura y la falta de comunión.
La señal del cristiano
Cristo, tiene muchos falsos seguidores que lo buscan sólo por sus milagros. Pero Él no se deja
engañar, (Jn 6, 64); por eso advirtió: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí” (Mt 7, 13).
Objeción: La Biblia dice: “Maldito el que cuelga del madero...”.
Respuesta: Los malditos que merecíamos la cruz por nuestros pecados éramos nosotros, pero Cristo,
el Bendito, al bañar con su sangre la cruz, la convirtió en camino de salvación.
El ver la cruz con fe nos salva
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Jesús dijo: “como Moisés levantó a la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado (en la cruz)
el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Al ver la serpiente, los
heridos de veneno mortal quedaban curados. Al ver al crucificado, el centurión pagano se hizo creyente;
Juan, el apóstol que lo vio, se convirtió en testigo. Lee: Juan 19, 35-37.
Fuerza de Dios. “Porque la predicación de la cruz es locura para los que se pierden... pero es fuerza
de Dios para los que se salvan” (1 Cor 1, 18), como el centurión que reconoció el poder de Cristo
crucificado. Él ve la cruz y confiesa un trono; ve una corona de espinas y reconoce a un rey; ve a un
hombre clavado de pies y manos e invoca a un salvador. Por eso el Señor resucitado no borró de su cuerpo
las llagas de la cruz, sino las mostró como señal de su victoria (Jn 20, 24-29).
Síntesis del Evangelio. San Pablo resumía el Evangelio como la predicación de la cruz (1 Cor 1,1718). Por eso el Santo Padre y los grandes misioneros han predicado el Evangelio con el crucifijo en la
mano: "Así mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un
Cristo crucificado: escándalo para los judíos (porque para ellos era un símbolo maldito) necedad para los
gentiles (porque para ellos era señal de fracaso), mas para los llamados un Cristo fuerza de Dios y sabiduría
de Díos" (1Cor 23-24).
Hoy hay muchos católicos que, como los discípulos de Emaús, se van de la Iglesia porque creen que
la cruz es derrota. A todos ellos Jesús les sale al encuentro y les dice: ¿No era necesario que el Cristo
padeciera eso y entrara así en su gloria? Lee: Lucas 24, 25-26. La cruz es pues el camino a la gloria, el
camino a la luz. El que rechaza la cruz no sigue a Jesús. Lee: Mateo 16, 24
Nuestra razón, dirá Juan Pablo II, nunca va a poder vaciar el misterio de amor que la cruz representa,
pero la cruz sí nos puede dar la respuesta última que todos los seres humanos buscamos: “No es la
sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que San Pablo pone como criterio de verdad, y a
la vez, de salvación” (JP II, Fides et ratio, 23).
1º. De Noviembre
Solemnidad de todos los Santos
Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. En este día sentimos que se reaviva en nosotros
la atracción hacia el cielo, que nos impulsa a apresurar el paso de nuestra peregrinación terrena. Sentimos
que se enciende en nuestro corazón el deseo de unirnos para siempre a la familia de los santos, de la que ya
ahora tenemos la gracia de formar parte. Como dice un célebre canto espiritual: “Cuando venga la multitud
de tus santos, oh Señor, ¡cómo quisiera estar entre ellos!”.
En efecto, en la solemnidad de Todos los santos, la Iglesia se goza al contemplar a tantos hijos suyos
que, a través de los siglos, han llegado a la casa del Padre. Ellos nos acompañan con su intercesión. Que su
fidelidad a la voluntad de Dios nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la
santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo.
La Iglesia ha establecido sabiamente que a la fiesta de Todos los santos suceda inmediatamente la
conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración a los
espíritus bienaventurados, que nos presenta hoy la liturgia como “una muchedumbre inmensa, que nadie
podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas” (Ap. 7, 9), se une la oración de sufragio por
quienes nos han precedido en el paso de este mundo a la vida eterna. Mañana les dedicaremos a ellos de
manera especial nuestra oración y por ellos celebraremos el sacrificio eucarístico.
En verdad, cada día la Iglesia nos invita a rezar por ellos, ofreciendo también los sufrimientos y los
esfuerzos diarios para que, completamente purificados, sean admitidos a gozar para siempre de la luz y la
paz del Señor.
En el centro de la asamblea de los santos resplandece la Virgen María, “la más humilde y excelsa de
las criaturas” (Dante, Paraíso, XXXIII, 2). Al darle la mano, nos sentimos animados a caminar con mayor
impulso por el camino de la santidad. A ella le encomendamos hoy nuestro compromiso diario y le
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pedimos también por nuestros queridos difuntos, con la profunda esperanza de volvernos a encontrar un día
todos juntos en la comunión gloriosa de los santos.
Que esta hermosa aspiración anime a todos nosotros los cristianos y nos ayude a superar todas las
dificultades, todos los temores, todas las tribulaciones. Queridos hermanos, hermanas, pongamos nuestra
mano en la mano materna de María, Reina de todos los santos, y dejémonos guiar por ella hacia la patria
celestial, en compañía de los espíritus bienaventurados “de toda nación, pueblo y lengua” (Ap. 7, 9). Y
unamos ya en la oración el recuerdo de nuestros queridos difuntos, a quienes mañana conmemoraremos.
2 de Noviembre
Todos los fieles difuntos
(Cfr. Benedicto XVI, ángelus 2 de noviembre de 2008)
Ayer, la fiesta de Todos los Santos nos hizo contemplar “la ciudad del cielo, la Jerusalén celeste, que
es nuestra madre” (Prefacio de Todos los Santos). Hoy, con el corazón dirigido todavía a estas realidades
últimas, conmemoramos a todos los fieles difuntos, que “nos han precedido con el signo de la fe y duermen
ya el sueño de la paz” (Plegaria eucarística I).
Es muy importante que los cristianos vivamos la relación con los difuntos en la verdad de la fe, y
miremos la muerte y el más allá a la luz de la Revelación. Ya el apóstol san Pablo, escribiendo a las
primeras comunidades, exhortaba a los fieles a “no afligirse como los hombres sin esperanza”. “Si creemos
que Jesús ha muerto y resucitado, escribía, del mismo modo a los que han muerto en Jesús Dios los llevará
con él” (1 Tes. 4, 13-14). También hoy es necesario evangelizar la realidad de la muerte y de la vida eterna,
realidades particularmente sujetas a creencias supersticiosas y sincretismos, para que la verdad cristiana no
corra el riesgo de mezclarse con mitologías de diferentes tipos.
En la encíclica sobre la esperanza cristiana, Benedicto XVI, se interrogaba sobre el misterio de la
vida eterna (cf. Spe salvi, 10-12). Se preguntaba: la fe cristiana, ¿es también para los hombres de hoy una
esperanza que transforma y sostiene su vida? (cf. ib., 10). Y más radicalmente: ¿desean aún los hombres y
las mujeres de nuestra época la vida eterna? ¿O tal vez la existencia terrena se ha convertido en su único
horizonte?
En realidad, como ya observaba san Agustín, todos queremos la “vida bienaventurada”, la felicidad;
queremos ser felices. No sabemos bien qué es y cómo es, pero nos sentimos atraídos hacia ella. Se trata de
una esperanza universal, común a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. La expresión
“vida eterna” querría dar un nombre a esta espera que no podemos suprimir: no una sucesión sin fin, sino
una inmersión en el océano del amor infinito, en el que ya no existen el tiempo, el antes y el después. Una
plenitud de vida y de alegría: esto es lo que esperamos y aguardamos de nuestro ser con Cristo (cf. ib., 12).
Renovemos hoy la esperanza en la vida eterna fundada realmente en la muerte y resurrección de
Cristo. “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, nos dice el Señor, y mi mano te sostiene.
Dondequiera que puedas caer, caerás entre mis manos, y estaré presente incluso a las puertas de la muerte.
A donde ya nadie puede acompañarte y a donde no puedes llevar nada, allí te espero para transformar para
ti las tinieblas en luz. Pero la esperanza cristiana nunca es solamente individual; también es siempre
esperanza para los demás. Nuestras existencias están profundamente unidas unas a otras, y el bien y el mal
que cada uno realiza también afecta siempre a los demás.
Así, la oración de un alma peregrina en el mundo puede ayudar a otra alma que se está purificando
después de la muerte. Por eso hoy la Iglesia nos invita a rezar por nuestros queridos difuntos y a visitar sus
tumbas en los cementerios. Que María, Estrella de la esperanza, haga más fuerte y auténtica nuestra fe en la
vida eterna y sostenga nuestra oración de sufragio por los hermanos difuntos.
9 de Noviembre
Basílica de Letrán
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Juan 2, 13-22
“Jesús hablaba del templo de su cuerpo”. Hoy celebramos la dedicación de la Basílica de Letrán, es
la catedral del Obispo de Roma, el Papa. En esta solemnidad la liturgia nos propone lecturas relativas al
templo. El Señor en el Evangelio habla del templo de su cuerpo. Nosotros somos el templo vivo y
verdadero de Dios.
La realidad visible de un templo de piedra nos lleva a reflexionar sobre aquel otro templo que somos
nosotros mismos. En efecto, Benedicto XVI, nos dice que “la iglesia-edificio es signo concreto de la
Iglesia-comunidad, formada por las 'piedras vivas', que son los creyentes, imagen tan querida a los
Apóstoles. San Pedro y San Pablo ponen de relieve cómo la 'piedra angular' de este templo espiritual es
Cristo y que, unidos a Él y bien compactos, también nosotros estamos llamados a participar en la
edificación de este templo vivo".
Todos nosotros… después del Bautismo nos convertimos en templos de Cristo. Y, si pensamos con
atención en lo que atañe a la salvación de nuestras almas, tomamos conciencia de nuestra condición de
templos verdaderos y vivos de Dios. Dios habita no sólo en templos levantados por los hombres ni en
casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida
por Él mismo, que es su arquitecto. Por esto dice el apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo
son ustedes.
Por tanto, por amor a Dios debemos arrojar también nosotros, del templo que somos nosotros
mismos, a todos aquellos ‘mercaderes’ y ‘cambistas’ que son nuestros vicios y pecados, con el mismo celo
que mostró el Señor.
8 de Diciembre
Solemnidad de la Inmaculada Concepción
Lc 1, 26-38
Alégrate, llena de gracia, el señor está contigo. El 8 de diciembre celebramos una de las fiestas más
hermosas de la santísima Virgen María: la solemnidad de su Inmaculada Concepción. De la Virgen
María, fiesta tan querida para el pueblo cristiano. Se inserta muy bien en el clima de Adviento e ilumina
con resplandor de luz purísima nuestro itinerario espiritual hacia la Navidad.
San Lucas, por su parte, nos muestra a la Virgen María recibiendo el anuncio del mensajero celestial
(cf. Lc 1, 26-38): “el mensajero divino dijo a la Virgen: .Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.
(Lc 1, 28)” [Redemptoris Mater, 8]. El saludo del ángel sitúa a María en el corazón del misterio de Cristo;
en efecto, en ella, llena de gracia, se realiza la encarnación del Hijo eterno, don de Dios para la
humanidad entera (cf. ib.).
En María Inmaculada contemplamos el reflejo de la Belleza que salva al mundo: la belleza de Dios
que resplandece en el rostro de Cristo. En María esta belleza es totalmente pura, humilde, sin soberbia ni
presunción. Desde el instante en que fue concebida gozó del singular privilegio de estar llena de la gracia
de su Hijo bendito, para ser santa como Él. Por eso, el mensajero celestial, enviado a anunciarle el
designio divino, se dirigió a Ella, saludándola: “Alégrate, llena de gracia” (Lc 1, 28).
¡Qué inmensa alegría es tener por madre a María Inmaculada! Cada vez que experimentamos nuestra
fragilidad y la sugestión del mal, podemos dirigirnos a ella, y nuestro corazón recibe luz y consuelo.
Incluso en las pruebas de la vida, en las tempestades que hacen vacilar la fe y la esperanza, pensemos que
somos sus hijos y que las raíces de nuestra existencia se hunden en la gracia infinita de Dios. La Iglesia
misma, aunque está expuesta a las influencias negativas del mundo, encuentra siempre en ella la estrella
para orientarse y seguir la ruta que le ha indicado Cristo. De hecho, María es la Madre de la Iglesia.
“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. En esas palabras está el secreto de la auténtica
Navidad. Dios las repite a la Iglesia, a cada uno de nosotros: “Alégrense, el Señor está cerca”. Con la
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ayuda de María, entreguémonos nosotros mismos, con humildad y valentía, para que el mundo acoja a
Cristo en esta Navidad, que es el manantial de la verdadera alegría.
12 de diciembre3
Solemnidad de la Santísima Virgen de Guadalupe
Así como un día María se encaminó presurosa a un pueblo de Judea –Ain Karim- a visitar a Isabel;
también hace 473 años que María se encaminó a nuestra tierra mexicana… Los SIGLOS NO HAN
PODIDO APAGAR EL ECO DE UNA PALABRA DE AMOR Y DE ESPERANZA que resonó en el
Tepeyac, las generaciones la han transmitido a las generaciones como una herencia de nuestros mayores,
como una gloria purísima de nuestra raza. Hay algo que nunca podemos ni debemos olvidar: es la gran
promesa que a todos nos hizo María de Guadalupe en la persona de san Juan Diego, el hombre de fe
sencilla y profunda, el hombre obediente y servicial; el evangelizador y catequista, el misionero, el
mensajero de de María de Guadalupe.
Las promesas que María de Guadalupe le dijo a san Juan diego para nosotros… son ¡cada palabra
un tesoro!, ¡Cada palabra contiene amor y esperanza!:
-
«Juanito, Juan Dieguito»; el más pequeño de mis hijos, sabe y ten entendido que yo soy la
siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Deseo vivamente que se me
erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa
a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí
confíen.
-
«Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe
tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi
sombra? ¿No estás, por ventura, en mi regazo?4
Estas palabras encierran el misterio de nuestra predilección: ¡María es nuestra Madre! ¡María es
Madre singularmente amorosa de los mexicanos!
María es nuestra Madre porque lo fue de Cristo, y nos ama con el mismo amor con que amó a su
Hijo. El cristianismo es armonioso y bello, porque junto a la figura de Cristo aparece la dulce, la tierna, la
celestial figura de María... en el corazón inmenso de maría todos los corazones caben, en él todos somos
predilectos; somos predilectos de María; el amor de María es como el de Dios, no busca el bien ni la
hermosura ni la grandeza, sino que busca hacer el bien a sus hijos que tanto ama.
Que nobleza tan singular a la que nos ha elevado María; pero, también es cierto que nobleza obliga;
es decir, amor con amor se paga. María nos ama con predilección, y nos quiere buenos y grandes:
cristianos de peso completo, no ignorantes y mediocres; nos quiere personas realizadas extraordinarias; nos
quiere felices.
Desde la cruz de Jesús, y desde la mirada de María, el dolor es en la tierra luz, pureza y amor,
fecundidad; vistos así los gozos y las alegrías, las angustias y tristezas de nuestra vida, son fuente de
purificación y engrandecimiento. María de Guadalupe es nuestro consuelo. Bendita sea aquella que nos
dijo en San Juan Diego: quiero que me erija un templo para en él mostrar y prodigar todo mi amor,
compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me
3 Cfr. MONS. LUIS MARIA MARTÍNEZ, María de Guadalupe, E. la Cruz, México, 1999, pp. 7-19
4 Nican Mopohua
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invoquen y en mí confíen; es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa
alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás, por ventura, en mi
regazo?
Grande es la promesa de la Virgen de Guadalupe, es un mundo de ternura y de esperanza; pero
nosotros la hemos quizá frustrado por nuestro olvido y nuestra infidelidad; por nuestro olvido, ¡sí! Esa
promesa debía sernos familiar: los niños debían aprenderla en el regazo de su madre, y esas palabras
amorosísimas de María deberían ser las primeras que pronunciaran los labios mexicanos; todos deberíamos
llevar grabada esa promesa en nuestra memoria y en nuestro corazón para que fuera nuestra fortaleza en la
debilidad, nuestro consuelo en la tribulación, nuestro gozo en la alegría, nuestra confianza en la vida y
nuestra paz en la muerte.
María de Guadalupe debería ser para los mexicanos lo que era Jerusalén para los Israelitas, el centro
de sus pensamientos, de sus afectos y de su vida; como ellos deberíamos repetir con la sinceridad y el amor
de nuestra alma: ¡Péguese nuestra lengua al paladar, si de Ti nos olvidáramos, si no te pusiéramos
constantemente en el principio de nuestras alegrías!
Pero no es así, nos olvidamos de María; ni conocemos, ni saboreamos su gran promesa. ¡Somos
ingratos! A nuestro olvido se añade nuestra infidelidad a Dios Padre… a nuestra fe, a nuestra Iglesia.
El día en que los mexicanos seamos fieles al amor singular de la Virgen de Guadalupe, el día en que
esta Reina incomparable sea conocida y venerada y amada en nuestra patria, el día en que nos decidamos a
vivir como María, a querer lo que ella, quiso y amar lo que ella amó…, María de Guadalupe cumplirá
plenamente su promesa, que brotó de sus labios purísimos, como un arrullo de ternura y como un
delicadísimo reproche de amor, ¡qué deliciosas palabras!: Oye, hijo mío, lo que te digo ahora: no te
moleste ni aflija cosa alguna, ni temas enfermedad, ni otro accidente penoso, ni dolor. ¿No estoy
aquí yo que soy tu madre? ¿No estás debajo de mi sombra y amparo? ¿No soy yo vida y salud?
¿No estás en mi regazo y corres por mi cuenta? ¿Tienes necesidad de otra cosa?
¡Madre! ¡Madre de Guadalupe! guardaremos tus palabras de cielo en lo intimo de nuestras almas y
allí gustaremos su siempre antigua y siempre nueva suavidad. No temeremos ya. No desconfiaremos
jamás de tu protección celestial y de tu amor inmenso. Aunque todo se levante contra nosotros y el
mundo se hunda en horrible cataclismo, nosotros confiaremos en Ti, y abandonados en tu regazo,
dormiremos tranquilos el sueño de la paz, el sueño del amor; ¡porque estás con nosotros Tú, que eres la
dulce, la santa, la amorosa Madre nuestra!
Virgen María de Guadalupe, Madre del verdadero Dios por quien se vive, Paloma mía, que anidas en
los huecos de la peña, en las grietas del barranco; déjame ver tu figura. Déjame escuchar tu voz, permíteme
ver tu rostro, porque es muy dulce tu hablar y gracioso tu semblante.
2. HOMILÍAS PARA EL SANTORAL Y FIESTAS PATRONALES
ENERO
1º. De enero
Solemnidad de la Madre de Dios
“Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4).
La Palabra de Dios hoy contempla de modo especial a María, como Madre de Dios. Ocho días
después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna
cielo y tierra por los siglos de los siglos” (Antífona de entrada). “Cuando llegó la plenitud de los tiempos,
envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). El apóstol san Pablo alude a la maternidad divina de
María cuando habla de la “mujer” por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo.
El dogma fundamental de todo el cristianismo es que Jesús es Dios, el Verbo de Dios encarnado.
Luego María, su Madre, es la Madre de Dios, la Madre del Verbo encarnado. Se trata, pues, de algo
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expresa y claramente revelado por Dios en la Sagrada Escritura y definido expresamente por la Iglesia en
el Concilio de Éfeso como verdad de fe.
Sobre la maternidad de divina de María, San Cirilo de Alejandría (370-444) enseña: “Me sorprende
que haya personas que se hagan esta pregunta: ¿hay que llamar a María Madre de Dios? Ya que si nuestro
Señor Jesucristo es Dios ¿cómo la Virgen que lo trajo al mundo no sería la Madre de Dios? Es la creencia
que nos han transmitido los santos Apóstoles, aun cuando ellos no hayan usado este término. Es la
enseñanza que hemos recibido de los santos Padres.
La Virgen es verdaderamente Madre de Dios pues ella concibió de forma sobrenatural a Cristo, el
Salvador, que participa también de su carne y sangre y que, en el plano humano, procede de la misma
sustancia que su Madre y que nosotros mismos.
Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos
prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican
mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno
u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los
Evangelios.
Por consiguiente, si María es Madre de Cristo y Cristo es la Cabeza de la Iglesia, la que es Madre de
la Cabeza es Madre de los miembros del Cuerpo de su Hijo. Por esto, María es Madre espiritual de toda la
humanidad. San Agustín (354-430) enseña que María es madre de los miembros de Cristo, “…que somos
nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella
Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo…” Por tanto, la Virgen santa es Madre de la
Iglesia y Madre de cada uno de sus miembros, es decir, Madre de cada uno de nosotros, en Cristo.
Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del
Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Así pues,
contemplando a María como Madre de Dios y Madre de la Iglesia, como nuestra Madre, comenzamos
este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un ‘talento’ precioso que hemos de hacer
fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios, siguiendo el camino
que camino nuestra Madre.
Así, pues, al inicio de este nuevo año queramos ser dóciles hijos y discípulos de la Madre de Dios y
Madre nuestra. Hoy decidamos seguir el camino que Ella siguió, queramos aprender de ella, la Madre
santa, a acoger en la fe y en la oración la salvación que Dios no cesa de donar a los que confían en su
amor misericordioso.
Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz. “El
Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te conceda la paz” (Núm. 6, 24. 26), ahora y
siempre.
17 San Antonio, abad
Antonio nació en Heraclea, Egipto, hacia el año 251. Hijo de padres nobles y cristianos. Según su
biógrafo, San Atanasio, Antonio creció y se desarrolló como cualquier joven, dentro de la naturalidad,
aunque, eso sí, con tremendas dificultades para el estudio de las letras. Muy joven, perdió a sus padres y
tuvo que hacerse, a los 18 años, cargo de su hermana menor y de los bienes heredados, 117 fanegas de
tierra
Su proceso religioso, que había sido el de cualquier joven; experimenta una gran transformación
cuando entrando a la iglesia oyó aquellas palabras del Evangelio: “Si quieres llegar hasta el final, vende
lo que tienes, da el dinero a los pobres y luego vente conmigo”. A partir de esta experiencia, y como si
aquellas palabras hubieran sido dirigidas especialmente a él, hizo donación a los aldeanos de las posesiones
heredadas, vendió sus bienes muebles y repartió entre los pobres la cantidad resultante, reservando una
195
pequeña cantidad para su hermana. Pero otro día oyó aquellas otras palabras: “No se agoben por el
mañana…”, entonces repartió el resto reservado entre los pobres y encomendó su hermana a una vírgenes
de su confianza.
Una vez resuelto el problema de la distribución de sus bienes y cuidado de su hermana, Antonio
inicia la vida de eremita, retirándose al desierto para dedicarse a la oración y penitencia. Allí no sólo luchó
contra el abrazador sol, la sed y el hambre, sino contra el tentador, los deseos desordenados de su corazón,
de su mente, de su fantasía. De esta manera fue labrando Antonio la figura de un gran hombre de Dios, de
un hombre profundo e interior, sin olvidar a los demás a quienes aleccionaba con su vida y enseñaba con
sus palabras de consuelo, de fe y de esperanza. Persuadió a muchos a abrazar la vida monástica. Pronto las
montañas y el desierto se poblaron de monjes que vivían en solitario. Así nace, sin quererlo, el monacato
oriental. Este hombre iletrado cuenta en su haber la defensa de la iglesia contra ciertas doctrinas heréticas
de su época: los melecianos, maniqueos y arrianos. Se habla de sabios de la época que iban a parlar con él.
Con agudeza les decía: “Si vienen a hablar con un ignorante pierden el tiempo; y si piensan que soy un
sabio, imítenme”.
San Agustín, después de conocer su vida, exclama: “¿Qué es esto que pasa con nosotros?. ¿Qué es
lo que sucede? Se levantan de la tierra los indoctos, y se apoderan del cielo, ¿ y nosotros con todas
nuestras doctrinas, nos estamos revolcando en el cieno de la carne y de la sangre? ¿Por ventura, nos da
vergüenza el seguirles, porque ellos van delante?. ¿y no tendremos vergüenza siquiera de no seguirlos?”
Estamos ante un hombre que no ha pasado de moda. Un hombre que busca en el silencio y retiro, en
lo más hondo de su ser, el sentido de la vida. Un hombre de Dios. Como decía P.CLAUDEL: “Las
grandes cosas y los grandes hombres se han hecho siempre en el silencio”
San Antonio Abad, con su estilo de vida y ejemplo, nos recuerda en este día que si queremos llegar
muy lejos, si queremos encontrar un sentido profundo a la existencia, hemos de crear un espacio interior.
¡Cuánto más alto pretenda llegar el árbol, más profundas han de sus raíces!
25 de enero
Conversión de san Palo Apóstol
Celebramos hoy la Conversión de san Palo Apóstol, la experiencia del Apóstol puede ser un modelo
para toda auténtica conversión cristiana. La conversión de san Pablo se produjo en el encuentro con Cristo
resucitado; este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia. En el camino de Damasco le
sucedió lo que Jesús pide en el evangelio de hoy: Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, "creyó
en el Evangelio". En esto consiste su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en
abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no
dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho de que Jesús había muerto también
por él, el perseguidor, y había resucitado.
La conversión implica dos dimensiones. En el primer paso se conocen y reconocen a la luz de Cristo
las culpas, y este reconocimiento se transforma en dolor y arrepentimiento, en deseo de volver a empezar.
En el segundo paso se reconoce que este nuevo camino no puede venir de nosotros mismos. Consiste en
dejarse conquistar por Cristo. Como dice san Pablo: “Me esfuerzo por correr para conquistarlo, habiendo
sido yo también conquistado por Cristo Jesús” (Flp 3, 12). La conversión exige nuestro sí, mi ‘correr’; no
es en última instancia una actividad mía, sino un don; es dejarse formar por Cristo; es muerte y
resurrección. Por eso san Pablo no dice: “Me he convertido”, sino “he muerto” (Ga 2, 19), soy una
criatura nueva.
Que por medio de san Pablo, el Señor nos ilumine, nos conceda en nuestro mundo el encuentro con
su presencia y que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de
renovar el mundo.
196
28 Santo Tomás de Aquino
Después de setecientos años después de su muerte, podemos aprender mucho del Doctor Angélico. El
Papa Pablo VI en un discurso pronunciado en Fossanova el 14 de septiembre de 1974, con ocasión del VII
centenario de la muerte de santo Tomás, se preguntaba: «Maestro Tomás, ¿qué lección nos puedes dar?». Y
respondía así: «La confianza en la verdad del pensamiento religioso católico, tal como él lo defendió,
expuso y abrió a la capacidad cognoscitiva de la mente humana» (L'Osservatore Romano, edición en
lengua española, 22 de septiembre de 1974, pp. 6-7). Y el mismo día, en Aquino, refiriéndose de nuevo a
santo Tomás, afirmaba: «Todos, todos los que somos hijos fieles de la Iglesia podemos y debemos, por lo
menos en alguna medida, ser discípulos suyos» (ib., p. 7).
Aprendamos, pues, también nosotros de santo Tomás y de su obra maestra, la Summa Theologiae.
Aunque quedó incompleta, es una obra monumental: contiene 512 cuestiones y 2669 artículos. Se trata de
un razonamiento compacto, cuya aplicación de la inteligencia humana a los misterios de la fe avanza con
claridad y profundidad, enlazando preguntas y respuestas, en las que santo Tomás profundiza la enseñanza
que viene de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, sobre todo de san Agustín. En esta
reflexión, en el encuentro con verdaderas preguntas de su tiempo, que a menudo son asimismo preguntas
nuestras, santo Tomás, utilizando también el método y el pensamiento de los filósofos antiguos, en
particular de Aristóteles, llega así a formulaciones precisas, lúcidas y pertinentes de las verdades de fe,
donde la verdad es don de la fe, resplandece y se hace accesible para nosotros, para nuestra reflexión. Sin
embargo, este esfuerzo de la mente humana —recuerda el Aquinate con su vida misma— siempre está
iluminado por la oración, por la luz que viene de lo Alto. Sólo quien vive con Dios y con los misterios
puede comprender también lo que esos misterios dicen.
En la Summa Theologiae, santo Tomás parte del hecho de que existen tres modos distintos del ser y
de la esencia de Dios: Dios existe en sí mismo, es el principio y el fin de todas las cosas; por tanto, todas
las criaturas proceden y dependen de él; luego, Dios está presente a través de su gracia en la vida y en la
actividad del cristiano, de los santos; y, por último, Dios está presente de modo totalmente especial en la
Persona de Cristo, unido aquí realmente con el hombre Jesús, que actúa en los sacramentos, los cuales
derivan de su obra redentora. Por eso, la estructura de esta obra monumental (cf. Jean-Pierre Torrell, La
«Summa» di san Tommaso, Milán 2003, pp. 29-75), un estudio con «mirada teológica» de la plenitud de
Dios (cf. Summa Theologiae, Iª, q. 1, a. 7), está articulada en tres partes, y el mismo Doctor Communis —
santo Tomás— la explica con estas palabras: «El objetivo principal de esta sagrada doctrina es llevar al
conocimiento de Dios, y no sólo como ser, sino también como principio y fin de las cosas, especialmente
de las criaturas racionales (...). En nuestro intento de exponer dicha doctrina, trataremos lo siguiente:
primero, de Dios; segundo, de la marcha del hombre hacia Dios; tercero, de Cristo, el cual, como hombre,
es el camino en nuestra marcha hacia Dios» (ib., Iª, q. 2). Es un círculo: Dios en sí mismo, que sale de sí
mismo y nos toma de la mano, de modo que con Cristo volvemos a Dios, estamos unidos a Dios, y Dios
será todo en todos.
Así pues, la primera parte de la Summa Theologiae indaga sobre Dios mismo, sobre el misterio de la
Trinidad y sobre la actividad creadora de Dios. En esta parte, encontramos también una profunda reflexión
sobre la realidad auténtica del ser humano en cuanto salido de las manos creadoras de Dios, fruto de su
amor. Por una parte, somos un ser creado, dependiente; no venimos de nosotros mismos; pero, por otra,
tenemos verdadera autonomía, de modo que no somos sólo algo aparente —como dicen algunos filósofos
platónicos—, sino una realidad querida por Dios como tal, y con valor en sí misma.
En la segunda parte santo Tomás considera al hombre, impulsado por la gracia, en su aspiración a
conocer y amar a Dios para ser feliz en el tiempo y en la eternidad. Primeramente, el autor presenta los
principios teológicos de la acción moral, estudiando cómo, en la libre elección del hombre de realizar actos
buenos, se integran la razón, la voluntad y las pasiones, a las que se añade la fuerza que da la gracia de
Dios mediante las virtudes y los dones del Espíritu Santo, al igual que la ayuda que ofrece también la ley
moral. Por consiguiente, el ser humano es un ser dinámico, que busca su propia identidad, que busca
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llegar a ser él mismo y, en este sentido, busca realizar actos que lo construyen, que lo hacen
verdaderamente hombre; y aquí entra la ley moral, entra la gracia y también la razón, la voluntad y las
pasiones. Sobre este fundamento santo Tomás traza la fisonomía del hombre que vive según el Espíritu y
que se convierte así en un icono de Dios. Aquí el Aquinate se detiene a estudiar las tres virtudes teologales
—fe, esperanza y caridad—, seguidas de un examen agudo de más de cincuenta virtudes morales,
organizadas en torno a las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, templanza y fortaleza. Y termina
con la reflexión sobre las distintas vocaciones en la Iglesia.
En la tercera parte de la Summa, santo Tomás estudia el Misterio de Cristo —el camino y la
verdad— por medio del cual podemos reunirnos con Dios Padre. En esta sección escribe páginas casi no
superadas sobre el misterio de la Encarnación y de la Pasión de Jesús, añadiendo también una amplia
disertación sobre los siete sacramentos, porque en ellos el Verbo divino encarnado extiende los beneficios
de la Encarnación para nuestra salvación, para nuestro camino de fe hacia Dios y la vida eterna, permanece
materialmente casi presente con las realidades de la creación, y así nos toca en lo más íntimo.
Hablando de los sacramentos, santo Tomás se detiene de modo particular en el misterio de la
Eucaristía, por el cual tuvo una grandísima devoción, hasta tal punto que, según los antiguos biógrafos,
solía acercar su cabeza al Sagrario, como para sentir palpitar el Corazón divino y humano de Jesús. En una
obra suya de comentario de la Escritura, santo Tomás nos ayuda a comprender la excelencia del
sacramento de la Eucaristía, cuando escribe: «Al ser la Eucaristía el sacramento de la Pasión de nuestro
Señor, contiene en sí a Jesucristo, que sufrió por nosotros. Por tanto, todo lo que es efecto de la Pasión de
nuestro Señor, es también efecto de este sacramento, puesto que no es otra cosa que la aplicación en
nosotros de la Pasión del Señor» (In Ioannem, c. 6, lect. 6, n. 963). Comprendemos bien por qué santo
Tomás y los demás santos celebraban la santa misa derramando lágrimas de compasión por el Señor, que se
ofrece en sacrificio por nosotros, lágrimas de alegría y de gratitud.
Queridos hermanos y hermanas, siguiendo la escuela de los santos, enamorémonos de este
sacramento. Participemos en la santa misa con recogimiento, para obtener sus frutos espirituales;
alimentémonos del Cuerpo y la Sangre del Señor, para ser incesantemente alimentados por la gracia
divina. De buen grado, hablemos con frecuencia, de tú a tú, con Cristo en el Santísimo Sacramento.
Lo que santo Tomás ilustró con rigor científico en sus obras teológicas mayores, como la Summa
Theologiae, o la Summa contra Gentiles, lo expuso también en su predicación, dirigida a los estudiantes y a
los fieles. En 1273, un año antes de su muerte, durante toda la Cuaresma tuvo predicaciones en la iglesia de
Santo Domingo Mayor en Nápoles. El contenido de esos sermones se recogió y conservó: son los Opuscoli,
en los que explica el Símbolo de los Apóstoles, interpreta la oración del Padre Nuestro, ilustra el Decálogo
y comenta el Ave María. El contenido de la predicación del Doctor Angelicus corresponde casi
completamente a la estructura del Catecismo de la Iglesia católica. En efecto, en la catequesis y en la
predicación, en un tiempo como el nuestro de renovado compromiso por la evangelización, nunca deberían
faltar estos temas fundamentales: lo que creemos, es decir, el Símbolo de la fe; lo que oramos, o sea, el
Padre Nuestro y el Ave María; lo que vivimos como nos enseña la Revelación bíblica, es decir, la ley del
amor de Dios y del prójimo y los Diez mandamientos, como explicación de este mandamiento del amor.
Quiero poner algunos ejemplos del contenido, sencillo, esencial y convincente, de las enseñanzas de
santo Tomás. En su Opúsculo sobre el Símbolo de los Apóstoles explica el valor de la fe. Por medio de
ella, dice, el alma se une a Dios, y se produce como un brote de vida eterna; la vida recibe una orientación
segura, y nosotros superamos fácilmente las tentaciones. A quien objeta que la fe es una necedad, porque
hace creer en algo que no entra en la experiencia de los sentidos, santo Tomás da una respuesta muy
articulada, y recuerda que se trata de una duda inconsistente, porque la inteligencia humana es limitada y
no puede conocerlo todo. Sólo en el caso de que pudiéramos conocer perfectamente todas las cosas visibles
e invisibles, entonces sería una auténtica necedad aceptar verdades por pura fe. Por lo demás, es imposible
vivir —observa santo Tomás— sin fiarse de la experiencia de los demás, donde el conocimiento personal
no llega. Por tanto, es razonable tener fe en Dios que se revela y en el testimonio de los Apóstoles: eran
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pocos, sencillos y pobres, afligidos a causa de la crucifixión de su Maestro; y aun así, muchas personas
sabias, nobles y ricas se convirtieron en poco tiempo al escuchar su predicación. Se trata, en efecto, de
un fenómeno históricamente prodigioso, al cual difícilmente se puede dar otra respuesta razonable que no
sea la del encuentro de los Apóstoles con el Señor resucitado.
Comentando el artículo del Símbolo sobre la encarnación del Verbo divino, santo Tomás hace
algunas consideraciones. Afirma que la fe cristiana, considerando el misterio de la Encarnación, queda
reforzada; la esperanza se eleva con más confianza al pensar que el Hijo de Dios vino en medio de
nosotros, como uno de nosotros, para comunicar a los hombres su divinidad; la caridad se reaviva, porque
no existe signo más evidente del amor de Dios por nosotros, que ver al Creador del universo que se hace él
mismo criatura, uno de nosotros. Por último, considerando el misterio de la encarnación de Dios, sentimos
que se inflama nuestro deseo de alcanzar a Cristo en la gloria. Haciendo una comparación sencilla y eficaz,
santo Tomás observa: «Si el hermano de un rey estuviera lejos, ciertamente anhelaría poder vivir a su lado.
Pues bien, Cristo es nuestro hermano: por tanto, debemos desear su compañía, llegar a ser un solo corazón
con él» (Opuscoli teologico-spirituali, Roma 1976, p. 64).
Presentando la oración del Padre Nuestro, santo Tomás muestra que es perfecta en sí, pues tiene las
cinco características que debería poseer una oración bien hecha: abandono confiado y tranquilo;
conveniencia de su contenido, porque —observa santo Tomás— «es muy difícil saber exactamente lo que
es oportuno pedir y lo que no, pues nos resulta difícil la selección de los deseos» (ib., p. 120); y, también,
orden apropiado de las peticiones, fervor de caridad y sinceridad de la humildad.
Santo Tomás fue, como todos los santos, un gran devoto de la Virgen. La definió con un apelativo
estupendo: Triclinium totius Trinitatis, triclinio, es decir, lugar donde la Trinidad encuentra su descanso,
porque, con motivo de la Encarnación, en ninguna criatura, como en ella, las tres Personas divinas habitan
y sienten delicia y alegría por vivir en su alma llena de gracia. Por su intercesión podemos obtener
cualquier ayuda.
Con una oración, que tradicionalmente se atribuye a santo Tomás y que, en cualquier caso, refleja los
elementos de su profunda devoción mariana, también nosotros digamos: «Oh santísima y dulcísima Virgen
María, Madre de Dios..., encomiendo toda mi vida a tu corazón misericordioso... Alcánzame, oh dulcísima
Señora mía, caridad verdadera, con la cual ame con todo mi corazón, sobre todas las cosas, a tu santísimo
Hijo y, después de él, a ti, y al prójimo en Dios y por Dios».
FEBRERO
11 Nuestra Señora de Lourdes
El día 8 de diciembre de 1854, Pío IX declaraba solemnemente el dogma de la Inmaculada
Concepción de María.
Y el año 1858, cuatro años después de la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada
Concepción de María, en un pueblecito del sur de Francia, Lourdes, se aparecía la Virgen a una niña,
Bernadette Soubirous.
Y un 25 de marzo, después de varias apariciones, junto al río Gave, en la gruta de Massabielle,
Bernadette se atrevió a preguntar a la Virgen por su nombre. La Virgen le respondió: "Yo soy la
Inmaculada Concepción". Y Bernardette saltó de júbilo, con los ojos encendidos de amor.
Lourdes ha sido fuente de sanación física para mucha gente, y quizás ha sido este el milagro más
visible que Dios ha realizado para confirmar y sostener la fe en la obra. Pero sin dudas que la sanación
espiritual, la conversión de las almas, ha sido el fruto más extraordinario que las generaciones han
manifestado como evidencia de la potencia de los actos de Dios en esta tierra.
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Bernardita fue también instrumento de confirmación del Dogma de la Inmaculada Concepción, para
alegría de los que amamos la pureza de María, reconocida de este modo en las propias palabras de la Reina
del Cielo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Hoy, después de 150 años, las palabras de María resuenan
en nuestros oídos con la misma fuerza, como un cristal puro que resuena y sacude con su timbre los
tímpanos del mundo.
Gloria a Dios por Su Amor manifestado en regalo tan extraordinario. Nuestra Señora de Lourdes
renueve nuestros corazones y nuestras mentes, para que emerja sonriente y esplendorosa nuestra propia
conversión.
14 Santos Cirilo y Metodio
Oh Dios!, tú que iluminaste a los pueblos eslavos por mediación de los santos Cirilo y Metodio,
haznos dóciles a su mensaje para que formemos un pueblo unido y cristiano. Amé
En el siglo IX de nuestra historia, san Cirilo el monje (+ 869) y san Metodio el obispo (+885),
nativos de Tesalónica, fueron dos hermanos de sangre y dos peregrinos de la cultura y santidad.
Cirilo, en su juventud, era apellidado “el filósofo”, por sus reflexiones y sabiduría. Y Metodio llegó a
ejercer —en el imperio bizantino- como gobernador en una de sus provincias. Eran, pues, insignes
personajes. Pero a ninguno de los dos le satisfacía lo que tenían en sus manos, y ambos optaron por la vida
sacerdotal en seguimiento de Cristo.
Predicaron el Evangelio y la paz en Crimea, Moravia y Eslovaquia; peregrinaron como apóstoles, y
fomentaron la liturgia en lengua eslava; orientaron la vida consagrada, como esplendor de la vida eclesial;
y se preocuparon de la vida humana y cristiana de cuantos con ellos hicieron amistad de espíritu.
En el conflicto surgido entre Roma y el patriarca Focio de Constantinopla, ellos manifestaron al Papa
su sentido de unidad eclesial y de obediencia.
Europa los tiene por patronos, junto a san Benito.
Invoquémosles hoy pidiéndoles que se hagan presentes en la Unión Europea, dentro de la cual nos
encontramos, y que iluminen a las mentes de sus rectores para que en ella no muera sino que se vigorice el
espíritu cristiano: espíritu de justicia, amor y paz.
22 Cátedra de san Pedro Apóstol
Mc 16, 13-19
Tú eres Pedro y yo te daré las llaves del Reino de los cielos. Jesús preguntó a los discípulos: “¿Quién
dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (...). Y ustedes ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16, 13-15).
Simón Pedro responde en nombre de todos: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Acto
seguido, Jesús pronuncia la declaración solemne que define, de una vez por todas, el papel de Pedro en la
Iglesia: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (...). A ti te daré
las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en
la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 18-19).
Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del
reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno; por último, podrá atar o desatar, es
decir, podrá decidir o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo
de Cristo. Siempre es la Iglesia de Cristo y no de Pedro.
El Apóstol es el depositario de las llaves de un tesoro inestimable: el tesoro de la redención. Jesús
habilita a Pedro y a los Apóstoles para que dispensen la gracia de la remisión de los pecados y abran
definitivamente las puertas del reino de los cielos.
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Oremos para que el primado de Pedro, encomendado a pobres personas humanas, sea siempre
ejercido en este sentido originario que quiso el Señor, y para que lo reconozcan cada vez más en su
verdadero significado los hermanos que todavía no están en comunión con nosotros.
MARZO
25 de marzo
La anunciación de María
Lc 1, 26-38
Concebirás y darás a luz un hijo. El 25 de marzo se celebra la solemnidad de la Anunciación de la
Bienaventurada Virgen María. La Anunciación, narrada al inicio del evangelio de san Lucas, es un
acontecimiento humilde, oculto, nadie lo vio, nadie lo conoció, salvo María, pero al mismo tiempo
decisivo para la historia de la humanidad. Cuando la Virgen dijo su ‘sí’ al anuncio del ángel, Jesús fue
concebido y con él comenzó la nueva era de la historia, que se sellaría después en la Pascua como “nueva
y eterna alianza”.
La anunciación a María inaugura la plenitud de “los tiempos” (Gal 4, 4), es decir el cumplimiento de
las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará “corporalmente
la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿Cómo será esto, puesto que no conozco
varón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35).
El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina,
él que es “el Señor que da la vida”, haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad
tomada de la suya.
El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es ‘Cristo’, es
decir, el ungido por el Espíritu Santo (cf. Mt 1, 20; Lc 1, 35), desde el principio de su existencia humana,
aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores (cf. Lc 2,8-20), a los magos
(cf. Mt 2, 1-12), a Juan Bautista (cf. Jn 1, 31-34), a los discípulos (cf. Jn 2, 11). Por tanto, toda la vida de
Jesucristo manifestará ‘cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder’ (Hch 10, 38).
Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan
importante” (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como ‘llena de gracia’
(Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso
que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios. En 1854 el Papa Pío IX enseñó que: ...la
bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer
instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos
de Jesucristo Salvador del género humano (DS 2803).
Hoy es el día de la Anunciación a María, el día en el que recordamos que María, con su ‘sí’, abrió el
cielo, de forma que ahora Dios es uno de nosotros. Pidamos que la belleza, la belleza de la gracia de Dios,
no cese jamás de atraer nuestros corazones.
ABRIL
25 San Marcos
San Marcos no fue un testigo de la resurrección del Señor, pero estuvo tan cerca de los testigos... Un
día se le ocurrió escribir no tanto una biografía de Jesús cuanto una confesión de fe. No pudo menos de
trasladar al exterior aquello que un día le traspasó el corazón. Por eso escribió algo de su Señor. Fue un
evangelio breve. Fue un evangelio escrito para los paganos, probablemente en Roma, recogiendo la
predicación de Pedro. Aquellos paganos estaban fuera. Veían los ritos de los cristianos, sus plegarias, su
modo de vivir, y todo les parecía enigmático, no alcanzando a entender su razón de ser. ¿Por qué oraban de
201
esta manera? ¿Por qué no eran como los demás? ¿Por qué tenían un modo de vivir tan lleno de amor, de
sencillez, de fraternidad? ¿Por qué sufrían los tormentos con tanta serenidad y morían con tanta
generosidad?
San Marcos les da la clave en su evangelio. Sencillamente porque habían encontrado a Jesús que se les
había hecho visible en la vida de los apóstoles. Habían encontrado a Jesús que era Hijo de Dios y les
ofrecía la salvación: una patria definitiva para el último día cuando todo en este mundo se haya terminado,
y un hogar entrañable en esta tierra para vivir en fraternidad, llevar los males de la vida con serenidad, estar
cerca de los otros con magnanimidad, tener un corazón limpio en la intimidad, y hacer el paso de esta vida
a la otra con tranquilidad.
29 Santa Catalina de Siena
En la fiesta y celebración eucarística de hoy se hace presente Santa Catalina de Siena, terciaria
dominica italiana. Nació en 1347 y falleció en 1380, a los 33 años de edad.
Desde su infancia vivió en gran intensidad la presencia espiritual de Dios, de Cristo y de María en
todas sus acciones.
El misterio de la Iglesia de Cristo, que es comunión de los creyentes, teniendo al Papa como a su
principal pastor y guía, fue una de sus dulces ‘obsesiones’, por ella daba su vida.
Pasó por años de retiro, soledad y contemplación, en su “celda interior”. Esta celda era como el
ámbito en el que ella veía a Dios como a quien lo es todo, sintiéndose la pequeñez amada, la casi nada,
pero que ama, adora, sirve a su Señor.
Movida por el Espíritu hacia la acción apostólica, al mismo tiempo que escalaba el monte de la
perfección, sirvió a pobres y enfermos, fue pacificadora de pueblos, y contribuyó altamente al retorno del
Papa Gregorio XI desde Aviñón a Roma.
Su libro EL DIÁLOGO, sus CARTAS y sus ORACIONES o SOLILOQUIOS son exquisito alimento
espiritual.
Pablo VI la declaró Doctora de la Iglesia, con santa Teresa de Jesús. Y Juan Pablo II la nombró
Copatrona de Europa. Pidámosle que en estos años difíciles y prometedores interceda por Europa y por
todo el mundo en búsqueda de paz y amor.
MAYO
1 San José Obrero
El “primero de mayo” tiene una entidad propia, como jornada internacional mundial de la lucha de los
trabajadores, del mundo obrero, por la defensa de sus intereses, los intereses de los pobres. La jornada tiene
su origen en las huelgas de Chicago a principios del siglo XX en la lucha por la jornada de las ocho horas.
Paradójica y significativamente, en Chicago, una pequeña placa rememora el lugar de los hechos, y en EU
el primero de mayo no es fiesta del mundo obrero. Pero la generosidad de aquellos anónimos obreros que
lucharon por la consecución de una legislación acorde a la dignidad de la persona humana y a los derechos
de los trabajadores, es hoy conmemorada en el mundo entero.
A finales del siglo XIX y principio del XX, el 1º. de mayo se convirtió en una fecha reivindicativa y
revolucionaria a favor de la clase obrera. El Papa Pío XII, en 1955, quiso darle una dimensión cristiana, e
instituyó la fiesta de San José Obrero, que no sólo fue trabajador artesano humilde, sino el modelo de todo
trabajador cristiano, que se afanó durante años, como servidor de la Sagrada Familia, sumergido en una
gran intimidad con Dios. De esta manera el Papa proyectaba una luz nueva sobre la dignidad del trabajo,
202
que ofrece el medio de perfeccionar la creación, sirviendo a Dios y a los hombres, imitando a Dios Creador
y al Hijo de Dios también artesano como su padre José, y uniendo los sufrimientos y contrariedades del
propio trabajo a la cruz de Cristo.
Aunque los evangelios nos dicen muy poco de San José, le califican con cinco títulos, importantes y
significativos, que son como cinco pilares que permiten construir una sólida teología josefina: le designan
“hijo de David” (Mt 1,20), “esposo de María” (Mt 1,16), “padre de Jesús” (Lc 2,48), “hombre justo” (Mt
1,19), y “el carpintero” (Mt 13,55) que enseñó su mismo oficio a Jesús (Mc 6,3). Hoy sólo celebramos su
oficio de carpintero de Nazaret: el sencillo trabajador que tiene que trabajar cada día, para sostener a su
familia, con el sudor de su frente en un trabajo bien humilde, y en una vida oculta y laboriosa.
San José, más que con sus palabras, habla con sus actitudes y gestos. Con su silencio, su obediencia,
su trabajo. Fue un obrero auténtico que trabajaba de sol a sol en su modesto taller de carpintería. La
tradición cristiana desde san Justino (siglo II), el oficio de san José lo identificó como el “el carpintero”: se
dice que construía yugos y arados, y en la misma línea escriben Orígenes, san Efrén y san Juan
Damasceno.
San José fue puesto por Dios al frente de su familia para que trabajara, a imagen de Dios trabajador,
“creador del cielo y de la tierra”, como Jesús dijo “Mi Padre trabaja siempre”.
3 La santa Cruz
Jn 3, 13-17
El Hijo del hombre tiene que ser levantado. El Misterio pascual de Cristo nos ha abierto la vida
eterna, y la fe es el camino para alcanzarla. Lo vemos en las palabras que Jesús dirige a Nicodemo y que
recoge el evangelista san Juan: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser
levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3, 14-15).
Jesús, en la conversación con Nicodemo, desvela el sentido más profundo de ese acontecimiento de
salvación (del levantamiento de la serpiente en el desierto por Moisés, como sanación de los israelitas,
mordidos por las serpientes), relacionándolo con su propia muerte y resurrección: el Hijo del hombre tiene
que ser levantado en el madero de la cruz para que todo el que crea tenga por él vida.
San Juan ve precisamente en el misterio de la cruz el momento en el que se revela la gloria regia de
Jesús, la gloria de un amor que se entrega totalmente en la pasión y muerte. Así la cruz, paradójicamente,
de signo de condena, de muerte, de fracaso, se convierte en signo de redención, de vida, de victoria, en el
cual, con mirada de fe, se pueden vislumbrar los frutos de la salvación.
Todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los
Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para
que, creyendo, alcancemos la salvación.
3 Santos Felipe y Santiago
En esta fiesta de dos santos apóstoles Felipe y Santiago, la 1ª lectura, tomada de la 1ª carta de Pablo a
los corintios, nos recuerda el núcleo fundamental, esencial, de la fe cristiana; aquello sin lo cual no
seríamos discípulos de Jesús y miembros de su Iglesia. Es el llamado “kerygma” o primer anuncio del
Evangelio, que predicaron los apóstoles, adaptándolo a las diversas circunstancias y auditorios. San Pablo
lo recuerda a los corintios entre los cuales algunos se atreven a negar la realidad de la resurrección.
Pablo recuerda a los corintios nada menos que “el evangelio que les prediqué”. No una ideología, una
doctrina filosófica o teológica. Tampoco un código moral. Sino la certeza de los acontecimientos
salvadores de los cuales los apóstoles fueron testigos y autorizados mensajeros. Se trata de la muerte
salvífica de Jesús en la cruz, en cumplimiento del plan divino de salvación para toda la humanidad. De su
sepultura, garantía de la realidad mortal que experimentó Jesús, y de su resurrección gloriosa, irrupción
definitiva de Dios en nuestra historia humana y cumplimiento en Cristo de todas las promesas y expectativa
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de la humanidad. Este es el Evangelio, la buena noticia. El fundamento y principio de nuestra fe. Lo que
nos define como cristianos. Es decir, la misma persona de Jesús: su vida y su muerte. La garantía de que
ante Dios todos tenemos un lugar, de que El nos hará justicia a cada uno, y llevará a la plenitud nuestra
efímera existencia, como llevó a su plenitud la existencia de Jesús.
El pasaje de la carta de Pablo, insiste al final en las apariciones del Señor resucitado, y presenta una
lista de testigos autorizados, anotando incluso que muchos están todavía vivos en el momento en que se
escribe la carta. Los primeros cristianos estaban seguros, y Pablo se hace eco de ello, de que el Resucitado
se había hecho ver por diversas personas, en ocasiones distintas, de maneras diferentes. Lo que Pablo
subraya es que el testimonio de la resurrección depende de experiencias ciertas tenidas especialmente por
apóstoles: ellos nos dicen que Cristo murió por nuestros pecados y que fue resucitado por el poder del
Padre: este es el centro de nuestra fe.
13 Nuestra Señora de Fátima
“Una gran señal apareció en el cielo: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una
corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap 12, 1).
En el año 1916, cuando la guerra se había extendido sobre Europa y Portugal, en una de las colinas
que rodean Fátima, tres pequeños campesinos portugueses: Lucía de 9 años, Francisco de 8 y Jacinta de 6,
se encontraron con una resplandeciente figura que les dijo: "Soy el Ángel de la Paz". Durante aquel año
vieron dos veces la misma aparición. Los exhortó a ofrecer constantes "plegarias y sacrificios" y a aceptar
con sumisión los sufrimientos que el Señor les envíe como un acto de reparación por los pecados con los
que El es ofendido.
El 13 de mayo de 1917, se les apareció una "Señora toda de blanco, más brillante que el sol", a quien
Lucía preguntó de dónde venía; ella respondió: "Vengo del cielo". Les pidió que regresaran al mismo lugar
durante seis meses seguidos, los días trece.
Con su solicitud materna, la santísima Virgen vino a Fátima, a pedir a los hombres que "no
ofendieran más a Dios, nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido". Su dolor de madre la impulsa a
hablar; está en juego el destino de sus hijos. Por eso pedía a los pastorcitos: "Rezad, rezad mucho y haced
sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida
por ellas".
La pequeña Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose heroicamente
como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían contraído la
enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a su casa, como cuenta la
pequeña: "Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a Francisco para llevarlo
al cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores. Le dije que sí". Y, al acercarse el
momento de la muerte de Francisco, Jacinta le recomienda: "Da muchos saludos de mi parte a nuestro
Señor y a nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran con tal de convertir a los
pecadores". Jacinta se había quedado tan impresionada con la visión del infierno, durante la aparición del
13 de julio, que todas las mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar a los pecadores.
La Virgen los ha ayudado a abrir el corazón a la universalidad del amor. En particular, la beata
Jacinta se mostraba incansable en su generosidad con los pobres y en el sacrificio por la conversión de los
pecadores. Sólo con este amor fraterno y generoso lograremos edificar la civilización del Amor y de la Paz.
Se equivoca quien piensa que la misión profética de Fátima está acabada. Aquí resurge aquel plan de
Dios que interpela a la humanidad desde sus inicios: “¿Dónde está Abel, tu hermano? [...] La sangre de tu
hermano me está gritando desde la tierra” (Gn 4,9). El hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente
de muerte y de terror, que no logra interrumpirla... En la Sagrada Escritura se muestra a menudo que Dios
se pone a buscar a los justos para salvar la ciudad de los hombres y lo mismo hace aquí, en Fátima, cuando
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Nuestra Señora pregunta: “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera
mandaros, como acto de reparación por los pecados por los cuales Él es ofendido, y como súplica por la
conversión de los pecadores?” (Memórias da Irmā Lúcia, I, 162).
14 San Matías, Apóstol
Jn 15, 9-17
No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido. Estas palabras las tenemos todos
grabadas a fuego en nuestros corazones: ¡ustedes y yo! Son las palabras de Jesús en el marco familiar e
íntimo de la última Cena, cuando el Señor abre de par en par su corazón a sus discípulos. Por una parte, es
la gratuidad de elección de aquellos a quienes constituye ministros suyos, a quienes confía una misión de
particular importancia; pero, por otra parte, todos hemos sido elegidos a cumplir una misión, y cada uno y
todos a vivir en el amor y en la amistad con Jesús. Todos hemos sido elegidos por Él ara ser satos, para ir a
la cada del Padre. U en todo y en todos, es Dios quien inicia el diálogo en la historia de la salvación, tejida
en esa maravillosa realidad de su amor. Es Él quien toma la iniciativa con la fuerza transformadora de su
Palabra, que todo lo recrea. “El nos amó primero” (1Jn 4,9).
La propuesta que Jesús hace a todos es la misma: «¡Sígueme!”, en el camino que Él nos otorgado a
cada uno, en nuestra propia vocación; está elección es ardua y exultante: los invita a entrar en su amistad, a
escuchar de cerca su Palabra y a vivir con Él; desde nuestra propia situación nos enseña la entrega total a
Dios y a la difusión de su Reino según la ley del Evangelio: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere,
queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24); nos invita a salir de la propia voluntad cerrada
en sí misma, de nuestra idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarnos
guiar por ella; nos hace vivir la comunión con Dios y con nuestros hermanos, que nace de esta
disponibilidad total a Dios (cf. Mt 12, 49-50), y que llega a ser el rasgo distintivo de los seguidores de
Jesús: “La señal por la que conocerán que son discípulos míos, será que se amen unos a otros” (Jn 13, 35).
15 SAN ISIDRO LABRADOR, PATRÓN DE MADRID
Primero decir que los santos y santas han sido hombres y mujeres de carne y hueso como nosotros;
incluso, no pocos fueron grandes pecadores, que al encontrarse con Jesús, lo amaron y lucharon por
hacerse una sola cosa con Él, se cristificaron, se hicieron santos con el Santo. En segundo lugar, decir que a
los santos les rendimos culto de veneración, –los apreciamos, los reconocemos como hijos predilectos de
Dios, que ya gozan de Él eternamente- y nunca de adoración, culto de adoración sólo a Dios Padre, Dios
Espíritu Santo y Dios Hijo, que además lo adoramos en la Eucaristía, por estar Cristo realmente presente,
con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad en el Sacramento de nuestra fe.
Ahora bien, queramos ir al encuentro de Dios, animados por el Paráclito, por medio de san Isidro,
abriendo el corazón a su mensaje.
San isidro vivió y murió en Madrid. Pero para nosotros, para esta comunidad lo hemos hecho el santo
nuestro, el santo de casa. Su cuerpo está enterrado en la Real Colegiata de San Isidro, en el casco antiguo
de la ciudad.
Este santo era alto, ¡medía 1,90!, es antiguo: nació a finales del siglo XI, es muy sencillo: fue un
labrador, formó una santa familia: su esposa y su hijo están canonizados. En la archidiócesis de Madrid
como en esta comunidad…, hoy es un día especial, es día fiesta.
Sus padres, pobres en bienes de fortuna pero ricos en virtud, inculcaron desde los primeros años en su
hijo el santo temor de Dios y la práctica de las virtudes cristianas. La precaria situación económica en que
los progenitores de Isidro se encontraban obligó a éste a dedicarse desde muy joven a las rudas faenas del
campo. Gregorio XV afirma que “nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la Santa
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Misa y encomendarse a Dios y a su Madre Santísima”. Asegura a su vez que, a pesar de su labor fatigosa,
jamás dejó de cumplir con los ayunos y vigilias de la Iglesia.
San Isidro es la personificación de las virtudes populares: la fidelidad a sus amos, el espíritu de
trabajo armonizado con una intensa vida de oración, la humildad y la fortaleza en sufrir las injustas
acusaciones y defender su honradez y su gran caridad para con los pobres necesitados, a quienes
diariamente hacía partícipes de su sencilla y frugal mesa. Todo ello habla muy alto de la nobleza de su
alma y de la reciedumbre de su espíritu y profundamente evangélico.
ORA ET LABORA. LA ORACIÓN
Fue un héroe que cumplió el “Ora y trabaja” benedictino. La oración era el descanso de las rudas
faenas; y las mismas faenas eran una oración. Labrando la tierra su rostro sudaba y su alma se iluminaba;
las gotas de sudor, se mezclaban con las gotas de fe, las lágrimas de amor; los golpes de la azada, el chirriar
de la carreta y la lluvia del trigo en la era, iban acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y
gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando amorosamente la cruz,
aprendió a empuñar la mancera. Ese fue el misterio de aquella vida tan sencilla y alegre, como el canto de
la alondra, que revolaba alrededor de los mansos bueyes.
LA POBREZA
Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan
de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: “Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?”
Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, levantar vallas,
limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y
salía camino del campo madrileño. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a Nuestra Señora de
Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y sus labios musitaban palabras de amor.
SUS LIBROS
¡El Cielo y la tierra! Eran los libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer. La tierra, con sus
brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros, el viento de sus alamedas y el arrullo
de sus fuentes; la tierra, fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios, se renueva año tras año
en las hojas verdes de sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en los estallidos de sus primaveras,
en los crepúsculos de sus tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados. Y entonces el criado
de Juan Vargas se quedaba quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en aquellas
bellezas divisaba el rostro Amado. Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la
exclamación del contemplativo en la acción. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero.
VIDA DE FAMILIA
Llevando la mirada a la vida de familiar, vemos que a la puerta le esperaba su mujer con su sonrisa y
su amor y su paz. María Toribia es también santa, Santa María de la Cabeza. Un niño salía a ayudar a su
padre a desuncir y conducir los bueyes al abrevadero, también canonizado. Fue su familia, una familia de
lo ordinario, se santificó en la vida ordinaria y sencilla de todos los días. Así, sin saber cómo, Isidro se ha
ido convirtiendo en santo juntamente con su familia.
Próximo a morir, se dice que “hizo humildísima confesión de sus faltas, recibió el Viático y exhortó a
los suyos al amor de Dios y del prójimo”. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de San Andrés, y, a
pesar de permanecer allí expuesto a las inclemencias del tiempo durante cuarenta años, se conservó
incorrupto, exhalando suavísimo olor, dice el documento pontificio.
Pidamos a san Isidro, que nos alcance el don de la fe. Si hermana, hermano, cree en el Señor Jesús y
te salvarás, tú y tu familia. De todo corazón deseo que todos sepamos seguir el ejemplo de Isidro y nuestras
familias sean salvas y el amor de Dios perdure eternamente en sus corazones.
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31 Visitación de la santísima Virgen María
Lc 1, 39-56
¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga verme? Concluimos el mes de mayo, mes de
María. Celebramos hoy la fiesta de la Visitación de la santísima Virgen. Todo esto nos invita a dirigir con
confianza la mirada a María. En esta fiesta de la Visitación la liturgia nos hace escuchar de nuevo el pasaje
del evangelio de san Lucas que relata el viaje de María desde Nazaret hasta la casa de su anciana prima
Isabel.
María se encontró con un gran misterio encerrado en su seno; sabía que había acontecido algo
extraordinariamente único, y decide compartirlo con su parienta Isabel. Impulsada por el misterio de amor
que acaba de acoger en sí misma, se pone en camino y va ‘aprisa’ a prestarle su ayuda, que también estaba
esperando un hijo, Juan. He aquí la grandeza sencilla y sublime de María.
La luz interior del Espíritu Santo envuelve sus personas. E Isabel, iluminada por el Espíritu,
exclama: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite
la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre.
Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 42-45).
Tengamos los mismos sentimientos de alabanza y de acción de gracias de María hacia el Señor, su
fe y su esperanza, su dócil abandono en manos de la divina Providencia. Imitemos su ejemplo de
disponibilidad y generosidad para servir a los hermanos.
Junio
1 San Justino, mártir
San Justino, filósofo y mártir, el más importante de los Padres apologistas del siglo II. Con la palabra
“apologista” se designa a los antiguos escritores cristianos que se proponían defender la nueva religión de
las graves acusaciones de los paganos y de los judíos, y difundir la doctrina cristiana de una manera
adecuada a la cultura de su tiempo. Así, los apologistas buscan dos finalidades: una, estrictamente
apologética, o sea, defender el cristianismo naciente (apologhía, en griego, significa precisamente
“defensa”); y otra, “misionera”, o sea, proponer, exponer los contenidos de la fe con un lenguaje y con
categorías de pensamiento comprensibles para los contemporáneos.
San Justino nació, alrededor del año 100, en la antigua Siquem, en Samaría, en Tierra Santa; durante
mucho tiempo buscó la verdad, peregrinando por las diferentes escuelas de la tradición filosófica griega.
Por último, como él mismo cuenta en los primeros capítulos de su Diálogo con Trifón, un misterioso
personaje, un anciano con el que se encontró en la playa del mar, primero lo confundió, demostrándole la
incapacidad del hombre para satisfacer únicamente con sus fuerzas la aspiración a lo divino. Después, le
explicó que tenía que acudir a los antiguos profetas para encontrar el camino de Dios y la “verdadera
filosofía”. Al despedirse, el anciano lo exhortó a la oración, para que se le abrieran las puertas de la luz.
Este relato constituye el episodio crucial de la vida de san Justino: al final de un largo camino
filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una escuela en Roma, donde iniciaba
gratuitamente a los alumnos en la nueva religión, que consideraba como la verdadera filosofía, pues en ella
había encontrado la verdad y, por tanto, el arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue denunciado y
decapitado en torno al año 165, en el reinado de Marco Aurelio, el emperador filósofo a quien san Justino
había dirigido una de sus Apologías.
Las dos Apologías y el Diálogo con el judío Trifón son las únicas obras que nos quedan de él. En
ellas, san Justino quiere ilustrar ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se realiza
en Jesucristo, el Logos, es decir, el Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Todo hombre, como
criatura racional, participa del Logos, lleva en sí una “semilla” y puede vislumbrar la verdad. Así, el mismo
Logos, que se reveló como figura profética a los judíos en la Ley antigua, también se manifestó
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parcialmente, como en “semillas de verdad”, en la filosofía griega. Ahora, concluye san Justino, dado que
el cristianismo es la manifestación histórica y personal del Logos en su totalidad, “todo lo bello que ha sido
expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos” (2 Apol. XIII, 4). De este modo,
san Justino, aunque critica las contradicciones de la filosofía griega, orienta con decisión hacia el Logos
cualquier verdad filosófica, motivando desde el punto de vista racional la singular "pretensión" de verdad y
de universalidad de la religión cristiana.
San Justino, y con él los demás apologistas, firmaron la clara toma de posición de la fe cristiana por
el Dios de los filósofos contra los falsos dioses de la religión pagana. Era la opción por la verdad del ser
contra el mito de la costumbre. Algunas décadas después de san Justino, Tertuliano definió esa misma
opción de los cristianos con una sentencia lapidaria que sigue siendo siempre válida: “Dominus noster
Christus veritatem se, non consuetudinem, cognominavit”, “Cristo afirmó que era la verdad, no la
costumbre” (De virgin. vel., I, 1).
En una época como la nuestra, caracterizada por el relativismo en el debate sobre los valores y sobre
la religión -así como en el diálogo interreligioso-, esta es una lección que no hay que olvidar. Con esta
finalidad -y así concluyo- os vuelvo a citar las últimas palabras del misterioso anciano, con quien se
encontró el filósofo Justino a la orilla del mar: “Tú reza ante todo para que se te abran las puertas de la luz,
pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden comprender” (Diálogo con Trifón
VII, 3).
11 San Bernabé apóstol.
Juan 21,20-25
Éste es el discípulo que ha escrito todo esto, y su testimonio es verdadero. Este es el testimonio del
discípulo amado de Jesús, el apóstol san Juan, que nos ha dejado en el cuarto evangelio; esto lo escribe al
final de él como una conclusión. San Juan se presenta como un testimonio que proclama su experiencia del
haber convivido, oído y compartido la vida de Jesús, y que nos ha dejado por escrito: Nosotros lo hemos
contemplado y atestiguamos que el Padre envió a su Hijo al mundo para salvar al mundo (1Jn 4,14).
Esto es muy importante para nuestra vida cristiana, porque está en juego el núcleo mismo de la fe:
Que Dios nos ha dado vida definitiva, y esta vida está en su Hijo (5,11). San Juan nos invita a aceptar y
vivir el contenido de este libro, a tener la experiencia con el resucitado, y traducirlo con nuestra vida de
todos los días. Se nos invita, como san Juan y la primera comunidad, por su Testimonio, a “venir a ver”, a
caminar por donde elos caminaron y vivieron.
Esta experiencia se identifica con el Testimonio del Espíritu Santo, que da testimonio de lo que
Jesús hizo y enseñó. El Espíritu de Jesús nos llevará a dar testimonio de Él, participando en la vida de
Jesús; el Espíritu Santo nos hace descubrir el sentido de la vida de Jesús y y de su muerte como Testimonio
del amor del Padre, y no sólo como recuerdo histórico, sino como presencia en la misma vida de la
comunidad.
13 San Antonio de Padua
Predicar y administrar el sacramento de la penitencia
La vida de San Antonio, relativamente breve, se caracteriza por una actividad apostólica asombrosa
que apenas le deja tiempo libre para la reflexión y el estudio. En efecto, desde la revelación de Forlí vemos
al Santo cruzar en todas direcciones el norte de Italia, el sur de Francia y de nuevo Italia septentrional hasta
su muerte en Padua. Parece que se le pegó aquel espíritu que los hijos de San Francisco heredaron de su
Padre y que han perpetuado a través de los siglos: espíritu andariego que tiene como resorte la catolicidad y
apostolicidad universal.
Un amplio ámbito, donde se expresó mejor ese carácter evangélico de san Antonio, fue sin duda el
de la predicación sagrada. Precisamente aquí, en el anuncio sabio y valiente de la Palabra de Dios
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encontramos uno de los rasgos más salientes de su personalidad: la actividad incansable de predicador,
juntamente con sus escritos, le ha merecido el apelativo de Doctor Evangelicus (cf. AAS 38, 1946, pág.
201). «Pasaba –escribe su biógrafo– por ciudades y castillos, pueblos y aldeas, esparciendo por todas partes
las semillas de la vida con generosa abundancia y con ferviente pasión. En esta peregrinación suya, se
negaba todo reposo por el celo de las almas...» (Vita prima o «Assidua», 9, 3-4).
Su predicación no era declamatoria, ni se limitaba a vagas exhortaciones para llevar una vida buena;
intentaba anunciar realmente el Evangelio, sabiendo bien que las palabras de Cristo no eran como las otras
palabras, sino que poseían una fuerza que penetraba a los oyentes. Durante largos años se había dedicado al
estudio de las Escrituras, y precisamente esta preparación le permitía anunciar al pueblo el mensaje de
salvación con excepcional vigor. Sus sermones, llenos de fuego, agradaban a la gente, que sentía íntima
necesidad de escucharle y, después, no podía sustraerse a la fuerza espiritual de sus palabras.
Por tanto, se puede decir que al estilo evangélico propio del discípulo peregrinante de ciudad en
ciudad para anunciar la conversión y la penitencia, correspondía el contenido evangélico: formado en el
estudio de la Sagrada Escritura, que había sugerido al Pontífice Gregorio IX hablando de san Antonio el
epíteto «arca del Testamento», al predicar a los hombres de su tiempo, les proponía, sobre todo, la doctrina
pura de Jesucristo.
Al ministerio de la palabra Antonio supo unir, desarrollando idéntico celo, la administración del
sacramento de la penitencia. Grande en el púlpito, no fue menos grande un la penumbra del confesonario,
coordinando lo que, por lógica sobrenatural, debe estar y permanecer unido. Efectivamente, predicación y
ministerio de la confesión se sitúan como dos momentos de una actividad pastoral que, en el fondo, mira a
la misma finalidad: el predicador, primero siembra la palabra de la verdad, reforzándola con su testimonio
personal y con la oración; y él mismo recoge luego sus frutos como confesor, cuando recibe a las almas
sinceramente arrepentidas y las ofrece al Padre de las misericordias, por medio del perdón y la vida.
Para Antonio resultaba fácil y natural el paso de uno al otro ministerio: ya cuando predicaba, hablaba
con frecuencia de la confesión, como confirman sus Sermones, donde son raras las páginas que no tengan
alguna alusión. Pero no se limitaba a exaltar las «virtudes» de la penitencia, ni solamente recomendaba a
sus oyentes que la frecuentasen. Realizando personalmente sus palabras y exhortaciones, era muy asiduo en
administrar el sacramento. Había das en que Antonio confesaba ininterrumpidamente hasta el anochecer,
sin tomar alimento. Sabemos, además, que «convencía para que confesaran los pecados a una multitud tan
grande de hombres y mujeres, que no bastaban para oír las confesiones ni los Hermanos, ni otros
sacerdotes que en no pequeño grupo le acompañaban» (cf. Vita prima o «Assidua», 13, 13).
Realmente para él, según sus mismas palabras, la confesión era «casa de Dios» y «puerta del
paraíso», en una óptica de fe tan viva, que al aspecto sacramental y canónico (tan profundizado por la
teología medieval) imponía como culmen el encuentro afectuoso con el Padre celestial y la experiencia
consoladora de su perdón generoso.
24 Juan Bautista
Celebramos hoy la fiesta de san Juan Bautista., el precursor de Jesús. En el desierto de Judá preparó
al pueblo judío para la venida del Mesías, exhortándole a la conversión de corazón y a la esperanza.
Cumplió con fidelidad su misión, sin detenerse ante las dificultades y los tropiezos de quienes no pararon
hasta hacer callar su voz profética con el martirio.
Supo recoger y poner a flor de piel toda la esperanza y anhelo de salvación que estaba en el corazón
de su pueblo. Su palabra, atenta al tejido diario de su vida, llegaba al interior de las personas, suscitando
provocación, inquietud y haciendo que los ojos se abrieran al futuro.
Su misión es la de llevar a los hombres hacia Jesús. La de facilitar y hacer posible el encuentro. Con
sencillez lo reconocía cuando decía: “No soy lo que vosotros pensáis, pero después de mí viene otro de
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quien no soy digno de desatar la sandalia de los pies”. O cuando, al final de su misión, desaparece sin hacer
ruido y lo hace con gozo, porque "conviene que él crezca y que yo mengüe".
Toda su vida tiene la grandeza de la misión bien cumplida, realizada sin ostentación. Y en esta
misión deja su vida. Su anuncio del Reino que se acerca choca con la resistencia de quienes han construido
su propio reino en este mundo. Juan es encarcelado y con su propia sangre sellará su testimonio. Y lo hace
con valentía.
Nuestra misión, como la de Juan, es la de facilitar a los demás el encuentro con Jesús. Hemos de ser
capaces de mantener una actitud valiente, constante y decidida en la misión que nos ha sido confiada.
En esta fiesta san Juan, en esta eucaristía, nos deja su testimonio: pidámosle que sepamos cumplir
con fidelidad y con sencillez la misión que Dios nos ha encomendado.
28 San Ireneo
San Ireneo nació con gran probabilidad, entre los años 135 y 140, en Esmirna (hoy Izmir, en
Turquía), donde en su juventud fue alumno del obispo san Policarpo, quien a su vez fue discípulo del
apóstol san Juan. No sabemos cuándo se trasladó de Asia Menor a la Galia, pero el viaje debió de coincidir
con los primeros pasos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a san Ireneo en
el colegio de los presbíteros.
San Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Tiene la prudencia, la riqueza de doctrina y el
celo misionero del buen pastor. Como escritor, busca dos finalidades: defender de los asaltos de los herejes
la verdadera doctrina y exponer con claridad las verdades de la fe. A estas dos finalidades responden
exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros "Contra las herejías" y "La exposición de
la predicación apostólica", que se puede considerar también como el más antiguo "catecismo de la doctrina
cristiana". En definitiva, san Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías.
La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la "gnosis", una doctrina que afirmaba que la fe enseñada
por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, que no pueden comprender cosas difíciles;
por el contrario, los iniciados, los intelectuales —se llamaban "gnósticos"— comprenderían lo que se
ocultaba
En el centro de su doctrina está la cuestión de la "regla de la fe" y de su transmisión. Para san Ireneo
la "regla de la fe" coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el
Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de
síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos leer el Evangelio mismo.
De hecho, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de
Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue
discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe
sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos, que lo recibieron en una
cadena ininterrumpida desde los Apóstoles. Estos no enseñaron más que esta fe sencilla, que es también la
verdadera profundidad de la revelación de Dios. Como nos dice san Ireneo, así no hay una doctrina secreta
detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada
públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo esta fe es apostólica, pues procede de los
Apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios.
San Ireneo confuta desde sus fundamentos las pretensiones de los gnósticos, los "intelectuales": ante
todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen
apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y
monopolio de unos pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de
los Apóstoles y, sobre todo, del Obispo de Roma. En particular, criticando el carácter "secreto" de la
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tradición gnóstica y constatando sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, san Ireneo se dedica a
explicar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos.
Según la doctrina de san Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente fundada en
la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación del Espíritu. Esta
doctrina es como un "camino real" para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los
confines del diálogo sobre los valores, y para impulsar continuamente la acción misionera de la Iglesia, la
fuerza de la verdad, que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo.
29 SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO
Pedro y Pablo son fundamento de nuestra Iglesia. Son los dos hombres con un pasado no siempre
ejemplar.
Pedro es un predilecto de Jesús, desde el primero momento. Vive con el Señor los acontecimientos
más importantes de su vida, todos aquéllos que estaban reservados para unos pocos. Fogoso y
temperamental no tiene inconveniente en asegurar a Jesús que es capaz de morir con El y que le seguirá
fielmente hacia ese camino de dolor y renuncia que el Señor estaba anunciando y que Pedro, en un primer
momento, rechazó con toda la energía de su temperamento. Pero todos sabemos que Pedro le falló a Jesús:
lo negó, se avergonzó de Él.. sin Dios a una opción radical para vivir con El.
esurrección, concediéndole, como siempre, un “trato de favor” y, tal como hoy leemos en el
evangelio, quiso dejarle el cuidado de los suyos, sin recordarle nunca su estrepitoso fallo.
No hubo para Pedro, por parte de Jesús, reprensión sino perdón. No le echó en cara Jesús a Pedro su
pasado, solo le anunció su futuro, en el que Pedro, efectivamente, será capaz de seguir, paso a paso, las
huellas de su Maestro. Y quedó claro que lo único que Jesús exigió a Pedro para que fuera su fiel imagen
en la tierra, era que le amara. Si hay algo claro por parte de Cristo es el deseo de fundamentar a los
cristianos en el amor, en el amor a su Persona y, como consecuencia lógica, en el amor a todos los
hombres.
Pablo también es un hombre con tristes antecedentes. Fogoso de la Ley, dogmático, duro e
intransigente, se caracterizó por la persecución a los primeros cristianos creyendo sinceramente que así
hacía un buen servicio a Dios, naturalmente a su Dios. Hizo falta que cegaran sus ojos, que tan claramente
veían, para que una luz nueva se hiciera en su interior y rompiera completamente con aquel estilo que tan
contrario era con el del Señor al que, a partir de entonces, iba a servir con una dedicación exclusiva y total.
También para Pablo será el amor de Cristo el que cimentará su vida, ya para siempre, orientada hacia una
sola meta.
Estas son las “piedras” fundamentales de nuestra Iglesia. Unas piedras que tienen sus grietas y
sus resquebrajaduras, porque la única Piedra fundamental, aquella que desecharon los constructores, es
Cristo y sólo en El no hay fisura, ni tacha ni grieta. En todos los demás, estén más o menos arriba o abajo,
sean más o menos importantes o corrientes, es posible la grieta, como fue posible en Pedro, que vivió tan
cerca de Cristo y en Pablo que era un estupendo cumplidor de la Ley, un religioso de cuerpo entero. Es ésta
una realidad confortante y que además ha tenido en la Iglesia una demostración constante a través de los
siglos.
Pedro y Pablo, dos ejemplos para nosotros. Dos ejemplos, en el fondo, de una misma y única fe en
Jesucristo, de un mismo y único amor por Cristo. Ser fiel a la fe es vivirla como fundamento incondicional,
como comunión entre todos los cristianos. Y ser fiel a la fe es también vivirla con libertad, como levadura
que puede fecundar el mundo de cualquier época.
211
El ejemplo de Pedro y Pablo, vivo en nuestra Iglesia. Su memoria, su recuerdo, es motivo de fiesta
para nosotros. Pero lo que es más aún que su fe siga viva en nosotros. La fe de Jesús, la fe que
proclamamos hoy nosotros.
Julio
3 de julio
Santo Tomás, Apóstol
En esta fiesta de la celebración de santo Tomás, se nos propone el camino de fe: del no creer porque
no ha visto, al ver creyendo, y más aún al creer sin necesidad de ver. Celebramos esta fiesta no tanto por
pura admiración hacia el santo apóstol, sino “para que tengamos vida abundante en nosotros por la fe en
Jesucristo a quien Tomás reconoció como su Señor y Dios”. (Oración colecta de la Eucaristía)
La carta a los Efesios presenta como cimiento de la fe a los apóstoles y profetas. Cristo Jesús es la
piedra angular: él es objeto de la fe y el que la posibilita, el que nos sostiene. Los cristianos por el
Bautismo nos incorporamos a este edificio que se ha ido levantando con los siglos, pasamos a formar parte
de la misma familia de Dios. Esto es extraordinario.
Edificados sobre el cimiento de los apóstoles nos vamos integrando en la construcción de un templo
consagrado al Señor. Si no vivimos como tales consagrados, el edificio no progresa... Esta edificio que es
la Iglesia está abierta a todos, quiere ser morada de Dios por el Espíritu. Tú y yo somos piedras vivas en
este edificio.
¡Cuántas gracias tenemos que dar por aquellos apóstoles, que nos han transmitido la fe...! Éstos
siguieron el mandato del Señor: vayan al mundo entero, proclamen el Evangelio a todas las naciones, a
toda criatura, que se entere bien la tierra.
No podemos perder la cadena en el anuncio evangélico, no podemos quedarnos callados, ¡ay de
nosotros si no evangelizamos.
La ausencia de Tomás en el grupo apostólico cuando se apareció Jesús nos ha valido para los
cristianos de todos los tiempos la confesión de fe más preciosa que existe en la Biblia: “Señor mío y Dios
mío”.
Cuando nos sintamos que nos falta fe, es bueno que repitamos esta confesión desde el fondo del alma:
“Señor mío y Dios mío”.
11 San Benito, abad
San Benito nació de familia rica en Nursia, región de Umbría, Italia, en el año 480. Su hermana
gemela, Escolástica, también alcanzó la santidad.
Después de haber recibido en Roma una adecuada formación, estudiando la retórica y la filosofía.
Se retiró de la ciudad a Enfide (la actual Affile), para dedicarse al estudio y practicar una vida de
rigurosa disciplina ascética. No satisfecho de esa relativa soledad, a los 20 años se fue al monte Subiaco
bajo la guía de un ermitaño y viviendo en una cueva.
Tres años después se fue con los monjes de Vicovaro. No duró allí mucho ya que lo eligieron prior
pero después trataron de envenenarlo por la disciplina que les exigía.
Con un grupo de jóvenes, entre ellos Plácido y Mauro, fundo su primer monasterio en en la montaña
de Cassino en 529 y escribió la Regla, cuya difusión le valió el título de patriarca del monaquismo
212
occidental. Fundó numerosos monasterios, centros de formación y cultura capaces de propagar la fe en
tiempos de crisis.
Vida de oración, disciplina y trabajo
Se levantaba a las dos de la madrugada a rezar los salmos. Pasaba horas rezando y meditando. Hacia
también horas de trabajo manual, imitando a Jesucristo. Veía el trabajo como algo honroso. Su dieta era
vegetariana y ayunaba diariamente, sin comer nada hasta la tarde. Recibía a muchos para dirección
espiritual. Algunas veces acudía a los pueblos con sus monjes a predicar. Era famoso por su trato amable
con todos.
Su gran amor y su fuerza fueron la Santa Cruz con la que hizo muchos milagros. Fue un poderoso
exorcista. Este don para someter a los espíritus malignos lo ejerció utilizando como sacramental la famosa
Cruz de San Benito.
San Benito predijo el día de su propia muerte, que ocurrió el 21 de marzo del 547, pocos días después
de la muerte de su hermana, santa Escolástica. Desde finales del siglo VIII muchos lugares comenzaron a
celebrar su fiesta el 11 de julio.
El ejemplo de San Benito: “Ora et labora”
San Benito supo interpretar con perspicacia y de modo certero los signos de los tiempos de su época,
cuando escribió su Regla en la que la unión de la oración y del trabajo llega a ser para los que la aceptan el
principio de la aspiración a la eternidad: “Ora et labora, ora y trabaja”...Interpretando los signos de los
tiempos, Benito vio que era necesario realizar el programa radical de la santidad evangélica...de una forma
ordinaria, en las dimensiones de la vida cotidiana de todos los hombres. Era necesario que “lo heroico”
llegara a ser lo normal, lo cotidiano, y que lo normal y lo cotidiano llegue a ser heroico. De este modo,
como padre de los monjes, legislador de la vida monástica en Occidente, llegó a ser también pionero de una
nueva civilización. Por todas partes donde el trabajo humano condicionaba el desarrollo de la cultura, de la
economía, de la vida social, añadía Benito el programa benedictino de la evangelización que unía el trabajo
a la oración y la oración al trabajo...
En nuestra época, San Benito es el patrón de Europa. No lo es únicamente por sus méritos
particulares de cara a este continente, su historia y su civilización. Lo es también en consideración a la
nueva actualidad de su figura de cara a la Europa contemporánea. Se puede desligar el trabajo de la oración
y hacer de él la única dimensión de la existencia humana. La época actual tiene esta tendencia... Se tiene la
impresión de una prioridad de la economía sobre la moral, de una prioridad de lo material sobre lo
espiritual. Por una parte, la orientación casi exclusiva hacia el consumo de bienes materiales quita a la vida
humana su sentido más profundo. Por otra parte, en muchos casos, el trabajo ha llegado a ser un peso
alienante para el hombre...y casi contra su propia voluntad, el trabajo se ha separado de la oración, quitando
a la vida humana su dimensión trascendente...
No se puede vivir de cara al futuro sin comprender que el sentido de la vida es más grande que lo
material y pasajero, que este sentido está por encima de este mundo. Si la sociedad y las personas de
nuestro continente han perdido el interés por este sentido, tienen que recobrarlo... Si mi predecesor Pablo
VI llamó a San Benito de Nursia patrón de Europa, es porque podía ayudar a este respecto a la Iglesia y a
las naciones de Europa.
15 San Buenaventura
Nació alrededor del año 1218 en Bagnoregio, en la región toscana; estudió filosofía y teología en
París y, habiendo obtenido el grado de maestro, enseñó con gran provecho estas mismas asignaturas a sus
compañeros de la Orden franciscana. Fue elegido ministro general de su Orden, cargo que ejerció con
prudencia y sabiduría. Escribió la vida de San Francisco.
213
Fue creado cardenal obispo de la diócesis de Albano, y murió en Lyon el año 1274. Escribió muchas
obras filosóficas y teológicas. Conocido como el "Doctor Seráfico" por sus escritos encendidos de fe y
amor a Jesucristo.
Vida de San Buenaventura
Lo único que sabemos acerca de este ilustre hijo de San Francisco de Asís, por lo que se refiere a sus
primeros años, es que nació en Bagnorea, cerca de Viterbo, en 1221 y que sus padres fueron Juan Fidanza y
María Ritella. Después de tomar el hábito en la orden seráfica, estudió en la Universidad de París, bajo la
dirección del maestro inglés Alejandro de Hales.
Buenaventura, a quien la historia debía conocer con el nombre de "el doctor seráfico", enseñó
teología y Sagrada Escritura en la Universidad de París, de 1248 a 1257. A su genio penetrante unía un
juicio muy equilibrado, que le permitía ir al fondo de las cuestiones y dejar de lado todo lo superfluo para
discernir todo lo esencial y poner al descubierto los sofismas de las opiniones erróneas. Nada tiene, pues,
de extraño que el santo se haya distinguido en la filosofía y teología escolásticas. Buenaventura ofrecía
todos los estudios a la gloria de Dios y a su propia santificación, sin confundir el fin con los medios y sin
dejar que degenerara su trabajo en disipación y vana curiosidad.
La oración, clave de la vida espiritual
No contento con transformar el estudio en una prolongación de la plegaria, consagraba gran parte de
su tiempo a la oración propiamente dicha, convencido de que ésa era la clave de la vida espiritual. Porque,
como lo enseña San Pablo, sólo el Espíritu de Dios puede hacernos penetrar sus secretos designios y grabar
sus palabras en nuestros corazones.
Tan grande era la pureza e inocencia del santo que su maestro, Alejandro de Hales, afirmaba que
"parecía que no había pecado en Adán". El rostro de Buenaventura reflejaba el gozo, fruto de la paz en que
su alma vivía. Como el mismo santo escribió, "el gozo espiritual es la mejor señal de que la gracia habita
en un alma."
El santo no veía en sí más que faltas e imperfecciones y, por humildad, se abstenía algunas veces de
recibir la comunión, por más que su alma ansiaba unirse al objeto de su amor y acercarse a la fuente de la
gracia. Pero un milagro de Dios permitió a San Buenaventura superar tales escrúpulos. Las actas de
canonización lo narran así: "Desde hacía varios días no se atrevía a acercarse al banquete celestial.
Pero, cierta vez en que asistía a la Misa y meditaba sobre la Pasión del Señor, Nuestro Salvador, para
premiar su humildad y su amor, hizo que un ángel tomara de las manos del sacerdote una parte de la hostia
consagrada y la depositara en su boca."
A partir de entonces, Buenaventura comulgó sin ningún escrúpulo y encontró en la santa Comunión
una fuente de gozo y de gracias. El santo se preparó a recibir el sacerdocio con severos ayunos y largas
horas de oración, pues su gran humildad le hacía acercarse con temor y temblor a esa altísima dignidad. La
Iglesia recomienda a todos los fieles la oración que el santo compuso para después de la misa y que
comienza así: Transfige, dulcissime Domine Jesu...
Celo por las almas
Buenaventura se entregó con entusiasmo a la tarea de cooperar a la salvación de sus prójimos, como
lo exigía la gracia del sacerdocio. La energía con que predicaba la palabra de Dios encendía los corazones
de sus oyentes; cada una de sus palabras estaba dictada por un ardiente amor. Durante los años que, pasó en
París, compuso una de sus obras más conocidas, el "Comentario sobre las Sentencias de Pedro Lombardo",
que constituye una verdadera suma de teología escolástica. El Papa Sixto IV, refiriéndose a esa obra, dijo
que "la manera como se expresa sobre la teología, indica que el Espíritu Santo hablaba por su boca."
Víctima de ataques
214
Los violentos ataques de algunos de los profesores de la Universidad de París contra los franciscanos
perturbaron la paz de los años que Buenaventura pasó en esa ciudad. Tales ataques se debían, en gran parte,
a 1a envidia que provocaban los éxitos pastorales y académicos de los hijos de San Francisco ya que la
santa vida de los frailes resultaba un reproche constante a la mundana existencia de otros profesores. El
líder de los que se oponían a los franciscanos era Guillermo de Saint Amour, quien atacó violentamente a
San Buenaventura en una obra titulada “Los peligros de los últimos tiempos”.
‘Éste tuvo que suspender sus clases durante algún tiempo y contestó a los ataques con un tratado
sobre la pobreza evangélica, con el título de "Sobre la pobreza de Cristo. El Papa Alejandro IV nombró a
una comisión de cardenales para que examinasen el asunto en Anagni, con el resultado de que fue quemado
públicamente el libro de Guillermo de Saint Amour, fueron devueltas sus cátedras a los hijos de San
Francisco y fue ordenado el silencio a sus enemigos. Un año más tarde, en 1257, San Buenaventura y Santo
Tomás de Aquino recibieron juntos el título de doctores.
16 de julio
Nuestra Señora del Carmen
Cuando nosotros celebramos la fiesta de María, Madre de Dios, bajo cualquier advocación con que la
llamemos, estamos celebrando también el gozo de que una mujer, tomada de entre nosotros, se engalana
para recibir el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. El monte Carmelo es símbolo de María.
Se escogió esta fecha de la fiesta del 16 de julio, por ser el día en que la Virgen se apareció a San
Simón Stock dándole el escapulario. San Simón Stock, comprendió que, sin la intervención de la Virgen, la
Orden tendría vida corta. Recurrió a María, a la que llamó “Flor del Carmelo” y “Estrella del Mar” y puso
la Orden bajo su amparo, suplicándole su protección para toda la comunidad. En respuesta a su oración, el
16 de julio de 1251 se le apareció la Virgen y le dio el escapulario para la Orden con la siguiente promesa:
“Este debe ser un signo y privilegio para ti y para todos los Carmelitas: quien muera con el escapulario no
sufrirá el fuego eterno”.
Para el cristiano, el escapulario es una señal de su compromiso de vivir la vida cristiana siguiendo el
ejemplo de la Virgen Santísima y el signo del amor y la protección maternal de María, que envuelve a sus
devotos en su manto, como lo hizo con Jesús al nacer, como Madre que cobija a sus hijos. San Pablo nos
dice que nos revistamos de Cristo, con el vestido de sus virtudes. El escapulario es el signo de que
pertenecemos a María como sus hijos escogidos, consagrados y entregados a ella, para dejarnos guiar,
enseñar, moldear por Ella y en su corazón.
El escapulario es un signo de nuestra identidad como cristianos, vinculados íntimamente a la Virgen
María con el propósito de vivir plenamente nuestro bautismo. Por tanto, “No lleguemos a la conclusión de
que el escapulario está dotado de alguna clase de poder sobrenatural que nos salvará a pesar de lo que
hagamos o de cuanto pequemos...Una voluntad pecadora y perversa puede derrotar la omnipotencia
suplicante de la Madre de la Misericordia”.
La Virgen ha prometido sacar del purgatorio el primer sábado después de la muerte a la persona que
muera con el escapulario. La Virgen prometió al Papa Juan XXII que aquellos que cumplieran los
requisitos de esta devoción que “como Madre de Misericordia, con sus ruegos, oraciones, méritos y
protección especial, les ayudaría para que, libres cuanto antes de sus penas, sean trasladadas sus almas a la
bienaventuranza”. Las condiciones para gozar de este privilegio son llevar el escapulario con fidelidad,
guardar la castidad de su estado, rezar el oficio de la Virgen o los cinco misterios del rosario…
Oración. “Madre del Carmelo: Tengo mil dificultades, ayúdame. De los enemigos del alma, sálvame.
En mis desaciertos, ilumíname. En mis dudas y penas, confórtame. En mis enfermedades, fortaléceme.
Cuando me desprecien, anímame. En las tentaciones, defiéndeme. En horas difíciles, consuélame. Con tu
215
corazón maternal, ámame. Con tu inmenso poder, protégeme. Y en tus brazos de Madre, al expirar,
recíbeme. Virgen del Carmen, ruega por nosotros. Amén.”
22 Memoria de santa María Magdalena
Juan 20, 1.11-18
Aparición a la Magdalena y a los Apóstoles. A las mujeres fueron las primeras mensajeras de la
Resurrección de Cristo para los propios apóstoles. Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro,
después a los Doce. El carácter velado de la gloria del Resucitado se transparenta en sus palabras
misteriosas a María Magdalena: “Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a
mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17).
Gracias a su encuentro con el Resucitado, María Magdalena supera el desaliento y la tristeza
causados por la muerte del Maestro (cf. Jn 20, 11-18). En su nueva dimensión pascual, Jesús la envía a
anunciar a los discípulos que Él ha resucitado (cf. Jn 20, 17). Por este hecho se ha llamado a María
Magdalena “la apóstol de los apóstoles”.
Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (ver Lc 24, 39; Jn
20, 27) y el compartir la comida (ver Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no
es un espíritu (ver Lc 24, 39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se
presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas de
su pasión (ver Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo, al mismo tiempo,
las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso.
Ahora viendo nuestra vida y nuestro mundo en el que vivimos, en nuestros encuentros con el
Resucitado, con el mismo que se encontró la Magdalena, podemos escuchar una exhortación de san
Agustín: “Ahora que es tiempo, sigamos al Señor; deshagámonos de las amarras que nos impiden
seguirlo…”.
26 Ana y Joaquín Santos
Una antigua tradición, datada ya en el siglo II, atribuye los nombres de Joaquín y Ana a los padres de
la Virgen María. El culto aparece para Santa Ana ya en el siglo VI y para San Joaquín un poco más tarde.
La devoción a los abuelos de Jesús es una prolongación natural al cariño y veneración que los cristianos
demostraron siempre a la Madre de Dios.
La antífona de la misa de hoy dice: "Alabemos a Joaquín y Ana por su hija; en ella les dio el Señor la
bendición de todos los pueblos".
La madre de nuestra Señora, la Virgen María, nació en Belén. El culto de sus padres le está muy
unido. El nombre Ana significa "gracia, amor, plegaria". La Sagrada Escritura nada nos dice de la santa.
Todo lo que sabemos es legendario y se encuentra en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual a los
veinticuatro años de edad se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo, de la ciudad de
Nazaret. Su nombre significa "el hombre a quien Dios levanta", y, según san Epifanio, "preparación del
Señor". Descendía de la familia real de David.
Moraban en Nazaret y, según la tradición, dividían sus rentas anuales, una de cuyas partes dedicaban
a los gastos de la familia, otra al templo y la tercera a los más necesitados.
Llevaban ya veinte años de matrimonio y el hijo tan ansiado no llegaba. Los hebreos consideraban la
esterilidad como algo oprobioso y un castigo del cielo. Se los menospreciaba y en la calle se les negaba el
saludo. En el templo, Joaquín oía murmurar sobre ellos, como indignos de entrar en la casa de Dios.
Joaquín, muy dolorido, se retira al desierto, para obtener con penitencias y oraciones la ansiada
paternidad Ana intensificó sus ruegos, implorando como otras veces la gracia de un hijo. Recordó a la otra
216
Ana de las Escrituras, cuya historia se refiere en el libro de los Reyes: habiendo orado tanto al Señor, fue
escuchada, y así llegó su hijo Samuel, quien más tarde sería un gran profeta.
Y así también Joaquín y Ana vieron premiada su constante oración con el advenimiento de una hija
singular, María. Esta niña, que había sido concebida sin pecado original, estaba destinada a ser la madre de
Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado.
Desde los primeros tiempos de la Iglesia ambos fueron honrados en Oriente; después se les rindió
culto en toda la cristiandad, donde se levantaron templos bajo su advocación.
Aunque el culto de la madre de la santísima Virgen María se había difundido en Occidente,
especialmente desde el siglo XII, su fiesta comenzó a celebrarse en el siglo siguiente
29 Santa Marta
Juan 11,19-27
Creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. El evangelista nos dice que Jesús declaró solemnemente
a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo
y cree en mí, no morirá para siempre”. Y añadió: “¿Crees esto?” (Jn 11, 25-26). Una pregunta que Jesús
nos dirige a cada uno de nosotros; una pregunta que ciertamente nos supera, que supera nuestra capacidad
de comprender, y nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre.
La respuesta de Marta es ejemplar: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que
tenía que venir al mundo” (Jn 11, 27). ¡Sí, oh Señor! También nosotros creemos, a pesar de nuestras dudas
y de nuestras oscuridades; creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida eterna; queremos creer en ti, que
nos das una esperanza fiable de vida más allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu reino de luz y de
paz.
Como Marta, la hermana de Lázaro, también nosotros renovemos hoy nuestra fe en Jesús y nuestra
amistad con él. Por su muerte y resurrección, se nos comunica la vida plena en el Espíritu Santo. La vida
divina puede transformar nuestra existencia en don de amor a Dios y a nuestros hermanos.
Encomendemos esta oración a María santísima. Que su intercesión fortalezca nuestra fe y nuestra
esperanza en Jesús, especialmente en los momentos de mayor prueba y dificultad.
31 San Ignacio de Loyola
Nació el año 1491 en Loyola, en las provincias vascongadas; su vida transcurrió primero entre la
corte real y la milicia; luego se convirtió y estudió teología en París, donde se le juntaron los primeros
compañeros con los que había de fundar más tarde, en Roma, la Compañía de Jesús. Ejerció un fecundo
apostolado con sus escritos y con la formación de discípulos, que habían de trabajar intensamente por la
reforma de la Iglesia. Murió en Roma el año 1556
Maestro del discernimiento de espíritus
“Ignacio supo obedecer cuando, en pleno restablecimiento de sus heridas, la voz de Dios resonó con
fuerza en su corazón. Fue sensible a la inspiración del Espíritu Santo...” (Juan Pablo II).
Por el discernimiento de espíritu entendemos la capacidad de distinguir cuando nos habla el Espíritu
Santo y cuando los espíritus malos.
Luis Goncalves de Cámara escribió “Los Hechos de San Ignacio" recogiéndolos de los labios del
mismo santo:
Ignacio era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias
fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajeran algunos de esos libros para
217
entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado Vida de
Cristo y otro que tenía por título Flos sanctórum, escritos en su lengua materna.
Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés por las cosas que en ellas se
trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en tiempos pasados y entretenía su
imaginación con el recuerdo de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida
anterior.
Pero, entretanto, iba actuando también la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros
pensamientos, además de los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de
Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo: “¿Y si yo hiciera lo mismo
que San Francisco o que Santo Domingo?”
Y, así, su mente estaba siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que,
distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas vanas y mundanas.
Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo.
Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de
momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por
el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces
experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta
diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y
comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de
pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre. Y así fue como empezó a reflexionar seriamente
en las cosas de Dios. Más tarde, cuando se dedicó a las prácticas espirituales, esta experiencia suya le
ayudó mucho a comprender lo que sobre la discreción de espíritus enseñaría luego a los suyos.
Los Ejercicios Espirituales
El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego de las cosas
pasajeras para que pueda elegir "sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso
general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la
consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma".
Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración "guía al hombre por el camino de la propia
abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor
divino".
Los Ejercicios Espirituales son el instrumento del que ha servido El Señor para comunicar su Espíritu
a innumerables personas y llevarlas a la santidad.
Comienzan reflexionando sobre el "Principio y Fundamento" de todas las cosas. Nos enseña la
verdad fundamental en la que debemos edificar nuestra vida:.
¿Cuál es el origen de esta existencia?, ¿Cuál es su sentido?, ¿Cuál su valor? Esta es la pregunta
capital que me debo preguntar. La respuesta nos la da Dios: Génesis 1: 26 "Y dijo Dios: «Hagamos al ser
humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra" Y como Dios es amor (1Juan 4:16), el hombre que es
su imagen, ha sido creado para amar con su corazón, que es como el de Dios. Dios creó al hombre para
amar con todo su corazón, toda su mente y toda su fuerza (Deut. 6:4-9).
El hombre ama a Dios ante todo alabándole, adorándole y sirviéndole. En esta línea debo ordenar mi
existencia. Pero el amor es más que esto. Por su propia naturaleza, el amor busca unión. Dios nos creó para
ser sus hijos adoptivos en Jesucristo y por Jesucristo.
El plan de Dios consiste en hacernos partícipes en la tierra (por medio de la fe y la gracia) y por toda
la eternidad de la vida de la Trinidad que es amor.
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El principio y fundamento de nuestra vida es este: Hemos sido creados para Alabar y Servir a Dios y
mediante esto salvar nuestra alma.
Conociendo este principio y ordenando toda nuestra vida en El, podremos construir sobre roca para
que las tormentas no destruyan nuestra casa.
Agosto
4 San Juan María Vianney, cura de Ars
Benedicto XVI, Audiencia 5 de agosto de 2009
Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en el seno de una
familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una
buena costumbre de esa época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años de su niñez y de su
adolescencia a trabajar en el campo y a apacentar animales, hasta el punto de que, a los diecisiete años, aún
era analfabeto. No obstante, se sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se
alimentaba del sentido religioso que se respiraba en su casa.
Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de conformarse a la
voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes. Albergaba en su corazón el deseo de ser
sacerdote, pero no le resultó fácil realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas
vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes, que no se detuvieron a
considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se
perfilaba en aquel joven realmente singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de
agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos
fracasos y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida.
El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido. Afirmaba: "¡Oh,
qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más que en el cielo... Si se entendiera en la
tierra, se moriría, no de susto, sino de amor" (Abbé Monnin, Esprit du Curé d'Ars, p. 113). Además, de
niño había confiado a su madre: "Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas" (Abbé Monnin,
Procès de l'ordinaire, p. 1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como
extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró
identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible
universalmente, en alter Christus, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por
sus ovejas (cf. Jn 10, 11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio sacerdotal.
Su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy particular cuando la gente lo veía
celebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar muchas horas en el confesonario.
El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y adoraba con devoción y
respeto. Otra característica fundamental de esta extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de
las confesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia reconocía el cumplimiento lógico y natural
del apostolado sacerdotal, en obediencia al mandato de Cristo: "A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23).
Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable confesor y maestro
espiritual. Pasando, “con un solo movimiento interior, del altar al confesonario”, donde transcurría gran
parte de la jornada, intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus
feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una
íntima exigencia de la Presencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes para el Año sacerdotal).
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Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco adecuados en las actuales
condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan
cambiado? Es verdad que los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de la persona y, por
tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo de vida y un anhelo de fondo que todos estamos llamados a
cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la que Dios
lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de confianza, en manos de la divina Providencia.
Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni basándose exclusivamente en
un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las almas, incluso las más refractarias,
comunicándoles lo que vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba "enamorado" de Cristo, y
el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado,
celebrado y vivido, que se transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las personas
que buscan a Dios.
Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para todo bautizado, y con mayor
razón para el sacerdote, la Eucaristía "no es simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un
diálogo entre Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una transformación total de la propia vida. Con
fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros" (Joseph Ratzinger, La
Comunione nella Chiesa, p. 80).
Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque sea admirable,
de la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al contrario, percibir la fuerza profética, de suma
actualidad, que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia posrevolucionaria que
experimentaba una especie de "dictadura del racionalismo" orientada a borrar la presencia misma de los
sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en los años de su juventud- una heroica
clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para participar en la santa misa. Luego, ya como
sacerdote, se caracterizó por una singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el
racionalismo, entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades del hombre y,
por lo tanto, en definitiva no se podía vivir.
Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars, los desafíos de la
sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces
existía la "dictadura del racionalismo", en la época actual reina en muchos ambientes una especie de
"dictadura del relativismo". Ambas parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar
plenamente su propia razón como elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El racionalismo
fue inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como
medida de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la razón,
porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo
científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el hombre "que mendiga significado y realización"
busca continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de plantearse.
Tenían muy presente esta "sed de verdad", que arde en el corazón de todo hombre, los padres del
concilio ecuménico Vaticano ii cuando afirmaron que corresponde a los sacerdotes, "como educadores en
la fe", formar "una auténtica comunidad cristiana" capaz de preparar "a todos los hombres el camino hacia
Cristo" y ejercer "una auténtica maternidad" respecto a ellos, indicando o allanando a los no creyentes "el
camino hacia Cristo y su Iglesia", y siendo para los fieles "estímulo, alimento y fortaleza para el combate
espiritual" (cf.Presbyterorum ordinis, 6).
La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de Ars es que en la raíz de ese
compromiso pastoral el sacerdote debe poner una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar
y acrecentar día tras día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos esta unión, esta
amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón de las personas y abrirlo al amor
misericordioso del Señor. Sólo así, por tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las
comunidades que el Señor le confía.
220
Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a su Iglesia el don de
santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de sostener y colaborar con su ministerio.
6 Transfiguración del Señor
Mt 17, 1-9
Su rostro se puso resplandeciente como el sol. El Señor tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y
subía a lo alto de un monte y se transfiguró delante de ellos. En su transfiguración el Señor Jesús manifiesta
su identidad más profunda, oculta tras el velo de su humanidad. ¿Quién es Él? Pedro había dicho de Él:
«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» (Mt 16,16) Ahora el Señor transfigurado se revelaba ante ellos,
les mostraba lo que cotidianamente quedaba oculto bajo el velo de su carne.
“Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. En Cristo
transfigurado es el rostro mismo de Dios que brilla y se manifiesta a los discípulos. Mas no sólo mediante
el brillo de su rostro se manifiesta la divinidad de Jesucristo, sino también por el resplandor de sus
vestiduras que se pusieron tan blancas como la luz. ¿No está Dios «vestido de esplendor y majestad,
revestido de luz como de un manto» (Sal 104,1-2)? Jesús, el Cristo, hace brillar así su divinidad ante los
asombrados apóstoles: el Mesías no es sólo un hombre, sino Dios mismo que se ha hecho hombre.
El Señor enseña sus discípulos que si bien no hay cristianismo sin Cruz, ni tampoco hay Pascua de
Resurrección sin Viernes de Pasión, no todo queda en el Viernes de Pasión, sino que éste es camino a la
Pascua de Resurrección y a la Ascensión. Para quien sigue al Señor, la Cruz es y será siempre el camino
que conduce a la Luz, a la gloriosa transfiguración de su propia existencia. La Transfiguración es, por
tanto, «el sacramento de la segunda regeneración», signo visible y esperanzador de nuestra futura
resurrección (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 556).
Por tanto, la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son
puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que "Jesús solo" sea nuestra ley
y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia.
7 San Cayetano Confesor
Nació en Vicenza el año 1480. Estudió derecho en Padua y, después de recibida la ordenación
sacerdotal, instituyó en Roma la sociedad de Clérigos regulares o Teatinos, con el fin de promover el
apostolado y la renovación espiritual del clero. Esta sociedad se propagó luego por el territorio de Venecia
y el reino de Nápoles. San Cayetano se distinguió por su asiduidad en la oración y por la práctica de la
caridad para con el prójimo. Murió en Nápoles el año 1547.
Su padre, el Conde Gaspar de Thiene y su madre María di Porto. El padre murió cuando los dos
hermanos eran muy pequeños. Su piadosa madre dio a sus hijos un admirable ejemplo.
Cayetano estudió 4 años en la Universidad de Padua donde se distinguió en la teología y se doctoró
en derecho civil y canónico en 1504. Fue nombrado senador en Vicenza.
Estaba, sin embargo, decidido a seguir los estudios sacerdotales. Se trasladó a Roma en 1506. Decía
que Dios le llamaba a realizar una gran obra. Al poco tiempo fue nombrado secretario privado del Papa
Julio II. Ayudaba al Papa a escribir las cartas apostólicas. Conoció de cerca a cardenales y prelados.
El Papa muere en 1513 y Cayetano decide no continuar en el cargo. Se preparó durante 3 años para
ser sacerdote. Fue ordenado en 1516, a los 36 años. Celebra su primera misa y queda sobrecogido por el
don del que no se considera digno.
221
Funda en Roma la "Cofradía del Amor Divino", una asociación de clérigos que se dedicaba a
promover la gloria de Dios. Tuvo su primera experiencia pastoral en la parroquia de Santa María de Malo,
cerca de Vicenza; luego se dedicó a cuidar los santuarios esparcidos por el monte Soratte.
Ingresó en el oratorio de San Jerónimo que tenía los mismos fines que la cofradía del Amor Divino,
pero incluía a laicos pobres. Sus amigos se molestaron mucho por eso, porque consideraban que aquello era
indigno para un hombre de gran alcurnia como él. A Cayetano no le importó. Ayudaba y servía
personalmente a los pobres y enfermos de la ciudad y atendía a los pacientes de las enfermedades
repugnantes.
Cayetano se preocupaba mucho por el bien espiritual de su congregación. Solía decir: "En el oratorio
rendimos a Dios el homenaje de la adoración, en el hospital le encontramos personalmente".
Fundó otro oratorio en Verona. Se trasladó a Venecia en 1520, siguiendo el consejo de su confesor,
Juan Bautista de Crema, un dominico santo y prudente. Se alojó en el hospital de la ciudad y siguió la
misma forma de vida. Se le consideraba fundador principal del hospital por todos los regalos que hizo.
La Eucaristía
Implantó la bendición con el Santísimo Sacramento y promovió la comunión frecuente, en los 3 años
que vivió en Venecia. Escribió: "No estaré satisfecho sino hasta que vea a los cristianos acercarse al
Banquete Celestial con sencillez de niños hambrientos y gozosos, y no llenos de miedo y falsa vergüenza".
La cristiandad pasaba por un periodo de crisis. La corrupción debilitaba a la Iglesia. Cayetano era
uno de los que más imploraban la verdadera reforma de vida y de costumbres dentro de la Iglesia. Repetía a
menudo: "Cristo espera, ninguno se mueve".
Fundador
San Cayetano regresó a Roma para hablar de la reforma con los miembros de la Cofradía del Amor
Divino en 1523, en compañía del obispo de Teato Giampietro Carafa, de Bonifacio Colli y de Pablo
Consiglieri. No solo predicó la reforma, sino la llevó a cabo fundando con sus tres compañeros una orden
de Clérigos Regulares que tomasen como modelo la vida de los Apóstoles. La llamaron "Ordo Regularium
Theatinorum" o Congregación de los Teatinos (el nombre de padres teatinos viene del episcopado de
"Teate Marrucinorum" ), y tenía como finalidad principal la renovación del clero.
Clemente VII aprobó la fundación el 14 de septiembre de 1524. Cayetano renuncia a todos sus bienes
y Carafa a los 2 episcopados de Brindis y de Chieti.
Los 4 primeros miembros visten sus hábitos religiosos y hacen los votos en San Pedro, ante un
delegado pontificio. Carafa es nombrado superior general de la orden. Aparte de la renovación del clero,
sus otros objetivos eran la predicación de la sana doctrina, el cuidado de los enfermos y la restauración del
uso frecuente de los Sacramentos.
Los seguidores no eran muchos. A los 4 años, en 1527, cuando la orden tenía 12 miembros, el
ejercito saqueó la ciudad, la casa fue destruida y ellos escaparon a Venecia. En 1530 San Cayetano sucede
a Carafa en el cargo de superior. Por su humildad, lo hace con renuencia.
Trabaja enérgicamente por la reforma del clero. En 1533, Carafa fue elegido superior general por
segunda vez. Cayetano es enviado a Verona, donde recibe oposición a sus reformas.
Viaja a Nápoles para fundar una casa de su orden. Recibe una casa donada por el conde de Oppido y
rechaza otros terrenos. El conde alega que los napolitanos no eran tan ricos y generosos como los
venecianos a los que San Cayetano le responde: "Tal vez tengáis razón, pero Dios es el mismo en ambas
ciudades. Dios está en Nápoles como en Venecia".
222
Se quedó en Nápoles donde había mas trabajo. La ciudad mejoró notablemente gracias a las prédicas
y el trabajo apostólico del santo, que en ocasiones tuvo que enfrentarse con laicos y religiosos que
predicaban el calvinismo, el luteranismo y otros errores.
Fundó con el Beato Juan Marinoni los "Montes de Piedad" para liberar de la miseria a los pobres y
marginados. Esta obra fue aprobada poco antes del Concilio de Letrán. En sus últimos años de vida abrió
hospicios para ancianos y fundó hospitales.
Cae enfermo en el verano de 1547. Los médicos le aconsejan poner un colchón sobre su cama de
tablas, el respondió: "Mi salvador murió en la cruz; dejadme pues, morir también sobre un madero".
Murió en Nápoles a la edad de 77 años, el domingo 7 de agosto de 1547.
Ocho años después de su muerte, el teatino Carafa fue elegido Papa, con el nombre Pablo IV, un
auténtico reformador, aunque su pontificado fue muy impopular.
Cayetano fue canonizado en 1671 después que la comisión encargada terminara de examinar
rigurosamente los numerosos milagros.
San Cayetano, ruega por nosotros, para que imitemos tu amor por Cristo, por la Iglesia y por los
pobres.
8 Santo Domingo de Guzmán
Nació en Caleruega (España), alrededor del año 1170. Estudió teología en Palencia y fue nombrado
canónigo de la Iglesia de Osma. Con su predicación y con su vida ejemplar, combatió con éxito la herejía
albigense. Con los compañeros que se le adhirieron en esta empresa, fundó la Orden de Predicadores.
Murió en Bolonia el día 6 de agosto del año 1221.
Su padre, Félix de Guzmán, era noble acompañante del Rey. Su madre era la Beata Juana de Aza de
quien Domingo recibió su educación primera.
Cuando tenía seis años fue entregado a un tío suyo, arcipreste, para su educación literaria. A los
catorces años fue enviado al Estudio General de Palencia, el primero y más famoso de toda esa parte de
España, y en el que estudiaban artes liberales, es decir, todas las ciencias humanas y sagrada teología. El
joven Domingo se entregó de lleno al estudio de la teología.
Eran tiempos de continuas guerras contra los moros y entre los mismos príncipes cristianos. Una gran
hambre sobrevino a toda aquella región de Palencia. Domingo se compadeció profundamente de los pobres
y les fue entregando sus pertenencias. En los oídos de Domingo martilleaban las palabras del maestro: "Un
mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado". Llegó el momento
que solo le quedaba lo que mas preciaba, sus libros. Entonces pensó: "¿Cómo podré yo seguir estudiando
en pieles muertas (pergaminos), cuando hermanos míos en carne viva se mueren de hambre?". Un día llegó
a su presencia una mujer llorando y le dijo: "Mi hermano ha caído prisionero de los moros". A Domingo no
le queda ya nada que dar. Decide venderse como esclavo para rescatar al esclavo. Este acto de Domingo
conmovió a Palencia.
Domingo conmovió a la ciudad de Palencia de manera que se produjo un movimiento de caridad y se
hizo innecesario vender sus libros o entregarse como esclavo. También surgieron vocaciones para la Orden
que más tarde Domingo fundaría.
A los 24 años de edad, Domingo fue llamado por el obispo de Osma para ser canónigo de la catedral.
A los 25 años fue ordenado sacerdote.
El Rey Alfonso VIII había encargado al Obispo de Osma, en 1203, la misión de dirigirse a
Dinamarca a pedir la mano de una dama de la nobleza para su hijo Fernando. El Obispo acepta y como
compañero de viaje lleva a Domingo. Al pasar por Francia, Flandes, Renania e Inglaterra, Domingo quedó
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preocupado al constatar la extensión de las grandes herejías, los cátaros, valdenses y otras herejías
procedentes del maniqueísmo oriental. Estos negaban muchos dogmas de la fe católica, incluso la
Redención por la Cruz de Cristo y los Sacramentos.
En 1207 Domingo, con algunos compañeros, entre ellos el Obispo de Osma, se entrega de lleno a la
vida apostólica, viviendo de limosnas, que diariamente mendigaba, renunciando a toda comodidad,
caminando a pie y descalzo, sin casa ni habitación propia en la que retirarse a descansar, sin más ropa que
la puesta.
Comprendiendo la necesidad de instruir a aquellas gentes que caían en las herejías, determinó fundar
la Orden de predicadores, dispuestos a recorrer pueblos y ciudades para llevar a todas partes la luz del
Evangelio. Funda centros de apostolado en todo el sur de Francia. Pero, reconociendo que, para combatir
las herejías era necesario, una buena formación teológica, busca un doctor en teología que instruyera a la
comunidad. Más tarde, uno de sus discípulos en la orden sería la lumbrera más grande que haya tenido la
iglesia universal: Santo Tomás de Aquino.
Santo Domingo fue un gran amigo de San Francisco de Asís, a quien visito y abrazó efusivamente.
Santo Domingo poco después fundó la rama femenina de su Orden.
La misión de los dominicos, predicar para llevar almas a Cristo, encontró grandes dificultades pero la
Virgen vino a su auxilio. Estando en Fangeaux una noche, en oración, tiene una revelación donde, según la
tradición, la Virgen le revela el Rosario como arma poderosa para ganar almas. Esta tradición está
respaldada por numerosos documentos pontificios.
El 21 de enero de 1217, el Papa Honorio III aprobó definitivamente la obra de Domingo, la Orden de
los predicadores o Dominicos.
En 1220 la herejía de los cataros y albigenses se había extendido por Italia. El Papa Honorio pone a
Domingo a cargo de una gran misión.
Murió en Bolonia el 6 de agosto de 1221
Fue canonizado por Gregorio IX en 1234. El Papa dijo: "De la santidad de este hombre estoy tan
seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo".
10 San Lorenzo, Mártir
Su nombre significa: “coronado de laurel”. Los datos acerca de este santo los ha narrado San
Ambrosio, San Agustín y el poeta Prudencio.
Lorenzo era uno de los siete diáconos de Roma, o sea uno de los siete hombres de confianza del
Sumo Pontífice. Su oficio era de gran responsabilidad, pues estaba encargado de distribuir las ayudas a los
pobres.
En el año 257 el emperador Valeriano publicó un decreto de persecución en el cual ordenaba que
todo el que se declarara cristiano sería condenado a muerte. El 6 de agosto el Papa San Sixto estaba
celebrando la santa Misa en un cementerio de Roma cuando fue asesinado junto con cuatro de sus diáconos
por la policía del emperador. Cuatro días después fue martirizado su diácono San Lorenzo.
La antigua tradición dice que cuando Lorenzo vio que la Sumo Pontífice lo iban a matar le dijo:
"Padre mío, ¿te vas sin llevarte a tu diácono?" y San Sixto le respondió: "Hijo mío, dentro de pocos días me
seguirás". Lorenzo se alegró mucho al saber que pronto iría a gozar de la gloria de Dios.
Entonces Lorenzo viendo que el peligro llegaba, recogió todos los dineros y demás bienes que la
Iglesia tenía en Roma y los repartió entre los pobres. Y vendió los cálices de oro, copones y candeleros
valiosos, y el dinero lo dio a las gentes más necesitadas.
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El alcalde de Roma, que era un pagano muy amigo de conseguir dinero, llamó a Lorenzo y le dijo:
"Me han dicho que los cristianos emplean cálices y patenas de oro en sus sacrificios, y que en sus
celebraciones tienen candeleros muy valiosos. Vaya, recoja todos los tesoros de la Iglesia y me los trae,
porque el emperador necesita dinero para costear una guerra que va a empezar".
Lorenzo le pidió que le diera tres días de plazo para reunir todos los tesoros de la Iglesia, y en esos
días fue invitando a todos los pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y
leprosos que él ayudaba con sus limosnas. Y al tercer día los hizo formar en filas, y mandó llamar al
alcalde diciéndole: "Ya tengo reunidos todos los tesoros de la iglesia. Le aseguro que son más valiosos que
los que posee el emperador".
Llegó el alcalde muy contento pensando llenarse de oro y plata y al ver semejante colección de
miseria y enfermedad se disgustó enormemente, pero Lorenzo le dijo: "¿por qué se disgusta? ¡Estos son los
tesoros más apreciados de la iglesia de Cristo!"
El alcalde lleno de rabia le dijo: "Pues ahora lo mando matar, pero no crea que va a morir
instantáneamente. Lo haré morir poco a poco para que padezca todo lo que nunca se había imaginado. Ya
que tiene tantos deseos de ser mártir, lo martirizaré horriblemente".
Y encendieron una parrilla de hierro y ahí acostaron al diácono Lorenzo. San Agustín dice que el
gran deseo que el mártir tenía de ir junto a Cristo le hacía no darle importancia a los dolores de esa tortura.
Los cristianos vieron el rostro del mártir rodeado de un esplendor hermosísimo y sintieron un aroma
muy agradable mientras lo quemaban. Los paganos ni veían ni sentían nada de eso.
Después de un rato de estarse quemando en la parrilla ardiendo el mártir dijo al juez: "Ya estoy asado
por un lado. Ahora que me vuelvan hacia el otro lado para quedar asado por completo". El verdugo mandó
que lo voltearan y así se quemó por completo. Cuando sintió que ya estaba completamente asado exclamó:
"La carne ya está lista, pueden comer". Y con una tranquilidad que nadie había imaginado rezó por la
conversión de Roma y la difusión de la religión de Cristo en todo el mundo, y exhaló su último suspiro. Era
el 10 de agosto del año 258.
El poeta Prudencio dice que el martirio de San Lorenzo sirvió mucho para la conversión de Roma
porque la vista del valor y constancia de este gran hombre convirtió a varios senadores y desde ese día la
idolatría empezó a disminuir en la ciudad.
San Agustín afirma que Dios obró muchos milagros en Roma en favor de los que se encomendaban a
San Lorenzo.
El santo padre mandó construirle una hermosa Basílica en Roma, siendo la Basílica de San Lorenzo
la quinta en importancia en la Ciudad Eterna.
11 Santa Clara de Asís
Fue conciudadana, contemporánea y discípula de San Francisco y quiso seguir el camino de
austeridad señalado por él a pesar de la durísima oposición familiar.
Si retrocedemos en la historia, vemos a la puerta de la iglesia de Santa María de los Ángeles (llamada
también de la Porciúncula), distante un kilómetro y medio de la ciudad de Asís, a Clara Favarone, joven de
dieciocho años, perteneciente a la familia del opulento conde de Sasso Rosso.
En la noche del domingo de ramos, Clara había abandonado su casa, el palacio de sus padres, y
estaba allí, en la iglesia de Santa María de los Ángeles. La aguardaban san Francisco y varios sacerdotes,
con cirios encendidos, entonando el Veni Creátor Spíritus.
Dentro del templo, Clara cambia su ropa de terciopelo y brocado por el hábito que recibe de las
manos de Francisco, que corta sus hermosas trenzas rubias y cubre la cabeza de la joven con un velo negro.
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A la mañana siguiente, familiares y amigos invaden el templo. Ruegan y amenazan. Piensan que la joven
debería regresar a la casa paterna. Grita y se lamenta el padre. La madre llora y exclama: "Está embrujada".
Era el 18 de marzo de 1212.
Cuando Francisco de Asís abandonó la casa de su padre, el rico comerciante Bernardone, Clara era
una niña de once años. Siguió paso a paso esa vida de renunciamiento y amor al prójimo. Y con esa
admiración fue creciendo el deseo de imitarlo.
Clara despertó la vocación de su hermana Inés y, con otras dieciséis jóvenes parientas, se dispuso a
fundar una comunidad.
La hija de Favarone, caballero feudal de Asís, daba el ejemplo en todo. Cuidaba a los enfermos en los
hospitales; dentro del convento realizaba los más humildes quehaceres. Pedía limosnas, pues esa era una de
las normas de la institución. Las monjas debían vivir dependientes de la providencia divina: la limosna y el
trabajo.
Corrieron los años. En el estío de 1253, en la iglesia de San Damián de Asís, el papa Inocencio IV la
visitó en su lecho de muerte. Unidas las manos, tuvo fuerzas para pedirle su bendición, con la indulgencia
plenaria. El Papa contestó, sollozando: “Quiera Dios, hija mía, que no necesite yo más que tú de la
misericordia divina”.
14 San Maximiliano María Kolbe
San Maximiliano María Kolbe nació en Polonia el 8 de enero de 1894 en la ciudad de Zdunska Wola
(Pabiance), que en ese entonces se hallaba ocupada por Rusia. Fue bautizado con el nombre de Raimundo
en la iglesia parroquial. A los 13 años ingresó en el Seminario de los padres franciscanos en la ciudad
polaca de Lvov, la cual a su vez estaba ocupada por Austria, y estando en el seminario adoptó el nombre de
Maximiliano. Finaliza sus estudios en Roma y en 1918 es ordenado sacerdote.
Devoto de la Inmaculada Concepción, pensaba que la Iglesia debía ser militante en su colaboración
con la Gracia Divina para el avance de la Fe Catolica. Movido por esta devoción y convicción, funda en
1917 un movimiento llamado "La Milicia de la Inmaculada" cuyos miembros se consagrarían a la
bienaventurada Virgen María y tendrían el objetivo de luchar mediante todos los medios moralmente
válidos, por la construcción del Reino de Dios en todo el mundo.
Verdadero apóstol moderno, inicia la publicación de la revista mensual "Caballero de la Inmaculada",
orientada a promover el conocimiento, el amor y el servicio a la Virgen María en la tarea de convertir
almas para Cristo. Con un Tiraje de 500 ejemplares en 1922, para 1939 alcanzaría cerca del millón de
ejemplares.
En 1929 funda la primera "Ciudad de la Inmaculada" en el convento franciscano de Niepokalanów a
40 kilómetros de Varsovia, que al paso del tiempo se convertiría en una ciudad consagrada a la Virgen.
En 1931, luego de que el Papa solicitara misioneros, se ofrece como voluntario. En 1936 regresa a
Polonia como director espiritual de Niepokalanów, y 3 años más tarde, en plena II Guerra Mundial, es
apresado junto con otros frailes y enviado a campos de concentración en Alemania y Polonia. Es liberado
poco tiempo después, precisamente el día consagrado a la Inmaculada Concepción.
Es hecho prisionero nuevamente en febrero de 1941 y enviado a la prisión de Pawiak, para ser
después transferido al campo de concentración de Auschwitz, en donde a pesar de las terribles condiciones
de vida prosiguió su ministerio.
En Auschwitz, el régimen nazi buscaba despojar a los prisioneros de toda huella de personalidad
tratándolos de manera inhumana e inpersonal: como un número; a San Max le asignaron el 16670. A pesar
de todo, durante su estadía en el campo nunca le abandonaron su generosidad y su preocupación por los
demás, así como su deseo de mantener la dignidad de sus compañeros.
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La noche del 3 de agosto de 1941, un prisionero de la misma sección a la que estaba asignado San
Max escapa; en represalia, el comandante del campo ordena escoger a 10 prisioneros al hazar para ser
ejecutados. Entre los hombres escogidos estaba el sargento Franciszek Gajowniczek, polaco como San
Max, casado y con hijos. San Max, que no se encontraba dentro de los 10 prisioneros escogidos, se ofrece a
morir en su lugar. El comandante del campo acepta el cambio, y San Max es condenado a morir de hambre
junto con los otros nueve prisioneros.
Diez días después de su condena y al encontrarlo todavía vivo, los nazis le administran una inyección
letal el 14 de agosto de 1941
En 1973 Paulo VI lo beatifica y en 1982 Juan Pablo Segundo lo canoniza como Mártir de la Caridad
15 Asunción de María Virgen al cielo
Hoy celebramos una de las fiestas más hermosas de la Virgen: su glorificación en cuerpo y alma en
el cielo. El Evangelio es el fragmento de Lucas con el Magnificat de María. Según la doctrina de la Iglesia
católica, María ha entrado en la gloria no sólo con su espíritu, sino totalmente con toda su persona, detrás
de Cristo, como primicia de la resurrección futura.
Éste es el día glorioso en que la Virgen Madre de Dios subió a los cielos; todos la aclamamos,
tributándole nuestras alabanzas, porque es Bendita entre las mujeres y bendito es el fruto de su vientre: el
sol de justicia, Cristo…
“Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo
también después de la muerte libre de la corruptibilidad.
Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno, tuviera después su
mansión en el cielo.
Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial.
Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por la
espada del dolor, del que se había visto libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha
del Padre.
Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda
creatura como Madre y esclava de Dios.
El cuerpo de la Virgen María, la madre de Dios, se mantuvo incorrupto y fue llevado al cielo,
porque así lo pedía no sólo el hecho de su maternidad divina, sino también la especial santidad de su
cuerpo virginal; en efecto, ella es toda belleza, su cuerpo virginal es todo él santo, todo él casto, todo él
morada de Dios, todo lo cual hace que esté exento de disolverse y convertirse en polvo, y que, sin perder su
condición humana, sea transformado en cuerpo celestial e incorruptible, lleno de vida y sobremanera
glorioso, incólume y partícipe de la vida perfecta.
¡Qué hermosa y bella es la Virgen María, que emigró de este mundo para ir hacia Cristo!
Resplandece entre los coros de los santos como el sol brilla en el cielo con todo su esplendor. Los ángeles
se alegran, los arcángeles se regocijan al contemplar la gloria inmensa de la Virgen María.
Esta es nuestra Madre…Por tanto, hemos de querer lo que ella quiso y lo que ella vivió: sin pecado;
y santificación de nuestro cuerpo…
20 San Bernardo de Claraval
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Nacido en Borgoña, Francia. Llamado "Mellifluous Doctor" (boca de miel) por su elocuencia.
Famoso por su gran amor a la Virgen María. Compuso muchas oraciones marianas. Fundador del
Monasterio Cisterciense del Claraval y muchos otros.
Bernardo tenía un extraordinario carisma de atraer a todos para Cristo. Amable, simpático,
Inteligente, bondadoso y alegre. Todo esto y vigor juvenil le causaba un reto en las tentaciones contra la
castidad y santidad. Por eso durante algún tiempo se enfrió en su fervor y empezó a inclinarse hacia lo
mundano. Pero las amistades mundanas, por más atractivas y brillantes que fueran, lo dejaban vacío y lleno
de hastío. Después de cada fiesta se sentía más desilusionado del mundo y de sus placeres.
A grandes males grades remedios
Como sus pasiones sexuales lo atacaban violentamente, una noche se revolcó sobre el hielo hasta
sufrir profundamente el frío. Sabía que a la carne le gusta el placer y comprendió que si la castigaba así, no
vendrían tan fácilmente las tentaciones. Aquel tremendo remedio le trajo liberación y paz. S
Una visión cambia su rumbo:
Una noche de Navidad, mientras celebraban las ceremonias religiosas en el templo se quedó dormido
y le pareció ver al Niño Jesús en Belén en brazos de María, y que la Santa Madre le ofrecía a su Hijo para
que lo amara y lo hiciera amar mucho por los demás. Desde este día ya no pensó sino en consagrarse a la
religión y al apostolado. Un hombre que arrastra con todo lo que encuentra, Bernardo se fue al convento de
monjes benedictinos llamado Cister, y pidió ser admitido. El superior, San Esteban, lo aceptó con gran
alegría pues, en aquel convento, hacía 15 años que no llegaban religiosos nuevos.
La familia que se fue con Cristo
Bernardo volvió a su familia a contar la noticia y todos se opusieron. Los amigos le decían que esto
era desperdiciar una gran personalidad para ir a sepultarse vivo en un convento. La familia no aceptaba de
ninguna manera. Pero Bernardo les habló tan maravillosamente de las ventajas y cualidades que tiene la
vida religiosa, que logró llevarse al convento a sus cuatro hermanos mayores, a su tío y 31 compañeros.
Dicen que cuando llamaron a Nirvardo el hermano menor para anunciarle que se iban de religiosos, el
muchacho les respondió: "¡Ajá! ¿Conque ustedes se van a ganarse el cielo, y a mí me dejan aquí en la
tierra? Esto no lo puedo aceptar". Y un tiempo después, también él se fue de religioso.
Antes de entrar al monasterio, Bernardo llevó a su finca a todos los que deseaban entrar al convento
para prepararlos por varias semanas, entrenándolos acerca del modo como debían comportarse para ser
unos fervorosos religiosos. En el año 1112, a la edad de 22 años, entra en el monasterio de Cister. Mas
tarde, habiendo muerto su madre, entra en el monasterio su padre. Su hermana y el cuñado, de mutuo
acuerdo decidieron también entrar en la vida religiosa. Vemos en la historia la gran influencia de las
relaciones tanto para bien como para mal.
En la historia de la Iglesia es difícil encontrar otro hombre que haya sido dotado por Dios de un poder
de atracción tan grande para llevar gentes a la vida religiosa, como el que recibió Bernardo. Las muchachas
tenían terror de que su novio hablara con el santo. En las universidades, en los pueblos, en los campos, los
jóvenes al oírle hablar de las excelencias y ventajas de la vida en un convento, se iban en numerosos grupos
a que él los instruyera y los formara como religiosos. Durante su vida fundó más de 300 conventos para
hombres, e hizo llegar a gran santidad a muchos de sus discípulos. Lo llamaban "el cazador de almas y
vocaciones". Con su apostolado consiguió que 900 monjes hicieran profesión religiosa.
Fundador de Claraval. En el convento del Cister demostró tales cualidades de líder y de santo, que a
los 25 años (con sólo tres de religioso) fue enviado como superior a fundar un nuevo convento. Escogió un
sitio apartado en el bosque donde sus monjes tuvieran que derramar el sudor de su frente para poder
cosechar algo, y le puso el nombre de Claraval, que significa valle claro, ya que allí el sol ilumina fuerte
todo el día. Supo infundir del tal manera fervor y entusiasmo a sus religiosos de Claraval, que habiendo
228
comenzado con sólo 20 compañeros a los pocos años tenía 130 religiosos; de este convento de Claraval
salieron monjes a fundar otros 63 conventos.
La Predicación de santo
Lo llamaban "El Doctor boca de miel" (doctor melífluo). Su inmenso amor a Dios y a la Virgen
Santísima y su deseo de salvar almas lo llevaban a estudiar por horas y horas cada sermón que iba a
pronunciar, y luego como sus palabras iban precedidas de mucha oración y de grandes penitencias, el
efecto era fulminante en los oyentes. Escuchar a San Bernardo era ya sentir un impulso fortísimo a volverse
mejor.
Su amor a la Virgen Santísima
Los que quieren progresar en su amor a la Madre de Dios, necesariamente tienen que leer los escritos
de San Bernardo por la claridad y el amor con que habla de ella. Él fue quien compuso aquellas últimas
palabras de la Salve: "Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María". Y repetía la bella oración que
dice: "Acuérdate oh Madre Santa, que jamás se oyó decir, que alguno a Ti haya acudido, sin tu auxilio
recibir". El pueblo vibraba de emoción cuando le oía clamar desde el púlpito con su voz sonora e
impresionante.
Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de
tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a
María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una
mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino.
Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial.
Sus bellísimos sermones son leídos hoy, después de varios siglos, con verdadera satisfacción y gran
provecho.
Viajero incansable
El más profundo deseo de San Bernardo era permanecer en su convento dedicado a la oración y a la
meditación. Pero el Sumo Pontífice, los obispos, los pueblos y los gobernantes le pedían continuamente
que fuera a ayudarles, y él estaba siempre pronto a prestar su ayuda donde quiera que pudiera ser útil. Con
una salud sumamente débil (porque los primeros años de religioso se dedicó a hacer demasiadas
penitencias y se le dañó la digestión) recorrió toda Europa poniendo la paz donde había guerras, deteniendo
las herejías, corrigiendo errores, animando desanimados y hasta reuniendo ejércitos para defender la santa
religión católica. Era el árbitro aceptado por todos. Exclamaba: A veces no me dejan tiempo durante el día
ni siquiera para dedicarme a meditar. Pero estas gentes están tan necesitadas y sienten tanta paz cuando se
les habla, que es necesario atenderlas (ya en las noches pasaría luego sus horas dedicado a la oración y a la
meditación).
De carbonero a Pontífice
Un hombre muy bien preparado le pidió que lo recibiera en su monasterio de Claraval. Para probar su
virtud lo dedicó las primeras semanas a transportar carbón, lo cual hizo de muy buena voluntad. Llegó a ser
un excelente monje, y más tarde fue nombrado Sumo Pontífice: Honorio III. El santo le escribió un famoso
libro llamado "De consideratione", en el cual propone una serie de consejos importantísimos para que los
que están en puestos elevados no vayan a cometer el gravísimo error de dedicarse solamente a actividades
exteriores descuidando la oración y la meditación. Y llegó a decirle:
“Malditas serán dichas ocupaciones, si no dejan dedicar el debido tiempo a la oración y a la
meditación”.
Despedida gozosa. Después de haber llegado a ser el hombre más famoso de Europa en su tiempo y
de haber conseguido varios milagros (como por Ej., Hacer hablar a un mudo, el cual confesó muchos
pecados que tenía sin perdonar) y después de haber llenado varios países de monasterios con religiosos
229
fervorosos, ante la petición de sus discípulos para que pidiera a Dios la gracia de seguir viviendo otros años
más, exclamaba:
"Mi gran deseo es ir a ver a Dios y a estar junto a Él. Pero el amor hacia mis discípulos me mueve a querer
seguir ayudándolos. Que el Señor Dios haga lo que a Él mejor le parezca". Y a Dios le pareció que ya había
sufrido y trabajado bastante y que se merecía el descanso eterno y el premio preparado para los discípulos
fieles, y se lo llevó a sus eternidad feliz el 20 de agosto del año 1153. Tenía 63 años. El sumo pontífice lo
declaró Doctor de la Iglesia.
21 San Pío X, papa
José Sarto, después Pío X, nació en Riese, poblado cerca de Venecia, Italia en 1835 en el seno de una
familia humilde siendo el segundo de diez hijos.
Todavía siendo niño perdió a su padre por lo que pensó dejar de estudiar para ayudar a su madre en
los gastos de manutención de la familia, sin embargo ésta se lo impidió y pudo continuar sus estudios en el
seminario gracias a una beca que le consiguió un sacerdote amigo de la familia.
Una vez ordenado fue vicepárroco, párroco, canónigo, obispo de Mantua y Cardenal de Venecia,
puestos donde duró en cada uno de ellos nueve años. Bromeando platicaba que solamente le faltaban nueve
años de Papa.
Muchas son las anécdotas de este santo que reflejan tanto su santidad como su lucha por superar sus
defectos, entre ellas destacan tres:
Siendo Cardenal de Venecia se encontró con un anciano al que la policía le había quitado el burro
que tenía para trabajar; al enterarse el Cardenal se ofreció a pagar la multa que le cobraban y a acompañarlo
a recoger el burro porque exigían al anciano que lo respaldara una persona de confianza. Ante la negativa
del anciano para que lo acompañara el Cardenal afirmó que si una obra buena no costaba no merecía gran
recompensa
Cuando era un sacerdote joven, José Sarto, estando con su hermana se quejó de dolor de muelas lo
que provocó que ella lo criticara y lo tachara de quejoso y flojo respondiéndole con una bofetada.
Sintiéndose avergonzado se disculpó por ser tan violento, defecto que fue corrigiendo. Asimismo, una vez
de visita en el Colegio de San Juan Bosco fue invitado a almorzar en la pobreza de ese colegio, donde al
salir buscó un mejor lugar para comer, aunque después se volvió más y más sacrificado.
En 1903 al morir León XIII fue convocado a Roma para elegir al nuevo Pontífice. En Roma no era
candidato para algunos por no hablar francés y él mismo se consideraba indigno de tal nombramiento.
Durante la elección los Cardenales se inclinaron en principio y por mayoría por el Cardenal
Rampolla, sin embargo el Cardenal de Checoslovaquia anunció que el Emperador de Austria no aceptaba al
Cardenal Rampolla como Papa y tenía el derecho de veto en la elección papal, por lo que el Cardenal
Rampolla retiró su nombre del nombramiento. Reanudada la votación los Cardenales se inclinaron por el
Cardenal Sarto quien suplicó que no lo eligieran hasta que una noche una comisión de Cardenales lo visitó
para hacerle ver que no aceptar el nombramiento era no aceptar la voluntad de Dios. Aceptó pues
convencido de que si Dios da un cargo, da las gracias necesarias para llevarlo a cabo.
Escogió el nombre de Pío inspirado en que los Papas que eligieron ese nombre habían sufrido por
defender la religión.
Tres eran sus más grandes características: La pobreza: fue un Papa pobre que nunca fue servido más
que por dos de sus hermanas para las que tuvo que solicitar una pensión para que no se quedaran en la
miseria a la hora de la muerte de Pío X; la humildad: Pío X siempre se sintió indigno del cargo de Papa e
incluso no permitía lujos excesivos en sus recámaras y sus hermanas que lo atendían no gozaban de
230
privilegio alguno en el Vaticano; la bondad: Nunca fue difícil tratar con Pío X pues siempre estaba de buen
genio y dispuesto a mostrarse como padre bondadosos con quien necesitara de él.
Una vez que fue elegido Papa decretó que ningún gobernante podía vetar a Cardenal alguno para
Sumo Pontífice.
Dentro de sus obras destaca el combate contra dos herejías en boga en esa época: Modernismo, la
cual la combatió en un documento llamado Pascendi estableciendo que los dogmas son inmutables y la
Iglesia si tiene autoridad para dar normas de moral; la otra herejía que combatió fue la del Jansenismo que
propagaba que la Primera Comunión se debía retrasar lo más posible; en contraposición Pío X decretó la
autorización para que los niños pudieran recibir la comunión desde el momento en que entendía quien está
en la Santa Hostia Consagrada. Este decreto le valió ser llamado el Papa de la Eucaristía.
Fundó el Instituto Bíblico para perfeccionar las traducciones de la Biblia y nombró una comisión
encargada de ordenar y actualizar el Derecho Canónico. Promovió el estudio del Catecismo.
Murió el 21 de agosto de 1914 después de once años de pontificado
24 San Bartolomé, Apóstol
Juan 1, 45-51
Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Estas palabras de Natanael presentan un doble
aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre, de quien es
Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia
del Mesías esperado.
Jesús es el verdadero rey de Israel, verdadero rey porque es hombre y Dios. Y la inscripción en la
cruz realmente había anunciado al mundo esta realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que es
el rey del mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús,
del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una
expectativa de todos los hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad.
Jesús no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que
realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. Por tanto, en Cristo están unidas las dos promesas:
Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios, pero es también el verdadero Sacerdote.
Que en esta fiesta de Natanael sepamos responder como él, con una confesión de fe límpida y
hermosa, diciendo y viviendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49), o como
decimos en el credo: Creo en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre.
29 San Juan Bautista, Martirio
Marcos 6, 17-29
Muerte del Bautista. Hoy la tradición cristiana recuerda el martirio de san Juan Bautista, “el mayor
entre los nacidos de mujer”, según el elogio del Mesías mismo (cf. Lc 7, 28). Ofreció a Dios el supremo
testimonio de la sangre, inmolando su existencia por la verdad y la justicia; en efecto, fue decapitado por
orden de Herodes, al que había osado decir que no le era lícito tener la mujer de su hermano (cf. Mc 6, 1729).
En la encíclica Veritatis splendor, Benedicto, recordando el sacrificio de san Juan Bautista (cf. n. 91),
afirmó que el martirio es un “signo preclaro de la santidad de la Iglesia" (n. 93). En efecto, "es el
testimonio culminante de la verdad moral” (ib.). Aunque son pocos relativamente los llamados al sacrificio
supremo, existe sin embargo “un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a
dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios” (ib.). Realmente, a veces hace falta
231
un esfuerzo heroico para no ceder, incluso en la vida diaria, ante las dificultades y las componendas, y para
vivir el Evangelio sin cortapisas.
Como auténtico profeta, san Juan dio testimonio de la verdad sin componendas. Denunció las
transgresiones de los mandamientos de Dios, incluso cuando los protagonistas eran los poderosos. Así,
cuando acusó de adulterio a Herodes y Herodías, pagó con su vida, coronando con el martirio su servicio a
Cristo, que es la verdad en persona.
Invoquemos su intercesión, junto con la de María santísima, para que nosotros nos mantengamos
siempre fiel a Cristo y testimoniemos con valentía su verdad y su amor a todos.
30 Santa Rosa de Lima, Virgen
Mt 13, 44-46
Va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. “El reino de los cielos es semejante a un tesoro
escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre.... va, vende todo lo que tiene y compra el campo
aquel” (Ibíd., 13, 44).
San Gregorio nos explica que “El tesoro escondido en el campo significa el deseo del Cielo, y el
campo en que se esconde el tesoro es la enseñanza del estudio de las cosas divinas: “Este tesoro, cuando lo
halla el hombre, lo esconde”, es decir, a fin de conservarlo; porque no basta el guardar el deseo de las cosas
celestiales y defenderlo de los espíritus malignos, sino que es preciso además el despojarlo de toda gloria
humana… Compra sin duda el campo después de haber vendido todo lo que posee aquél que renunciando a
los placeres de la carne echa debajo de sus pies todos sus deseos terrenales por guardar las leyes divinas”.
Con esta parábola el Señor resalta la necesidad de “venderlo todo” para poder ganar el Reino de los
Cielos. ¿Qué tenemos qué vender para hacernos del Reino de los cielos? Puede haber muchos tipos de
bienes que hemos de vender. Unos son materiales, otros pueden ser espirituales. Así, pues, las parábolas
del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor supremo y absoluto del reino
de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él.
30 Santa Rosa de Lima
Nació en Lima (Perú) el año 1586; cuando vivía en su casa, se dedicó ya a una vida de piedad y de
virtud, y, cuando vistió el hábito de la tercera Orden de santo Domingo, hizo grandes progresos en el
camino de la penitencia y de la contemplación mística. Murió el día 24 de agosto del año 1617.
Aunque la niña fue bautizada con el nombre de Isabel, se la llamaba comúnmente Rosa y ése fue el
único nombre que le impuso en la Confirmación el arzobispo de Lima, Santo Toribio. Rosa tomó a Santa
Catalina de Siena por modelo, a pesar de la oposición y las burlas de sus padres y amigos. En cierta
ocasión, su madre le coronó con una guirnalda de flores para lucirla ante algunas visitas y Rosa se clavó
una de las horquillas de la guirnalda en la cabeza, con la intención de hacer penitencia por aquella vanidad,
de suerte que tuvo después bastante dificultad en quitársela. Como las gentes alababan frecuentemente su
belleza, Rosa solía restregarse la piel con pimienta para desfigurarse y no ser ocasión de tentaciones para
nadie.
Una dama le hizo un día ciertos cumplimientos acerca de la suavidad de la piel
de sus manos y de la finura de sus dedos; inmediatamente la santa se talló las manos Santa Rosa de Lima
con barro, a consecuencia de lo cual no pudo vestirse por sí misma en un mes. Estas y
otras austeridades aún más sorprendentes la prepararon a la lucha contra los peligros exteriores y contra sus
propios sentidos. Pero Rosa sabía muy bien que todo ello sería inútil si no desterraba de su corazón todo
amor propio, cuya fuente es el orgullo, pues esa pasión es capaz de esconderse aun en la oración y el
232
ayuno. Así pues, se dedicó a atacar el amor propio mediante la humildad, la obediencia y la abnegación de
la voluntad propia.
Aunque era capaz de oponerse a sus padres por una causa justa, jamás los desobedeció ni se apartó de
la más escrupulosa obediencia y paciencia en las dificultades y contradicciones.
Rosa tuvo que sufrir enormemente por parte de quienes no la comprendían.
El padre de Rosa fracasó en la explotación de una mina, y la familia se vio en circunstancias
económicas difíciles. Rosa trabajaba el día entero en el huerto, cosía una parte de la noche y en esa forma
ayudaba al sostenimiento de la familia. La santa estaba contenta con su suerte y jamás hubiese intentado
cambiarla, si sus padres no hubiesen querido inducirla a casarse. Rosa luchó contra ellos diez años e hizo
voto de virginidad para confirmar su resolución de vivir consagrada al Señor.
Al cabo de esos años, ingresó en la tercera orden de Santo Domingo, imitando así a Santa Catalina de
Siena. A partir de entonces, se recluyó prácticamente en una cabaña que había construido en el huerto.
Llevaba sobre la cabeza una cinta de plata, cuyo interior era lleno de puntas sirviendo así como una corona
de espinas. Su amor de Dios era tan ardiente que, cuando hablaba de Él, cambiaba el tono de su voz y su
rostro se encendía como un reflejo del sentimiento que embargaba su alma. Ese fenómeno se manifestaba,
sobre todo, cuando la santa se hallaba en presencia del Santísimo Sacramento o cuando en la comunión
unía su corazón a la Fuente del Amor.
Extraordinarias pruebas y gracias.
Dios concedió a su sierva gracias extraordinarias, pero también permitió que sufriese durante quince
años la persecución de sus amigos y conocidos, en tanto que su alma se veía sumida en la más profunda
desolación espiritual.
El demonio la molestaba con violentas tentaciones. El único consejo que supieron darle aquellos a
quienes consultó fue que comiese y durmiese más. Más tarde, una comisión de sacerdotes y médicos
examinó a la santa y dictaminó que sus experiencias eran realmente sobrenaturales.
Rosa pasó los tres últimos años de su vida en la casa de Don Gonzalo de Massa, un empleado del
gobierno, cuya esposa le tenía particular cariño. Durante la penosa y larga enfermedad que precedió a su
muerte, la oración de la joven era: "Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma
medida tu amor".
Dios la llamó a Sí el 24 de agosto de 1617, a los treinta y un años de edad. El capítulo, el senado y
otros dignatarios de la ciudad se turnaron para transportar su cuerpo al sepulcro.
El Papa Clemente X la canonizó en 1671.
Septiembre
233
3 San Gregorio Magno
San Gregorio Magno es el cuarto y último de los originales Doctores de la Iglesia Latina. Defendió la
supremacía del Papa y trabajó por la reforma del clero y la vida monástica.
Combatió la herejía nestoriana. Hizo contribuciones claves a la cristología.
Nació en Roma alrededor del año 540, hijo de Gordianus, un senador afluente que llegó a renunciar
al mundo y ser uno de los siete diáconos de Roma.
Después de que Gregorio adquiriese una buena educación, el Emperador Justino lo nombró, en 574,
magistrado principal de Roma. Tenía solo 34 años.
Después de la muerte de su padre edificó siete monasterios, el último de los cuales fue en su propia
casa en Roma, que se llamó Monasterio Benedictino de San Andrés. El mismo tomó al hábito monástico en
el 575, a la edad de 35 años. Fue ordenado diácono y nombrado legado pontificio en Constantinopla.
Después de la muerte de Pelagio, San Gregorio fue escogido unánimemente Papa por los sacerdotes y
el pueblo, el día 3 de septiembre del año 590. Ejerció su cargo como verdadero pastor, en su modo de
gobernar, en su ayuda a los pobres, en la propagación y consolidación de la fe. Mantenía contacto con
todas las iglesias y a pesar de sus sufrimientos y labores, compuso grandes obras. Entre ellas hay
magnificas contribuciones a la Liturgia de la Misa y el Oficio.
Tiene escritas muchas obras sobre teología moral y dogmática.
Su extraordinario trabajo le valió el nombre de ‘El Grande’. Su celo era extender la fe por todo el
mundo. Murió el 12 de Marzo del 604. Es patrón de maestros.
8 Natividad de la santísima Virgen María
Mateo 1, 18-23
Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. La liturgia nos recuerda hoy la Natividad de la
santísima Virgen María. Esta fiesta nos lleva a admirar en María niña la aurora purísima de la Redención.
Contemplamos a una niña como todas las demás y, al mismo tiempo, única, la “bendita entre las mujeres”
(Lc 1, 42). María es la “esperanza de todo el mundo y aurora de la salvación”.
Además esta fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María, nos hace meditar de nuevo sobre la
vida de esta criatura singular, que Dios ha llamado a realizar un papel tan importante en la obra de la
Redención. En efecto, por obra del Espíritu Santo fue concebido el Hijo de Dios para hacerse hombre: Hijo
de María; Este fue el misterio del Espíritu Santo y de María. EL misterio de la Virgen, que a las palabras de
la anunciación, contestó: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38).
Por tanto, toda la Iglesia no puede menos de alegrarse hoy al celebrar la Natividad de María
Santísima, que es esa "puerta virginal y divina, por la cual y a través de la cual Dios, que está por encima
de todas las cosas, hizo su entrada en la tierra corporalmente...
Contemplar a María significa mirarnos en un modelo que Dios mismo nos ha dado para nuestra
elevación y para nuestra santificación. Por esto, hoy e decimos a Aquella, que ha concebido por obra del
Espíritu Santo: ¡Oh Virgen naciente, esperanza y aurora de salvación para todo el mundo, vuelve benigna
tu mirada materna hacia todos nosotros, reunidos aquí para celebrar y proclamar tus glorias!
12 Santo nombre de María
Lucas 7, 1-10
“Ni en Israel he hallado una fe tan grande”. Los “milagros y los signos” que Jesús realizaba para
confirmar su misión mesiánica y la venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la
llamada a la fe.
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El Evangelio, que hemos escuchado testimonia la fuerza de la fe. Tanto como Jesús se entristece por
la “falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6,6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt 8,26), así se admira hoy ante
la “gran fe” del centurión romano. La fe es una adhesión filial a Dios, más allá de lo que nosotros sentimos
y comprendemos. Se ha hecho posible porque el Hijo amado nos abre el acceso al Padre. Puede pedirnos
que “busquemos” y que “llamemos” porque Él es la puerta y el camino. Todo esto explica de modo
suficiente el vínculo particular que existe entre los “milagros-signos” de Cristo y la fe.
La fe cristiana es explicada como “una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo,
comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Implica un acto de
confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como Él vivió, o sea, en el mayor amor a Dios y los
hermanos”.
Por eso creer en Jesucristo es hacer que resplandezca la verdad, que comienza en ese guardar los
mandamientos como un primer paso para ser discípulo, para seguirlo no como una imitación exterior, sino
como un “hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz.
Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente, el discípulo se asemeja a su Señor y se configura
con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros” (Flp 2,5-8).
13 San Juan Crisóstomo
Nació en Antioquía, de padres cristianos, hacia el año 349. Su madre era un modelo de virtud.
Estudió retórica bajo Libanius, el más famoso orador de su época y en el 374 comenzó una vida de
anacoreta en las montañas. En el 386, su mala salud le forzó a regresar a Antioquia. Allí fue ordenado
sacerdote. Ejerció, con gran provecho, el ministerio de la predicación.
El año 397 fue elegido obispo de Constantinopla, cargo en el que se comportó como un pastor
ejemplar, esforzándose por llevar a cabo una estricta reforma de las costumbres del clero y de los fieles.
Su rectitud en proclamar y defender la verdad le ganó muchos enemigos. La oposición de la corte
imperial y de los envidiosos maquinaron acusaciones contra el y lo llevaron dos veces al destierro y
eventualmente a Pythius en la periferia del imperio. Uno de sus enemigos, Theophilus, Patriarca de
Alejandría, se arrepintió antes de su muerte. Otro enemigo era la emperadora Eudoxia.
Tuvo el consuelo de contar siempre con el apoyo del Papa y llevó todas las tribulaciones con gran
valentía y fe.
Acabado por tantas miserias, murió en Comana, en el Ponto, el día 14 de septiembre del año 407.
Contribuyó en gran manera, por su palabra y escritos, al enriquecimiento de la doctrina cristiana,
mereciendo el apelativo de Crisóstomo, es decir, “Boca de oro”.
15 Nuestra Señora de los Dolores
Jn 19, 25-27
¿Y cuál hombre no llorara si a la Madre de Cristo en tanto dolor? Por los pecados del mundo vio en
su tormento tan profundo a Jesús la dulce Madre. Vio morir a su Hijo amado,-que rindió desamparado-, el
espíritu al Padre.
Hoy, al celebrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores, contemplamos a María que comparte
la compasión de su Hijo por los pecadores. Como afirma San Bernardo, la Madre de Cristo entró en la
Pasión de su Hijo por su compasión (cf. Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción).
Al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado (cf.
Lc 2,35) por el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró (cf. Jn 11,35),
también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su discreción nos impide
medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente sugerida por el símbolo
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tradicional de las siete espadas. Se puede decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado
también a Ella a la perfección (cf. Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su
Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf. Jn 19,30): convertirse en la Madre de Cristo en sus
miembros. En esta hora, a través de la figura del discípulo a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de sus
discípulos a su Madre, diciéndole: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26-27). “He aquí a tu Madre”. Cristo
mismo encomienda a su Madre a San Juan y con él a todas las generaciones de discípulos. Invitémosla a
nuestra casa, para que su protección y su intercesión sean para nosotros un apoyo tanto en el tiempo de
serenidad como en los días de sufrimiento.
16 Santos Cornelio y Cipriano
Víctimas ilustres de la persecución de Valeriano, respectivamente en junio del 253 y el 14 de
septiembre del 258, son el Papa Cornelio y Cipriano el obispo de Cartago, cuyas memorias aparecen unidas
en los antiguos libros litúrgicos de Roma desde mediados del siglo IV. Su historia, en efecto, se entrelaza,
aunque sobresale más la imagen del gran obispo africano.
Cipriano nació en Cartago hacia el 210 y, siendo todavía pagano, fue profesor y abogado de
importancia. Se convirtió en el 246 y tres años después fue elegido obispo. Tan pronto tomó posesión de la
cátedra de Cartago, estalló la persecución de Decio. Los cristianos tenían que presentarse al magistrado y
pedir el “libellus”, es decir, un certificado que los declaraba buenos y honestos ciudadanos, previa
obviamente la simple formalidad de echar algún grano de incienso en el brasero de algún ídolo.
Muchos escaparon con la astucia corrompiendo a los funcionarios, que daban certificados a “mercado
negro”. Estos cristianos fueron definidos “libeláticos”. Hubo también los que renegaron de la fe y fueron
marcados con el nombre de “lapsos”, es decir, caídos. El obispo Cipriano escogió el camino de la
clandestinidad, huyendo al campo. Pasada la tempestad, Cipriano concedió el perdón a los libeláticos, y no
les cerró el camino a los caídos, que podían ser absueltos en punto de muerte. Su línea moderada fue
aprobada por el Papa, Cornelio, con quien Cipriano se había anteriormente alineado contra el antipapa
Novaciano, escribiendo en esa ocasión su tratado más importante, el “De Ecclesiae unitate”.
Cornelio había sido elegido Papa en el 251, después de un largo periodo de sede vacante, a causa de
la terrible persecución de Decio. Su elección no fue aceptada por Novaciano, que acusaba al Papa de ser un
libelático. Cipriano, y con él los obispos africanos, se puso de parte de Cornelio.
El emperador Galo confinó al Papa en Civitavecchia, en donde murió. Fue enterrado en las
catacumbas de Calixto. Cipriano, a su vez, fue relegado en Capo Bon, pero cuando supo que había sido
condenado a la pena capital, regresó a Cartago, porque quería dar su testimonio de amor a Cristo frente a
toda su grey. Fue decapitado el 14 de septiembre del 258. Los cristianos de Cartago pusieron pañuelos
blancos sobre su cabeza para conservarlos, así manchados de sangre, como reliquias preciosas. El
emperador Valeriano, al hacer decapitar al obispo Cipriano y al Papa Esteban, inconscientemente puso fin
a una disputa entre los dos sobre la validez del bautismo administrado por herejes, no aceptada por
Cipriano y afirmada por el pontífice."
17 San Roberto Belarmino
Nace hacia el año 1542 en Montepulciano. Profesó en la Compañía de Jesús a sus diecisiete años y
residió en los Países Bajos. De joven se mostró orador fácil y fogoso. Fue llamado a Roma por el Papa
Gregorio XIII para fundar la famosa cátedra «de controversias», en la que destacó como teólogo de gran
erudición y lucidez, y de la que brotó la obra que lleva el mismo título. Ocupó los cargos de Director
Espiritual y Rector del Colegio Romano. Clemente VIII le nombró Cardenal y se valió de su colaboración
para la edición de la «Vulgata Clementina». Gobernó durante unos años el arzobispado de Capua. Terminó
sus días en Roma, retirado junto a los novicios de la Compañía. Moría el 17 de septiembre de 1621.
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Mereció los elogios de «teólogo eminentísimo, defensor acérrimo de la fe católica, varón discreto, humilde,
extraordinariamente limosnero». Pío XI le beatificó en 1923, le canonizó en 1930 y le declaró Doctor de la
Iglesia en 1931. - Fiesta: 13 de mayo. Misa propia.
Tras las asambleas y las guerras de religión, habían de desfilar los santos, en la Reforma que se había
propuesto llevar a cabo la Iglesia del siglo XVI. Con el amor manifestado prácticamente hasta lo heroico,
pondrían broche de oro y signo de eficacia cristiana al magno monumento tridentino. A esta cima había de
llegar aquel niño de familia de nobles y de Papas, que todos los días iba a la iglesia con su madre, Cintia
Cervina, en Montepulciano. Allí va asimilando la austeridad y serenidad de espíritu que ofrecerá luego
como preciado servicio, en difíciles encomiendas, a la Santa Madre Iglesia.
Desde pequeño se siente Roberto metido en ambiente de lucha: las competiciones escolares de su
lugar natal le preparan a la persistencia en ser fiel a su vocación de jesuita, que brota en su alma a los
dieciséis años y que se ve combatida por las dudas de su padre.
Un anhelo de renuncia, en búsqueda de la tranquilidad del alma frente a lo caduco, le lleva a las
puertas de la Compañía; la semilla silenciosamente plantada por su madre germina á tiempo de
sobreponerse a la ambición que rodea por todos los lados al joven amador de los clásicos.
Comienza sus estudios en Italia, empezando ya a descollar por su cálida oratoria vertida en platicas y
sermones. Pero su magisterio sagrado llega al cenit en el púlpito de San Miguel de Lovaina y en su
Universidad. Aquí combate con éxito y valentía las confusas doctrinas del rector Miguel Bayo y a sus
sermones acuden, en multitud, estudiantes de todos los países y de todas las confesiones, como
representando al aplauso universal.
Un alto personaje canta las maravillas del joven predicador en su cara, y Belarmino, desconocido por
su interlocutor, tempera las alabanzas.
Su fama de teólogo se propaga aceleradamente. Las Universidades europeas le reclaman con
urgencia. Borromeo le quiere tener a su lado. Por fin, es Roma la que adquiere la riqueza de la presencia
del santo apologista.
A los siete años de sus primeras lides lovainenses, en 1576, acude a la cita pontificia y abre en el
Colegio Romano de la Compañía, la Cátedra De Controversiis para exponer la verdadera doctrina contra
los errores teológicos que en mayor o menor grado, se hallaban diseminados en casi todos los centros
universitarios de su tiempo.
Sus clarísimas lecciones, exposición de la verdad positiva, íntegra, total, se plasman en tres colosales
volúmenes que difunden por toda Europa la saludable teología y levantan clamores de aprobación en todos
los espíritus rectos. Desde entonces el nuevo profesor pasa a ser tenido como uno de los grandes defensores
de la Iglesia romana, admirado por su método, apto, por su vasta erudición, por su sinceridad ingenua, por
su dignidad en la polémica. Y además se le escucha y se le medita, siguiendo numerosas conversiones a la
lectura del «Belarmino», como se llamaba al libro de las «Controversias».
En veinte años se vio precisado a editarlo casi cada año, obligado por los requerimientos de sus
alumnos.
San Francisco de Sales no subía al púlpito, en su campaña contra los calvinistas, sin armarse
previamente de la Biblia y el «Belarmino». Al libro de Teología para los doctos no tardó en seguir el
Catecismo para el pueblo sencillo, y fue la «Doctrina cristiana breve» para los niños, acompañada de una
Declaración más copiosa para los maestros. El éxito del librito superó al de las «Controversias» y ha sido
reeditado casi hasta nuestros días.
Roberto no perdía la paz del alma ante el aplauso colectivo y seguía trabajando por la Iglesia en todos
los campos adonde se le llamó.
237
Los jóvenes jesuitas se vieron beneficiados con su consejo valiosísimo durante los años que estuvo al
frente de la dirección espiritual y disciplinaria del Colegio Romano. Entre sus hijos espirituales brilló
especialmente Luis Gonzaga, que fue llevado a las cumbres de la santidad por Belarmino.
El secreto estaba en que Roberto, además de teólogo y polemista, era también un santo. Al
posesionarse del cargo de Rector, las habitaciones rectorales se vieron de la noche a la mañana desnudadas
de suntuosidades y adornos, quedando reducido su moblaje a lo indispensable.
Tal austeridad recibió dura prueba cuando, en el año 1599, Clemente VIII quiso premiar sus servicios
a la Iglesia con el capelo cardenalicio. Empezó a disculparse ante el Pontífice por causa de su profesión
religiosa, pero éste le interrumpió: «En virtud de santa obediencia y bajo pena de pecado mortal, te mando
que aceptes».
El jesuita acepta, pero en su interior promete con firmeza que su ritmo de vida no cambiará lo más
mínimo ni cederá un ápice en austeridad, humildad y pobreza.
Con el mismo desinterés y amor sigue sirviendo a la Iglesia en las Congregaciones y Comisiones
cardenalicias, y el excedente de sus rentas es distribuido entre los pobres. Lo dijo y lo vivió: «He nacido
como pobre gentilhombre, he vivido pobre religioso, quiero vivir y morir como pobre cardenal». Un
verdadero grito de pobreza evangélica en el ambiente de su siglo.
Se ha hecho famosa la plegaria que constantemente salía de sus labios durante los Cónclaves a los
que asistió y en los que su candidatura hubiera podido prosperar a no ser por su obstinación en la renuncia:
«Líbrame, Señor, del Papado».
No faltó en su policroma existencia el tiempo dedicado al pastoreo directo de las almas. Fue en
Capua donde emuló a su compatriota Carlos Borromeo por el gobierno amoroso, abnegado, reformador.
Paulo V le volvió a retener en Roma, ya hasta el final. A su lado, aún se sintió fuerte para combatir
en favor de los derechos de la Iglesia.
Intervino en las polémicas con Jacobo de Inglaterra y la República veneciana. Con el primero se
trataba de defender el poder indirecto del Papa sobre las potestades de la tierra.
La doctrina serena y equilibrada de Belarmino le había costado la enemiga de los galicanos y del
Papa Sixto V, pero al fin apareció claramente su acierto en tan difícil cuestión.
Agotado por tantas luchas, pidió como único favor, al nuevo Papa Gregorio XV, la gracia de retirarse
con sus hermanos los novicios, para prepararse a morir. Pero aún no supo estarse sin mover la pluma, y
ahora salieron de ella suaves efluvios espirituales, con sabor de autobiografía: Tratados sobre la ascensión a
Dios, la felicidad de los santos, y un último opúsculo, en el que derrama sus lágrimas y gemidos ante la
tierra y el cielo.
Era su última batalla, ahora consigo mismo, purificación serena y sencilla, como fue toda su
existencia y su ejecutoria eclesiástica. Y, rogando no se le tributase ningún honor, recibió a la muerte, tan
anhelada.
20 Santos mártires vietnamitas
Esta memoria obligatoria de los ciento diecisiete mártires vietnamitas de los siglos XVIII y XIX,
proclamados santos por Juan Pablo II en la plaza de San Pedro el 19 de junio de 1988, celebra a mártires
que ya habían sido beatificados anteriormente en cuatro ocasiones distintas: sesenta y cuatro, en 1900, por
León XIII; ocho, por Pío X, en 1906; veinte, en 1909, por el mismo Pío X; veinticinco, por Pío XII, en
1951.
No sólo son significativos el número insuperado en la historia de las canonizaciones, sino también la
calificación de los santos (ocho obispos, cincuenta sacerdotes, cincuenta y nueve laicos), la nacionalidad
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(noventa y seis vietnamitas; once españoles; diez franceses, el estado religioso (once dominicos; diez de la
Sociedad de las Misiones Extranjeras de París; otros del clero local, más un seminarista, el estado laical
(muchos padres de familia, una madre, dieciséis catequistas, seis militares, cuatro médicos, un sastre;
además de campesinos, pescadores y jefes de comunidades cristianas).
Seis de ellos fueron martirizados en el siglo XV, los demás, entre 1835 y 1862; es decir, en el tiempo
del dominio de los tres señores que gobernaban Tonkín, Annam y Cochinchina, hoy integradas en la nación
de Vietnam.
En gran parte (setenta y cinco) fueron decapitados; los restantes murieron estrangulados, quemados
vivos, descuartizados, o fallecieron en prisión a causa de las torturas, negándose a pisotear la cruz de Cristo
o a admitir la falsedad de su fe.
De estos ciento diecisiete mártires, la fórmula de canonización ha puesto de relieve seis nombres
particulares, en representación de las distintas categorías eclesiales y de los diferentes orígenes nacionales.
El primero, del que encontramos una carta en el oficio de lectura, es Andrés Dung-Lac. Nació en el norte
de Vietnam en 1795; fue catequista y después sacerdote. Fue muerto en 1839 y beatificado en 1900. Otros
dos provienen del centro y del sur del Vietnam. El primero, Tomás Tran-VanThien, nacido en 1820 y
arrestado mientras iniciaba su formación sacerdotal, fue asesinado a los dieciocho años en 1838; el otro es
Manuel Le-Van-Phung, catequista y padre de familia, muerto en 1859 (beatificado en 1909).
Entre los misioneros extranjeros son mencionados dos españoles y un francés. El dominico español
Jerónimo Hermosilla, llegado a Vietnam en 1829, vicario apostólico del Tonkín oriental, fue muerto en
1861 (beatificado en 1909); el otro dominico, el obispo vasco Valentín de Berriochoa, que llegó a Tonkín
en 1858, a los treinta y cuatro años, fue muerto en 1861 (beatificado en 1906).
El francés Jean-Théophane Vénard, de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París, llegó a
Tonkín en 1854 y fue asesinado a los treinta y dos años (beatificado en 1906): sus cartas inspiraron a santa
Teresa de Lisieux a rezar por las misiones, de las que fue proclamada patrona junto con san Francisco
Javier.
21 Fiesta de san Mateo, apóstol y evangelista
Mateo 9, 9-13
“Sígueme. El se levantó y lo siguió”. Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús. Esto
implicaba para él abandonarlo todo, en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y
deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir
realizando actividades desaprobadas por Dios.
Aplicando esto al presente, decimos que tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es
incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En cierta ocasión dijo
tajantemente: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro
en los cielos; luego ven, y sígueme” (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: se levantó y lo
siguió. En este “levantarse” se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la
adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús: De publicano se convirtió
inmediatamente en discípulo de Cristo. De ‘último’ se convirtió en ‘primero’, gracias a la lógica de Dios,
que -¡por suerte para nosotros!- es diversa de la del mundo. “Mis pensamientos no son vuestros
pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos”, dice el Señor por boca del profeta Isaías (Is 55, 8).
Para seguidor de Jesús resulta fundamental la experiencia de sentirse llamados como lo fue Mateo:
“Sígueme”. El se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9). En efecto, en el Bautismo todos los cristianos hemos
recibido la llamada a la santidad; toda vocación personal es una llamada a compartir la misión de la Iglesia,
y, ante la necesidad de la nueva evangelización, importa mucho, que los laicos caigan en la cuenta de su
especial llamada a la comunión, al apostolado y la santidad.
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Que María nos ayude a responder siempre y con alegría a la llamada del Señor y a encontrar nuestra
felicidad en poder trabajar por el reino de los cielos.
26 Santos Cosme y Damián
Cosme significa “adornado, bien presentado”. Damián: “domador”.
Estos dos santos han sido (junto con San Lucas) los patronos de los médicos católicos. En oriente los
llaman “los no cobradores”, porque ejercían la medicina sin cobrar nada a los pacientes pobres.
Eran hermanos gemelos y nacieron en Arabia, en el siglo tercero. Se dedicaron a la medicina y
llegaron a ser muy afamados médicos. Pero tenían la especialidad de que a los pobres no les cobraban la
consulta ni los remedios. Lo único que les pedía era que les permitieran hablarles por unos minutos acerca
de Jesucristo y de su evangelio.
Las gentes los querían muchísimo y en muchos pueblos eran considerados como unos verdaderos
benefactores de los pobres. Y ellos aprovechaban su gran popularidad para ir extendiendo la religión de
Jesucristo por todos los sitios donde llegaban.
Lisias, el gobernador de Cilicia, se disgustó muchísimo porque estos dos hermanos propagaban la
religión de Jesús. Trató inútilmente de que dejaran de predicar, y como no lo consiguió, mandó echarlos al
mar. Pero una ola gigantesca los sacó sanos y salvos a la orilla. Entonces los mandó quemar vivos, pero las
llamas no los tocaron, y en cambio quemaron a los verdugos paganos que los querían atormentar. Entonces
el mandatario pagano mandó que les cortaran la cabeza, y así derramaron su sangre por proclamar su amor
al Divino Salvador.
Y sucedió entonces que junto a la tumba de los dos hermanos gemelos, Cosme y Damián, empezaron
a obrarse maravillosos curaciones. El emperador Justiniano de Constantinopla, en una gravísima
enfermedad, se encomendó a estos dos santos mártires y fue curado inexplicablemente. Con sus ministros
se fue personalmente a la tumba de los dos santos a darles las gracias.
En Constantinopla levantaron dos grandes templos en honor de estos dos famosos mártires y en
Roma les construyeron una basílica con bellos mosaicos.
27 San Vicente de Paúl
Nació en el pueblecito de Pouy en Francia, en 1580. Su nombre significa victorioso. Murió el 27 de
septiembre de 1660, a los 80 años de edad. El Santo Padre León XIII lo proclamó Patrono de todas las
asociaciones católicas de caridad.
El santo fue de un corazón que siempre estuvo encendido de la caridad: fue una llama que incendia a
todos los que le rodean. “No es suficiente –exclama- que yo ame a Dios si mi prójimo no le ama.” “Hemos
sido elegidos como instrumentos de Dios, de su inmensa y paternal caridad, que quiere ver establecida en
todas las almas”.
El Santo proclama a todo el mundo: “Las cosas de Dios se hacen por sí mismas, y la verdadera
sabiduría consiste en seguir a la Providencia paso a paso sin adelantarle ni retrasarse”. “Dios es amor y
quiere que se vaya a Él por amor”. Vicente, que tiene las manos llenas de obras e instituciones, llega a
expresar: “¡Qué dicha no querer más que lo que Dios quiere, y no hacer sino lo que la Providencia
presenta, y no tener nada más que lo que Dios nos ha dado!”
Por tanto, “el fin principal para el que Dios nos ha llamado es para honrar a nuestro Señor sirviéndole
corporal y espiritualmente en la persona de los pobres, unas veces como niño, otras como necesitado, otras
como enfermo y otras como prisionero”. Para el Apóstol de la Caridad los pobres pasan a ser “nuestros
señores”.
240
Muy bien podemos, ante la mística caritativa de san Vicente, preguntarnos hoy en su fiesta: ¿Qué
espera mi familia, mi parroquia, qué espera mi ciudad, la patria y el mundo de mí? Sólo que seamos
sembradores de amor (sembradoras de amor).
Nuestro mundo, esclavo de la técnica que debía liberarlo; nuestro mundo, que tanto tiempo ha
permanecido encadenado a su egoísmo y a su odio, tiene una TERRIBLE necesidad de amar.
Y sólo nosotros, los seguidores de Jesús, al estilo de san Vicente, seremos los poseedores del poder
de “restituir el hombre al Amor”. “Si alguien dice: ‘Yo amo a Dios’ y no ama a su hermano, es un
mentiroso”, dice san Juan. El Apóstol predilecto no se anda con rodeos... Y se explica: “¿Cómo el que no
ama a su hermano, a quien ve, amará a Dios, a quien nunca ha visto?”
¡Atención! La Caridad: no la limosna. No esa ofrenda desdeñosa que se deja caer, que se da “de
arriba abajo”, y que, si ofende a quien la recibe, deshonra ciertamente a quien la da. Semejante limosna es
la caricatura de la Caridad.
La Caridad: no la solidaridad. La solidaridad es la reproducción laica de la Caridad. Precisamente en
este sentido, nos dice san Pablo: “Aún cuando distribuyera todos mis bienes en alimento de los Pobres, si
no tengo Caridad, nada soy”.
Sin el amor de Dios, que es su fuente, la Caridad degenera en generosidad, altruismo, filantropía.
Muy hermoso, sí: admirable. Pero lo repito: nada de eso es Caridad. La Caridad es la proyección del rostro
de Cristo sobre el rostro del Pobre, del Enfermo, del Perseguido.
Por tanto, nuestra tarea será enseñar de nuevo a los hombres a amarse. Y lograr así que los hombres
posean de nuevo a Dios... ¡Qué ideal! ¡Qué consigna!
Porque si nosotros los Cristianos no somos, antes que los demás, los combatientes del amor, ¿de qué
nos sirve estar bautizados? Si nosotros, los cristianos, no llevamos a los demás el mensaje de ese amor,
¿cómo nos atreveremos a seguir diciendo que los amamos?
A quienes nos vean, a quienes nos oigan, a quienes nos sigan, los conduciremos, a base de amor, por
el camino que lleva a Dios, por el camino de la alegría, por el camino de la esperanza.
Y finalmente, me llama la atención lo que San Vicente decía por experiencia propia a los
impacientes: “Tres veces hablé cuando estaba de mal genio y con ira, y las tres veces dije barbaridades”.
Por eso cuando le ofendían permanecía siempre callado, en silencio como Jesús en su Santísima Pasión.
Que por nuestra presencia en el mundo, los hombres no sólo vivan unos junto a otros, sino que sepan
vivir unidos, a vivir los unos para los otros: la única verdad es amarse, porque al final sólo se nos
examinará del amor.
29 Santos Miguel, Gabriel y Rafael, Arcángeles (Juan 1, 47-51)
Verán a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre. La liturgia de hoy nos invita a
recordar a los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Cada uno de ellos, como leemos en la Biblia,
cumplió una misión peculiar en la historia de la salvación.
Invoquemos con confianza su ayuda, así como la protección de los ángeles custodios, cuya fiesta
celebraremos dentro de algunos días, el 2 de octubre. La presencia invisible de estos espíritus
bienaventurados nos es de gran ayuda y consuelo: caminan a nuestro lado y nos protegen en toda
circunstancia, nos defienden de los peligros y podemos recurrir a ellos en cualquier momento.
Muchos santos mantuvieron con los ángeles una relación de verdadera amistad, y son numerosos los
episodios que testimonian su ayuda en ocasiones particulares. Como recuerda la carta a los Hebreos, los
ángeles son enviados por Dios "a asistir a los que han de heredar la salvación" (Hb 1, 14), y, por tanto, son
para nosotros un auxilio valioso durante nuestra peregrinación terrena hacia la patria celestial.
Sabemos por las sagradas Escrituras que: Miguel, que significa “¿Quién como Dios?”, viene
presentado en el Apocalipsis (12, 7) en acto de combatir las potencias infernales; Gabriel, que significa
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“Fortaleza de Dios”, es enviado a la Virgen María para anunciarle su vocación a ser corredentora de la
humanidad; Rafael, que significa “Medicina de Dios”, es enviado por el Señor a Tobías -según la narración
bíblica- para curarlo de la ceguera. La liturgia nos invita a sentir cercanos, como amigos y protectores ante
Dios, a estos tres Arcángeles y a nuestro Ángel custodio. Que ellos nos protejan y nos guíen en el camino
de la vida cristiana.
30 San Jerónimo
Jerónimo quiere decir: el que tiene un nombre sagrado. (Jero = sagrado. Nomos = nombre).
Dicen que este santo ha sido el hombre que en la antigüedad estudió más y mejor la S. Biblia.
Nació San Jerónimo en Dalmacia (Yugoslavia) en el año 342. Sus padres tenían buena posición económica,
y así pudieron enviarlo a estudiar a Roma.
En Roma estudió latín bajo la dirección del más famoso profesor de su tiempo, Donato, el cual
hablaba el latín a la perfección, pero era pagano. Esta instrucción recibida de un hombre muy instruido
pero no creyente, llevó a Jerónimo a llegar a ser un gran latinista y muy buen conocedor del griego y de
otros idiomas, pero muy poco conocedor de los libros espirituales y religiosos. Pasaba horas y días leyendo
y aprendiendo de memoria a los grandes autores latinos, Cicerón, Virgilio, Horacio y Tácito, y a los autores
griegos: Homero, y Platón, pero no dedicaba tiempo a leer libros religiosos que lo pudieran volver más
espiritual.
Jerónimo, que escribía con gran elegancia el latín, tradujo a este idioma toda la S. Biblia, y esa
traducción llamada ‘Vulgata’ (o traducción hecha para el pueblo o vulgo) fue la Biblia oficial para la
Iglesia Católica durante 15 siglos. Únicamente en los últimos años ha sido reemplazada por traducciones
más modernas y más exactas, como por ej. La Biblia de Jerusalén y otras.
Casi de 40 años Jerónimo fue ordenado de sacerdote. Pero sus altos cargos en Roma y la dureza con
la cual corregía ciertos defectos de la alta clase social le trajeron envidias y rencores (Él decía que las
señoras ricas tenían tres manos: la derecha, la izquierda y una mano de pintura... y que a las familias
adineradas sólo les interesaba que sus hijas fueran hermosas como terneras, y sus hijos fuertes como potros
salvajes y los papás brillantes y mantecosos, como marranos gordos...). Toda la vida tuvo un modo duro de
corregir, lo cual le consiguió muchos enemigos. Con razón el Papa Sixto V cuando vio un cuadro donde
pintan a San Jerónimo dándose golpes de pecho con una piedra, exclamó: “¡Menos mal que te golpeaste
duramente y bien arrepentido, porque si no hubiera sido por esos golpes y por ese arrepentimiento, la
Iglesia nunca te habría declarado santo, porque eras muy duro en tu modo de corregir!”.
Sintiéndose incomprendido y hasta calumniado en Roma, donde no aceptaban el modo fuerte que él
tenía de conducir hacia la santidad a muchas mujeres que antes habían sido fiesteras y vanidosas y que
ahora por sus consejos se volvían penitentes y dedicadas a la oración, dispuso alejarse de allí para siempre
y se fue a la Tierra Santa donde nació Jesús.
Sus últimos 35 años los pasó San Jerónimo en una gruta, junto a la Cueva de Belén. Varias de las
ricas matronas romanas que él había convertido con sus predicaciones y consejos, vendieron sus bienes y
se fueron también a Belén a seguir bajo su dirección espiritual. Con el dinero de esas señoras construyó en
aquella ciudad un convento para hombres y tres para mujeres, y una casa para atender a los peregrinos que
llegaban de todas partes del mundo a visitar el sitio donde nació Jesús.
Allí, haciendo penitencia, dedicando muchas horas a la oración y días y semanas y años al estudio de
la S. Biblia, Jerónimo fue redactando escritos llenos de sabiduría, que le dieron fama en todo el mundo.
Con tremenda energía escribía contra los herejes que se atrevían a negar las verdades de nuestra santa
religión. Muchas veces se extralimitaba en sus ataques a los enemigos de la verdadera fe, pero después se
arrepentía humildemente.
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La Santa Iglesia Católica ha reconocido siempre a San Jerónimo como un hombre elegido por Dios
para explicar y hacer entender mejor la S. Biblia. Por eso ha sido nombrado Patrono de todos los que en el
mundo se dedican a hacer entender y amar más las Sagradas Escrituras. El Papa Clemente VIII decía que el
Espíritu Santo le dio a este gran sabio unas luces muy especiales para poder comprender mejor el Libro
Santo. Y el vivir durante 35 años en el país donde Jesús y los grandes personajes de la S. Biblia vivieron,
enseñaron y murieron, le dio mayores luces para poder explicar mejor las palabras del Libro Santo.
El 30 de septiembre del año 420, cuando ya su cuerpo estaba debilitado por tantos trabajos y
penitencias, y la vista y la voz agotadas, y Jerónimo parecía más una sombra que un ser viviente, entregó su
alma a Dios para ir a recibir el premio de sus fatigas. Se acercaba ya a los 80 años. Más de la mitad los
había dedicado a la santidad.
Octubre
1 Santa Teresa de Lissieux
Hay dos santas con el mismo nombre: Santa Teresita del Niño Jesús o de Lisieux y Santa Teresa de
Ávila (15 de Octubre). Ambas fueron monjas carmelitas, nos dejaron una autobiografía y son santas
doctoras de la Iglesia.
María Francisca Teresa nació el 2 de Enero de 1873 en Francia. Hija de un relojero y una costurera
de Alençon. Tuvo una infancia feliz y ordinaria, llena de buenos ejemplos.
2 Santos Ángeles Custodios
4 San Francisco de Asís
7 Virgen del Rosario
15 Santa Teresa de Jesús
16 Santa Margarita Mª Alacoque
17 San Ignacio de Antioquía
18 San Lucas, evangelista
28 Santos Simón y Judas Tadeo, Apóstoles
Lucas 6, 12-16
“Eligió a doce de ellos y los nombró apóstoles”. Con la creación del grupo de los Doce, Jesús creaba
la Iglesia como sociedad visible y estructurada al servicio del Evangelio y de la llegada del reino de Dios.
El número doce hacía referencia a las doce tribus de Israel, y el uso que Jesús hizo de él revela su intención
de crear un nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios, instituido como Iglesia.
Los doce Apóstoles se convertían, así, en una realidad socio-eclesial característica, distinta y, en
muchos aspectos, irrepetible. Un su grupo destacaba el apóstol Pedro, sobre el cual Jesús manifestaba de
modo más explícito la intención de fundar un nuevo Israel, con aquel nombre que dio a Simón: ‘piedra’,
sobre la que Jesús quería edificar su Iglesia (cf. Mt 16, 18).
El primer elemento constitutivo del grupo de los Doce es, por consiguiente, la adhesión absoluta a
Cristo: se trata de personas llamadas a «estar con él», es decir, a seguirlo dejándolo todo. El segundo
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elemento es el carácter misionero, expresado en el modelo de la misma misión de Jesús, que predicaba y
expulsaba demonios. La misión de los Doce es una participación en la misión de Cristo por parte de
hombres estrechamente vinculados a él como discípulos, amigos, representantes.
Así, la Iglesia, único rebaño de Dios, como un lábaro alzado entre todos los pueblos, al comunicar el
Evangelio de la paz a todo el género humano, se siente conducida por la esperanza en su peregrinación
hacia la meta de la patria celestial.
Noviembre
3 San Martín de Porres
4 San Carlos Borromeo
9 Dedicación Basílica de Letrán
10 San León Magno
11 San Martín de Tours
15 San Alberto Magno
21 La Presentación de la Santísima Virgen María
Lucas 21, 1-4
“Vio a una viuda pobre que echaba dos monedas”. El Señor observaba cómo los ricos echaban en
cantidad. Acaso lo hacían con cierta ostentación, para que se viera lo mucho que echaban. Observa
asimismo a una viuda pobre que se acerca para echar apenas «dos moneditas», una suma irrisoria en sí
misma y más aún si se comparaba con lo mucho que echaban los ricos.
El Señor Jesús aprovecha la ocasión para dar una lección fundamental a sus discípulos. Pone a esta
viuda pobre como modelo de generosidad: ella ha dado más que nadie, porque mientras los demás echaban
de lo que les sobraba, “ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,43-44).
La lección es clara: lo que pesa en la ofrenda dada a Dios no es tanto la cantidad, sino la actitud con
que se da. Aquella viuda, a diferencia de los que dan “de lo que les sobra”, muestra una enorme
generosidad y confianza en Dios. Ella, por amor a Dios, se desprende incluso de lo que necesita, se
desprende de todo lo que tiene para vivir. Su entrega no es un acto suicida, sino que manifiesta su enorme
confianza en Dios, confianza de que a ella nada le faltará porque está en las manos de Dios. Sabe que Dios
no se deja ganar en generosidad: Él es muchísimo más generoso con quien es generoso con Él. Dios, en
cuyas manos se sabe, proveerá lo necesario para su subsistencia.
San Agustín dice que “Zaqueo fue un hombre de gran voluntad y su caridad fue grande. Dio la
mitad de sus bienes en limosnas y se quedó con la otra mitad sólo para devolver lo que acaso había
defraudado. Mucho dio y mucho sembró. Entonces aquella viuda que dio dos céntimos, ¿sembró poco? No,
lo mismo que Zaqueo. Tenía menos dinero pero igual voluntad, y entregó sus dos moneditas con el mismo
amor que Zaqueo la mitad de su patrimonio. Si miras lo que dieron, verás que entregan cantidades diversas;
pero si miras de dónde lo sacan, verás que sale del mismo sitio lo que da la una que lo que entrega el otro”.
22 Santa Cecilia
27 La Medalla milagrosa
30 San Andrés Apóstol
Mt 4, 11-22
Ellos inmediatamente, dejando las redes, lo siguieron. El evangelio de hoy nos dice que entre los
primeros discípulos, Jesús llamó a dos hermanos, Simón y Andrés. Eran pescadores. “Les dijo: ‘Vengan
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conmigo, y los haré pescadores de hombres’. Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron” (Mt 4, 1920).
En esta fiesta de san Andrés, partiendo del Evangelio en consideración, podemos aprender de él lo
siguiente:
o
lleno de entusiasmo, se presenta a su hermano Pedro para anunciarle la asombrosa noticia:
“Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)” (Jn, 1, 41). Este descubrimiento cambió
la vida de los dos hermanos: dejando sus redes, se convirtieron en “pescadores de hombres”
(Mt 4, 19) y;
o
“Al instante, dejando la barca y su padre, lo siguieron”. El relato expresa la prontitud,
radicalidad y decisión de la respuesta: a nada se aferran por responder a este llamado, ni a su
trabajo o “proyectos personales”, ni a los lazos familiares, por más fuertes que sean.
Por ello todo aquel que verdaderamente cree en Dios y en su enviado Jesucristo tiene el deber y
necesidad de ponerse ante el Señor y preguntarle: ¿Qué quieres de mí Señor? Claro, nuestra respuesta a
Jesús se la hemos de dar según nuestro propio estado.
San Juan Crisóstomo: “Los llamó [A Pedro, Andrés, Juan y Santiago] cuando estaban en sus
ocupaciones, manifestando que conviene anteponer la obligación de seguir a Jesucristo a todas las
ocupaciones”.
Diciembre
3 San Francisco Javier
7 San Ambrosio
12 Virgen de Guadalupe
13 Santa Lucía
14 San Juan de la Cruz
26 San Esteban
27 de diciembre
San Juan Apóstol y Evangelista
Jn 20, 2-9
El otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero el sepulcro. La fiesta de Navidad,
oportunamente preparada por el período del Adviento, pone en marcha, por decir así, una ulterior serie de
festividades litúrgicas, que casi irradian de ella y la rodean de cerca como para subrayar su altísima
dignidad: san Esteban, san Juan Evangelista, los santos Inocentes, la Sagrada Familia, la Maternidad de
María, y después, como conclusión de este ciclo extraordinario de celebraciones tan significativas, la
solemnidad de la Epifanía.
Nosotros sabemos que hemos sido llamados a tender continuamente a este Reino de paz, de justicia y
de fraternidad universal que nos ha anunciado el Nacimiento de Cristo. Y hemos sido llamados no sólo a
caminar sino también, me atrevo a decir, a correr. Sí, a correr hacia Cristo, como hace el Apóstol Juan en
la narración evangélica de la misa de hoy, que es su fiesta. Hemos sido llamados a avanzar y a hacer
avanzar el mundo, como ‘luz del mundo’ y ‘sal de la tierra’.
Los cristianos no pueden tener, en la historia, un papel de retaguardia, ni mucho menos de
involución: el Evangelio que tienen en las manos, las palabras y los ejemplos de Cristo que están en ellos
recogidos, deben hacerlos, a pesar de todas sus debilidades humanas, hombres de vanguardia y de
esperanza. A ellos toca trazar el camino que la humanidad debe recorrer hacia la salvación y hacia aquella
‘vida eterna’, celeste y trascendente, de la que habla la primera lectura de la misa de hoy, tomada
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precisamente del Apóstol Juan: “La vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os
anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó” (1 Jn 1, 2).
Que el Apóstol Juan, aquel que, como dice la oración de la misa de hoy, “reclinó su cabeza en el
pecho del Señor y conoció los secretos divinos”, aquel que nos reveló “las misteriosas profundidades del
Verbo divino”, el discípulo predilecto de Jesús, nos haga comprender profundamente el sentido de la
Navidad que acabamos de celebrar; que nos permita también a nosotros llegar a ser verdaderos amigos y
confidentes del Señor.
28
Santos Inocentes, Mártires
Mt 2, 13-18
Herodes mandó matar a todos los niños menores de dos años en la comarca de Belén. Hemos
escuchado en el texto evangélico que “Después que ellos (los Magos) se retiraron, el ángel del Señor se
apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y
estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar el niño para matarle’” (Mt 2, 13).
Y cuando partieron los Magos Herodes “envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la
comarca, de dos años para abajo” (Mt 2, 16). De este modo, matando a todos, quería matar a aquel recién
nacido ‘rey de los judíos’, de quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a su corte.
La Iglesia, venerando con cariño a estos pequeños ha tratado de entender el misterio de su muerte:
aún no hablaban y ya confesaron a Cristo. Dieron testimonio de Él; no con sus palabras, sino con su
sangre. Ellos fueron sin saberlo, los primeros mártires. Más aún, ellos fueron salvadores del Salvador.
Porque no sólo murieron por Cristo, si no también murieron en lugar de Él.
Fueron los primeros cristianos, los primeros santos de la Iglesia. Por eso tienen asegurados; desde
hace muchos siglos, su lugar privilegiado en el calendario de los Santos. Y, por eso, tenemos hoy la
alegría de celebrar su fiesta.
Que estos Santos Inocentes nos ayuden a nosotros a dar valientemente testimonio de Cristo ante los
hombres, tanto con nuestra palabra como con nuestra vida.
CONCLUSIÓN
“¡Ay de mí si no evangelizara!” (1 Cor 9, 16). Esta exclamación resuena principalmente para
nosotros pastores y se refiere, juntamente con nosotros, a todos los educadores en la Iglesia. La Palabra de
Dios ilumina a los creyentes para valorar la vida como respuesta a la llamada de Dios y los acompaña para
acoger en la fe el don de la vocación personal.
La homilía hace que la Palabra proclamada se actualice: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que
habéis escuchado con vuestros oídos” (Lc 4,21). Ella conduce al misterio que se celebra, invita a la misión
y comparte las alegrías y los dolores, las esperanzas y los temores de los fieles, disponiendo así a la
asamblea tanto a la profesión de fe (Credo), como a la oración universal de la misa.
Debería haber una homilía en todas las misas “cum populo”, incluso durante la semana. Es preciso
que los predicadores (obispos, sacerdotes, diáconos) se preparen en la oración, para que prediquen con
convicción y pasión.
El predicador debe sobre todo dejarse interpelar el primero por la Palabra de Dios que anuncia. La
homilía debe ser alimentada por la doctrina y transmitir la enseñanza de la Iglesia para fortificar la fe,
llamar a la conversión en el marco de la celebración y preparar a la actuación del misterio pascual
eucarístico.
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Por esto, la homilía, que es parte de la acción litúrgica, “tiene el cometido de favorecer una mejor
comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles” (Benedicto XVI, “Sacramentum
caritatis” 46). Por ello, el Papa anima a preparar la homilía con esmero, basándose en un adecuado
conocimiento de la Sagrada Escritura, evitando lo genérico y lo abstracto y esforzándose por conectar la
homilía con la celebración sacramental y con la vida de la comunidad.
Nuestra propuesta quiere responder a la exhortación de Benedicto XVI, a predicar a los fieles
“homilías temáticas” que, a lo largo del año litúrgico, traten los grandes temas de la fe cristiana, según lo
que el Magisterio propone: la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la
oración cristiana.
La homilía “debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión,
disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística” (VD 59). Por
tanto, Cristo, Persona y Palabra, tiene que ser el centro de toda homilía. Esta centralidad de Cristo es muy
exigente para el predicador: “El predicador - sigue diciendo el Papa - tiene que “ser el primero en dejarse
interpelar por la Palabra de Dios que anuncia”, porque, como dice san Agustín: ‘Pierde tiempo predicando
exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior’”.
FUENTES DE CONSULTA
P. Jorge Loring, Para salvarte
http://webcache.multimedios.org/
http://www.mercaba.org/
http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/index_sp.htm
http://www.zenit.org/0?l=spanish
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