1 COMENTARIO AL EVANGELIO DE CADA DÍA, MEMORIAS, FIESTAS Y SOLEMINIDADES Pbro. Dr. Félix Castro Morales 2 INTRODUCCIÓN Jesús viene a anunciar el Reino de Dios, y quien lo acepta, alcanza la salvación. Pero atención, porque ese anuncio no son solamente palabras. Incluye toda la acción de Cristo, toda su vida, lo que hace y lo que dice desde que se muestra al mundo (su vida en Belén y en Nazaret, su predicación, milagros, pasión, muerte y resurrección), sus “gestos y palabras”, en expresión del Concilio Vaticano II (DV, 2). Jesús de Nazaret ha querido la Iglesia para que fuera la continuación viva de su presencia en medio del mundo. En los dos mil años transcurridos desde aquel mandato de ir por el mundo entero para anunciar el Evangelio y hacer discípulos a todos los pueblos de la tierra, la Iglesia nunca abandonó esta obligación tan esencial para su propia vida. Ella ha nacido con la misión de evangelizar, y si renunciase a esta tarea, empobrecería su propia naturaleza. Anunciar el evangelio de Jesús no nos hace mejores que los otros, pero ciertamente nos impulsa a ser más responsables. Esta es una misión que se manifiesta sobre todo en un momento de crisis como el que estamos atravesando. Estamos al final de una época que, para bien o para mal, ha marcado la historia de estos últimos siglos; estamos por entrar en una nueva era del mundo todavía incierta en sus primeros pasos y que parece vacilar por la debilidad del pensamiento. Por este motivo, el rol de los católicos adquiere mayor importancia por la riqueza de la tradición que supimos construir en el pasado. De hecho, los discípulos del Señor estamos llamados a ser “sal” y “luz” para dar sabor a la vida e iluminar a quienes están a la búsqueda de sentido. Si disminuyese esta responsabilidad, el mundo no tendría una palabra de esperanza y nosotros nos convertiríamos en insignificantes. Un cristiano, sea quien sea, debe anunciar el Evangelio. Si es un ministro sagrado ese anuncio podrá tener la forma oficial de la predicación litúrgica. Si es un “cristiano corriente”, un fiel bautizado, tomará ocasión de su vida familiar, o de su trabajo y relaciones sociales, para anunciar a Cristo, sirviendo de instrumento a la salvación de Dios. En cualquier caso, para que el anuncio sea plenamente efectivo, esto es, que el anuncio lleve a la salvación, son necesarios los sacramentos que transmiten la gracia redentora. Al celebrar cada sacramento se presupone y se vuelve a actualizar la fe anunciada y acogida, tanto la fe del que lo administra como la fe del que lo recibe. La Iglesia existe para llevar en todo tiempo el Evangelio a toda persona, donde sea que se encuentre. El mandato de Jesús es de tal modo cristalino que no permite malos entendidos de ninguna naturaleza. Cuántos creen en su palabra son enviados a las calles del mundo para anunciar que la salvación prometida ahora ha llegado a ser realidad. El anuncio debe conjugarse con un estilo de vida que permita reconocer a los discípulos del Señor allí donde estén. De alguna manera, la evangelización se resume en este estilo que distingue a cuantos emprenden el seguimiento de Cristo. La caridad como norma de vida no es otra cosa que el descubrimiento de aquello que da sentido a la existencia, porque la atraviesa hasta en sus recovecos más íntimos de todo lo que el Hijo de Dios hecho hombre ha vivido en primera persona. Como se puede observar, la nueva evangelización se ubica en la sintonía de siempre. Ella quiere fundarse sobre la lógica de la fe que se articula en el creer en el anuncio, en la liturgia y en el testimonio de la caridad. La nueva evangelización saca su vida y su fuerza de la santidad de los cristianos (que es al mismo tiempo la finalidad de la evangelización). Y la santidad necesita de la conversión, del encuentro con Cristo que acontece en este sacramento. Por eso el cristiano debe obtener, de la confesión, “una verdadera fuerza evangelizadora”. Y al mismo tiempo, sólo el que se deja renovar por la gracia de Dios en la confesión, encontrándose con el rostro de Cristo, puede anunciar el corazón misericordioso de Dios. Si evangelizar es, por definición, anunciar la Buena Noticia (= Evangelio) de que cabe una vida nueva y plena, esto sólo puede hacerse si yo mismo he sido testigo personalmente de que esa vida ha comenzado en mí. Sin esto, hasta el anuncio de la fe podría diluirse en meras palabras. 3 Después de compartir estas premisas, inspiradas del la carta Porta Fidei de Benedicto XVI, queremos enunciar el objetivo que nos ha movido a publicarlo: con el fin de prestar a los sacerdotes un instrumento, que ayude a predicar la Homilía dominical, desde el texto litúrgico del Evangelio, leído en la santa Misa semana a semana de lunes a viernes; y los laicos puedan también profundizar en el Pan de la Palabra de cada día. Nuestra pretensión es, pues, ofrecer a los sacerdotes un esquema, que les facilite elaborar la Homilía dominical y a los laicos, sea su alimento de todos los días en la santificación personal y comunitaria. Así, pues, el objetivo es que a través de la predicación diaria provoquemos que las almas se encuentren con Dios y vivan ya desde ahora en su amor y en su amistad, pues el hombre está llamado a su plena realización en Dios, a provocar la quietud del alma en Dios, como es la experiencia de san Agustín: “nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”1. Deseamos que esta obra nos ayude a centrar la mirada sobre lo que Dios nos dice de sí mismo y lo que exige de nosotros. La Sagrada Escritura, por el hecho de que “ha de ser leída e interpretada con el mismo espíritu con que fue escrita -como dice el Concilio Vaticano II- para llegar a penetrar con exactitud el verdadero sentido de los textos sagrados, hay que tener en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura, sin olvidar la Tradición viviente de toda la Iglesia y la analogía de la fe”2. En realidad, la vida y misión del sacerdote, como cura de almas, es ser ante todo un Pastor, que se sienta y se defina como “siervo de Cristo y siervo de los siervos de Cristo”, y lo viva en sus consecuencias extremas: plena disponibilidad para el servicio de los fieles, oración constante por ellos, amor a los que están en el error, aunque éstos no lo quieran o incluso le ofendan... Este es el camino de ser pastor con el supremo Pastor… EL AUTOR TIEMPO DE ADVIENTO Sabemos que es múltiple el significado del Adviento, que, como tiempo litúrgico, comienza con este domingo. Pero parece que sobre todo el primero de los cuatro domingos de este período quiere hablarnos con la verdad del “pasar”, a que están sometidos el mundo y el hombre en el mundo. Nuestra vida en el mundo es un pasar, que inevitablemente conduce al término. Sin embargo, la Iglesia quiere decirnos —y lo hace con toda perseverancia—que este pasar y ese término son al mismo tiempo adviento: no sólo pasamos, sino que al mismo tiempo nos preparamos. Nos preparamos al encuentro con El. La verdad fundamental sobre el Adviento es, al mismo tiempo, seria y gozosa. Es seria: vuelve a sonar en ella el mismo “velen” que hemos escuchado en la liturgia de los últimos domingos del año litúrgico. Y es, al mismo tiempo, gozosa: efectivamente, el hombre no vive “en el vacío” (la finalidad de la vida del hombre no es “el vacío”). La vida del hombre no es sólo un acercarse al término, que junto con la muerte del cuerpo significaría el aniquilamiento de todo el ser humano. El Adviento lleva en sí la certeza de la indestructibilidad de este ser. Si repite: “Velen y oren...” (Lc 21, 36), lo hace para que podamos estar preparados a “comparecer ante el Hijo del hombre” (Lc 21, 36). De este modo el Adviento es también el primero y fundamental tiempo de elección; aceptándolo, participando en él, elegimos el sentido principal de toda la vida. Todo lo que sucede entre el día del 1 San Agustín, Confesiones, L 1, 1 2 DV, 12 4 nacimiento y el de la muerte de cada uno de nosotros, constituye, por decirlo así, una gran prueba: el examen de nuestra humanidad. Y por eso la ardiente llamada de San Pablo en la segunda lectura de hoy: la llamada a potenciar el amor, a hacer firmes e irreprensibles nuestros corazones en la santidad; la invitación a toda nuestra manera de comportarnos (en lenguaje de hoy se podría decir “a todo el estilo de vida”), a la observancia de los mandamientos de Cristo. El Apóstol enseña: si debemos agradar a Dios, no podemos permanecer en el estancamiento, debemos ir adelante, esto es, “para adelantar cada vez más” (1 Tes 4, 1). Y efectivamente es así. En el Evangelio hay una invitación al progreso. Hoy todo el mundo está lleno de invitaciones al progreso. Nadie quiere ser un “no-progresista”. Sin embargo, se trata de saber de qué modo se debe y se puede “ser progresista”, y en qué consiste el verdadero progreso. No podemos pasar tranquilamente por alto estas preguntas. El Adviento comporta el significado más profundo del progreso. El Adviento nos recuerda cada año que la vida humana no puede ser un estancamiento. Debe ser un progreso. El Adviento nos indica en qué consiste este progreso. Primera Semana Lunes Mt 8, 5-11 “Y les digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera» (Mt 8, 11-12). Aquí se observa claramente cómo la invitación a participar del Reino de Dios se vuelve universal: Dios tiene intención de sellar una alianza nueva en su Hijo, alianza que ya no será sólo con el pueblo elegido, sino con la humanidad entera. El evangelista san Lucas narra cómo, en sus apariciones durante cuarenta días después de la resurrección, Jesús había hablado del “reino de Dios” (Hch 1, 3), como un Reino universal, que refleja en sí el ser de Dios infinito, sin los limites y las divisiones que caracterizan a los reinos humanos. Es voluntad del Padre lo que Jesús pedirá a los discípulos: pasar del reino de Dios en la tierra de Israel al reino de Dios en todas las naciones. El Padre tiene un corazón universal y establece, mediante el Hijo y en el Espíritu, un culto universal. La Iglesia brota del corazón universal del Padre, y es católica porque el Padre dirige su paternidad a toda la humanidad (cf. RM 12). En el Niño, al que nos preparamos durante el adviento para recibirlo, se manifiesta la gracia de Dios, que trae la salvación a todos los hombres (cf. Tt 2, 11). De hecho, el nombre que dieron al recién nacido fue Jesús, ‘Dios da la salvación’, sintetiza su misión y es una promesa para todo el género humano: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Tm 2, 4); “tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Martes Lc 10:21-24 “Jesús se llenó de júbilo en el Espíritu Santo”. Jesús muestra alegría y gratitud en una oración que celebra la benevolencia del Padre: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito”. En Jesús, la alegría asume toda su fuerza en el impulso hacia el Padre. Así sucede con las alegrías estimuladas y sostenidas por el Espíritu Santo en la vida de los hombres: su carga de vitalidad secreta los orienta en el sentido de un amor pleno de gratitud hacia el Padre. Toda alegría verdadera tiene como fin último al Padre. Las Sagradas Escrituras mencionan frecuentemente el gozo como uno de los frutos del Espíritu Santo. En la serie de frutos del Espíritu, el apóstol Pablo menciona el gozo en seguida del amor, virtud primordial (Gál 5:22). El Espíritu Santo es el que “hace hablar”, el que hace escribir y escuchar y dar 5 gracias, el que nos llena de gozo, el que nos da fuerza, luz, es el Consolador lleno de bondad, dulce huésped del alma y suave alivio de los hombres. El gozo era una de las características principales de los primeros cristianos, hombres y mujeres llenos del Espíritu Santo. El gozo y la paz son frutos del Espíritu Santo. El gozo nace de la posesión de Dios, que no es otra cosa que el reposo y el contento que se encuentra en el goce del bien poseído. Que María nos conceda de su Hijo, el don de gozarnos en el Espíritu Santo. Miércoles Mt 15, 29-37 Jesús sana a muchos enfermos y multiplica los panes. Jesús tiene sed de vivir una comunión de corazón con nosotros. En el Evangelio hemos escuchado que Jesús es seguido por una gran muchedumbre de aquellos que han sido testigos de curaciones que él hizo. Jesús, lleno de bondad y de compasión, es tocado por esta muchedumbre de pobres gentes cansadas y hambrientas. Él les hace sentar y multiplica los panes y los pescados. Todos están encantados, saciados y reposados. Jesús nos da el ejemplo de un amor lleno de compasión, o sea, de participación sincera y real en los sufrimientos y dificultades de los hermanos. Siente compasión por las multitudes sin pastor (cf. Mt 9, 36), y por eso se preocupa por guiarlas con sus palabras de vida y se pone a “enseñarles muchas cosas” (Mc 6, 34). Por esa misma compasión, cura a numerosos enfermos (cf. Mt 14, 14), ofreciendo el signo de una intención de curación espiritual; multiplica los panes para los hambrientos (cf. Mt 15, 32; Mc 8, 2), símbolo elocuente de la Eucaristía; se conmueve ante las miserias humanas (cf. Mt 20,34; Mc 1, 41), y, quiere sanarlas. Pero no olvidemos que Jesús no vino solamente para dar un pan de la tierra, sino para darnos un pan del cielo, un pan que da la Vida eterna. Este pan no es solamente el Pan de la Palabra de Dios, es su persona misma, su cuerpo y su sangre: el don de Dios por excelencia. Jesús revela que aquellos que “comen su cuerpo y beben su sangre permanecen en él y él permanece en ellos”. La misión de Jesús de anunciar una Buena Nueva a los pobres y de vivir en comunión con ellos es la misión de todos los amigos de Jesús. Y Jesús nos revela que lo encontramos realmente cuando abrimos nuestros corazones a aquellos, aquellas que tienen hambre y sed, que están en prisión o enfermos, que están desnudos. Jesús nos conduce hacia ellos y ellos nos conducen a Él. Jueves Mt 7:21.24-27 “No todo el que me diga: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos (Mt 7, 21), sino el que haga la voluntad de mi padre celestial”. El Apóstol Santiago afirma que la fe, sin obras, está muerta. ¿De qué sirve que alguien diga “tengo fe”, si no tiene obras? El hombre es justificado por las obras y no por la fe solamente (cf. Ga 2, 14). Cristo enseñaba a rezar a que se haga la voluntad de Dios por encima de todo, y Él mismo la ponía por obra, porque no enseñaba nada que antes no practicará él primero. De hecho se decía de Cristo que les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como sus escribas (Mt 7,29). Abundan las citas Bíblicas en donde se ve el deseo de Cristo de Cumplir con la Voluntad del Padre celestial: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra (Jn. 4,34). No vino para sí mismo sino para el Padre y por nosotros y toda su vida la gasta en esta misión sin mirarse a sí mismo. Y en otro pasaje dice no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Jn. 5,30). Siempre busca no anteponer nada al amor de Dios. También leemos en el mismo evangelio de Juan porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Y esta es la voluntad del 6 que me ha enviado; que no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite el último día. Porque esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que yo le resucite el último día (Jn. 6,38-40). Reino de los Cielos sólo es accesible al que hace la voluntad de mi Padre celestial (9), pues el que hiciere la voluntad de mi Padre que está en los Cielos, ése es mi hermano y mi hermana y mi madre (10). Es ahí en el cumplimiento del querer divino donde la criatura encuentra su verdadera felicidad, pues la voluntad divina está orientada a que seamos plenamente felices en esta vida y en la otra, de un modo con frecuencia, distinto al que nosotros habíamos proyectado: “a quien posee a Dios, nada le falta.... si él mismo no le falta a Dios”. Viernes Mt 9:27-31 “Hijo de David, ten compasión de nosotros”. Al llamar estos ciegos a Jesús, hijo de David, confiesan que es el Mesías. En contraste con sus enemigos que no lo querían aceptar. Esto es, los ciegos ven antes de ser curados. El que los ciegos iban a ver era uno de los signos claros de que la época del Mesías había llegado. Ahora sólo se desarrollan las consecuencias: los ciegos creen en el Mesías y los ciegos son curados de su ceguera. Y en paradoja, los enemigos de Cristo que tenían los ojos sanos, no ven; en cambio, los ciegos, sí ven. Se impone una pregunta: ¿Vemos a Cristo en la cultura de nuestros días?, o estamos ciegos, esto es, estamos sin fe. Con la fe, todo cambia, la cultura actual transparentará a Cristo y lo encontraremos por dondequiera como nuestro Salvador. Aquellos ciegos de Jericó, a los que vino Cristo para hacer que vieran, simbolizaban a todos aquellos que en este mundo están angustiados por la ceguera de la ignorancia, a los cuales vino el Hijo de Dios. Aunque hoy, gracias a la generalización de la enseñanza, los jóvenes han adquirido una cultura superior a la de sus padres, en muchos casos este nivel no se da en la vida cristiana, pues se constata a veces no sólo una ignorancia religiosa, sino un cierto vacío moral y religioso en las jóvenes generaciones. Por consiguiente, necesitamos salir al encuentro de Cristo, como los dos ciegos: ¡Hijo de David, ten compasión de nosotros! En efecto, Él nos ha encontrado mientras yacíamos “en tinieblas y sombras de muerte”, es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. (...) Nos ha traído la verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha prometido. Sábado Mt 9:35-10, 1.6-8 “Al ver a la multitud se compadeció de ella”. Las miserias del hombre son muchas, y Jesús se compadece de todas: del ciego, del leproso, de la madre viuda, de la multitud hambrienta. Pero hay una que le rompe el corazón: que el pueblo esté como ovejas sin pastor. Entonces él mismo se ofrece como solución: “Al desembarcar, Jesús vio una gran muchedumbre y se compadeció de ella, porque eran como ovejas sin pastor, y estuvo enseñándoles largo rato” (Mc 6,34). Jesús parece estar recordando las palabras pronunciadas por el profeta Ezequiel seis siglos antes: en el pueblo de Dios hay ovejas que viven sin pastor: ovejas ‘débiles’ a las que nadie conforta; ovejas ‘enfermas’ a las que nadie cura; ovejas ‘heridas’ a las que nadie venda. Hay también ovejas ‘descarriadas’ a las que nadie se acerca y ovejas ‘perdidas’ a las que nadie busca (Ezequiel 34). Son muchos los que necesitan luz en su corazón, los que ansían escuchar palabras de aliento y esperanza. Jesús es la imagen de la Iglesia. Viendo tanta gente sin fe, sin pastores, sin guía, necesitada de llenar el anhelo de su alma, no podemos darnos reposo, somos seguidores de Jesús, discípulos y misioneros 7 suyos. Todos los días podemos hacer, no sólo algo, sino mucho por los demás, que nos encontramos en nuestro diario caminar. Cada cristiano se convierte en un pastor allí donde está: en su familia, en su entorno vecinal, en su trabajo. Allí donde vive está transmitiendo valores a la sociedad y a las personas que lo rodean. La oración nos dará fuerzas para que nunca se agote el torrente de aguas cristalinas que Dios hace manar en nuestro corazón, para que las comuniquemos a los que andan como ovejas sin pastor. SEGUNDA SEMANA Lunes Lc 5, 17-26 Amigo mío, se te perdonan tus pecados. La página evangélica, que hemos escuchado nos refiere el episodio del paralítico perdonado y curado (cf. Mc 2, 1-12). Mientras Jesús estaba predicando, entre los numerosos enfermos que le llevaban se encontraba un paralítico en una camilla. Al verlo, el Señor dijo: “Hijo, tus pecados quedan perdonados” (Mc 2, 5). Y puesto que al oír estas palabras algunos de los presentes se habían escandalizado, añadió: “Pues, para que sepáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados -dijo al paralítico-, a ti te digo: “Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa” (Mc 2, 10-11). Y el paralítico se fue curado. Este relato evangélico muestra que Jesús no sólo tiene el poder de curar el cuerpo enfermo, sino también el de perdonar los pecados; más aún, la curación física es signo de la curación espiritual que produce su perdón. Efectivamente, el pecado es una suerte de parálisis del espíritu, de la que solamente puede liberarnos la fuerza del amor misericordioso de Dios, permitiéndonos levantarnos y reanudar el camino por la senda del bien. Hijo, tus pecados quedan perdonados. En el evangelio vemos cómo Cristo perdona los pecados del paralítico. Vino a la tierra para quitar el pecado del mundo. La pregunta que se hacen los escribas -¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios? -es lógica. Si los pecados son ofensa a Dios, sólo éste puede perdonarlos. Y precisamente, porque Jesucristo es Dios perdona los pecados. Además, transmitió este poder de perdonar los pecados a su Iglesia: A quienes perdonéis los pecados, les son perdonados (Jn 20, 23). Antes de la Última Cena, Jesucristo lavó los pies a sus Apóstoles. Él, en el sacramento de la Penitencia, lava nuestra alma, con el baño de su amor, que tiene la fuerza purificadora de limpiarnos de la impureza y de la miseria. Lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás (Benedicto XVI). Martes Mt 18, 12-14 Dios no quiere que se pierda uno sólo de los pequeños. Dios quiere que nadie se pierda; por eso, hace dos mil años, envió a la tierra a su Hijo, “a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Él nos ha salvado con su muerte en la cruz; ¡que nadie haga vana esa cruz! Jesús murió y resucitó para ser “el primogénito entre muchos hermanos” (Rm 8, 29). El Hijo de Dios se hizo hombre para llegar a todos, y mostró preferencia por los más pequeños, los marginados y los extranjeros. Al iniciar su misión en Nazaret, se presenta como el Mesías que anuncia la buena nueva a los pobres, trae la libertad a los cautivos y devuelve la vista a los ciegos. Viene a proclamar “el año de gracia del Señor” (cf. Lc 4, 18), que es liberación e inicio de un tiempo nuevo de fraternidad y solidaridad. 8 La Iglesia, fiel a las enseñanzas de Jesús, ruega para que nadie se pierda: “Jamás permitas, Señor, que me separe de ti”. Si bien es verdad que nadie puede salvarse a sí mismo, también es cierto que “Dios quiere que todos los hombres se salven”(1 Tm 2, 4) y que para El “todo es posible” (Mt 19, 26). También, en la liturgia eucarística y en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de Dios, que “quiere que nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión” (2 P 3, 9): Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos (MR Canon Romano 88). Miércoles Mt 11, 28-30 Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, y yo los aliviaré. “¡Ven a Mí!”, te dice el Señor cuando te experimentes fatigado, agobiado, invitándote a salir de ti mismo, a buscar en Él ese apoyo, ese consuelo, esa fortaleza que hace ligera la carga. Él, que experimentó en su propia carne y espíritu la fatiga, el cansancio, la angustia, la pesada carga de la cruz, nos comprende bien y sabe cómo aligerar nuestra propia fatiga y el peso de la cruz que nos agobia. “Sin Dios, la cruz nos aplasta; con Dios, nos redime y nos salva.” (S.S. Juan Pablo II) Si buscas al Señor, en Él encontrarás el descanso del corazón, el consuelo, la fortaleza en tu fragilidad. Y aunque el Señor no te libere del yugo de la cruz, te promete aliviar su peso haciéndose Él mismo tu Cireneo. Y si por algún motivo un día te sientes anímicamente cansado, o si te sientes agobiado por algún peso que no puedes cargar, mira al Señor en el Huerto de Getsemaní (ver Jn 12,27). ¿Qué hizo Él cuando sintió la angustia en su alma? ¿Qué hizo Él cuando tenía que asumir la pesadísima carga de la cruz? Rezó más, insistía en su oración, la hizo más intensa, buscando la fortaleza en Dios (ver Mt 26,44). El Señor Jesús, el Maestro, nos da una enorme lección de lo que también nosotros debemos hacer: en momentos de prueba, de fatiga, de fragilidad, ¡es cuando más debemos rezar, con más intensidad, con más insistencia! ¿Y dónde mejor que en el Santísimo, ante el Sagrario, en su misma Presencia sacramentada? Sí, allí, ante el Tabernáculo, encontrarás esa paz, ese consuelo, esa fortaleza que necesitarás en los momentos más duros de tu vida. San Juan Crisóstomo: “Y no dice (Jesús): Venga éste y aquel, sino todos los que están en las preocupaciones, en las tristezas y en los pecados; no para castigarlos, sino para perdonarles sus pecados. Vengan, no porque necesite de su gloria, sino porque quiero su salvación. Por eso dice: “Y yo los aligeraré”. No dijo: Yo los salvaré solamente, sino (lo que es mucho más) los aliviaré, esto es, los colocaré en una completa paz”. Jueves Mt 11, 11-15 No ha habido ninguno más grande que Juan el Bautista. El evangelista san Mateo lo presenta como el Precursor, es decir, el que recibió la misión de ‘preparar el camino’ al Mesías. Juan es el Precursor de Cristo, el que vino para preparar y alumbrar los caminos del Señor. Bien claro Juan lo afirma: “Está para venir otro más poderoso que yo, al cual yo no soy digno de desatar la correa de su calzado”. Juan el Bautista anuncia a Cristo no sólo con palabras, como los otros profetas, sino especialmente con una vida análoga a la del Salvador. Nace seis meses antes que Él; su nacimiento es vaticinado y notificado por el ángel Gabriel, como el suyo, y causa en las montañas de Judea una conmoción y regocijo semejantes a los que debían tener lugar poco después en las cercanías de Belén. Pronto se extiende el renombre de su virtud, y aumenta la veneración del pueblo hacia él; los judíos acuden para ser bautizados, enfervorizados por sus palabras. Mientras predica y bautiza anuncia un bautismo perfecto: “Yo bautizo en el agua y por la penitencia, y el que vendrá, en el Espíritu Santo y el fuego”. 9 Y cuando Jesús se acerca al Jordán para ser por él bautizado, Juan no se atreve a hacerlo. “¿Tú vienes a mí, cuando yo debería ser bautizado por Ti?” Pero Jesús insiste, y le bautiza entonces. Encarcelado por Herodes Antipas por haberse atrevido a reprimir y censurar su conducta y vida escandalosa, le llega la noticia de que Jesús ha empezado su ministerio público. Jesús, por su parte, en su predicación asegura a los judíos que entre todos los hombres de la tierra no hay un profeta más grande que Juan. Hermanos y hermanas, preparémonos para el encuentro con Cristo. Preparémosle el camino en nuestro corazón y en nuestra familia. La persona y la palabra del Bautista es un fuerte llamamiento a la vigilancia y a la espera del Salvador. Viernes Mt 11, 16-19 No escuchan ni a Juan ni al Hijo del hombre. Parecidas palabras fueron las de Esteban a los sanedritas: Ustedes, hombres testarudos, tercos y sordos, siempre han resistido al Espíritu Santo. Eso hicieron sus antepasados, y lo mismo hacen ustedes. Cuando uno tapona sus oídos para no escuchar a Dios ni dejarse transformar por Él, por más que quiera Dios hacer algo por esa persona será imposible pues esa cerrazón podría considerarse tanto como haber cometido un pecado contra el Espíritu Santo donde ya no hay remedio. El Adviento, que nos prepara para la venida del Salvador, debe hacernos abrir los ojos ante el Señor que se acerca a nosotros, día a día, en la presencia del hombre azotado por la injusticia, por la enfermedad, por el hambre, por la desilusión, por la pobreza, por el pecado, por el vicio. Por otra parte, el Evangelio escuchado dice que…viene el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: “Ahí tienen a un comilón y a un borracho, amigo de los recaudadores de impuestos y pecadores”. Jesús vino para salvar a los hombres, por eso ha querido parecerse y guardar semejanza al hombre, en todo, menos en el pecado. Jesús comía, bebía, y participaba de las actividades de los hombres, y además de las cosa impuestas por Dios, como por ejemplo del ayuno y luego alimentarse, como nuestra actitud como ser humano, con todas nuestras necesidades, de comer, beber, dormir, descansar, reírnos, bailar, trabajar y todas las obligaciones de nuestra sociedad, no por eso se van ha interpretar mal y si lo hace, recordemos que con quien tenemos obligación es con Dios. Dice el Señor: “Que el que es sencillo todo lo juzga con sencillez, que de la abundancia del corazón habla la boca, que el que tiene limpio el corazón tiene limpio los ojos y con ojos limpio todo se mira con limpieza y rectitud”. Sábado Mt 17, 10-13 Elías ha venido ya, pero no lo reconocieron. Ayer contemplábamos a San Juan Bautista como el precursor (cf. Hch 13, 24) inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino al Señor (cf. Mt 3, 3), el evangelio de hoy es continuación del ayer, y en este contexto, Jesús hace referencia al Bautista, cuando dice que Elías ha venido ya, pero no lo reconocieron, a pesar de que vino “con el espíritu y el poder de Elías” (Lc 1, 17), y dio testimonio de Jesús mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio (cf. Mc 6, 17-29). Elías, por su parte, es el padre de los Profetas, de aquellos que buscan el Rostro de Dios. En el monte Carmelo, obtiene el retorno del pueblo a la fe gracias a la intervención de Dios. Este mismo reclamo nos lo puede haer Jesús hoy a nosotros, si no lo reconocemos a Él en este tiempo de gracia y de salvación. La liturgia de Adviento nos repite constantemente que debemos despertar del sueño de la rutina y de la mediocridad; debemos abandonar la tristeza y el desaliento. Es preciso que se alegre nuestro corazón porque “el Señor está cerca”. 10 San Juan es un personaje del Adviento, que nos indica el espíritu con el cual nos hemos de preparar al encuentro del Señor. Juan creció en el desierto, llevando una vida austera y penitente (cfr. Lc 1,80; Mt 3,4); “recorrió toda la región del Jordán, predicando un bautismo de conversión para el perdón de los pecados” (Lc 3,3); como nuevo Elías, humilde y fuerte, preparó al Señor un pueblo bien dispuesto (cfr. Lc 1,17). Así, nosotros continuemos la preparación a la Navidad ya próxima. TERCERA SEMANA Lunes Mt 21, 23-27 El bautismo de Juan, ¿venia del cielo o de la tierra? Con esta pregunta el Señor astutamente los ponía en una posición muy complicada y delicada. Sabían que si respondían que venía “del Cielo”, es decir, de Dios, el Señor les echaría en cara su incredulidad. En efecto, tanto los saduceos como los fariseos incrédulos habían recibido por parte del Bautista una durísima llamada de atención. Juan no dudó en calificarlos de “raza de víboras” por su negativa a acoger su llamado a la conversión (ver Mt 3,7-10). La respuesta de aquellos endurecidos corazones sería la de negar abiertamente la legitimidad de la misión de Juan, rechazando su bautismo y frustrando de ese modo “el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7,30). En cambio, “todo el pueblo que le escuchó, incluso los publicanos, reconocieron la justicia de Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan” (Lc 7,29). El hecho de no reconocer que el bautismo de Juan venía de Dios significaba negar su misión como precursor del Mesías (ver Jn 1,19-24), por tanto, implicaba negar también todo reconocimiento al Señor Jesús. Si los fariseos y sumos sacerdotes respondían que el bautismo de Juan venía “de los hombres”, como evidentemente pensaban, temían ser apedreados por el pueblo, que tenía al Bautista por un profeta enviado por Dios (ver Lc 20,6). Así que decidieron encubrir lo que verdaderamente pensaban respondiendo: “No lo sabemos” (Mt 21,25-27). Dado que se negaban de este modo a dar la respuesta verdadera, también el Señor se niega a responderles: “Tampoco yo les digo con qué autoridad hago esto” (Mt 21,27). Inútil era darles la respuesta verdadera, pues así como habían rechazado al precursor y su misión, rechazarían también al Señor, cuestionando y negando el origen divino de su autoridad y poder. El bautismo de Juan era una señal de fe y de arrepentimiento, o sea que recordaba que todos debían abstenerse de pecado, practicar la limosna, creer en Cristo, y apresurarse a recibir su bautismo desde que él se hiciera presente, a fin de lavarse para recibir la remisión de sus pecados. Por otra parte, el desierto donde Juan permanecía representa la vida de los santos que abandonaban los placeres de este mundo. Tanto si viven en soledad o entre la multitud, sin cesar con toda la fuerza de su alma tienden a prescindir de los deseos del mundo presente; su gozo lo encuentran en no unirse más que a Dios, en el secreto de su corazón, y a no poner más que en él sólo toda su esperanza. Es hacia esta soledad del alma, tan amada por Dios, que el profeta, con la ayuda del Espíritu Santo, deseaba ir cuando decía: “¿Quién me diera alas de paloma para volar y posarme?” (Sal 54,7). Martes Mt 21, 28-32 Vino Juan y los pecadores sí le creyeron. En el Evangelio de hoy nuestro Señor nos cuenta la historia de dos hijos. Su padre les pide que vayan a trabajar a la viña. El primero responde de un modo muy poco cortés y un tanto violento: – ¡No quiero!” –le dice al padre. En cambio, el otro, con palabras muy atentas y comedidas, le dijo: –“Voy, señor” –, pero no va. En cambio, el hijo rebelde se arrepiente y va a trabajar. Y Cristo pregunta a sus oyentes: –“¿Cuál de los dos hizo lo que quería el padre?”–. La respuesta era obvia: el primero. Sus obras lo demostraron. Y, después de la parábola, el Señor dirige unas palabras muy duras a los sumos sacerdotes y jefes del pueblo que le oían: –“Yo les aseguro que los publicanos y las prostitutas les llevan la delantera en el camino del Reino de Dios”–. Porque los pecadores y las prostitutas son como el primer hijo de la parábola: 11 porque hicieron la voluntad del Padre: creyeron en Cristo y se convirtieron ante su predicación. Mientras que los fariseos y los dirigentes del pueblo judío, que se consideraban muy justos y observantes, y se sentían muy seguros de sí mismos, ésos son como el segundo hijo: no obedecen a Dios. Y lo que Cristo quería era que hicieran la voluntad del Padre. El centro de esta comparación, en la parábola de los dos hijos, no es simplemente escuchar o hablar, sino hacer la Voluntad de Dios. El Señor no alaba que uno actúe como un publicano o como uno que se prostituye; sino que está diciendo que el corazón, cuando se convierte, está más pronto y disponible a responder y a cumplir con la Voluntad de Dios. Y la Voluntad de Dios es poner esa palabra en obras. La famosa relación entre fe y vida. Las obras, la vida, expresan que uno tiene fe. La fe es lo que da el sustento pero ese sustento, si no tiene frutos, invalida o debilita la fe. Aquí se destaca la importancia de la coherencia entre palabras y acciones; entre fe y vida; entre fe y obras. Miércoles Lc 7:19-23 Vayan a contarle a Juan lo que han visto y oído. Juan, que había anunciado el “nuevo bautismo” que administraría Jesús con la fuerza del Espíritu, cuando se hallaba ya en la cárcel, mandó a sus discípulos a preguntar a Jesús: “¿Eres Tú que ha de venir o esperamos a otro?” (Mt 11, 3). Jesús no deja sin respuesta a Juan y a sus mensajeros: “Vayan y comuniquen a Juan lo que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados” (Lc 7, 22). Con esta respuesta Jesús pretende confirmar su misión mesiánica y recurre en concreto a las palabras de Isaías (cf. Is 35, 4-5; 6, 1). Y concluye: “Bienaventurado quien no se escandaliza de mí” (Lc 7, 23). Estas palabras finales resuenan como una llamada dirigida directamente a Juan, su heroico precursor, que tenía una idea distinta del Mesías. Efectivamente, en su predicación, Juan había delineado la figura del Mesías como la de un juez severo. En este sentido había hablado “de la ira inminente”, del “hacha puesta ya a la raíz del árbol” (cf. Lc 3, 7. 9), para cortar todas las plantas “que no de buen fruto” (Lc 3, 9). Es cierto que Jesús no dudaría en tratar con firmeza e incluso con aspereza, cuando fuese necesario, la obstinación y la rebelión contra la Palabra de Dios; pero Él iba a ser, sobre todo, el anunciador de la “buena nueva a los pobres” y con sus obras y prodigios revelaría la voluntad salvífica de Dios, Padre misericordioso. Jesús es el Siervo de Dios, que trae la salvación a los hombres, a los cuales los sana, los libra de su iniquidad, los quiere ganar para Sí, no con la fuerza, sino con la bondad. Así, pues, “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mc 10, 45; Mt 20, 28). Jueves Mt 7, 24-30 Juan es el mensajero que prepara el camino al Señor. En efecto, san Juan Bautista ha sido enviado como el precursor de nuestro Salvador, el mediador para que Dios pueda venir a nosotros. ¡No soy yo el importante!, nos dice san Juan-, detrás de mí viene alguien más importante que yo. Dios ha querido tener medios humanos para acercarse al hombre, a nosotros. Precisamente el tiempo de Adviento, nos recuerda la figura de san Juan el Bautista, el cual enseña precisamente que el camino del Señor se prepara con el cambio de mentalidad y de vida (cf. Mt 3, 1-3). La palabra ‘preparar es la palabra de la conversión del hombre interior. También nosotros estamos llamados a ser mensajeros, preparadores de los caminos del Señor para los demás, preparando nuestro propio corazón. Imitando a san Juan Bautista, en nosotros significa llevar consuelo, levantar las hondanadas de nuestras miserias, aplanar esas montañas y crestas que no pocas 12 veces levantamos las mismas personas, los grupos y las familias, y que seamos capaces de crear puentes entre nosotros, entre ellos y Dios... Preparar los caminos, pues, significa quitar aquello que estorba, lo que nos impide ver con claridad la salvación que nos ofrece, su venida constante, su presencia en la vida cotidiana. Es cambiar algo en nuestra vida familiar, en nuestra vida parroquial, en nuestra vida laboral, en nuestra vida con Dios. Si algo no cambia en nuestra vida de este adviento de 2005, no estamos preparando el camino del Señor. Viernes Jn 5, 33-36 Juan era la lámpara que ardía y brillaba. Juan Bautista, precursor del Mesías, Jesús, vino a testimoniar la luz y de la misma luz, que es Cristo, mereció ser llamado lámpara que arde e ilumina... En el Evangelio de hoy, Cristo nos lanza un reto: el de ser lámparas como Juan el Bautista. Lámparas que arden y brillan. ¿Cómo lograrlo? Para prender la lámpara se necesita ante todo el fuego que la va a prender. Este fuego no lo podemos hacer nosotros, es el fuego que el Espíritu Santo nos da, como el que dio a los apóstoles el día de Pentecostés. Mientras la lámpara arde, el aceite se va consumiendo, y este aceite es nuestra oración. De ella depende cuánto podrá durar el fuego encendido. Si no somos capaces de entregarnos, de dejarnos consumir por el fuego, éste se extinguirá. En san Gregorio Magno se encuentra una hermosa palabra al respecto. Recuerda que Jesús llama a Juan el Bautista una “lámpara que ardía y brillaba” (Jn 5, 35) y sigue: “ardiente por el deseo celestial, brillante por la palabra. Por tanto, a fin de que se conserve la veracidad del anuncio, se debe conservar la altura de la vida” (Hom. en Ez 1, 11: 7 ccl 142, 134). La altura, la medida alta de la vida, que precisamente hoy es tan esencial para el testimonio en favor de Jesucristo, sólo la podemos encontrar si en la oración nos dejamos atraer continuamente por él hacia su altura. Toda nuestra existencia debe ser, como la de san Juan Bautista, un gran reclamo vivo, que lleve a Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Jesús afirmó que Juan era “una lámpara que arde y alumbra” (Jn 5, 35). También nosotros debemos ser lámparas como él. Hagamos que brille nuestra luz en nuestra sociedad, en la familia, en el trabajo, en la calle, en todo lugar... Aunque sea una lucecita en medio de tantos fuegos artificiales, recibe su fuerza y su esplendor de la gran Estrella de la mañana, Cristo resucitado, cuya luz brilla -quiere brillar a través de nosotros- y no tendrá nunca ocaso. Enséñame a ser una lámpara como Juan el Bautista, para poder iluminar a los demás hombres que marchan con miedo en las tinieblas del mundo. Los hombres buscan la Verdadera Luz, que eres Tú mismo, y Tú me llamas a ser una lámpara que lleva un poco de tu Luz. No permitas que el miedo a ser coherente o el temor a ser santo, extingan la luz que me has confiado y que estoy llamado a transmitir. Ilumina las tinieblas de mi corazón para luego poder iluminar las tinieblas de los demás. FERIAS DE ADVIENTO 17 de diciembre Mt 1,1-17 Genealogía de Jesús, hijo de David. Hoy el evangelio de san Mateo nos presenta en forma especial la Genealogía de Jesucristo. Este comienza diciendo la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham. La finalidad es demostrar el origen humano de Jesucristo y luego a través todo el Evangelio, probar con las profecías y milagros realizados por Jesús, su naturaleza divina, pero era preciso previo demostrar también su parentesco con los hombres a los que vino salvar. Así también, el interés de San Mateo, al presentarnos a Jesús como hijo de María, es el Cristo, el Mesías, profetizado en el Antiguo Testamento, venido al mundo para librar a los hombres de los pecados, es así como el dice “Jesucristo, hijo de David”, que es una expresión para denominar al Mesías 13 Cuando al final del versículo dice “padre de Jacob. Jacob fue padre de José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, que es llamado Cristo”, nos demuestra la generación virginal de Jesús y el papel de padre adoptivo que le compete a José, ya que de el se desprende que es el esposo de María y que no tiene parte alguna en la concepción de Jesús, si que tiene una responsabilidad legal y jurídica sobre el hijo de su esposa. Éste fue el origen de Jesucristo: María, su madre, estaba comprometida con José y, cuando todavía no habían vivido juntos, concibió un hijo por obra del Espíritu Santo. Cristo entró en la raza humana tal y como la raza humana es, puso un pórtico de pureza total en el penúltimo escalón -su madre Inmaculada- pero aceptó, en todo el resto de su progenie, la realidad humana total que él venia a salvar. Dios, que escribe con líneas torcidas entró por caminos torcidos, por los caminos que-¡ay!- son los de la humanidad. 18 de diciembre Mt 1:18-24 Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David. El texto central del evangelio de hoy nos habla de la Encarnación San Mateo introduce el misterio de la Encarnación desde la óptica de san José. Jesucristo es el Hijo de Dios que ha entrado en la historia de la humanidad, que se ha hecho uno de nosotros y ha compartido nuestra condición para manifestarnos el amor y la salvación que vienen de Dios. Aquí interviene un ángel, aunque no se da su nombre. El mensaje del ángel es importante en cada una de las palabras: “María, tu esposa… dará a luz un hijo”. La clave está en dos cosas: primera, la reafirmación de que María es verdadera esposa de José; segunda, las condiciones en que ese Niño viene al mundo: “ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”. Estos dos puntos contienen lo esencial. Los dos elementos del mensaje del ángel no se contradicen. No aparece ahí que ella es menos esposa porque el hijo venga del Espíritu Santo ni tampoco aparece duda de que el niño tenga tal origen único por que ellos vayan a convivir. Muy al contrario, las dos cosas se reafirman: “no dudes en recibir a María tu esposa, porque ella ha concebido por obra del Espíritu Santo”. Concluimos que el Espíritu Santo NO reemplazó a José. Es bastante impropia en ese sentido la expresión piadosa que llama a María “Esposa del Espíritu Santo”, porque el texto nunca dice que María tiene dos esposos. El ángel viene a decirle precisamente que la acción del Espíritu Santo lo confirma a él en su condición de esposo único, y en cierto modo, perpetuo, de la Santísima Virgen María. El ángel confirma a José, de parte de Dios, en su misión y vocación de verdadero esposo de María, y por consiguiente de verdadero padre de Jesús. Así como María no es menos madre por engendrar virginalmente, José no es menos padre por recibir sobre el amor que tiene a María una bendición de gracia como Dios no le ha dado a nadie más. El modo como José llegó a ser papá fue a través de la unción del Espíritu Santo actuando en el amor de él y su esposa, pues la concepción de Cristo no sucedió en una persona soltera sino en una mujer desposada, y el desposado con ella se llama José. El Espíritu obró, pues, no solamente en el cuerpo de ella sino, incluso antes, en la relación entre ellos. Por eso José es modelo eximio de esposo y de padre y por eso Jesús le obedece como a imagen en esta tierra del Padre de los cielos. 19 de diciembre Lc 1, 5-25 El nacimiento de Juan es anunciado por un ángel. La concepción de Juan el Bautista, el precursor del Señor, fue algo milagroso y maravilloso: fue anunciada de una manera especial. El nacimiento de Juan es anunciado con palabras casi tan majestuosas como las reservadas a Jesús. Esto se debe a que Juan fue el heraldo del Mesías, el vinculo entre el Nuevo y el Antiguo Testamento, El hombre más grande de su época (Lc. 7:28). No obstante, Lucas añade a la narración diversas profecías relativas a la singular importancia de Jesús (Lc 2:22-38) y de esta forma señala la trascendencia de su persona y misión. 14 El ángel del Señor dijo a Zacarías: “No sientas miedo, tus oraciones han sido escuchadas y tu esposa Isabel concebirá un hijo al que le llamarás Juan y... él será lleno del Espíritu Santo incluso desde el vientre de la madre. Y él convertirá muchos de los hijos de Israel al señor su Dios. E irá antes que él en el espíritu y poder de Elías; Él podrá tornar el corazón de padres en niños y los incrédulos a la sabiduría de los justos, para prepararle al Señor un pueblo perfecto”. Zacarías no creyó y lo tomó como el anuncio de un castigo. Retornó a su casa y al poco tiempo Isabel concibió su hijo y lo ocultó por cinco meses. De acuerdo con la tradición, en el sexto mes, el ángel Gabriel le dijo a María que su prima Isabel había concebido un hijo. María fue a la casa de su prima y cuando Isabel escuchó el saludo de María, una criatura saltó de júbilo en su vientre, como si sintiera la presencia del Señor. La escritura dice que María se quedó en casa de Isabel por tres meses, o hasta el nacimiento de Juan. En el octavo mes ellos vinieron para verificar la circuncisión del niño y le pusieron el nombre de su padre Zacarías, pero Zacarías había escrito que su nombre era Juan. El nuevo testamento no menciona nada respecto de sus primeros años hasta que empezó su ministerio. Juan el hijo de Zacarías desempeño su ministerio cerca del río Jordán predicando que hicieran penitencia por que el reino de los cielos estaba por llegar. Todo esto, pronto lleva nuestra mente al nacimiento de Jesús que se acerca y a urgirnos a prepararle nuestra mente y nuestro corazón a Jesús. 20 de diciembre Lc 1, 26-38 Concebirás y darás a luz un hijo. En realidad, como hemos escuchado en el relato del evangelista san Lucas, la gloria de la Trinidad se hace presente en el tiempo y en el espacio, y encuentra su epifanía más elevada en Jesús, en su encarnación y en su historia. San Lucas lee la concepción de Cristo precisamente a la luz de la Trinidad: lo atestiguan las palabras del ángel, dirigidas a María y pronunciadas dentro de la modesta casa de la aldea de Nazaret, en Galilea, que la arqueología ha sacado a la luz. En el anuncio de Gabriel se manifiesta la trascendente presencia divina: el Señor Dios, a través de María y en la línea de la descendencia davídica, da al mundo a su Hijo: “Concebirás en el seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre” (Lc 1, 31-32). Aquí tiene valor doble el término ‘Hijo’, porque en Cristo se unen íntimamente la relación filial con el Padre celestial y la relación filial con la madre terrena. Pero en la Encarnación participa también el Espíritu Santo, y es precisamente su intervención la que hace que esa generación sea única e irrepetible: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1, 35). En el centro de nuestra fe está la Encarnación, en la que se revela la gloria de la Trinidad y su amor por nosotros: “Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria” (Jn 1, 14). “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único" (Jn 3, 16). “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). Aprendamos en este Adviento, y siempre, de María a acoger al Niño que por nosotros nació en Belén. Si en el Niño nacido de ella reconocemos al Hijo eterno de Dios y lo acogemos como nuestro único Salvador, podemos ser llamados, y seremos realmente, hijos de Dios: hijos en el Hijo. 21 de diciembre Lc 1,39-45 ¿Quién soy yo, para que la madre de mi señor venga a verme? En esta narración que Lucas nos comparte, justo después de haber narrado la anunciación a María del nacimiento del Salvador, encontramos a cuatro personajes claves: María, Jesús, Isabel y Juan el bautista. 15 Si analizamos el personaje de Isabel, encontramos en ella a una mujer de edad avanzada que había sido bendecida por Dios con un hijo, que poco después llamarían Juan. Isabel es la mujer llena del Espíritu que tiene la sensibilidad para reconocer la presencia del Salvador en el seno de María. Ella, interpreta el gozo del hijo que llevaba en su seno, y exclama este cántico de alabanza a Dios. Cabe recalcar que Isabel llama Bendita a María por “el fruto de su vientre”, es decir, ella reconoce el verdadero mensaje de la visita de María: traer la buena noticia de la llegada muy próxima del Salvador. Así, podemos ver, que siempre María tendrá como intención “presentar”, anunciar y preparar la venida de su Hijo. Ella no es el centro del mensaje, pues siempre su mensaje será sobre Cristo. La persona de María nos enseña también muchísimas cosas. En ella vemos a la perfecta discípula, la que sabe hacer la voluntad de Dios, la que corre a anunciar con su testimonio, más que con sus palabras, la presencia del Salvador. María va a casa de Isabel a compartir, con sus obras, esa gran noticia que ha recibido y que lleva en su seno: el Hijo de Dios está entre nosotros. Por eso, María es el personaje perfecto del adviento, que anuncia la próxima llegada del Salvador y a la vez es ella la portadora del Salvador. María reconoce, ante las palabras de Isabel, que todo ha sido obra del Señor; que si ella será la madre del Salvador será por la misericordia de Dios y no por otra cosa. Alegrémonos con María, haciendo nuestra la felicitación de Isabel: “Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor, se cumplirá”. Bendita tu entre todos los pueblos de la tierra, porque caminas con Cristo en tu seno al encuentro de todas las gentes necesitadas de luz. Que el Señor nos conceda avanzar hacia la Navidad de la mano de María al encuentro de Jesús, que se acerca. 22 de diciembre Lc 1:46-56 Ha hecho en mi grandes cosas, el que todo lo puede. Dios hizo cosas grandes en María santísima desde el principio. Desde el momento de su concepción en el seno de su madre, Ana, cuando, habiéndola elegido como Madre del propio Hijo, la ha liberado del yugo de la herencia del pecado original. Y luego, a lo largo de los años de la infancia cuando la ha llamado totalmente para sí, a su servicio, como la Esposa del Cantar de los Cantares. Y después: a través de la Anunciación, en Nazaret, y a través de la noche de Belén, y a través de los treinta años de la vida oculta en la casa de Nazaret. Y sucesivamente, mediante las experiencias de los años de enseñanza de su Hijo Cristo y mediante los horribles sufrimientos de la cruz y la aurora de la resurrección... María glorifica a Dios, consciente de que a causa de su gracia la habían de glorificar todas las generaciones, porque “su misericordia se derrama de generación en generación” (Lc 1, 50), También nosotros alabamos juntos a Dios por todo lo que ha hecho por la humilde Esclava del Señor. Le glorificamos, le damos gracias. Reavivamos nuestra confianza y nuestra esperanza, inspirándonos en esta maravillosa oración de María. En las palabras del ‘Magníficat’ se manifiesta todo el corazón de nuestra Madre. Son hoy su testamento espiritual. Cada uno de nosotros debe mirar, en cierto modo con los ojos de María, la propia vida, la historia del hombre. A este propósito son muy hermosas las palabras de San Ambrosio: “Esté en cada uno el alma de María para engrandecer al Señor, esté en cada uno el espíritu de María para exultar en Dios; si, según la carne, es una sola la Madre de Cristo, según la fe, todas las almas engendran a Cristo: en efecto, cada una acoge en sí al Verbo de Dios”. (Exp. ev. sec. Lucam II, 26). Hemos repetir también nosotros como María: ha hecho cosas grandes en mí. Porque lo que ha hecho en Ella, lo ha hecho para nosotros y, por lo tanto, también lo ha hecho en nosotros. Por nosotros se ha hecho hombre, nos ha traído la gracia y la verdad. Hace de nosotros hijos de Dios y herederos del cielo. 23 de diciembre Lc 1,57-66 16 “Juan es su nombre”. Todo hombre al nacer recibe un nombre humano. Pero antes aún, posee un nombre divino: el nombre con el cual Dios Padre lo conoce y lo ama desde siempre y para siempre. Eso vale para todos, sin excluir a nadie. Ningún hombre es anónimo para Dios. Todos tienen igual valor a sus ojos: todos son diversos, pero iguales; todos están llamados a ser hijos en el Hijo. Así, Dios llamó por su nombre a Juan en el seno de su madre Isabel, mujer de Zacarías Por su parte, Zacarías saca de dudas sobre el nombre que llevaría aquel Niño diciendo: “Juan es su nombre” (Lc 1, 63). A sus parientes sorprendidos Zacarías confirma el nombre de su hijo escribiéndolo en una tablilla. Dios mismo, a través de su ángel, había indicado ese nombre, que en hebreo significa “Dios es favorable”. Dios es favorable al hombre: quiere su vida, su salvación. Dios es favorable a su pueblo: quiere convertirlo en una bendición para todas las naciones de la tierra. Dios es favorable a la humanidad: guía su camino hacia la tierra donde reinan la paz y la justicia. Todo esto entraña ese nombre: Juan. Juan Bautista es modelo de cómo hemos de ir al encuentro de Jesús: 1. San Juan Bautista es ante todo modelo de fe. Siguiendo las huellas del gran profeta Elías, para escuchar mejor la palabra del único Señor de su vida, lo deja todo y se retira al desierto, desde donde dirigirá la invitación a preparar el camino del Señor (cf. Mt 3, 3 y paralelos). 2. Es modelo de humildad, porque a cuantos lo consideran no sólo un profeta, sino incluso el Mesías, les responde: “Yo no soy quien pensáis, sino que viene detrás de mí uno a quien no merezco desatarle las sandalias” (He 13, 25). 3. Es modelo de coherencia y valentía para defender la verdad, por la que está dispuesto a pagar personalmente hasta la cárcel y la muerte. Nos preparamos para celebrar el Nacimiento de Cristo, siguiendo este modelo que hoy nos presenta el Evangelio: modelo de fe, modelo de humildad y de coherencia entre la vida y la fe. 24 de diciembre Misa matutina Lc 1,67-79 “Nos visitará el sol que nace de lo alto”. Con estas palabras, Zacarías anunciaba la ya próxima venida del Mesías al mundo. Isaías, hablando del Emmanuel, nos recuerda que “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierras de sombras, y una luz les brilló” (Is 9, 1). Por tanto, con Cristo aparece la luz que ilumina a toda criatura (cf. Jn 1, 9) y florece la vida, como dirá el evangelista san Juan uniendo precisamente estas dos realidades: “En él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1, 4). San Beda el Venerable (siglo VII-VIII), comenta el Cántico de Zacarías así: “El Señor (...) nos ha visitado como un médico a los enfermos, porque para sanar la arraigada enfermedad de nuestra soberbia, nos ha dado el nuevo ejemplo de su humildad; ha redimido a su pueblo, porque nos ha liberado al precio de su sangre a nosotros, que nos habíamos convertido en siervos del pecado y en esclavos del antiguo enemigo. (...) Cristo nos ha encontrado mientras yacíamos “en tinieblas y sombras de muerte”, es decir, oprimidos por la larga ceguera del pecado y de la ignorancia. (...) Nos ha traído la verdadera luz de su conocimiento y, habiendo disipado las tinieblas del error, nos ha mostrado el camino seguro hacia la patria celestial. Ha dirigido los pasos de nuestras obras para hacernos caminar por la senda de la verdad, que nos ha mostrado, y para hacernos entrar en la morada de la paz eterna, que nos ha prometido”. Pidamos continuamente la luz del Espíritu Santo para que conserve en nosotros la luz del conocimiento que nos ha traído Jesús, y nos guíe hasta el día de la perfección”. 17 TIEMPO DE NAVIDAD Después de la preparación del Adviento, celebramos el tiempo de la Navidad, desde la víspera, 24 de diciembre, hasta el domingo siguiente al 6 de enero, la fiesta del Bautismo del Señor. El corazón de estas fiestas es la Solemnidad del 25 de diciembre, Navidad. Posteriormente, tienen lugar las siguientes fiestas: San Esteban (primer mártir: día 26).San Juan (el discípulo a quien Jesús más amaba: día 27). Santos Inocentes (día 28). Sagrada Familia (domingo siguiente a Navidad: este año el día 27, que impide la celebración de san Juan). Santa María, Madre de Dios (1 de enero). Adoración de los Magos (Epifanía, 6 de enero). Y el Bautismo de Nuestro Señor (domingo siguiente a Epifanía: este año, el 10 de enero), con que termina el tiempo litúrgico de la Navidad. Por otra parte notemos que la liturgia de Navidad y Epifanía se subdivide, a su vez, en la semana dentro de la Navidad, la semana de la octava y las ferias de los días de Epifanía hasta la celebración de la festividad del Bautismo del Señor. Durante toda la octava de la Navidad se debe rezar o cantar el Gloria en la Eucaristía y el Te Deum en el oficio de lecturas de la Liturgia de la Palabra. Igualmente, se recomienda cantar el Aleluya, previo a la proclamación del Evangelio, en la Misa, o, en la Liturgia de las Horas, donde se prescriba como Responsorio breve. Navidad es adentrarse en el misterio de la encarnación del Hijo de Dios. La fe descubre, sin escándalo, a la Majestad divina humillada; a la Omnipotencia, débil; a la Eternidad, mortal; al Impasible, padeciendo; al Bendito, maldecido; al Santo, hecho pecado por nosotros; al Rico, empobrecido para enriquecernos; al Señor, tomando forma de siervo para liberarnos de la esclavitud. NATIVIDAD DEL SEÑOR Misa de medianoche Lc 2,1-14 “Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is 9, 5). Acabamos de escuchar en el Evangelio lo que en la Noche santa los Ángeles dijeron a los pastores y que ahora la Iglesia nos proclama: “Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis una señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre” (Lc 2, 11...). Nada prodigioso, nada extraordinario, nada espectacular se les da como señal a los pastores. Verán solamente un niño envuelto en pañales que, como todos los niños, necesita los cuidados maternos; un niño que ha nacido en un establo y que no está acostado en una cuna, sino en un pesebre. La señal de Dios es el niño, su necesidad de ayuda y su pobreza. Sólo con el corazón los pastores podrán ver que en este niño se ha realizado la promesa del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado” (Is 9,5). Tampoco a nosotros se nos ha dado una señal diferente. El ángel de Dios, a través del mensaje del Evangelio, nos invita también a encaminarnos con el corazón para ver al niño acostado en el pesebre. Hoy se renueva el misterio de la Navidad: nace también para los hombres de nuestro tiempo este Niño que trae la salvación al mundo; nace trayendo alegría y paz a todos. Nos acercamos al Portal conmovidos para encontrar, junto a María, al Esperado de los pueblos, al Redentor del hombre, al deseado de todas las naciones. “Un niño nos ha nacido. Un hijo se nos ha dado” (Is 9, 5). Estas palabras proféticas se ven realizadas en la narración del evangelista san Lucas, que describe el ‘acontecimiento’ lleno cada vez más de nueva admiración y esperanza. En la noche de Belén, María dio a luz un Niño, al que puso por nombre Jesús. No había lugar para ellos e la pensión; por esto la Madre alumbró al Hijo en una gruta y lo puso en un pesebre. Contemplemos con María el rostro de Cristo: en aquel Niño envuelto en pañales y acostado en el pesebre (cf. Lc 2, 7), es Dios quien viene a visitarnos para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (cf. 18 Lc 1, 79).María lo contempla, lo acaricia y lo arropa, interrogándose sobre el sentido de los prodigios que rodean el misterio de la Navidad. El evangelista Juan, en el Prólogo de su evangelio, penetra en el ‘misterio’ de este acontecimiento. Aquel que nace en la gruta es el Hijo eterno de Dios. Es la Palabra, que existía en el principio, la Palabra que estaba junto a Dios, la Palabra que era Dios. Todo lo que ha sido hecho, por medio de la Palabra se hizo (cf. 1,1-3). La Palabra eterna, el Hijo de Dios, tomó la naturaleza humana. Dios Padre “tanto amó al mundo que le ha dado su Hijo único” (Jn 3,16). El profeta Isaías al decir: ‘un hijo se nos ha dado’, revela en toda su plenitud el misterio de Navidad: la generación eterna de la Palabra en el Padre, su nacimiento en el tiempo por obra del Espíritu Santo. La Navidad es misterio de alegría. En la noche los ángeles han cantado: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama” (Lc 2, 14).Han anunciado el acontecimiento a los pastores como “una gran alegría, que lo será para todo el pueblo” (Lc 2, 10).Alegría, a pesar de estar lejos de casa, a pesar de la pobreza del pesebre, a pesar de la indiferencia del pueblo, a pesar de la hostilidad del poder. Misterio de alegría a pesar de todo, porque “hoy os ha nacido, en la ciudad de David, un salvador” (Lc 2, 11). De este mismo gozo participa la Iglesia, inundada hoy por la luz del Hijo de Dios: las tinieblas jamás podrán apagar la. Es la gloria del Verbo eterno, que por amor se ha hecho uno de nosotros. La Navidad es misterio de amor. Amor del Padre, que ha enviado al mundo a su Hijo unigénito, para darnos su misma vida (cf. 1 Jn 4, 8-9).Amor del ‘Dios con nosotros’, el Emmanuel, que ha venido a la tierra para morir en la cruz. En el frío Portal, en medio del silencio, la Virgen Madre presiente ya en su corazón el drama del Calvario. Será una lucha angustiosa entre las tinieblas y la luz, entre la muerte y la vida, entre el odio y el amor. El Príncipe de la paz, que nace hoy en Belén, dará su vida en el Gólgota para que en la tierra reine el amor. La Navidad es misterio de paz. Si, el Niño de Belén ¡es nuestra Paz! ¡La Paz de los hombres! La Paz para los hombres que El ama (cf. Lc 2,14).Dios se ha complacido del hombre por Cristo. No se puede destruir al hombre; no está permitido humillarlo; ¡no está permitido odiarlo! ¡Paz a los hombres de buena voluntad! Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta noche el pesebre con la sencillez de los pastores para recibir así la alegría con la que ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémoslo que nos dé la humildad y la fe con la que san José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo. Pidamos que nos conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y pidamos que la luz que vieron los pastores también nos ilumine y se cumpla en todo el mundo lo que los ángeles cantaron en aquella noche: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. ¡Feliz Navidad a todos y a cada uno! NATIVIDAD DEL SEÑOR Misa del día Jn 1,1-18 Aquel que es la Palabra se hizo hombre y habitó entre nosotros. “Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios. El estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho” (Jn 1, 1-3). “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14)... “Estaba en el mundo y por Él fue hecho el mundo, pero el mundo no lo conoció. Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron” (Jn 1, 10-11). “Mas a cuantos le recibieron les dio poder de venir a ser hijos de Dios: a aquellos que creen en su nombre; que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad de varón, sino de Dios, son nacidos” (Jn 1, 12-13). “A Dios nadie lo vio jamás; el Hijo Unigénito, que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer” (Jn 1, 18). 19 Él que “se hizo carne”, es decir, hombre en el tiempo, es desde la eternidad el Verbo mismo, es decir, el Hijo unigénito: el Dios “que está en el seno del Padre”. Es el Hijo “de la misma naturaleza que el Padre”, es “Dios de Dios”. Del Padre recibe la plenitud de la gloria. Es el Verbo por quien “todas las cosas fueron hechas”. Y por ello todo cuanto existe le debe a Él aquel “principio” del que habla el libro del Génesis (cf. Gén 1, 1), el principio de la obra de la creación. El mismo Hijo eterno, cuando viene al mundo como “Verbo que se hizo carne”, trae consigo a la humanidad la plenitud “de gracia y de verdad”. Trae la plenitud de la verdad porque instruye acerca del Dios verdadero a quien “nadie ha visto jamás”. Y trae la plenitud de la gracia, porque a cuantos le acogen les da la fuerza para renacer de Dios: para llegar a ser hijos de Dios. Desgraciadamente, constata el Evangelista, “el mundo no lo conoció”, y, aunque “vino a los suyos”, muchos “no le recibieron”. El corazón cristiano late de emoción y de amor al pensar en el instante inefable, en el que el Verbo se hizo uno de nosotros: et Verbum caro factum est. “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 12 ss.). El Verbo se encarnó para salvarnos reconciliándonos con Dios: "Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados" (1 Jn 4, 10). “El Padre envió a su Hijo para ser salvador del mundo” (1 Jn 4, 14). “El se manifestó para quitar los pecados” (1 Jn 3, 5): Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdida la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador. ¿No tenían importancia estos razonamientos? ¿No merecían conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa, or. catech. 15; Cfr. CIgC 457). El Verbo se encarnó para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (1 Jn 4, 9). “Porque tanto amó Dio s al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16; Cfr. CIgC 458) El Verbo se encarnó para ser nuestro modelo de santidad: “Tomen sobre ustedes mi yugo, y aprendan de mí...” (Mt 11, 29). “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí” (Jn 14, 6). Y el Padre, en el monte de la transfiguración, ordena: “Escúchenle (Mc 9, 7; cf. Dt 6, 4-5). El es, en efecto, el modelo de las bienaventuranzas y la norma de la ley nueva: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). Este amor tiene como consecuencia la ofrenda efectiva de sí mismo (cf. Mc 8, 34; Cfr. CIgC 459). El Verbo se encarnó para hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 P 1, 4): “Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios” (S. Ireneo, haer., 3, 19, 1). “Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios” (S. Atanasio, Inc., 54, 3). “El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos participantes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera dioses a los hombres”) (Santo Tomás de A., opusc 57 in festo Corp. Chr., 1; CIgC 460). Así, pues, según el prólogo del Evangelio de Juan, Jesucristo es Dios porque es Hijo unigénito de Dios Padre. El Verbo. El viene al mundo como fuente de vida y de santidad. Verdaderamente nos encontramos aquí en el punto central y decisivo de nuestra profesión de fe: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. 29 de diciembre Lc 2, 22-35 Cristo es la luz que alumbra a las naciones. En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la Sagrada Familia de 20 Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la presencia divina del Niño Jesús. La luz del Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la cueva y encuentran allí la ‘señal’ que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 12). Los pastores, junto con María y José, representan al ‘resto de Israel’, a los pobres, a quienes se anuncia la buena nueva. Por último, el resplandor de Cristo alcanza a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos. Quedan en la sombra los palacios del poder de Jerusalén, a donde, de forma paradójica, precisamente los Magos llevan la noticia del nacimiento del Mesías, y no suscita alegría, sino temor y reacciones hostiles. Misterioso designio divino: “La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eras malas” (Jn 3, 19). El apóstol san Juan escribe en su primera carta: “Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna” (1 Jn 1, 5); y, más adelante, añade: ‘Dios es amor’. Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo encarnado. Cristo es la luz, y la luz no puede oscurecerse; sólo puede iluminar, aclarar, revelar. Por tanto, no tengamos miedo de Cristo y de su mensaje. 30 de diciembre. Sexto día dentro de la octava de Navidad Lc 2,36-40 Ana habla del Niño a los que aguardaban la liberación de Israel. Según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús “el consuelo de Israel” (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia. Ahora pongamos nuestra mirada en la profetiza Ana, mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de Dios encerrado en ellos. Por eso puede “alabar a Dios” y hablar “del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén” (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús. Ana encuentra y reconoce, honra y habla del Niño. Así de sencillo y así de grandioso. Como cuando Jesús, más tarde, no hace más que hablar del Reino, orar y dar gracias a su Padre Dios. Lo de Ana es la sencillez, el amor, la fe y la fidelidad, busquemos nosotros hacer lo mismo. 31 de diciembre. Séptimo día dentro de la octava de Navidad Jn 1,1-18 Aquel que es la Palabra se hizo hombre. San Juan, en el prólogo de su evangelio, medita profundamente en el acontecimiento de la encarnación, un hecho único y conmovedor: “En el principio existía la Palabra (...). En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres (...). A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios [...]. Y la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros...” (Jn 1, 1. 4. 12. 14). 21 Conocemos con certeza el motivo y la finalidad de la Encarnación: el Hijo de Dios se hizo hombre para revelarnos la luz de la verdad salvífica y para transmitirnos su misma vida divina, haciéndonos hijos adoptivos de Dios y hermanos suyos. Dios se hizo hombre para hacernos partícipes, en Jesús, de su vida divina y luego de su gloria eterna. Ése es el verdadero sentido de la Navidad y, por consiguiente, de nuestra alegría mística. Y éste fue precisamente el anuncio del ángel a los pastores, asustados por el esplendor de la luz que los había sorprendido en la noche: “No teman, pues les anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: les ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor” (Lc 2, 10-11). ¡Para salvar a la humanidad, nació en Belén de María santísima nuestro Redentor! Dios-Hijo asumió la naturaleza humana, la humanidad, se hizo verdadero hombre, permaneciendo Dios. El Hijo unigénito del Padre, de su misma naturaleza, se hizo hombre para introducirnos, mediante la humillación de la cruz y la gloria de la resurrección, en la tierra de salvación que Dios, rico en misericordia, prometió a la humanidad desde el inicio. 1º. De ENERO ¡Santa María, Madre de Dios, danos la paz! Encontraron a María, a José y al Niño. Al cumplirse los ocho días, le pusieron el nombre de Jesús. La fiesta de Santa María Madre de Dios, la imposición del Nombre de Jesús a los ocho días de nacido, y la Jornada Mundial de Oraciones por la Paz, son los temas centrales del primer día del año en la Iglesia Católica. En evangelio nos dice que los niños hebreos varones recibían su nombre en el rito de la circuncisión a los ocho días de nacidos. Así sucedió con el Niño Jesús, cuyo nombre, como se explica en los relatos de anunciación a María y José, significa Dios salva. En hebreo, el nombre con el que Dios se había revelado doce siglos antes a Moisés -Yahvé, que significa Yo soy-, está contenido en el de Jesús (Yo soy el que salva). El primer día del nuevo año concluye la Octava de la Navidad del Señor y está dedicado a la santísima Virgen, venerada como Madre de Dios. El evangelio nos recuerda que “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). Así sucedió en Belén, en el Gólgota, al pie de la cruz, y el día de Pentecostés, cuando el Espíritu Santo descendió al cenáculo. A ejemplo de María, que como nos dice el Evangelio, “conservaba todas estas cosas meditándolas en su corazón”, y con la actitud de las gentes sencillas que saben acoger la presencia salvadora de Dios, al invocar a Jesús como Dios mismo que nos salva renovemos nuestra fe iniciando el nuevo año en su nombre, para que la acción sanadora y santificadora de su Espíritu se realice plenamente en todos y cada uno de nosotros, en nuestros hogares y familias, en nuestros lugares de trabajo, en todos los ámbitos de nuestra vida y nuestras relaciones humanas. El texto de la Carta del apóstol Pablo a los Gálatas, se refiere al Hijo de Dios como “nacido de una mujer” para que también nosotros fuéramos hechos hijos del mismo Dios y pudiéramos llamarlo, movidos por el Espíritu Santo, como lo hacía Jesús: “Abbá”, que en arameo significa literalmente papá. Por eso también a María el Concilio Vaticano II (1962-1965) la proclamó Madre de la Iglesia, pues al ser madre del Hijo de Dios hecho hombre, lo es espiritualmente de todos los hombres y mujeres que por el bautismo hemos sido incorporados a Él. Por eso podemos decirle no sólo “Santa María, Madre de Dios”, sino también “Madre nuestra”. En efecto, “Madre de Dios” es el título más importante que le ha dado la Iglesia a la Virgen María. En el año 431 d.C., el Concilio de Éfeso -ciudad situada en la actual Turquía, donde según la tradición vivió María después de haber sido encomendada por el Señor desde la cruz al cuidado del apóstol Juandefinió que ella es la Madre de Dios, porque concibió y dio a luz a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. Por eso la Iglesia Católica le da tanta importancia a la fiesta de la Maternidad Divina de María, 22 que la ha consagrado como una de las tres fiestas de guarda o de precepto distintas de los domingos, además del 12 de diciembre en México y de la Natividad o Nacimiento de Jesús. Y lo mismo sucede también hoy. La Madre de Dios y de los hombres guarda y medita en su corazón todos los problemas de la humanidad, grandes y difíciles. La Madre de Dios y Madre nuestra, camina con nosotros y nos guía, con ternura materna, hacia el futuro. Así, ayuda a la humanidad a cruzar todos los ‘umbrales’ de los años, de los siglos y de los milenios, sosteniendo su esperanza en aquel que es el Señor de la historia. Por lo que ve al Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Jornada Mundial de la Paz al comenzar el año 2010, lleva por título “Si quieres cultivar la paz, cuida la creación”, y su contenido es un llamado a la toma de conciencia, por parte de toda la humanidad, de la estrecha relación que existe en nuestro mundo globalizado e interconectado entre la salvaguardia de la creación y el cultivo del bien que constituye la paz. Así dice el Papa al inicio de su Mensaje: “Aunque es cierto que, a causa de la crueldad del hombre con el hombre, hay muchas amenazas a la paz y al auténtico desarrollo humano integral -guerras, conflictos internacionales y regionales, atentados terroristas y violaciones de los derechos humanos-, no son menos preocupantes los peligros causados por el descuido, e incluso por el abuso que se hace de la tierra y de los bienes naturales que Dios nos ha dado. Por este motivo, es indispensable que la humanidad renueve y refuerce "esa alianza entre ser humano y medio ambiente que ha de ser reflejo del amor creador de Dios, del cual procedemos y hacia el cual caminamos". Al iniciar pues este año 2010, pidámosle al Señor el don de la paz y dispongámonos a hacer lo que nos corresponde para que este don llegue efectivamente a cada uno de nosotros: paz en los corazones, desarmando nuestros espíritus; paz en los hogares, haciendo de cada familia un lugar de convivencia constructiva; paz en nuestro país y en el mundo, como fruto del reconocimiento de la dignidad y de los derechos de todas las personas y de una sincera voluntad de reconciliación. Vencer el mal con las armas del amor es el modo como cada uno puede contribuir a la paz de todos. A lo largo de esta senda están llamados a caminar tanto los cristianos como los creyentes de las diversas religiones, juntamente con cuantos se reconocen en la ley moral universal. Hermanos y hermanas, promover la paz en la tierra es nuestra misión común. Que la Virgen María nos ayude a realizar las palabras del Señor: “Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9). ¡Feliz año nuevo a todos! 2 de enero Jn 1,19-28 “Yo os bautizo con agua, pero (...) Él los bautizará con Espíritu Santo y fuego” (Lc 3, 16). Juan Bautista predicaba un bautismo de penitencia, para preparar los corazones a acoger dignamente la venida del Salvador. A quienes le preguntaban si él era el Mesías, les respondió testimoniando que su misión consistía en ser precursor, en preparar el camino a Cristo, quien los iba a bautizar con Espíritu Santo y fuego ¿En qué consiste el fuego al que alude san Juan Bautista? Leemos en los Hechos de los Apóstoles que los discípulos estaban reunidos en oración en el Cenáculo cuando descendió sobre ellos con fuerza el Espíritu Santo, como viento y fuego. Entonces se lanzaron a anunciar en muchas lenguas la buena nueva de la resurrección de Cristo (cf. Hch 2, 1-4). Ese fue el “bautismo en el Espíritu Santo”, que había sido anunciado por Juan Bautista: “Yo os bautizo en agua, decía a las multitudes, pero aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo. (...) Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego” (Mt 3, 11). Jesús mismo, antes de bautizar en Espíritu Santo y fuego, es bautizado en el Jordán, cuando baja “sobre él el Espíritu Santo en forma corporal, como una paloma” (Lc 3, 22). Toda la misión de Jesús estaba orientada a donar el Espíritu de Dios a los hombres y a bautizarlos en su ‘baño’ de regeneración. Esto se realizó con su glorificación (cf. Jn 7, 39), es decir, mediante su muerte y 23 resurrección. Entonces el Espíritu de Dios se derramó de modo sobreabundante, como una cascada capaz de purificar todos los corazones, de apagar el incendio del mal y de encender en el mundo el fuego del amor divino. En conclusión, el bautismo “en Espíritu y fuego” indica el poder purificador del fuego: de un fuego misterioso, que expresa la exigencia de santidad y de pureza que trae el Espíritu de Dios al corazón del que acepta a Jesús como su salvador y Señor. 3 de enero Jn 1, 29-34 El Evangelio nos relata el testimonio de Juan el Bautista sobre Jesucristo, nos dice Quién es Jesús: el Hijo amado del Padre eterno en quien tiene sus complacencias; el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo. Jesús es el Cordero de Dios porque ha sido elegido por Dios para librarnos de la esclavitud del pecado y hacernos hombres y mujeres libres, y así como en otros tiempos los israelitas fueron librados de la muerte y de la esclavitud por medio de la sangre de un cordero, razón por la que celebran la Pascua de generación en generación, así también nosotros hemos sido librados, en Cristo y por su sangre, de la esclavitud del pecado y de la muerte. El testimonio que nos da san Juan de Jesús: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, tiene una profunda implicación en el mundo y en cada uno de nosotros; esto es algo muy conocido de todos: Esta expresión que utiliza Juan para presentar a Cristo a sus discípulos es la misma con la que nosotros invocamos a Cristo, en el "Gloria", reconociéndolo como Señor, como Dios y como Hijo del Padre; es también como Cordero de Dios que le dirigimos repetidamente nuestra súplica en la letanía que acompaña a la fracción del pan eucarístico; y es como Cordero de Dios que nos es presentado Cristo cuando se nos invita a acercarnos a la mesa eucarística para recibir su Cuerpo como verdadero alimento. Así pues, no es una expresión extraña para nosotros. Pero, ¿cómo hacer que la muerte y resurrección de nuestro Cordero inmolado sea nuestro salvador y redentor, luz de nuestros corazones; cómo hacer para que sea el Dios hombre que nos quite el pecado personal y del mundo? Cuando vivimos en un mundo secularizado (un mundo sin Dios y sin pecado, despersonalizado y sin valores); atiborrado de consumismo (cuyo dios parece el comparar y e consumir para ser felices), hedonismo (que hace consistir la felicidad en la satisfacción de los sentidos y del placer, sin hacer uso de la razón y la voluntad), y en un pluralismo en donde cada uno nos sentimos poseer la verdad, en detrimento de la enseñanza y la persona del cordero que dijo “Yo soy la verdad…). Parece que esta presentación que Juan hace de Jesús ha perdido su razón de ser. Ahora ya no hay pecados, ni pecado: porque hemos expulsado a Dios de nosotros y nosotros mismos hemos perdido el sentido de nuestra dignidad y de los valores más elementales… Para desenmascarar nuestros pecados, celosamente camuflados en el pecado del mundo, no hay más que recorrer las enseñanzas del Cordero de Dios que quita el pecado del Mundo… 4 de enero Jn 1, 35-42 Hemos encontrado al Mesías. Andrés lleno de entusiasmo, se presenta a su hermano Pedro para anunciarle la asombrosa noticia: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)” (Jn, 1, 41). Este descubrimiento cambió la vida de los dos hermanos: dejando sus redes, se convirtieron en “pescadores de hombres” (Mt 4, 19). “Al instante, dejando la barca y a su padre, lo siguieron”. El relato expresa la prontitud, radicalidad y decisión de la respuesta: a nada se aferran por responder a este llamado, ni a su trabajo o “proyectos personales”, ni a los lazos familiares, por más fuertes que sean. 24 Por ello todo aquel que verdaderamente cree en Dios y en su enviado Jesucristo tiene el deber y necesidad de ponerse ante el Señor y preguntarle: ¿Qué quieres de mí, Señor? Claro, nuestra respuesta a Jesús se la hemos de dar según nuestro propio estado. San Juan Crisóstomo al respecto nos dice que “Los llamó [A Pedro, Andrés, Juan y Santiago] cuando estaban en sus ocupaciones, manifestando que conviene anteponer la obligación de seguir a Jesucristo a todas las ocupaciones”. 5 de enero Juan 1, 45-51 Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Estas palabras de Natanael presentan un doble aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre, de quien es Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia del Mesías esperado. Jesús es el verdadero rey de Israel, verdadero rey porque es hombre y Dios. Y la inscripción en la cruz realmente había anunciado al mundo esta realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que es el rey del mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una expectativa de todos los hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad. Jesús no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. Por tanto, en Cristo están unidas las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios, pero es también el verdadero Sacerdote, el verdadero hombre. Que esta Eucaristía nos ayude a saber responder a Dios, con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo y viviendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49), o como decimos en el credo: Creo en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. EPIFANÍA DEL SEÑOR Mt 2, 1-12 Hemos venido del Oriente para adorar al rey de los judíos. La fiesta de hoy nos recuerda que la salvación de Dios que en Navidad celebramos es para todos los pueblos, para la humanidad entera. Y celebrar esta fiesta nos ayudar a cada uno, a cada una, a desear más y más esta salvación. La oración colecta lo expresa bien: "diste a conocer en este día a todos los pueblos el nacimiento de tu Hijo, concede a los que ya te conocemos por la fe, llegar a contemplar, cara a cara, la hermosura de tu inmensa gloria". El evangelio es el de los Magos, ¿qué podemos aprender de ellos hoy? Los pueblos paganos buscan la luz y le rinden homenaje…No puede ser otro el objetivo de nuestra fiesta, que dejar que el recién nacido ilumine nuestra vida…y rendirle homenaje a Aquel que se siendo Dios-El Verbo- se hizo hombre. Jesucristo quiere acercarse a todos los hombres y mujeres del mundo, sobre todo a los más pobres, para que, libremente, puedan vivir iluminados por su luz. Todos estos preparativos que han tenido con el novenario y la música, y los cohetes…son un intento por reavivar su fe, por salir al encuentro de nuestro Creador y Padre en su Hijo Nacido de la Madre de Dios. La búsqueda de Dios se da en medio de luces y sombras… Dios se manifiesta, actúa en la historia… (Eso significa epifanía); pero volvamos al ejemplo de los Sabios, los Reyes: hay que levantarse, ponerse en camino, atender a los signos de los tiempos, para descubrirlo ahí donde Él se nos quiere manifestar. "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo", preguntan los magos de Oriente cuando llegan a Jerusalén. No sabemos de qué ciudad salieron estos hombres (que representan al mundo pagano), cuándo vieron por primera vez la estrella, cuánto tiempo han caminado, con qué obstáculos u oscuridad… 25 En los magos hay una fe que contrasta con la fe del pueblo elegido y sus jefes, que conociendo la palabra, no supieron o no quisieron darse cuenta de la presencia del Salvador…a pesar de que conocían las Escrituras: "Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres en manera alguna la menor entre las ciudades ilustres de Judá, pues de ti saldrá un jefe, que será pastor de mi pueblo, Israel"; mientras la noticia da gozo, como a los magos y pastores, otros se llenan de miedo, se paralizan y no son capaces de interpretar la Escritura. No es, a veces tan diferente nuestra actitud, cuántas veces nos da miedo, dudamos de ser felices con Jesús, y puede ser que prefiramos permanecer en algún vicio, dejar un momento nuestras ocupaciones… Después de haber estado en la oscuridad del palacio del rey Herodes, un hombre que es todo engaño e hipocresía, los magos vuelven a encontrarse con la estrella que los guía hasta Belén. El camino quizá todavía sea largo, pero ellos no desfallecen, siguen su búsqueda con alegría. Hasta que en un momento determinado la estrella se detiene en una casa (en una especie de establo), y ahí encuentran a Jesús, al Verbo encarnado, al Mesías. La alegría es inmensa. Dios ha manifestado su grandeza en la pequeña ciudad de Belén, se ha encarnado en ese niño recostado en el pesebre. Ahí está la luz que no se apaga, el rey del universo (a quien se le ofrece el oro), el Hijo del hombre (a quien se le da mirra como a quien habrá de morir), el mismo Dios (a quien se le inciensa). He aquí cómo podemos recorrer nuestra camino para llegar a Jesús; sin miedo, con perseverancia, con tenacidad; siempre pendientes de la estrella, de la fe que nos lleva al pesebre, al Sagrario, a las Escrituras… En la adoración de los Magos queda muy bien expresado, en palabras de S. Pedro Crisólogo, el que todos los pueblos descubrirían al Salvador del mundo: Hoy el Mago encuentra llorando en su cuna a aquel que, resplandeciente, buscaba en las estrellas. Hoy el Mago contempla claramente, entre pañales, a aquel que, encubierto, buscaba pacientemente en los astros. Hoy el Mago discierne con profundo asombro lo que allí contempla: el cielo en la tierra, y la tierra en el cielo; el hombre en Dios, y Dios en el hombre; y a aquel que no puede ser encerrado en todo el universo, lo descubre incluido en un cuerpo de niño (Pedro Crisólogo S. 150) Diariamente, también nosotros, por la intercesión de José y María, vayamos Todos, que todos bendigamos al Salvador. Que como los magos, que “regresaron a su tierra por otro camino”; nosotros emprendamos nuestro caminar por otro camino, el camino de la conversión, de la vida nueva. Estos hombres, después de lo acontecido en Belén, son otros; que esta fiesta también a nosotros nos convierta en hombres y mujeres nuevos, que caminan hacia un cielo eterno. 6 de enero Mc 1, 7-11 Tú eres mi Hijo amado; yo tengo en ti mis complacencias. En el Jordán, en el bautismo de Jesús se produce la manifestación de Dios Uno y Trino: Jesús, a quien el Padre señala como su Hijo predilecto, y el Espíritu Santo, que baja y permanece sobre Él. En efecto, el evangelio de este día vemos cómo San Juan bautiza a Jesús, y cómo cuando es bautizado se oyó“. La voz del Señor sobre las aguas”: “al salir Jesús del agua, una vez bautizado, se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que descendía sobre El en forma como de paloma y se oyó una voz desde el cielo”, la voz del Padre que lo identificaba como su Hijo, el Dios-Hombre. (Mt. 3, 16-17) Jesucristo, el Dios Vivo, no tenía necesidad de bautismo. Pero en el Jordán quiso presentarle al Padre los pecados del mundo; es decir, quiso presentarnos a nosotros como lo que somos: pecadores. ¡Todo un Dios, en Quien no puede haber pecado alguno, se pone en lugar de la humanidad pecadora, haciéndose bautizar! 26 El Sacramento del Bautismo no es igual al Bautismo del Jordán. Es mucho más: por nuestro Bautismo, por obra del Espíritu Santo somos limpiados del pecado original, nos hacemos hijos de Dios; somos injertados en Cristo, templos vivos del Espíritu santo, habitación de la trinidad; recibimos la fe católica como un tesoro que debemos hacer crecer y compartir con los demás. El día de nuestro bautismo, hechos hijos de Dios, el Padre como a Jesús también nos dijo: tú eres mi hijo amado en quien tengo mis complacencias… La conciencia de esta predilección que Dios nos tiene no puede menos de impulsarnos a aceptar a Cristo en la menta y en el corazón, como Salvador y Señor… 7 de enero Jn 2, 1-11 La primera señal milagrosa de Jesús, en Caná de Galilea. Hoy la liturgia nos conduce a Caná de Galilea. Una vez más tomamos parte en las bodas que allí se celebraron, y a las que fue invitado Jesús, al igual que su madre y los discípulos. Este detalle lleva a pensar que el banquete nupcial tuvo lugar en casa de conocidos de Jesús, pues también él se crió en Galilea. El gesto de Jesús lo podemos interpretar como un “sí” al amor, a la amistad, a la fiesta, donde hizo su primer milagro. Cuando su Madre le hizo notar que se había acabado el vino, Él inició su serie de milagros y signos convirtiendo aquellos cántaros de agua en el mejor vino. La tradición cristiana ha visto frecuentemente, en la presencia de Jesucristo en las bodas de Caná, una confirmación del valor divino del Matrimonio: fue nuestro Salvador a las bodas -escribe San Cirilo de Alejandría- para santificar el principio de la generación humana, pero lo podemos aplicar muy bien a cada una de las vocaciones y circunstancias de nuestra vida. María, porque amaba tan entrañablemente a Cristo, cumplió cabalmente en estas bodas, el segundo mandamiento que debe ser la norma de todas las relaciones humanas: el amor al prójimo. ¡Qué bella y delicada intervención de María en las bodas de Caná, cuándo mueve a su Hijo a realizar el primer milagro de convertir el agua en vino para ayudar a aquellos jóvenes esposos! Es todo un signo del constante amor de la Virgen Santísima por la humanidad necesitada, y debe ser un ejemplo para todos los que quieren considerarse verdaderamente hijos suyos. FERIAS DESPUÉS DE LA EPIFANÍA En las ferias después de la Epifanía, del 7 al 12 de enero, escuchamos las primeras manifestaciones del Mesías en el inicio de su ministerio: multiplicación de panes, calma de la tempestad, etc. Las lecturas de las ferias, que son las que aquí comentamos, son un complemento de las festivas, para que lleguemos a profundizar gradualmente en el don de ese Hijo de Dios que se ha hecho hermano nuestro, y sepamos asumir las consecuencias que este acontecimiento comporta para nuestras vidas. Desde el Adviento a la Epifanía y el Bautismo del Señor, hay un único movimiento: la celebración de la venida del Señor, que se prepara en la espera del Adviento, se celebra en su inauguración de Navidad y en sus primeras manifestaciones o epifanías, y se intenta siempre vivir en nuestra existencia cristiana, camino de la manifestación definitiva del final de los tiempos. Navidad y Epifanía celebran el mismo misterio. La Navidad acentúa sobre todo el nacimiento: Dios se ha hecho hermano nuestro. La Epifanía pone más énfasis en la manifestación de su divinidad, sobre todo a los magos de Oriente, acontecimiento que la liturgia une al del Bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná con su primer milagro. 27 7 DE ENERO. O Lunes después de Epifanía Mt 4, 12-17.23-25 Ya está cerca el Reino de los cielos. Con estas palabras Jesús de Nazaret comienza su predicación mesiánica. El reino de Dios constituye el tema central de su predicación, como lo demuestran sobre todo las parábolas. La parábola del sembrador (Mt 13, 3-8) proclama que el reino de Dios está ya actuando en la predicación de Jesús; al mismo tiempo invita a contemplar a abundancia de frutos que constituirán la riqueza sobreabundante del reino al final de los tiempos. La parábola de la semilla que crece por sí sola (Mc 4, 26-29) subraya que el reino no es obra humana, sino únicamente don del amor de Dios que actúa en el corazón de los creyentes y guía la historia humana hacia su realización definitiva en la comunión eterna con el Señor. La parábola de la cizaña en medio del trigo (Mt 13, 24-30) y la de la red para pescar (Mt 13, 47-52) se refieren, sobre todo, a la presencia, ya operante, de la salvación de Dios. Pero, junto a los “hijos del reino”, se hallan también los “hijos del maligno”, los que realizan la iniquidad: sólo al final de la historia serán destruidas las potencias del mal, y quien hay cogido el reino estará para siempre con el Señor. Finalmente, las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor supremo y absoluto del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él. De la enseñanza de Jesús nace una riqueza muy iluminadora. El reino de Dios, en su plena y total realización, es ciertamente futuro, “debe venir” (cf. Mc 9, 1; Lc 22, 18); la oración del Padrenuestro enseña a pedir su venida: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10). La iglesia vive esperando ardientemente la venida gloriosa del Señor y Salvador Jesús, que ofrecerá a la Majestad Divina “un reino eterno y universal: el reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor la paz” (Prefacio de la solemnidad de Jesucristo, Rey del universo). 8 de enero. O martes después de Epifanía Mc 6, 34-44 Cinco panes y dos peces... Como hemos oído en el Evangelio, el pueblo había escuchado al Señor durante horas. Al final, Jesús dice: están cansados, tienen hambre, tenemos que dar de comer a esta gente. Los Apóstoles preguntan: ‘Pero, ¿cómo?’. Y Andrés, el hermano de Pedro, le dice a Jesús que un muchacho tenía cinco panes y dos peces. ‘Pero, ¿qué es eso para tantos?’, se preguntan los Apóstoles. Entonces el Señor manda que se siente la gente y que se distribuyan esos cinco panes y dos peces. Y todos quedan saciados. Más aún, el Señor encarga a los Apóstoles, y entre ellos a Pedro, que recojan las abundantes sobras: doce canastos de pan (cf. Jn 6, 12-13). El hombre, especialmente el de estos tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de justicia, de amor, de paz, de belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. “¡Debemos estar hambrientos de Dios!”, exclamaba San Agustín. ¡Es El, el Padre celestial, quien nos da el verdadero pan! Este pan, de que estamos tan necesitados, es ante todo Cristo, el cual se nos entrega en los signos sacramentales de la Eucaristía y nos hace sentir, en cada Misa, las palabras de la última Cena: “Tomen y coman todos de él; porque este es mi Cuerpo que será entregado por ustedes”. Con el sacramento del pan eucarístico, afirma el Concilio Vaticano II, “se representa y realiza la unidad de los fieles, que constituyen un solo Cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor 10, 17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo que es Luz del mundo; de El venimos, por El vivimos, hacia El estamos dirigidos” (LG 3). El pan que necesitamos es, también, la Palabra de Dios, porque, "no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt 4, 4 cf. Dt 8, 3). Indudablemente, también los hombres pueden pronunciar y expresar palabras de tan alto valor. Pero la historia nos muestra que las palabras de los 28 hombres son, a veces, insuficientes, ambiguas, decepcionantes, tendenciosas; mientras que la Palabra de Dios está llena de verdad (cf. 2 Sam 7, 28; 1 Cor 17, 26); es recta (Sal 33, 4); es estable y permanece para siempre (cf. Sal 119, 89; 1 Pe 1, 25). Por último, el pan que necesitamos es la gracia, que debemos invocar y pedir con sincera humildad y con incansable constancia, sabiendo bien que es lo más valioso que podemos poseer. 9 de enero. O Miércoles después de Epifanía Mc 6, 45-52 ¡Ánimo!, Soy yo; no teman. Jesús, que va hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra “señal” de su presencia, y asegura una vigilancia constante sobre sus discípulos y su Iglesia. “Soy yo, no teman”, dice Jesús a los Apóstoles que lo habían tomado por un fantasma (cf. Mc 6, 49-50; cf. Mt 14, 2627; Jn 6, 16-21). San Marcos hace notar el estupor de los Apóstoles “pues no se habían dado cuenta de lo de los panes: su corazón estaba embotado” (Mc 6, 52). Hoy también Jesús se dirige a nosotros y nos dice: ¡No tengan miedo! Aunque las olas del egoísmo sacudan con fuerza la barca común de la familia y los vientos de la llamada cultura de la muerte se ciernan sobre nosotros... ¡tengamos ánimo, no dudemos!: Cristo, Señor del tiempo y de la historia, está siempre con nosotros dispuesto a extender su mano y agarrarnos -como lo hizo con el apóstol Pedro- cuando la inseguridad, la duda o el miedo amenacen con ahogar nuestro entusiasmo y optimismo. En nuestra vida también pasamos por el miedo que experimentaron aquella noche los discípulos, a pesar de ser expertos pescadores. A nuestra barca particular, y también a la barca de la Iglesia le vienen vientos fuertes en contra y tenemos miedo de zozobrar. Sin embargo, del mismo modo como para aquellos apóstoles, la paz y la serenidad nos vendrán de que admitamos a Jesús junto a nosotros. Sólo así podremos oír que nos dice: “ánimo, soy yo, no tengáis miedo”. Recordemos siempre este Evangelio en los momentos de dificultad. No olvidemos que después de la tormenta viene la calma, que el dolor y la prueba aceptados con confianza en Dios dejan paso a la alegría serena, a la libertad madura, a la confesión gozosa de Jesús como Señor de la propia existencia, amigo fiel, salvador cercano y fraterno, dador de vida y esperanza. Cristo nos invita a permanecer en su amor y a ser fuertes ante las dificultades. Porque Él está con nosotros y sólo con Él seremos capaces de vencer los vientos más fuertes que arrecien contra nuestra barca. 10 de enero. O Jueves después de Epifanía Lc 4: 14-22 “El Espíritu de Dios, está sobre mí”, así escuchamos que leía Jesús, en su propia sinagoga de Nazaret, este pasaje del profeta Isaías. Jesús hizo la lectura con fe, docilidad y amor a la Palabra que Él mismo acaba de proclamar y concluye apropiándosela para iniciar su ministerio y llevar cabo su misión. El Señor hace suya la profecía de Isaías y descubre que esa palabra se cumple en Él: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”. A lo largo de su ministerio, Jesús no hará otra cosa que anunciar la Buena Nueva a los pobres y decir de muchos modos que la salvación es para hoy; “hoy, mañana y pasado mañana, tengo que seguir mi camino” (Lc 13,33), “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,9), “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23,43). El evangelio nos recuerda que la salvación es para hoy y que los cristianos tenemos mucho que hacer: Hoy mismo vamos a poner en práctica lo que acabamos de oír. Jesús dice que esta palabra se cumple, no porque ya no haya pobres, ciegos u oprimidos, sino porque Él está de su lado y ha comenzado a anunciar la buena noticia. Esta también nuestra misión hoy: vivir y colaborar para que se viva la causa de Jesús: que la salvación cada día se vaya realizando en nosotros y en nuestros hermanos; necesitamos luchar por construir el Reino Nuevo que no termina y no se limita a este mundo, pero que tiene que iniciar y hacerse realidad desde nuestra historia de cada día. 29 Que nosotros podamos decir como Jesús: “Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír”; es decir, que la palabra de Dios sea eficaz en nuestro corazón, traducida en un estilo de propio de vivir como seguidores de Jesús, como hijos de Dios. 11 de enero. O Viernes después de Epifanía Lc 5, 12-16 Si tú quieres puedes curarme. Hemos escuchado en el evangelio, que llegó a Jesús un leproso a pedirle un favor, le dijo; “‘Si tú quieres puedes curarme’. Jesús, compadeciéndose de él extendió la mano, y tocándolo le dice: ‘Quiero, sé curado’. Al instante desapareció de él la lepra y quedó curado”. El leproso acude a Jesús con una petición humilde y dolorida: “si quieres, puedes limpiarme”. Es un acto de fe, pues afirma que puede curarle, que está en su poder, y desea que esté también en su querer. Jesús no investiga su fe, la ve. Y accede rápidamente, lo toca con todo lo que esto llevaba de contaminarse legal y físicamente, dice “quiero, sé limpio”, y se cura. Al leproso se le pide que vaya a los sacerdotes. La lepra es una enfermedad especialmente grave, pues junto a las llagas que deforman el cuerpo y que llevan lentamente a la muerte, se cría que era contagiosa y, por ello el leproso está sometido a prohibiciones como el acercarse a los sanos bajo pena de lapidación. Si se producía una curación tenía que se verificada por los sacerdotes. Era fácil ver en esta enfermedad la triste condición del pecador. Los Santos Padres vieron en la lepra la imagen del pecado por su fealdad y repugnancia, por la separación de los demás que ocasiona... Con todo, el pecado, aun el venial, es incomparablemente peor que la lepra por su fealdad, por su repugnancia y por sus trágicos efectos en esta vida y en la otra. Todos somos pecadores, aunque por la misericordia divina estemos lejos del pecado mortal. Es una realidad que no debemos olvidar; y Jesús es el único que puede curarnos; solo Él. En el ministerio de la Iglesia sigue Jesús hoy y hasta la consumación de los siglos, curando la lepra del pecado: borrando en el bautismo el pecado, perdonando los pecados personales en el sacramento de la reconciliación y penitencia, borrando las reliquias de los pecados en el sacramento de la unción de los enfermos y robusteciendo con el sacramento de su cuerpo y de su sangre a los cristianos que quieren vivir su vida, vivificándolos y alejando las insidias de las tentaciones del maligno, que goza con la muerte y con la enfermedad de los hombres, a los que quiere contaminar con su soberbia y movido por la envidia. Acerquémonos al altar con sentimientos de gratitud y con la esperanza de la curación, de la mano de la llena de gracia que nunca conoció la lepra del pecado. María, se tú nuestra enfermera como Madre piadosa y llena de misericordia. 12 de enero. O Sábado después de Epifanía Jn 3, 22-30 El amigo del novio se alegra de oír su voz. Los discípulos del Bautista sienten celos porque Jesús también está bautizando. Pero Juan muestra la grandeza de su corazón y la coherencia con su postura de precursor. Vuelve a recordar: ‘yo no soy el Mesías’, y se compara con el amigo del esposo, que acompaña a éste a la boda. Él no es el esposo, sino el compañero, que se alegra por la alegría del esposo. Juan dice claramente: ‘él tiene que crecer y yo tengo que menguar’. San Juan es nuestro modelo de humildad: Él sabe que no es la Palabra, sino la voz que le hace eco. No se busca a sí mismo. Es testigo de Otro, le prepara el camino y dirige hacia él a sus discípulos. La persona de Juan el Bautista nos invita a ser humildes, a sabernos retirar para que Cristo entre y se manifieste a los hermanos plenamente; a saber renunciar a cualquier privilegio, porque sólo queremos como recompensa alegrarnos con la voz del esposo. Es una lección de humildad ante el Señor Jesús a quien no podemos suplantar con nuestros intereses personales de poder o de honor. 30 “Es preciso que él crezca y que yo disminuya” (Jn 3, 30): estas palabras del Bautista constituyen un programa para todo cristiano: Dejar que el ‘yo’ de Cristo ocupe el lugar de nuestro ‘yo’. En otras palabras, poner en primer lugar en nuestro corazón al Esposo, Jesús, y no alguna otra cosa. San Juan nos enseña a poner a Cristo como primer lugar en nuestro corazón, dejando que Cristo vaya marcando las prioridades de nuestra existencia. Que la Santísima Virgen nos acoja en su corazón de madre para que podamos seguir con eficacia el ejemplo de san Juan Bautista, que con su vida dio verdadero testimonio de amor a Cristo. TIEMPO ORDINARIO El tiempo del Año litúrgico que no tiene un carácter propio (Adviento Navidad, Cuaresma y Pascua) recibe el nombre de Tiempo ordinario, que abarca 33 ó 34 semanas. En este tiempo no se celebra ningún aspecto concreto del misterio de Cristo. El Tiempo ordinario comienza el lunes siguiente al domingo posterior al 6 de enero, Epifanía, y dura hasta el martes anterior al Miércoles de Ceniza, que da inicio a la Cuaresma. Ahí se interrumpe para reiniciarse desde el lunes siguiente a Pentecostés hasta las vísperas del primer domingo de Adviento, (que es el domingo más próximo al 30 de noviembre) con el cual se inicia el Nuevo Año litúrgico. Durante el tiempo ordinario se celebran numerosas fiestas tanto del Señor como de la Virgen y de los Santos. PRIMERA SEMANA Lunes Mc 1, 14-20 El reino de Dios está cerca. “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; conviértanse y crean en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). Jesucristo fue enviado por el Padre “para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 18). En efecto, Jesús no es sólo el anunciador del Evangelio, de la Buena Nueva, sino que Él mismo es el Evangelio (cf. EN 7). El reino de Dios está cerca, son las primeras palabras que Jesús pronuncia ante la multitud: contienen el núcleo de su Evangelio de esperanza y salvación, el anuncio del reino de Dios. El Reino es gracia, amor de Dios al mundo, para nosotros fuente de serenidad y confianza: “No temas, pequeño rebaño -dice Jesús-, porque a vuestro Padre le ha parecido bien daros a vosotros el Reino” (Lc 12, 32). Los temores, los afanes y las angustias desaparecen, porque el reino de Dios está en medio de nosotros en la persona de Cristo (cf. Lc 17, 21). El reino de Dios esta cerca nos anuncia que Dios es quien reina, que Dios es el Señor, y que su señorío está presente, es actual, se está realizando. Por tanto, la novedad del mensaje de Cristo es que en él Dios se ha hecho cercano, que ya reina en medio de nosotros, como lo demuestran los milagros y las curaciones que realiza. Dios reina en el mundo mediante su Hijo hecho hombre y con la fuerza del Espíritu Santo (cf. Lc 11, 20). El señorío de Dios se manifiesta en la curación integral del hombre. De este modo Jesús quiere revelar el rostro del verdadero Dios, el Dios cercano, lleno de misericordia hacia todo ser humano; el Dios que nos da la vida en abundancia, su misma vida. En consecuencia, el reino de Dios es la vida que triunfa sobre la muerte, la luz de la verdad que disipa las tinieblas de la ignorancia y de la mentira. Pidamos a María santísima que obtenga siempre para la Iglesia la misma pasión por el reino de Dios que animó la misión de Jesucristo: pasión por Dios, por su señorío de amor y de vida; pasión por el hombre, encontrándolo de verdad con el deseo de darle el tesoro más valioso: el amor de Dios, su Creador y Padre. 31 Martes Mc 1,21-28 No enseñaba como los escribas, sino como quien tiene autoridad. Jesús tenía conciencia de poseer una autoridad divina: los que escuchaban a Jesús “se maravillaban de su doctrina, pues les enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1, 22; y Mt 7, 29; Lc 4, 32). La gente había captado la diferencia entre la enseñanza de Cristo y la de los escribas israelitas, y no sólo en el modo, sino en la misma sustancia: los escribas apoyaban su enseñanza en el texto de la ley mosaica, de la que eran intérpretes y glosadores; y Jesús no seguía el método de uno “que enseña” o de un “comentador” de la Ley Antigua, sino como quien tiene autoridad sobre la ley. Esta competencia y autoridad estaban constituidas, sobre todo, por la fuerza de la verdad contenida en la predicación de Cristo. Él “hablaba con autoridad”, y ésta era la autoridad de la verdad, cuya fuente es el mismo Dios. El propio Jesús decía: “Mi doctrina no es mía, sino del que me ha enviado” (Jn 7, 16). Jesús era Maestro de la verdad que es Dios. De esta verdad dio Él testimonio hasta el final, con la autoridad que provenía de lo alto: podemos decir, con la autoridad de uno que es ‘rey’ en la esfera de la verdad. Jesús tiene conciencia de que, en su doctrina, se manifiesta a los hombres la Sabiduría eterna. Las palabras que proceden de esa Sabiduría divina ‘no pasarán’: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13, 31). En efecto, éstas contienen la fuerza de la verdad, que es indestructible y eterna. Son, pues, ‘palabras de vida eterna’. Por tanto, el Evangelio de hoy nos exige vivir de acuerdo con lo que el Señor nos enseña, dejándonos transformar interiormente por el poder y eficacia de su Palabra, a no endurecer el corazón y no rechazar su doctrina ni a Él, porque su persona y su doctrina son ‘palabras de vida eterna’. Miércoles Mc 1, 29-39 Curó a muchos enfermos de diversos males. “Llegada la tarde, hemos escuchado en el evangelio de san Marcos, después de la caída del sol, se le presentaban todos los enfermos y los posesos, y la ciudad entera estaba congregada a la puerta. En este breve texto vemos varios casos: pero en uno y en otro caso, se muestra la compasión de Cristo hacia los enfermos como un signo de que “Dios ha visitado a su pueblo” (cf. Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados (cf. Mc 2,5-12): vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan (cf. Mc 2,17). El Dio revelado por Jesús es el Dios de la vida, que nos libra de todo mal. Los signos de su poder y de su amor son las curaciones que realiza, demostrando que el reino de Dios está cerca, devolviendo a hombres y mujeres la plena integridad de espíritu y cuerpo. Estas curaciones nos dan a entender que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios en su corazón. La reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida. El reino de Dios es precisamente la presencia de la verdad y del amor; y así es curación en la profundidad de nuestro ser. La predicación y curaciones que realiza Jesús siempre están unidas: forman un único mensaje de esperanza y de salvación. Gracias a la acción del Espíritu Santo, la obra de Jesús se prolonga en la misión de la Iglesia. Mediante los sacramentos es Cristo quien comunica su vida a multitud de hermanos y hermanas, mientras cura y conforta a innumerables enfermos a través de las numerosas actividades de asistencia sanitaria que las comunidades cristianas promueven con caridad fraterna, mostrando así el verdadero rostro de Dios, su amor. Que María, Salud de los enfermos, interceda por nosotros. 32 Jueves Mc 1,40-45 Se le quitó la lepra y quedó limpio. Un leproso, cargado de esperanza, se acerca a Jesús, y se arrodilla ante Él para suplicarle con toda humildad: “Si quieres, puedes limpiarme”. Él sabe y cree que el Señor tiene el poder de curarlo, sin embargo, sabe también que no tiene derecho alguno a reclamar tal beneficio y con toda humildad se pone en las manos del Señor apelando a su benevolencia. Y el Señor, movido por la compasión lo toca y le dice: “Quiero: queda limpio”. El contacto físico es para el Señor un vehículo para comunicar su poder restaurador (Cfr. Mc 7,33). Con este gesto unido a la palabra el Señor realiza el milagro solicitado: la carne del leproso de inmediato quedó limpia. La curación de la lepra es el signo visible de otra purificación más profunda: el perdón de aquellos pecados que habrían atraído, como consecuencia la enfermedad física. El pecado es ciertamente como una lepra que va despedazando no la carne sino el espíritu, una lepra que destruye la comunión con los demás y termina por hundir al pecador en la total lejanía de Dios y en la más absoluta soledad y desesperación. El Señor Jesús vino a sanar al hombre entero, con una curación que va a las raíces de todo mal y sufrimiento humano. La reconciliación en sus cuatro niveles, con Dios, consigo mismo, con el hermano y con la creación, mediante el perdón de los pecados obtenido por el sacrificio reconciliador de Cristo en la Cruz, es la respuesta de Dios frente a la situación de ruptura en la que el ser humano ha incurrido por su rechazo de Dios. Nosotros al confesar los pecados, también le suplicamos al Señor: “¡si puedes, puedes limpiarme!”, y Él, conmovido y compadecido ante nuestro sufrimiento y miseria, “tocará” nuestro herido corazón con su amor y con su gracia y nos dirá: “quiero, ¡queda limpio! ¡Yo te absuelvo de tus pecados! ¡Anda, y procura no pecar más!”. Viernes Mc 2, 1-12 El Hijo del hombre tiene poder para perdonar los pecados. El pecado es el intento de la criatura humana de querer llegar a ser dios en contra de Dios y de sus amorosos designios. Este intento implica la desconfianza en que Dios quiera el bien para ella, implica el rechazo de la invitación que Dios le hace a participar de su comunión divina de amor, implica el rechazo de participar de su misma naturaleza divina en comunión con Dios. El pecado rompe el vínculo y comunión del creyente con Aquel que es el fundamento de su mismo ser y existencia, fuente de su amor y felicidad. Como consecuencia, la criatura humana se quiebra interiormente al rechazar su verdadera identidad, aquello que ella es. “El que peca, a sí mismo se hace daño” (Eclo 19,4). Quien quiere hacerse dios rechazando a Dios, a sí mismo se destruye. El pecado es un acto suicida. Quien por una u otra razón, ya sea consciente o inconscientemente, saca a Dios de su vida cotidiana, se aliena él mismo: se torna en un extraño para sí mismo porque pierde de vista su verdadera identidad, ya no sabe quién es, cuál el sentido verdadero de su existencia, cuál su último destino. Apartándose de Dios el ser humano termina apartándose de sí mismo, dimitiendo de su humanidad, renunciando a su verdadera grandeza. Termina roto, quebrado, frustrado. Fruto de esa ruptura interior es la falta de armonía y paz interior que experimenta. Además, la guerra y tensión que vive en su interior inmediatamente se irradian hacia el exterior, afectando y quebrando sus relaciones con los demás: conflictos, abusos, atropellos, injusticias, asesinatos, venganzas, son algunas de las expresiones de la ruptura que vive con los demás, fruto de su ruptura con Dios y de su propia ruptura interior. Toda esta situación de ruptura, toda esta división interior y exterior, todo el odio, el dolor, el sufrimiento, la enfermedad, la soledad, el mal, la muerte, son frutos amargos del pecado del hombre, del pecado de nuestros primeros padres y de nuestro pecado personal, el tuyo y el mío. 33 Ante la realidad de mi pecado, Cristo, el Hijo del Padre, ha pronunciado y está siempre dispuesto a pronunciar unas palabras tremendas: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. En efecto, en Cristo, por el perdón de nuestros pecados, Dios nos reconcilia con Él, con nosotros mismos, con nuestros hermanos humanos y con la creación toda, Dios hace de nosotros hombres y mujeres nuevos, si nosotros queremos… Sábado Mc 2, 13-17 No he venido para llamar a los justos, sino a los pecadores. El Evangelista Marcos dice que Jesús ‘estaba sentado a la mesa en casa de Leví’ y que “muchos publicanos y pecadores estaban recostados con Jesús y con sus discípulos” (cf. Mc 2, 13-15). También en este caso ‘los escribas de la secta de los fariseos’ presentaron sus quejas a los discípulos; pero Jesús les dijo: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos; ni he venido yo a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2, 17). La lucha contra el pecado y sus raíces no aleja a Jesús del hombre. Muy al contrario, lo acerca a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por pecadores. Esto lo podemos ver en muchos pasajes del Evangelio. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 11-13). Los que querían reconstruir sus vidas eran los más disponibles para escuchar a Jesús y a ser sus discípulos. Nosotros podemos seguir sus pasos, de modo particular, podemos acercaros particularmente a Jesús precisamente porque hemos elegido volver a él y vivir siempre con Él. San Gregorio Niceno, comenta que Jesús “No detesto a los pecadores, porque sólo he venido para bien de ellos; no para que sigan pecando, sino para que se conviertan y se hagan buenos. Por consiguiente, podemos estar seguros que, a igual que el padre en el relato del hijo pródigo, Jesús nos recibe con los brazos abiertos. Nos ofrece su amor incondicional: la plenitud de la vida se encuentra precisamente en la profunda amistad con él. SEGUNDA SEMANA Lunes Mc 2,18-22 Mientras el esposo está con ellos, no pueden ayunar. Jesús de Nazaret es introducido en medio de su pueblo como el Esposo que había sido anunciado por los profetas. Lo confirma él mismo cuando, a la pregunta de los discípulos de Juan: “¿Por qué... tus discípulos no ayunan?” (Mc 2, 18), responde: “¿Pueden acaso ayunar los invitados a la boda mientras el esposo está con ellos? Mientras tengan consigo al esposo no pueden ayunar. Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán, en aquel día” (Mc 2, 19-20). Así pues, el Evangelio presenta la vida terrena de Cristo como tiempo de bodas; sin embargo, en el mismo marco nupcial, Jesús anuncia el momento en el que ya no estará presente: “Días vendrán en que les será arrebatado el novio; entonces ayunarán” (Mc 2, 20): es una clara alusión a su sacrificio. Jesús sabe que a la alegría seguirá la tristeza. Sus discípulos entonces “ayunarán”, o sea, sufrirán participando en su pasión. La fiesta nupcial está marcada por el drama de la cruz, pero culminará en la alegría pascual. El tiempo de la presencia terrena de Cristo era el tiempo de la visita de Dios. Así, el tiempo de la vida terrena de Cristo se caracteriza por su ofrenda redentora. Es el tiempo del misterio pascual de muerte y resurrección, de la que brota la salvación de los hombres. En la cruz se consumó el sacrificio de nuestra redención. En el Gólgota y en el Cenáculo el Señor nos dejó el memorial de su amor por nosotros: la Sagrada Eucaristía. La Eucaristía es sacrificio y banquete, que son absolutamente inseparables, La eucaristía es un banquete sacrificial. La Eucaristía es, por su naturaleza, cena y cruz, mesa y altar; altar que es mesa; mesa que es altar. Mientras estamos con Jesús en la eucaristía no podemos ayunar, todo es gozo, pero luego viene el ayuno-ofrecimiento de nuestra jornada; hoy es el 34 tiempo del ayuno, en la eternidad será el gozo pleno con el Esposo; es decir: Mientras el esposo está con ellos, no pueden ayunar… Días vendrán en que les será arrebatado el esposo; entonces ayunarán… Martes Mc 2, 23-28 El Hijo del hombre también es dueño del sábado. Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día dedicado a Dios, sino para demostrar que este día santo está marcado de modo particular por a acción salvífica de Dios. “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5, 17). Y este obrar es para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino que más bien la pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado. Y el dueño el sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 27-28). Las escenas del evangelio son hermosas catequesis con las que Jesús nos presenta con sencillez y profundidad su persona y su mensaje. Una de esas acciones es la de las espigas arrancadas en sábado del evangelio que hemos escuchado. La escena nos presenta hoy forma parte de las llamadas controversias galileas, en las que Jesús discute con los fariseos sobre su persona y su autoridad. Cuando Jesús dice que el Hijo del Hombre también es señor del sábado, está afirmando Él supera a la ley, al sábado y al Templo, por la única razón de que en Él reside, como dice san Pablo, la plenitud de la divinidad. El Catecismo de la Iglesia Católica (2173) enseña que “…Jesús nunca falta a la santidad de este día (cf Mc 1, 21; Jn 9, 16), sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: ‘El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado’ (Mc 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que ‘es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla’ (Mc 3, 4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios (cf Mt 12, 5; Jn 7, 23). ‘El Hijo del hombre es Señor del sábado’ (Mc 2, 28). El sábado, que representaba la coronación de la primera creación, es sustituido por el domingo que recuerda la nueva creación, inaugurada por la resurrección de Cristo. Miércoles Mc 3,1-6 ¿Se le puede salvar la vida a un hombre en sábado o hay qué dejarlo morir? Se presenta a Jesús, para que lo cure, un hombre con la mano seca, en día de sábado, Jesús, en primer lugar, hace a los presentes esta pregunta: “¿Es lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida o matarla? y ellos callaban. Y dirigiéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu mano. La extendió y su mano quedó sana” (Mc 3, 5). Se trata de un milagro muy conectado con la disputa sobre la observancia del sábado. Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día dedicado a Dios, sino para demostrar que este día santo está marcado de modo particular por a acción salvífica de Dios. Este obrar es para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino que más bien la pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado. Y el dueño del sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 27-28). Desde este contexto nos preguntamos ¿cómo entender nosotros realmente el domingo?, ¿qué es? El Catecismo de la Iglesia Católica nos dirá: “La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo. El día de la Resurrección de Cristo es a la vez el ‘primer día de la semana’, memorial del primer día de la creación, y el ‘octavo día’ en que Cristo, tras su ‘reposo’ del gran Sabbat, inaugura el Día ‘que hace el Señor’, el ‘día que no conoce ocaso’. 35 Para los cristianos el Domingo vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el día del Señor, el ‘domingo’ (CIC, 1166.2174). Es mediante la Resurrección del Señor que el domingo es establecido como el día privilegiado, como el día de la Reconciliación. La importancia del sábado, del domingo para nosotros, esta en usar el descanso para encontrarnos con Dios y con los demás; lo importante es que sea tiempo sagrado, y por tanto, un tiempo para santificarnos. El domingo es para extender la mano hacia Jesús y encontrarnos con Dios y con los hermanos. El domingo, día del Señor, no pretende ser más que eso, un día dedicado para enriquecer la experiencia del encuentro con Dios. Jueves Mc 3, 7-12 Los espíritus inmundos gritaban: “Tú eres el Hijo de Dios”. Pero Jesús les prohibía que lo manifestaran. Jesús quería ocultar su condición mesiánica a los judíos de su tiempo para evitar que confundieran su mesianismo espiritual con un mesianismo meramente temporal y político, que era el que esperaban la mayoría le pueblo; pero Jesús tenía plena conciencia de que él era el Mesías, el Hijo de Dios. Este mesianismo que esperaba la mayoría del pueblo, no era acorde con los planes de Dios padre, para con su Hijo; de hecho esta fue la tentación que el diablo le propone a Jesús en el desierto, un mesianismo triunfal, caracterizado por prodigios espectaculares, como convertir las piedras en pan, tirarse del pináculo del templo saliendo ileso, y conquistar en un instante el dominio político de todas las naciones. Pero la opción de Jesús, para cumplir con plenitud la voluntad del Padre, es clara e inequívoca: acepta ser el Mesías sufriente y crucificado, que dará su vida por la salvación del mundo. Esta es, y no otra, la razón por la que Jesús prohíbe a los demonios que digan “Tú eres el Hijo de Dios”. La lucha con Satanás, iniciada en el desierto, prosigue durante toda la vida de Jesús. Jesús lo que busca es cuidar su mesianismo, que consiste en cumplir la voluntad del Padre, haciéndose `propiciación por nuestros pecados’ (1 Jn 4, 10). El reino de Jesús es el “reino de la verdad y la vida, el reino de la santidad y la gracia, el reino de la justicia, el amor y la paz” (prefacio de Jesucristo rey universal). Es el reino a donde va a prepararnos un lugar y al que nos llevará cuando nos lo haya preparado (cf. Jn 14, 2-3), si le hemos sido fieles. Imitando a Jesús hemos de rechazar la tentación del mesianismo terreno: la tentación de reducir la misión salvífica de la Iglesia a una liberación exclusivamente temporal. “La Iglesia quiere el bien del hombre en todas sus dimensiones: en primer lugar como miembro de la ciudad de Dios y luego como miembro de la ciudad terrena” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Libertatis Conscientia, 63). Por eso, enseña que “la liberación más radical, que es la liberación del pecado y de la muerte, se ha cumplido por medio de la muerte y resurrección de Cristo” (Ibíd. 22). Viernes Mc 3, 13-19 Jesús llamó a los que él quiso, para que se quedaran con él. Cristo -narra San Marcos en el episodio dedicado a la elección de los doce (3,14), que hemos escuchado- “llamó a los que él quiso”, “para que estuvieran con él” (primer trazo) y para “enviarlos a predicar” (segundo trazo). Es decir, Jesús llamó a los Apóstoles ante todo para que se quedaran con Él y, de esta forma, creciendo y formándose en la divina amistad, pudieran ser enviados a predicar su Evangelio. Esto significa que, en el Tercer Milenio, como en el primero, en cualquier tipo de cultura o de ambiente social, la eficacia de nuestro servicio al Evangelio dependerá principalmente, no de los programas o de los proyectos pastorales, no de los recursos humanos a nuestra disposición, no de la reforma de los organismos o de las estructuras de gobierno, sino sobre todo del vigor de nuestra vida contemplativa, del grado de intimidad de nuestra amistad personal con Jesús. 36 Con la creación del grupo de los Doce, Jesús creaba la Iglesia como sociedad visible y estructurada al servicio del Evangelio y de la llegada del reino de Dios. El número doce hacía referencia a las doce tribus de Israel, y el uso que Jesús hizo de él revela su intención de crear un nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios, instituido como Iglesia. En efecto, escribe san Lucas que Jesús “eligió doce de entre ellos, a los que llamó también apóstoles” (Lc 6, 13). Los doce Apóstoles se convertían, así, en una realidad socio-eclesial característica, distinta y, en muchos aspectos, irrepetible. Un su grupo destacaba el apóstol Pedro, sobre el cual Jesús manifestaba de modo más explícito la intención de fundar un nuevo Israel, con aquel nombre que dio a Simón: ‘piedra’, sobre la que Jesús quería edificar su Iglesia (cf. Mt 16, 18). Las tareas específicas inherentes a la misión confiada por Jesucristo a los Doce son las siguientes: a. Misión y poder de evangelizar a todas las gentes; b. Misión y poder de bautizar (Mt 28, 29), como cumplimiento del mandato de Cristo, con un bautismo en el nombre de la Santísima Trinidad (Mt 28, 29); c. Misión y poder de celebrar la eucaristía: “Hagan esto en conmemoración mía” (Lc 22, 19; 1 Co 11, 2425); d. Misión y poder de perdonar los pecados (Jn 20, 22-23). Es una participación de los Apóstoles en el poder del Hijo del hombre de perdonar los pecados en la tierra (cf. Mc 2, 10). Desde los tiempos evangélicos hasta hoy ha seguido actuando la voluntad fundadora de Cristo, que se manifiesta en esa hermosísima y santísima invitación dirigida a tantas almas: “¡Sígueme!”. Sábado Mc 3, 20-21 Sus parientes decían que se había vuelto loco. Pero Jesús no daba importancia a los sondeos de opiniones, ni a las voces que circulaban sobre Él. No le interesaba el grado de popularidad, ni la simpatía que despertaba de modo superficial entre las personas o parientes. Jesús predicaba su Evangelio, hablaba de la cruz, hacía el bien…, sin dejarse atrincherar por lo que pensaran los otros, ni siquiera los más cercanos. Jesús cumple su Misión con una fidelidad amorosa a la voluntad de su Padre Dios. Él no busca el poder temporal, pues su Reino no es de este mundo. Su entrega no es primero un sí y luego un no. Su compromiso es total y, de un modo consciente, Él sabe que camina hacia la entrega de su propia vida por nosotros. A esos extremos lleva el amor verdadero. Podemos preguntarnos también qué es lo que realmente pensamos nosotros de Jesucristo. ¿A veces también lo juzgamos de loco? ¿Sus mandamientos, sus exigencias, nos parecen una locura para vivir en el mundo de hoy? Los que se alejan de Jesús no quieren abrirse a su amor. ¡Lástima que se pierden el calor y el cariño de este Corazón misericordioso de Jesús! Pero a todo esto, Jesús respondió con sus brazos extendidos, con su costado abierto para acoger a todos y con su palabra de perdón: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). TERCERA SEMANA Lunes Mc 16, 15-18 Conversión de san Pablo apóstol Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio. En un primer momento, los discípulos titubearon, no comprendieron el mandato. Pero pocos días después, recibieron el Espíritu Santo y entonces comprendieron la misión que Jesucristo les había encomendado. Misión es evangelizar, es dar a todos lo que es de todos: la salvación. Evangelizar es dar a conocer a Jesucristo a los que no lo conocen es la responsabilidad fundamental de los cristianos, constituye su misma identidad. El Espíritu les dio la fuerza y la valentía para proclamar a todo el mundo la Buena Noticia y los impulsó hasta los confines de la tierra. 37 Nosotros somos la Iglesia, y la misión de Iglesia es evangelizar, anunciar el evangelio de Jesús: 1. ella ha recibido la misión de ir a evangelizar y, así, está puesta para colaborar a Jesucristo en este servicio salvador al mundo entero; 2. en el envío a los Apóstoles, fuimos enviados todos a evangelizar; 3. la misión de la Iglesia es universal: hacia todas las gentes, en todos los tiempos, hasta las raíces, para todos y con todo el poder de Dios. Dentro de la misión única y universal de la Iglesia (RM 39), todos y cada uno tenemos nuestra propia misión: 1) Dentro de la Familia Eclesial somos hijos; dentro de la Iglesia tenemos el derecho-deber de evangelizar a todas las gentes. 2) Somos signo de la presencia y de la acción del Salvador. 3) Intentamos evangelizar para tener en nuestra parroquia comunidades eclesiales vivas, dinámicas y misioneras. 4) Somos instrumentos, misioneros, de Jesucristo para comunicar su verdad, amor y vida nueva. 5) Dentro de los diversos ministerios y servicios eclesiales, somos evangelizadores y animadores misioneros. 6) Hemos de vivir y promover intensamente la comunión y participación en comunidades eclesiales vivas, dinámicas y misioneras. Martes Mc 3, 31-35 El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre. Jesús no niega el amor a su madre ni a sus familiares, sino que habla de esa otra gran familia cristiana. No queda atado al solo amor humano de una familia. Hay otra familia espiritual a la que ama, en un orden espiritual y sobrenatural, con amor más entrañable y profundo que el amor humano con que se ama a la madre y a los hermanos. Lejos de ser un desprecio de Jesús a María su madre, la enaltece, la elogia, la alaba, la pone como ejemplo total de mujer y de Madre, ella escucho la palabra divina, y dijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”. (Lucas 1, 36-38), por eso Jesús dice: Porque todo el que hace la voluntad de mi Padre que está en el cielo, ésa es... Mi madre. En otra ocasión, estando hablando Jesús a la gente, alzó la voz una mujer y dijo: “Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron”. Y Jesús le respondió: “Dichosos más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,27-28). María es la primera entre aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen. Por tanto, María es digna de bendición por el hecho de haber sido para Jesús Madre según la carne, pero también y sobre todo porque ya en el instante de la anunciación ha acogido la palabra de Dios, porque ha creído, porque fue obediente a Dios, porque guardaba la palabra y la conservaba cuidadosamente en su corazón. Esa es mi Madre nos Dice Jesús, ella es modelo, María, amorosa y obedientemente hizo la voluntad de su Padre, nadie como ella fue tan fidelísima esclava del Señor, en la encarnación y en cada momento de su vida. Hagamos nuestro el estilo de María: “Háganse en mi, Señor, según tu Palabra”. Miércoles Mc 4, 1-20 38 Salió el sembrador a sembrar. Jesús, sentado en la barca, ante una multitud inmensa, les expuso la parábola del sembrador. Todavía hoy nos parece oír su voz que se dirige a cada uno de nosotros: “Una vez salió un sembrador a sembrar...” (Mt 13, 3). La semilla de la Palabra de Dios, que Jesús sembró hace veinte siglos, es aún hoy una realidad prometedora en nuestros corazones. Desde hace casi quinientos años, la semilla de la Palabra divina fue sembrada en estas benditas tierras. Actualmente los creyentes, fruto de aquella semilla, son “una muchedumbre inmensa que nadie podría contar” (Ap 7, 9) y que agradece a Dios el don de la fe y la salvación. El divino Sembrador nos llama de nuevo a recibir la semilla evangélica para hacerla fructificar en nuestros corazones, en nuestras familias, en nuestra parroquia y en toda la vida social. Esta semilla evangélica, nos convierte en otros tantos sembradores y apóstoles, quiere encontrar una tierra abonada, sin espinas ni abrojos. Dejemos que “la Palabra de Cristo habite en nosotros en toda su riqueza” (Col 3, 16), “para que la Palabra del Señor siga propagándose” (2Ts 3, 1). Todos estamos llamados a colaborar en la nueva evangelización, que debe “alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad, que están en contraste con la Palabra de Dios y con el designio de salvación” (EN 19). El Concilio Vaticano II puso de relieve el papel que corresponde al laico católico en la misión de la Iglesia. Su primer deber, nos dice, es el de ser verdaderos apóstoles, porque el apostolado que se realiza personalmente “es el principio y la condición de todo apostolado seglar, incluso del asociado, y nada puede sustituirlo” (AA 16). La obra evangelizadora necesita nuestro tiempo para que la semilla del divino sembrador dé fruto en el corazón de cada católico, en cada uno de nosotros, para que fructifique el ciento por uno, hasta el punto de que cada bautizado se convierta en un santo y en un apóstol. Jueves Mc 4, 21-25 La medida que se use para tratar a los demás, se usará para si mismo. ¡Tenemos derecho a ser tratados como merece vuestra dignidad de personas e hijos de Dios! Pero, al mismo tiempo, ¡tenemos el deber de tratar a los demás de igual modo!, es decir, “Lo que no desees para ti, no lo hagas con los demás” (Tobías 4, 15). Esto exige que seamos afables, hospitalarios, sinceros en nuestras palabras y en nuestro corazón, prudentes y discretos, generosos y disponibles para el servicio, capaces de ofrecer personalmente y de suscitar en todos relaciones leales y fraternas, dispuestos a comprender, perdonar y consolar. Por tanto, evitemos ser encerrados en sí mismos, huraños e incapaces de mantener relaciones normales y serenas con los demás. Nosotros, como seres humanos no podemos vivir sin amor. No estamos hechos para permanecer para sí mismos, nuestra vida está privada de sentido si no se nos revela el amor, si no nos encuentra con el amor, si no lo experimentamos y lo hacemos propio, si no participamos en amor vivamente”. El amor de Cristo, derramado en nuestros corazones, nos impulsa a amar a los hermanos y hermanas hasta asumir sus debilidades, sus problemas, sus dificultades; en una palabra, hasta darnos a nosotros mismos, como nos gustaría que sucediera en nuestra vida. Cristo da a la persona dos certezas fundamentales: la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites. La convivencia consiste fundamentalmente en la misericordia. Así, de esta manera tangible, visible, Jesús nos manifiesta a Dios como amor incondicional por el hombre y la vida de todo hombre. La Iglesia mira a los hombres con la misma ternura y con la misma libertad con la que Jesucristo actúa, que no es otra que la libertad para amar al hombre, la que refleja el rostro de Dios. Mira a los hombres con la misma misericordia de Jesucristo y, a partir de ahí, les abre la esperanza de que todas las cosas pueden 39 empezar siempre de nuevo y reemprenderse el camino que tiene en Dios una meta cierta: la del triunfo sobre toda violencia y toda muerte. Viernes Mc 4, 26-34 El hombre siembra su campo, y sin que él sepa cómo, la semilla germina y crece. Por medio de esta parábola el Hijo de Dios advierte a sus Apóstoles y a todos aquellos que deben sucederle en el ministerio de la predicación, que propaguen su doctrina sin pensar en el resultado de sus trabajos; quiere decir: Siembren incesantemente, que cuando la semilla esté en la tierra, Dios la hará crecer según como lo juzgue conveniente, y a su debido tiempo. En efecto, la Palabra de Dios se compara a una semilla sembrada en el campo: los que escuchan con fe y se unen al pequeño rebaño de Cristo han acogido el Reino; después la semilla, por sí misma, germina y crece hasta el tiempo de la siega (LG 5). Por tanto, quien siembra en el corazón del hombre es siempre y sólo el Señor. Únicamente después de la siembra abundante y generosa de la Palabra de Dios podemos adentrarnos en los senderos de acompañar y educar, de formar y discernir. Todo ello va unido a esa pequeña semilla, don misterioso de la Providencia celestial, que irradia una fuerza extraordinaria, pues la Palabra de Dios es la que realiza eficazmente por sí misma lo que dice y desea. “Dios hace crecer al hombre, dándole la alegría de la fe, la fuerza de la esperanza y el fervor del amor” (Juan Pablo II). “La gracia es derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo”, como san pablo mismo nos enseña en la carta del Apóstol a los Romanos (Cfr. Rom 5, 5). Pero la fe y la fe que recibimos, que es un don, requiere de la escucha; y ésta, del silencio. Así pues, la fe, que, es posible en virtud del don divino, requiere ser escuchada. La fe se transmite por la Palabra, por el Anuncio, y este anuncio debe ser escuchado. La fe es la acogida al anuncio que nos viene; es un anuncio perceptible por mí. Cuando realizo el acto de fe, acojo ese anuncio, esa Palabra que me interpela, para que el reino de Jesús germine y crezca en mí. Y aunque ya duerma, ya vele, de noche y de día, la semilla germina y crece, sin que él sepa cómo (Mc. 4, 27), y la semilla que echaba el sembrador es buena semilla, también se pide la “la respuesta” a esa buena semilla. Si las intenciones son rectas, es necesario cuidar que nuestra respuesta personal a ellas ponga los medios proporcionales para que llegue a cumplir su cometido”. Sábado Mc 4, 35-41 ¿Quién es este, a quien hasta el viento y el mar obedecen? Los Apóstoles-pescadores asustados despiertan a Jesús que estaba durmiendo en la barca. Él, “despertando, mandó al viento y dijo al mar: Calla, enmudece. Y se aquietó el viento y se hizo completa calma... Y sobrecogidos de gran temor, se decían unos a otros: ¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (cf. Mc 4, 37-41). Al calmar la tempestad que azota la pequeña barca el Señor manifiesta quién es Él, su identidad: Aquel que como hombre se rindió al sueño, se muestra ahora ante ellos como Dios. Sólo Dios puede decirle a la tempestad: “¡Silencio! ¡Cállate!” y ser inmediatamente obedecido. Y si parece admirable lo que el Señor hace al manifestar su dominio frente a las fuerzas de la naturaleza, más admirable aún es lo que Él ha hecho por su criatura humana: Él, por rescatar y reconciliar a su criatura humana, encarnándose de María por obra del Espíritu Santo, se hizo “uno como nosotros”. Más aún, en la plenitud de su amor, murió por todos dejando que toda la furia del mal como una tempestad violenta se desatara sobre la frágil barca de su cuerpo. Pero al morir en la Cruz mandó callar la furia del mal que se abatía contra la humanidad entera, y con su Resurrección estableció su dominio sobre aquello 40 que el mar, en la mentalidad semita, significaba: el dominio de la muerte, que el hombre al pecar introdujo en el mundo. Ante Cristo cada ser humano debe poder preguntarse: ¿Quién es éste, que hasta a la muerte vence? ¿Quién es este que resucitando de entre los muertos destruyó el pecado, trajo la paz y reconciliación a los corazones, ha devuelto la dignidad de hijos de Dios a los hombres, ha restaurado la comunión de los hombres con Dios? La Iglesia responde: ¡Es el Señor, el Hijo de Dios vivo, Dios mismo que por la reconciliación del ser humano se ha hecho hombre! Por su Resurrección de entre los muertos el Señor Jesús “ha despertado del sueño profundo”, trayendo la vida nueva a quien cree en Él, de modo que “el que es de Cristo es una criatura nueva. Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado”. CUARTA SEMANA Lunes Mc 5, 1-20 Espíritu inmundo, sal de este hombre. En esta ocasión hemos escuchado un coloquio insólito. Cuando aquel “espíritu inmundo” se siente amenazado por Cristo, grita contra Él: “¿Qué hay entre ti y mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Por Dios te conjuro que no me atormentes”. A su vez, Jesús “le preguntó: ‘¿Cuál es tu nombre?’. El le dijo: Legión es mi nombre, porque somos muchos” (cf. Mc 5, 7-9). Estamos, pues, a orillas de un mundo oscuro, donde entran en juego factores físicos y psíquicos que, sin duda, tienen su peso en causar condiciones patológicas en las que se inserta esta realidad demoníaca, representada y descrita de manera variada en el lenguaje humano, pero radicalmente hostil a Dios y, por consiguiente, al hombre y a Cristo que ha venido para librarlo de este poder maligno. “Dios está con nosotros", es decir, de parte del hombre, su amigo y aliado contra las fuerzas del mal. Es el único que personifica todo y sólo el frente del bien contra el frente del mal” (Dietrich Bonhöffer): “De fuerzas amigas admirablemente rodeados vamos, con calma, al encuentro del futuro. Dios está con nosotros de noche y de día; estará con nosotros cada nuevo día”. Por tanto, sin miedo y llenos de esperanza en la victoria, luchemos con denuedo contra el pecado, contra las fuerzas del mal en todas sus formas, luchemos contra el pecado. Combatamos el buen combate de la fe por la dignidad del hombre, por la dignidad del amor, por una vida noble, de hijos de Dios. Vencer el pecado mediante el perdón de Dios es una curación, es una resurrección. Hagámoslo con plena conciencia de de que no estamos solos: Jesús está con nosotros de noche y de día; estará con nosotros cada nuevo día”. Martes Mc 5, 21-43 “¡Óyeme, niña, levántate!” La resurrección de la hija de Jairo, la cual -puntualiza San Marcos- “tenía doce años” (Mc 5, 42). Jesús, como en tantas otras ocasiones, está junto al lago, rodeado de gente. De entre la muchedumbre sale Jairo, quien con franqueza expone al Maestro su pena, la enfermedad de su hija, y con insistencia le suplica su corazón: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva” (Ibíd., 5, 23). “Jesús se fue con él”, con Jairo a su casa (Mc 5, 24), entra en la habitación donde está la niña, la toma de la mano, y le dice: “Contigo hablo, niña, levántate” (Ibíd., 5, 41). El corazón de Cristo, que se conmueve ante el dolor humano de ese hombre y de su joven hija, no permanece indiferente ante nuestros sufrimientos. Cristo nos escucha siempre, pero nos pide que acudamos a Él con fe. Todo el amor y todo el poder de Cristo -el poder de su amor- se nos revelan en esa delicadeza y en esa autoridad con que Jesús devuelve la vida a esta niña, y le manda que se levante. Al contacto de Jesús despunta la vida. Lejos de Él sólo hay oscuridad y muerte. Cristo ha resucitado, por eso resucita y cura, y por eso nos cura y nos resucitará. 41 Miércoles Mc 6, 1-6 Todos honran a un profeta, menos los de su tierra. El evangelio de hoy nos sitúa ante el desafío de incredulidad, rebeldía y rechazo. Nos sitúa ante un pueblo que no quiso escuchar a Jesús, con el pretexto de que lo conocía, cuestionaban su origen y se cerraron a su predicación. Así pues, Jesús, no es bien recibido en su propia tierra. Sus compatriotas, sus familiares pasan gradualmente de la admiración, a la desconfianza y, finalmente, al desconcierto: “¿Dónde aprendió este hombre tatas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es este el carpintero el hijo de María, el hermano de Santiago, José, Judas y Simón? ¿No viven entre nosotros sus hermanas? Y estaban desconcertados”. Creían conocerle desde pequeño. Todos le juzgan con criterios humanos, según la carne; lo ven como a uno más de ellos. Todo esto sucedió en la Sinagoga de su pueblo. Nos recuerda lo que San Juan nos dice en el prólogo de su evangelio: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron” (Jn 1, 11). Lo que pudo ser una ventaja para creer que la sabiduría le venía de Dios, para ellos se convirtió en un obstáculo. Entonces, ¿qué más podían esperar de Él? Los ojos de muchos suelen estar cerrados para el bien que no hace ruido, que no se hace público; así que, como no sabían de dónde le venía tanta sabiduría, juzgaban que nada debía esperarse de Él. Y concluye San Marcos: “Y no pudo hacer allí ningún milagro, sólo curó a unos enfermos imponiéndole las manos”. Jesús se extraña de la incredulidad de aquella gente. Y es que la falta de fe niega todas las posibilidades de conversión, porque la fe es la puerta a todo lo demás, a todo lo que sigue: “Basta que tengas fe” le dijo Jesús a Jairo (Mc 5, 36). Hermanos, el Hijo de Dios: “Vino a los suyos, y los suyos no lo recibieron, pero a todos los que lo recibieron les dio poder llegar a ser hijos de Dios a los que creen en su nombre” (Jn 1, 11-12), es decir, en su persona. Así pues hay que recibirlo, Jesús viene a tu encuentro: “Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo” (Ap 3, 20). Jueves Mc 6, 7-13 Envió a los discípulos de dos en dos. “Y llama a los Doce y comenzó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus inmundos. Les ordenó que nada tomaran para el camino, fuera de un bastón; ni pan, ni alforja,…; sino ‘Calzados con sandalias y no vestir dos túnicas’...”. Este hecho tiene una importancia decisiva para entender la vida y la misión de Cristo: su misión tenía que continuar, ser permanente, de manera que cada persona, en todo tiempo y lugar de la historia, tuviera la posibilidad de escuchar la Buena Nueva del amor de Dios y ser salvado. Por esto eligió colaboradores y comenzó a enviarles por delante a predicar el Reino y curar a los enfermos. La invitación de Jesús “¡Vayan!” se dirige en primer lugar a los apóstoles, y hoy a sus sucesores: el Papa, los obispos, los sacerdotes. Pero no sólo a ellos. Éstos deben ser las guías, los animadores de los demás, en la misión común. Pensar de otro modo sería como decir que se puede hacer una guerra sólo con los generales y los capitanes, sin soldados; o que se puede poner en pié un equipo de fútbol sólo con un entrenador y un árbitro, sin jugadores. Tras este envío de los apóstoles, Jesús, se lee en el Evangelio de Lucas, “designó a otros setenta y dos, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y lugares a donde él había de ir” (Lc 10, 1). Estos setenta y dos discípulos eran todos los que Él había reunido hasta ese momento, o al menos todos los que le seguían con cierta continuidad. Jesús, por lo tanto, envía a todos sus discípulos, también a los laicos. Jesús nos llama a todos a colaborar con Él en la salvación de las almas, de muchas almas, empezando por las de nuestras y las de nuestros familiares y personas, que están más cercanas. Nos llama a 42 acompañarlo y a conocerlo más íntimamente. Ese mismo llamado que hizo a los Doce hoy nos lo hace a nosotros. Nos invita a estar cerca de Él. Esa es la vocación de todo cristiano: buscar parecerse a Jesús, copiar en nosotros alguno de sus rasgos, que es lo que llamamos Santidad, y a llevar el mensaje de salvación a todos los hombres, que es lo que llamamos Apostolado. Esta es la doble vocación o llamado de todo cristiano, independientemente de nuestro estado. Jesús quiere, que lo compartamos con los demás. Viernes Mc 6, 14-29 Es Juan, a quien yo le corté la cabeza, y que ha resucitado. Esto lo decía Herodes con motivo de sus temores ante la predicación y los milagros de Jesús. En efecto, cuando llegan a oídos del tetrarca galileo las noticias de la aparición del Maestro, se estremece. En su pavor, turbio y supersticioso, dice: es Juan el Bautista. Este es aquel Juan que yo degollé, que ha resucitado de entre los muertos. En la cabeza de Herodes daba vueltas, sin duda, una sospecha que no le dejaba tranquilo: “Ya está de nuevo aquí el Juan aquél al que yo le corté la cabeza”. Una de las maneras de hablar de Dios, es la “voz de nuestra conciencia”. Herodes no tenía la conciencia tranquila: una voz del fondo de sí mismo le recordaba su pecado. Herodes sintió un gran remordimiento por el crimen que cometió ordenando decapitar a Juan, porque el pecado lleva consigo el remordimiento que golpea fuerte la conciencia del que comete la falta, no le hace vivir tranquilo ni conocer la paz. La conciencia, en cierto modo, pone al hombre ante la Ley, siendo ella misma testigo para el hombre: testigo de su fidelidad o infidelidad a la Ley, o sea, de su esencial rectitud o maldad moral. Por esto san Agustín exhortaba: Retorna a tu conciencia, interrógala... retornen, hermanos, al interior, y en todo lo que hagan miren al testigo, Dios (San Agustín). Sábado Mc 6, 30-34 Andaban como ovejas sin pastor. El Evangelio de hoy nos dice que “Al desembarcar, Jesús vio una multitud y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor…”. Una oveja sin pastor es una oveja descarriada y perdida. Va errando por los montes sin saber adonde ir, y está expuesta al asalto de cualquier enemigo. También los hombres necesitamos a un pastor que oriente nuestros pasos, que ilumine nuestras mentes. Porque la libertad humana es una libertad atada y sólo puede realizarse cuando el hombre escucha y responde a una llamada. Jesús es el Dios con nosotros. Jesús está delante de nosotros, el único pastor, el Buen Pastor que reúne a las ovejas descarriadas y perdidas. Por eso, en el Evangelio de hoy, Jesús se compadece de la gente, al ver que andan desorientados, como ovejas sin pastor. Él ve la miseria espiritual del pueblo: por eso comienza a enseñarle. Y el milagro que hará en seguida y en ese mismo lugar, la multiplicación del pan, será la señal de su inmenso amor de pastor. También hoy en día mucha gente anda desorientada, también hoy en día muchos caminan por el mundo como ovejas sin pastor. Como consecuencia, hoy en día, las verdades de la fe y de la religión son cuestionadas, todo se pone en duda. Y eso a muchos les produce incertidumbre y hasta angustia. Porque no están acostumbrados a vivir bajo la influencia de tantas opiniones y tan contradictorias. Sin embargo, es esta fe la que nos da la verdadera seguridad en Dios y que nos hace superar toda desorientación, duda e incertidumbre. Cuando todas las verdades parecen cuestionables, cuando no hay quien encuentre el camino, cuando la vida se convierte en problema entonces el Buen Pastor nos llama diciéndonos: “Yo soy el camino y la verdad y la vida”. Sí, la doctrina, la vida y la persona del Buen Pastor, Jesús, nos dan luz, claridad y seguridad en nuestro camino de vida. QUINTA SEMANA 43 Lunes Mc 6, 53-56 Cuantos tocaban a Jesús quedaban curados. Terminada la travesía, llegaron a tierra en Genezaret. Y los hombres de aquel lugar, apenas lo reconocieron, regaron la noticia por toda aquella región y trajeron donde El a todos los enfermos. Le pedían tocar siquiera el borde de su manto, y cuantos lo tocaron quedaron curados, hemos escuchado en el evangelio. Jesús no sólo enseña de palabra sino que realiza numerosos milagros, prodigios y signos que muestran que el Reino de Dios está presente en El. Estos milagros, prodigios y signos dan testimonio de que Jesús es el Mesías anunciado por los profetas. Los signos que lleva a cabo Jesús testimonian que el Padre lo ha enviado. Estos signos invitan a creer en Jesús. A los que acuden a él con fe Jesús les concede lo que piden. Por tanto, los milagros fortalecen la fe en Jesús que hace las obras de su Padre: estas obras testimonian que él es Hijo de Dios. La acción del Mesías es la de liberarnos del pecado y sus consecuencias como son las enfermedades, por eso es que la época mesiánica se inaugura con curaciones de toda clase y culmina en la resurrección. No es que tal o cual enfermedad se deba en esta o en aquella persona a tal o cual pecado cometido, sino que en general, las enfermedades se deban a la situación de pecado en la que se encuentra la humanidad desde el pecado del primer hombre. Ahora estamos ya liberados en Cristo. Si ahora todavía subsisten las enfermedades, éstas tienen ya otra connotación. Son fuerzas positivas que se juntan en la cruz de Cristo para producir la resurrección. Su presencia nos incita a luchar por hacerlas desaparecer y llegar así a la salud que Cristo nos brinda. La muerte incluso desaparecerá gracias a la resurrección de Cristo. Sí, Jesús vino para que todos “tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn 10, 10). Es la actualidad de la novedad gozosa del anuncio clave de todo el Evangelio, hemos resucitado en Cristo resucitado. Martes Mc 7, 1-13 Ustedes anulan la Palabra de Dios con las tradiciones de los hombres. No debemos confundir “la Tradición Apostólica” con la “tradición” que en general se refiere a costumbres, ideas, modos de vivir de un pueblo y que una generación recibe de las anteriores. Una tradición de este tipo es puramente humana y puede ser abandonada cuando se considera inútil. Así Jesús mismo rechazó ciertas tradiciones del pueblo judío, como en el evangelio que nos ocupa: “Ustedes anulan la Palabra de Dios con las tradiciones de los hombres” (Mc.7, 8). La Tradición Apostólica se refiere a la transmisión del Evangelio de Jesús. Jesús, además de enseñar a sus apóstoles con discursos y ejemplos, les enseñó una manera de orar, de actuar y de convivir. Estas eran las tradiciones que los apóstoles guardaban en la Iglesia. El apóstol Pablo en su carta a los Corintios se refiere a esta Tradición Apostólica cuando dice: “Yo mismo recibí esta tradición que, a su vez, les he transmitido” (1 Cor. 11, 23). Jesús mandó ‘predicar’, no ‘escribir’ su Evangelio. Jesús nunca repartió una Biblia. El Señor fundó su Iglesia, asegurándole que permanecerá hasta el fin del mundo. Y la Iglesia vivió muchos años de la Tradición Apostólica, sin tener los libros sagrados del Nuevo Testamento. Solamente una parte de la Palabra de Dios, proclamada oralmente, fue puesta por escrito por los mismos apóstoles y otros evangelistas de su generación. Podemos decir que sólo la parte más importante y fundamental de la Tradición Apostólica fue puesta por escrito. Por esta razón la Iglesia siempre ha tenido una veneración muy especial por las Divinas Escrituras. En resumen, la Tradición y la Sagrada Escritura, constituyen un único depósito sagrado de la Palabra de Dios, en el cual, como en un espejo, la Iglesia peregrinante contempla a Dios, fuente de todas sus riquezas. La Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, según el plan de Dios, están íntimamente unidos, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros. Los tres, cada uno según su carácter, y bajo la acción del único Espíritu Santo, contribuyen eficazmente a la salvación de los hombres. 44 Miércoles Mc 7:14-23 Lo que mancha al hombre es lo que sale de dentro. Acabamos de escuchar las palabras de Jesús que describen el pecado como algo que proviene ‘del corazón’ del hombre, de su interior. Ellas ponen de relieve el carácter esencial del pecado. Al nacer del interior del hombre, en su voluntad, el pecado, por su misma esencia, es siempre un acto de la persona. Un acto consciente y libre, en el que se expresa la libre voluntad del hombre. Como consecuencia del pecado original los hombres nacen en un estado de fragilidad moral hereditaria y fácilmente toman el camino de los pecados personales si no corresponden a la gracia que Dios ha ofrecido a la humanidad por medio de la redención obrada en Cristo. Cuando hablamos de lo que mancha al hombre, estamos hablando del pecado original y del pecado personal. “Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal... Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente” (GS 13). En este contexto de tensiones y de conflictos unidos a la condición de la naturaleza humana caída, se sitúa cualquier reflexión sobre el pecado personal. El pecado es ofensa a Dios, ingratitud por sus beneficios, además de desprecio a su santísima Persona. El pecado es una mancha y una impureza. Por eso Ezequiel habla de “contaminación” con el pecado (cf. Ez 14, 11); por eso el Salmista ora así: “Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve” (Sal 50, 51, 9). Desde este contexto podemos entender las palabras de Jesús en el Evangelio: “Lo que sale de dentro, eso sí mancha al hombre... Del corazón del hombre salen los malos propósitos; las fornicaciones, robos, homicidios, adulterios, codicias, injusticias, fraudes, desenfreno, envidia, difamación, orgullo, frivolidad. Todas estas maldades... hacen al hombre impuro” (Mc 7, 20 - 23. cf. Mt 15, 18-20). Jueves Mc 7, 24-30 Los perritos, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños. El evangelio nos presenta un singular ejemplo de fe: una mujer cananea, que pide a Jesús que cure a su hija, que ‘tenía un demonio muy malo’. El Señor no hace caso a sus insistentes invocaciones y parece no ceder ni siquiera cuando los mismos discípulos interceden por ella, como refiere el evangelista san Mateo. Pero, al final, ante la perseverancia y la humildad de esta desconocida, Jesús condesciende: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas” (Mt 15, 21-28). ‘Mujer, ¡qué grande es tu fe!’. Jesús señala a esta humilde mujer como ejemplo de fe indómita. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desalentarnos jamás y a no desesperar ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida. El Señor no cierra los ojos ante las necesidades de sus hijos y, si a veces parece insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y templar su fe. La fe, de esta mujer gentil, era grande y Jesús le concedió lo que pedía. Cuando Jesús realiza milagros, no es para que la gente crea en él, generalmente lo hace de acuerdo a la fe de sus interlocutores. Jesús, no vino sólo para el pueblo de Israel, vino para todos los hombres, también para “los perros gentiles”, gracias a él, ya podemos llamar a Dios Padre, somos todos hijos, del mismo Dios. A cambio solo nos pide fe. Que al igual que la mujer cananea, de la cual habla el evangelio de hoy, vuestra fe os lleve al encuentro personal con Jesucristo. 45 Viernes Mc 7, 31-37 Hace oír a los sordos y hablar a los mudos. Como tantos otros episodios de curación, este testimonia la llegada, en la persona de Jesús, del reino de Dios. En Cristo se cumplen las promesas mesiánicas anunciadas por el profeta Isaías: “Los oídos del sordo se abrirán, (...) la lengua del mudo cantará” (Is 35, 56). En él se ha abierto, para toda la humanidad, el año de gracia del Señor (cf. Lc 4, 17-21). “¡Effetá!, ¡ábrete!” (Mc 7, 34). Esta palabra, pronunciada por Jesús en la curación del sordomudo, resuena hoy para nosotros; es una palabra sugestiva, de gran intensidad simbólica, que nos llama a abrirnos a la escucha de Dios y del prójimo. En efecto, Jesús se dirige a este hombre para restituirle la capacidad de abrirse al Otro y a los demás, con una actitud de confianza y de amor gratuito. Le ofrece la extraordinaria oportunidad de encontrar a Dios, que es amor y se deja conocer por quien ama. Le ofrece la salvación. Por tanto, los milagros, por tanto, son “para el hombre”. Son obras de Jesús que, en armonía con la finalidad redentora de su misión, restablecen el bien allí donde se anida el mal, causa de desorden y desconcierto. Quienes los reciben, quienes los presencian se dan cuenta de este hecho, de tal modo que, según Marcos, “sobremanera se admiraban, diciendo: “¡Todo lo ha hecho bien; a los sordos hace oír y a los mudos hablar!” (Mc 7, 37) Todo lo que Jesús hace, también en la realización de los milagros, lo hace en estrecha unión con el Padre. Lo hace con motivo del reino de Dios y de la salvación del hombre. Lo hace por amor. Que a un amor tan grande no falte la respuesta generosa de nuestra gratitud, traducida en testimonio coherente de los hechos. Sábado Mc 8,1-10 La gente comió hasta quedar satisfecha. Jesús tomó los siete panes y pronuncia la Acción de Gracias. ‘Ora’, pide a Dios, ‘al tiempo que pone todos los medios a su alcance’. Los partió y los dio a sus discípulos para que los sirvieran. Y, al aparecer unos cuantos peces Jesús los bendijo también, y mandó que los sirvieran. Su amor fue ‘generoso y creativo’, aportó y multiplicó todo lo que estuvo en su mano. Además de la compasión de Jesús por la gente que no tenía qué comer, al mismo tiempo descubrimos la generosidad del que aporta los penes y los peces, y la colaboración de los apóstoles para buscar a la persona generosa y para repartir los panes. Todos en comunión con Jesús se pusieron manos a la obra y resolvieron la necesidad. Es aleccionador ver Jesús pidiendo ayuda a sus amigos y también a Dios. Es para nosotros una lección de compasión ante los que menos tienen, de generosidad y solidaridad, de organización, compasión y de confiada oración a Dios: La generosidad es la virtud que nos conduce a dar y darnos a los demás de una manera habitual, firme y decidida, buscando su bien y poniendo a su servicio lo mejor de nosotros mismos, tanto bienes materiales como cualidades y talentos. La solidaridad es una determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; no es un sentimiento superficial por los males de tantas personas cercanas o lejanas, sino una actitud definida y clara de procurar el bien de todos y cada uno. La oración es para Cristo mucho más que la respiración de su alma; la oración es el signo visible de ese contacto permanente con quien le envió; todos los momentos importantes de Jesús están marcados por esta comunicación con el Padre. La mayor parte de sus milagros de Jesús parecen ser el fruto de la oración; mira, antes de hacerlos, al cielo, tal y como si, para ello, necesitase ayuda de lo alto. Alza los ojos antes de curar al sordomudo (Mc 7, 34), antes de resucitar a Lázaro (Jn 11, 41), antes de multiplicar los panes (Mt 14, 19), como es el caso que nos ocupa. En el Evangelio escuchamos también a Jesús que, después de haber dado de comer a la multitud con la multiplicación de los panes y los peces, dice a sus interlocutores que lo habían seguido hasta la sinagoga de Cafarnaúm: “Es mi Padre el que os da el verdadero pan del cielo. Porque el pan de Dios es el que baja 46 del cielo y da la vida al mundo” (Jn 6,32-33). Jesús se manifiesta así como el Pan de vida, que el Padre eterno da a los hombres. SEXTA SEMANA Lunes Mc 8,11-13 ¿Por qué esta gente busca una señal? Jesús tenía ante sus ojos el espectáculo de los escribas y fariseos, los cuales eran especialistas en las sagradas Escrituras y frecuentaban el templo con asiduidad, pero su corazón era frío, gélido, pues no había sido transformado por el encuentro con Dios. En una palabra: eran falsos. De hecho los fariseos y los saduceos conocieron a Jesús en lo exterior, escucharon su enseñanza, muchos detalles de él, pero no lo conocieron en su verdad. La tentación de no pocos no es tan diferente de la de los fariseos, piden a Jesús que haga señales prodigiosas, según su sentir o necesidad humanos. Tal vez hoy, muchos hombres piden “señales” a Dios para creer. Pero Dios tiene sus caminos. La cruz de Cristo sigue pesando en los hombros de todos los hombres y en particular en los de todos los cristianos. Unos la abrazan con fe y amor y son felices; otros quieren un Cristo sin cruz, hecho a la medida de sus comodidades y placeres, le gritan que si baja de la cruz creerán... Pero no existe ese Cristo. No creen en Jesús... Ojalá que cuando llegues al cielo, Cristo te diga: ¡Dichoso tú que has creído! No puede ser que el hombre sea tan ciego para no ver todas las señales que Cristo ha hecho, y todas las señales que sigue haciendo, como son el milagro de la Eucaristía, que un hombre pueda perdonar los pecados, en los sacramentos... Aún así nos lamentamos pidiéndole que haga algún milagro en nuestras vidas, para que creamos que está allí presente apoyándonos en cada momento. Que sepamos imitar a los santos: mientras los fariseos piden a Jesús una señal, los santos, en cambio, hacen todo lo contrario: son exigentes consigo mismos, pero comprensivos y pacientes con los demás, tratando de perdonar siempre; caminando a la luz de la Palabra de Dios, en una permanente conversión. Martes Mc 8, 14-21 Cuídense de la lavadura de los fariseos y de la de Herodes. Los discípulos, al pasar a la otra orilla, se habían olvidado de tomar panes. Jesús les dijo: “Abran los ojos y guárdense de la levadura de los fariseos y saduceos”. Ellos hablaban entre sí diciendo: “Es que no hemos traído panes” Pero Jesús se refería de la doctrina de los fariseos y saduceos. Así pues, Jesús aprovecha la ocasión para advertirles con la imagen de la levadura, que no se fíen de las enseñanzas y mentalidad de los fariseos y saduceos; están pasadas, gastadas, podridas. Los discípulos no captan el lenguaje figurado de Jesús hasta que Él se lo explica con claridad: Tampoco ustedes esperen señales espectaculares ni demostraciones triunfales por mi parte, les dice, el Reino de Dios está dentro de ustedes y no hace ruido... Por otra parte, Jesús también nos llama a crear nuevas formas de ser levadura del Evangelio en el mundo. La levadura parece poca cosa, pero tiene una fuerza increíble para transformarlo todo. Los cristianos hemos de evangelizar el mundo de la cultura, de la investigación científica, de la política, del trabajo, todas las ramas de la vida social, los acontecimientos cotidianos… Un aspecto importante para ser levadura en el mundo es la coherencia entre nuestra fe y las obras. La fe debe traducirse necesariamente en actitudes y decisiones concretas. Una fe entendida en sentido pleno, no como algo abstracto, separado de la vida diaria. 47 La mejor forma de ser levadura en la masa del mundo es ser santos. La santidad es nuestro mayor desafío. No tengamos miedo de aceptar este reto. Si somos lo que debemos ser, es decir, si vivimos el cristianismo de modo auténtico, ¡prenderemos fuego al mundo! El tema de la levadura de los fariseos también nos invita a ser “transparentes” en todo, es decir, sinceros. Podemos engañar a los hombres y por cierto tiempo, pero a Dios no le podemos engañar, Él conoce lo que hay en nuestros corazones. TIEMPO DE CUARESMA La Cuaresma es el tiempo que precede y dispone a la celebración de la Pascua. Tiempo de escucha de la Palabra de Dios y de conversión, de preparación y de memoria del Bautismo, de reconciliación con Dios y con los hermanos, de recurso más frecuente a las "armas de la penitencia cristiana": la oración, el ayuno y la limosna (ver Mt 6,1-6.16-18). La Cuaresma es un tiempo privilegiado para intensificar el camino de la propia conversión. Este camino supone cooperar con la gracia, para dar muerte al hombre viejo que actúa en nosotros. Se trata de romper con el pecado que habita en nuestros corazones, alejarnos de todo aquello que nos aparta del Plan de Dios, y por consiguiente, de nuestra felicidad y realización personal. La Cuaresma es uno de los cuatro tiempos fuertes del año litúrgico y ello debe verse reflejado con intensidad en cada uno de los detalles de su celebración. Cuanto más se acentúen sus particularidades, más fructuosamente podremos vivir toda su riqueza espiritual. Miércoles de ceniza Mt 6, 1-6.16-18 Tu Padre, que ve lo secreto te recompensará. Estas palabras de Jesús se dirigen a cada uno de nosotros al inicio de la cuaresma. Lo comenzamos con la imposición de la ceniza, austero gesto penitencial, muy arraigado en la tradición cristiana. Este gesto subraya la conciencia del hombre pecador ante la majestad y la santidad de Dios. Al mismo tiempo, manifiesta su disposición a acoger y traducir en decisiones concretas la adhesión al Evangelio. Son muy significativas las fórmulas que acompañan el rito de la imposición de la ceniza. La primera, tomada del libro del Génesis: “Acuérdate de que eres polvo y al polvo volverás” (cf. Gn 3, 19), evoca la actual condición humana marcada por la caducidad y el límite. La segunda recoge las palabras evangélicas: “Conviértanse y crean en el Evangelio” (Mc 1, 15), que constituyen una apremiante exhortación a cambiar de vida. Ambas fórmulas nos invitan a entrar en la Cuaresma con una actitud de escucha y de sincera conversión. El Evangelio subraya que el Señor “ve en lo secreto”, es decir, escruta el corazón. Los gestos externos de penitencia tienen valor si son expresión de una actitud interior, si manifiestan la firme voluntad de apartarse del mal y recorrer la senda del bien. Aquí radica el sentido profundo de la ascesis cristiana. Desde siempre, la Iglesia señala algunos medios adecuados para caminar por esta senda. Ante todo, la humilde y dócil adhesión a la voluntad de Dios, acompañada por una oración incesante; las formas penitenciales típicas de la tradición cristiana, como la abstinencia, el ayuno, la mortificación y la renuncia incluso a bienes de por sí legítimos; y los gestos concretos de acogida con respecto al prójimo, que el pasaje evangélico de hoy evoca con la palabra ‘limosna’. Todo esto se vuelve a proponer con mayor intensidad durante el período de la Cuaresma. Que María, Madre y Esclava fiel del Señor, nos ayude a recorrer el camino cuaresmal armados con la oración, el ayuno y la práctica de la limosna, para llegar a las celebraciones de las fiestas de Pascua renovados en el espíritu. 48 Jueves después de ceniza Lc 9, 22-25 El que pierda su vida por mi, la salvará. Jesús llamada a sus seguidores a seguirlo como una donación total de sí y de sus cosas por el reino de Dios. Jesús, al establecer la exigencia de la respuesta al llamado a seguirlo, no esconde a nadie que su seguimiento requiere sacrificio, a veces incluso el sacrificio supremo. En efecto, dice a sus discípulos: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Pues el que quiera salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará...” (Mt 16, 24-25). Es la ley exigente del seguimiento: hay que saber renunciar, si es necesario, al mundo entero para salvar los verdaderos valores, para salvar el alma, para salvar la presencia de Dios en el mundo (cf. Mc 8, 36-37). El perder la vida por Cristo, tiene su recompensa: salvar la vida. Esta promesa atraviesa los siglos: “Quien pierda su vida por mi causa y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35). ¡No tengamos miedo de seguir a Cristo! La vida con Cristo es una aventura estupenda. Sólo él puede dar sentido pleno a la vida; sólo él es el centro de la historia. Vivamos de él. Con María. Con nuestros santos. El testimonio de los santos demuestra que en la cruz de Cristo, en el amor que se entrega, renunciando a la posesión de sí mismo, se encuentra la profunda serenidad que es manantial de entrega generosa a los hermanos, en especial, a los pobres y necesitados. Y esto también nos da alegría a nosotros mismos. En realidad, la única alegría que llena el corazón humano es la que procede de Dios. De hecho, tenemos necesidad de la alegría infinita. Ni las preocupaciones diarias, ni las dificultades de la vida logran apagar. Que María, Madre de la Iglesia, nos ayude a seguir sus huellas, para que también a nosotros se nos conceda seguir a Cristo por la vía estrecha que lleva a la salvación, con la seguridad de que quien pierda su vida por amor a Jesús y a causa del Evangelio, la salvará. Viernes después de ceniza Mt 9, 14-15 Cuando les quiten al esposo, entonces sí ayunarán. La Iglesia, cada uno de nosotros, tiene por esposo único a Cristo. Juan el Bautista designa a Jesús como el esposo que tiene a la esposa, es decir, al pueblo que acude a su bautismo; mientras que él, Juan, se ve a sí mismo como “el amigo del esposo, el que asiste y le oye”, y que “se alegra mucho con la voz del esposo” (Jn 3, 29). Esta imagen nupcial ya se usaba en el antiguo Testamento para indicar la relación íntima entre Dios e Israel: especialmente los profetas se sirvieron de ella para exaltar esa relación y recordarla al pueblo. Esta imagen de la religiosidad de Israel aparece también en el Cantar de los cantares y en el salmo 45, cantos nupciales que representan las bodas con el Rey-Mesías, como han sido interpretados por la tradición judía y cristiana. En el ambiente de la tradición de su pueblo, Jesús toma esa imagen para decir que él mismo es el esposo anunciado y esperado: el Esposo-Mesías (cf. Mt 9, 15; 25, 1). Insiste en esta analogía y en esta terminología, también para explicar qué es el reino que ha venido a traer. “El reino de los cielos es semejante a un rey que celebró el banquete de bodas de su hijo” (Mt 22, 2). Jesús, en el caso que nos ocupa compara a sus discípulos con los compañeros del esposo, que se alegran de su presencia, y que ayunarán cuando se les quite el esposo (cf. Mc 2, 19-20). También es muy conocida la otra parábola de las diez vírgenes que esperan la venida del esposo para una fiesta de bodas (cf. Mt 25, 1-13); y, de igual modo, la de los siervos que deben vigilar para acoger a su señor cuando vuelva de las bodas (cf. Lc 12, 35-38). 49 También en la línea de la concepción evangélica y cristiana, se debe añadir que esa unión inmediata con el Esposo constituye una anticipación de la vida celestial, que se caracterizará por una visión o posesión de Dios sin intermediarios. San Pablo recuerda expresamente que en su amor de Esposo, Jesucristo ofreció su sacrificio por la santidad de la Iglesia (cf. Ef 5, 25). A la luz de la cruz comprendemos que toda unión con Cristo-Esposo es un compromiso de amor con el Crucificado, de modo que quienes hemos sido bautizados sabemos que estamos destinados a una participación profunda, intima con la persona, la vida y la enseñanza de Jesús. La cuaresma nos invita a concienciar y vivir esta relación con Jesús. Sábado después de ceniza. Lc 5, 27-32 No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por pecadores. Por ello lo acusaban de ser “amigo de publicanos (es decir, de los recaudadores de impuestos, de mala fama, odiados y considerados no observantes: cf. Mt 5, 46; 9, 11; 18, 17) y pecadores”. En efecto, a Jesús le vemos en el episodio referente al jefe de los publicanos de Jericó, Zaqueo, a cuya casa Jesús, por así decirlo, se auto-invitó: “Zaqueo, baja pronto porque hoy me hospedaré en tu casa”. Y cuando el publicanos bajó lleno de alegría, y ofreció a Jesús la hospitalidad de su propia casa, oyó que Jesús le decía: “Hoy ha venido la salud a tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham; pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (cf. Lc 19, 1-10). De este texto se desprende no sólo la familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también el motivo por el que Jesús los buscara y tratara con ellos: su salvación. Jesús, que era “semejante a nosotros en todo excepto en el pecado”, se mostró cercano a los pecadores y pecadoras para alejar de ellos el pecado. Pero consideraba este fin mesiánico de una manera completamente ‘nueva’ respecto del rigor con que trataban a los ‘pecadores’ los que los juzgaban sobre la base de la Ley antigua. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en virtud de la solidaridad profunda, que nutría en Sí mismo, con quien había sido creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 27; 5, 1). El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelar este amor. Lo revela ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno como nosotros. Esta unión con nosotros en la humanidad por parte de Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión fundamental de su solidaridad con todo hombre, porque habla elocuentemente del amor con que Dios mismo nos ha amado a todos y a cada uno. Jesús quiere darnos a entender que, aunque el mal reine en la historia humana, Dios sigue perdonando siempre. PRIMER SEMANA Lunes Mt 25, 31-46 Cuando lo hicieron con el más insignificante de mis hermanos, conmigo lo hicieron. Cristo, Hijo de Dios, al encarnarse, asume la humanidad de todo hombre, comenzando por el más pobre y abandonado. Se hace solidario con cada persona hasta el punto de que sale garante de su misma dignidad. Jesucristo, el Verbo eterno hecho carne, el Redentor de la humanidad, quiso identificarse con cada persona, en particular, con los pobres, los enfermos y los necesitados: “A mí me lo hicieron”. Jesús al encarnarse, “se ha unido en cierto modo con todo hombre” (GS 22). 50 El “Hijo del hombre” que vendrá “en su gloria” (Mt 25,31) juzgará a sus discípulos según la respuesta que demos a las necesidades de nuestros hermanos: “Les aseguro que cuando lo hicieron con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicieron” (Mt 25,40). Se trata de amar como Jesús nos he amado, o sea dando la vida por los demás (cfr. Jn 15,12-13). Desear y hacer el bien los unos a los otros incluso con sacrificio, muriendo a sí mismos, al interés propio, placer y utilidad inmediata. Salir de sí mismos para dedicarse a los demás y servirlos con prontitud y alegría; crear un vacío en su interior para escucharlos, acogerlos y valorarlos; sacarlos de su vida sin Dios y sin luz y esperanza. Esta es la razón por la cual estamos llamados a vivir, el mandamiento nuevo (Jn 13, 34), supera todo límite impuesto por una lógica humana y egoísta. Se trata de una caridad que se traduce en unidad, respeto, servicio, ayuda eficaz y efectiva al necesitado; de una caridad vivida, muchas veces, de manera heroica, dentro de la misma familia y fuera de ella; de una caridad que, a ejemplo de Cristo, está siempre dispuesta a perdonar. Martes Mt 6, 7-15 Ustedes oren así: Padre nuestro. A los discípulos deseosos de una guía concreta, Jesús les enseña también la fórmula del Padre nuestro (Mt 6, 9-13; Lc 11, 2-4), que llegará a ser, a lo largo de los siglos, la plegaria típica de la comunidad cristiana. Ya Tertuliano la calificaba como ‘un compendio de todo el Evangelio’ (De oratione, 1). En ella Jesús entrega la esencia de su mensaje. Quien reza de modo consciente el padrenuestro, ‘se compromete’ con el Evangelio; en efecto, no puede dejar de aceptar las consecuencias que derivan para su vida del mensaje evangélico, del cual la ‘oración del Señor’ es su expresión más auténtica. Por la Oración del Señor, hemos sido revelados a nosotros mismos al mismo tiempo que nos ha sido revelado el Padre (cf GS 22, 1): Tú, hombre, no te atrevías a levantar tu cara hacia el cielo, tú bajabas los ojos hacia la tierra, y de repente has recibido la gracia de Cristo: todos tus pecados te han sido perdonados. De siervo malo, te has convertido en buen hijo... Eleva, pues, los ojos hacia el Padre que te ha rescatado por medio de su Hijo y di: Padre nuestro... Pero no reclames ningún privilegio. No es Padre, de manera especial, más que de Cristo, mientras que a nosotros nos ha creado. Di entonces también por medio de la gracia: Padre nuestro, para merecer ser hijo suyo (San Ambrosio, sacr. 5, 19). Este don gratuito de la adopción exige por nuestra parte una conversión continua y una vida nueva. Orar a nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales: La confianza sencilla y fiel, la seguridad humilde y alegre son las disposiciones propias del que reza el ‘Padre Nuestro’. Así, pues, orar al Padre debe hacer crecer en nosotros la voluntad de asemejarnos a él, así como debe fortalecer un corazón humilde y confiado. Miércoles Lc 11, 29-32 A la gente de este tiempo no se le dará otra señal que la del profeta Jonás. “Porque como fue Jonás señal para los ninivitas, así también lo será el Hijo del hombre para esta generación” (Lc 11, 30). La señal de Jonás es asumida por la tradición evangélica como señal de resurrección: De la misma manera que Jonás estuvo tres días y tres noches en el vientre del cetáceo, así también el hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches (Mt 12,40). Jesús interpreta la señal de Jonás de forma simbólica, aludiendo a su propia muerte. La muerte es un monstruo voraz, que - sin embargo - no puede retener a Jesús, lo arroja a la costa. El plan de Dios es la resurrección y la vida: No es un Dios de muertos, sino de vivos (21,32). La señal de Jonás es también asumida por la tradición evangélica como señal de juicio. En conflicto frontal con su generación, Jesús se remite a otro tribunal, donde se juzga el verdadero sentido de la historia: 51 Los ninivitas (paganos) se levantarán en el juicio con esta generación (¿creyente?) y la condenarán, porque ellos se convirtieron por la predicación de Jonás, y aquí hay algo más que Jonás (12,41). Jesús es algo más. Los primeros cristianos proclamarán: no sólo está resucitado, no sólo vive; además, viene como Señor, viene a juzgar la historia. Jonás es una figura muy apreciada por los primeros cristianos. Muchos de ellos proceden del paganismo. En Roma, en las catacumbas de San Calixto, de comienzos del siglo III, encontramos diversas escenas de Jonás junto a los sacramentos de la iniciación cristiana: bautismo y eucaristía. Jonás es símbolo de la llamada de Dios a todos los hombres, tanto judíos como paganos; su mensaje de paz es siempre necesario, también hoy. Es símbolo de resurrección: la muerte es un monstruo que devora, pero la tierra no puede retener a los muertos: Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos Jueces Mt 7, 7-12 Todo el que pide, recibe. A esta constancia e insistencia en la oración el Señor promete la certeza del éxito: “Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”; y nos explica el por qué del éxito: Dios es Padre. “¿Hay entre Ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si Ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos ¿cuánto más el Padre del Cielo dará al Espíritu Santo a aquéllos que se lo pidan!” La promesa del Señor a la confianza y constancia en nuestra oración va mucho más allá de lo que imaginamos: además de lo que pedimos nos dará al Espíritu Santo. Cuando Jesús nos exhorta a orar con insistencia nos lanza al seno mismo de la Trinidad y, a través de su santa humanidad, nos conduce al Padre y promete el Espíritu Santo. La oración hace que el Hijo de Dios habite en medio de nosotros. Los seguidores de Jesús podemos aplicarnos de modo particular las palabras con las cuales el Señor Jesús promete su presencia: “Les digo en verdad que si dos de ustedes se ponen de acuerdo sobre la tierra en pedir cualquier cosa, se la otorgará mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 19-20). Así como el Papa reza continuamente por la Iglesia y todo el mundo, los demás fieles también han de dirigirse frecuentemente a Dios para presentarle sus peticiones. Cada vez que un fiel cristiano intercede ante Dios por los demás, ejercita su alma sacerdotal. En la Santa Misa hay un momento en que se invita a los fieles a presentar a Dios peticiones por las diversas necesidades. En efecto, la Misa es un momento muy oportuno para pedirle a Dios por lo que requerimos: la salud de un familiar, por nuestros parientes y amistades, por personas fallecidas, por alguien que no encuentra trabajo, etc. Vayamos, pues, a la Santa Misa con la confianza con que se acerca un hijo a su Padre que lo quiere y que todo lo puede. Viernes Mt 5, 20-26 Ve primero a reconciliarte con tu hermano. Al perdón de las ofensas recibidas, el Señor da precedencia sobre el culto: “Si vas, pues, a presentar una ofrenda ante el altar y allí te acuerdas que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y luego vuelve a presentar tu ofrenda” (Mt 5, 23-24). El Señor nos mandó reconciliarnos con el hermano, antes de ofrecer nuestra ofrenda ante el altar. Tratándose de una Ley de amor, hay que dar importancia a nada que se tenga en el corazón contra el otro: el amor que Jesús predicó iguala y unifica a todos en querer el bien, en establecer o restablecer la armonía en las relaciones con el prójimo, hasta en los casos de contiendas o de procedimientos judiciales (cf. Mt 5, 25). 52 El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: “Ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5,24). El nuevo espíritu del Reino de Dios que Jesús nos revela, nos lo expresa también en esta exhortación que la comunidad cristiana meditaría siempre en un contexto eucarístico: “Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelve y presentas tu ofrenda” (Ibíd., 5, 23-24). Vemos, por tanto, amadísimos hermanos, cuán exigente es la llamada del Señor a la reconciliación fraterna. En una humanidad surcada por tantas divisiones, que tienen su causa última en el pecado, la reconciliación es una necesidad, e incluso, una condición de supervivencia: Si la paz y la concordia no brillan entre los individuos y los pueblos, los conflictos pueden adquirir proporciones de verdadera tragedia. Al concluir la vida de todo hombre y al final de la historia de la humanidad, el juicio de Dios versará sobre el amor, sobre la práctica de la justicia, sobre la acogida dada a los pobres (cf. Mt 25, 31-46). San Pablo llega incluso a exigir la suspensión de la participación eucarística, invitando a los cristianos a examinar antes su propia conciencia, para no ser reos del cuerpo y la sangre del Señor (cf. 1 Co 11, 27-29). Al atardecer de la vida se nos examinará del amor. Sábado Mt 5, 43-48 Sean perfectos, como su Padre celestial es perfecto. Esto nos lo dijo Jesús en el sermón de la montaña, cuando recomendó amar a los enemigos: “Amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan, para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5, 44-45). En otras muchas ocasiones, y especialmente durante su pasión, Jesús confirmó que este amor perfecto del Padre era también su amor: el amor con que él mismo había amado a los suyos hasta el extremo. Este amor que Jesús enseña a sus seguidores, como reproducción de su mismo amor, en la oración sacerdotal se refiere claramente al modelo de la Trinidad. “Que ellos también sean uno en nosotros”, dice Jesús, “para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Subraya que éste es el amor con que “me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24). Y precisamente este amor, en el que se funda y edifica la Iglesia como ‘communión’ de los creyentes en Cristo, es la condición de su misión salvífica: que sean uno como nosotros ‘pide al Padre’, para que “el mundo conozca que tú me has enviado” (Jn 17, 23). Es la esencia del apostolado de la Iglesia: difundir y hacer aceptable, creíble, la verdad del amor de Cristo y de Dios, atestiguado, hecho visible y practicado por ella. La expresión sacramental de este amor es la Eucaristía. En la Eucaristía la Iglesia, en cierto sentido, renace y se renueva continuamente como la ‘communión’ que Cristo trajo al mundo, realizando así el designio eterno del Padre (cf. Ef 1, 3-10). De manera especial en la Eucaristía y por la Eucaristía la Iglesia encierra en sí el germen de la unión definitiva en Cristo de todo lo que existe en los cielos y de todo lo que existe en la tierra, tal como dijo Pablo (cf. Ef 1, 10): una comunión realmente universal y eterna. A la luz de esta exhortación de Jesús podemos comprender mejor cómo el Concilio Vaticano II ha puesto de relieve la llamada universal a la santidad. Hacerse semejante a Dios significa llegar a ser justo, santo y bueno. (...). Esto quiere decir amar a Dios no poco, sino muchísimo; no detenerse en el punto a que se ha llegado, sino con su ayuda avanzar en el amor. SEGUNDA SEMANA DE CUARESMA 53 Lunes Lc 6,36-38 Perdonen y serán perdonados. ¡El perdón! Cristo nos ha enseñado a perdonar. Muchas veces y de varios modos Él ha hablado de perdón. Cuando Pedro le preguntó cuántas veces habría de perdonar a su prójimo, “¿hasta siete veces?”. Jesús contestó que debía perdonar “hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21 s.). En la práctica, esto quiere decir siempre: efectivamente, el número “setenta” por “siete” es simbólico, y significa, más que una cantidad determinada, una cantidad incalculable, infinita. Jesús al responder a la pregunta sobre cómo es necesario orar, Cristo pronunció aquellas magníficas palabras dirigidas al Padre: “Padre nuestro que estás en los cielos”; y entre las peticiones que componen esta oración, la última habla del perdón: “Perdónanos nuestras deudas, como nosotros las perdonamos” a quienes son culpables con relación a nosotros (“a nuestros deudores”). Cristo mismo confirmó la verdad de estas palabras en la cruz, cuando, dirigiéndose al Padre, suplicó: “¡Perdónalos!”, “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc 32, 34). “Perdón” es la palabra del corazón humano. En esta palabra del corazón cada uno de nosotros se esfuerza por superar la frontera de la enemistad, que puede separarlo del otro, trata de reconstruir el interior espacio de entendimiento, de contacto, de unión. Cristo nos ha enseñado con la palabra del Evangelio y, sobre todo, con el propio ejemplo, que este espacio se abre no sólo ante el otro hombre sino, a la vez, ante Dios mismo. El Padre, que es Dios de perdón y de misericordia, desea actuar precisamente en este espacio del perdón humano, desea perdonar a aquellos que son capaces de perdonar recíprocamente, a los que tratan de poner en práctica estas palabras: “Perdónanos... como nosotros perdonamos”; o también la exhortación que nos hace Jesús en el evangelio: “Perdonen y serán perdonados”. Martes Mt 23,1-12 Hagan y cumplan lo que les digan los escribas y fariseos, pero no lo imiten. En el evangelio encontramos también una dura crítica a aquellos encargados de explicar la ley, de interpretarla y administrar justicia. Se trata de una llamada de atención a los escribas que eran los conocedores y maestros de la ley, y a los fariseos que se consideraban “puros” y separados, por la manera como observaban hasta los más mínimos preceptos de la misma ley. Jesús pone en evidencia su hipocresía: dicen unas cosas y hacen otras. Su testimonio de vida no corrobora sus palabras. Así, el Señor invita al pueblo a que hagan lo que ellos dicen, pero que no imiten sus ejemplos. A continuación pone al descubierto toda la incongruencia de sus vidas: lían fardos pesados a la gente, pero no están dispuestos a mover un dedo para ayudarlos; todo lo hacen para que los vean y estimen. Seríamos como los escribas y fariseos sin testimonio de vida cristiana, y con el abandono de la práctica religiosa. La fe es la capacidad de aceptar en nuestra vida el misterio de Dios que se revela en Cristo y de vivir con coherencia. Constantemente, Jesucristo nuestro Señor, empuja nuestras vidas y nos invita de una forma muy insistente a la coherencia entre nuestras obras y nuestros pensamientos; a la coherencia entre nuestro interior y nuestro exterior. Constantemente nos inquieta para que surja en nosotros la pregunta sobre si estamos viviendo congruentemente lo que Él nos ha enseñado. Hagamos de esta Cuaresma un camino de congruencia entre nuestra vida y nuestra fe; congruentes con lo que Dios es para nosotros y congruentes con lo que los demás son para con nosotros. En esa justicia, en la que tenemos que vivir, es donde está la realización perfecta de nuestra existencia, es donde se encuentra el auténtico camino de nuestra realización. 54 Miércoles Mt 20, 17-28 Lo condenarán a muerte. “El Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles (...), lo matarán, y a los tres días resucitará” (Mc 10, 33-34). Jesús sabía que subir a Jerusalén significaba acercarse a la muerte. Los judíos y fariseos ya pensaban matarlo porque no les convenía la doctrina que estaba predicando y además porque los adeptos que se le unían se multiplicaban cada vez más. Es por esto que sus discípulos tenían miedo. Estamos aquí ante una previsión y predicción profética de los acontecimientos, en la que Jesús ejercita su función de revelador, poniendo en relación la muerte y la resurrección unificadas en la finalidad redentora, y refiriéndose al designio divino según el cual todo lo que prevé y predice “debe” suceder. Cristo va hacia su pasión y muerte con toda la conciencia de la misión que ha de realizar de este modo. Precisamente por medio de este sufrimiento suyo hace posible “que el hombre no muera, sino que tenga la vida eterna”. Precisamente por medio de su cruz debe tocar las raíces del mal, plantadas en la historia del hombre y en las almas humanas. Precisamente por medio de su cruz debe cumplir la obra de la salvación. Esta obra, en el designio del amor eterno, tiene un carácter redentor. Las Escrituras tenían que cumplirse. Eran muchos los testigos del Antiguo Testamento que anunciaban los sufrimientos del futuro Ungido de Dios. Particularmente conmovedor entre todos es el del profeta Isaías, quien presenta la imagen de los sufrimientos de Cristo como un verdadero Varón de dolores: Despreciado y abandonado de los hombres, varón de dolores y familiarizado con el sufrimiento, y como uno ante el cual se oculta el rostro, (…) soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores… Todos nosotros andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su camino, y Dios cargó sobre él la iniquidad de todos nosotros” Jueves Lc 16, 19-31 Recibiste bienes en tu vida y Lázaro, males; ahora él goza del consuelo, mientras que tú sufres tormentos. Hoy el evangelio de san Lucas nos presenta la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31): 1) El rico personifica el uso injusto de las riquezas por parte de quien las utiliza para un lujo desenfrenado y egoísta, pensando solamente en satisfacerse a sí mismo, sin tener en cuenta de ningún modo al mendigo que está a su puerta. 2) El pobre, al contrario, representa a la persona de la que solamente Dios se cuida: a diferencia del rico, tiene un nombre, Lázaro, que significa precisamente ‘Dios le ayuda’. A quien está olvidado de todos, Dios no lo olvida; quien no vale nada a los ojos de los hombres, es valioso a los del Señor. La narración muestra cómo la iniquidad terrena es vencida por la justicia divina: después de la muerte, Lázaro es acogido ‘en el seno de Abraham’, es decir, en la bienaventuranza eterna, mientras que el rico acaba ‘en el infierno, en medio de los tormentos’. Se trata de una nueva situación inapelable y definitiva, por lo cual es necesario arrepentirse durante la vida; hacerlo después de la muerte no sirve para nada. No hemos sido creados para este mundo pasajero y limitado, sino para la vida eterna. El que se apega a las cosas materiales, como el rico, se verá despojado de todo tras la muerte, pues lo único que ha acumulado en vida, las riquezas, también perecerán. Sin embargo lo que propone Jesús con esta parábola es vivir en este mundo con los ojos puestos en el cielo, nuestra verdadera patria y nuestro verdadero fin. Pidamos a la Virgen María que, guiados por el ejemplo y las enseñanzas de Cristo e impulsados por su amor, sepamos encontrar la fuente de la alegría y la paz en la entrega generosa y desinteresada a los demás, especialmente a los que sufren y pasan necesidad cerca de nosotros. 55 Viernes Mt 21, 33-43.45.46 Ese es el heredero, vamos a matarlo. Los viñadores homicidas tratan mal a los siervos mandados por el dueño de la viña “para percibir de ellos la parte de los frutos de la viña “y matan incluso a muchos. Por último, el dueño de la viña decide enviarles a su propio hijo: “Le quedaba todavía uno, un hijo amado, y se lo envió también el último, diciendo: A mi hijo le respetarán. Pero aquellos viñadores se dijeron para sí: “Éste es el heredero. (Ea! Matémosle y será nuestra la heredad. Y asiéndole, le mataron y le arrojaron fuera de la viña” (Mc 12, 6-8). En la parábola del hijo mandado a los viñadores se manifiesta con toda evidencia la verdad sobre Cristo como Hijo mandado por el Padre. Es más, se subraya con toda claridad el carácter sacrificial y redentor de este envío. El Hijo es verdaderamente “...Aquél a quien el Padre santificó y envió al mundo” (Jn 10, 36). Así, pues, Dios no sólo “nos ha hablado por medio del Hijo... en los últimos tiempos” (Cfr. Heb 1, 1-2), sino que a este Hijo lo ha entregado por nosotros, en un acto inconcebible de amor, mandándolo al mundo. En esto se ha manifestado el amor que Dios nos tiene: Dios ha mandado a su Hijo unigénito al mundo para que tuviéramos vida por Él”; “no hemos sido nosotros quienes hemos amado a Dios, sino que Él nos ha amado y ha enviado a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados”. En la medida en que acojamos a Jesús, acogiendo su Evangelio, su muerte y su resurrección, “hemos reconocido y creído en el amor que Dios nos tiene. Dios es amor, y el que vive en amor permanece en Dios y Dios en Él” (Cfr. 1 Jn 4, 8-16). Sábado Lc 15, 1-3.11-32 Tu hermano estaba muerto y ha vuelto a la vida. Nuestro Señor Jesucristo, en la parábola del hijo pródigo, nos enseña que el pecador debe confesar su miseria ante Dios, diciendo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15, 18-19), percibiendo que ello es obra de Dios: “Estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 32). La Cuaresma es el tiempo propicio para realizar un auténtico camino de conversión, a fin de volver con corazón arrepentido al Padre de todos, “compasivo y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad” (Jn 2, 13). En Cristo todo se renueva, y renace constantemente la esperanza, incluso después de experiencias amargas y tristes. La parábola del ‘hijo pródigo’, mejor definida como la parábola del ‘Padre misericordioso’, proclamada hoy en nuestra asamblea, nos asegura que el amor misericordioso del Padre celestial puede cambiar radicalmente la actitud de todo hijo pródigo: puede convertirlo en una criatura nueva. El que, por haber pecado contra el cielo, estaba perdido y muerto, ahora ha sido realmente perdonado y ha vuelto a la vida. ¡Prodigio extraordinario de la misericordia de Dios! La Iglesia tiene como misión anunciar y compartir con todos los hombres el gran tesoro del “evangelio de la misericordia”. Que maría nos obtenga pronunciar a diario nuestro ‘sí’ a Cristo, para estar cada vez más ‘reconciliados con Dios’, volviendo nuestro corazón arrepentido al Padre de la misericordia. TERCERA SEMANA Lunes Lc 4, 24-30 56 Como Elías y Eliseo, Jesús no ha sido enviado sólo a los judíos. Ante el rechazo de la gente de Nazaret, Jesús proclama la universalidad de su mensaje, como habían hecho ya los profetas. Elías y Eliseo habían sido enviados también a personas de más allá de las fronteras de su pueblo de Israel que tenían el corazón dispuesto a la conversión. Es su misión: hacer llegar la Buena Nueva a todos los pobres y desvalidos. Las palabras de Jesús sobre las historias de Elías y de Eliseo, evocan la futura predicación de la salvación a los no judíos. Un día la salvación se ofrecerá no sólo a Israel, sino también a los paganos (Hech 13,46; 28,28). Naamán, el sirio, y la viuda de Sarepta, simbolizan las condiciones que permiten a un profeta manifestar el poder de la palabra de Dios. La fe que lleva al abandono confiado en Dios (2 Re 5,114: Naamán) y que nos hace capaces de arriesgar lo que somos y tenemos (1 Re 17,1-9: la viuda de Sarepta), es la fe que exige Jesús y que tantas veces lo ha hecho exclamar después de un milagro: “¡tu fe te ha salvado!”. Jesús sigue anunciando el evangelio del reino a través de sus discípulos, “hasta los últimos rincones de la tierra” (Hech 1,8). Muchos hombres y mujeres en el mundo entero, como en otro tiempo Naamán el sirio y la viuda de Sarepta, experimentarán la acción salvadora de Jesús y de su evangelio. Al final es sólo el amor lo que cuenta, y éste es el contenido de la predicación de Jesús, la Buena Nueva del amor de Dios por todos, para suscitar en la persona humana, gracias a la fe, este mismo amor. Martes Mt 18, 21-35 Si no perdonan de corazón a su hermano, tampoco el Padre celestial los perdonará a ustedes. Nadie es capaz de perdonar a los demás, si antes no ha hecho a su vez la experiencia de ser perdonado. Así, la confesión se presenta como el camino real para llegar a ser verdaderamente libres, experimentando la comprensión de Cristo, el perdón de la Iglesia y la reconciliación con nuestros hermanos. El perdón es el signo más alto de la capacidad de amar como Dios, que nos ama y por eso nos perdona constantemente. Todos tenemos necesidad del perdón de Dios y del prójimo. Por tanto, todos debemos estar dispuestos a perdonar y a pedir perdón. El creyente sabe que la reconciliación proviene de Dios, el cual está dispuesto siempre a perdonar a cuantos acuden a Él, y a cargar sobre las espaldas todos sus pecados (cf. Is 38, 17). La inmensidad del amor de Dios va mucho más allá de la comprensión humana, como recuerda la Sagrada Escritura: “¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido” (Is 49, 15). El amor divino es el fundamento de la reconciliación, a la que estamos llamados. “Él, que todas tus culpas perdona, que cura todas tus dolencias, rescata tu vida de la fosa, te corona de amor y de ternura [...] No nos trata según nuestros pecados ni nos paga conforme a nuestras culpas” (Sal 103 [102], 3-4.10). El tiempo de cuaresma es un tiempo propicio para pedir perdón y dar perdón. Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia. Miércoles Mt 5, 17-19 El que cumpla y enseñe mis mandamientos, será grande en el Reino de los Cielos. “Reino de los cielos” significa reino de Dios. El cumplimiento de los mandamientos se expresa un cumplimiento de cada uno de los mandamientos. Este cumplimiento construye la justicia que Dios-Legislador ha querido: “Si su justicia no supera a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el reino de los cielos” (Mt 5, 20). Los mandamientos y preceptos que el pueblo de Israel recibe del Señor en el primer Testamento, son para dar vida y, bien entendidos y cumplidos, son una fuente de salvación y protección para el pueblo y 57 cada uno de sus miembros. Por eso Cristo los propone como una institución intocable y que su cumplimiento dará vida y seguridad al discípulo. Los mandamientos son un regalo de Dios que lo hace presente y hace sabio al corazón sabio, que acoge sus dones. Si aceptamos los mandamientos del Señor, si los dejamos penetrar en nuestro corazón con su verdadero sentido, ciertamente encontraremos felicidad y alegría. Los mandamientos de Dios nos conducen al amor y al crecimiento en su presencia. El Reino de Dios, la verdadera paz y el verdadero amor sólo lo encontraremos si cumplimos con alegría y plenamente los mandamientos del Señor y enseñamos a los demás a cumplirlos también ellos. Por eso el salmista afirmaba: “En tus mandamientos, Señor, encuentro la paz”. Este tiempo de cuaresma, tiempo de conversión del corazón, de vuelta a Dios, hace más urgente la propuesta de Jesús de cumplir los mandamientos y de enseñar a cumplirlos. Un corazón se cambia enseñándole a amar y a sentirse amado, tanto por Dios como por sus hermanos, que es el resumen de los mandamientos: el amor a Dios y al prójimo. Jueves Lc 11, 14-23 El que no está conmigo, está contra mí. En otras palabras: “Quien está lejos de mí, está lejos del Reino”. Pero también Jesús reconoce que no todo lo que queda fuera del Reino es radicalmente malo, cuando: “el que no está contra ustedes, está a favor de ustedes” (Lc 9,50). Jesús había expulsado un demonio que era mudo. La expulsión provocó dos reacciones diferentes. Por un lado, la multitud se quedó admirada y maravillada. La multitud acepta Jesús y cree en él. Por otro, los que no aceptan a Jesús y no creen en él. Jesús una vez que refuta a los que lo calumnian, dice la frase que nos ocupa: “El que no está conmigo, está contra mí. El que no recoge conmigo, desparrama”. En otra ocasión, también a propósito de una expulsión del demonio, los discípulos impidieron a un hombre el que usara el nombre de Jesús para expulsar un demonio, ya que no era de su grupo. Y Jesús respondió: “No se lo impidan. Porque ¡el que no está contra ustedes está con ustedes!” (Lc 9,50). Parecen dos frases contradictorias, pero no lo son. La frase del evangelio de hoy está dicha contra los enemigos que tienen preconceptos contra Jesús: “Quién no está conmigo, está contra mí. El gran problema planteado al mundo, desde hace casi dos mil años, subsiste inmutable. Cristo, radiante siempre en el centro de la historia y de la vida; los hombres, o están con El y con su Iglesia, y en tal caso gozan de la luz, de la bondad, del orden y de la paz, o bien están sin El o contra El, y deliberadamente contra su Iglesia: se tornan motivos de confusión, causando asperezas en las relaciones humanas, y persistentes peligros de guerras fratricidas. San Agustín y Orígenes dicen que todos los que no aman a Dios y comenten pecados son anticristos, por hacer obras contrarias a Cristo; aunque con mucha razón serán llamados por este nombre los que reprenden por malo lo que a Cristo parece bueno y aprueban por bueno lo que a Él parece malo; aborrecedores de lo que Cristo ama y amadores de lo que Cristo aborrece, hombres al revés de Dios, de los cuales dice Isaías: Que llaman a lo bueno malo y a lo malo bueno, poniendo la luz por tiniebla y las tinieblas por luz. Viernes Mc 12, 28-34 El Señor tu Dios es el único Dios: ámalo. Es lo mismo que decir: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser”. Las expresiones “corazón”, “alma” y “ser”, más que expresar cosas distintas, son formas semíticas de decir globalmente lo mismo 58 El Señor insistirá en situar por encima de todos los demás mandamientos el precepto del amor a Dios sobre todas las cosas: “Este mandamiento es el principal y primero”. Sin embargo, añade inmediatamente: «El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”». Este segundo mandamiento también estaba contenido en la Torá (ver Lev 19,18). Al decir “semejante” quiere decir “de igual valor”, de igual importancia, de igual peso y necesidad de obediencia. Ambos preceptos, profundamente entrelazados, inseparables el uno del otro, forman para Él el “máximo” mandamiento que está por encima de cualquier rito u ofrecimiento: «vale más que todos los holocaustos y sacrificios» (Mc 12,33). Para Él “practicar la justicia y la equidad, es mejor ante Dios que el sacrificio” (Prov 21,3; ver Os 6,6; Jer 7,21-23). Él añade este mandamiento “semejante al primero” dado el olvido o devaluación en que había caído el mandamiento del amor al prójimo frente a otros preceptos ritualistas. Concluye el Señor afirmando solemnemente que “estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.” La Ley y la enseñanza de los Profetas “penden” o “se sostienen” de estos dos preceptos, del mismo modo que una puerta se sostiene de sus goznes. De esta manera el Señor destaca nuevamente la suprema importancia de ambos mandamientos y manifiesta por otro lado que estos dos principios fundamentales y vitales son los que revelan el verdadero espíritu del que está animada toda la enseñanza divina. Quien ama a Dios sobre todo, ama como Él. Nuestra vida está llamada a transformarse en una manifestación del amor de Dios para con todos los hombres, un amor que se hace palpable en la misericordia, la caridad y solidaridad con los demás. El camino más seguro para crecer en el amor a Dios es crecer en el amor concreto al prójimo. Sábado Lc 18, 9-14 El publicano regresó a su casa, justificado, el fariseo no. Veamos la enseñanza de estos dos personajes de la parábola evangélica del fariseo y del publicano (cf. Lc 18, 9-14). El publicano quizás podía tener alguna justificación por los pecados cometidos, la cual disminuyera su responsabilidad. Pero su petición no se limita solamente a estas justificaciones sino que se extiende también a su propia indignidad ante la santidad infinita de Dios: “¡Oh Dios! Ten compasión de mí, que soy pecador” (Lc 18, 13). Por su parte, el fariseo se justifica él solo, encontrando quizás una excusa para cada una de sus faltas. Nos encontramos, pues, ante dos actitudes diferentes de la conciencia moral del hombre de todos los tiempos. El publicano nos presenta una conciencia ‘penitente’ que es plenamente consciente de la fragilidad de la propia naturaleza y que ve en las propias faltas, cualesquiera que sean, las justificaciones subjetivas, una confirmación del propio ser necesitado de redención. El fariseo nos presenta una conciencia ‘satisfecha de sí misma’, la cual se cree que puede observar la ley sin la ayuda de la gracia y está convencida de no necesitar la misericordia. También hemos de notar que el fariseo que oraba y agradecía a Dios por sus buenas acciones no mentía, decía la verdad; no es por eso por lo que fue condenado. En efecto, debemos agradecer a Dios por cualquier bien que podamos realizar, puesto que lo hacemos con su asistencia y su ayuda. Luego, no fue condenado por haber dicho: No soy como los otros hombres (Lc 18, 11). No, fue condenado cuando, vuelto hacia el publicano, agregó: ni como ese publicano. Entonces fue gravemente culpable, porque juzgaba a la persona misma de ese publicano, la disposición misma de su alma, en una palabra su vida entera. Y así el publicano se alejó justificado, mientras que él no. Finalmente, llevando nuestra mirada al publicano, digamos que en la oración superó al fariseo (Lc 18,10-14): el Señor no lo alabó por haber adorado a otro Padre, ni por ello salió justificado; sino porque, con gran humildad, sin soberbia ni jactancia, confesó a este Dios sus pecados. CUARTA SEMANA 59 Lunes Jn 4, 43-54 Vete, tu hijo ya está sano. El funcionario real tenía fe en Jesús. Y porque tenía fe, esperó en Él. La fe es al mismo tiempo esperanza. La fe nos otorga una seguridad sobre la cual podemos apoyarnos. La gran esperanza de nuestra vida sólo puede ser Dios. Su amor es lo que nos da la posibilidad de perseverar día a día en un mundo que por naturaleza es imperfecto. La oración es el lugar ideal para crecer en la confianza. A mayor oración, mayor fe; a mayor fe, mayor esperanza; a mayor oración, mayor confianza. El funcionario real hizo de la enfermedad de su hijo un motivo para orar y para creer en Jesús. En efecto, el sufrimiento nos enseña a crecer en la esperanza. Lo que nos cura no es esquivar el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, de madurar en ella, y de encontrar en todo eso un sentido, mediante la unión con Cristo. El Evangelio también nos dice que el funcionario real creyó con todos los de su casa. Así debe ser nuestra fe: dinámica, entusiasta, capaz de acercar a otros muchos al Señor. El texto evangélico nos hace ver que los milagros no suplen la falta de fe, al contrario, se requiere de una buena disposición del corazón para que Dios nos otorgue este don. Actitudes como el trabajar para agradar a Dios, el dedicar más tiempo a la oración, etc., pueden disponernos a creer más vivamente en el Señor. La fe es un encuentro con Jesucristo, es llegar a conocerlo, sabernos amados por Él y buscar corresponderle con las obras. La fe cristiana tiene su origen y su fundamento en este amor que Dios nos tiene en su Hijo Jesucristo. En medio de las propias dificultades y problemas no debemos apartar nuestro corazón de esta certeza: el amor de Dios. Martes Jn 5, 1-3.5-16 Al momento el hombre quedó curado. Hoy, San Juan nos habla de la escena de la piscina de Betsaida. Jesús siempre está en medio de los problemas. Allí donde haya algo para “liberar”, para hacer feliz a la gente, allí está Él. Los fariseos, en cambio, sólo pensaban en si era sábado. Su mala fe mataba el espíritu. No hay peor sordo que el que no quiere entender. El protagonista del milagro llevaba treinta y ocho años de invalidez. «¿Quieres curarte?» (Jn 5,6), le dice Jesús. Hacía tiempo que luchaba en el vacío porque no había encontrado a Jesús. Por fin, había encontrado al divino samaritano. La voz de Cristo es la voz de Dios. Todo era nuevo en aquel viejo paralítico, gastado por el desánimo. San Juan Crisóstomo dirá que en la piscina de Betsaida se curaban los enfermos del cuerpo, y en el Bautismo se restablecían los del alma; allá, era de cuando en cuando y para un solo enfermo. En el Bautismo es siempre y para todos. En ambos casos se manifiesta el poder de Dios por medio del agua. El paralítico impotente a la orilla del agua, nos hace pensar en la experiencia de la propia impotencia para hacer el bien, no podemos resolver, solos, aquello que tiene un alcance sobrenatural. Vemos cada día, a nuestro alrededor, una constelación de paralíticos que se “mueven” mucho, pero que son incapaces de apartarse de su falta de libertad. El pecado paraliza, envejece, mata. Hay que poner los ojos en Jesús. Es necesario que Él —su gracia— nos sumerja en las aguas de la oración, de la confesión, de la apertura de espíritu. “¿Quieres curarte?” nos pregunta Jesús también a nosotros en este tiempo de Cuaresma. Sabiendo perfectamente de lo que padecemos, se acerca invitándonos a hacer un acto de fe en su misericordia. Cristo nos sale al encuentro. Quiere curarnos de todo lo que no nos hace felices. Jesús nos pide que dejemos ya la camilla en la que el egoísmo nos tiene postrados, y nos levantemos a caminar con fe, con esperanza y con amor, hacia su Padre. 60 Miércoles Jn 5, 17-30 Como el Padre resucita a los muertos y les da vida, así el Hijo del hombre da la vida a quien él quiere dársela. Todo lo que el Padre hace lo hace igualmente el Hijo. Cristo es Dios en total comunión con el Padre, pues no hace nada por su cuenta; Jesús declara su omnipotencia, igual al Padre: aquello que hace el Padre eso lo puede hacer igualmente el Hijo, porque hay igualdad de naturaleza entre el Padre y el Hijo; por tanto, la voluntad del Padre es que todos honren al Hijo como honran al Padre. San Agustín dice que las obras del Padre y del Hijo son las mismas, pero sin que el Hijo sea el mismo que el Padre, sino porque ninguna obra es del Hijo que no la haga el Padre por su medio, y ninguna obra es del Padre que no la haga a la vez por el Hijo. Pues todo lo que hace el Padre, lo hace igualmente el Hijo. No son unas las obras del Hijo y otras las del Padre, sino las mismas; ni las hace el Hijo de modo distinto, sino igualmente. Mas como el Hijo no hace otras obras semejantes, sino las mismas que hace el Padre, porque con el Espíritu Santo es de idéntica naturaleza: Tres personas en un solo Dios. En efecto, Jesús dice que Él “no hace nada por sí mismo,” sino que hace, precisamente, “lo que ve hacer al Padre,” hasta tal punto que lo que hace el Padre, “lo hace igualmente el Hijo.” Se trata de las obras del Verbo encarnado. No significa que Jesús copie o imite las obras que el Padre le da a hacer, sino que en este obrar suyo, así como el Padre tiene, como Dios que es, el derecho indiscutible de obrar como le plazca, igualmente el Hijo tiene este derecho de obrar. Con ello Jesús, al proclamar el mismo derecho del Padre, está proclamando la dignidad de su naturaleza, Hijo de Dios. Así pues, Jesús en el evangelio se muestra como Dios. “Para que todos honren al Hijo como honran al Padre”. Siendo Jesús Dios, proclamándose tal por un procedimiento de equiparación al Padre, Jesús concluye, diciendo: “Les aseguro que el que escucha mi palabra y cree en Aquel que me ha enviado, tiene Vida eterna” Jesús, ha venido al mundo, para que tengamos vida, la vida de Dios en nosotros, la vida eterna que ya comienza en el tiempo con la vida de la gracia. Jueves Jn 5, 31-47 El que los acusa es Moisés, en quien ustedes han puesto su esperanza. Los judíos trataron de matar a Jesús, porque no sólo quebrantaba el sábado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose a sí mismo igual a Dios. Este es el centro de la discusión entre Jesús y los judíos, que nos ha presentado el evangelio: la legitimidad del testimonio de Jesús. Jesús apela Él al testimonio del Padre, al de Juan el Bautista, al de las obras que Él realiza y a la de las Escrituras, que hablan de Él. Jesús sale en defensa de la verdad, más que a defenderse. Porque Él en todo caso va a elegir ir a la muerte, porque esta es la voluntad del Padre. Lo que Jesús defiende es la veracidad de su anuncio, de su Buena Noticia. Cuando Jesús apela al testimonio es para mostrar quién es Él. Y por qué se hace llamar a sí mismo igual a Dios. Este es el sentido del testimonio. Hablan a favor de Jesús Juan el Bautista, el Padre, las obras que Jesús hace y las Escrituras. Los testigos de Jesús ponen al descubierto la voracidad que hay en el corazón de los judíos, que son como el símbolo del rechazo al Señor. Nosotros somos invitados a preparar los caminos del Señor en esta Cuaresma y darle la bienvenida a Jesús y a su Palabra. A Jesús y su obra en nosotros. A Jesús, el amor del Padre que nos revela a Jesús. Abramos el corazón para recibir al Señor y dejemos que desaparezca nuestra incredulidad. Viernes Mt 1, 16.18-21.24 61 “José hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y tomó consigo a su mujer”. En estas pocas palabras está todo. Toda la decisión de la vida de José y la plena característica de su santidad. ‘Hizo’. José, al que conocemos por el Evangelio, es hombre de acción. Este primer ‘hizo’ es el comienzo del ‘camino de José’. A lo largo de este camino, los Evangelios no citan ninguna palabra dicha por él. Pero el silencio de José posee una especial elocuencia: gracias a este silencio se puede leer plenamente la verdad contenida en el juicio que de él da el Evangelio: el “justo” (Mt 1, 19). El Evangelio no ha conservado ninguna palabra suya. En cambio, ha descrito sus acciones: acciones sencillas, cotidianas, que tienen a la vez el significado límpido para la realización de la promesa divina en la historia del hombre; obras llenas de la profundidad espiritual Y de la sencillez madura. Los Padres de la Iglesia subrayaron ya desde los primeros siglos que, al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso esmero a la educación de Jesucristo (cf. san Ireneo, Adv. haereses, IV, 23, 1), así también custodia y protege a su Cuerpo místico, la Iglesia, cuya figura y modelo es la santísima Virgen. San José es para nosotros, en primer lugar, modelo de fe. Él vivió siempre con una actitud de total abandono a la Providencia divina, y por eso nos da un ejemplo estimulante, en especial cuando se nos pide confiar en Dios ‘por su palabra’, es decir, sin ver claro su designio. Estamos llamados a imitarlo, además, en el humilde ejercicio de la obediencia, virtud que resplandece en él con un estilo de silencio y ocultamiento activo. ¡Cuán valiosa es la ‘escuela’ de Nazaret para el hombre contemporáneo, amenazado por una cultura que muy a menudo exalta las apariencias y el éxito, la autonomía y un falso concepto de libertad individual! Por el contrario, ¡cuánta necesidad hay de recuperar el valor de la sencillez y de la obediencia, del respeto y de la búsqueda amorosa de la voluntad de Dios! San José vivió al servicio de su Esposa y del Hijo de Dios; así, se convirtió para los creyentes en un testimonio elocuente de que ‘reinar’ es ‘servir’. Para aprender una útil lección de vida podemos contemplarlo en especial quienes en la familia, en la escuela y en la Iglesia tenemos la tarea de ser ‘padres’ y ‘guías’. San José, a quien el pueblo cristiano invoca con confianza, guíe siempre los pasos de la familia de Dios y ayude de manera muy singular a los que desempeñan el papel de la paternidad, tanto física como espiritual. Que acompañe nuestra invocación e interceda por nosotros María, Esposa virginal de José y Madre del Redentor. Sábado Jn 7, 40-53 ¿Acaso de Galilea va a venir el Mesías? El evangelio nos presenta una discusión entre los judíos sobre el origen de Jesús, dice que algunos lo rechazan como Mesías porque sabían que había nacido en Nazaret y comentaban: “¿Acaso el Mesías va a venir de Galilea? En otro lugar, San Juan afirma que los judíos no querían creer en Jesús porque era de Galilea, y “de Galilea no sale ningún profeta”. También el Evangelio nos dice que los hombres se admiraban de las palabras de Jesús, pero pocos le conocían realmente. Es que a Jesucristo sólo se le alcanza con el “salto” de la fe. La fe es la puerta que nos hace entrar en la amistad con Cristo. el creer en Jesús hace que la vida cambie cuando se le tiene como Salvador y Amigo. Esta fe en Él, no es un pensamiento, una idea, o una opinión que nos hacemos de Jesucristo. La fe es amistad con Él. La fe, si es verdadera, se hace vida. Que de nuestra fe, surja el deseo de hacer partícipes a los demás de la felicidad de seguir a Jesús. La fe es un don que Dios regala a aquellos que son sencillos y se lo piden. ¡Pidamos a Dios que aumente cada día nuestra fe! 62 QUINTA SEMANA Lunes Jn 8, 12-20 Yo soy la luz del mundo. “Yo soy el que soy” es el nombre propio que tiene Dios, cuando lo envía a Moisés le dice “Diles que yo soy y te envía”, este yo soy pareciera ser el modo como Dios se entiende así mismo, cuando Jesús dice yo soy está diciendo esto mismo, está hablando de su divinidad, esto es lo que sutilmente Jesús introduce en el diálogo con ellos y empieza a exasperar el corazón de los que están buscando alguna manera de terminar con el Maestro de galilea. Retomando la Palabra vemos los personajes, Jesús, los fariseos, un diálogo en torno a la divinidad de Jesús veladamente manifestada y algunos que van a terminar por convencerse al final de que este es el Hijo de Dios, se van a convertir, van a cambiar su vida orientada sobre las enseñanzas del magisterio de Jesús. Todo el texto se resuelve en un lugar, “Cuando ustedes hayan levantado en alto al Hijo del hombre entonces sabrán lo que soy”, es decir, la revelación que Jesús hace de su persona alcanza su plenitud en el momento mismo en que acontece la pascua en su vida, en su muerte y en su resurrección que en Juan van de la mano con el momento en que todo se resuelve en el gólgota. Caminamos sobre ese lugar donde el Señor nos dice “Cuando ustedes hayan levantado en lo alto al hijo del hombre entonces sabrán que yo soy”, caminamos sobre ese lugar de la Palabra y nos detenemos en ella para poder descubrir a la luz de Jesús la luz oculta que hay en nosotros mismos, porque justamente a partir de la revelación de la identidad de Dios es como crece y se acrecienta nuestra propia identidad. “Cuando ustedes hayan levantado al Hijo del hombre en lo alto entonces sabrán que yo soy”, de qué está hablando Jesús, está hablando de su muerte en la cruz, en lo alto, en el Jesús traspasado por nuestros dolores y por nuestras heridas, en ese lugar vamos a descubrir la verdadera identidad del profeta de galilea, del peregrino venido desde Nazaret, del hijo de José y de María, de este que Dios ha hecho entrar en medio de nosotros como uno mas de nosotros y que es su propio hijo, el que puso morada en medio nuestro, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el Hijo de María va a revelar su identidad mas honda y profunda en el misterio de la cruz, “Cuando ustedes hayan levantado en lo alto al hijo del hombre entonces sabrán que yo soy”. Martes Jn 8, 21-30 Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy. Hoy como ayer, en el texto del evangelio, encontramos una palabra que se repite: “Yo soy; Yo soy de lo alto; yo no soy de este mundo; porque si no creen que yo soy morirán en su pecado”, ya sobre el final Jesús dirá “Cuando en lo alto pongan al Hijo del hombre entonces sabrán que yo soy”. Podemos también hoy recorrer otros textos en los que Jesús se autoproclama a sí mismo Yo Soy: 1) Después de que Jesús ha liberado a la mujer pública de la muerte de lapidación de manos de los que la acusan de haberla descubierto en fragante adulterio, Jesús toma la Palabra y dice “Yo soy la luz del mundo”; 2) Cuando ha multiplicado el pan ha dicho “yo soy el pan vivo bajado del cielo”; 3) Cuando Jesús habla del estilo de vínculo que quiere tener con nosotros habla en términos parabólicos y dice Jesús “Yo soy la vid y ustedes son los sarmientos”; 4) También ha dicho “Yo soy el agua viva”; Esta expresión Yo Soy de Jesús, han de ser un delicioso eco en nuestra mente y en nuestro corazón de lo que es Jesús para nosotros; ésta es una autorevelación de Jesús, que encontramos en el modo de 63 expresarse de Dios a Moisés cuando la zarza arde y no se consume y el Señor se revela al que va a ser el líder de la liberación de Israel. Cristo: verdadero Dios y verdadero Hombre. “YO SOY” como nombre de Dios indica la Esencia divina, cuyas propiedades o atributos son: la Verdad, la Luz, la Vida, y lo que se expresa también mediante las imágenes del Buen Pastor o del Esposo. Aquel que dijo de Sí mismo: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14), se presentó también como el Dios de la Alianza, como el Creador y, a la vez, el Redentor, como el Emmanuel: Dios que salva. Todo esto se confirma y actúa en la Encarnación de Jesucristo. Miércoles Jn 8, 31-42 La verdad los hará libres (Jn 8, 32). Pero, ¿qué es la libertad? La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza. “En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a “la esclavitud del pecado” (cf Rm 6, 17; CIgC 1733). Un ejemplo, para ver lo que es el buen y el mal uso de la libertad, la esclavitud y la libertad, la parábola del Hijo pródigo: éste entendió por libertad hacer lo que me agrade, no reconocer las normas de u Dios, no estar en la disciplina de la casa, hacer lo que le guste, lo que le agrade, vivir la vida con toda su belleza y su plenitud. Pero después, poco a poco, siente también aquí el aburrimiento, también aquí es siempre lo mismo. Entonces comienza a recapacitar y se pregunta si ese era realmente el camino de la vida: una libertad interpretada como hacer lo que me agrada, vivir sólo para mí; o si, en cambio, no sería quizá mejor vivir para los demás, contribuir a la construcción del mundo, al crecimiento de la comunidad humana... Y llega a la casa del padre, que le dejó su libertad para darle la posibilidad de comprender interiormente lo que significa vivir, y lo que significa no vivir. El padre, con todo su amor, lo abraza, le ofrece una fiesta, y la vida puede comenzar de nuevo partiendo de esta fiesta. El hijo comprende que precisamente el trabajo, la humildad, la disciplina de cada día crea la verdadera fiesta y la verdadera libertad. Así, vuelve a casa interiormente madurado y purificado: ha comprendido lo que significa vivir. El joven comprende que los mandamientos de Dios no son obstáculos para la libertad y para una vida bella, sino que son las señales que indican el camino que hay que recorrer para encontrar la vida. Debemos comprender lo que es la libertad y lo que es sólo apariencia de libertad. Podríamos decir que la libertad es un trampolín para lanzarse al mar infinito de la bondad divina, pero puede transformarse también en un plano inclinado por el cual deslizarse hacia el abismo del pecado y del mal, perdiendo así también la libertad y nuestra dignidad. Jueves Jn 8, 51-59 Su padre Abraham se regocijaba con el pensamiento de verme. En su vida terrena, Jesús manifestó claramente la conciencia de que era punto de referencia para la historia de su pueblo. A quienes le reprochaban que se creyera mayor que Abraham por haber prometido la superación de la muerte a los que guardaran su palabra (cf. Jn 8, 51), respondió: “Su padre Abraham se regocijó pensando en ver mi día; lo vio y se alegró” (Jn 8, 56). Así pues, Abraham estaba orientado hacia la venida de Cristo. Según el plan 64 divino, la alegría de Abraham por el nacimiento de Isaac y por su renacimiento después del sacrificio era una alegría mesiánica: anunciaba y prefiguraba la alegría definitiva que ofrecería el Salvador. Al igual que Abraham, Jacob y Moisés, también David remite a Cristo. Es consciente de que el Mesías será uno de sus descendientes y describe su figura ideal. Cristo realiza, en un nivel trascendente, esa figura, afirmando que el mismo David misteriosamente alude a su autoridad, cuando, en el salmo 110, llama al Mesías «su Señor» (cf. Mt 22, 45; y paralelos). Así, pues, Cristo está presente, de modo particular, en la historia del pueblo de Israel, el pueblo de la Alianza. Esta historia se caracteriza específicamente por la espera de un Mesías, un rey ideal, consagrado por Dios, que realizaría plenamente las promesas del Señor. A medida que esta orientación se iba delineando, Cristo revelaba progresivamente su rostro de Mesías prometido y esperado, permitiendo vislumbrar también rasgos de agudo sufrimiento sobre el telón de fondo de una muerte violenta (cf. Is 53, 8). La esperanza cristiana lleva a plenitud la esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel, y encuentra su origen y su modelo en Abraham, el cual, «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18). Viernes Jn 10, 31-42 Intentaron apoderarse de él, pero se les escapó de las manos. Los judíos tomaron piedras para apedrear a Jesús, porque había dicho: “Yo soy Hijo de Dios”. La escena tiene lugar cuando Jesús se paseaba en el templo, por el llamado pórtico de Salomón. Jesús así proclama su divinidad, diciendo: “Yo y el Padre somos una cosa, es decir, es Dios como el Padre, como dice en el prólogo de San Juan: el Verbo es Dios. Jesús es perseguido porque afirmó: “Yo soy Hijo de Dios”. Y pone como testimonio las obras que hace: “Si no hago las obras de mi Padre, no me crean; pero si las hago, crean en las obras, aunque no me crean a mí. Este evangelio, nuevamente nos hace ver como los judíos eran sumamente reacios a creer en la divinidad de Jesús, a pesar de lo que oían y veían. Así es como Jesús les argumenta con buenas razones, las que son visibles y fáciles de entender. A los judío no le faltaban motivos para conocer la verdad, solo necesitaban fijarse en los milagros que hacia Jesús, pero ellos eran gentes de corazón duro y se mostraban duros para recibir la verdad. Por eso judíos, molestos, al no poder replicar a Jesús, se enfurecen y quieren apedrearlo. Cristo, revelador del Padre y revelador de Sí mismo como Hijo del Padre, murió porque hasta el fin dio testimonio de la verdad sobre su filiación divina. Este Evangelio nos recuerda a todos el deber de dar testimonio de la verdad. Un testimonio que se debe dar incluso cuando es fuerte la tentación de esconderse, de resignarse, de dejarse llevar a la deriva por la opinión dominante. Como declaraba una joven judía destinada a ser asesinada en un campo de concentración (Etty Hillesum, Diario 1941-1943 (3 de julio de 1943)), “a cada nuevo horror o crimen debemos oponer un nuevo fragmento de verdad y de bondad que hemos conquistado en nosotros mismos. Podemos sufrir, pero no debemos sucumbir”. Con el corazón colmado de amor nosotros confesemos también hoy con el Apóstol Pedro el testimonio de nuestra fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Sábado Jn 11, 45-56 65 Jesús debía morir para congregar a los hijos de Dios, que estaban dispersos. Esta expresión nos lleva a recordar el símbolo del profeta Ezequiel: presenta dos maderos primero separados, después acercados uno al otro, que expresaba la voluntad divina de “congregar de todas las partes” a los miembros del pueblo herido: “Seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y sabrán las naciones que yo soy el Señor, que santifico a Israel, cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre” (cf. 37, 16-28). El Evangelio de san Juan, por su parte, y ante la situación del pueblo de Dios en aquel tiempo, ve en la muerte de Jesús la razón de la unidad de los hijos de Dios: “Iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos” (11, 51-52). Así también la Carta a los Efesios dice que “derribando el muro que los separaba, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad”, de lo que estaba dividido hizo una unidad (cf. 2, 14-16). La unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios. Por esto Dios envió a su Hijo para que, muriendo y resucitando por nosotros, nos diese su Espíritu de amor. La víspera del sacrificio de la Cruz, Jesús mismo ruega al Padre por sus discípulos y por todos los que creerán en El para que sean una sola cosa, una comunión viviente. Por tanto, toda división, en cualquier nivel, que sea, y de parte de quien sea “contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura”. SEMANA SANTA Lunes Jn 12, 1-11 Déjala. Esto lo tenía guardado para el día de mi sepultura. Esta escena hace referencia a María, la hermana de Marta y Lázaro, que se adelantó a perfumar el cuerpo de Jesús para su sepultura; y, por otra parte, la intervención de Judas, lamentándose de la inversión del perfume. Y es cuando Jesús le dice: Déjala. Esto lo tenía guardado para el día de mi sepultura. Este perfume que María tenía, al emplearlo así en Jesús, por deferencia, cuya muerte era inminente, vino, sin saberlo, como nos dice el evangelio de San Juan (11:51; 19:24), a cumplir un rito simbólico que, si era homenaje a Jesús, venía a evocar y a ser una anticipación del embalsamamiento que harían de su cuerpo después de su muerte. Por otra parte, la unción de Betania es preludio de la muerte de Jesús, bajo el signo de la unción que María hizo en honor del Maestro y que él aceptó en previsión de su sepultura (cf. Jn 12, 7). María, demostró la delicadeza de su amor al Maestro. Los hizo a su modo, porque entonces solo se solía en señal de respeto ungir la cabeza de los huéspedes, así se destacaba su distinción como invitados. María elige la esencia más cara, la más pura y costosa para ungir los pies de Jesús. La ofrenda de María es total, no se reserva ninguna gota del perfume para ella. El gesto de María, de ungir los pies de Jesús con el ungüento precioso, se convierte en un acto extremo de amor agradecido con vistas a la sepultura del Maestro; y el perfume, que se difunde por toda la casa, es el símbolo de su caridad inmensa, de la belleza y bondad de su sacrificio, que llena la Iglesia. A ejemplo de María de Magdalena, aprendemos a compartir la vida de Jesús, que implica participar también de su destino. Al derramar aquel perfume tan caro en los pies del maestro, María manifiesta la profundidad de su amor para con él. Aquellos aromas representan el don de toda su vida hasta la muerte. En efecto, así lo interpreta Jesús: “lo tenía reservado para mi sepultura”. Que el gesto de amor de María nos lleva a ser verdaderamente cristianos: poner en Cristo el frasco de nuestra vida, para que el perfume de su presencia en nuestra vidas impregne nuestro ambiente: siendo de verdad signos de ese aroma, que implica compartir con nuestro Maestro su vida, su misión y sus amores. 66 Martes Jn 13, 21-33.36-38 Uno de ustedes me entregará. No cantará el gallo antes de que me haya negado tres veces. Una vez que Judas salió del Cenáculo, otro anuncio debió perturbar más a los discípulos: “Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con ustedes. Ustedes me buscarán, y, lo mismo que les dije a los judíos, que adonde yo voy, ustedes no podéis venir, les digo también ahora a ustedes» (Jn 13,33). El Señor se refiere a su Pascua. Él partirá al encuentro del Padre por medio de su muerte en Cruz. Por otra parte, al preguntarle Pedro a dónde va y luego de asegurarle que está dispuesto a dar la vida por Él, el Señor le anuncia que lo negará tres veces. Por todo ello entendemos que los discípulos sin duda se encontraban profundamente turbados y consternados. ¿Y cómo recomienda el Señor que han de afrontar este estado de turbación interior? Mediante un profundo acto de fe y confianza en Dios, así como también en Él: “Creen en Dios; crean también en mí”. Aunque de momento no comprendan nada de lo que está sucediendo, aunque no entiendan tampoco el alcance y profundidad de lo que Él les dice, aunque se avecinen momentos turbulentos y el Señor sea arrebatado de su lado, deben confiar en Dios y en Él. Si Él “se va” de su lado a un lugar al que de momento no pueden seguirlo, es para prepararles un lugar en la casa del Padre. Es decir, por medio de su Pascua el Señor reconciliará al hombre con Dios de modo que pueda entrar nuevamente al ‘lugar’ de la presencia y profunda comunión de vida con Dios, por toda la eternidad. Hecho esto, dice el Señor, volverá por ellos (Jn 14,28) para cumplir su promesa: “Los tomaré conmigo para que donde esté yo estén también ustedes”, promesa en la que se sustenta la esperanza de todo creyente que peregrina en esta tierra, porque quien crea en Él, tiene la vida eterna (Cfr. Jn 3,16; 20,30-31). Miércoles Mt 26, 14-25 ¡Ay de aquel por quien el Hijo del hombre va a ser entregado! Los hombres indicados nominalmente por los Evangelios, al menos en parte, son históricamente los responsables de la muerte de Jesús. Lo declara Él mismo cuando dice a Pilato durante el proceso: “El que me ha entregado a ti tiene mayor pecado” (Jn 19, 11). Y en otro lugar: “El Hijo del hombre se va, como está escrito de Él, pero, ‘¡ay de aquél por quien el Hijo del hombre es entregado!’, ¡Más le valdría a ese hombre no haber nacido!” (Mc 14, 21; Mt 26, 24; Lc 22, 22). Jesús alude a las diversas personas que, de distintos modos, serán los artífices de su muerte: a Judas, a los representantes del sanedrín, a Pilato, a los demás... También Simón Pedro, en el discurso que tuvo después de Pentecostés imputará a los jefes del sanedrín la muerte de Jesús: “Ustedes le mataron clavándole en la cruz por mano de los impíos” (He 2, 23). Sin embargo, aunque sea difícil negar la responsabilidad de aquellos hombres que provocaron voluntariamente la muerte de Cristo, también notemos, que las cosas a la luz del designio eterno de Dios, pedía la ofrenda propia de su Hijo predilecto como víctima por los pecados de todos los hombres. En esta perspectiva superior nos damos cuenta de que todos, por causa de nuestros pecados, somos responsables de la muerte de Cristo en la cruz: todos, en la medida en que hayamos contribuido mediante el pecado a hacer que Cristo muriera por nosotros como víctima de expiación. También en este sentido se pueden entender las palabras de Jesús: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará” (Mt 17, 22). Cristo, el buen pastor, está presente entre nosotros, en medio de todos los pueblos, las naciones, las generaciones y las razas, corno el que “da su vida por las ovejas”. Cristo en la cruz es un signo de contradicción para todos los crímenes contra el mandamiento de no matar. Dio su vida en sacrificio para la salvación del mundo. “La sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado. Si decimos: ‘no tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros” (1 Jn 1, 7-8). La Cruz de Cristo no cesa de ser 67 para cada uno de nosotros esta llamada misericordiosa y, al mismo tiempo, severa a reconocer y confesar la propia culpa. Es una llamada a vivir en la verdad. TRIDUO PASCUAL La palabra triduo en la práctica devocional católica sugiere la idea de preparación. A veces nos preparamos para la fiesta de un santo con tres días de oración en su honor, o bien pedimos una gracia especial mediante un triduo de plegarias de intercesión. El triduo pascual se consideraba como tres días de preparación a la fiesta de pascua; comprendía el jueves, el viernes y el sábado de la semana santa. Era un triduo de la pasión. En el nuevo calendario y en las normas litúrgicas para la semana santa, el enfoque es diferente. El triduo se presenta no como un tiempo de preparación, sino como una sola cosa con la pascua. Es un triduo de la pasión y resurrección, que abarca la totalidad del misterio pascual. Así se expresa en el calendario: Cristo redimió al género humano y dio perfecta gloria a Dios principalmente a través de su misterio pascual: muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida. El triduo pascual de la pasión y resurrección de Cristo es, por tanto, la culminación de todo el año litúrgico. El triduo comienza con la misa vespertina de la cena del Señor, alcanza su cima en la vigilia pascual y se cierra con las vísperas del domingo de pascua. Esta unificación de la celebración pascual es más acorde con el espíritu del Nuevo Testamento y con la tradición cristiana primitiva. El mismo Cristo, cuando aludía a su pasión y muerte, nunca las disociaba de su resurrección. En el evangelio del miércoles de la segunda semana de cuaresma (Mt 20,17-28) habla de ellas en conjunto: “Lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen, y al tercer día resucitará”. Es significativo que los padres de la Iglesia, tanto san Ambrosio como san Agustín, conciban el triduo pascual como un todo que incluye el sufrimiento de Jesús y también su glorificación. El obispo de Milán, en uno de sus escritos, se refiere a los tres santos días (triduum illud sacrum) como a los tres días en los cuales sufrió, estuvo en la tumba y resucitó, los tres días a los que se refirió cuando dijo: “Destruyan este templo y en tres días lo reedificaré”. San Agustín, en una de sus cartas, se refiere a ellos como "los tres sacratísimos días de la crucifixión, sepultura y resurrección de Cristo". Esos tres días, que comienzan con la misa vespertina del jueves santo y concluyen con la oración de vísperas del domingo de pascua, forman una unidad, y como tal deben ser considerados. Por consiguiente, la pascua cristiana consiste esencialmente en una celebración de tres días, que comprende las partes sombrías y las facetas brillantes del misterio salvífico de Cristo. Las diferentes fases del misterio pascual se extienden a lo largo de los tres días como en un tríptico: cada uno de los tres cuadros ilustra una parte de la escena; juntos forman un todo. Cada cuadro es en sí completo, pero debe ser visto en relación con los otros dos. Interesa saber que tanto el viernes como el sábado santo, oficialmente, no forman parte de la cuaresma. Según el nuevo calendario, la cuaresma comienza el miércoles de ceniza y concluye el jueves santo, excluyendo la misa de la cena del Señor. El viernes y el sábado de la semana santa no son los últimos dos días de cuaresma, sino los primeros dos días del "sagrado triduo". JUEVES SANTO 68 Con la Misa vespertina de hoy damos inicio al Triduo Pascual. Hasta esta hora, el Jueves pertenece a la Cuaresma. Con la Eucaristía de esta tarde entramos ya en la Pascua. Como la última Cena fue un «anticipo» de lo que luego iba a pasar en la cruz, anticipando la entrega del Cuerpo y Sangre de Cristo en el sacramento del pan y del vino, así la Eucaristía de hoy es un anticipo de la Pascua de Cristo, de su Muerte y Resurrección. La Misa de hoy, al recordar la última Cena de Cristo, no es la Eucaristía más importante: lo será la de la Vigilia Pascual, pasado mañana. Para los judíos (1ª. lectura), la Pascua es la celebración anual del gran acontecimiento de su primera Pascua, su éxodo, su liberación de la esclavitud, con el paso del Mar Rojo y la alianza del Sinaí. Para los cristianos (2ª. lectura), esta celebración adquiere un nuevo sentido: es la Pascua de Jesús, su muerte y resurrección, de la que hacemos por encargo del mismo Cristo, un memorial: la Eucaristía, en forma de comida. En ese pan partido y en esa copa de vino, nos ha asegurado Él mismo, que nos da su propia persona, su Cuerpo y su Sangre, para que tengamos su propia vida. Con la institución de la Eucaristía, Jesús comunica a los Apóstoles la participación ministerial en su sacerdocio, el sacerdocio de la Alianza nueva y eterna, en virtud de la cual él, y sólo él, es siempre y por doquier artífice y ministro de la Eucaristía. Los Apóstoles, a su vez, se convierten en ministros de este excelso misterio de la fe, destinado a perpetuarse hasta el fin del mundo. Se convierten, al mismo tiempo, en servidores de todos los que van a participar de este don y misterio tan grandes. La Eucaristía, el supremo sacramento de la Iglesia, está unida al sacerdocio ministerial, que nació también en el Cenáculo, como don del gran amor de Jesús, que “sabiendo que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jn 13, 1). La eucaristía, el sacerdocio y el mandamiento nuevo del amor. ¡Este es el memorial vivo que contemplamos hoy, Jueves Santo! (Cfr. Juan Pablo II, Misa “in cena domini” (20 de abril de 2000): 1º.) La institución de la Sagrada Eucaristía: Cada vez que por orden del Señor, nos reunimos a celebrar la Cena del Señor, se transforma el pan en su propio Cuerpo y el vino en su propia Sangre: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes”; “Este cáliz es la nueva alianza que se sella con mi sangre”; así, Jesús se nos da como alimento en la Sagrada Comunión. San Agustín dice que “si ustedes mismos son Cuerpo y miembros de Cristo, son el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y reciben este sacramento suyo. Responden «amén» (es decir, «Si», «es verdad») a lo que reciben, con lo que, respondiendo, lo reafirman. Oyes decir «el Cuerpo de Cristo», y respondes «amén». Por lo tanto, sé tú verdadero miembro de Cristo para que tu «amén» sea también verdadero” (S. AGUSTÍN, serm. 272) 2º.) El sacerdocio ministerial: Jesús quiso elegir de entre el pueblo a algunos que se consagraran a Él, para continuar en ellos su obra salvadora. En efecto, el ministro consagrado posee, en verdad, el papel del mismo Sacerdote, Cristo Jesús. El sacerdote es asimilado al Sumo Sacerdote Jesús, por la consagración sacerdotal: goza de la facultad de actuar por el poder y en la persona de Cristo mismo, a quien representa (Cfr. Virtute ac persona ipsius Christi; PÍO XII, enc Mediator Dei) En efecto, “Cristo es la fuente de todo sacerdocio, y por eso, el sacerdote, actúa en representación suya” (S. TOMÁS DE A., STh 3, n, 4)). Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los Apóstoles: sin ellos no se puede hablar de Iglesia (S. IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Trall. 3, 1) Grandeza obliga; así, san Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote, exclama: “Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir, es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia (or. 2, 71). Sé de quién somos ministros, dónde nos encontramos y a 69 dónde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza (ibíd. 74). Por tanto, ¿quién es el sacerdote? Es el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en Él, es divinizado y diviniza (ibíd. 73). 3º.) El amor y el servicio a los demás, la proclamación del gran precepto, cuyo cumplimiento nos manifiesta discípulos de Jesucristo, el mandato del amor. Los apóstoles discutían quien era el mayor entre ellos, Jesús le respondió: El que quiera ser grande entro ustedes, deberá amar y servir a los demás. Porque ni aún el Hijo del Hombre vino para que le sirvan, sino para amar y servir, y dar su vida como rescato por todos (Cfr. Mc.10:43.45). El Jueves santo nos exhorta a no dejar que, en lo más profundo, el rencor hacia el otro se transforme en un envenenamiento del alma. Nos exhorta a purificar continuamente nuestra memoria, perdonándonos mutuamente de corazón, lavándonos los pies los unos a los otros, para poder así participar juntos en el banquete de Dios. El Jueves santo es un día de gratitud y de alegría por el gran don del amor hasta el extremo, que el Señor nos ha hecho. Oremos al Señor, en esta hora, para que la gratitud y la alegría se transformen en nosotros en la fuerza para amar juntamente con su amor. VIERNES SANTO Los frutos de la cruz Hoy es el primer día del Triduo Pascual, que inauguramos con la Eucaristía vespertina de ayer. De esa gran unidad que forman la muerte y la resurrección de Jesús y que llamamos «Pascua», hoy celebramos de modo intenso el primer acto, la «Pascha Crucifixionis». Aunque este recuerdo de la muerte está ya hoy lleno de esperanza y victoria. A su vez, la fiesta de la Resurrección, a partir de la Vigilia Pascual, seguirá teniendo presente el paso por la muerte: «Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado», diremos en el prefacio pascual. Los frutos de la Cruz no se hicieron esperar. Uno de los ladrones, después de reconocer sus pecados, se dirige a Jesús: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”. Le habla con la confianza que le otorga el ser compañero de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes de Cristo, de su vida, de sus milagros. Ahora ha coincidido con Él en los momentos en que parece estar oculta su divinidad. Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el Calvario: su silencio que impresiona, su mirar lleno de compasión ante las gentes, su majestad grande en medio de tanto cansancio y de tanto dolor. Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: expresan el resultado final de un proceso que se inició en su interior desde el momento en que se unió a Jesús. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor. Escuchó el Señor emocionado, entre tantos insultos, aquella voz que le reconocía como Dios. Debió producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento. Yo te aseguro, le dijo, que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso. La eficacia de la Pasión no tiene fin. Ha llenado el mundo de paz, de gracia, de perdón, de felicidad en las almas, de salvación. Aquella Redención que Cristo realizó una vez, se aplica a cada hombre, con la cooperación de su libertad. Cada uno de nosotros puede decir en verdad: “el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí”. No ya por “nosotros”, de modo genérico, sino por mí, como si fuese único. Se actualiza la Redención salvadora de Cristo cada vez que en el altar se celebra la Santa Misa. “Jesucristo quiso someterse por amor, con plena conciencia, entera libertad y corazón sensible (…). Nadie ha muerto como Jesucristo, porque era la misma vida. Nadie ha expiado el pecado como Él, 70 porque era la misma pureza”. Nosotros estamos recibiendo ahora copiosamente los frutos de aquel amor de Jesús en la Cruz. Sólo nuestro “no querer” puede hacer baldía la Pasión de Cristo. Muy cerca de Jesús está su Madre, con otras santas mujeres. También está allí Juan, el más joven de los Apóstoles. Jesús, viendo a su Madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo. Luego dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa”. Jesús, después de darse a sí mismo en la última Cena, nos da ahora lo que más quiere en la tierra, lo más precioso que le queda. Le han despojado de todo. Y Él nos da a María como Madre nuestra. Este gesto tiene un doble sentido. Por una parte se preocupa de la Virgen, cumpliendo con toda fidelidad el cuarto Mandamiento del Decálogo. Por otra, declara que Ella es nuestra Madre. “La Santísima Virgen avanzó también en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo de pie” (Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en quien todos estamos representados. Con María, nuestra Madre, nos será más fácil, y por eso le cantamos con el himno litúrgico: “¡Oh dulce fuente de amor!, hazme sentir tu dolor para que llore contigo. Hazme contigo llorar y dolerme de veras de sus penas mientras vivo; porque deseo acompañar en la cruz, donde le veo, tu corazón compasivo. Haz que me enamore su cruz y que en ella viva y more…” LA VIGILIA PASCUAL El domingo, día del Señor En esta noche el Señor resucitó e inauguró para nosotros en su carne, la vida en que no hay muerte. Cuando aquellas mujeres que lo amaban vinieron a su sepulcro, en su busca, supieron por los ángeles que había ya resucitado durante la noche. El Mesías, prenda de nuestra resurrección, ¡Ha Resucitado! Esta será para nosotros una ley eterna hasta el fin del mundo. Por tanto, es paso de Cristo de este mundo al Padre; de la muerte a la vida; de la derrota y el fracaso a la victoria definitiva. Es el paso del cristiano de la muerte del pecado a la vida de Dios; de las tinieblas a la luz; de la esclavitud a la libertad; de la condición de siervo a la del Hijo. Por esto llamamos a Cristo, «nuestra Pascua»: «Cristo, nuestra Pascua, se inmoló (1 Co 5,7). Él fue para nosotros el paso único y el puente definitivo para pasar nosotros al Padre. ¡Ha Resucitado! Es lo que celebramos esta noche. Y la liturgia se vuelca en ello con toda la exuberancia de signos: fuego, luz, agua, Palabras, cantos, flores. Todo es vida. Todo proclama la resurrección de Jesús. Todo, esta noche es un grito de fiesta. Todo se puede resumir en una palabra significativa, que se canta con toda el alma.- ¡ALELUYA! Del hebreo Hallelú-Yah, significa: alaben, con sentido de júbilo, y Yah, que es abreviación de Yahvé (el Señor). Significa: ¡Alaben al Señor! La Iglesia en su culto la ha usado desde el principio, como aparece en el Apocalipsis (19,4). En la liturgia el Aleluya es manifestación del culto cristiano que prorrumpe en la solemnidad de la Pascua y se repite en la cincuentena pascual. La palabra «vigilia», aquí tiene un sentido propio: «una noche en vela». La Vigilia Pascual supone que «pasamos en vela la noche en que el Señor resucitó»: es la madre de todas las vigilias. Es la Solemnidad de las Solemnidades, la noche primordial de todo el año. Más importante que la Navidad, que también tiene su celebración nocturna. La Pascua de Resurrección es la primera de todas las solemnidades cristianas, y la raíz y el fundamento de todas ellas. Estamos en la cumbre de la Historia de la Salvación y en el centro y corazón de toda la liturgia cristiana. Cristo ha resucitado, según las 71 Escrituras (1 Co 15,4). Este es el núcleo central de la predicación apostólica, del kerigma primitivo (Hch 2, 24-32; 3, 5; 4, 10, 33, 34; Lc 24,46). Y el fundamento de la fe cristiana (1 Co 15,1 7). La Resurrección de Jesús, tal como Pedro la proclama ante los primeros gentiles convertidos (Hch 10,36 43), es el «acontecimiento-síntesis», que abarca e ilumina la totalidad del Misterio de Cristo. La resurrección de Cristo inaugura el tiempo de la «nueva-creación» en el mundo (Rm 1,4; 2 Co 13,4; Flp 2,9-10), y en nosotros (Rm 6,4; Co 5,1 7; 1 P 1,3-4). Pascua es la fiesta de la alegría, del triunfo, de la vida: en contraste con las tristezas de los días pasados, el recordar y revivir la tragedia del Calvario y el escándalo de la Cruz, hoy nos llena de alegría de la primavera cristiana en la que nacemos a una nueva existencia, a una nueva vida (Rm 6,4). Pascua es la fiesta de la luz. Este cirio cuya luz nos ilumina, es el símbolo de Cristo, luz de los hombres y del mundo (Jn 1,4.9; 8,12). Ese lucero encendido en la noche de Pascua «no volverá a conocer ocaso» (Pregón pascual). Pascua es la fiesta de la libertad: La humanidad estaba encadenada a los pies del peor de los amos, era esclava del pecado (Rm 6,17-18), pero ahora por la Resurrección de Cristo, «libres del pecado y siervos de Dios, tienen por fruto la santificación y por fin, la vida eterna» (Rm 6,22). El día del Señor. «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo» (SC 106). Aquí es donde toda la comunidad de los fieles encuentra al Señor resucitado que los invita a su banquete (Cfr. Jn 21,12; Lc 24,30): El día del Señor, el día de la resurrección, el día de los cristianos, es nuestro día. Por eso es llamado día del Señor: porque es en este día cuando el Señor subió victorioso junto al Padre (Cfr. S. JERÓNIMO, pasch). El domingo es el día por excelencia de la asamblea litúrgica, en que los fieles “deben reunirse para, escuchando la Palabra de Dios y participando en la eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los ‘hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (SC 106). Cuando meditamos, oh Cristo, las maravillas que fueron realizadas en este día del domingo de tu santa resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación… la salvación del mundo… la renovación del género humano… en él el Cielo y la Tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de Luz. Bendito es el día del domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entraran en él sin temor” (Fangith, Oficio Siriaco de Antioquía, Vol. 6, 1º. parte del verano, p. 193, 2) . Domingo de la resurrección del Señor Este Domingo es el tercer día del Triduo Pascual, que ha tenido en la Vigilia su punto culminante y, a la vez, el primer día de la Cincuentena Pascual, las siete semanas de celebración de la Pascua, que concluirá con Pentecostés, el nombre griego del “día quincuagésimo”. Pascua es el día que hizo el Señor, el día grande, la solemnidad de las solemnidades, el día rey, el día primero, día sin noche, tiempo sin tiempo, edad definitiva, primavera de primaveras… pasión inusitada. La Resurrección es la verdad fundamental del cristianismo y el motivo y garantía de nuestra esperanza. El concilio Vaticano II enseña que “la Iglesia celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón ‘día del Señor’ o domingo’ (SC 106). En efecto, durante el tiempo pascual la Iglesia vuelve a contemplar este inefable misterio con su pensamiento, con su reflexión, y sobre todo con su oración. Más aún, vuelve a ello cada domingo del año, porque cada domingo es una pequeña pascua, que recuerda y representa la muerte y resurrección de Jesús. Así, la Pascua no es un episodio aislado, sino que está unido a nuestro destino y a nuestra salvación. La Pascua es una fiesta muy nuestra que nos afecta interiormente, porque, como dice San Pablo: “Cristo fue entregado por nuestros pecados, y fue 72 resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 25). Así la suerte de Cristo se convierte en la nuestra, su pasión se convierte en la nuestra y su resurrección en nuestra resurrección. Para los primeros cristianos la participación en las celebraciones dominicales constituía la expresión natural de su pertenencia a Cristo, de la comunión con su Cuerpo místico, en la gozosa espera de su vuelta gloriosa. Esta pertenencia se manifestó de manera heroica en la historia de los mártires de Abitina, que afrontaron la muerte, exclamando: ‘Sine dominico non possumus’, es decir, sin reunirnos en asamblea el domingo para celebrar la Eucaristía no podemos vivir. ¡Cuánto más hoy es preciso reafirmar el carácter sagrado del día del Señor y la necesidad de participar en la misa dominical! El contexto cultural en que vivimos, a menudo marcado por la indiferencia religiosa y el secularismo que ofusca el horizonte de lo trascendente, no debe hacernos olvidar que el pueblo de Dios, nacido del acontecimiento pascual, debe volver a él como a su fuente inagotable, para comprender cada vez mejor los rasgos de su identidad y las razones de su existencia. El concilio Vaticano II, después de indicar el origen del domingo, prosigue así: “En este día los fieles deben reunirse para, escuchando la palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, resurrección y gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos” (SC 106). El domingo fue elegido por Cristo mismo, que en aquel día, “el primer día de la semana”, resucitó y se apareció a los discípulos (cf. Mt 28, 1; Mc 16, 9; Lc 24, 1; Jn 20, 1. 19; Hch 20, 7; 1 Co 16, 2), apareciéndose de nuevo “ocho días después” (Jn 20, 26). El domingo es el día en el que el Señor resucitado se hace presente a los suyos, los invita a su mesa y los hace partícipes para que ellos, unidos y configurados con él, puedan rendir el culto debido a Dios. Necesitamos recobrar el valor del Domingo, necesitamos profundizar cada vez más en la importancia del ‘día del Señor’. La Eucaristía es el pilar fundamental del domingo y de toda la vida del cristiano: en cada celebración eucarística dominical se realiza la santificación del pueblo cristiano, hasta el domingo sin ocaso, día del encuentro definitivo de Dios con sus criaturas. Recuperemos el sentido cristiano del domingo. Ojalá que el ‘día del Señor’, que podría llamarse también el ‘señor de los días’, cobre nuevamente todo su relieve y se perciba y viva plenamente en la celebración de la Eucaristía, raíz y fundamento de un auténtico crecimiento de la comunidad cristiana (cf. PO 6). Oh Jesús, vencedor de la muerte y del pecado, tuyos somos y tuyos queremos ser: nosotros y nuestras familias y cuanto tenemos de más querido y precioso, en los ardores de la juventud, en la prudencia de la edad madura, en los inevitables desconsuelos y renuncias de la vejez incipiente y ya avanzada: siempre tuyos. Y danos tu bendición, y derrama en todo el mundo tu paz, oh Jesús, como lo hiciste al reaparecer por vez primera en la mañana de Pascua a tus más íntimos, y como seguiste haciéndolo en las sucesivas apariciones en el Cenáculo, junto al lago, en el camino: No tengan miedo, Yo estoy con ustedes todos los días. Que por intercesión de Nuestra Señora de la Soledad, el domingo, cada domingo, sea para nosotros el gran día, que saltemos de gozo y de alegría, que no se aparte nunca de nuestra memoria y que sea el comienzo de una vida de esperanza y de amor, de luz y de salvación. TIEMPO DE PASCUA El tiempo pascual comprende cincuenta días (en griego = "pentecostés", vividos y celebrados como un solo día: "los cincuenta días que median entre el domingo de la Resurrección hasta el domingo de 73 Pentecostés se han de celebrar con alegría y júbilo, como si se tratara de un solo y único día festivo, como un gran domingo" (Normas Universales del Año Litúrgico, n 22). El tiempo pascual es el más fuerte de todo el año, que se inaugura en la Vigilia Pascual y se celebra durante siete semanas hasta Pentecostés. Es la Pascua (paso) de Cristo, del Señor, que ha pasado el año, que se inaugura en la Vigilia Pascual y se celebra durante siete semanas, hasta Pentecostés. Es la Pascua (paso) de Cristo, del Señor, que ha pasado de la muerte a la vida, a su existencia definitiva y gloriosa. Es la pascua también de la Iglesia, su Cuerpo, que es introducida en la Vida Nueva de su Señor por medio del Espíritu que Cristo le dio el día del primer Pentecostés. El origen de esta cincuentena se remonta a los orígenes del Año litúrgico. Los judíos tenían ya la "fiesta de las semanas" (ver Dt 16,9-10), fiesta inicialmente agrícola y luego conmemorativa de la Alianza en el Sinaí, a los cincuenta días de la Pascua. Los cristianos organizaron muy pronto siete semanas, pero para prolongar la alegría de la Resurrección y para celebrarla al final de los cincuenta días la fiesta de Pentecostés: el don del Espíritu Santo. Ya en el siglo II tenemos el testimonio de Tertuliano que habla de que en este espacio no se ayuna, sino que se vive una prolongada alegría. La liturgia insiste mucho en el carácter unitario de estas siete semanas. La primera semana es la "octava de Pascua', en la que ya por rradici6n los bautizados en la Vigilia Pascual, eran introducidos a una más profunda sintonía con el Misterio de Cristo que la liturgia celebra. La "octava de Pascua" termina con el domingo de la octava, llamado "in albis", porque ese día los recién bautizados deponían en otros tiempos los vestidos blancos recibidos el día de su Bautismo. Dentro de la Cincuentena se celebra la Ascensi6n del Señor, ahora no necesariamente a los cuarenta días de la Pascua, sino el domingo séptimo de Pascua, porque la preocupaci6n no es tanto cronológica sino teol6gica, y la Ascensión pertenece sencillamente al misterio de la Pascua del Señor. Y concluye todo con la donaci6n del Espíritu en Pentecostés. La unidad de la Cincuentena que da también subrayada por la presencia del Cirio Pascual encendido en todas las celebraciones, hasta el domingo de Pentecostés. Los varios domingos no se llaman, como antes, por ejemplo, "domingo III después de Pascua", sino "domingo III de Pascua". Las celebraciones litúrgicas de esa Cincuentena expresan y nos ayudan a vivir el misterio pascual comunicado a los discípulos del Señor Jesús. OCTAVA DE PASCUA Lunes Mt 28, 8-15 (Cfr. Benedicto XVI, 9 de abril de 2007) Vayan a decir a mis hermanos que vayan a Galilea. Allá me verán. En el clima de la alegría pascual, la liturgia de hoy nos lleva al sepulcro, donde María Magdalena y la otra María, según el relato de san Mateo, impulsadas por el amor a él, habían ido a ‘visitar’ la tumba de Jesús. El evangelista narra que Jesús les salió al encuentro y les dijo: “No teman. Vayan, avisen a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán” (Mt 28, 10). Verdaderamente experimentaron una alegría inefable al ver de nuevo a su Señor, y, llenas de entusiasmo, corrieron a comunicarla a los discípulos. Hoy el Resucitado nos repite a nosotros, como a aquellas mujeres que habían permanecido junto a él durante la Pasión, que no tengamos miedo de convertirnos en mensajeros del anuncio de su resurrección. No tiene nada que temer quien se encuentra con Jesús resucitado y a él se encomienda dócilmente. Este es el mensaje que los cristianos están llamados a difundir hasta los últimos confines de la tierra. 74 El cristiano, como sabemos, no comienza a creer al aceptar una doctrina, sino tras el encuentro con una Persona, con Cristo muerto y resucitado. Queridos amigos, en nuestra existencia diaria son muchas las ocasiones que tenemos para comunicar de modo sencillo y convencido nuestra fe a los demás; así, nuestro encuentro puede despertar en ellos la fe. Y es muy urgente que los hombres y las mujeres de nuestra época conozcan y se encuentren con Jesús y, también gracias a nuestro ejemplo, se dejen conquistar por él. Ahora, después de la resurrección, la Madre del Redentor se alegra con los ‘amigos’ de Jesús, que constituyen la Iglesia naciente. Que Ella mantenga viva la fe en la resurrección en cada uno de nosotros y nos convierta en mensajeros de la esperanza y del amor de Jesucristo. Martes Jn 20, 11-18 He visto al Señor y me ha dado este mensaje: “…ve a mis hermanos y diles: Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios” (Jn 20, 17). El carácter velado de la gloria del Resucitado durante este tiempo se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: “Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y su Padre, a mi Dios y su Dios” (Jn 20, 17). Esto indica una diferencia de manifestación entre la gloria de Cristo resucitado y la de Cristo exaltado a la derecha del Padre. El acontecimiento a la vez histórico y trascendente de la Ascensión marca la transición de una a otra (Cfr. CIgC 660). “Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre” (Jn 3, 13; cf, Ef 4, 8-10). Dejada a sus fuerzas naturales, la humanidad no tiene acceso a la “Casa del Padre” (Jn 14, 2), a la vida y a la felicidad de Dios. Solo Cristo ha podido abrir este acceso al hombre, “ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su Reino” (MR, Prefacio de la Ascensión). Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: "Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada" (San Juan Damasceno, f.o. 4, 2; PG 94, 1104 C; CIgC 663). Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con él eternamente (Cfr. CIgC 666). Miércoles Lc 24, 13-35 (Cfr. Benedicto XVI, 26 de marzo de 2008) Lo reconocieron al partir el pan. La enseñanza de Jesús, la explicación de las profecías, fue para los discípulos de Emaús como una revelación inesperada, luminosa y consoladora. Jesús daba una nueva clave de lectura de la Biblia y ahora todo quedaba claro, precisamente orientado hacia este momento. Conquistados por las palabras del caminante desconocido, le pidieron que se quedara a cenar con ellos. Y él aceptó y se sentó a la mesa con ellos. El evangelista san Lucas refiere: “Sucedió que, cuando se puso a la mesa con ellos, tomó el pan, pronunció la bendición, lo partió y se lo iba dando” (Lc 24, 30). Fue precisamente en ese momento cuando se abrieron los ojos de los dos discípulos y lo reconocieron, “pero él desapareció de su lado” (Lc 24, 31). Y ellos, llenos de asombro y alegría, comentaron: “¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32). En todo el año litúrgico, y de modo especial en la Semana santa y en la semana de Pascua, el Señor está en camino con nosotros y nos explica las Escrituras, nos hace comprender este misterio: todo habla de él. Esto también debería hacer arder nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos. El 75 Señor está con nosotros, nos muestra el camino verdadero. Como los dos discípulos reconocieron a Jesús al partir el pan, así hoy, al partir el pan, también nosotros reconocemos su presencia. Los discípulos de Emaús lo reconocieron y se acordaron de los momentos en que Jesús había partido el pan. Y este partir el pan nos hace pensar precisamente en la primera Eucaristía, celebrada en el contexto de la última Cena, donde Jesús partió el pan y así anticipó su muerte y su resurrección, dándose a sí mismo a los discípulos. Jesús parte el pan también con nosotros y para nosotros, se hace presente con nosotros en la santa Eucaristía, se nos da a sí mismo y abre nuestro corazón. En la santa Eucaristía, en el encuentro con su Palabra, también nosotros podemos encontrar y conocer a Jesús en la mesa de la Palabra y en la mesa del Pan y del Vino consagrados. Cada domingo la comunidad revive así la Pascua del Señor y recibe del Salvador su testamento de amor y de servicio fraterno. Que María encienda nuestro corazón, de forma que se abran igualmente nuestros ojos, y reconozcamos a Jesús al partir el pan. Jueves Lc 24, 35-48 (Cfr. Benedicto XVI, 26 de marzo de 2008) Está escrito, que Cristo tenía qué padecer, y tenía que resucitar de entre los muertos al tercer día. Cada domingo, en el Credo, renovamos nuestra profesión de fe en la resurrección de Cristo, acontecimiento sorprendente que constituye la clave de bóveda del cristianismo. En la Iglesia todo se comprende a partir de este gran misterio, que ha cambiado el curso de la historia y se hace actual en cada celebración eucarística. Cada año, en el ‘santísimo Triduo de Cristo crucificado, muerto y resucitado’, como lo llama san Agustín, la Iglesia recorre, en un clima de oración y penitencia, las etapas conclusivas de la vida terrena de Jesús: su condena a muerte, la subida al Calvario llevando la cruz, su sacrificio por nuestra salvación y su sepultura. Luego, al ‘tercer día’, la Iglesia revive su resurrección: es la Pascua, el paso de Jesús de la muerte a la vida, en el que se realizan en plenitud las antiguas profecías. Toda la liturgia del tiempo pascual canta la certeza y la alegría de la resurrección de Cristo. Hemos de renovar constantemente nuestra adhesión a Cristo muerto y resucitado por nosotros: su Pascua es también nuestra Pascua, porque en Cristo resucitado se nos da la certeza de nuestra resurrección. La noticia de su resurrección de entre los muertos no envejece y Jesús está siempre vivo; y también sigue vivo su Evangelio. “La fe de los cristianos, afirma san Agustín, es la resurrección de Cristo”. Los Hechos de los Apóstoles lo explican claramente: “Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los muertos” (Hch 17, 31). En efecto, no era suficiente la muerte para demostrar que Jesús es verdaderamente el Hijo de Dios, el Mesías esperado. ¡Cuántos, en el decurso de la historia, han consagrado su vida a una causa considerada justa y han muerto! Y han permanecido muertos. La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con el que nos ha amado hasta sacrificarse por nosotros; pero sólo su resurrección es ‘prueba segura’, es certeza de que lo que afirma es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos. Al resucitarlo, el Padre lo glorificó. San Pablo escribe en la carta a los Romanos: “Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo” (Rm 10, 9). Viernes Jn 21, 1-14 Se acercó Jesús, tomó el pan y se lo dio a sus discípulos y también el pescado. “Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla” (Jn 21, 4). Al rayar el alba, el Resucitado se apareció a los Apóstoles, que habían pasado toda la noche trabajando en vano en el lago de Tiberíades. El evangelista 76 precisa que aquella noche “no pescaron nada” (Jn 21, 3), y añade que no tenían nada que comer. A la invitación de Jesús: “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán” (Jn 21, 6), obedecieron sin dudar. Pronta fue su respuesta y grande su recompensa, porque “por la abundancia de peces no tenían fuerzas para sacar la red” (Jn 21, 6), que había estado vacía durante la noche. ¡Cómo no ver en este episodio, que san Juan narra en el epílogo de su evangelio, un signo elocuente de lo que el Señor sigue realizando en la Iglesia y en el corazón de los creyentes, que confían en él sin reservas! Los santos son testigos singulares del extraordinario don que Cristo resucitado concede a todo bautizado: el don de la santidad. “Aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro: ‘Es el Señor’” (Jn 21, 7). En el evangelio hemos escuchado, ante el milagro realizado, que un discípulo reconoce a Jesús. También los otros lo harán después. El pasaje evangélico, al presentarnos a Jesús que “se acerca, toma el pan y se lo da” (Jn 21, 13), nos señala cómo y cuándo podemos encontrarnos con Cristo resucitado: en la Eucaristía, donde Jesús está realmente presente bajo las especies de pan y de vino. Sería triste que esa presencia amorosa del Salvador, después de tanto tiempo, fuera aún desconocida por la humanidad. Cuando los discípulos lo reconocen junto al lago de Tiberíades, se afianza su fe en que Cristo ha resucitado y está presente en medio de los suyos. La Iglesia, desde hace dos milenios, no se cansa de anunciar y repetir esta verdad fundamental de la fe. Sábado Mc 16, 9-15 Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio. Las palabras de despedida de Cristo a sus discípulos no sólo son una invitación, sino también un desafío a ir y proclamar la buena nueva. La evangelización, entendida de este modo, es una tarea en la que todos los miembros de la Iglesia participan en virtud de su bautismo. Por tanto, todos los bautizados “deben dar testimonio de Cristo en todas partes y han de dar razón de su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan” (LG 10). Ante los ataques a la Iglesia, la indiferencia religiosa y el divorcio entre la vida y la fe de no pocos hermanos nuestros, Cristo nos llama a un compromiso especial en el ministerio de la “Nueva Evangelización”. Para quienes se han alejado de la vivencia de la fe o nunca han vivido la fe en Cristo, el mensaje salvífico de Cristo en nuestro ambiente, nos exige a todos manifestar de forma inteligente y creíble nuestra fe. La misión de enseñar a los fieles a respetar y proclamar el Evangelio corresponde a los padres, a los maestros y a los catequistas de hoy. Por esta razón, una tarea fundamental de todo obispo es esforzarse por contar con laicos bien formados, preparados y dispuestos a ser maestros de la fe. Es preciso animarnos a participar en el apostolado fundamental de la Palabra de Salvación. Uno de los signos distintivos del servicio apostólico a la Iglesia es la proclamación audaz del Evangelio (cf. Hch 2, 28. 30-31). No hay mucho tiempo, no podemos seguir indiferentes ante tanta urgencia, que hay en nuestra parroquia, muchas personas necesitan caminar con Jesús, pero no se han encontrado con Él, por esto hay también Jesús nos dice a nosotros: Vayan a sus hermanos y predíquenles el evangelio, es decir, a Jesús, con el que nos hemos encontrado hoy. SEGUNDA SEMANA Lunes Jn 3, 1-8 77 El que no nace del agua y del Espíritu, no puede entrar en el Reino de Dios. A la luz del Evangelio, que hemos escuchado podemos comprender mejor el significado del bautismo como primer sacramento, en cuanto es obra del Espíritu Santo. Jesús mismo había aludido a ello en el coloquio con Nicodemo: “En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3, 5): En aquel mismo coloquio Jesús alude también a su futura muerte en la cruz (cf. Jn 3, 14-15) y a su exaltación celeste (cf. Jn 3, 13); es el bautismo del sacrificio, del que el bautismo de agua, el primer sacramento de la Iglesia, recibirá la virtud de obrar el nacimiento por el Espíritu Santo y de abrir a los hombres “la entrada al reino de Dios”. En efecto, como escribe San Pablo a los Romanos, “cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte. Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva” (Rm 6, 3-4). Este camino bautismal en la vida nueva tiene inicio el día de Pentecostés en Jerusalén. El Apóstol san pablo nos ilustra sobre el significado de nacer del agua y del Espíritu para entrar en el Reino de Dios, sobre nuestro bautismo, en sus Cartas (cf. 1 Co 6, 11; Tt 3, 5; 2 Co 1, 22; Ef 1, 13). Él lo concibe como un “baño de peregrinación y de renovación del Espíritu Santo” (Tt 3, 5), heraldo de justificación “en el nombre del Señor Jesucristo” (1 Co 6, 11; cf. 2 Co 1, 22); como un “sello del Espíritu Santo de la Promesa” (Ef 1, 13); como “arras del Espíritu en nuestros corazones” (2 Co 1, 22). Dada esta presencia del Espíritu Santo en los bautizados, el Apóstol recomendaba a los cristianos de entonces y lo repite también a nosotros hoy: “No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, con el que fueron sellados para el día de la redención” (Ef 4, 30). Martes Jn 3, 7-15 Nadie ha subido al cielo, sino el Hijo del Hombre, que bajó del cielo. Al respecto, san Agustín enseña: “…nuestro Señor Jesucristo ha subido al cielo; suba también con él nuestro corazón. Oigamos lo que nos dice el Apóstol: Si han sido resucitados con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la diestra de Dios. Pongan su corazón en las cosas del cielo, no en las de la tierra. Pues, del mismo modo que él subió sin alejarse por ello de nosotros, así también nosotros estamos ya con él allí, aunque todavía no se haya realizado en nuestro cuerpo lo que se nos promete. Él ha sido elevado ya a lo más alto de los cielos; sin embargo, continúa sufriendo en la tierra a través de las fatigas que experimentan sus miembros. Así lo atestiguó con aquella voz bajada del cielo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Y también: Tuve hambre y me disteis de comer. ¿Por qué no trabajamos nosotros también aquí en la tierra, de manera que, por la fe, la esperanza y la caridad que nos unen a él, descansemos ya con él en los cielos? Él está allí, pero continúa estando con nosotros; asimismo, nosotros, estando aquí, estamos también con él. Él está con nosotros por su divinidad, por su poder, por su amor; nosotros, aunque no podemos realizar esto como él por la divinidad, lo podemos sin embargo por el amor hacia él. Él, cuando bajó a nosotros, no dejó el cielo; tampoco nos ha dejado a nosotros, al volver al cielo. Él mismo asegura que no dejó el cielo mientras estaba con nosotros, pues que afirma: Nadie ha subido al cielo sino aquel que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Esto lo dice en razón de la unidad que existe entre él, nuestra cabeza, y nosotros, su cuerpo. Y nadie, excepto él, podría decirlo, ya que nosotros estamos identificados con él, en virtud de que él, por nuestra causa, se hizo Hijo del hombre, y nosotros, por él, hemos sido hechos hijos de Dios. Por tanto, Cristo bajó del cielo, por su misericordia, pero ya no subió él solo, puesto que nosotros subimos también en él por la gracia. Así, pues, Cristo descendió él solo, pero ya no ascendió él solo; no es 78 que queramos confundir la divinidad de la cabeza con la del cuerpo, pero sí afirmamos que la unidad de todo el cuerpo pide que éste no sea separado de su cabeza” (Sermones 98, Sobre la Ascensión del Señor, 12; PLS 2, 494-495). Miércoles Jn 3, 16-21 Dios envío a su Hijo al Mundo para que el mundo se salve por Él. Estas palabras del Evangelio de Juan, hablan de la misión, que el Padre encomendó a su Hijo Jesús, que tiene su culminación en su pasión, muerte y resurrección. En efecto, Él, por el misterio pascual, ha realizado la liberación del hombre del mal principal, el pecado, mediante la redención. El Padre Dios, ha venido a Jesús a “salvar a su pueblo” (cf. Mt 1, 21): “Cristo Jesús, hombre... se entregó como rescate por todos” (1 Tim 2, 5-6). “Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo... para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, para que recibiéramos la filiación adoptiva” (cf. Gál 4, 4-5). En Él “tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos” (Ef 1, 7). “En esto consiste el amor: No en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados” (1 Jn 4, 10). Pues “la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado” (1 Jn 1, 7). “Él es víctima de propiciación por nuestros pecados; no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero” (1 Jn 2, 2). “...Él se manifestó para quitar los pecados y en Él no hay pecado” (1 Jn 3, 5). En esto precisamente se contiene la revelación más completa del amor con que Dios amó al hombre: esta revelación se ha realizado en Cristo y por medio de Él. “En esto hemos conocido lo que es amor: en que Él dio su vida por nosotros...” (1 Jn 3, 16). Por lo tanto, la redención es el regalo de amor por parte de Dios en Cristo. El Apóstol es consciente de que su “vida en la carne” es la vida “en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gál 2, 20). Con este don del amor de Dios en Cristo, totalmente gratuito, comienza la obra de la salvación. Dios envío a su Hijo al Mundo para que el mundo se salve por Él. Jueves Jn 3, 31-36 El Padre ama a su Hijo y todo lo ha puesto en sus manos. Así, en la oración sacerdotal, dirigida al Padre en la Última Cena, Jesús dice: “Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Se trata del amor con el que el Padre ha amado al Hijo “antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24). El misterio de la Santísima Trinidad nos revela que el Padre eterno ama al Hijo, el Hijo ama al Padre, y este mutuo amor del Padre y el Hijo es la persona del Espíritu Santo. Es mas, el Padre se comunica a Sí mismo totalmente al Hijo que es Dios de Dios, luz de luz. El Espíritu Santo que procede del Padre y el Hijo es junto con el Padre y el Hijo un solo Dios que es comunión en la profundidad de su misterio. Este misterio trinitario de amor y comunión es el modelo eminente para las relaciones humanas y es el fundamento del diálogo. “Yo amo al Padre” (Jn 14, 31). Al mismo tiempo cada uno de nosotros puede decir en Cristo: “El Padre me ama”, precisamente porque Jesús dijo: “El Padre ama al Hijo” (Jn 3, 35). Esta conciencia de estar en Cristo, de amar a su Padre y de ser amados por El es una fuente de fortaleza pastoral. Ella confirma el sentido de nuestras vidas. Es un motivo para dar gracias al Padre y para alabar infinitamente a Jesucristo. Dios ama al mundo. Y a pesar de todos sus rechazos, seguirá amándolo hasta el fin. “El Padre nos ama” desde siempre y para siempre. Este anuncio asombroso se deposita en el corazón de todo creyente que, como el discípulo amado por Jesús, reclina su cabeza en el pecho del Maestro y recoge sus confidencias: “El que me ama será amado por mi Padre; y yo lo amaré y me manifestaré a él” (Jn 14, 21), 79 porque “ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo” (Jn 17, 3). Viernes Jn 6, 1-15 Jesús distribuyo el pan a los que estaban sentados, hasta que se saciaron. Jesús tomó los panes, y, después de orar, los distribuyó. Los milagros de la multiplicación de los panes, cuando el Señor dijo la bendición, partió y distribuyó los panes por medio de sus discípulos para alimentar la multitud, prefiguran la sobreabundancia del único pan de su Eucaristía (cf. Mt 14,13-21; 15, 32-29). En efecto, después de la multiplicación de los panes, Jesús revela que no vino solamente para dar un pan de la tierra, sino el pan del cielo, un pan que da la Vida eterna. Este pan no es solamente el Pan de la Palabra de Dios, es su persona misma, su cuerpo y su sangre: el don de Dios por excelencia. Jesús revela que aquellos que “comen su cuerpo y beben su sangre permanecen en él y él permanece en ellos”. Después de esta revelación Jesús dijo: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre...el que come mi Carne y bebe mi Sangre, tiene vida eterna...permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 51.54.56). La señal del maná era el anuncio del acontecimiento de Cristo, que saciaría el hambre de eternidad del hombre, convirtiéndose él mismo en el “pan vivo” que “da la vida al mundo”. ¡Misterio de nuestra salvación! Cristo, único Señor ayer, hoy y siempre, quiso unir su presencia salvífica en el mundo y en la historia al sacramento de la Eucaristía. Quiso convertirse en pan partido, para que todos los hombres pudieran alimentarse con su misma vida, mediante la participación en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La participación diaria en la Eucaristía, alimento de vida eterna, es capaz de transformar nuestra existencia. Este pan de salvación, sostiene nuestras fuerzas a lo largo del peregrinar de esta vida, nos hace desear la Vida eterna y nos une ya desde ahora a la Iglesia del cielo, a la Santa Virgen María y a todos los santos. Sábado Jn 6, 16-21 Vieron a Jesús caminando sobre las aguas. Ya de madrugada, cuando la luz empezaba a disipar las tinieblas, una figura humana se acerca a ellos caminando sobre el mar. Los discípulos “se asustaron y gritaron de miedo, pensando que era un fantasma”. ¿Quién en su sano juicio podría pensar que era un hombre de carne y hueso quien se acercaba caminando tranquilamente sobre las aguas? Los seres humanos, los vivos, no caminan sobre las aguas. Es comprensible que pensaran que se trataba de un fantasma, considerando además que este tipo de creencias, como en nuestros días, también eran comunes entre las gentes de entonces. A los asustados discípulos el Señor les dice: “¡Ánimo, soy yo, no tengan miedo!”. La expresión “Soy yo”, se identifica no sólo como Jesús, sino que de este modo, como dice San Jerónimo, “podían conocer [los discípulos] que el que les hablaba era el mismo que sabían ellos habló a Moisés en estos términos: “Dirás esto a los hijos de Israel: Yo soy me ha mandado a ustedes” (Ex 3,14)”. La expresión del Señor Jesús puede entenderse entonces como un “no teman, soy Jesús, tengan confianza en mí, porque Yo soy Dios que está con ustedes.” Nuestra vida es como una pequeña barca en medio de la inmensidad del mar, pequeña, frágil, zarandeada a veces por fuertes vientos y tempestades, las pruebas de la vida que nos hacen percibir nuestra terrible fragilidad e inconsistencia. Cristo nos ayuda a nosotros a superar los momentos difíciles de la vida, si nos dirigimos a él con, fe y esperanza para pedirle ayuda. “¡Animo!, soy yo; no teman” (Mt 14, 27). Una 80 fe fuerte, de la que brota una esperanza ilimitada, virtud tan necesaria hoy, libra al hombre del miedo y le da la fuerza espiritual para resistir a todas las tempestades de la vida. ¡No tengáis miedo de Cristo! Fiémonos de él hasta el fondo. Sólo él “tiene palabras de vida eterna”. Cristo no defrauda jamás. TERCERA SEMANA Lunes Jn 6, 22-29 No trabajen por el alimento que se acaba, sino por el que dura para la vida eterna. Cuando luego de embarcarse la multitud lo vuelve a encontrar en otro lado, el Señor les echa en cara: “no me buscan por los signos que vieron, sino porque comieron pan hasta saciarse”. Es decir, sólo les interesa el pan, sólo les interesa el beneficio, pero no han sabido interpretar realmente aquel milagro, no lo buscan por ser Él quien es, el signo no les ha llevado a creer y confiar en Él. Por ello invita a sus oyentes a trascender la materialidad del milagro para esforzarse “no por el alimento que se acaba, sino por el alimento que permanece para la vida eterna, el que les dará el Hijo del hombre” (Jn 6,26-27). El pan de cada día, aunque importante, no es finalmente lo esencial. Más importante que aquel pan material es el misterioso pan que “permanece para la vida eterna”, pan que Él dará. Como respuesta el Señor Jesús les ofrece un signo muy superior a una repetición del milagro del maná, les ofrece un alimento de otro tipo, les ofrece el “verdadero pan del Cielo” que Dios da “para la vida del mundo”. El Señor no hace sino revelarse a sí mismo como ese misterioso Pan afirmando solemnemente: “Yo soy el pan de vida”. Este Pan es Cristo mismo, Dios que ante el sufrimiento del pueblo, ante las pruebas, ante las dificultades de la vida cotidiana, no deja de recordarle: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20). San Pedro Crisólogo dice que “Cristo mismo es el pan que, sembrado en la Virgen, florecido en la Carne, amasado en la Pasión, cocido en el Horno del sepulcro, reservado en la iglesia, llevado a los altares, suministra cada día a los fieles un alimento celestial”. Por su parte san Agustín expresa que “La Eucaristía es nuestro pan cotidiano. La virtud propia de este divino alimento es una fuerza de unión: nos une al Cuerpo del Salvador y hace de nosotros sus miembros para que vengamos a ser lo que recibimos (…). Este pan cotidiano se encuentra, además, en las lecturas que oímos cada día en la iglesia, en los himnos que se cantan y que ustedes cantan… Martes Jn 6, 30-35 No fue Moisés, sino mi Padre, quien les da el verdadero pan del cielo. El hombre, especialmente el de estos tiempos, tiene hambre de muchas cosas: hambre de verdad, de justicia, de amor, de paz, de belleza; pero sobre todo, hambre de Dios. “¡Debemos estar hambrientos de Dios!”, exclamaba San Agustín (17: PL, 37, 1895 s.). ¡Es Él, el Padre celestial, quien nos da el verdadero pan! El Señor Jesús nos invita a nosotros a confiar en Él, a confiar en su Padre que lo ha enviado, y lo ha enviado como el verdadero Pan del Cielo que ha venido a traer la vida al mundo, que ha venido a reconciliar a la humanidad entera, que ha venido a invitarnos a superar la mirada miope de aquel que sólo se preocupa por el “pan material”, que sólo busca a Cristo “por los milagros que hace”, para comprender que nuestra vida no termina acá, que nuestra vida tan pasajera en este mundo se proyecta a la eternidad con Dios. 81 Contamos con este Pan que es Cristo mismo, con este Pan que es garantía de eternidad, con este Pan que nos nutre y fortalece con la gracia divina para poder sobrellevar los momentos más duros y difíciles de la existencia, con la esperanza de que quien permanece fiel al Señor y se sostiene en Él podrá entrar al final de sus días a la tierra prometida, podrá participar de la eterna Comunión con Dios, podrá estar con Dios y con quienes son de Dios en aquel lugar en el que ya no habrá nunca más ni llanto, ni dolor, ni luto, ni muerte. Miércoles Jn 6: 35-40 La voluntad de mi Padre consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en Él, tenga vida eterna. Esta va a darla a todos los que han aceptado al Hijo de Dios, Jesucristo, quien llevó a cabo la obra que el Padre le encomendó: anunciar el Evangelio. Así pues, es necesario creer en Jesús y contemplarlo, porque es la luz del mundo, para no permanecer en las tinieblas de la ignorancia (cf. Jn 12, 44-46) y conocer que su doctrina viene de Dios (cf. Jn 7, 17 s). La palabra de Jesús, es la palabra del Padre, y El nos pide creer en ella, permanecer y atesorarla, esto es guardarla con fidelidad, así seremos fieles apóstoles de Jesús. Para que todos los que creen en él tengan vida eterna. Creer es fiarse de Cristo, del testimonio de los Apóstoles; y Jesús promete la bienaventuranza, es decir, la felicidad a los que crean sin haber visto. Nuestra fe, consiste en recibir a Cristo Jesús, en conocerlo y en El conocer al Padre, en conocer en El al enviado del Padre. Jesús mismo nos lo dice para que todos los que creen en él tengan vida eterna. La fe no significa sólo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquel que nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 11) hasta la entrega total de sí mismo. La fe es la experiencia de ser amado por Jesucristo de un modo totalmente personal; es la conciencia de que Cristo no afrontó la muerte por algo anónimo, sino por amor a cada uno de nosotros, y que, como Resucitado, nos sigue amando, es decir, que Cristo se entregó por nosotros. La fe consiste en ser conquistado por el amor de Jesucristo, un amor que nos ha de conmover en lo más íntimo y nos transforma. La fe no es una teoría, una opinión sobre Dios y sobre el mundo. La fe es el impacto del amor de Dios en nuestro corazón. Y así esta misma fe es amor a Jesucristo y a los hermanos. Jueves Jn 6: 44-51 Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo. En Jerusalén, en el Cenáculo, donde fue instituida la Eucaristía, se cumplen las palabras pronunciadas por Jesús cerca de Cafarnaún, tras la multiplicación milagrosa de los panes: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que come de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo” (Jn 6, 51). Jesús nos introduce en el misterio de la Eucaristía. Nos habla de sí mismo, Pan bajado del cielo y don del Padre celestial. Pero anuncia un pan que todavía tiene que dar. Sólo se desvelará el secreto de esas palabras cuando tome el pan en sus manos en la última Cena; y, tras haber pronunciado la bendición, lo dé a sus discípulos diciendo: “Tomen y coman: esto es mi cuerpo, entregado por ustedes” (Lc 22, 19). No somos discípulos de un Maestro lejano que se perdió en el tiempo y nos dejó sólo sus memorias para que lo pudiéramos recordar e imitar. Somos discípulos y creyentes, a la vez, de Cristo, el Señor y el Maestro, el viviente. Él hace coincidir su hoy con nuestro hoy, su presencia celestial con nuestra presencia terrena, a través de su presencia en la Iglesia, con su palabra, los sacramentos, y de un modo especialísimo con la Eucaristía. 82 Tenemos en la Eucaristía el sacramento de la persona de Cristo para encontrarnos con Cristo hoy. Y es él, mediante el don de la Eucaristía, el que nos pide nuestra vida para que él pueda vivir en nosotros y nosotros seamos como un “suplemento de su humanidad” aquí en la tierra. Y su promesa va más allá del hoy para abrirnos una perspectiva de eternidad: “Y yo lo resucitaré en último día” (Jn 6, 54). Viernes Jn 6, 52-59 Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida. Mucho tiempo antes de la institución, Jesús había anunciado esta comida, única en su género. Él, en su carne y en su sangre, se convierte en comida y bebida de la humanidad. En el banquete eucarístico el hombre se alimenta de Dios. Cuando Jesús anunció, por primera vez, esta comida, suscitó el estupor de sus oyentes, que no llegaron a captar un proyecto divino tan elevado. Pero Jesús subraya vigorosamente la verdad objetiva de sus palabras, afirmando la necesidad del alimento eucarístico: “En verdad, en verdad les digo que, si no comen la carne del Hijo del hombre y no beben su sangre, no tendrán vida en ustedes” (Jn 6, 53). No se trata de una comida puramente espiritual, en que las expresiones “comer la carne” de Cristo y “beber su sangre”, tendrían un sentido metafórico. Es una verdadera comida, como precisa Jesús con fuerza: “Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida” (Jn 6, 55). Además, esta comida no es menos necesaria para el desarrollo de la vida divina en los fieles, que los alimentos materiales para el mantenimiento y desarrollo de la vida corporal. La Eucaristía no es un lujo ofrecido a los que quieran vivir más íntimamente unidos a Cristo: es una exigencia de la vida cristiana. Esta exigencia la comprendieron los discípulos, porque, según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, en los primeros tiempos de la Iglesia, la “fracción del pan”, o sea, la comida eucarística, se practicaba cada día en las casas de los fieles “con alegría y sencillez de corazón” (Hch 2, 46). Jesús nos enseña que quien come su carne y bebe su sangre, tiene la vida eterna. Esto se realiza porque en el banquete eucarístico el hombre recibe de verdad a Dios, se alimenta de El, participando de la vida que brota del Padre y que nos comunica a través de Cristo. Una vida divina que nos hace poseer, ya en la tierra, la garantía de nuestra futura resurrección corporal. Sábado Jn 6, 60-69 Señor, ¿A quién remos? Tú tienes palabras de vida eterna. Esta es la respuesta. La respuesta de Pedro, el primero de los Apóstoles, a quien Cristo encomendó su Iglesia. Es la respuesta de la Iglesia y por eso también de todos vosotros, jóvenes romanos que por el bautismo sois miembros de la Iglesia. Cuando, considerando demasiado duro su lenguaje, muchos de sus discípulos lo abandonaron, Jesús preguntó a los pocos que habían quedado: “¿También ustedes quieren marcharse?”, le respondió Pedro: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6, 67-68). Y optaron por permanecer con él. Se quedaron porque el Maestro tenía palabras de vida eterna, palabras que, mientras prometían la eternidad, daban pleno sentido a la vida. Señor, ¿A quién remos? La meta y el término de nuestra vida es él, Cristo, que nos espera, a cada uno y a todos juntos, para guiarnos más allá de los confines del tiempo en el abrazo eterno del Dios que nos ama. Cristo tiene “palabras de vida eterna”. Sus palabras duran para siempre y, sobre todo, nos abren las puertas de la vida eterna. Cuando Dios habla, sus palabras dan la vida, llaman a la existencia, orientan el camino y confortan los corazones defraudados y extraviados, infundiéndoles nueva esperanza. 83 Quien cree en Cristo, quien confía en él y se deja guiar por sus palabras, puede decir con Pedro, según el Evangelio de hoy: “Señor, tú tienes palabras de vida eterna”. Sí; la palabra de Jesús es verdaderamente espíritu y vida, vida divina para nosotros. CUARTA SEMANA Lunes Jn 10, 1-10 Yo soy la puerta de las ovejas. En nuestra celebración eucarística de hoy Cristo nos dice: “Les aseguro que yo soy la puerta de las ovejas” (Jn 10, 7). La puerta nos abre la entrada en la casa. La puerta que es Cristo nos introduce en la “casa del Padre donde hay muchas mansiones” (cf. Ibíd., 14, 2). El Buen Pastor, con palabras severas y categóricas, advierte también que hay que cuidarse de todos aquellos que no son “la puerta de las ovejas”. El los llama ladrones y salteadores. Son quienes no buscan el bien de las ovejas sino su propio provecho mediante la falsedad y el engaño. Cristo como puerta, vela por las criaturas confiadas a él. Nos conduce a buenos pastos: “Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto” (Jn 10, 9). He aquí la puerta que se abre, he aquí el Pastor que conoce a todas sus ovejas y las llama por su nombre. “Yo soy la puerta”. Sí, Jesucristo es la puerta que lleva a la vida. Cristo, nuestra puerta, nos llevara a la vida. Nos podemos preguntar: ¿cómo abrirás la puerta y nos llevarás a la vida? Y nos Jesús responde: “Di mi vida por ustedes” Y podemos volver a preguntar: “¿Cómo darás tu vida por nosotros?”. Y la respuesta de Cristo nos afecta a todos: “Ya lo hice en el Calvario y sigo dándome a ustedes en mi Cuerpo místico, la Iglesia, y en mi Cuerpo sacramental, la Eucaristía, entregado para la salvación del mundo”. Cristo, pues, es la puerta de nuestra salvación, que lleva a la reconciliación, a la paz y a la unidad. Martes Jn 10, 22-30 (Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, miércoles 8 de julio de 1987) El Padre y yo somos uno. Jesús está unido al Padre con un vínculo de pertenencia particular. “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo es mío”, dice en la oración sacerdotal, al despedirse de los Apóstoles para ir a su pasión. Y entonces pide la unidad para sus discípulos, actuales y futuros, con palabras que ponen de relieve la relación de esa unión y “comunión” con la que existe sólo entre el Padre y el Hijo. En efecto, pide: “Que todos sean uno, como tú, Padre, estás en mi y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado. Yo les he dado la gloria que tú me diste, a fin de que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno y conozca el mundo que tú me enviaste y amaste a éstos como me amaste a mí” (Jn 17, 21-23). Jesús nos revela qué unidad, qué “comunión” existe entre Él y el Padre: el Padre está “en el” Hijo y el Hijo “en el” Padre. La compenetración recíproca del Padre y del Hijo revela la medida de la recíproca pertenencia y la intimidad de la recíproca realización del Padre y del Hijo. Jesús la explica cuando afirma: “Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío” (Jn 17, 10). Es una relación de posesión recíproca en la unidad de esencia, y al mismo tiempo es una relación de don. De hecho dice Jesús: “Ahora saben que todo cuanto me diste viene de ti” (Jn 17, 7). El Hijo es “irradiación de su (del Padre) gloria”, e “impronta de su substancia” (Heb 1, 3). Es “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). Es la epifanía de Dios. Cuando se hizo hombre, asumiendo “la condición de siervo” y “haciéndose obediente hasta la muerte” (cf. Flp 2, 7-8), al mismo tiempo se hizo 84 para todos los que lo escucharon “el camino”: el camino al Padre, con el que es “la verdad y la vida” (Jn 14, 6). Miércoles Jn 12, 44-50 Yo he venido al mundo como luz. La luz de la cual Jesús nos habla en el Evangelio es la de la fe, don gratuito de Dios, que viene a iluminar el corazón y a dar claridad a la inteligencia: “Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Co 4, 6). Por eso adquieren un relieve especial las palabras de Jesús cuando explica su identidad y su misión: “Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8, 12). El encuentro personal con Cristo ilumina la vida con una nueva luz, nos conduce por el buen camino y nos compromete a ser sus testigos. Con el nuevo modo que Él nos proporciona de ver el mundo y las personas, nos hace penetrar más profundamente en el misterio de la fe, que no es sólo acoger y ratificar con la inteligencia un conjunto de enunciados teóricos, sino asimilar una experiencia, vivir una verdad; es la sal y la luz de toda la realidad (cf. Veritatis splendor, 88). Dios es luz, y el que permanece en Dios está en la luz, como Él también está en la luz. Por lo tanto, ya que tenemos la dicha de haber sido liberados de las tinieblas del error, debemos caminar siempre en la luz, como hijos que somos de la luz. Jesús también nos dice: “Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 14). Este es el otro mensaje de Jesús a sus discípulos. La luz tiene como característica disipar las tinieblas, calentar lo que toca y exaltar sus formas. Así pues, para los cristianos, ser luz del mundo quiere decir difundir por doquier la luz que viene de lo alto. Quiere decir combatir la oscuridad, tanto la que se debe a la resistencia del mal y del pecado, como la causada por la ignorancia y los prejuicios. Contemplando la luz que resplandece sobre el rostro de Cristo resucitado, aprendamos a vivir como “hijos de la luz e hijos del día” (1 Ts 5, 5), manifestando a todos que “el fruto de la luz consiste en toda bondad, justicia y verdad” (Ef 5, 9). Jueves Jn 13, 16-20 El que recibe al que yo envío, me recibe a mí. En esta afirmación de Jesús se encierra el misterio del sacerdocio, que encuentra su verdad y su identidad en ser derivación y continuación de Cristo mismo y de la misión que él recibió del Padre. El carácter sacramental del orden sacerdotal capacita para proseguir la misión de Cristo anunciando la buena nueva. Por del ministro ordenado, Jesús continúa guiando y custodiando el propio rebaño y, con las acciones sagradas que realiza el sacerdote, ofrece su sacrificio redentor, perdona los pecados y distribuye su gracia. Así, Jesús asocia a sus apóstoles a su misión recibida del Padre: como “el Hijo no puede hacer nada por su cuenta” (Jn 5, 19.30), sino que todo lo recibe del Padre que le ha enviado, así, aquellos a quienes Jesús envía no pueden hacer nada sin Él (cf Jn 15, 5) de quien reciben el encargo de la misión y el poder para cumplirla. Los apóstoles de Cristo saben por tanto que están calificados por Dios como “ministros de una nueva alianza” (2 Co 3, 6), “ministros de Dios” (2 Co 6, 4), “embajadores de Cristo” (2 Co 5, 20), “servidores de Cristo y administradores de los misterios de Dios” (1 Co 4, 1) (CIgC 859). Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es “enviada” al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. “La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado”. Se llama 85 “apostolado” a “toda la actividad del Cuerpo Místico” que tiende a “propagar el Reino de Cristo por toda la tierra” (AA 2; CIgC 863). Viernes Jn 14, 1-6 (Cfr. Juan Pablo II, audiencia general, miércoles 9 de septiembre de 1987) Yo soy el camino, la verdad y la vida. Estos son atributos divinos, que Jesucristo refiere a Sí mismo, porque es verdadero Dios y verdadero hombre. Esta es la realidad expresada coherentemente en la verdad de la unidad inseparable de la persona de Cristo. El “YO SOY”, que Jesucristo utiliza al referirse a su propia persona, encontramos un eco del nombre con el cual Dios se ha manifestado a Sí mismo hablando a Moisés (cf. Ex 3, 14). Dios le Dijo de Sí mismo: “Yo soy el que soy” (Ex 3, 14), y Jesús dice “Yo soy…” “…El camino, la verdad y la vida”. Jesús es el camino porque ninguno va al Padre sino por medio de Él (cf. Jn 14, 6). Más aún: quien lo ve a Él, ve al Padre (cf. Jn 14, 9). “¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí?” (Jn 14, 10). Es bastante fácil darse cuenta de que, en tal contexto, ese proclamarse “verdad” y “vida” equivale a referir a Sí mismo atributos propios del Ser divino: Ser-Verdad, Ser-Vida. El testimonio de la verdad puede darlo el hombre, pero “ser la verdad” es un atributo exclusivamente divino. Cuando Jesús, en cuanto verdadero hombre, da testimonio de la verdad, tal testimonio tiene su fuente en el hecho de que Él mismo “es la verdad” en la subsistente verdad de Dios: “Yo soy... la verdad”. Por esto Él puede decir también que es “la luz del mundo”, y así, quien lo sigue, “no anda en tinieblas, sino que tendrá luz de vida” (cf. Jn 8, 12). Jesús “es la vida” porque es verdadero Dios. Lo afirma Él mismo antes de resucitar a Lázaro, cuando dice a la hermana del difunto, Marta: “Yo soy la resurrección y la vida” (Jn 11, 25). En la resurrección confirmará definitivamente que la vida que El tiene como Hijo del hombre no está sometida a la muerte. Porque Él es la Vida, y, por tanto, es Dios. Siendo la Vida, El puede hacer partícipes de ésta a los demás: “El que cree en mí, aunque muera vivirá” (Jn 11, 25). Cristo puede convertirse también -en la Eucaristíaen “el pan de la vida” (cf. Jn 6, 35-48), “el pan vivo bajado del cielo” (Jn 6, 51). Sábado Jn 14, 7-14 (Juan Pablo II. a los sacerdotes, para el jueves santo de 1999) Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí. Cristo es la fuente de la vida y de la esperanza, porque en él «reside toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). En la experiencia humana de Jesús de Nazaret, el Trascendente entró en la historia; el Eterno en el tiempo; el Absoluto en la precariedad de la condición humana. “¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?” (Jn 14, 9-10). Con estas palabras Jesús da testimonio del misterio trinitario de su generación eterna como Hijo del Padre, misterio que encierra el secreto más profundo de su personalidad divina. El Evangelio es una continua revelación del Padre. Cuando, a la edad de doce años, Jesús es encontrado por José y María entre los doctores en el Templo, a las palabras de su Madre: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así?” (Lc 2, 48), responde refiriéndose al Padre: “¿No sabían que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2, 49). Apenas con doce años, tiene ya la conciencia clara del significado de su propia vida, del sentido de su misión, que alcanza su culmen en el Calvario con el sacrificio de la Cruz y en su resurrección y ascensión. 86 Siguiendo las huellas de Cristo en todos los acontecimientos de salvación, descubrimos su total apertura al Padre. Y es por esto que en cada Eucaristía se renueva de alguna manera la petición del apóstol Felipe en el cenáculo: “Señor, muéstranos al Padre”, y cada vez Cristo, en el Mysterium fidei, parece responder así: “Hace tanto tiempo que estoy con ustedes, ¿y no me conoces, Felipe? [...] ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí?” (Jn 14, 9-10). QUINTA SEMANA Lunes Jn 14, 21-26 El Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas. El Espíritu Santo, que es espíritu de verdad, pues procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad sustancial, recibe de uno y otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que luego comunica a la Iglesia, asistiéndola para que no yerre jamás, y fecundando los gérmenes de la revelación hasta que, en el momento oportuno, lleguen a madurez para la salud de los pueblos. Y como la Iglesia, que es medio de salvación, ha de durar hasta la consumación de los siglos, precisamente el Espíritu Santo la alimenta y acrecienta en su vida y en su virtud: “Yo rogaré al Padre y El les mandará el Espíritu de verdad, que se quedará siempre con ustedes”. Por otra parte, si Cristo es la cabeza de la Iglesia, el Espíritu Santo es su alma: “Lo que el alma es en nuestro cuerpo, es el Espíritu Santo en el cuerpo de Cristo, que es la Iglesia”. Qué importante es, pues, que conozcamos y amemos este don del Padre y del Hijo, que habita en nosotros desde el día de nuestro bautismo. Por tanto, rogar y pedir al Espíritu Santo, cuyo auxilio y protección todos necesitamos en extremo, es una urgencia en cada discípulo de Cristo. Somos pobres, débiles, atribulados, inclinados al mal: luego recurramos a Él, fuente inexhausta de luz, de consuelo y de gracia. Sobre todo, debemos pedirle perdón de los pecados, que tan necesario nos es, puesto que es el Espíritu Santo don del Padre y del Hijo, y los pecadores son perdonados por medio del Espíritu Santo como por don de Dios, lo cual se proclama expresamente en la liturgia cuando al Espíritu Santo le llama remisión de todos los pecados. Por consiguiente, debemos suplicarle con confianza y constancia para que diariamente nos ilustre más y más con su luz y nos inflame con su caridad, disponiéndonos así por la fe y por el amor a que trabajemos con denuedo por adquirir los premios eternos, puesto que El es la prenda de nuestra heredad. Martes Jn 14, 27-31 Les doy mi paz. Estas palabras las pronunció Jesús durante la última Cena: se trata de su testamento espiritual. La promesa que hizo a sus discípulos se realizará en plenitud en su Resurrección. Al aparecerse a los Once en el Cenáculo, les dirigirá tres veces el saludo: “¡Paz a ustedes!” (Jn 20, 19). Por tanto, el don que hace a los Apóstoles no es una ‘paz’ cualquiera, sino que es la misma paz de Cristo: ‘mi paz’, como dice él. Y para que lo comprendan bien, les explica de manera más sencilla: “Les doy mi paz, no como la da el mundo” (Jn 14, 27). El mundo, hoy como ayer, anhela la paz, necesita paz, pero a menudo la busca con medios inadecuados, en ocasiones incluso recurriendo a la fuerza o con el equilibrio de potencias contrapuestas. En 87 esas situaciones, el hombre vive con el corazón turbado por el miedo y la incertidumbre. En cambio, la paz de Cristo reconcilia las almas, purifica los corazones y convierte las mentes. “Donde hay caridad y amor, allí está Dios”. De la caridad y del amor mutuo brotan la paz y la unidad de todos los cristianos, que pueden dar una contribución decisiva para que la humanidad supere las razones de las divisiones y de los conflictos. Todo, en nuestro ambiente, estamos llamados a ser auténticos “constructores de paz” (cf. Mt 5, 9). Que la Virgen de la Paz nos ayude y acompañe, signo y transparencia de la paz de Cristo. Miércoles Jn 15, 1-8 El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante. Jesús nos enseña que nuestra única esperanza de dar fruto, es nuestra unión con él: “Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí” (Jn 15, 4). “El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer” (Jn 15, 5). Para nosotros es muy importante tener esto presente. El apostolado es, en primer lugar, el efecto de la gracia de Dios y solo secundariamente es el resultado de nuestro esfuerzo; pero Jesús quiere que demos fruto del ciento o del sesenta por uno: “La gloria de mi Padre consiste en que den mucho fruto y se manifiesten así como discípulos míos” (Jn 15, 8). Sólo quien permanece íntimamente unido a Jesús -injertado en él como el sarmiento en la vid- recibe la savia vital de su gracia. Sólo quien vive en comunión con Dios produce frutos abundantes de justicia y santidad. La Iglesia entera, cual rico “conjunto” de sarmientos, permanece en Cristo, en la vid. De Él recibe la vida. “Sin Él ésta no puede hacer nada”, nada verdaderamente salvífico. La salvación entera, toda la gracia, se encuentra en Él, en Cristo. Y en nosotros: en los hombres, por Él y sólo por Él y por medio de Él. Jueves Jn 15, 9-11 Permanezcan en mi amor para que su alegría sea plena. “Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor” (Jn 15, 10). Y el mandamiento del Señor, necesario para permanecer en él, no es otro que el del amor, que Jesús mismo (cf. Jn 13, 34) califica como “nuevo”. “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 15, 12). ¿En dónde está la novedad de este mandamiento? En la antigüedad las personas se amaban porque había un vínculo entre ellas, que podía ser de sangre, de amistad, de clase. Con Jesús el término “otros” se alarga hasta comprender no sólo al cercano, aquel con quien hay un vínculo, sino a todos, incluso al enemigo o al que nos causa el mal. Es, pues, un mandamiento nuevo porque es nuevo su contenido. Jesús quiere que sus discípulos “permanezcan” en el amor que él les tiene; pero esto sólo es posible si demuestran responder a su amor, cumpliendo todo lo que él les ha enseñado y mandado. Esta relación mutua de amor es fuente de alegría para Jesús y él la transmite con abundancia a sus discípulos. La reciprocidad de amor y de alegría entre Jesús y los suyos debe extenderse también a los discípulos entre sí: amarse unos a otros con el mismo amor con que él los ha amado. Entonces se llega a ser “amigos de Jesús”, porque a través de la circulación de amor se realiza una profunda experiencia de Dios. Permanezcan, pues, con Él, asuman sus mismos sentimientos, identifíquense con su afán por hacer en todo momento la voluntad del Padre, imiten su entrega generosa y déjense conquistar por su amor sin límites. 88 Viernes Jn 15, 12-17 Este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros. Cristo ha revelado cuál es siempre la fuente suprema de la vida para todos y, por tanto, también para la familia: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado. Nadie tiene mayor amor que quien da la vida por sus amigos” (Jn 15, 12-13). El amor de Dios mismo se ha derramado sobre nosotros en el bautismo. De ahí que las familias están llamadas a vivir esa calidad de amor, pues el Señor es quien se hace garante de que eso sea posible para nosotros a través del amor humano, sensible, afectuoso y misericordioso como el de Cristo. El amor es exigente. Cristo dice: “Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15, 13). El amor llevará a Jesús a la cruz. Todo discípulo debe recordarlo. El amor viene del Cenáculo y vuelve a él. En efecto, después de la resurrección, precisamente en el Cenáculo los discípulos meditarán en las palabras pronunciadas por Jesús el Jueves santo y tomarán conciencia del contenido salvífico que encierran. En virtud del amor de Cristo, acogido y correspondido, ahora son sus amigos: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a ustedes los llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre se lo he dado a conocer” (Jn 15, 15). El sacrificio, la comunión, la presencia y oración es la mejor escuela donde se puede aprender a vivir el gran mandamiento: amarás a Dios y servirás con ese mismo amor a tus hermanos. Esta consigna pasa hoy a nosotros: en cuanto cristianos, estamos llamados a ser testigos del amor. Este es el “fruto” que estamos llamados a dar, y este fruto “permanece” en el tiempo y por toda la eternidad. Sábado Jn 15, 18-21 Si fueran del mundo, el mundo los amaría. Es verdad que a menudo experimentamos que el mundo ama “lo suyo”: “Si fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo” (Jn 15, 19). En el evangelio de san Juan, con el término el mundo se designa a menudo el ambiente hostil a Dios y al Evangelio: ese mundo humano que no acepta la luz (1, 10), no reconoce al Padre (17, 25), ni al Espíritu de verdad (14, 17); y está lleno de odio hacia Cristo y sus discípulos (7, 7; 15, 18-19). Jesús no quiere orar por ese mundo (17, 9) y arroja al “príncipe de este mundo”, que es Satanás (12, 31). En este sentido, los discípulos no son del mundo, como Jesús mismo no es del mundo (17, 14. 16; 8, 23). Esa neta oposición se manifiesta también en la primera carta de Juan: “Sabemos que somos de Dios y que el mundo entero yace en poder del maligno” (1 Jn 5, 19). Por otra parte, en el mismo evangelio de san Juan el concepto de mundo se refiere también a todo el ámbito humano, al que está destinado el mensaje de la salvación: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Si Dios ha amado al mundo, donde reinaba el pecado, este mundo recibe con la Encarnación y la Redención un nuevo valor y debe ser amado. Es un mundo destinado a la salvación: “Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17). La Gaudium et Spes no ignora el influjo del pecado en el mundo, pero subraya que el mundo es bueno en cuanto creado por Dios y en cuanto salvado por Cristo. Se comprende, por consiguiente, que el mundo, considerado en su lado positivo, que recibe de la creación y de la Redención constituye “el ámbito y el medio de la vacación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo” (Christifideles laici, 15). A ellos, pues, según el Concilio, corresponde de manera especial actuar en él, para que se lleve a cumplimiento la obra del Redentor. Por tanto, cuando Jesús dice: Si fueran del mundo, el mundo los amaría, designa que no podemos estar al mismo tiempo con Él o contra Él, en otras palabras, no podemos estar en el mundo hostil a Dios y 89 al Evangelio: ese mundo humano que no acepta la luz (1, 10), que no reconoce al Padre (17, 25), ni al Espíritu de verdad (14, 17); y está lleno de odio hacia Cristo y sus discípulos (7, 7; 15, 18-19). SEXTA SEMANA Lunes Jn 15, 26-16.4 (Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, miércoles 17 de mayo de 1989) El Espíritu de la verdad dará testimonio de mí. Jesús en el discurso de despedida dirigido a los Apóstoles en el Cenáculo promete la venida del Espíritu Santo como nuevo y definitivo defensor y consolador: “Yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce” (Jn 14, 16-17). El Paráclito es llamado por Jesús “Espíritu de la verdad”. El Paráclito, en efecto, es la verdad, como lo es Cristo: “El Espíritu es el que da testimonio, porque el Espíritu es la verdad” (1 Jn 5, 6). Quien conoce a Dios nos escucha, quien no es de Dios no nos escucha. La misión del Hijo y la del Espíritu Santo se encuentran, están ligadas y se complementan recíprocamente en la afirmación de la verdad y en la victoria sobre el error. Los campos de acción en que actúa son el espíritu humano y la historia del mundo. “El Espíritu de la verdad, que procede del Padre, dará testimonio de mí”. “Dará testimonio”, es decir, mostrará el verdadero sentido del Evangelio en el interior de la Iglesia para que ella lo anuncie de modo auténtico a todo el mundo. Siempre y en todo lugar, incluso en la interminable sucesión de las cosas que cambian desarrollándose en la vida de la humanidad, el “espíritu de la verdad” guiará a la Iglesia “hasta la verdad completa” (Jn 16, 13). Este testimonio del Espíritu de la verdad se identifica así con la presencia de Cristo siempre vivo, con la fuerza operante del Evangelio, con la actuación creciente de la redención, con una continua ilustración de verdad y de virtud. De este modo, el Espíritu Santo “guía” a la Iglesia “hasta la verdad. Por tanto, el “Paráclito”, el Espíritu de la verdad, es el verdadero “Consolador” del hombre. Así es el verdadero Defensor y Abogado. Así es el verdadero Garante del Evangelio en la historia: bajo su acción la Buena Nueva es siempre “la misma” y es siempre “nueva”; y de modo siempre nuevo ilumina el camino del hombre en la perspectiva del cielo con “palabras de vida eterna” (Jn 6, 68). Martes Jn 16, 5-11 (Cfr. Juan Pablo II, Regina Caeli, domingo 4 de mayo de 1986) Si no me voy, no vendrá a ustedes el Paráclito. Estas palabras de Cristo, pronunciadas la víspera de la pasión y de la muerte en cruz, adquieren total plenitud de significado en el momento en que la Iglesia se prepara a la separación de Cristo, después de cuarenta días de la resurrección. Este día ya está cercano. Es un gran misterio el que se encierra en las palabras que dijo Jesús en el Cenáculo: “Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito. En cambio, si me voy, os lo enviaré” (Jn 16, 7): el retorno “al precio” de la venida de Dios al hombre en la Encarnación; el retorno “al precio” de la separación del Hijo Encarnado mediante la muerte en la cruz; el retorno del hombre y del mundo, salido de las manos de Dios, a las mismas manos paternas: a la comunión con la Divinidad, el retorno gracias a la filiación del hombre, en el Eterno Hijo: mediante la Gracia, el retorno en el Espíritu Santo. “Salí del Padre y vine al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28). “Dejo el mundo”, aunque no me separo del mundo. Permanezco en él por medio del Espíritu Santo. Permanezco en 90 él mediante la verdad del Evangelio. Mediante la Eucaristía y la Iglesia. Mediante la Palabra y los Sacramentos. Mediante la gracia de la filiación divina. Mediante la fe, la esperanza y la caridad. Miércoles Jn 16, 12-15 El Espíritu de la verdad, los irá guiando hasta la verdad completa. Con estas palabras Jesús presenta el Paráclito, el Espíritu de la verdad, como el que “enseñará” y “recordará”, como el que “dará testimonio” de él; luego dice: “Los guiará hasta la verdad completa”. Este “guiar hasta la verdad completa”, con referencia a lo que dice a los apóstoles “pero ahora no pueden con ello”, está necesariamente relacionado con el anonadamiento de Cristo por medio de la pasión y muerte de Cruz, que entonces, cuando pronunciaba estas palabras, era inminente. La expresión “guiar hasta la verdad completa” se refiere también, además del escándalo de la cruz, a todo lo que Cristo “hizo y enseñó” (He 1, 19). En efecto, el misterio de Cristo en su globalidad exige la fe ya que ésta introduce oportunamente al hombre en la realidad del misterio revelado. El “guiar hasta la verdad completa” se realiza, pues en la fe y mediante la fe, lo cual es obra del Espíritu de la verdad y fruto de su acción en el hombre. El Espíritu Santo debe ser en esto la guía suprema del hombre y la luz del espíritu humano. Esto sirve para los apóstoles, testigos oculares, que deben llevar ya a todos los hombres el anuncio de lo que Cristo “hizo y enseñó” y, especialmente, el anuncio de su Cruz y de su Resurrección. En una perspectiva más amplia esto sirve también para todas las generaciones de discípulos y confesores del Maestro, ya que deberán aceptar con fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la historia del hombre, el misterio revelado que explica el sentido definitivo de esa misma historia. Asó, pues, el Espíritu santo les “Enseñará..., recordará..., dará testimonio”. La suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad. En efecto, después de la “partida” de Cristo-Hijo, el Espíritu Santo “vendrá” directamente, “es su nueva misión” a completar la obra del Hijo. Así llevará a término la nueva era de la historia de nuestra salvación. Jueves Jn 16, 16-20 Su tristeza se transformará en alegría. En la perspectiva redentora, la pasión de Cristo se orienta hacia la Resurrección. Así pues, también los están asociados al misterio de la cruz, para participar, con gozo, en el misterio de la Resurrección. Los discípulos de Cristo tienen el privilegio de entender el evangelio del sufrimiento, que ha tenido un valor salvífico, al menos implícito, en todos los tiempos, porque “a través de los siglos y generaciones se ha constatado que en el sufrimiento se esconde una particular fuerza que acerca interiormente el hombre a Cristo, una gracia especial» (Salvifici doloris, 26). Quien sigue a Cristo, quien acepta la teología del dolor, sabe que al sufrimiento va unida una gracia preciosa, un favor divino, aunque se trate de una gracia que para nosotros sigue siendo un misterio, porque se esconde bajo las apariencias de un destino doloroso. Ciertamente, no es fácil descubrir en el sufrimiento el auténtico amor divino, que, mediante el sufrimiento aceptado, quiere elevar la vida humana al nivel del amor salvífico de Cristo. Ahora bien, la fe nos lleva a aceptar este misterio y, a pesar de todo, infunde paz y alegría en el alma de quien sufre. A veces se llega a decir, con san Pablo: “Estoy llenó de consuelo y sobreabundo de gozo en todas las tribulaciones” (2 Co 7, 4). 91 Viernes Juan 16, 20-23 “Nadie podrá quitarles su alegría”. Esto si permanecemos unidos a Jesús en el Espíritu Santo, a ejemplo de María, y unidos entre nosotros con el vínculo misterioso que instauran la fe, esperanza y la caridad cristianas. La alegría, que brota de la gracia divina no es superficial y efímera. Es una alegría profunda, enraizada en el corazón y capaz de impregnar toda la existencia del creyente. Se trata de una alegría que puede convivir con las dificultades, con las pruebas e incluso, aunque pueda parecer paradójico, con el dolor y la muerte. Es la alegría de la Navidad y de la Pascua, don del Hijo de Dios encarnado, muerto y resucitado; una alegría que nadie puede quitar a cuantos están unidos a él en la fe y en las obras (cf. Jn 16, 22-23). Aquí se halla la fuente y el secreto de la alegría cristiana, que nadie puede quitar a los amigos del Señor, según su promesa (cf. Jn 16, 22). Todos estamos invitados a acoger en nuestra vida esta alegría, que recibimos a diario en la Eucaristía, en la que se renueva el misterio pascual: el sacrificio de Cristo se hace presente en la Eucaristía, de forma sacramental, mística, con su coronamiento en el misterio de la resurrección. La vida de la gracia, que llevamos dentro de nosotros mismos, es la vida de Cristo resucitado. Por consiguiente, con la gracia reina en nuestro interior una alegría que nada nos puede arrebatar, de acuerdo con la promesa de Cristo a sus discípulos: “Se alegrará su corazón y su alegría nadie s las podrá quitar” (Jn 16, 22). Sábado Jn 16, 23-28 Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre. Este anuncio se cumplió a los cuarenta días de la resurrección. “Jesús... ascendió al cielo” (Hch 1, 2; cf. ibíd. 1, 11). Subió a los cielos. La liturgia de hoy nos hace presente este misterio de la fe, como un preludio de la solemnidad de mañana, la ascensión del Señor. Más de una vez Cristo habla del misterio de su Persona, y la expresión más sintética parece ser ésta: “Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y me voy al Padre” (Jn 16, 28). Jesús dirige estas palabras a los Apóstoles en el discurso de despedida, la vigilia de los acontecimientos pascuales. Indican claramente que antes de “venir” al mundo Cristo “estaba” junto al Padre como Hijo. Indican, pues, su preexistencia en Dios. Jesús da a comprender claramente que su existencia terrena no puede separarse de dicha preexistencia en Dios. Sin ella su realidad personal no se puede entender correctamente. Cuando Jesús alude a la propia venida desde el Padre al mundo, sus palabras hacen referencia generalmente a su preexistencia divina. Esto está claro de modo especial en el Evangelio de Juan. Jesús dice ante Pilato: “Yo para esto he nacido y par esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad” (Jn 18, 37). Salí del Padre y vine al mundo, otra vez dejo el mundo y me voy al Padre" (Jn 16, 28). "Dejo el mundo", aunque no me separo del mundo. Permanezco en él por medio del Espíritu Santo. Permanezco en él mediante la verdad del Evangelio. Mediante la Eucaristía y la Iglesia. Mediante la Palabra y los Sacramentos. Mediante la gracia de la filiación divina. Mediante la fe, la esperanza y la caridad. SÉPTIMA SEMANA Lunes 92 Jn 16, 29-33 Tengan valor, porque yo he vencido al mundo. Con Cristo, con la fuerza de su presencia y de su Espíritu, hemos de proseguir nuestro diario caminar con la esperanza puesta en el poder del Dios de la misericordia y de la gracia. El Papa Juan XXIII dijo en cierta ocasión: “Quien cree no tiembla, porque, al tener temor de Dios, que es bueno, no debe tener miedo del mundo y del futuro”. Y el profeta Isaías dice: “Fortalezcan las manos débiles, afiancen las rodillas vacilantes. Digan a los de corazón intranquilo: ¡Ánimo, no teman!" (Is 35, 3-4). Nuestro principal motivo de esperanza es Jesucristo. Debemos tener confianza. Con Cristo ya hemos vencido a la muerte. Con él ya hemos resucitado, y con él ya hemos ascendido. El único Señor y Salvador hoy nos dice las palabras que pronunció en la última tarde de su vida terrena, cuando dijo a sus Apóstoles: “¡Ánimo! Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). “Yo estoy con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). Son palabras de Dios. Son palabras que ningún hombre podrá jamás borrar. Con esta íntima certeza, miremos serenos al futuro, sin dejar de orar y trabajar por un mundo mejor, más humano, más cristiano. No olvidemos que el Buen Pastor nos acompaña incluso en la muerte y que con su vara y su cayado nos da seguridad, de modo que “nada temo” (cf. Sal 23, 4): esta es la esperanza que ha de brotar siempre en la vida de los creyentes. Como María, como José, confiemos siempre en Aquel que nos ha dicho: Tengan valor, porque yo he vencido al mundo. Martes Jn 17, 1-11 Padre, glorifica a tu Hijo. Jesucristo es el Hijo íntimamente unido al Padre; el Hijo que “vive totalmente para el Padre” (cf. Jn 6, 57); el Hijo, cuya existencia terrena total se da al Padre sin reservas. En efecto, Jesús “...Levantando sus ojos al cielo, dijo: ‘Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que tu hijo te glorifique, según el poder que le diste sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste les dé Él la vida eterna'“ (Jn 17, 1-2). Jesús reza por la finalidad esencial de su misión: la gloria de Dios y la salvación de los hombres. Y añade: “Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios Verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar. Ahora, tú, Padre glorifícame cerca de ti mismo con la gloria que tuve cerca de ti antes que el mundo existiese” (Jn 17, 3-5). La resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la prueba de la fidelidad del Padre, según el deseo formulado por Jesús antes de entrar en su pasión: “Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique” (Jn 17,1). Desde entonces Jesús vive para siempre en la Gloria del Padre, y por esto mismo los discípulos se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al ver al Señor, el día de Pascua. Además, el Espíritu Santo confirma la comunión perfecta entre el Padre y el Hijo en el corazón del misterio pascual por medio de su propio don, que glorificando al Hijo, glorifica también al Padre que lo envía. Y la eucaristía, como memorial de la muerte y de la resurrección del Señor, es mucho más que un recuerdo de un evento del pasado; representa sacramentalmente un acontecimiento siempre actual, ya que la ofrenda de amor de Jesús en la cruz fue aceptada por el Padre y glorificada por el Espíritu Santo. Miércoles Jn 17, 11-19 93 Padre, que ellos sean uno, como nosotros. El proyecto de Jesús es que sus seguidores sean una comunidad, que tiene su origen en el amor con que él los ama. Se trata de un amor que, derivando de aquel con que Jesús mismo los ha amado, se remonta a la fuente del amor de Cristo hombre-Dios, es decir, la comunión trinitaria. Este misterio de comunión trinitaria, cristológica y eclesial, aflora en el texto de san Juan, que hemos escuchado en el evangelio de hoy, que reproduce la oración sacerdotal del Redentor en la última Cena. Esa tarde, Jesús dijo al Padre: “No ruego sólo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 20-21). “Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectamente uno, y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí” (Jn 17, 23). En esa oración final, Jesús trazaba el cuadro completo de las relaciones interhumanas y eclesiales, que tenían su origen en él y en la Trinidad, y proponía a los discípulos, y a todos nosotros, el modelo supremo de esa “comunión” que debe llegar a ser la Iglesia en virtud de su origen divino; él mismo, en su íntima comunión con el Padre en la vida trinitaria. Este amor que Jesús enseña a sus seguidores, como reproducción de su mismo amor, en la oración sacerdotal se refiere claramente al modelo de la Trinidad. “Que ellos también sean uno en nosotros”, dice Jesús, “para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos” (Jn 17, 26). Subraya que éste es el amor con que “me has amado antes de la creación del mundo” (Jn 17, 24). Jueves Jn 17, 20-26 Que su unidad sea perfecta. Jesús habla de una comunión íntima entre él y los que le sigan: “Permanezcan en Mí, como yo en ustedes... Yo soy la vid y ustedes los sarmientos” (Jn 15, 4-5). Jesús quiere una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: “Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en Mí y Yo en él” (Jn 6, 56). Después de la Ascensión, Jesús no nos dejó huérfanos (cf. Jn 14, 18): nos prometió quedarse con nosotros hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28, 20), nos envió su Espíritu (cf. Jn 20, 22; Hch 2, 33). Por eso, la comunión con Jesús se hizo en cierto modo más intensa: “Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo” (LG 7). La comparación de la Iglesia con el cuerpo arroja un rayo de luz sobre la relación íntima entre la Iglesia y Cristo. No está solamente reunida en torno a El: siempre está unificada en El, en su Cuerpo. Tres aspectos de la Iglesia-Cuerpo de Cristo se han de resaltar más específicamente: la unidad de todos los miembros entre sí por su unión con Cristo; Cristo Cabeza del Cuerpo; la Iglesia, Esposa de Cristo (Cfr. CIgC 789). La unidad del Cuerpo místico produce y estimula entre los fieles la caridad: “Si un miembro sufre, todos los miembros sufren con él; si un miembro es honrado, todos los miembros se alegran con él” (LG 7). En fin, la unidad del Cuerpo místico sale victoriosa de todas las divisiones humanas: “En efecto, todos los bautizados en Cristo nos hemos revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Ga 3, 27-28). “Así toda la Iglesia aparece como el pueblo unido ‘por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo’ (San Cipriano)” (LG 4). Y el deseo que Jesús hoy nos manifiesta es que trabajemos porque nuestra unidad sea perfecta. Viernes Jn 21, 15-19 94 (Cfr. Juan Pablo II Audiencia general miércoles 9 de diciembre de 1992) Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Las palabras: “Apacienta mis ovejas” manifiestan la intención de Jesús de asegurar el futuro de la Iglesia fundada por Él, bajo la guía de un pastor universal, o sea Pedro, al que dijo que, por su gracia, sería “piedra” y tendría las “llaves del reino de los cielos”, con el poder de “atar y desatar”. Jesús, después de su resurrección, da una forma concreta al anuncio y a la promesa de Cesarea de Filipo, instituyendo la autoridad de Pedro como ministerio pastoral de la Iglesia, con una dimensión universal. El “Apacienta mis corderos”, “Apacienta mis ovejas”, que hemos escuchado en el Evangelio de hoy, es como una prolongación de la misión de Jesús, que dijo de sí mismo: “Yo soy el buen pastor” (Jn 10, 11). Jesús, que participó a Simón su calidad de “piedra”, le comunica también su misión de “pastor”. Es una comunicación que implica una comunión intima, que se manifiesta también en la formulación de Jesús: “Apacienta mis corderos... mis ovejas”; de la misma forma que había ya dicho: “Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16, 18). Por tanto, la Iglesia es propiedad de Cristo, no de Pedro. Corderos y ovejas pertenecen a Cristo, y a nadie más. Le pertenecen como a “buen Pastor”, que “da su vida por las ovejas” (Jn 10, 11). Pedro debe ejercer el ministerio pastoral con respecto a los redimidos “con la sangre preciosa de Cristo” (1 P 1, 19). Así es claro el contenido de este servicio: como el pastor guía a las ovejas hacia lugares en que pueden encontrar alimento y seguridad, así el pastor de las almas debe ofrecerles el alimento de la palabra de Dios y de su santa voluntad (cf. Jn 4, 34), asegurando la unidad de la grey y defendiéndola de toda incursión hostil. Apacentar quiere decir amar, y amar quiere decir también estar dispuestos a sufrir. Amar significa dar el verdadero bien a las ovejas, el alimento de la verdad de Dios, de la palabra de Dios; el alimento de su presencia, que él nos da en el Santísimo Sacramento. Roguemos unos por otros para que sea el Señor quien nos lleve y nosotros aprendamos a llevarnos unos a otros. Sábado Jn 21, 20-25 Este es el discípulo que ha escrito estas cosas, y su testimonio es verdadero. En efecto, en las santas Escrituras aunque se digan muchas cosas que parecen increíbles, con todo, son verdaderas; en esta palabra, testimonio es verdadero”, no se pueden encontrar ni cosas ni sentencias contradictorias entre sí, “nada discrepante, nada diverso”, por lo cual, “cuando las Escrituras parezcan entre sí contrarias, lo uno y lo otro es verdadero aunque sea diverso”. San Jerónimo escribe: “A nadie le quepa duda de que han sucedido realmente las cosas que han sido escritas”; coincidiendo con San Agustín, que, hablando de los Evangelios, dice: “Estas cosas son verdaderas y han sido escritas de El fiel y verazmente, para que los que crean en su Evangelio sean instruidos en la verdad y no engañados con mentiras”. El Señor cuando hablaba sobre la Escritura decía: escrito está y conviene que se cumpla la Escritura. El Señor Jesús, en los sermones que dirigió al pueblo, sea en el monte junto al lago de Genesaret, sea en la sinagoga de Nazaret y en su ciudad de Cafarnaum, sacaba de la Sagrada Escritura la materia de su enseñanza y los argumentos para probarla. En realidad, de las Escrituras tomaba las armas invencibles para la lucha con los fariseos y saduceos. Así, pues, ya enseñe, ya dispute, de cualquier parte de la Escritura aduce sentencias y ejemplos, y los aduce de manera que se deba necesariamente creer en ellos. Volviendo a la doctrina de San Jerónimo acerca de la importancia y de la verdad de la Escritura es, para decirlo en una sola palabra, la doctrina de Cristo. Por esto, todos los hijos de la Iglesia penetrados y fortalecidos por la suavidad de las Sagradas Letras, han de llegar al conocimiento perfecto de Jesucristo. 95 TIEMPO ORDINARIO Recordemos que Ordinario no significa de poca importancia, anodino, insulso, incoloro. Sencillamente, con este nombre se le quiere distinguir de los “tiempos fuertes”, que son el ciclo de Pascua y el de Navidad con su preparación y su prolongación. El espíritu del Tiempo Ordinario queda bien descrito en el prefacio VI dominical de la misa: “En ti vivimos, nos movemos y existimos; y todavía peregrinos en este mundo, no sólo experimentamos las pruebas cotidianas de tu amor, sino que poseemos ya en prenda la vida futura, pues esperamos gozar de la Pascua eterna, porque tenemos las primicias del Espíritu por el que resucitaste a Jesús de entre los muertos”. Este Tiempo Ordinario se divide como en dos “tandas”. Una primera, desde después de la Epifanía y el bautismo del Señor hasta el comienzo de la Cuaresma. Y la segunda, desde después de Pentecostés hasta el Adviento. Al reanudarse el Tiempo Ordinario, el domingo después de Pentecostés, la selección bíblica depende de la duración del Tiempo ese año. Cuando el Tiempo tiene treinta y cuatro domingos, se usa la semana después de terminada la Cuaresma. Cuando el Tiempo Ordinario tiene treinta y tres domingos, la semana que sigue a Pentecostés se omite. Así se asegura la proclamación de los textos sobre la venida el reino de Dios, asignados para las últimas dos semanas del Tiempo Ordinario. Octava Semana Lunes Mc 10, 17-27 Ve y vende lo que tienes y sígueme. Es una invitación cuya profundidad maravillosa será entendida plenamente por los discípulos después de la resurrección de Cristo, cuando el Espíritu Santo los guiará hasta la verdad completa (cf. Jn 16, 13) (VS 19, 1). La llamada está dirigida sobre todo a aquellos a quienes confía una misión particular, empezando por los Doce; pero también es cierto que la condición de todo creyente es ser discípulo de Cristo (cf.Hch 6, 1). Por esto, seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana: como el pueblo de Israel seguía a Dios, que lo guiaba por el desierto hacia la tierra prometida (cf. Ex 13, 21), así el discípulo debe seguir a Jesús, hacia el cual lo atrae el mismo Padre (cf. Jn 6, 44) (Ibidem 19, 2). No se trata aquí solamente de escuchar una enseñanza y de cumplir un mandamiento, sino de algo mucho más radical: adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre. El discípulo de Jesús, siguiendo, mediante la adhesión por la fe, a aquél que es la Sabiduría encarnada, se hace verdaderamente discípulo de Dios (cf. Jn 6, 45). En efecto, Jesús es la luz del mundo, la luz de la vida (cf. Jn 8, 12); es el pastor que guía y alimenta a las ovejas (cf. Jn 10, 11-16), es el camino, la verdad y la vida (cf. Jn 14, 6), es aquel que lleva hacia el Padre, de tal manera que verle a él, al Hijo, es ver al Padre (cf. Jn 14, 6-10). Por eso, imitar al Hijo, “imagen de Dios invisible” (Col 1, 15), significa imitar al Padre (Cfr. Ibidem 19, 3). El “sígueme” de Cristo se puede escuchar a lo largo de distintos caminos, a través de los cuales andan los discípulos y los testigos del divino Redentor. Se puede llegar a ser imitadores de Cristo de diversos modos, o sea no sólo dando testimonio del Reino escatológico de verdad y de amor, sino también esforzándose por la transformación de toda la realidad temporal conforme al espíritu del Evangelio. Es aquí donde comienza también el apostolado de los laicos, inseparable de la esencia misma de la vocación cristiana. Martes 96 Mc 10, 28-31 Recibirán cien veces más en esta vida, junto con persecuciones; y en el otro mundo, la vida eterna. Jesús puede en verdad garantizar una existencia feliz y la vida eterna, pero por un camino diverso del que imaginaba el joven rico, es decir, no mediante una obra buena, un servicio legal, sino con la elección del reino de Dios como “perla preciosa” por la cual vale la pena vender todo lo que se posee (cf. Mt 13, 45-46). El joven rico no logra dar este paso. A pesar de haber sido alcanzado por la mirada llena de amor de Jesús (cf. Mc 10, 21), su corazón no logró desapegarse de los numerosos bienes que poseía. Por eso Jesús da esta enseñanza a los discípulos: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios!” (Mc 10, 23). Las riquezas terrenas ocupan y preocupan la mente y el corazón. Jesús no dice que sean malas, sino que alejan de Dios si, por decirlo así, no se “invierten” en el reino de los cielos. Por tanto, para alcanzar la salvación es preciso abrirse en la fe a la gracia de Cristo, el cual, sin embargo, pone una condición exigente a quien se dirige a él: “Ven y sígueme” (Mc 10, 21). Los santos han tenido la humildad y la valentía de responderle “sí”, y han renunciado a todo para ser sus amigos. Para nuestra sociedad existe un obstáculo para un encuentro con el Dios vivo: el materialismo. Es fácil ser atraídas por las posibilidades casi ilimitadas que la ciencia y la técnica nos ofrecen; es fácil cometer el error de creer que se puede conseguir con nuestros propios esfuerzos saciar las necesidades más profundas. Sin embargo, el corazón del hombre necesita hoy ser llamado de nuevo al objetivo último de su existencia. Necesitamos reconocer que en nuestro interior hay una profunda sed de Dios. Necesitamos tener la oportunidad de enriquecernos del pozo del amor infinito de Dios. Hoy el señor nos llama a cultivar nuestra relación con Cristo, que ha venido para que tuviéramos la vida en abundancia (cf. Jn 10,10). Miércoles Mc 10,32-45 Ya ven que nos estamos dirigiendo a Jerusalén, y el Hijo de hombre va a ser entregado “en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará” (Mt 17, 22). Cristo tenía conciencia de que para la salvación del mundo era necesario su sacrificio, “para que todo el que creyere en Él tenga la Vida eterna” (Jn 3, 14). En el designio de Dios, estaba establecido que no se podía salvar al hombre de otro modo. Para esto no hubiera bastado alguna otra palabra, algún otro acto. Fue necesaria la palabra de la cruz; fue necesaria la muerte del Inocente, como acto definitivo de su misión. Fue necesario para “justificar al hombre...”, para despertar el corazón y la conciencia, para constituir el argumento definitivo en ese encuentro entre el bien y el mal, que camina a lo largo de la historia del hombre y la historia de los pueblos... Cristo ha dejado este sacrificio suyo a la Iglesia como su mayor don. Lo ha dejado en la Eucaristía. Y no sólo en la Eucaristía: lo ha dejado en el testimonio de sus discípulos y confesores. Cristo ha enseñado que es necesario vencer con la verdad y con el amor. Cristo ha enseñado también que se puede, y algunas veces se debe, aceptar la muerte, que es necesario sacrificar la vida para dar testimonio de la verdad y del amor. Así, pues, la Cruz de Cristo no cesa de ser para cada uno de nosotros esta llamada misericordiosa y, al mismo tiempo, severa a reconocer y confesar la propia culpa. Es una llamada a vivir en la verdad. Jueves Mc 10, 46-52 97 Maestro, que pueda ver. Bartimeo, que “estaba sentado junto al camino” (Mc 10,46), a las puertas de Jericó. Precisamente por ese camino pasa Jesús el Nazareno. Es el camino que lleva a Jerusalén, donde se consumará la Pascua, su Pascua sacrifical, que el Mesías acepta por nosotros, como escuchamos ayer en el Evangelio. Este camino también es el nuestro: el único camino que lleva a la tierra de la reconciliación, de la justicia y de la paz. En ese camino el Señor encuentra a Bartimeo, que había perdido la vista. Sus caminos se cruzan, se convierten en un único camino. “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!”, grita el ciego con confianza. Replica Jesús: “Llamadle”, y añade: “¿Qué quieres que te haga?”. Dios es la luz y el creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, hecho para ver la luz, pero ha perdido la vista, y se ve obligado a mendigar. A su lado pasa el Señor, que se ha hecho mendigo por nosotros: sediento de nuestra fe y de nuestro amor. “¿Qué quieres que te haga?”. Dios lo sabe, pero pregunta; quiere que el hombre hable. Quiere que el hombre se levante, que recupere la valentía para pedir lo que le corresponde por su dignidad. El Padre quiere oír de boca del hijo la libre voluntad de volver a ver la luz, esa luz para la cual lo ha creado. “Maestro, ¡que vea!”. Y Jesús le dice: “Vete, tu fe te ha salvado. Esta oración del ciego resume nuestra condición de cristianos en camino: necesitamos la luz y, a la vez, estamos llamados a ser luz. El pecado nos hace ciegos. Necesitamos ver iluminados, necesitamos repetir la súplica del ciego: “Maestro, que pueda ver” (Mc 10. Haz que vea el pecado que me encadena, pero sobre todo, Señor, que vea tu gloria. “[Dios] nos llamó a salir de la tiniebla y a entrar en su luz maravillosa” (1 P 2,9). Viernes Mc 11, 11-26 Mi casa será casa de oración para todos los pueblos. Tengan fe en Dios. La oración del pueblo de Dios se desarrolla a la sombra de la Morada de Dios, el Arca de la Alianza y más tarde el Templo, bajo la guía de los pastores, especialmente el rey David, y de los profetas. Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: “no hagan de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)” (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21; etc.). El Catecismo de la Iglesia Católica en el no. 2691, dice que “La iglesia, casa de Dios, es el lugar propio de la oración litúrgica de la comunidad parroquial. Es también el lugar privilegiado para la adoración de la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. La elección de un lugar favorable no es indiferente para la verdad de la oración: 1) para la oración personal, el lugar favorable puede ser un ‘rincón de oración’, con las Sagradas Escrituras e imágenes, para estar ‘en lo secreto’ ante nuestro Padre (cf Mt 6, 6). En una familia cristiana este tipo de pequeño oratorio favorece la oración en común. 2) en las regiones en que existen monasterios, una vocación de estas comunidades es favorecer la participación de los fieles en la Oración de las Horas y permitir la soledad necesaria para una oración personal más intensa (cf PC 7). 3) las peregrinaciones evocan nuestro caminar por la tierra hacia el cielo. Son tradicionalmente tiempos fuertes de renovación de la oración. Los santuarios son, para los peregrinos en busca de fuentes vivas, lugares excepcionales para vivir "en Iglesia" las formas de la oración cristiana”. 98 Sí. La iglesia es un lugar privilegiado en el que se construye la fraternidad entre nosotros. Aquí se realiza la comunidad cristiana, comunidad de fe y oración, comunidad de amor y solidaridad en nombre de Cristo. Aquí se alimenta en la mesa de la palabra de Dios y del Cuerpo del Señor, y de aquí parte para llevar a Cristo al mundo. Sábado Mc 11, 27-33 ¿Con qué autoridad haces todo esto? El Señor, plenamente consciente de las intenciones de sus interrogadores, utiliza un método de discusión muy empleado por los doctores de la Ley y responde haciéndoles a su vez otra pregunta: “También yo les voy a preguntar una cosa; si me contestan a ella, yo les diré a mi vez con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿de dónde era?, ¿del Cielo o de los hombres?” Sabían que si respondían que venía “del Cielo”, es decir, de Dios, el Señor les echaría en cara su incredulidad. En efecto, tanto los saduceos como los fariseos incrédulos habían recibido por parte del Bautista una durísima llamada de atención. Juan no dudó en calificarlos de “raza de víboras” por su negativa a acoger su llamado a la conversión (ver Mt 3,7-10). La respuesta de aquellos endurecidos corazones sería la de negar abiertamente la legitimidad de la misión de Juan, rechazando su bautismo y frustrando de ese modo “el plan de Dios sobre ellos” (Lc 7,30). En cambio, “todo el pueblo que le escuchó, incluso los publicanos, reconocieron la justicia de Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan” (Lc 7,29). El hecho de no reconocer que el bautismo de Juan venía de Dios significaba negar su misión como precursor del Mesías (ver Jn 1,19-24), por tanto, implicaba negar también todo reconocimiento al Señor Jesús. Que María nos dé un corazón lleno de fe para que con nuestras palabras y nuestra vida confesemos nuestra fe en Jesús como Salvador y Señor, y tengamos la experiencia de la salvación que hemos recibido en nuestro bautismo. NOVENA SEMANA Lunes Visitación de la santísima Virgen María (Lc 1, 39-56) ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga a verme? Concluimos el mes de mayo con la fiesta de la Visitación de la santísima Virgen María. Todo nos invita a dirigir con confianza la mirada a María. En esta fiesta de la Visitación la liturgia nos hace escuchar de nuevo el pasaje del evangelio de san Lucas que relata el viaje de María desde Nazaret hasta la casa de su anciana prima Isabel. Imaginemos el estado de ánimo de la Virgen después de la Anunciación, cuando el ángel se retiró. María se encontró con un gran misterio encerrado en su seno; sabía que había acontecido algo extraordinariamente único; se daba cuenta de que había comenzado el último capítulo de la historia de la salvación del mundo. Pero todo en torno a ella había permanecido como antes, y la aldea de Nazaret ignoraba totalmente lo que le había sucedido. Pero en vez de preocuparse por sí misma, María piensa en la anciana Isabel, porque sabe que su embarazo estaba ya en una fase avanzada. Impulsada por el misterio de amor que acaba de acoger en sí misma, se pone en camino y va ‘aprisa’ a prestarle su ayuda. He aquí la grandeza sencilla y sublime de María. 99 Así pues María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. Cuando entra, Isabel, al responder a su saludo y sintiendo saltar de gozo al niño en su seno, “llena de Espíritu Santo”, a su vez saluda a María en alta voz: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (cf. Lc 1, 40-42). Esta exclamación o aclamación de Isabel entraría posteriormente en el Ave María, como una continuación del saludo del ángel, convirtiéndose así en una de las plegarias más frecuentes de la Iglesia. Pero más significativas son todavía las palabras de Isabel en la pregunta que sigue: “¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 43). Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor, la Madre del Mesías. De este testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su seno: “saltó de gozo el niño en su seno” (Lc 1, 44). El niño es el futuro Juan el Bautista, que en el Jordán señalará en Jesús al Mesías. Siempre según la narración de Lucas, del alma de María brota un canto de júbilo, el Magnificat, en el que también ella expresa su alegría: “Mi espíritu se alegra en Dios mi salvador” (Lc 1, 47). Educada como estaba en el culto de la palabra de Dios, conocida mediante la lectura y la meditación de la Sagrada Escritura, María en aquel momento sintió que subían de lo más hondo de su alma los versos del cántico de Ana, madre de Samuel (cf. 1 S 2, 1-10) y de otros pasajes del Antiguo Testamento, para dar expresión a los sentimientos de la “hija de Sión”, que en ella encontraba la más alta realización. Y eso lo comprendió muy bien el evangelista Lucas gracias a las confidencias que directa o indirectamente recibió de María. Entre estas confidencias debió de estar la de la alegría que unió a las dos madres en aquel encuentro, como fruto del amor que vibraba en sus corazones. Se trataba del Espíritu-Amor trinitario, que se revelaba en los umbrales de la “plenitud de los tiempos” (Ga 4, 4), inaugurada en el misterio de la encarnación del Verbo. Ya en aquel feliz momento se realizaba lo que Pablo diría después: “El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz” (Ga 5, 22). Martes Mc 12, 13-17 Den al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios. En el pasaje del evangelio de hoy resalta la respuesta de Jesús a algunos judíos que, como en otras circunstancias, trataban de ponerlo a prueba. Jesús evita la trampa, actuando como un Maestro de gran sabiduría, que enseña fielmente el camino de Dios sin ceder a componendas. No pocas veces este principio se usa para hablar de la separación del estado y la religión, para designar la autoridad civil y la religiosa, separación entre las estructuras del mundo y el misterio del Reino; también se usa para referirse a la justicia, dar a cada quien lo que es suyo… Hoy proponemos orientar nuestras baterías hacia la distinción entre el servicio de Dios y el servicio de la comunidad política: “dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” (Mt 22, 21), en otro principio evangélico: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5, 29) Este luminoso principio evangélico ha orientado a la Iglesia desde sus orígenes, impulsándola a mostrar gran respeto por las instituciones civiles. En ellas, y en los hombres que asumen su responsabilidad, se ha de ver un signo de la presencia de Dios, que guía los acontecimientos de la historia. “Omnis potestas a Deo” (Rm 13, 1): todo poder viene de Dios. En esto se basa el deber de acatamiento a las leyes y a quienes ejercen la autoridad. La autoridad pública está obligada a respetar los derechos fundamentales de la persona humana y las condiciones del ejercicio de su libertad. Todo se debe someter a la soberanía de Dios, hasta el punto de que en ningún caso puede llegar a ser obligatorio lo que se opone a la ley divina. El cristiano debe ser firme testigo de este principio, yendo, cuando sea necesario, "contra corriente". En ese caso encontrará apoyo en la fuerza de la oración. Como la primera comunidad de Roma, a comienzos del siglo II, los creyentes invocan la ayuda divina para cuantos están investidos de responsabilidades públicas, a fin de que el Señor 100 dirija sus decisiones según lo que es bueno y agradable a sus ojos (cf. Primera Carta de san Clemente a los Corintios, LXI, 1). Miércoles Mc 12, 18-27 Dios no es dios de muertos, sino de vivos. El evangelio de hoy nos invita a reflexionar en la realidad consoladora de la resurrección de los muertos. La tradición bíblica y cristiana, fundándose en la palabra de Dios, afirma con certeza que, después de esta existencia terrena, se abre para el hombre un futuro de inmortalidad. La fe en la resurrección de los muertos se basa, como recuerda la página evangélica de hoy, en la fidelidad misma de Dios, que no es Dios de muertos, sino de vivos, y comunica a cuantos confían en él la misma vida que posee plenamente. En efecto, Dios es “Dios de vivos” y a cuantos confían en él les concede la vida divina que posee en plenitud. Él, que es el ‘Viviente’, es la fuente de la vida. Se ha dicho, y es verdad, que “hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece”. Los periódicos generalmente están llenos de “otras historias”, las que manifiestan los límites de nuestra humanidad y la triste herencia del pecado original. Sin embargo, no debemos olvidar que la historia de los hombres es, sobre todo, una historia de gracia, siempre sostenida e iluminada por la providencia de Dios, y en la que los verdaderos héroes son los santos que la llenan, los reconocidos y también los no canonizados: este es precisamente el bosque que crece silenciosamente, por obra y gracia del ‘Viviente’, fuente de la vida. La vida entregada, regalada, “gastada” en favor de los otros, no muere nunca: permanece para siempre; porque “Ser testigo de Cristo es ser “testigo de su Resurrección” (Hch 1, 22; cf. 4, 33), “haber comido y bebido con El después de su Resurrección de entre los muertos” (Hch 10, 41). La esperanza cristiana en la resurrección está totalmente marcada por los encuentros con Cristo resucitado. Nosotros resucitaremos como El, con El, por El” (CEC 995) Jueves Mc 12, 28-34 Éste es el primer mandamiento- El segundo es semejante a éste. La Palabra del Señor, que se acaba de proclamar en el Evangelio, nos ha recordado que el amor es el compendio de toda la Ley divina: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento” (Mt 22, 37-38). Jesús añade: “El segundo es semejante a este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). Jesús consiste establece una relación de semejanza entre el primer mandamiento y el segundo, al que define también en esta ocasión con una fórmula bíblica tomada del código levítico de santidad (cf. Lv 19, 18). De esta forma, en la conclusión del pasaje los dos mandamientos se unen en el papel de principio fundamental en el que se apoya toda la Revelación bíblica: “De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas” (Mt 22, 40). El evangelio nos subraya que ser discípulos de Cristo es poner en práctica sus enseñanzas, que se resumen en el primero y mayor de los mandamientos de la Ley divina, el mandamiento del amor. También el libro del Éxodo, insiste en el deber del amor, un amor testimoniado concretamente en las relaciones entre las personas: tienen que ser relaciones de respeto, de colaboración, de ayuda generosa. El prójimo al que debemos amar es también el forastero, el huérfano, la viuda y el indigente, es decir, los ciudadanos que no tienen ningún “defensor”. 101 Jesús no dice que el segundo mandamiento es idéntico al primero, sino que es «semejante». Por consiguiente, los dos mandamientos no son intercambiables, como si se pudiera cumplir automáticamente el mandamiento del amor a Dios guardando el del amor al prójimo, o viceversa. Tienen consistencia propia, y ambos deben cumplirse. Pero Jesús los une para mostrar a todos que están íntimamente relacionados: es imposible cumplir uno sin poner en práctica el otro. “De su unidad inseparable da testimonio Jesús con sus palabras y su vida: su misión culmina en la cruz que redime, signo de su amor indivisible al Padre y a la humanidad” (Veritatis splendor, 14), a cada hombre y mujer, a cada uno de nosotros. Viernes Mc 12, 35-37 ¿Cómo dicen que el Mesías es Hijo de David? Así les pregunta Jesús a los fariseos. Cristo, ¿De quién es hijo? Y añade: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra mientras pongo a tus enemigos bajo tus pies” (Sal 109/110, 1). Si, pues, David le llama Señor, ¿cómo es hijo suyo?” (Mt 22, 42-45). Como vemos, Jesús llama la atención sobre el modo “limitado” e insuficiente de comprender al Mesías teniendo sólo como base la tradición de Israel, unida a la herencia real de David. Sin embargo, Él no rechaza esta tradición, sino que la cumple en el sentido pleno que ella contenía, y que ya aparece en la Anunciación, donde se presenta a Jesús como Aquél en el que se cumple la antigua promesa. Los días siguientes a la entrada de Jesús en Jerusalén se verá cómo se han de entender las palabras del Ángel en la Anunciación. “Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre... reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin”. Jesús mismo explicará en qué consiste su propia realeza, y por lo tanto la verdad mesiánica, y cómo hay que comprenderla. Ante Pilato Jesús se presenta a sí mismo como el Rey-Mesías, pero no en sentido político como si se tratara de un poder terreno, ni tampoco en relación al “pueblo elegido”, Israel, sino como un reino eterno y universal, un reino de justicia y de paz. De hecho, el episodio del Calvario ilumina la condición mesiánico-real de Jesús. Uno de los dos malhechores crucificados junto con Jesús manifiesta esta verdad de forma penetrante, cuando dice: “Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino” (Lc 23, 42). En este diálogo encontramos casi una confirmación última de las palabras que el Ángel había dirigido a María en la Anunciación: Jesús “reinará... y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 33). Sábado Mc 12, 38-44 Esa pobre viuda ha echado en la alcancía más que todos. El Evangelio de hoy nos presenta el ejemplo de la viuda pobre, que depositaba en el tesoro del templo algunas pequeñas monedas: desde el punto de vista material, una oferta difícilmente comparable con las que daban otros. Sin embargo, Cristo dijo: “Esta viuda... echó todo lo que tenía para el sustento” (Lc 21, 3-4). Por lo tanto, cuenta sobre todo el valor interior del don: la disponibilidad a compartir todo, la prontitud a darse a sí mismos. San Agustín escribe muy bien a este propósito: “Si extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en el corazón, no has hecho nada, en cambio, si tienes misericordia en el corazón, aún cuando no tuvieras nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna” (Enarrat. in Ps. CXXV, 5). Y en otro lugar el Obispo de Hipona dice: “¡Cuán prontamente son acogidas las oraciones de quien obra el bien!, y ésta es la justicia del hombre en la vida presente: el ayuno, la limosna, la oración” (Enarrat. in Ps. XLII, 8): la oración, como apertura a Dios; el ayuno, como expresión del dominio de sí, incluso en el privarse de algo, en el decir ‘no’ a sí mismos; y, finalmente, la limosna, como apertura “a los otros”. El 102 Evangelio traza claramente este cuadro cuando nos habla de la penitencia, de la conversión. Sólo con una actitud total “en relación con Dios, consigo mismo y con el prójimo” el hombre alcanza la conversión y permanece en estado de conversión. La ‘limosna’ entendida según el Evangelio, según la enseñanza de Cristo, tiene un significado definitivo, decisivo en nuestra conversión a Dios. Si falta la limosna, nuestra vida no converge aún plenamente hacia Dios. Contemplando el ejemplo de la viuda pobre del evangelio de hoy, hagamos de nuestra vida una ofrenda agradable a Dios, para que, entregándonos a él sin reservas como la Virgen María, nos colme de la riqueza de su amor y su gracia. Décima semana Lunes Mt 5, 1-12 Dichosos los pobres de espíritu... La página del evangelio del día de hoy nos presenta las bienaventuranzas, que “dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos” (CIgC 1717). Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad. Este deseo es de origen divino: Dios lo ha puesto en el corazón del hombre a fin de atraerlo hacia El, el único que lo puede satisfacer: Ciertamente todos nosotros queremos vivir felices, y en el género humano no hay nadie que no dé su asentimiento a esta proposición incluso antes de que sea plenamente enunciada. (S. Agustín, mor. eccl. 1, 3, 4) (CIgC 1718). San Agustín se preguntaba: ¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti. (S. Agustín, conf. 10, 20.29). Las bienaventuranzas descubren la meta de la existencia humana, el fin último de los actos humanos: Dios nos llama a su propia bienaventuranza. Esta vocación se dirige a cada uno personalmente, pero también al conjunto de la Iglesia, pueblo nuevo de los que han acogido la promesa y viven de ella en la fe (CIgC 1719). La alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría, esa alegría exigente: “Dichosos ustedes los pobres, porque el Reino de los cielos es de ustedes. Dichosos ustedes lo que ahora pasan hambre, porque quedarán saciados. Dichosos ustedes, los que ahora lloran, porque reirán” (Lc 6,20-21). Martes Mt 5, 13-16 Ustedes son la luz del mundo. San Cromacio (Tratado 5, 1.3-4; CCL 9, 405-407), enseñaba que “El Señor dijo a sus discípulos que eran la sal de la tierra, y la luz del mundo, ya que, iluminados por Él mismo, que es la luz verdadera y eterna, se convirtieron ellos también en luz que disipó las tinieblas. Y continúa este santo diciendo: 103 Puesto que Él era el sol de justicia, con razón llama a sus discípulos luz del mundo, ya que ellos fueron como los rayos a través de los cuales derramó sobre el mundo la luz de su conocimiento; ellos, en efecto, ahuyentaron del corazón de los hombres las tinieblas del error, dándoles a conocer la luz de la verdad. También nosotros, iluminados por ellos, nos hemos convertido de tinieblas en luz, tal como dice el Apóstol: Un tiempo fueron tinieblas, pero ahora son luz en el Señor. Caminen como hijos de la luz. Y también: Todos son hijos de la luz e hijos del día. No somos de la noche ni de las tinieblas. En este mismo sentido habla San Juan en su carta, cuando dice: Dios es luz, y el que permanece en Dios está en la luz, como Él también está en la luz. Por lo tanto, ya que tenemos la dicha de haber sido liberados de las tinieblas del error, debemos caminar siempre en la luz, como hijos que somos de la luz. Por esto dice el Apóstol: Aparecen como antorchas en el mundo, presentándole la palabra de vida. Así, pues, aquella lámpara resplandeciente, encendida para nuestra salvación, debe brillar siempre en nosotros. Poseemos, en efecto, la lámpara de los mandatos celestiales y de la gracia espiritual, acerca de la cual afirma el salmista: Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero. De ella dice también Salomón: El consejo de la ley es lámpara. Por consiguiente, nuestro deber es no ocultar esta lámpara de la ley y de la fe, sino ponerla siempre en alto en la Iglesia, como en un candelero, para la salvación de todos, para que así nos beneficiemos nosotros de la luz de su verdad y para que ilumine a todos los creyentes. Miércoles Mt 5, 17-19 No he venido a abolir la ley, sino a darle plenitud. La página evangélica de hoy nos habla del cumplimiento de la ley por parte de Cristo. Él afirma que no ha venido a abolir la ley antigua, sino a darle plenitud. Con el envío del Espíritu Santo, grabará la ley en el corazón de los creyentes, es decir, en el lugar de las opciones personales y responsables. Con ese espíritu se podrá aceptar la ley no como orden externa, sino como opción interior. La ley promulgada por Cristo es, por tanto, una ley de “santidad” (cf. Mt 5, 48), es la ley suprema del amor (cf. Jn 15, 9-12). La Veritatis splendor 15, 2 afirma que Jesús lleva a cumplimiento los mandamientos de Dios, “en particular el mandamiento del amor al prójimo”, interiorizando y radicalizando sus exigencias: el amor al prójimo brota de un corazón que ama y que, precisamente porque ama, está dispuesto a vivir las mayores exigencias. Jesús muestra que los mandamientos no deben ser entendidos como un límite mínimo que no hay que sobrepasar, sino como una senda abierta para un camino moral y espiritual de perfección, cuyo impulso interior es el amor (cf. Col 3, 14). Así, el mandamiento “No matarás”, se transforma en la llamada a un amor solícito que tutela e impulsa la vida del prójimo; el precepto que prohíbe el adulterio, se convierte en la invitación a una mirada pura, capaz de respetar el significado esponsal del cuerpo: “Han oído que se dijo a los antepasados: No matarás; y aquel que mate será reo ante el tribunal. Pues yo les digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal... Han oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pues yo les digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 21-22. 2728). Jesús mismo es el “cumplimiento” vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con el don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35). 104 Y en el 18 3, dice que “Los mandamientos (…) están al servicio de una única e indivisible caridad, que espontáneamente tiende a la perfección, cuya medida es Dios mismo: “Ustedes, pues, sean perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Mt 5, 48). En el evangelio de Lucas, Jesús precisa aún más el sentido de esta perfección: “Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Jueves Mt 5, 20-26 Todo el que se enoje contra su hermano, será llevado ante el tribunal. Jesús recogió los diez mandamientos, pero manifestó la fuerza del Espíritu operante ya en su letra. Predicó la ‘justicia que sobre pasa la de los escribas y fariseos’ (Mt 5, 20), así como la de los paganos (cf Mt 5, 46-47). Desarrolló todas las exigencias de los mandamientos: “han oído que se dijo a los antepasados: No matarás... Pues yo les digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal” (Mt 5, 21-22). ‘La vida humana es sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y permanece siempre en una especial relación con el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta su término; nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de matar de modo directo a un ser humano inocente’ (Instrucción Donum vitae intr. 5; Cfr. CIgC 2258). En esta página evangélica, se nos dice que “El odio voluntario es contrario a la caridad. El odio al prójimo es pecado cuando se le desea deliberadamente un mal. El odio al prójimo es un pecado grave cuando se le desea deliberadamente un daño grave. ‘Pues yo les digo: Amen a sus enemigos y rueguen por los que los persigan, para que sean hijos de su Padre celestial...’ (Mt 5, 44-45; Cfr. CIgC 2303). Jesús mismo es el “cumplimiento” vivo de la Ley, ya que él realiza su auténtico significado con el don total de sí mismo; él mismo se hace Ley viviente y personal, que invita a su seguimiento, da, mediante el Espíritu, la gracia de compartir su misma vida y su amor, e infunde la fuerza para dar testimonio del amor en las decisiones y en las obras (cf. Jn 13, 34-35). Cada uno de nosotros, desde nuestro conocimiento y desde nuestro libre actuar, somos responsables de nuestros actos y estamos sometido al juicio de Dios, juez justo y bueno que premia el bien y castiga el mal, como nos lo recuerda el apóstol Pablo: “Es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba conforme a lo que hizo durante su vida mortal, el bien o el mal” (2 Co 5, 10). Por consiguiente, es mejor arreglarnos en el amor y en paz con nuestros hermanos. Viernes Mt 5, 27-32 Todo el que mira con malos deseos a una mujer, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Jesús vino a restaurar la creación en la pureza de sus orígenes. En el Sermón de la Montaña interpreta de manera rigurosa el plan de Dios: “Han oído que se dijo: “no cometerás adulterio”. Pues yo os digo: “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón”» (Mt 5, 27-28). El hombre no debe separar lo que Dios ha unido (cf Mt 19, 6) (Cf. CEC 2336) El mandamiento ‘no adulterarás’ está formulado como una prohibición que excluye de modo categórico un determinado mal moral. Es sabido que la misma ley (decálogo), además de la prohibición ‘no adulterarás’, comprende también la prohibición “no desearás la mujer de tu prójimo” (Ex 20, 14. 17; Dt 5, 18-21). Ahora bien, Cristo no hace vana una prohibición respecto a la otra. Aún cuando hable del ‘deseo’, tiende a una clarificación más profunda del ‘adulterio’. Es significativo que, después de haber citado la prohibición ‘no adulterarás’ como conocida a los oyentes, a continuación, en el curso de su enunciado dice 105 “Todo el que mira a una mujer deseándola, ya adulteró con ella en su corazón”, describe un hecho interior, cuya realidad pueden comprender fácilmente los oyentes. Al mismo tiempo, a través del hecho así descrito y calificado, indica cómo es preciso entender y poner en práctica el mandamiento ‘no adulterarás’, para que lleve a la ‘justicia’ querida por el Legislador. Ante la expresión “adulteró en el corazón”, ¿cómo puede darse el ‘adulterio’ sin ‘cometer adulterio’, es decir, sin el acto exterior que permite individuar el acto prohibido por la ley? Cristo pronuncia esta frase ante sus oyentes que, basándose en los libros del Antiguo Testamento, estaban preparados, en cierto sentido, para comprender el significado de la mirada que nace de la concupiscencia. Y esta pasión, originada por la concupiscencia carnal, sofoca en el ‘corazón’ la voz más profunda de la conciencia, el sentido de responsabilidad ante Dios. Al sofocar la voz de la conciencia, la pasión trae consigo inquietud de cuerpo y de sentidos: es la inquietud del ‘hombre exterior’. Cuando el hombre interior ha sido reducido al silencio, la pasió después de haber obtenido, por decirlo así, libertad de acción, se manifiesta como tendencia insistente a la satisfacción de los sentidos y del cuerpo. Por consiguiente, cuando Cristo dice: “Todo el que mira a una mujer deseándola (el que mira con concupiscencia), ya adulteró con ella en su corazón” (“ya la ha hecho adúltera en el corazón”) (Mt 5, 28), quiere decir con esto que precisamente que la concupiscencia —como el adulterio— es un alejamiento interior del significado esponsalicio del cuerpo, que quiere remitir a los oyentes a sus experiencias interiores de este alejamiento; por esto por lo que lo define “adulterio cometido en el corazón”. Sábado Mt 5, 33-37 Les digo que no juren ni por el cielo ni por la tierra. “Jesús expuso el segundo mandamiento en el Sermón de la Montaña: “Han oído que se dijo a los antepasados: “no perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos”. Pues yo les digo que no juren en modo alguno... sea su lenguaje: “sí, sí”; “no, no”: que lo que pasa de aquí viene del Maligno” (Mt 5, 33-34.37; cf St 5, 12). Jesús enseña que todo juramento implica una referencia a Dios y que la presencia de Dios y de su verdad debe ser honrada en toda palabra. La discreción del recurso a Dios al hablar va unida a la atención respetuosa a su presencia, reconocida o menospreciada en cada una de nuestras afirmaciones” (CEC 2153). “La santidad del nombre divino exige no recurrir a él por motivos fútiles, y no prestar juramento en circunstancias que pudieran hacerlo interpretar como una aprobación de una autoridad que lo exigiera injustamente. Cuando el juramento es exigido por autoridades civiles ilegítimas, puede ser rehusado. Debe serlo, cuando es impuesto con fines contrarios a la dignidad de las personas o a la comunión de la Iglesia” (CEC 2155). El nombre de Dios encierra un gran misterio. Es nombre santo, nombre que exige reverencia y amor. Con respecto a él, por desgracia, se observa una actitud de ligereza, rayana a veces en el desprecio manifiesto: blasfemias, espectáculos desacralizadores, escarnio, publicaciones que ofenden gravemente el sentimiento religioso. Por tanto, El segundo mandamiento prohíbe abusar del nombre de Dios, es decir, todo uso inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen María y de todos los santos. En efecto, “El Nombre de Dios es grande allí donde se pronuncia con el respeto debido a su grandeza y a su Majestad. El nombre de Dios es santo allí donde se le nombra con veneración y temor de ofenderle» (San Agustín, De sermone Domini in monte, 2, 5, 19). SEMANA DÉCIMA PRIMERA 106 Lunes Mt 5, 38-42 Yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. “El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas y el hombre malo, del tesoro malo saca cosas malas”. Cuando en la Biblia se habla del “ojo del hombre, se hace referencia al reflejo o espejo de lo que hay en el corazón del hombre. Cuando los hebreos decían de un hombre que tenía ojo bueno, querían decir que tenía un corazón generoso y benéfico. Un hombre con ojo malo en cambio era aquel que tenía un corazón lleno de envidia: “Maligno es el ojo del envidioso” (Eclo 14,8). El hombre con “ojo malo” es incapaz de ver la bondad en el corazón ajeno. El hombre cuyo corazón está lleno de envidia es incapaz de alegrarse por el beneficio que recibe su prójimo. De este modo el envidioso «desprecia su misma alma» (Eclo 14,8), es decir, su veneno termina volviéndose contra él mismo. De este hombre es del que Jesús, en la página evangélica nos dice: Yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo. También este expresión nos lleva reaccionar amando cuando somos insultados: amar a la persona del enemigo y odiar el insulto, y, más aún, compadecerse de él que molestarse con él, así como un doctor ama a sus pacientes y prescribe para ellos con el necesario cuidado, pero odia la enfermedad y lucha con todos los recursos a sus disposición para alejarla, destruirla y hacerla inofensiva. Y esto es lo que el Maestro y Doctor de nuestras almas, Cristo nuestro Señor, enseña cuando dice: «Amen a sus enemigos, hagan el bien a aquellos que los odian, y rueguen por los que los persiguen y calumnian” (Mt 5, 44). El hombre malo cae bajo el desagrado y la ira de Dios, o a menos que se corrijan a tiempo y hagan penitencia, tendrá que soportar la desgracia y el tormento eternos, y perderán el interminable honor de ser ciudadanos del cielo. Los hombres malos realizan un acto de lo más agradable para el diablo y sus ángeles, que urgen a este hombre a hacer una cosa injusta a aquel hombre con el propósito de sembrar la discordia y la enemistad en el mundo. Y cada uno debe reflexionar con calma cuán desgraciado es agradar al enemigo más fiero de la raza humana, y desagradar a Cristo. Por lo tanto, puesto que el hombre insensato, a pesar del mandamiento de Cristo, se niega a reconciliarse con sus enemigos, se expone al desastre total, todos los que son sabios escucharán la doctrina que Cristo, el Señor de todo, nos ha enseñado en el Evangelio con sus palabras, y en la Cruz con sus obras. Yo les digo que no hagan resistencia al hombre malo Martes Mt 5, 43-48 Amen a sus enemigos. Desde luego, que el modelo es Jesús, que desde la Cruz oraba así: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Pero también tenemos como modelo a la Virgen María, quien al pie de la cruz, vive espiritualmente el martirio del Hijo, con el corazón lleno de dolor; por otra parte, también podemos ver el testimonio de los mártires, quienes amando a sus enemigos y rogando por los que lo persiguen (cf. Mt 5,44), hicieron visible el misterio de la fe recibida y se convirtieron en un gran signo de esperanza, anunciando con su testimonio la redención para todos. Al unir su sangre a la de Cristo sacrificado en la cruz, la inmolación del mártir se transforma en ofrenda ante el trono de Dios, implorando clemencia y misericordia para sus perseguidores. Como nos enseña el Papa Juan Pablo II, “ellos han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecución… hasta el testimonio supremo de la sangre… Ellos muestran la vitalidad de la Iglesia… Más radicalmente aún, demuestran que el martirio es la encarnación suprema del Evangelio de la esperanza” (Ecclesia in Europa, 13). De esta forma, el martirio es para la Iglesia un signo elocuente de cómo su vitalidad no depende de meros proyectos o cálculos humanos, sino que brota más bien de la total adhesión a Cristo y a su mensaje salvador. Bien sabían esto los mártires, cuando buscaron su fuerza no en el afán de protagonismo, sino en 107 el amor absoluto a Jesucristo, a costa incluso de la propia vida. Nosotros, solamente desde esta óptica podemos entender mejor y vivir el mensaje de la página del Evangelio de hoy: Amen a sus enemigos. Miércoles Mt 56, 1-6. 16-18 Tu Padre, que ve lo secreto, te recompensará. El Evangelio subraya que el Señor “ve en lo secreto”, es decir, escruta el corazón. Los gestos externos de penitencia tienen valor si son expresión de una actitud interior, si manifiestan la firme voluntad de apartarse del mal y recorrer la senda del bien. Por consiguiente, nuestro Salvador nos quiere decir que Dios conoce los deseos y los pensamientos del corazón; y que la vida cristiana se centra en la imitación de Cristo, en tomar su yugo y seguirlo por el camino del Evangelio. Desde siempre, la Iglesia señala algunos medios adecuados para caminar por esta senda. Ante todo, la humilde y dócil adhesión a la voluntad de Dios, acompañada por una oración incesante; las formas penitenciales típicas de la tradición cristiana, como la abstinencia, el ayuno, la mortificación y la renuncia incluso a bienes de por sí legítimos; y los gestos concretos de acogida con respecto al prójimo, que el pasaje evangélico de hoy evoca con la palabra ‘limosna’. Cuando Jesús dice: “…entra en tu cámara y cierra la puerta”, indica que es indispensable entrar en sí mismo, en el propio ‘yo’ interior, para encontrarse con el Padre. ¡Dios espera esto para acercarse al hombre interiormente recogido y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse al alma así dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera fuente. Que María, Madre y Esclava fiel del Señor, nos ayude a proseguir la “batalla espiritual” de nuestra vida cristiana, armados con la oración, el ayuno y la práctica de la limosna, cerrada la puerta para que nuestro Padre que ve en lo escondido, nos recompense. Jueves Mt, 6, 7-15 Ustedes oren así. Nuestra actitud cristiana de orar, en contraste con el estilo de los fariseos, la hemos de hacer dentro de la “habitación, cerrada la puerta interior, y orar al Padre en la intimidad de nuestro ser, pues Él ve en lo secreto, el siempre nos oye. Lo que Jesús censura es la oración público-exhibicionista farisaica. No se trata de censurar la oración comunitaria y litúrgica -no es éste su objetivo-, que Jesús mismo recomendó en otras ocasiones. Se busca a Dios, que está en el interior de sí, no la exhibición. No pretende Jesús con esta enseñanza condenar la oración larga. No es éste el propósito de su enseñanza. La censura va contra la mecanización formulista o semimágica de la oración. Ni va contra la extensión de la oración. El mismo, en Getsemaní, dio ejemplo de oración larga, al permanecer en la misma “una hora” de oración (Mt 26:39.42.44), lo mismo que al pasarse, en ocasiones, la noche en oración Jesús nos dice que la oración ha de ser confiada en el Padre, penetrada de amor a Dios y al prójimo y de pocas palabras, porque de lo contrario resultaría “hipócrita”. La oración cristiana exige como una condición la sinceridad y sencillez, dejando que hable el corazón, con actitud humilde, no como el practicado por los fariseos, que piensan que por mucho hablar serán escuchados. Así, pues, al orar no hay que utilizar vanas palabras, no se debe hablar muy deprisa y de manera atropellada o confusa y tampoco decir muchas cosas inútiles. En otra palabras, no pretender la charlatanería en la oración, sea diciendo cosas vanas o inútiles, sea pretendiendo recitar unas fórmulas largas o calculadas, como si ellas tuviesen una eficacia mágica ante Dios. No es ésta la actitud cristiana en la oración, pues Dios conoce las cosas de las cuales tenemos necesidad antes de que se las pidamos.” Porque la oración no es locuacidad, sino el corazón volcado en Dios. 108 Al respecto, Santa Teresa de Lisieux dice: “No poseo el valor para buscar plegarias hermosas en los libros; al no saber cuales escoger, reacciono como los niños; le digo sencillamente al buen Dios lo que necesito, y Él siempre me comprende” (Santa Teresita de Lisieux). Viernes Mt 6, 19-23 Donde está tu tesoro, ahí también está tu corazón. Y, ¿donde está nuestro corazón?, ¿cuál es nuestro tesoro? Por tesoro debemos entender aquello que valoramos y colocamos en nuestras vidas en primer lugar y que es parte fundamental de ella, es aquello sobre lo que gravita nuestra existencia y que ocupa nuestros pensamientos. Para muchos, incluso cristianos, su tesoro es el dinero, la ambición, el poder, el afecto a personas concretas, etc. Dedican su vida a los bienes de este mundo. Sin embargo, sabiendo que Cristo es Todo y todo fuera de Cristo es nada, debemos hacer que Él sea nuestro Tesoro y que en Él, por lo tanto, esté nuestro corazón. San Juan de la Cruz escribe: “adentrémonos en la espesura”en la espesura del Amor de Dios, verdadero tesoro, verdadera felicidad. Y san Agustín dice que “Dios es todo lo que deseamos” (cf. Tract. in Iohn., 4). Y en la medida que realmente a deseemos a Dios, desearemos la verdadera vida, el amor mismo y la verdad, porque sólo es Él es el verdadero tesoro, por le cual vale la pena darlo todo. Dios es amor y su amor es el secreto de nuestra felicidad. Ahora bien, para entrar en este misterio de amor no hay otro camino que el de perdernos, entregarnos: el camino de la cruz. No podemos dar el corazón más que a Dios, no podemos dejar que nos esclavicen las cosas, cayendo en un materialismo que deja insatisfechas las aspiraciones más profundas de la persona y impide encontrar la verdadera felicidad que sólo se halla en Dios (cf. Sollicitudo rei socialis, 28). “Nos hiciste, Señor, para Ti –grita San Agustín– e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti”. Esta es la gran verdad que da sentido a la vida –o al contrario el gran drama si se rechaza–. ¡Cuántos buscan desesperadamente la felicidad sin darse cuenta de que lo único que de veras puede saciar el corazón del hombre y de la mujer es Dios! ¡Cuántos esfuerzos inútiles, cuántas desilusiones, cuántos fracasos, por haber puesto la confianza y el centro de la vida fuera de Dios! Sábado Mt 6, 24-34 No se preocupen por el día de mañana, porque como también dice el libro de los Proverbios: “Del Señor dependen los pasos del hombre: ¿como puede el hombre comprender su camino?” (Pro 20, 24). Y san Pablo enuncia también este principio consolador: “En todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28). ¿Cuál debe ser nuestra actitud frente a esta providente acción divina? Desde luego, no debemos esperar pasivamente lo que nos manda, sino colaborar con él, para que lleve a cumplimiento lo que ha comenzado a realizar en nosotros. Debemos ser solícitos sobre todo en la búsqueda de los bienes celestiales. Estos deben ocupar el primer lugar, como nos pide Jesús: “Buscad primero el reino de Dios y su justicia” (Mt 6, 33). Los demás bienes no deben ser objeto de preocupaciones excesivas, porque nuestro Padre celestial conoce cuales son nuestras necesidades; nos lo enseña Jesús cuando exhorta a sus discípulos a “un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos” (CIgC 305): “Ustedes no anden buscando qué comer ni qué beber, y no estén inquietos. Que por todas esas cosas se afanan las gentes del mundo, y ya sabe su Padre que tienen de ellas necesidad” (Lc 12, 29-30). La certeza del amor de Dios nos lleva a confiar en su providencia paterna incluso en los momentos más difíciles de la existencia. Santa Teresa de Jesús expresa admirablemente esta plena confianza en Dios 109 Padre providente, incluso en medio de las adversidades: “Nada te turbe, nada te espante; todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Sólo Dios basta” (Poesías, 30). Jesucristo nos enseña a poner en Dios una inmensa confianza, incluso en los momentos más difíciles. Jesús clavado en la cruz, se abandona totalmente al Padre: “Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46). Con esta actitud, eleva a un nivel sublime lo que Job había sintetizado en las conocidas palabras: “El Señor me lo dio; el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor” (Jb 1, 21). Incluso lo que, desde un punto de vista humano, es una desgracia puede entrar en el gran proyecto de amor infinito con el que el Padre provee a nuestra salvación. SEMANA DÉCIMA SEGUNDA Lunes Mt 7, 1-5 Sácate primero la vida que tienes en el ojo. Con estas palabras Jesús nos da una indicación de cómo ver los defectos de los demás. Por desgracia, a menudo sentimos la tentación de condenar los defectos y los pecados de ajenos, sin lograr ver los nuestros con la misma lucidez. ¿Cómo darnos cuenta si nuestro propio ojo está libre o cubierto con una viga? Jesús responde: “Cada árbol se conoce por su fruto” (Lc 6, 44). Este sano discernimiento es don del Señor, y hay que implorarlo con oración incesante. Al mismo tiempo, es conquista personal que exige humildad y paciencia, capacidad de escucha y esfuerzo por comprender a los demás. Ella, la Virgen del silencio y de la escucha, nos ayude a ser testigos y heraldos valientes del Evangelio; nos enseñe a mirar a los demás con ojos llenos de comprensión y bondad; y nos obtenga el don de una sabia prudencia en el trato con nuestros hermanos. Solemos hablar de la conversión de los demás. Pero la conversión debe comenzar por nosotros mismos. No debemos mirar la paja en el ojo del hermano, sin darnos cuenta de que tenemos una viga en nuestro ojo (cf. Mt 7, 3). Aquellos que quieren ser salvados no se ocupan de los defectos del prójimo, sino siempre de sus propias faltas, y así progresan. Martes Mt 7, 6. 12-14 Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes. Este precepto se conoce como la regla de oro, expresada también en el Antiguo Testamento: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Levítico 19, 18); “Lo que no quieras para ti, no lo hagas a nadie” (Tobías 4, 15). Un buen resumen se encuentra en el espléndido ‘Testamento de Tobit’ (cf. Tb 4,5-19): se exhorta a recordarse del Señor, a practicar la limosna, a custodiar la castidad, a amar a los hermanos en la humildad, a dar justa y tempestiva retribución, a vivir en la sobriedad y en la generosidad hacia los hambrientos y los desnudos, en la piedad hacia los difuntos, en la constante búsqueda del crecimiento en la sabiduría, en la continua bendición e invocación del Señor. Es en el corazón de este admirable texto en donde aparece la regla de oro: "No hagas a nadie lo que no quieres que te hagan" (Tb 4,15). Dicho en otras palabras el “Traten a los demás como quieren que ellos los traten a ustedes”, podemos decir: debemos tratar a los demás como nos tratamos a nosotros mismos, complacer a los demás como nos complacemos a nosotros mismos, ayudar a los demás como nos ayudamos a nosotros mismos, respetar a 110 los demás como nos respetamos a nosotros mismos, excusar los defectos de los demás como excusamos los nuestros… Nuestro Maestro y Señor Jesucristo nos llama ha ser apóstoles de paz, practicando la regla de oro conocida por la sabiduría antigua: “Todo cuanto quieran que les hagan los hombres, háganselo también ustedes a ellos” (Mt 7, 12; cf. Lc 6, 31), y el mandamiento de Dios a Moisés: “Ama a tu prójimo como a ti mismo” (cf. Lv 19, 18; Mt 22, 39 y paralelos), llevándolos a plenitud en el mandamiento nuevo: “Ámense los unos a los otros como yo los he amado” (Jn 13, 34). Miércoles Mt 7, 15-20 Por sus frutos los conocerán. “Todo árbol bueno -dice Jesús- da frutos buenos y todo árbol malo da frutos malos” (Mt 7, 17). El Señor hablaba de cómo podrían reconocerse a los verdaderos de los falsos discípulos: el pecado, el mal en el hombre, las obras de las tinieblas, hacen a los hombres malos seguidores de Jesús, el bien, la gracia y las buenas obras hacen del discípulo de Jesús un buen árbol. Santo Tomás de Aquino enseña que del mismo modo que en cada acto moralmente bueno el hombre como tal se hace mejor, así también en cada acto moralmente malo el hombre como tal se hace peor (cf. III q.55, a. 3; q. 63, a. 2). El pecado, pues, destruye en el hombre ese bien que es esencialmente humano, en cierto sentido ‘quita’ al hombre ese bien que le es propio, ‘usurpa’ al hombre a sí mismo. En este sentido, “quien comete pecado es esclavo del pecado”, como afirma Jesús en el Evangelio de san Juan (Jn 8, 34): el verdadero bien es eliminado por el pecado en favor de un bien ‘aparente’, que no es un bien verdadero, habiendo sido eliminado el verdadero bien en favor del ‘falso’. Ahora bien, si es verdad que el pecado implica según su misma lógica y según la Revelación, castigos adecuados, el primero de estos castigos es el pecado mismo. ¡Mediante el pecado el hombre se castiga a sí mismo! En el pecado está ya inmanente el castigo, alguno se atreve a decir: ¡Está ya el infierno, como privación de Dios! San Ignacio, obispo de Antioquía, martirizado en Roma hacia el año 107, dirigía a los cristianos de Éfeso estas palabras explicativas de esta página evangélica: “Como al árbol se lo conoce por sus frutos, así a quienes se llaman discípulos de Cristo se los conocerá por sus obras. Hoy no es cuestión de profesar la fe con palabras, sino que es necesaria la fuerza íntima de la fe viva y operante para ser hallados fieles hasta el fin” (Carta a los Efesios, XIV, 2). Por tanto, cada uno, estamos llamados a ser un verdadero discípulo de Jesús, hemos de esforzarnos sin cesar por seguir sus enseñanzas, haciendo de su camino de renovación espiritual una escuela permanente de conversión y santidad. Jueves Mateo 7, 21-29 La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena. Cada día debe estar ante los ojos del corazón: ¿cómo construir la casa llamada vida? Jesús, cuyas palabras hemos escuchado en el pasaje del evangelio según san Mateo, nos exhorta a construir sobre roca. En efecto, solamente así la casa no se desplomará. Pero ¿qué quiere decir construir la casa sobre roca? Construir sobre roca quiere decir ante todo: construir sobre Cristo y con Cristo. Jesús dice: “Así pues, todo el que oiga estas palabras mías y las ponga en práctica, será como el hombre prudente que construyó su casa sobre roca” (Mt 7, 24). Aquí no se trata de palabras vacías, dichas por una persona cualquiera, sino de las palabras de Jesús. No se trata de escuchar a una persona cualquiera, sino de escuchar a Jesús. No se trata de cumplir cualquier cosa, sino de cumplir las palabras de Jesús. 111 Construir sobre Cristo y con Cristo significa construir sobre un fundamento que se llama amor crucificado. Quiere decir construir con Alguien que, conociéndonos mejor que nosotros mismos, nos dice: “Eres precioso a mis ojos…, eres estimado, y yo te amo” (Is 43, 4). Quiere decir construir con Alguien que siempre es fiel, aunque nosotros fallemos en la fidelidad, porque él no puede negarse a sí mismo (cf. 2 Tm 2, 13). Quiere decir construir con Alguien que se inclina constantemente sobre el corazón herido del hombre, y dice: “Yo no te condeno. Vete, y en adelante no peques más” (cf. Jn 8, 11). Quiere decir construir con Alguien que desde lo alto de la cruz extiende los brazos para repetir por toda la eternidad: “Yo doy mi vida por ti, hombre, porque te amo”. Encendamos en nosotros el deseo de construir nuestra vida con él y por él. Porque no puede perder quien lo apuesta todo por el amor crucificado del Verbo encarnado. Viernes Mt 8, 1-4 Señor, si quieres, puedes curarme, le dijo el leproso a Jesús, en el evangelio que hemos escuchado. La lepra, en tiempos de Jesús, hacía impuro a quien la padecía. Impuro en la carne y en el espíritu; impuro para la sociedad e impuro para Dios, pues se le negaba la comunidad con los hombres y el acceso al culto. El comportamiento de Jesús es como una bofetada de Dios a quienes aceptaban que la lepra era consecuencia del pecado y excluían de la santidad del pueblo a los que la padecían. Por eso, en el gesto de Cristo hay un brote de indignación, dirigida no contra el leproso, sino contra quienes pensaban de esa manera. Jesús tocó al leproso revelando que la pureza de Dios consiste en descender hasta la miseria humana, en besar la carne enferma y dolorida del hombre. Como maestro de la ley, Jesús enseña que el verdadero significado de su doctrina está en sanar a los heridos y consolar a los tristes; que no necesitan del médico los sanos sino lo enfermos. Cristo convierte además este milagro en una prueba de su autoridad que ofrece a los que se obstinan en no creer en él. Después de curar al leproso, Jesús le ordena que se presente al sacerdote y ofrezca por su purificación lo que mandó Moisés en testimonio contra ellos. ¿Quiénes son ellos? ¿De qué da testimonio el milagro? Sencillamente de la autoridad de Cristo que, al curar a un leproso, ofrece un argumento irrebatible contra los que le niegan autoridad divina. Ellos son los mismos fariseos que, cuando Jesús cura al ciego de nacimiento, prefieren negar el milagro a reconocer que Cristo es la Luz capaz de abrirle los ojos. Por eso merecen el juicio de Cristo: si fueran ciegos no tendrían pecado, pero como dicen ‘vemos’, su pecado permanece. Sábado Mt 8, 5-17 “Muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de los cielos, mientras que los hijos del reino serán echados a las tinieblas de fuera” (Mt 8, 11-12). Aquí se observa claramente cómo la invitación a entrar en el Reino se vuelve universal: Dios tiene intención de sellar una alianza nueva en su Hijo, alianza que ya no será sólo con el pueblo elegido, sino con la humanidad entera. Jesús quiere inculcar la idea de que la fe en él, suscitada por el deseo de la curación, está destinada a procurar la salvación que cuenta más: la salvación espiritual. En esta perspectiva de salvación, Jesús pide, por tanto, la fe en su poder de Salvador. En el caso del centurión, que acabamos de recordar, Jesús responde a su fe: que se cumpla como has creído. Así como Jesús se entristece por la “falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6, 6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt 8, 26), así se admira ante la “gran fe” del centurión romano (cf Mt 8, 10). 112 Con esta fe nos hemos de acercar a Jesús en cada Eucaristía, a comer el pan de los ángeles, el pan que se parte en nuestros altares, ofrecido a nuestra condición de peregrinos en camino por las sendas del mundo, al cual no es posible acercarse si no es con la humildad del centurión del Evangelio: “Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo”, con que diga una palabra quedaré sano (Cfr. Mt 8, 8; Lc 7, 6). SEMANA DÉCIMA TERCERA Lunes Mt 8, 18-22 Sígueme es la palabra manifiesta la iniciativa de Jesús. Con anterioridad, quienes deseaban seguir la enseñanza de un maestro, elegían a la persona de la que querían convertirse en discípulos. Por el contrario, Jesús, con esa palabra: «Sígueme», muestra que es él quien elige a los que quiere tener como compañeros y discípulos. Sígueme, dice el Señor resucitado a Pedro, como su última palabra a este discípulo elegido para apacentar a sus ovejas. Sígueme es la palabra que Cristo dirige a quien quiere ser su discípulo: “Ven, sígueme” (Mt 19, 21; Lc 18, 22). ¡Sígueme con fidelidad y constancia; sígueme, desde este momento; sígueme, a través de los diversos y posibles caminos de tu vida! Sígueme (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: se levantó y lo siguió. En este “levantarse” se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús. Jesús llamó a los Apóstoles y les expresó lo que les ofrecía y lo que esperaba de ellos. A nosotros, como a ellos, nos plantea: “Ven y sígueme” (Mt. 19, 21), “vayan y evangelicen” (Cf. Mt. 28, 19), “Yo estaré con ustedes siempre” (Mt. 28, 20). Con el “Ven” nos está ofreciendo su presencia y amistad y está pidiendo que nos unamos a El. Jesús con el “Sígueme” se nos está ofreciendo como modelo, como camino y como guía. Nos pide que lo imitemos y asumamos sus sentimientos, actitudes y estilo de vida. Espera que nosotros recibamos la vida nueva y vivamos su vida en nosotros. Que suceda como en San Pablo, quien expresaba: “Ya no vivo yo, sino es Cristo quien vive en mí” (Gal. 2, 20). Martes Mateo 8, 23-27 Dio una orden terminante a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma. Jesús invita a sus discípulos a tener seguridad y confianza cuando la tempestad amenaza su barca. San Agustín comenta el episodio de la tempestad calmada insistiendo en la confianza que nos proporciona la presencia de Cristo en medio de nuestras dudas y dificultades. “Los discípulos -afirma en uno de sus sermones (LXXV)- se habían turbado al verlo sobre el mar y pensaban que era un fantasma. Pero al subir él a la barca, quitó la fluctuación mental de sus corazones, pues peligraban en la mente por las dudas más que en el cuerpo por las olas. (...) Pero mayor (que el viento) es que intercede por nosotros, porque en esa fluctuación en que nos debatimos nos da confianza, viniendo a nosotros y confortándonos”. Cristo, además de infundir confianza en sus discípulos, también confirma su fe. La fe en Cristo y la esperanza de la que él es maestro permiten al hombre alcanzar la victoria sobre sí mismo, sobre todo lo que hay en él de débil y pecaminoso, y al mismo tiempo esta fe y esta esperanza lo llevan a la victoria sobre el mal y sobre los efectos del pecado en el mundo que lo rodea. 113 Cristo libró a los discípulos del miedo que se había apoderado de ellos ante el mar en tempestad. Cristo también nos ayuda a nosotros a superar los momentos difíciles de la vida, si nos dirigimos a él con fe y esperanza para pedirle ayuda. Una fe fuerte, de la que brota una esperanza ilimitada, virtud tan necesaria hoy, libra al hombre del miedo y le da la fuerza espiritual para resistir a todas las tempestades de la vida. ¡No tengamos miedo de Cristo! Sólo él “tiene palabras de vida eterna”. Cristo no defrauda jamás. Miércoles Mt 8, 28-34 ¿Has venido a atormentar a los demonios antes de tiempo? Jesucristo vino al mundo y a los hombres para anunciar e inaugurar el reino de Dios. Los hombres poseen una innata capacidad para recibir a Dios en su corazón (cf. Rm 5, 5). Sin embargo, esta capacidad para acoger a Dios es ofuscada por el pecado, y en algunas ocasiones el mal ocupa en el hombre el puesto que sólo le corresponde a Dios. Por ello, Jesucristo vino a liberar al hombre del mal y del pecado, y también de todas las formas de dominación del maligno, es decir, del diablo y de sus espíritus malignos, llamados demonios, que quieren pervertir el sentido de la vida del hombre. Por esta razón, Jesucristo expulsaba los demonios y liberaba a los hombres de la posesión de los espíritus malignos, para hallar cabida en el corazón del hombre y darle la posibilidad de conseguir la libertad ante Dios, que quiere darle su Espíritu Santo, para que se convierta en su templo vivo (cf. 1 Co 6, 19; 1 P 2, 5) y dirija sus pasos hacia el camino de la paz y de la salvación (cf. Rm 8, 1-17; 1 Co 12, 1-11; Ga 5, 16-26). La presencia del diablo y de su acción explica la advertencia del Catecismo de la Iglesia católica: «La dramática condición del mundo que ‘yace’ todo él ‘bajo el poder del maligno’ (1 Jn 5, 19), hace que la vida del hombre sea una lucha: ‘Toda la historia humana se encuentra envuelta en una tremenda lucha contra el poder de las tinieblas; lucha que comenzó ya en el origen del mundo, y que durará, como dice el Señor, hasta el último día. Inserto en esta batalla, el hombre debe combatir sin descanso para poder mantenerse unido al bien; no puede conseguir su unidad interior si no es al precio de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios” (Gaudium et spes, 37, 2)» (n. 409). La Iglesia está segura de la victoria final de Cristo y, por tanto, no se deja arrastrar por el miedo o por el pesimismo; al mismo tiempo, sin embargo, es consciente de la acción del maligno, que trata de desanimarnos y de sembrar la confusión. «Tengan confianza -dice el Señor-; yo he vencido al mundo» (Jn 8, 33). Jueves Mt 9, 1-8 La gente alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad. Para confirmar su poder divino sobre la creación, Jesús realiza ‘milagros’, es decir, ‘signos’ que testimonian que junto con Él ha venido al mundo el reino de Dios. Pero este Jesús que, a través de todo lo que “hace y enseña” da testimonio de Sí como Hijo de Dios, a la vez se presenta a Sí mismo y se da a conocer como verdadero hombre. En la Pascua se revela plenamente el poder del Verbo encarnado, poder del Hijo eterno de Dios, que se hizo hombre por nosotros y por nuestra salvación. Si Jesucristo -el Hijo del hombre- tiene el mismo poder de Dios Padre, quiere decir que Él es Dios, conforme a lo que el mismo ha dicho: “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10, 30). En efecto, Jesús, desde el principio de su misión mesiánica, no se limita a proclamar la necesidad de la conversión (“Conviértanse y crean en el Evangelio”: Mc 1, 15) y a enseñar que el Padre está dispuesto a perdonar a los pecadores arrepentidos, sino que perdona Él mismo los pecados. 114 Es comprensible la admiración por esa extraordinaria curación, y también el sentido de temor o reverencia que, según san Mateo, sobrecogió a la multitud ante la manifestación de ese poder de curar que Dios había dado a los hombres (cf. Mt 9, 8) o, como escribe san Lucas, ante las “cosas increíbles" que habían visto ese día (Lc 5, 26). Pero para aquellos que reflexionan sobre el desarrollo de los hechos, el milagro de la curación aparece como la confirmación de la verdad proclamada por Jesús e intuida y contestada por los escribas: “El Hijo del hombre tiene poder en la tierra para perdonar los pecados”. Viernes Mt 9, 9-13 "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Orígenes habla, al respecto, de una terapia divina, que el Señor realiza a través de su palabra y mediante la obra de curación de Cristo: “Como para el cuerpo Dios preparó los remedios de las hierbas terapéuticas sabiamente mezcladas, así también para el alma preparó medicinas con las palabras que infundió, esparciéndolas en las divinas Escrituras. (...) Dios dio también otra actividad médica, cuyo Médico principal es el Salvador, el cual dice de sí mismo: ‘No son los sanos los que tienen necesidad de médico, sino los enfermos’. Él era el médico por excelencia, capaz de curar cualquier debilidad, cualquier enfermedad” (Homilías sobre los Salmos, Florencia 1991, pp. 247-249). En todos los Evangelios, vemos que Jesús amaba de modo especial a los que habían tomado decisiones erróneas, ya que una vez reconocida su equivocación, eran los que mejor se abrían a su mensaje de salvación. De hecho, Jesús fue criticado frecuentemente por aquellos miembros de la sociedad, que se tenían por justos, porque pasaba demasiado tiempo con gente de esa clase. Preguntaban, ¿cómo es que su maestro come con publicanos y pecadores? Él les respondió: “No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos... No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mt 9, 11-13). Los que querían reconstruir sus vidas eran los más disponibles para escuchar a Jesús y a ser sus discípulos. Nosotros podemos seguir sus pasos; también nosotros, de modo particular, podemos acercaros particularmente a Jesús precisamente porque diariamente decidimos volver a Él, caminar con Él. Podemos estar seguros que, a igual que el padre en el relato del hijo pródigo, Jesús nos recibe con los brazos abiertos. Sabemos que en la parábola del Hijo pródigo, lo que más se destaca es la acogida festiva y amorosa del padre al hijo que regresa: signo de la misericordia de Dios, siempre dispuesto a perdonar. Como hemos escuchado la respuesta de Jesús ante las críticas de los de su tiempo: "No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos, misericordia quiero y no sacrificios. Sábado Jn 20,24-29 ¡Señor mío y Dios mío! Después de la resurrección, uno de los Apóstoles, Tomás, hace una confesión que se refiere aún más directamente a la divinidad de Cristo. Él, que no había querido creer en la resurrección, viendo ante sí al Resucitado, exclama: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28). Significativo en esta expresión no es solamente el "Dios mío", sino también el “Señor mío”. Puesto que “Señor” (Kyrios) significaba ya en la tradición veterotestamentaria también ‘Dios’. En efecto, cada vez que se leía en la Biblia el ‘inefable’ nombre propio de Dios, Yahvéh, se pronunciaba en su lugar “Adonai”, equivalente a “Señor mío”. Por tanto, también para Tomás, Cristo es ‘Señor’, es decir, Dios. “Jesús es Señor... el Señor... el Señor Jesús”: esta confesión de Tomás, también resuena en los labios del primer mártir, Esteban, mientras es lapidado (cf. Act 7, 59-60). Es la confesión que resuena también 115 frecuentemente en el anuncio de san Pablo, como podemos ver en muchos pasajes de sus Cartas (cf. 1 Cor 12, 3; Rom 10, 9; 1 Cor 16, 22-23; 1 Cor 8, 6; 1 Cor 10, 21; 1 Tes 1, 8; 1 Tes 4, 15; 2 Cor 3, 18). Podemos decir, pues, que la fe en Cristo, en los comienzos de la Iglesia, se expresa en estas dos palabras: “Hijo de Dios” y ‘Señor’ (es decir, Dios). Esta es fe en la divinidad del Hijo del hombre. En este sentido pleno, Él y sólo Él, es el ‘Salvador’, es decir, el Artífice y Dador de la salvación que sólo Dios puede conceder al hombre. Esta salvación consiste no sólo en la liberación del mal y del pecado, sino también en el don de una nueva vida: una participación en la vida de Dios mismo. En este sentido “en ningún otro hay salvación” (cf. Act 4, 12). Tal es la fe de los Apóstoles, que está en la base de la Iglesia desde el comienzo, hoy y siempre. SEMANA DÉCIMA CUARTA Lunes Mt 9, 18-26 Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, y vivirá. Jairo, un hombre principal de la Sinagoga, le cuenta su drama: mi hija acaba de morir, “ven, pon tu mano sobre ella y vivirá”. Jesús, fue con los discípulos y mucha gente, y una mujer enferma crónica, que pensaba para sus adentros “si toco el manto, solo el borde, seré salva”. El relato es como periodístico, Jesús va, la gente le rodea y aprieta, no le dejan caminar, quieren tocarlo, y la mujer se mete entre medio, y tira del manto. Marcos (5) dice que Jesús “sintiendo en si mismo un Poder, que había salido de El, pregunta, quién me ha tocado”. Los discípulos se molestan “estás viendo como la gente nos aprieta y preguntas, ¿quién me ha tocado? Jesús sigue su camino. Entra en la casa de Jairo, echa fuera a la gente, “toma la mano de la niña y le dice: Niña, a ti te digo, levántate… y se puso en pie”. Así, después de resucitar a la niña, Jesús manda que le den de comer. Todo un detalle muy humano para quien vuelve a la vida siendo de tan corta edad. Ante este milagro de la resurrección de la Niña, lo divino y lo humano se unen una vez más para producir el milagro de la vida. Esta resurrección como la de Lázaro y el del hijo de la viuda de Naím (cfr. Jn. 11, 13; Lc 7, 11) son anuncio de la resurrección de Jesucristo, resurrección y vida para sí y para los que creen en ÉL. En el caso de esta niña como el de Lázaro Jesús afirma que están dormidos (cfr. Mt 9,24; Jn. 11,11), por lo mismo para que el que tiene fe, la muerte es sueño para despertar es la resurrección (cfr. 1 Cor.15, 18). El anuncio del reino de Dios es anuncio de vida nueva, vida eterna para el hombre de fe. Labor nuestra será, como testigos de la resurrección de Cristo, aportar signos de esa nueva existencia, amar a Dios y al prójimo, ya que amar es poseer y entregar la vida al estilo de Jesús de Nazaret. “Pues si, cuando andaba en el mundo, de solo tocar sus ropas sanaba los enfermos, ¿qué hay que dudar que hará milagros estando tan dentro de mí, si tenemos fe, y nos dará lo que le pidiéramos, pues está en nuestra casa?” (Camino de Perfección 34,8). El corazón de Cristo, que se conmueve ante el dolor humano de ese hombre y de su joven hija, no permanece indiferente ante nuestros sufrimientos. Cristo nos escucha siempre, pero nos pide que acudamos a El con fe. El amor que Jesús siente por los hombres, por nosotros, le impulsa a ir a la casa de aquel jefe de la sinagoga. Todos los gestos y las palabras del Señor expresan ese amor. Martes Mt 9, 32-38 La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos (cfr. Benedicto XVI, 7 de mayo de 2006): “Recordando esta recomendación de Jesús, percibimos claramente la necesidad de orar por las vocaciones 116 al sacerdocio y a la vida consagrada. No ha de sorprender que donde se reza con fervor florezcan las vocaciones. La santidad de la Iglesia depende esencialmente de la unión con Cristo y de la apertura al misterio de la gracia que actúa en el corazón de los creyentes. Por ello quisiera invitar a todos los fieles a cultivar una relación íntima con Cristo, Maestro y Pastor de su pueblo, imitando a María, que guardaba en su corazón los divinos misterios y los meditaba asiduamente (cf. Lc 2, 19). Unidos a Ella, que ocupa un lugar central en el misterio de la Iglesia, podemos rezar: Padre, Padre, haz que surjan entre los cristianos haz que la Iglesia acoja con alegría numerosas y santas vocaciones al sacerdocio, las numerosas inspiraciones del Espíritu de tu que mantengan viva la fe Hijo y conserven la grata memoria de tu Hijo Jesús y, dócil a sus enseñanzas, mediante la predicación de su palabra fomente vocaciones al ministerio sacerdotal y la administración de los Sacramentos y a la vida consagrada. con los que renuevas continuamente a tus fieles. Fortalece a los obispos, sacerdotes, diáconos, Danos santos ministros del altar, que sean solícitos y fervorosos custodios de la a los consagrados y a todos los bautizados en Eucaristía, Cristo sacramento del don supremo de Cristo para que cumplan fielmente su misión para la redención del mundo. al servicio del Evangelio. Llama a ministros de tu misericordia Te lo pedimos por Cristo nuestro Señor. Amén. que, mediante el sacramento de la Reconciliación, María Reina de los Apóstoles, ruega por derramen el gozo de tu perdón. nosotros”. Miércoles Mt 10, 1-7 Vayan en busca de las ovejas descarriadas de la casa de Israel. El Señor en aquella primera misión envía a “los doce” exclusivamente a las ovejas descarriadas de Israel porque a Israel había prometido Dios un Mesías, porque a Israel había prometido la buena nueva de la salvación por medio de los antiguos profetas. En Jesucristo Dios cumple aquella antigua promesa hecha a Israel. Plenamente consciente de su misión, el Señor Jesús dirá a sus discípulos, a propósito de una mujer gentil que le rogaba insistentemente que sanara a su hija moribunda: “No he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel» (Mt 15,24). Debido a su gran fe no negaría finalmente el milagro a esta mujer, anticipando así que el don de Dios estaría también abierto a todos aquellos que creyesen en Él, aunque no fueran miembros del pueblo de Israel. El envío, restringido en un principio a solo a “las ovejas descarriadas de Israel”, lo extenderá el Señor a todos los hombres de todas las culturas y épocas antes de ascender glorioso a los Cielos cuando dijo: “vayan y hagan discípulos a todas las gentes” (Mt 28,19). La verdad testimoniada por Jesús es que él vino para salvar al mundo que, de lo contrario, estaba destinado a perderse: “Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Por consiguiente, Cristo Señor, Hijo de Dios vivo, vino a salvar del pecado a su pueblo y a santificar a todos los hombres, como Él fue enviado por el Padre, así también envió a sus Apóstoles, a quienes santificó, comunicándoles el Espíritu Santo, para que también ellos glorificaran al Padre sobre la tierra y 117 salvaran a los hombres "para la edificación del Cuerpo de Cristo" (Ef., 4,12), que es la Iglesia. Jueves Mt 10, 7-15 Gratuitamente han recibido este poder; ejérzanlo, pues, gratuitamente. El programa misionero de los "Doce" es descrito y estructurado a imagen de la misión histórica de Jesús. Comprende dos dimensiones: el anuncio del Reino y la realización de los signos mesiánicos. Palabra y acción. Tienen que anunciar con palabras y obras que "ya se acerca el reino de los cielos" (10,7). Para esto Jesús los hace partícipes de su poder mesiánico; de este modo podrán vencer todas las formas de negatividad y de mal en la historia (10,1). El fundamento de la misión de Jesús es la gratuidad de Dios, por eso los “Doce” también seguirán su mismo estilo: “gratuitamente han recibido este poder, ejérzanlo, pues, gratuitamente” (v. 8). El contenido fundamental de esa misión, se resume en el “Vayan y proclamen por el camino que ya se acerca el Reino de los cielos. Curen a los leprosos y demás enfermos; resuciten a los muertos y echen fuera a los demonios”. Y todo, desinteresadamente: "gratuitamente han recibido este poder, ejérzanlo, pues, gratuitamente". Son las dos grandes líneas de la misión evangelizadora, que también hoy tenemos que revisar cómo la llevamos a cabo en nuestras comunidades y cada uno de los cristianos en nuestra vida de cada día: predicar y curar; anunciar la buena noticia de la salvación de Dios y concretarla en signos explícitos. Jesús realizó la misión que el Padre le encomendó y, también, enseñó a sus discípulos cómo debían continuar esa misión. Nosotros, amigos de Jesús y discípulos suyos, sabemos que la misión de Jesús debemos continuarla. Viernes Mt 10, 16-23 No serán ustedes los que hablarán, sino el Espíritu de su Padre. Toda de la iglesia a través de la historia está impregnada de la presencia y de la acción del Espíritu, "dado sin medida" a los creyentes en Cristo (cf. Jn 3, 34). El encuentro con Cristo implica el don del Espíritu Santo que, como decía el gran Padre de la Iglesia san Basilio, “se derrama sobre todos sin que sufra ninguna disminución, está presente en cada uno de quienes son capaces de recibirlo, como si existiera sólo en él, y en todos infunde la gracia suficiente y completa” (De Spiritu Sancto IX, 22). En efecto, toda la vida del cristiano deberá desarrollarse bajo el influjo del Espíritu. Cuando él nos presenta la palabra de Cristo, resplandece dentro de nosotros la luz de la verdad, como prometió Jesús: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien les lo enseñe todo y les vaya recordando todo lo que les he dicho” (Jn 14, 26; cf. 16, 12-15). El Espíritu está a nuestro lado en el momento de la prueba, defendiéndonos y sosteniéndonos: “Cuando los arresten, no se preocupen de lo que van a decir o de cómo lo dirán: en su momento se les sugerirá lo que tienen que decir; no serán ustedes los que hablen; el Espíritu de su Padre hablará por ustedes" (Mt 10, 19-20). Es el Espíritu Santo el que sostiene a los que sufren persecución, a quienes Jesús mismo promete: “El Espíritu de vuestro Padre hablará en ustedes” (Mt 10, 20). Sobre todo el martirio, que el Concilio Vaticano II define como “don eximio y la suprema prueba de amor”, es un acto heroico de fortaleza, inspirado por el Espíritu Santo (cf. LG, 42). Lo demuestran los santos y santas mártires de todas las épocas, que fueron al encuentro de la muerte por la abundancia de la caridad que ardía en sus corazones. El martirio es la forma suprema de testimonio. La Iglesia lo sabe, y encomienda al Espíritu la misión de sostener, si fuera necesario, el testimonio de los fieles hasta el heroísmo. Sábado Mt 10, 24-33 118 No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. La Palabra de Dios que acabamos de escuchar, contiene una llamada a la valentía y a la fortaleza. A ellas nos invita Cristo de manera bien significativa. Hemos escuchado que Él repite varias veces: “No tengan miedo"; "no tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que el alma no pueden matarla" (Mt 10, 28); "no teman a los hombres" (cf. Mt 10, 26). Y contemporáneamente, junto a estas llamadas decididas a la valentía, a la fortaleza, resuena la exhortación: ‘Teman’; "teman más bien a aquel que puede perder el alma y el cuerpo en la gehena” (Mt 10, 28). Estas dos llamadas, aparentemente opuestas, están recíprocamente tan unidas entre sí, que la una deriva de la otra y la condiciona. Somos llamados a la fortaleza y, a la vez, al temor. Somos llamados a la fortaleza ante los hombres y, a la vez, al temor ante Dios, y éste debe ser el temor del amor, el temor filial. Y solamente cuando este temor penetra en nuestros corazones podemos ser realmente fuertes con la fortaleza de los Apóstoles, de los mártires, de los confesores. Nosotros, pues, debemos confesar la fe y dar testimonio con tal fuerza y capacidad que no caiga sobre nosotros la responsabilidad de que nuestra generación haya renegado de Cristo ante los hombres. Debemos también ser prudentes "como serpientes y sencillos como palomas" (Mt 10, 16). SEMANA DÉCIMA QUINTA Lunes Mt 10, 34-11.1 No he venido a traer la paz, sino la guerra. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: “¿Piensan que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”, la guerra. Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones. Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias. En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en “instrumentos de su paz", según la célebre expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica. La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión materna para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal. Martes Mt 11, 20-24 El día del juicio será menos riguroso para Tiro, Sidón y Sodoma, que para otras ciudades. Jesús reprocha a las ciudades en las que había realizado la mayor parte de sus milagros, como Corazín, Betsaida 119 y Cafarnaúm, porque no se habían arrepentido y las compara con ciudades como Tiro, Sidón y Sodoma. Es por eso que el rigor para juzgar a las primeras sería mayor que para las segundas. En tales ciudades, además de que Jesús enseñó allí su doctrina, hizo muchos milagros. Pero no respondieron a esta misión privilegiada que les dispensó; no cambiaron su modo de ser: no creyeron ni se convirtieron. Trágicamente, Jesús tuvo que constatar que la gente de aquellas ciudades no quiso aceptar el mensaje del Reino y no se convirtió. Las ciudades se encerraron en la rigidez de sus creencias, tradiciones y costumbres y no aceptaron la invitación de Jesús para mudar de vida. Hoy sigue la misma paradoja. Muchos de nosotros, que somos católicos desde la infancia, tenemos tantas convicciones consolidadas, que nadie es capaz de convertirnos. Jesús nos llama a desinstalarnos de nuestras estructuras y costumbres personales y optemos por una entrega total, que nos identifiquemos con Él. Examinemos, pues, nuestra conciencia en oración ante Dios, escuchando su voz en nuestro corazón, y veamos si tenemos estas quejas del Señor en nosotros y qué estamos dispuestos hacer para nos ser tratados tan rigurosamente o qué hacemos para un cambio de actitud. Miércoles Mt 11, 25-27 Escondiste estas cosas a los sabios y las revelaste a la gente sencilla. Sí, sólo el Hijo conoce al Padre. Él, que “está en el seno del Padre” (Jn 1, 18), nos ha acercado este Padre, nos ha hablado de Él, nos ha revelado su rostro, su corazón. En efecto, cada palabra de la Escritura es para nosotros una palabra de vida, que debemos escuchar con suma atención. De modo especial, el Evangelio constituye el corazón del mensaje cristiano, la revelación total de los misterios divinos. En su Hijo, la Palabra hecha carne, Dios nos lo ha dicho todo. En su Hijo, Dios nos ha revelado su rostro de Padre, un rostro de amor, de esperanza. Nos ha mostrado el camino de la felicidad y de la alegría. Durante la consagración, momento particularmente intenso de la Eucaristía, porque en él recordamos el sacrificio de Cristo, estamos llamados a contemplar al Señor Jesús, como santo Tomás: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28). Dios, que es Amor, ha revelado su rostro de Padre omnipotente y misericordioso en Jesucristo, Nuestra sólida esperanza es, por lo tanto, Cristo: en él Dios nos ha amado hasta el extremo y nos ha dado la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10), la vida que cada persona, a veces incluso de forma inconsciente, anhela poseer. El rostro de Dios es la meta de la búsqueda espiritual del creyente: poder “gozar de la dicha del Señor” (v. 13). “Buscar el rostro del Señor” es sinónimo de entrar en el templo para celebrar y experimentar la comunión con el Dios vivo y personal. Por consiguiente, en la liturgia y en la oración personal se nos concede la gracia de intuir ese rostro, que nunca podremos ver directamente durante nuestra existencia terrena (cf. Ex 33, 20). Pero Cristo nos ha revelado, de una forma accesible, el rostro divino y ha prometido que en el encuentro definitivo de la eternidad -como nos recuerda san Juan- “lo veremos tal cual es” (1 Jn 3, 2). Y san Pablo añade: “Entonces lo veremos cara a cara” (1 Co 13, 12). Escondiste estas cosas a los sabios y las revelaste a la gente sencilla. Jueves Mt 11, 28-30 Soy manso y humilde de corazón. La humildad y la mansedumbre, dos virtudes, que nos hablan de la identidad de Jesús, dos virtudes muy queridas del Señor. El que Dios se haya querido manifestar y haya querido convivir con nosotros en humildad absoluta es algo que altera y transforma totalmente nuestros juicios sobre nosotros mismos y sobre nuestra relación con las cosas y con los acontecimientos del mundo. “Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). 120 Y san Pablo a los filipenses enseña (2, 5-11): “Tengan los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien, existiendo en forma de Dios, no reputó como botín (codiciable) ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en la condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo cual Dios le exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla todo cuanto hay en los cielos, en la tierra y en las regiones subterráneas, y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre”. Por esto Juan Pablo I, decía que una virtud muy querida del Señor es la humildad: “aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón”. Y añadía: “Corro el riesgo de decir un despropósito. Pero lo digo: el Señor ama tanto la humildad que a veces permite pecados graves. ¿Para qué? Para que quienes los han cometido -estos pecados, digo- después de arrepentirse lleguen a ser humildes. No vienen ganas de creerse medio santos, medio ángeles, cuando se sabe que se han cometido faltas graves. Juan Pablo I, también decía en la misma ocasión: “Aun si han hecho cosas grandes, digan: siervos inútiles somos”. Y agregaba: “En cambio la tendencia de todos nosotros es más bien lo contrario: ponerse en primera fila. Humildes, humildes: es la virtud cristiana que a todos toca”. (Audiencia general, 6 de septiembre de 1978). Viernes Mt 12, 1-8 El Hijo del hombre también es dueño del sábado. Jesús, al dar con autoridad divina la interpretación definitiva de la Ley, se vio enfrentado a algunos doctores de la Ley que no recibían su interpretación a pesar de estar garantizada por los signos divinos con que la acompañaba. Esto ocurre, en particular, respecto al problema del sábado: Jesús recuerda, frecuentemente con argumentos rabínicos, que el descanso del sábado no se quebranta por el servicio a Dios o al prójimo que realizan sus curaciones. Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día dedicado a Dios, sino para demostrar que este día santo está marcado de modo particular por a acción salvífica de Dios. “Mi Padre sigue obrando todavía, y por eso obro yo también” (Jn 5, 17). Y este obrar es para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino que más bien la pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado. Y el dueño el sábado es el Hijo del hombre” (Mc 2, 27-28). Por su parte, el Catecismo de la Iglesia Católica enseña (2173) que «El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día, sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: “El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado” (Mc 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que “es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla” (Mc 3, 4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios. “El Hijo del hombre es Señor del sábado”» (Mc 2, 28). Nosotros pasamos del sábado al domingo, al “primer día después del sábado”; del séptimo día al primer día: el dies Domini se convierte en el dies Christi! “Celebramos el domingo por la venerable resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, no sólo en Pascua, sino cada semana”. Sábado Mt 12, 14-21 “He aquí a mi siervo, a quien sostengo yo…”. El Evangelio, especialmente el de San Mateo, hace referencia muchas veces al libro de Isaías, cuyo anuncio profético se realiza en Cristo. La página evangélica de hoy nos introduce en la figura y misión del Siervo de Dios, Jesús, del profeta Isaías. En todo lo que Jesús de Nazaret, el Hijo del hombre, hacía o enseñaba, se cumplían las palabras del profeta Isaías (cf. Is 42, 1) sobre el Mesías: “He aquí a mi siervo a quien elegí; mi amado en quien mi alma 121 se complace. Haré descansar asar mi espíritu sobre él...” (Mt 12, 1 8). El Hijo de Dios, al nacer de la Sierva del Señor, se ha hecho Siervo: Siervo de Dios, Siervo de nuestra redención. Jesús es el elegido Siervo de Dios (cf. por ejemplo, Act 3, 13; 3, 26; 4, 27; 4, 30; 1 Pe 2, 22-25), que cumple la misión del Siervo de Yahvéh y trae la nueva ley, es la luz y alianza para todas las naciones (cf. Act 13, 46-47). Jesús, verdadero siervo de Dios y Cordero de Dios (cf. Jn 1,29), mediante su intercesión de amor ha expiado todos nuestros pecados (cf. 1 Jn 2,2). Según el Concilio, Cristo nos enseña a llevar la cruz que la carne y el mundo echan sobre los hombros de los que buscan la paz y la justicia (GS 38). Nos enseña a asumir la función y la actitud del Siervo. SEMANA DÉCIMA SEXTA Lunes Mt 12, 38-42 La reina el sur se levantará el día del juicio contra esta generación. Jesús tiene conciencia de que, en su doctrina, se manifiesta a los hombres la Sabiduría eterna. Por esto reprende a los que la rechazan, no dudando en evocar a la ‘reina del Sur’ (reina de Sabá), que vino... “para oír la sabiduría de Salomón", y afirmando inmediatamente: “Y aquí hay algo más que Salomón” (Mt 12, 42). Sabe también, y lo proclama abiertamente, que las palabras que proceden de esa Sabiduría divina “no pasarán”: “El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán” (Mc 13, 31). En efecto, éstas contienen la fuerza de la verdad, que es indestructible y eterna. Se toca aquí el problema de la libertad del hombre, que puede aceptar o rechazar la verdad eterna contenida en la doctrina de Cristo, válida ciertamente para dar a los hombres de todos los tiempos -y, por tanto, también a los hombres de nuestro tiempo- una respuesta adecuada a su vocación, que es una vocación con apertura eterna. El Concilio afirma, en primer lugar, que “todos los hombres están obligados a buscar la verdad, sobre todo en lo referente a Dios y a su Iglesia”; pero dice también que “la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas” (Dignitatis humanae, 1). El Concilio recuerda, además, el deber que tienen los hombres de “adherirse a la verdad conocida y ordenar toda su vida según las exigencias de la verdad”. En efecto, Cristo, que es Maestro y Señor nuestro, manso y humilde de corazón, atrajo e invitó pacientemente a los discípulos. Podemos, pues, concluir que quien busca sinceramente la verdad encontrará bastante fácilmente en la enseñanza de Cristo crucificado la solución, incluso, del problema de la libertad. Martes Mt 12, 46-50 Señalando a sus discípulos, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos. Aquél que realiza la voluntad del Padre es para Jesús, madre, hermano o hermana. El Señor claramente identifica a aquellos que cumplen la voluntad del Padre como Su verdadera familia. A nadie se le aplican mejor esta enseñanza de Jesús que a la Madre Santísima con su “Sea hecha en mi tu voluntad” en el momento de la Encarnación y en su continua “fiat” durante todo el camino desde los días oscuros de la Cruz hasta la luminosidad de la Resurrección. De hecho el Señor exalta en Su Madre Santísima como una mujer “por excelencia”, quien ha cumplido con la voluntad del Padre, llamándonos a imitarla si queremos ser parte de su verdadera familia. Él nunca pierde de vista la prioridad de “cumplir la voluntad del Padre” en todo momento, a cualquier costo, ni siquiera frente a su Madre. 122 María, pues, comprendió mejor que nadie el sentido de las palabras de Jesús: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21), que ella nos enseñe a escuchar a su divino Hijo. Que nos ayude a decir con la vida: “Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad” (Heb 10, 7). Y si escuchamos sinceramente la Palabra de Dios y tratamos de ponerla en práctica humildemente, pero con constancia, su Palabra dará frutos en nuestra vida como la semilla caída en tierra fértil. Miércoles Mt 13, 1-9 Algunos granos dieron el ciento por uno. San Juan Crisóstomo comenta así esta parábola del sembrador: Jesús vino a nosotros los hombres para cultivar esta tierra, «a ocuparse de ella y sembrar la palabra de santidad. Porque la simiente de la cual habla es, en efecto, su doctrina; el campo, el alma del hombre; el sembrador, Él mismo. Un sembrador se fue a echar la semilla y una parte cayó al borde del camino, pero vinieron las aves y se la comieron, otra parte cayó en tierra buena. Tres partes se perdieron, una sola fructificó. Pero el sembrador no cesó de cultivar el campo. Le basta que una parte se conserve para no dejar su trabajo. En la parábola del sembrador Cristo nos enseña que su palabra se dirige a todos indistintamente. Del mismo modo, en efecto, que el sembrador de la parábola no hace distinción entre los terrenos sino que siembra a los cuatro vientos, así el Señor no distingue entre el rico y el pobre, el sabio y el necio, el negligente y el aplicado, el valiente y el cobarde, sino que se dirige a todos y, aunque conoce el porvenir, pone todo de su parte de manera que se puede decir: “¿Qué más puedo hacer que no haya hecho?” (Cfr. Is 5,4). Pero, me dirás, ¿a qué sirve sembrar entre espinas, en terreno pedregoso o sobre el camino? Si se tratara de una semilla terrena, de una tierra material, realmente no tendría sentido. Pero cuando se trata de las almas y de la Palabra, hay que elogiar al sembrador. Se reprocharía con razón a un agricultor de actuar de esta manera. La piedra no puede convertirse en tierra, el camino no puede dejar de ser camino y las espinas no dejan de ser espinas. Pero en el terreno espiritual las cosas no son así. La piedra puede convertirse en tierra fértil, el camino se puede convertir en un campo donde no pisan los viandantes, las espinas pueden ser arrancadas y permitir al grano fructificar libremente. Si esto no fuera posible, el sembrador no hubiera sembrado su grano como, de hecho, lo hizo. Fíjate bien en que hay muchas maneras de perder la semilla... Una cosa es dejar secar la semilla de la palabra de Dios sin preocuparse ni poco ni mucho; otra cosa es verla perecer bajo el choque de las tentaciones... Para que no nos ocurra cosa semejante, grabemos profundamente y con ardor la palabra en nuestra memoria. El diablo querrá arrancar el bien alrededor nuestro, pero nosotros tendremos suficiente fuerza para que no pueda arrancar nada en nosotros. Jueves Mt 13, 10-17 “A ustedes se les ha concedido conocer los secretos del reino de los cielos y a ellos no”. La ciencia del amor divino, que el Padre de las misericordias derrama por Jesucristo en el Espíritu Santo, es un don, concedido a los pequeños y a los humildes, para que conozcan y proclamen los secretos del Reino, ocultos a los sabios e inteligentes. Los “pequeños”, según el Evangelio, son las personas que, reconociéndose como criaturas de Dios, huyen de toda presunción: ponen toda su esperanza en el Señor y por eso jamás se quedan defraudadas. Ésta es la actitud fundamental del creyente: la fe y la humildad son inseparables. La fuerza de los pequeños es la oración. Los santos, los beatos son, ante todo, hombres y mujeres de oración: bendicen al Señor en todo momento, en su boca está siempre su alabanza; gritan y el Señor los 123 escucha, los libra de sus angustias. Su oración atraviesa las nubes, es incesante; no descansan y no cejan, hasta que el Altísimo los atiende (cf. Si 35, 16-18). La fuerza de la oración de los hombres y mujeres espirituales va acompañada siempre por la profunda conciencia de su limitación y de su indignidad. La fe, y no la presunción, alimenta la valentía y la fidelidad de los discípulos de Cristo. Dios manifiesta su sabiduría y revela sus planes de salvación a la gente sencilla. ¡Cuántas veces lo experimentamos en nuestro trabajo diario! ¡Cuántas veces el Señor elige caminos aparentemente ineficaces para realizar sus providenciales designios de salvación! Viernes Mt 13, 18-23 Los que oyen la palabra de Dios y la entienden, esos son los que dan fruto. La Palabra de Dios por excelencia es Jesucristo, hombre y Dios. El Hijo eterno es la Palabra que desde siempre existe en Dios, porque ella misma es Dios: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios” (Jn 1, 1). Analógicamente, por medio de las palabras de la Sagrada Escritura, el cristiano es invitado a descubrir la Palabra de Dios, el resplandor del glorioso evangelio de Cristo que es imagen de Dios (cf. 2 Co 4, 4). Oír y entender la palabra de Dios es necesario para que podamos dar fruto, es decir, “una Palabra anunciada, una Palabra meditada y estudiada, una Palabra rezada y celebrada, una Palabra vivida y propagada. Por esta razón en la Iglesia la Palabra de Dios no es un depósito inerte, sino que es regla suprema de la fe y potencia de vida, progresa con la ayuda del Espíritu Santo y crece con la contemplación y el estudio de los creyentes, la experiencia personal de vida espiritual y la predicación de los Obispos (cf. DV 8; 21). Lo atestiguan en particular, los hombres de Dios, que han vivido la Palabra…” (Cfr. Intrumentum laboris, La palabra de dios en la vida y misión de la Iglesia 12, 2). Por tanto, Los sujetos del evento de la Palabra son Dios, que la anuncia, y el destinatario, persona individual o comunidad. Dios habla, pero sin la escucha del creyente la Palabra se muestra dicha, pero no recibida. Por ello se puede decir que la revelación bíblica es el encuentro entre Dios y el pueblo en la experiencia de la única Palabra y que entre ambos hacen la Palabra. La fe obra, la Palabra crea (Ibidem 23). Encuentra el fruto de la Palabra quien cree en el amor de Dios que la pronuncia. Entonces la potencialidad de la Palabra de Dios se hace concreta, se realiza, se hace verdaderamente personal (Ibidem); por consiguiente, Los que oyen la palabra de Dios y la entienden, esos son los que dan fruto. Sábado Mt 13, 14-30 Dejen que crezcan juntos hasta el tiempo de la cosecha. En el Reino misterioso, que el Señor Jesús ha venido a instaurar ya en la tierra, los malos coexistirán con los buenos así como el trigo y la cizaña coexisten en un mismo campo hasta el tiempo de la cosecha. Sembrar semillas de cizaña en el campo ajeno era una ofensa típica entre agricultores, considerada por la ley romana. Es de notar que aquella cizaña no se distinguía claramente del trigo, hasta el momento de dar la espiga. Para el ojo poco entrenado, la cizaña se confundía con el trigo por su semejanza. Al notar que junto al trigo ha crecido también cizaña los trabajadores fueron al dueño a decirle: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?” El dueño responde que es un enemigo quien lo ha hecho. De ese modo el Señor Jesús responde a la pregunta del mal en el mundo. Afirma que el mal que existe, que está presente y actúa en el campo del mundo y de la historia de los hombres, no viene de Dios que sólo ha sembrado la buena semilla, que lo ha hecho todo bueno (ver Gen 1,31). El mal en cambio viene 124 de su “enemigo” y de sus secuaces: “la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo”. El mal en el corazón del hombre y en el mundo es consecuencia de un mal uso de la libertad por parte del ser humano, que antes que escuchar a Dios prefirió escuchar la voz del enemigo de Dios y hacer lo que éste le sugería. Esta desobediencia y rechazo de Dios es la causa de que haya germinado la cizaña en la vida de las personas y en la historia de la humanidad. Por medio de la parábola del trigo y la cizaña el Hijo de Dios afirma que Dios no ha echado en el mundo semilla alguna de mal sino que éste entró en el mundo por acción de su enemigo, el diablo. El mal entra en el mundo por el libre asentimiento y cooperación que el ser humano le prestó y le sigue prestando día a día al Maligno y a sus sugestiones (ver Gén 3,1ss; Rom 5,12). ¡Sí! ¡Cada uno de nosotros, tú y yo, por ese asentimiento somos también hoy responsables del mal que existe en el mundo! ¡Cada vez que yo elijo libremente hacer el mal, contribuyo a ese mal! Cristo llama y no deja de llamar a la conversión: “¡Conviértanse!”. La opción por responder al Plan de Dios es sostenida y nutrida por la gracia que es amorosamente derramada en los corazones por el Espíritu Santo y que impulsa a la persona a aspirar continuamente a una vida nueva. La conversión como proceso de continua respuesta a la gratuita invitación de Dios a la reconciliación, alcanza en el sacramento de la confesión un auxilio fundamental y con el perdón recibe también un don de gracia que impulsa a responder con mayor coherencia al divino designio de Amor. SEMANA DÉCIMA SÉPTIMA Lunes Mt 13, 31-35 El grano de mostaza se convierte en un arbusto y los pájaros hacen sus nidos en las ramas. Cristo pregunta: “¿Con qué podemos comparar el reino de Dios? ¿Qué parábola usaremos?” (Mc 4, 30). Y responde: “Con un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas” (Mc 4, 31-32). Jesús dice, en la breve parábola del grano de mostaza, que “una vez crecida, es la más grande de las hortalizas” (Mt 13,32); por tanto, es una semilla que posee su fuerza, aunque no es evidente y de inmediato, antes bien, necesita muchos cuidados para madurar. Hay una especie de secreto elemental que forma parte de la sabiduría campesina: para asegurar cualquier cosecha en la estación justa, es preciso cuidar todo, desde el terreno hasta la simiente; prestar atención a todo, desde lo que la hace crecer hasta lo que obstaculiza su desarrollo. El inicio y desarrollo del Reino de los Cielos afirma el Señor es humilde y silencioso en el mundo y en cada corazón, tal y como lo es el desarrollo de una pequeñísima semilla de mostaza, semilla de aproximadamente uno o dos milímetros de diámetro. También esto iba en contra de la expectativa que se habían formado en torno a la manifestación del Reino de los Cielos, que había de ser súbita y espectacular, en medio de fulgores y anunciándose con trompetas. Según el Señor su crecimiento y difusión sería lenta, aunque habría de alcanzar todos los confines de la tierra, del mismo modo que la levadura fermenta toda la masa. Su lento crecimiento y desarrollo habría de durar hasta el fin de los tiempos, al volver Cristo glorioso a juzgar al mundo. Que seamos como los granos de mostaza, granos humildes, pero que, convertidos en árboles, podemos ser bosques para que sea Dios quien actúe a través nuestro en nuestro mundo, tan necesitado de Dios. Martes Mt 13, 36-43 125 Así como recogen la cizaña y la queman, así será el fin del mundo. Recordemos que, el que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del Reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el fin del tiempo, y los que recogen la cosecha los ángeles. Así como se arranca la cizaña y se quema, así será al fin del tiempo: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles, y arrancarán de su Reino a todos los corruptores y malvados y los arrojarán al horno encendido; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga”. El día del Juicio, al fin del mundo, Cristo vendrá en la gloria para llevar a cabo el triunfo definitivo del bien sobre el mal que, como el trigo y la cizaña, habrán crecido juntos en el curso de la historia (Cfr. CIgC 681). La visión de eternidad, necesaria en nuestra vida cristiana, nos permite asimismo hacer un recto uso de las diversas realidades temporales en vistas a conquistar las eternas, y nos impulsa a buscar transformar las diversas realidades humanas con la fuerza del Evangelio, cooperando así decididamente con Dios para la realización de su designio divino: “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra” (Ef 1,9-10). Miércoles Mt 13, 44-46 El que encuentra un tesoro en un campo, vende cuanto tiene y compra aquel campo. Con esta parábola del tesoro escondido, el Señor resalta la necesidad de “venderlo todo” para poder ganar el Reino de los Cielos. No es posible quedarse con el tesoro o adquirir la perla de mayor valor sin vender todo lo que se tiene, sin el desprendimiento de las antiguas riquezas, sin un sacrificio que, sin embargo, mira a alcanzar una riqueza mucho mayor. El sacrificio y desprendimiento no cuestan, porque lo que gana es muchísimo más de lo que pierde. Tratándose del Reino de los Cielos, lo que se gana no tiene ni punto de comparación. ¡Cristo es el tesoro que enriquece por sobre todos los demás! ¡Cristo es la perla valiosa que anda buscando todo ser humano! Quien lo encuentra a Él, y quien tiene el coraje de desasirse de todo para ganarlo a Él, experimenta que con Él le son dados todos los demás bienes que tanto y tan desesperadamente anda buscando. Quien encuentra a Cristo, o hay que decir más bien, quien es hallado y “alcanzado” por Él (ver Flp 3,12). El Señor Jesús constituye la verdadera riqueza para el hombre o para la mujer, porque en Él llegamos a ser verdaderamente humanos, porque en Él somos hechos partícipes de la misma naturaleza divina (ver 2Pe 1,4). Al conocerlo a Él, nos conocemos a nosotros mismos, descubrimos nuestra verdadera identidad, hallamos la respuesta a las preguntas más fundamentales: ¿Quién soy? ¿Cuál es mi origen? ¿Cuál es mi destino? ¿Cuál es el sentido de mi existencia, mi misión en el mundo? En la amistad con Él aprendo a vivir la auténtica amistad. Amándolo a Él experimento lo que es verdaderamente el amor, y en la escuela de su Corazón aprendo a vivir ese amor sin el cual la vida del hombre carece de sentido. Él es la respuesta a ese anhelo de plenitud y ansia de felicidad que inquieta todo corazón humano. En Él podemos saciar el hambre de comunión que experimentamos con tanta fuerza. Es decir, en Cristo, al conocerlo, al amarlo, al abrirle las puertas del propio corazón, al “hacerlo nuestro”, podemos proclamar: “¡Vale la pena ser hombre, porque Tú, Señor, te has hecho hombre!” (S.S. Juan Pablo II). Jueves Mt 13, 47-53 Los pescadores ponen los pescados buenos en canastos y tiran los malos. La parábola de la red que recoge todo tipo de peces está tomada de una escena de la vida cotidiana. La red no distingue las clases de peces, sino que arrastra con todo lo que cae en ella, peces buenos o malos. En el Lago de Galilea se calculan unas treinta clases de peces distintos, todos aptos para el consumo humano. Pero había una 126 variedad que, aunque muy apreciada por los paganos, los judíos no podían comer por considerar “impura”. Los pescadores debían, pues, seleccionar entre los peces buenos y los malos. Tal escena de la vida diaria es usada por el Señor para hablar de cómo en la etapa actual del Reino de los Cielos coexisten buenos y malos, justos y pecadores. Es como la red llena de peces de todo tipo. Sólo al final, al llegar el fin del mundo, los ángeles “separarán a los malos de los buenos.” El Señor en su parábola habla del destino eterno de los malos: “los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes.” Estas imágenes, usualmente usadas por el Señor, describen el sufrimiento, la amargura profunda, la impotencia de los condenados, aquellos que a pesar de la paciencia de Dios no quisieron escucharlo ni convertirse de su maldad. Esta Iglesia reúne toda clase de peces, porque llama para perdonarlos a todos los hombres, a los sabios y a los insensatos, a los libres y a los esclavos, a los ricos y a los pobres, a los fuertes y a los débiles. Pero al fin del mundo, serán escogidos y guardados en vasijas los buenos, y los malos son arrojados fuera. Es decir, los elegidos serán recibidos en los tabernáculos eternos, y los malos, después de haber perdido la luz que iluminaba el interior del reino, serán llevados al fuego eterno. Viernes Mt 13, 54-58 ¿No es este el hijo del carpintero? ¿De dónde, pues, ha sacado esa sabiduría y esos poderes milagrosos? Esta era la pregunta que se hacía la gente de Nazaret cuando Jesús comenzó a enseñar, un sábado, allí mismo en su tierra. En efecto, los paisanos de Jesús quedan asombrados e impactados por su sabiduría y sus enseñanzas. Sin embargo, pesa más el conocimiento que ya traían de Él: “¿No es éste el carpintero?” Se impone el “ya lo conocemos”, la desconfianza, y así se hacen incapaces de dejarse tocar y transformar por la Buena Nueva que Él anuncia. Nosotros, “desde la tribuna” y a la distancia, podemos caer en juzgar fácilmente a aquellos oyentes escépticos: “¿cómo es posible que no le creyeran? Pero, ¿no endurecemos acaso también nosotros tantas veces nuestros propios corazones a la Palabra divina, al anuncio del Evangelio? ¿Le creemos tanto al Señor de modo que nos afanamos en hacer de sus enseñanzas nuestro modo de pensar, de sentir y de actuar? Nuestra propia dureza y rebeldía frente a Dios se expresa muchas veces no en una incredulidad declarada sino en unas preferencias de hecho. Decimos creer, pero actuamos como quien no cree. Y es que es en las pequeñas y grandes opciones de la vida cotidiana, en nuestros actos, donde se manifiesta si verdaderamente le creemos a Dios o sólo decimos que le creemos. ¡Cuántas veces, por mi falta de fe y confianza en Él, el Señor se ve impedido de obrar en mí el gran milagro de mi propia conversión y santificación! Pidámosle al Señor todos los días que Él aumente nuestra pobre fe, y nosotros pongamos los medios necesarios para hacer que esta fe, por la lectura y meditación constante de la Escritura, por el estudio asiduo del Catecismo, por la oración perseverante y la acción servicial y evangelizadora, se haga cada vez más fuerte y coherente. Sábado Mt 14, 1-12 Herodes mandó degollar a Juan. Los discípulos de Juan fueron a avisarle a Jesús. Encarcelado por Herodes Antipas por haberse atrevido a reprimir y censurar su conducta y vida escandalosa, le llega la noticia de que Jesús ha empezado su ministerio público. Aconteció que con motivo de una fiesta en celebración del nacimiento de Herodes, cuando el vino y los manjares y las danzas exaltaban a todos, Salomé, hija de Herodías, esposa ilegítima del rey, bailó ante Herodes. Entusiasmado éste, prometió darle cuanto pidiera, aunque fuese la mitad de su reino. Instigada por su madre, pidió Salomé la cabeza del Bautista. Herodes, no osando faltar a su palabra empeñada ante todos, ordenó fuese traída la cabeza de Juan, la cual en una bandeja fue presentada, efectivamente, a Herodías por su hija. Sus discípulos recogieron el cuerpo del Bautista y le dieron sepultura... 127 La vida de san Juan, entregada totalmente a Dios, se coronó con el martirio. Ojalá que su testimonio ilumine a todos los que veneran aquí su memoria, para que tanto ellos como nosotros comprendamos que la gran tarea de la vida consiste en buscar la verdad y la justicia de Dios. Precediendo a Jesús “con el espíritu y el poder de Elías" (Lc 1,17), Juan Bautista da testimonio de Jesús mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio. Como a herodes, también a nosotros hoy san Juan nos invita a la conversión: “Preparen el camino del Señor, hagan rectos sus senderos”. San Beda dice que “…todo el que predica la recta fe y las buenas obras, ¿qué otra cosa prepara sino el camino del Señor, que va a los corazones de sus oyentes, para penetrarlos verdaderamente con la fuerza de su gracia e ilustrarlos con la luz de la verdad? Hace rectos los senderos, formando por la palabra de la predicación pensamientos puros en el alma”. SEMANA DÉCIMA OCTAVA Lunes Mt 14, 13-21 Mirando al cielo, pronunció una bendición y les dio los panes a los discípulos para que los distribuyeran a la gente. Hemos escuchado en el pasaje evangélico que el pueblo había escuchado al Señor durante horas. Al final, Jesús dice: están cansados, tienen hambre, tenemos que dar de comer a esta gente. Los Apóstoles preguntan: “Pero, ¿cómo?”. Y Andrés, el hermano de Pedro, le dice a Jesús que un muchacho tenía cinco panes y dos peces. El Señor manda que se siente la gente y que se distribuyan esos cinco panes y dos peces. Y todos quedan saciados. Se trata de un prodigio sorprendente, que constituye el comienzo de un largo proceso histórico: la multiplicación incesante en la Iglesia del Pan de vida nueva para los hombres de todas las razas y culturas. Este ministerio sacramental se confía a los Apóstoles y a sus sucesores. Y ellos, fieles a la consigna del divino Maestro, no dejan de partir y distribuir el Pan eucarístico de generación en generación. Con este Pan de vida, medicina de inmortalidad, se han alimentado innumerables santos y mártires, obteniendo la fuerza para soportar incluso duras y prolongadas tribulaciones. Han creído en las palabras que Jesús pronunció un día en Cafarnaúm: “Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre” (Jn 6, 51). Por consiguiente, con la multiplicación de los panes, Jesús revela que no vino solamente para dar un pan de la tierra, pero para dar un pan del cielo, un pan que da la Vida eterna. Este pan no es solamente el Pan de la Palabra de Dios, es su persona misma, su cuerpo y su sangre: el don de Dios por excelencia. Jesús revela que aquellos que “comen su cuerpo y beben su sangre permanecen en él y él permanece en ellos”. Martes Mt 14, 22-36 Mándame ir a ti caminando sobre el agua. El pasaje del evangelio de san Mateo que acabamos de leer nos lleva al lago de Genesaret. Los Apóstoles habían subido a la barca para ir a la otra orilla por delante de Cristo. Y he aquí que, remando en la dirección elegida, lo vieron precisamente a él caminando sobre el lago. Cristo caminaba sobre el agua como si se tratara de tierra sólida. Los Apóstoles se turbaron, creyendo que era un fantasma. Jesús, al oír el grito, les habló: “¡Ánimo!, soy yo; no temáis” (Mt 14, 27). Entonces Pedro dijo: “Señor, si eres tú, mándame ir donde ti sobre las aguas” (Mt 14, 28). Y él le dijo: “¡Ven!” (Mt 14, 29). Bajó Pedro de la barca y se puso a caminar sobre las aguas. Pero, ya cerca de Cristo, viendo la violencia del viento, le entró miedo y, como comenzara a hundirse, gritó: “¡Señor, sálvame!” (Mt 14, 30). Al punto Jesús, tendiendo la mano, le agarró y, sujetándole para que no se hundiera, le dijo: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?” (Mt 14, 31). 128 No fue el viento el que hizo hundirse a Pedro en el lago, sino su falta de fe. A la fe de Pedro le faltó un elemento esencial: abandonarse plenamente a Cristo, confiar totalmente en él en el momento de la gran prueba; le faltó la esperanza sin reservas en él. La fe y la esperanza, junto con la caridad, constituyen el fundamento de la vida cristiana, cuya piedra angular es Jesucristo. La fe en Cristo y la esperanza de la que él es maestro permiten al hombre alcanzar la victoria sobre sí mismo, sobre todo lo que hay en él de débil y pecaminoso, y al mismo tiempo esta fe y esta esperanza lo llevan a la victoria sobre el mal y sobre los efectos del pecado en el mundo que lo rodea. Conscientes de nuestros límites y de nuestras miserias, no podemos confiar en nuestras pocas fuerzas. Gritemos como Pedro “¡Señor Sálvame!”. Y en seguida Jesús extenderá su mano agarrándonos (cfr. Mt 14,31) y sentiremos su dulce y fructuoso reproche: “Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?”. Miércoles Mt 15, 21-28 Mujer, ¡qué grande es tu fe! En el texto evangélico que hemos escuchado se nos presenta un singular ejemplo de fe: una mujer cananea, que pide a Jesús que cure a su hija, que “tenía un demonio muy malo”. El Señor no hace caso a sus insistentes invocaciones y parece no ceder ni siquiera cuando los mismos discípulos interceden por ella. Pero, al final, ante la perseverancia y la humildad de esta desconocida, Jesús condesciende: “Mujer, ¡qué grande es tu fe! Que se cumpla lo que deseas” (Mt 15, 21-28). Jesús subraya más de una vez que los milagros que Él realiza están vinculados a la fe. El milagro es un “signo” del poder y del amor de Dios que salvan al hombre en Cristo. Pero, precisamente por esto es al mismo tiempo una llamada del hombre a la fe. Debe llevar a creer, sea al destinatario del milagro o sea a los testigos del mismo. Así, la cananea, audaz e insistente pide la curación de su hija, y aunque Jesús le dice: “No es bueno tomar el pan de los hijos y arrojarlo a los perrillos”; sin embargo, la cananea respondió con toda la fuerza de su fe y obtuvo el milagro: “Cierto, Señor, pero también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores”. Ante esta respuesta tan humilde, elegante y confiada, Jesús replica: “¡Mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres” (cf. Mt 15, 21-28). “Mujer, ¡qué grande es tu fe!”. Jesús señala a esta humilde mujer como ejemplo de fe indómita. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desalentarnos jamás y a no desesperar ni siquiera en medio de las pruebas más duras de la vida. El Señor no cierra los ojos ante las necesidades de sus hijos y, si a veces parece insensible a sus peticiones, es sólo para ponerlos a prueba y templar su fe. Jueves Mt 16, 13-23 Tú eres Pedro y Yo te daré las llaves del Reino de los cielos. En texto evangélico que acabamos de proclamar, encontramos el episodio, que tuvo lugar en las cercanías de Cesarea de Filipo. El evangelista san Mateo refiere otra metáfora a la que recurre Jesús para explicar a Simón Pedro y a los demás Apóstoles, lo que quiere hacer de él: “A ti te daré las llaves del reino de los cielos” (Mt 16, 19). Aquí notamos que, según la tradición bíblica, es el Mesías quien posee las llaves del reino. En efecto, el Apocalipsis, recogiendo expresiones del profeta Isaías, presenta a Cristo como “el Santo, el Veraz, el que tiene la llave de David: si él abre, nadie puede cerrar; si él cierra, nadie puede abrir” (Ap 3, 7). Estas llaves Jesús las entrega a Pedro, quien, por consiguiente, recibe el poder sobre el reino, poder que ejercerá en nombre de Cristo, como su mayordomo y jefe de la Iglesia, casa que recoge a los creyentes en Cristo, los hijos de Dios. Son tres las metáforas que utiliza Jesús para enseñarnos la misión que confía a Pedro: 1) Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; 129 2) tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno; 3) por último, podrá atar o desatar, es decir, podrá decidir o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo de Cristo. Así, pues, el poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia. Jesús, “el Buen Pastor” (Jn 10, 11) confirmó este encargo después de su resurrección: “Apacienta mis ovejas” (Jn 21, 15-17). El poder de “atar y desatar” significa la autoridad para absolver los pecados, pronunciar sentencias doctrinales y tomar decisiones disciplinares en la Iglesia. Jesús confió esta autoridad a la Iglesia por el ministerio de los apóstoles (cf. Mt 18, 18) y particularmente por el de Pedro, el único a quien él confió explícitamente las llaves del Reino. Viernes Mt 16, 24-28 ¿Qué podrá dar el hombre a cambio de su vida? Antes que “ganar” el mundo, el discípulo de Cristo debe preocuparse por conquistar el Reino venidero, la vida eterna. Antes que en el dinero o en las riquezas pasajeras, la confianza debe estar puesta en Dios, pues Él cuida de sus hijos. Lo necesario no les faltará jamás. A buscar en primer lugar el Reino de Dios, todo lo demás Dios lo dará por añadidura. Con esta pregunta el Señor nos invita a dirigir nuestras miradas más allá de la vida presente. Esta vida es pasajera, y ninguna riqueza de este mundo es capaz de “comprar” al hombre la vida eterna. Al contrario, las riquezas pueden llevar a quien les entrega el corazón a perder la vida eterna: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!” (Lc18,24). ¿Dónde quedarán las riquezas, la fama y el poder que alcanzó en esta vida? “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16,26) Sólo Dios puede dar al hombre la vida eterna. Sólo quien cree en Él y en su enviado, Jesucristo, tiene la garantía de que heredará la vida eterna. Sólo quien sabe vivir desapegado de lo temporal y sabe usar rectamente de sus bienes, abriéndose a su comunicación generosa, puede “atesorar en el Cielo”. Jesucristo es el mayor tesoro para el ser humano. Al conocerlo a Él, nos adentramos en el propio conocimiento, descubrimos nuestra propia identidad, podemos hallar la verdadera respuesta a las preguntas fundamentales: ¿quién soy? ¿Cuál es mi origen, cuál mi destino, cuál el sentido de mi existencia? En la amistad con Él aprendo a vivir la auténtica amistad. Amándolo a Él experimento lo que es verdaderamente el amor, y en la escuela de su Corazón aprendo a vivir ese amor sin el cual la vida del hombre carece de sentido. Él no sólo es la respuesta a todos nuestros anhelos y búsquedas de felicidad, sino que en Él podemos saciar nuestra sed de Infinito. Él es la fuente de nuestra vida, de nuestro amor, de nuestra felicidad Sábado Mt 17, 14-20 Si ustedes tienen fe, nada les será imposible. ¿En qué consiste la fe?, la fe es una adhesión de la inteligencia a la verdad revelada, es un obsequio de la voluntad y entrega a Dios, que se revela. Es una actitud que compromete toda la existencia. La fe nos lleva a “permanecer en la intimidad de Dios”, nos introduce en el misterio inagotable de la vida divina, nos sumerge en las profundidades insondables del amor de Dios. La fe en Cristo nos da “la fuerza del Espíritu de Dios” que “hace crecer y edifica la Iglesia a través de los siglos”. Nuestra fe en Cristo que se ha encarnado, que ha muerto por nosotros y ha resucitado, forzosamente lleva a la celebración. Es una fe que se comparte. Es una fe que se hace Eucaristía y que por lo mismo es alegría y triunfo. Es una fe eclesial y por lo mismo comunitaria, solidaria con todo el devenir humano. Es una fe que construye la Iglesia y que el Espíritu enriquece con la abundancia de sus dones. Muchos creen tener la fe de la Iglesia, que es la misma que la de María y los Apóstoles. Pero no basta con decir “Señor, Señor” para salvarse: “No todo el que me diga ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los 130 Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial”. No basta con repetir el credo. No basta con acoger la Palabra, hay que permitir que obre en nosotros sus bendiciones, hay que cooperar desde la propia libertad. Es la vida misma la que debe reflejar lo que se cree. San Beda, el Venerable, en su Comentario a las siete Epístolas Católicas, dice: “debe entenderse que cree verdaderamente aquel que realiza en sus hechos aquello que él cree”. Si ustedes tienen fe, nada les será imposible. SEMANA DÉCIMA NOVENA Lunes Mt 17, 22-27 Lo van a matar, pero al tercer día va a resucitar. En el evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, Jesús profetisa su Pasión, muerte y resurrección; el Señor se encamina hacia Jerusalén y, por primera vez, dice a los discípulos que este camino hacia la ciudad santa es el camino que lleva a la cruz: “Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16, 21). En Jesús se cumplen las profecías del antiguo Testamento, Él es como su hilo conductor, por eso afirmó de su mismo: “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”. Así está escrito que el Cristo padeciera y resucitara de entre los Muertos al tercer día, y se predicara en su nombre la conversión para el perdón de los pecados a todas las naciones, empezando desde Jerusalén...” (Lc 24, 44-48). Así, la Cruz y resurrección forman el único misterio pascual, en el que tiene su centro la historia del mundo. Por eso, la Pascua es la solemnidad mayor de la Iglesia: ésta celebra y renueva cada año este evento, cargado de todos los anuncios del Antiguo Testamento. El Señor está continuamente en camino hacia la cruz, hacia la humillación del siervo de Dios que sufre y muere, pero al mismo tiempo siempre está también en camino hacia la amplitud del mundo, en la que él nos precede como Resucitado, para que en el mundo resplandezca la luz de su palabra y la presencia de su amor; está en camino para que mediante él, Cristo crucificado y resucitado, llegue al mundo Dios mismo. Cuando Él anuncia a sus discípulos que el Hijo del Hombre debía sufrir mucho, ser crucificado y resucitar al tercer día, advierte a la vez que si alguno quiere ir en pos de Él, ha de negarse a sí mismo, tomar su cruz de cada día, y seguirle (cf. Lc 9, 22). Existe, pues, una íntima relación entre la Cruz de Jesús -símbolo del dolor supremo y precio de nuestra verdadera libertad- y nuestros dolores, sufrimientos, aflicciones, penas y tormentos que pueden pesar sobre nuestras almas o echar raíces en nuestros cuerpos. El sufrimiento se transforma y sublima cuando se es consciente de la cercanía y solidaridad de Dios en esos momentos. Así, a través de las pruebas actuales podemos encontrar una ocasión para descubrir a Dios en medio de nuestras cruces de cada día. Martes Mateo 18, 1-5. 10. 12-14 Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños. El Señor Jesús amaba a los niños y quería que estuvieran cerca de él. Muchas veces los bendecía e incluso, como en el evangelio de hoy, los ponía como ejemplo a los adultos. Decía que el reino de Dios pertenece a los que se asemejan a los más pequeños (cf. Mt 18, 3). Naturalmente eso no significa que los adultos deban volver a hacerse niños desde todos los puntos de vista, sino que su corazón debe ser puro, bueno, confiado, y estar lleno de amor. 131 Desde que el Hijo de Dios se hizo niño, todos los pueblos cristianizados han tenido un gran respeto hacia los niños, sobre todo los niños inocentes. Cuántas instituciones han sido creadas por la Iglesia Católica para instruir, proteger y santificar a las niñas y a los niños. La influencia cristiana de 20 siglos acerca del respeto del niño es tan grande, que cuando los pueblos se alejan de la fe católica, el respeto y cariño para los niños subsiste en la opinión pública. Sin embargo, hoy el niño está conducido hacia lo que puede causar su desgracia durante esta vida y su perdición en la eternidad; el niño está siendo afectado en su fe, en su inocencia y en su inteligencia mediante una educación sin Dios, sin valores eternos, sin filosofía sana y realista. Por esto, los padres tienen una misión muy importante con sus hijos: educarlos y formarlos en la fe para que sean según el corazón de Jesús. Al llevar un día a sus hijos para ser bautizados, se comprometieron a educarlos en la fe de la Iglesia y en el amor a Dios. Los padres son los primeros que tienen el derecho y el deber de educar a sus hijos, en sintonía con sus propias convicciones. No cedan este derecho a las instituciones, que pueden transmitir a los niños y a los jóvenes la ciencia indispensable, pero no les pueden dar el testimonio de la solicitud y el amor de los padres. Si quieren defender a sus hijos contra la corrupción y el vacío espiritual, que el mundo presenta con diversos medios e incluso en los programas escolares, rodeados del calor de su amor paterno y materno, denles el ejemplo de la vida cristiana, para crecer “en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2, 52). Miércoles Mt 18, 15-20 Si tu hermano te escucha, lo habrás salvado. El Señor habla de la necesidad de reprender al hermano que peca. La corrección tiene como fin el cambio de conducta, la enmienda, lograr que el hermano se vuelva del mal camino. La necesidad de corregir a quien pertenece al nuevo Pueblo de Dios, a la Iglesia, es un deber y obligación para todo discípulo de Cristo: “Si tu hermano peca, llámale la atención”. Quien peca ciertamente es responsable del mal que comete y tendrá que asumir las consecuencias de sus actos. Si no se convierte, morirá por su culpa. Sin embargo, Jesús nos dice que tenemos la gravísima obligación moral de corregir e iluminar la conciencia de quien obra el mal. Con decir hermano el Señor se refiere a todo discípulo suyo, a todo creyente, a todo aquél que formará parte de la Iglesia fundada sobre Pedro. Cuando este hermano “peca”, es decir, cuando comete un mal moral grave, cuando con su conducta va en contra de Dios y de su ley divina, “llámale la atención”... Esta corrección fraterna debe hacerse en primer lugar “a solas”, sin duda para guardar la buena fama del hermano y no exponerlo innecesariamente a la vergüenza pública. Dado que lo que se busca es salvar al hermano, y supuesto el caso de que el pecado no sea públicamente conocido, debe guardarse la discreción. Se entiende que la corrección no debe proceder de la furia que se descarga sobre el pecador por la ira que a uno le produce, sino que debe ser un acto que brota de la caridad que busca el bien y la salvación del hermano. Quien corrige no debe erigirse en juez y verdugo del hermano que peca, no se trata de tirar la primera piedra y apedrear sin misericordia al hermano que cae, sino de ayudarlo a volver al buen camino. San Agustín dice que “debemos corregir con amor, no con deseo de hacer daño, sino con intención de corregir; si no lo hacemos así, nos hacemos peores que el que peca. Éste comete una injuria y cometiéndola se hiere a sí mismo con una herida profunda. Desprecian ustedes la herida de su hermano, pues su silencio es peor que su ultraje”. Si tu hermano te escucha, lo habrás salvado. Jueves Mt 18, 21_19,1 No te digo que perdones siete veces, sino hasta setenta veces siete. Ya desde el Antiguo Testamento se nos ha enseñado el perdón de las ofensas: “No te acuerdes de ninguna de las injurias recibidas del 132 prójimo”, dice el Eclesiástico; ahora bien, el olvidarlas es a veces mucho más duro todavía que perdonarlas. Perdonen pues, ante todo, y Dios les hará la gracia de olvidar. Pero con más empeño que cualquier otra cosa, desechen el deseo de venganza que ya en la antigua ley condenaba así el Señor: “no buscar la venganza, y no conservar memoria de las injurias de sus conciudadanos”. En otras palabras se podía decir hoy: Guárdense del resentimiento contra sus vecinos: aquella familia que habita sobre, o bajo, o junto a ustedes; aquel propietario con quien tienen comunes las paredes; aquel negociante cuyo comercio les hace la competencia; aquel pariente cuya conducta los humilla. La Escritura advierte todavía: “no digan: le haré lo que él me ha hecho a mí; pagaré a cada uno según sus acciones”. Porque “el que quiere vengarse, probará la venganza del Señor, que llevará cuenta exacta de sus pecados”. ¡Qué locura es, en realidad, el rencor en un alma pecadora que tiene tanta necesidad de indulgencia!”. El escritor sagrado subraya este estridente contraste: “¿Un hombre guarda rencor contra otro hombre, y pide perdón a Dios? ¿No tiene él misericordia hacia un hombre semejante a sí, y reclama el perdón de sus pecarlos?”. Pero sobre todo desde que la nueva Alianza entre Dios y los hombres fue sellada con la sangre de Jesucristo, fue general la ley del perdón sin límites y del rencor cambiado en amor: “Oh Pedro, respondió Jesús al Apóstol que le interrogaba, no deberás perdonar a tu hermano hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”, es decir, que el cristiano debe estar pronto a perdonar las ofensas recibidas del prójimo, sin limitación ni fin. Viernes Mt 19, 3-12 Por la dureza de su corazón, Moisés les permitió divorciarse de sus esposas; pero al principio no fue así. El evangelio de san Mateo que recoge el diálogo de Jesús con algunos fariseos, y después con sus discípulos, acerca del divorcio (cf. Mt 19, 3-12). En efecto, al Mesías acuden los representantes de la ortodoxia judía, los fariseos, y le preguntan si al marido le es lícito repudiar a su mujer. Cristo, a su vez, les pregunta qué les ordenó hacer Moisés; ellos responden que Moisés les permitió escribir un acta de divorcio y repudiarla. Pero Cristo les dice: “Teniendo en cuenta la dureza de su corazón escribió Moisés para ustedes este precepto. Pero desde el comienzo de la creación, Dios los hizo varón y mujer. Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre, y los dos se harán una sola carne. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió, no lo separe el hombre” (Mc 10, 5-9). Así pues, en la base de todo el orden social se encuentra este principio de unidad e indisolubilidad del matrimonio, principio sobre el que se funda la institución de la familia y toda la vida familiar. Ese principio recibe confirmación y nueva fuerza en la elevación del matrimonio a la dignidad de sacramento. El hombre y la mujer que creen en Cristo, que se unen como esposos, pueden, por su parte, confesar: nuestros cuerpos están redimidos, nuestra unión conyugal está redimida. Están redimidos el ser padres, la maternidad, la paternidad y todo lo que conlleva el sello de la santidad. Cristo describe en el Evangelio el plan original de Dios creador. El hombre fue creado por el Verbo, y fue creado varón y mujer. La alianza conyugal tiene su origen en el Verbo eterno de Dios. En él fue creada la familia. En él la familia es eternamente pensada, imaginada y realizada por Dios. Por Cristo adquiere su carácter sacramental, su santificación. Sábado Mt 19, 13-15 No les impidan a los niños que se acerquen a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos. El Evangelio nos recuerda que Jesús, tomando en sus brazos a los niños, los bendecía, mostrando su preferencia para con ellos. Sí, la vida humana, la vida inocente, debe ser defendida y querida siempre. 133 Cuán singular amor profesó Jesucristo a los niños, durante su vida mortal, claramente lo manifiestan las páginas del Evangelio. Eran sus delicias estar entre ellos; acostumbraba a imponerles sus manos, los abrazaba, los bendecía. Llevó a mal que sus discípulos los apartasen de El, reconviniéndoles con aquellas graves palabras: Dejad que los niños vengan a Mí, y no se lo vedéis, pues de ellos es el reino de Dios (Mc. 10, 13. 14. 16). En cuánto estimaba su inocencia y el candor de sus almas, lo expresó bien claro cuando, llamando a un niño, dijo a sus discípulos: En verdad os digo, si no os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Cualquiera, pues, que se humillare como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos. El que recibiere a un niño así en mi nombre, a Mí me recibe (Mt 18, 3, 4. 5; Cfr. Decreto de san Pío X sobre la edad para la primera comunión 8 de agosto de 1910). Por consiguiente, los niños son el término del amor delicado y generoso de Nuestro Señor Jesucristo: a ellos reserva su bendición y, más aún, les asegura el Reino de los cielos (cf. Mt. 19, 13-15; Mc. 10, 14). En particular, Jesús exalta el papel activo que tienen los pequeños en el Reino de Dios: son el símbolo elocuente y la espléndida imagen de aquellas condiciones morales y espirituales, que son esenciales para entrar en el Reino de Dios y para vivir la lógica del total abandono en el Señor: “Yo les aseguro: si no cambian y se hacen como los niños, no entrarán en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos. Y el que reciba incluso a uno solo de estos niños en mi nombre, a mí me recibe” (Mt 18, 3-5; cf. Lc 9, 48). SEMANA VIGÉSIMA Lunes Mt 19, 16-22 Si quieres ser perfecto, vende lo que tienes y tendrás un tesoro en el cielo. En el Evangelio escuchamos cómo al Señor “se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: ‘Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?’”. El joven del evangelio experimenta en sí un hambre de infinito, quiere alcanzar la vida eterna, y con esta inquietud profunda se acerca al Señor Jesús. Busca la respuesta que sacie su anhelo de eternidad, busca el camino que tiene que seguir. Aquel joven no se da por satisfecho ante la respuesta del Señor. Cuando le señala los mandamientos como camino para alcanzar la vida eterna, él responde como suplicante: “Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño”. Experimenta que tampoco eso le basta, tiene necesidad de algo más: “¿Qué más me falta?” (Mt 19,20). Luego de mostrarle Jesús su amor al joven, luego de buscar seducirlo por esa mirada plena del amor de Dios, el Señor le dice: “Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el Cielo, y luego sígueme”. El llamado es claro, explícito. Ante las palabras del Señor aquel joven deberá tomar una decisión y realizar una opción: dejarlo todo, renunciar a las propias riquezas para ir en pos de Aquel que trae la Vida eterna, de Aquel con quien vienen al ser humano todos los bienes anhelados, o aferrarse a sus seguridades humanas, a las riquezas que posee, riquezas que jamás podrán comprarle la vida eterna. El llamado del Señor, que sale al encuentro de los anhelos de aquel joven, ha penetrado hasta las coyundas de su alma. Al joven le toca responder desde su libertad. Pero en aquel joven pudo más el amor por la riqueza que el amor al Señor, que el amor a Dios. La riqueza se ha convertido para él en la fuente de una seguridad sicológica de la que no está dispuesto a desprenderse para encontrar en el Señor su única seguridad y felicidad. Riqueza es aquello a lo que le damos valor, aquello que es lo más importante para uno, aquello que creemos que nos hace valiosos e importantes ante los demás. El corazón se apega a lo que uno considera su riqueza, por ello dice el Señor: “donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón” (Mt 6,21). Cuando uno considera el dinero su riqueza, apegándose su corazón al dinero, mal puede amar a Dios: “nadie puede 134 servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero” (Mt 6,24). Junto con la sabiduría divina que nos ayude a discernir en el caminar debemos implorar incesantemente el coraje necesario para abandonar todo aquello que constituya un obstáculo para nuestra propia realización, a fin de alcanzar en Cristo, cuando acabe nuestra peregrinación en este mundo, la vida resucitada que no tendrá fin. Martes Mt 19, 23-30 Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos. Jesús afirma que todos necesitan hacer una opción fundamental acerca de los bienes de la tierra: liberarse de su tiranía. Nadie -dice- puede servir a dos señores. O se sirve a Dios o se sirve al dinero (cf. Lc 16, 13; Mt 6, 24). La idolatría del dinero, es incompatible con el servicio a Dios. Jesús nos hace notar que los ricos se apegan más fácilmente al dinero, y les resulta difícil dirigirse a Dios: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios” (Lc 18, 24-25; cf. par.). Jesús advierte acerca del doble peligro de los bienes de la tierra, a saber, que con la riqueza el corazón se cierre a Dios, y se cierre también al prójimo, como se ve en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). Sin embargo, Jesús no condena de modo absoluto la posesión de los bienes terrenos: le apremia más bien recordar a quienes los poseen el doble mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo. Por su parte san Beda enseña que, “Es mucha la diferencia que hay entre tener riquezas y amarlas, y es por ello que no dijo Salomón “que el que tiene las riquezas, no saca fruto de ellas, sino el que las ama” (ver Ecle 5,9). Expone el Señor a sus asombrados discípulos el sentido de las palabras antedichas de este modo: “Pero Jesús, volviendo a hablar, les añadió: ¡Ay, hijitos míos, cuán difícil cosa es que los que ponen su confianza en las riquezas entren en el Reino de Dios!”. En donde es de notar que no dice: ¡Cuán imposible es! sino ¡cuán difícil es! Porque lo que es imposible no se puede hacer de ningún modo, mientras que lo difícil sí, aunque cueste mucho trabajo”. Miércoles Mt 20, 1-16 ¿Vas a tenerme rencor porque yo soy bueno? El Señor pronuncia una nueva parábola, una comparación con un ejemplo tomado de la vida cotidiana. El personaje principal de la parábola es el propietario de una viña. La viña evoca en primer lugar al pueblo de Israel, considerada como la “viña de Dios” (ver Sal 80,9-16; Is 5,1-4). Llegado el tiempo de la cosecha el propietario requiere de operarios que ayuden a sus siervos en la ardua tarea de la recolección de las uvas. Él mismo sale al amanecer a la plaza del pueblo, donde la gente necesitada de trabajo se reunía esperando a que alguien los contratase para la jornada. A esas horas tempranas el dueño de la viña encontró a un grupo de hombres y convino con ellos en pagarles un denario por la jornada de trabajo. Llama la atención la reacción de los jornaleros, que protestan porque a los últimos se les paga lo mismo que a los que trabajaron desde la mañana. Se quejan porque consideran injusto que a ellos, habiendo trabajado más, se les pague igual. El dueño de la viña pone de manifiesto lo que en realidad se esconde detrás del reclamo aparentemente justo: “¿Vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?” (Mt 20,15). La envidia es la tristeza experimentada ante el bien o prosperidad del prójimo, así como también el gozo ante el daño o mal que sufre. San Agustín calificaba la envidia como el “pecado diabólico por excelencia”, y San Gregorio Magno afirmaba que “de la envidia nacen el odio, la maledicencia, la 135 calumnia”. ¡Cuántos llevados de la envidia inventan historias, divulgan o exageran defectos del prójimo, dañan o destruyen su buena imagen o reputación! La envidia puede conducir a las peores fechorías. La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo. S. Juan Crisóstomo dice que “Luchamos entre nosotros, y es la envidia la que nos arma unos contra otros... Si todos se afanan así por perturbar el Cuerpo de Cristo, ¿a dónde llegaremos? Estamos debilitando el Cuerpo de Cristo... Nos declaramos miembros de un mismo organismo y nos devoramos como lo harían las fieras”. Jueves Mt 22, 1-14 Conviden al banquete de bodas a todos los que encuentren. En el evangelio que acabamos de proclamar, Jesús describe el reino de Dios como un gran banquete de boda, con abundancia de alimentos y bebidas, en un clima de alegría y fiesta que embarga a todos los convidados. Al mismo tiempo, Jesús subraya la necesidad del "traje de fiesta" (Mt 22, 11), es decir, la necesidad de respetar las condiciones requeridas para la participación en esa fiesta solemne. No basta haber sido invitados, tampoco es suficiente haber ingresado a la sala, se exige una vestidura apropiada, se exigen las necesarias condiciones morales para permanecer en el banquete, se exige “estar revestidos de Cristo”, asemejarse a Él por las obras. Al ser interpelado aquel hombre y no dar razón alguna, mandó el rey a los sirvientes: “Átenlo de pies y manos y arrójenlo fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes”. El lugar donde “habrá llanto y rechinar de dientes” es la expresión usual para hablar del infierno como un lugar de terrible sufrimiento (Mt 13,42.50). San Jerónimo dice que “El vestido nupcial es (…) la ley de Dios y las acciones que se practican en virtud de la ley y del Evangelio, y que constituyen el vestido del hombre nuevo. El cual si algún cristiano dejara de llevar en el día del juicio, será castigado inmediatamente; por esto sigue: “Y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí, no teniendo vestido de bodas?” Le llama amigo, porque había sido invitado a las bodas (y en realidad era su amigo por la fe), pero reprende su atrevimiento, porque había entrado a las bodas, afeándolas con su vestido sucio”. Y San Gregorio Magno dice: “Ustedes, hermanos, que han entrado ya a la sala del banquete, por gracia de Dios, es decir, estáis dentro de la Iglesia santa, examínense atentamente, no sea que al venir el rey encuentre algo que reprocharles en la vestidura de sus almas”. Viernes Mt 22, 34-40 Amarás al Señor tu Dios, y a tu prójimo como a ti mismo. Para los judíos el mandato del amor de Dios sobre todo era fundamental. También el Señor sitúa por encima de todos los demás mandamientos el precepto del amor a Dios sobre todas las cosas: “Este mandamiento es el principal y primero”. Sin embargo, añade inmediatamente: “El segundo es semejante a él: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Ambos preceptos, profundamente entrelazados, inseparables el uno del otro, forman para Él el “máximo” mandamiento que está por encima de cualquier rito u ofrecimiento: “vale más que todos los holocaustos y sacrificios” (Mc 12,33). Para Él “practicar la justicia y la equidad, es mejor ante Dios que el sacrificio” (Prov 21,3; ver Os 6,6; Jer 7,21-23). Concluye el Señor afirmando solemnemente que “estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas.” La Ley y la enseñanza de los Profetas “se sostienen” de estos dos preceptos, del mismo modo que una puerta se sostiene de sus goznes. De esta manera el Señor destaca nuevamente la suprema importancia de ambos mandamientos y manifiesta por otro lado que estos dos principios fundamentales y vitales son los que revelan el verdadero espíritu del que está animada toda la enseñanza divina. 136 San Agustín nos dice: “Recuerden conmigo, hermanos, cuáles sean estos dos preceptos. Deberían conocerlos tan perfectamente que no sólo vinieran a su mente cuando yo se los recuerdo, sino que deberían estar siempre como impresos en su corazón. Continuamente debemos pensar en amar a Dios y al prójimo: A Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente; y al prójimo como a nosotros mismos. Éste debe ser el objeto continuo de nuestros pensamientos, éste el tema de nuestras meditaciones, esto lo que hemos de recordar, esto lo que debemos hacer, esto lo que debemos conseguir. El primero de los mandamientos es el amor a Dios, pero en el orden de la acción debemos comenzar por llevar a la práctica el amor al prójimo. El que te ha dado el precepto del doble amor en manera alguna podía ordenarte amar primero al prójimo y después a Dios, sino que necesariamente debía inculcarte primero el amor a Dios, después el amor al prójimo”. El amor es el núcleo del misterio de la fe. El amor de Jesús, hecho Hijo de Mujer para salvación de los hombres, para mostrarnos a los seres humanos cómo vivir humanamente, para enseñarnos a cada uno de nosotros a ser más humanos, pone como horizonte de nuestras existencias el mandamiento del amor (ver Jn 13,34), el amar sin límite, el amar hasta dar la vida (ver Jn 15,13). Sábado Mt 23, 1-12 Los fariseos dicen una cosa y hacen otra. Los rabinos que se sientan en la cátedra de Moisés y, por ello, tienen autoridad; por eso sus enseñanzas deben ser escuchadas y acogidas, aunque su vida las contradiga (ver Mt 23,2). En cambio María nos dice: hagan lo que Jesús, mi Hijo, porque Él hace lo que dice, y dice lo que hace. En cambio, los que dicen y no hacen, se asemejan a los escribas y fariseos, de quienes el mismo divino Redentor, si bien dejando en su lugar la autoridad de la palabra de Dios, que legítimamente anunciaban, hubo de decir, censurándolos, al pueblo que le escuchaba: “En la cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos; cuantas cosas, pues, les digan, guárdenlas y háganlas todas; pero no hagan conforme a sus obras”. El predicador que no trate de confirmar con su ejemplo la verdad que predica destruirá con una mano lo que edifica con la otra. Muy al contrario, los trabajos de los pregoneros del Evangelio que antes de todo atienden seriamente a su propia santificación, Dios los bendice largamente. Esos son los que ven brotar en abundancia de su apostolado flores y frutos, y los que en el día de la siega volverán y vendrán con gran regocija, trayendo las gavillas de su mies. “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos”. (L'Osservatore Romano, 24 de enero de 1997, p. 7). SEMANA VIGÉSIMA PRIMERA Lunes Mt 23, 13-22 ¡Ay de ustedes, guías ciegos! Reciben el epíteto de ciegos, los guías espirituales del pueblo elegido, les reprocha Jesús su ceguera: “Son ciegos que guían a ciegos. Y si un ciego guía a otro ciego, los dos caerán en el hoyo” (Mateo 15,14). La ceguera de escribas y fariseos se pone singularmente de manifiesto ante los signos y milagros que hace Jesús. Los discípulos de Jesús no están exentos de incurrir en la misma insensibilidad y hacerse merecedores del mismo juicio. A continuación del reproche a los escribas Jesús, vuelto hacia Pedro lo amonesta: “¿También ustedes están todavía sin inteligencia?” (15,16). Los discípulos tienen que guardarse de la levadura de los escribas y fariseos, que es la incredulidad y la hipocresía, porque les es igualmente 137 fácil incurrir en ellas. Por eso los ayes de Jesús, pueden tener también algo de advertencia disuasoria para sus propios discípulos: “¡Ay de ustedes escribas y fariseos hipócritas! (...) ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante, el oro o el Santuario que hace sagrado el oro? (...) ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? (...) ¡Guías ciegos que cuelan el mosquito y se tragan el camello!” (Mt 23,13-32). Es éste un tema de la predicación de Jesús que pone de manifiesto otra faceta del pecado de acedia: la ceguera hereditaria para reconocer a los mensajeros de Dios: "¡Duros de cerviz, incircuncisos de corazón y de oídos! ¡Ustedes siempre resisten al Espíritu Santo! ¡Como fueron sus padres así son ustedes! ¿A qué profeta no persiguieron sus padres? Ellos mataron a los que anunciaban de antemano la venida del Justo, de aquél a quien ustedes ahora han traicionado y asesinado, ustedes que recibieron la Ley por mediación de ángeles y no la han guardado” (Hechos 7,51-53). Esta ceguera a muchos les impide ver la Gloria de Dios y por eso preguntan: “¿Dónde está su Dios?”. Son ciegos para la Omnipresencia, que es, en cambio, evidente para los humildes y sencillos. Que por intercesión de María, sepamos contemplar desde la fe, con los ojos del alma los ojos de Jesús misericordioso, para descubrir en la profundidad de esta mirada el reflejo de su vida, así como la luz de la gracia que hemos recibido ya tantas veces, y que Dios nos reserva para todos los días y para el último día. Martes Mt 23, 23-26 Esto es lo que tenían qué practicar, sin descuidar aquello. En el Evangelio, Jesús se lamenta del error de cálculo que los fariseos están teniendo: ponen más empeño en el diezmo del comino que en seguir la voluntad de Dios. Por esto Jesús los amonesta, porque su conducta estaba abiertamente en contraste con la enseñanza que proponían a los demás con rigor. A estos guías espirituales del pueblo elegido les reprocha Jesús su ceguera: “¡Guías ciegos que coláis el mosquito y os tragáis el camello!” (Mateo 23,13-32; citamos los vv. 13.17.19.24). Los discípulos de Jesús no estamos exentos de incurrir en la misma insensibilidad y hacernos merecedores del mismo juicio. Los discípulos tienen que guardarse de la levadura de los escribas y fariseos, que es la incredulidad y la hipocresía, porque les es igualmente fácil incurrir en ellas. Con este mensaje del evangelio Jesús descubre la intimidad de muchos corazones que se cierran a la Palabra, a la gracia, a la salvación. La actitud de Jesús es exactamente la opuesta: él es el primero en practicar el mandamiento del amor, que enseña a todos, y puede decir que es un peso ligero y suave precisamente porque nos ayuda a llevarlo juntamente con él (cf. Mt 11, 29-30). Miércoles Mt 23, 27-32 Ustedes son hijos de los asesinos de los profetas. Ya en el Antiguo Testamento aparecen muchos personajes que sufren problemas y experimentan dificultades por el hecho de mantenerse fieles a la voluntad de Dios en la propia vida. El mensaje de los profetas, mensaje de parte de Dios resultó incómodo, sobre todo a las autoridades, y por eso los persiguieron. Pero los profetas se mantienen fieles, no pierden la esperanza, sigue confiando en el Señor. El Profeta es el que, en nombre de Dios, anuncia y denuncia. Anuncia el Reino de Dios, o sea la justicia -«busquen primero el Reino de Dios y su justicia…” (Mt 6,33)- y denuncia la injusticia del poder, del dinero y del prestigio, que es lo que constituye “el pecado del mundo”. Aquel que se siente tocado por la denuncia, tratará de defenderse. Para ello, procurará anular al profeta, bien matándolo, bien desprestigiándolo, bien desautorizándolo o bien despreciándolo. O sea, matará al mensajero. 138 El ejemplo por antonomasia es el de Jesús. Su conducta era tan escandalosa y su doctrina era tan innovadora. Jesucristo impugna todo género de poder terrenal, el poder económico explotador, el poder militar homicida, el poder social de las clases y las castas, el poder político que avasalla a los ciudadanos, el poder religioso que tiraniza las conciencias. Cristo es el perseguido modelo, el prototipo de cuantos sufren persecución. Nadie como él tuvo hambre y sed de justicia, hasta el punto de ser perseguido y muerto por defenderla. Y «todo el que se proponga vivir como buen cristiano, será perseguido» (2 Tim 3,12). El Buen cristiano es el buen seguidor de Cristo. No es necesario que la persecución sea siempre sangrienta. Cristo incluía los insultos, el menosprecio, las calumnias entre las formas de persecución (Mt 5,11; Lc 6,22). San Mateo enumera tres clases de malos tratos: injurias, persecución y calumnia; san Lucas habla de cuatro: odio, expulsión, injurias y proscripción del nombre. Pero “Dichosos ustedes cuando los injurien y los persigan y los calumnien por mi causa” (Mt 5,11). Jueves Mt 24, 42-51 Estén preparados. Insiste el Señor en la necesidad de la vigilancia aún cuando la espera se alargue. Él viene inexorablemente: “estén preparados, porque a la hora que menos piensen viene el Hijo del hombre”. Su venida será inesperada, como inesperada es la venida de un ladrón en la noche. San Gregorio dice que el Señor “Viene cuando nos llama a juicio, pero llama cuando da a conocer por la fuerza de la enfermedad que la muerte está próxima. Y le abrimos inmediatamente si lo recibimos con amor. No quiere abrir al juez que llama el que teme la muerte del cuerpo y se horroriza de ver a aquel juez a quien se acuerda que despreció. Pero aquel que está seguro por su esperanza y buenas obras, abre inmediatamente al que llama porque cuando conoce que se aproxima el tiempo de la muerte, se alegra por la gloria del premio. Por esto añade: ‘Bienaventurados aquellos siervos, que hallare velando el Señor, cuando viniere’. Vigila aquel que tiene los ojos de su inteligencia abiertos al aspecto de la luz verdadera, el que obra conforme a lo que cree y el que rechaza de sí las tinieblas de la pereza y de la negligencia”. Y, por su parte, San Cirilo: añade que “Así pues, cuando venga el Señor y encuentre a los suyos despiertos y ceñidos, teniendo la luz en su corazón, entonces los llamará bienaventurados”. Por tanto, en toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” y obtener el gozo del Cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres se salven” (1Tim 2,4). Santa Teresa de Jesús al respecto enseña: “Espera estar en la gloria del Cielo unida a Cristo, su esposo: “Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin”. Viernes Mt 25, 1-13 Ya viene el esposo, salgan a su encuentro. Con esta imagen esponsal se quiere subrayar la unidad de Cristo y de la Iglesia. El tema de Cristo esposo de la Iglesia fue preparado por los profetas y anunciado por Juan Bautista (cf. Jn 3, 29). El Señor se designó a sí mismo como “el Esposo” (Mc 2, 19; cf. Mt 22, 1-14; 25, 1-13). El apóstol presenta a la Iglesia y a cada fiel, miembro de su Cuerpo, como una Esposa ‘desposada’ con Cristo Señor para ‘no ser con él más que un solo Espíritu’ (cf. 1 Co 6,15-17; 2 Co 11,2). Ella es la Esposa inmaculada del Cordero inmaculado (cf. Ap 22,17; Ef 1,4; 5,27), a la que Cristo “amó y por la que se entregó a fin de santificarla” (Ef 5,26), la que él se asoció mediante una Alianza eterna y de la que no cesa de cuidar como de su propio Cuerpo (cf. Ef 5,29). 139 Así, pues, Como cabeza Cristo se llama ‘esposo’ y como cuerpo ‘esposa’. San Pablo presenta a la única Iglesia de Dios como “esposa de Cristo” en el amor, un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo mismo. En efecto, la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, es ‘Iglesia de Dios’, “campo de Dios, edificación de Dios, (...) templo de Dios” (1 Co 3, 9.16). En la segunda carta a los Corintios el apóstol San Pablo compara a la comunidad cristiana como a una novia, cuando dice: “Celoso estoy de ustedes con celos de Dios. Pues os tengo desposados con un solo esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo” (2 Co 11, 2); y en la carta a los Efesios desarrolla esta imagen, precisando que la Iglesia no es sólo una esposa prometida, sino esposa real de Cristo. Él, por así decirlo, la ha conquistado para sí, y lo ha hecho al precio de su vida: como dice el texto, “se ha entregado a sí mismo por ella” (Ef 5, 25). En la oración, el discípulo espera atento al Esposo, Jesús, que “es y que viene”, en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como se espera al esposo para cuando llegue. Sábado Mt 25, 14-30 Porque has sido fiel en cosas de poco valor, entra a formar parte de la alegría de tu señor. San Mateo, en el Evangelio, que hemos escuchado, nos transmite aquellas palabras de Jesús, tantas veces consideradas: muy bien, siervo bueno y leal, ya que has sido fiel en lo poco, Yo te confiaré lo mucho: entra en el gozo de tu Señor (180). El Señor se dirige al criado que multiplicó los cinco talentos, recibidos cuando su amo partió de viaje. Los talentos son aquellas cualidades y virtudes que todos tenemos, que debemos de cultivar para producir buen fruto. Como un jardín que se cuida regularmente y produce hermosas flores, o un árbol que se planta en tierra fértil, sus frutos deben ser de acuerdo a sus regalos. La primera característica que el Señor pide al siervo es la fidelidad: Todo discípulo de Cristo está llamado a ser su testigo: Vice para conocer, amar e imitar a Dios. La segunda característica que Jesús pide al siervo es la prudencia: El siervo prudente es ante todo un hombre de verdad y un hombre de la razón sincera. La tercera característica de la que Jesús habla en las parábolas del siervo es la bondad: "Siervo bueno y fiel... entra en el gozo de tu señor" (Mt 25, 21.23): La bondad en el hombre consiste en una profunda orientación interior hacia Dios, porque la bondad crece uniéndonos interiormente a la suma Bondad, al Dios vivo. Que la Madre del Señor, nos conduzca siempre hacia su Hijo, fuente de toda bondad. Y que eduque diariamente para convertirnos en siervos fieles, prudentes y buenos, y así podemos oír un día del Señor las palabras: Siervo bueno y fiel, entra en el gozo de tu señor. SEMANA VIGÉSIMA SEGUNDA Lunes Mt 13, 44-46 Va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. El Señor, en el evangelio escuchado, habla del tesoro escondido en el campo. Quien lo encuentra -nos dice- vende todo lo que tiene para poder comprar ese campo, porque el tesoro escondido es más valioso que cualquier otra cosa. El tesoro escondido, el bien superior a cualquier otro bien, es el reino de Dios, es Jesús mismo, el Reino en persona. 140 Con esta parábola, así como también con la siguiente, el Señor resalta la necesidad de “venderlo todo” para poder ganar el Reino de los Cielos. No es posible quedarse con el tesoro o adquirir la perla de mayor valor sin vender todo lo que se tiene, sin el desprendimiento de las antiguas riquezas, sin un sacrificio que, sin embargo, mira a alcanzar una riqueza mucho mayor. El sacrificio y desprendimiento no cuestan, porque lo que gana es muchísimo más de lo que pierde. Tratándose del Reino de los Cielos, lo que se gana no tiene ni punto de comparación. San Gregorio dice que “El tesoro escondido en el campo significa el deseo del Cielo, y el campo en que se esconde el tesoro es la enseñanza del estudio de las cosas divinas: “Este tesoro, cuando lo halla el hombre, lo esconde”, es decir, a fin de conservarlo; porque no basta el guardar el deseo de las cosas celestiales y defenderlo de los espíritus malignos, sino que es preciso además el despojarlo de toda gloria humana… Compra sin duda el campo después de haber vendido todo lo que posee aquél que renunciando a los placeres de la carne echa debajo de sus pies todos sus deseos terrenales por guardar las leyes divinas”. Jesús, Tesoro escondido, no está lejos de nosotros. En efecto, Edith Stein, escribe: “El Señor está presente en el sagrario con su divinidad y su humanidad. No está allí por él mismo, sino por nosotros, porque su alegría es estar con los hombres. Y porque sabe que nosotros, tal como somos, necesitamos su cercanía personal. En consecuencia, cualquier persona que tenga pensamientos y sentimientos normales, se sentirá atraída y pasará tiempo con él siempre que le sea posible y todo el tiempo que le sea posible” (Gesammelte Werke VII, 136 f). Allí Podemos presentarle nuestras peticiones, nuestras preocupaciones, nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestra gratitud, nuestras decepciones, nuestras necesidades y nuestras esperanzas. Martes Lc 4, 31-37 Sé que Tú eres el Santo de Dios. El pasaje evangélico escuchado habla de un hombre poseído por el demonio, que repentinamente se pone a gritar: “¿Qué quieres de nosotros, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quién eres: el Santo de Dios”. Y Jesús le ordena: “Cállate y sal de él”. E inmediatamente, constata el evangelista, el espíritu maligno, con gritos desgarradores, salió de aquel hombre. Jesús no sólo expulsa los demonios de las personas, liberándolas de la peor esclavitud, sino que también impide a los demonios mismos que revelen su identidad. E insiste en este ‘secreto’, porque está en juego el éxito de su misma misión, de la que depende nuestra salvación. En efecto, sabe que para liberar a la humanidad del dominio del pecado deberá ser sacrificado en la cruz como verdadero Cordero pascual. El diablo, por su parte, trata de distraerlo para desviarlo, en cambio, hacia la lógica humana de un Mesías poderoso y lleno de éxito. Jesús no se niega a aceptar la plenitud del poder y de la gloria, pues en realidad a Él le pertenece y le está destinada (ver Mt 28,18). Pero se niega a recibirla de modo diverso al que ha determinado su Padre en sus amorosos designios reconciliadores, es decir, mediante la aceptación obediente de la muerte en Cruz (Flp 2, 8-9). Aceptar el poder mundano y la gloria vana ofrecida por Satanás sería dejar de confiar en que el Plan del Padre conduce a la verdadera gloria. El Hijo de Dios se hace hombre, para que el hombre se haga hijo de Dios. Por tanto, por Cristo, con Él y en Él debe el hombre realizarse en la historia dando gloria a Dios Padre en el camino hacia la vida eterna. Así, desde la cruz de Cristo, desde la cruz de cada uno, “La religión cristiana, dice el Santo Padre, es una religión de la gloria”. Miércoles Lc 4, 38-44 También a los otros pueblos tengo qué anunciarles el Reino de Dios, pues para eso he sido enviado. Jesucristo fue enviado por el Padre “para anunciar a los pobres la Buena Nueva” (Lc 4, 18). Fue, y sigue 141 siendo, el primer Mensajero del Padre, el primer Evangelizador. Es más, Jesús no es sólo el anunciador del Evangelio, de la Buena Nueva, sino que Él mismo es el Evangelio (cf. EN 7). La misión de Cristo consiste, ante todo, en la revelación de la Buena Nueva (Evangelio) dirigida al hombre. Tiene como objeto, por tanto, el hombre, y, en este sentido, se puede decir que es ‘antropocéntrica’: pero, al mismo tiempo, está profundamente enraizada en la verdad del reino de Dios, en el anuncio de su venida y de su cercanía: “El reino de Dios está cerca... creed en la Buena Nueva” (Mc 1, 15). Jesús hablaba del reino de Dios, sobre todo, en sus numerosas parábolas. Particularmente significativa es la que nos presenta el reino de Dios parecido a la semilla que siembra el sembrador de la tierra... (cf. Mt 13, 3-9). La semilla está destinada ‘a dar fruto’, por su propia virtualidad interior, sin duda alguna, pero el fruto depende también de la tierra en la que cae (cf. Mt 13, 19-23). Con todo, el hombre no es un testigo inerte del ingreso de Dios en la historia. Jesús nos invita a "buscar" activamente "el reino de Dios y su justicia" y a considerar esta búsqueda como nuestra preocupación principal (cf. Mt 6, 33). Cuando los Evangelios nos hablan de Jesús y su Reino, siempre le acompaña un verbo de movimiento: Jesús “sale y lo siguen” (Mt, Lc, Jn). Se marcha y lo siguen (Mt, Mc). “Se retira y lo siguen” (Mc. 3). Jesús siempre “va de camino”, “pasa”... La vocación cristiana será una llamada al seguimiento: “Mientras subía a la montaña fue llamando a los que Él quiso y se fueron con Él” (Mc. 3, 13). El Reino de Dios está cerca, pero aún no se ha realizado plenamente; por eso, unidos a Cristo pidamos todos al Padre: “Venga a nosotros tu reino” (Mt 6, 10). Jueves Lc 5, 1-11 Dejándolo todo, lo siguieron. En los evangelios, cuando Jesús llamó a sus primeros Apóstoles para convertirlos en “pescadores de hombres” (Mt 4, 19; Mc 1, 17; cf. Lc 5, 10), ellos, “dejándolo todo, le siguieron” (Lc 5, 11; cf. Mt 4, 20.22; Mc 1, 18.20). Un día Pedro mismo recordó ese aspecto de la vocación apostólica, diciendo a Jesús: “Ya lo ves, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido” (Mt 19, 27; Mc 10, 28; cf Lc 18, 28). Jesús, entonces, enumeró todas las renuncias necesarias, “por mí y por el Evangelio” (Mc 10, 29). No se trataba sólo de renunciar a ciertos bienes materiales, como la casa o la hacienda, sino también de separarse de las personas más queridas: “hermanos, hermanas, madre, padre e hijos” -como dicen Mateo y Marcos-, y de “mujer, hermanos, padres o hijos” -como dice san Lucas (18, 29). Jesús no exigía de todos sus discípulos la renuncia radical a la vida en familia, aunque les exigía a todos el primer lugar en su corazón cuando les decía: "El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí" (Mt 10, 37). Esta constatación nos ayuda a comprender mejor el porqué de la legislación eclesiástica acerca del celibato sacerdotal. En efecto, la Iglesia lo ha considerado y sigue considerándolo como parte integrante de la lógica de la consagración sacerdotal y de la consecuente pertenencia total a Cristo, con miras a la actuación consciente de su mandato de vida espiritual y de evangelización. En efecto, el apóstol Pablo afirma en su primera carta a los Corintios: “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido" (1 Co 7, 32.34). Ciertamente, no es conveniente que esté dividido quien ha sido llamado para ocuparse, como sacerdote, de las cosas del Señor. Como dice el Concilio, el compromiso del celibato, derivado de una tradición que se remonta a Cristo, "está en múltiple armonía con el sacerdocio [...]. Es, en efecto, signo y estímulo al mismo tiempo de la caridad pastoral y fuente peculiar de fecundidad espiritual en el mundo” (PO 16). El ideal concreto de esa condición de vida consagrada es Jesús, modelo para todos, pero especialmente para los sacerdotes. Vivió célibe y, por ello, pudo dedicar todas sus fuerzas a la predicación 142 del reino de Dios y al servicio de los hombres, con un corazón abierto a la humanidad entera, como fundador de una nueva generación espiritual. Su opción fue verdaderamente “por el reino de los cielos” (cf. Mt 19, 12). Hoy día este radicalismo de renuncias: dejarlo todo y seguir a Cristo, ante los ojos humanos aparece desconcertante. Pero Jesús mismo, al sugerirlo, advierte que no todos pueden comprenderlo (cf. Mt 19, 10.12). “¡Bienaventurados los que reciben la gracia de comprenderlo y siguen fieles por ese camino!”. Viernes Lc 5, 33-39 Vendrá un día en que les quiten al esposo y entonces sí ayunarán. Estas palabras que Jesús respondió a los escribas y fariseos, cuando le preguntaban: “¿Cómo es que tus discípulos no ayunan?”. Jesús les contestó: “¿Por ventura pueden los compañeros del novio llorar mientras está el novio con ellos? Pero vendrán días en que les será arrebatado el esposo, y entonces ayunarán?” (Mt 9, 15). De hecho, el tiempo de Cuaresma nos recuerda que el esposo nos ha sido arrebatado. Arrebatado, arrestado, encarcelado, abofeteado, flagelado, coronado de espinas, crucificado... El ayuno en el tiempo de Cuaresma es la expresión de nuestra solidaridad con Cristo. Tal ha sido el significado de la Cuaresma a través de los siglos y así permanece hoy. Profundicemos en el sentido del ayuno, que no sólo ha de ser en el tiempo de Cuaresma, sino siempre, de modo especial los viernes en que recordamos la pasión y muerte de nuestro esposo Jesús. Cierto, que la comida y la bebida son indispensables al hombre para vivir, se sirve y debe servirse de ellas; sin embargo, no le es lícito abusar de ellas de ninguna forma. El abstenerse, según la tradición, de la comida o bebida, tiene como fin introducir en la existencia del hombre no sólo el equilibrio necesario, sino también el desprendimiento de lo que se podría definir, actitud consumista. La renuncia a las sensaciones, a los estímulos, a los placeres y también a la comida y bebida, no es un fin en sí misma. Debe ser, por así decirlo, allanar el camino para contenidos más profundos de los que se alimenta el hombre interior. Tal renuncia, tal mortificación debe servir para crear en el hombre las condiciones en orden a vivir los valores superiores, de los que está hambriento a su modo. Por otra parte, el ayuno: la mortificación de los sentidos, el dominio del cuerpo, dan a la oración una eficacia mayor, que el hombre descubre en sí mismo. Efectivamente, descubre que es diverso, que es más dueño de sí mismo, que ha llegado a ser interiormente libre. Y se da cuenta de ello en cuanto la conversión y el encuentro con Dios, a través de la oración, fructifican en él. Sábado Lc 6, 1-5 ¿Por qué hacen lo que está prohibido hacer en sábado? Recordemos lo que dice el tercer mandamiento del Decálogo sobre la santidad del sábado: ‘El día séptimo será día de descanso completo, consagrado al Señor’ (Ex 31, 15). Si Dios ‘tomó respiro’ el día séptimo (Ex 31, 17), también el hombre debe ‘descansar’ y hacer que los demás, sobre todo los pobres, ‘recobren aliento’ (Ex 23, 12). El Evangelio relata numerosos incidentes en que Jesús fue acusado de quebrantar la ley del sábado. Pero Jesús nunca falta a la santidad de este día (cf Mc 1, 21; Jn 9, 16), sino que con autoridad da la interpretación auténtica de esta ley: ‘El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado’ (Mc 2, 27). Con compasión, Cristo proclama que ‘es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla’ (Mc 3, 4). El sábado es el día del Señor de las misericordias y del honor de Dios (cf Mt 12, 5; Jn 7, 23). ‘El Hijo del hombre es Señor del sábado’ (Mc 2, 28; CIgC 2173). Jesús resucitó de entre los muertos ‘el primer día de la semana’ (Mt 28, 1; Mc 16, 2; Lc 24, 1; Jn 20, 1). En cuanto es el ‘primer día’, el día de la Resurrección de Cristo recuerda la primera creación. En cuanto es el ‘octavo día’, que sigue al sábado (cf Mc 16, 1); Mt 28, 1), significa la nueva creación inaugurada con 143 la resurrección de Cristo. Para los cristianos vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el día del Señor, el ‘domingo’ (CIgC 2174) Los que vivían según el orden de cosas antiguo han pasado a la nueva esperanza, no observando ya el sábado, sino el día del Señor, en el que nuestra vida es bendecida por El y por su muerte. (S. Ignacio de Antioquía, Magn. 9, 1). “El domingo ha de observarse en toda la Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC can. 1246, 1). “El domingo y las demás files tas de precepto, los fieles tienen obligación de participar en la misa” (CIC can. 1247). SEMANA VIGÉSIMA TERCERA Lunes Lc 6, 6-11 Estaban acechando a Jesús para ver si curaba en sábado. En el texto evangélico hemos escuchado que los adversarios de Jesús lo observaban para ver si curaba el sábado o para poderlo acusar así de violación de la ley del Antiguo Testamento. Jesús conociendo a sus adversarios, antes de curar al hombre con la mano seca, aquél día de sábado, en primer lugar, hace a los presentes esta pregunta: “¿Es lícito en sábado hacer bien o mal, salvar una vida o matarla? y ellos callaban. Y dirigiéndoles una mirada airada, entristecido por la dureza de su corazón, dice al hombre: Extiende tu mano. La extendió y le fue sanada la mano” (Mc 3, 5). Jesús desafía a sus adversarios. El punto central de la enseñanza de Jesús se descubre en la pregunta que los escribas y fariseos deben responderle: “¿En sábado es lícito hacer el bien en vez de hacer el mal, salvar una vida en vez de destruirla?” (6,9). Notemos el énfasis: el espíritu de la Ley del sábado (lo legal) es “hacer el bien”, lo cual para Jesús es una forma concreta de “salvar una vida”; dejar de hacer el bien –la omisión- es una mala acción, no puede haber un verdadero culto a Dios cuando falta el interés por el prójimo. Jesús no da oportunidad de responder porque la respuesta es obvia (esto se llama “pregunta retórica”); luego confirma su verdad curando la mano del hombre delante de todos. Jesús en este Evangelio nos enseña con su ejemplo que hay algo más fuerte que el legalismo, y es precisamente el mandato de la caridad; es preferible la misericordia con los demás que el cumplimiento frío de un precepto; el bien del hombre está por delante del precepto. Martes Lc 6, 12-19 Pasó la noche en oración y eligió a doce discípulos, a los que llamó apóstoles. Jesús de Nazaret anunciaba el Evangelio a todos los que le seguían para escucharlo, pero, al mismo tiempo, llamó a algunos, de modo especial, a seguirlo a fin de prepararlos Él mismo para una misión futura. De especial relieve es para nosotros el hecho de que entre sus discípulos Jesús haya elegido a los Doce: una elección que tenía también el carácter de una ‘institución’. Por otro lado también significativo el modo cómo Jesús ha realizado la elección de los Doce. “...Jesús se fue al monte a orar y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día llamó a sus discípulos y eligió doce de entre ellos a los que llamó también apóstoles” (Lc 6, 12-13). Jesús mismo hablará un día de esta elección de los Doce subrayando el motivo por el que la hizo: “No me han elegido ustedes a mí, sino que yo los he elegido a ustedes...” (Jn 15, 16); y añadirá: “Si fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo, pero, como no son del mundo, porque yo, al elegirlos, los he sacado del mundo, por eso los odia el mundo” (Jn 15, 19). 144 Jesús pone la misión de los Apóstoles en relación de continuidad con la propia misión cuando en la oración (sacerdotal) de la última Cena dice al Padre: “Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo” (Jn 17, 18). Después de la resurrección, Cristo, antes de enviar definitivamente a los Apóstoles a todo el mundo, vincula a su servicio la administración de los sacramentos del bautismo (cf. Mt 28, 18-20), de la Eucaristía (cf. Mc 14, 22-24 y paralelos) y la penitencia y reconciliación (cf. Jn 20, 22-23), instituidos por Él como signos salvíficos de la gracia. Los Apóstoles son dotados, por tanto, de autoridad sacerdotal y pastoral en la Iglesia. Jesucristo transmite, pues, a los Apóstoles ‘el reino’ y ‘la misión’ que Él mismo recibió del Padre y, a la vez, instituye la estructura fundamental de su Iglesia, donde este reino de Dios, mediante la continuidad de la misión mesiánica de Cristo, debe realizarse en todas las naciones de la tierra, como cumplimiento de las eternas promesas de Dios. Miércoles Lucas 6, 20-26 Dichosos los pobres ¡Ay de ustedes, los ricos! «La vida y la palabra del Señor Jesús anuncian la plena confianza en Dios y denuncian la adhesión a las riquezas: “Es más difícil que un rico entre al Reino de los Cielos que un camello pase por la puerta pequeña de la ciudad”. El tener bienes terrenales implica un grave riesgo para la vida eterna. La afición a los bienes, la ambición de bienes, son pesada carga de la que es muy difícil librarse, salvo con la fuerza de Dios. No es que los bienes sean necesariamente malos, ciertamente no lo son, sino que aficionarse a ellos, depender de ellos, estar esclavizados a ellos ansiándolos y venerándolos como ídolos ése es el mal. “No se puede servir a Dios y a las riquezas”. El rico y el pobre Lázaro es un vívido relato donde el Señor enseña el auténtico drama sobre el que advierte en los “ayes” a quienes viven plenos de riquezas y están saciados. La bienaventuranza nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor: El dinero es el ídolo de nuestro tiempo. A él rinde homenaje «instintivo» la multitud, la masa de los hombres. Estos miden la dicha según la fortuna, y, según la fortuna también, miden la honorabilidad... Todo esto se debe a la convicción de que con la riqueza se puede todo. La riqueza, por tanto, es uno de los ídolos de nuestros días, y la notoriedad es otro... La notoriedad, el hecho de ser reconocido y de hacer ruido en el mundo (lo que podría llamarse una fama de prensa), ha llegado a ser considerada como un bien en sí mismo, un bien soberano, un objeto de verdadera veneración (Card. Newman). Y san Beda nos dice que “Si son bienaventurados aquellos que tienen hambre de obras justas, deben por el contrario considerarse como desgraciados aquellos que, satisfaciendo todos sus deseos, no padecen hambre del verdadero bien”. Jueves Lc 6, 27-38 Sean misericordiosos, como su Padre es misericordioso. En el Nuevo Testamento, el perdón de Dios se manifiesta a través de las palabras y los gestos de Jesús. Al perdonar los pecados, Jesús muestra el rostro de Dios Padre misericordioso. Tomando posición contra algunas tendencias religiosas caracterizadas por una hipócrita severidad con respecto a los pecadores, explica en varias ocasiones cuán grande y profunda es la misericordia del Padre para con todos sus hijos (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1443). 145 Siguiendo la enseñanza y el ejemplo de Jesús, vemos que mostrar misericordia significa vivir plenamente la verdad de nuestra vida: podemos y tenemos que ser misericordiosos, porque nos ha sido manifestada la misericordia por un Dios que es Amor misericordioso (cf. 1 Jn 4, 7-12). El Dios que nos redime mediante su entrada en la historia, y que mediante el drama del Viernes Santo prepara la victoria del día de Pascua, es un Dios de misericordia y de perdón (cf. Sal 103 [102], 3-4. 10-13). A cuantos le objetaban que comía con los pecadores, Jesús les ha contestado: “Vayan, pues, a aprender qué significa aquello de: Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mt 9, 13). Los seguidores de Cristo, bautizados en su muerte y en su resurrección, hemos de ser siempre hombres y mujeres de misericordia y perdón. En realidad, el perdón es ante todo una decisión personal, una opción del corazón que va contra el instinto espontáneo de devolver mal por mal. Dicha opción tiene su punto de referencia en el amor de Dios, que nos acoge a pesar de nuestro pecado y, como modelo supremo, el perdón de Cristo, el cual invocó desde la cruz: « Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen » (Lc 23, 34). Padre misericordioso, que todos los creyentes encuentren la valentía de perdonarse unos a otros, a fin de que se curen las heridas del pasado y no sean un pretexto para nuevos sufrimientos en el presente. Viernes Lc 6, 39-42 ¿Puede un ciego guiar a otro ciego? Existen ciegos del cuerpo y ciegos del espíritu, y si horrible es la ceguera del cuerpo, mil veces peor es la del espíritu. Entretanto, es muy difícil, o casi imposible encontrarse a un ciego guiando a otro ciego, mientras que, en lo que se refiere a las cosas del Espíritu, vemos por otra parte, ciegos que guían ciegos. Un padre y una madre el día de su matrimonio y el día que llevar a su hijo al bautizo, se comprometieron a educar a sus hijos en la fe, ¿pero realmente están educados-formados en la fe? Si la respuesta fuera positiva estaríamos hablando de ciegos en la doctrina católica, que se han comprometido a formar en ella, entonces, ¿Puede un ciego guiar a otro ciego? Pero el peor enemigo de la familia, de los hijos y de los padres en la ignorancia religiosa. Para salir de esta ceguera espiritual, lo primero que se necesita es que los educadores se den cuenta de su realidad, y luego acepten ser evangelizados, porque muchos bautizados, después de haber participado en las catequesis de la confirmación y primera comunión, abandonan la formación cristiana, que ha de ser permanente. Aunque hoy, gracias a la generalización de la enseñanza, los jóvenes han adquirido una cultura superior a la de sus padres, en muchos casos este nivel no se da en la vida cristiana, pues se constata a veces no sólo una ignorancia religiosa, sino un cierto vacío moral y religioso en las jóvenes generaciones, que vienen arrastrando desde la realidad de sus padres, que pasaron por el mismo camino de guías ciegos que guían a otros ciegos. La escuela de Jesús, en la oración, el estudio y en el apostolado, es la única escuela que forma a los auténticos discípulos misioneros del Evangelio, que somos todos los bautizados, llamados a ser guías sabios y seguros para sus hermanos (cf. Lc 6, 39). La misión de ser padre y madre, laico y sacerdote, nos exige ver para guiar a otros, con el ejemplo y la palabra ungida y valiente, pero humilde y verdadera. Los sacerdotes, los padres de familia y los profesores somos los primeros a quienes se nos confía la misión de ser guías sabios y maestros atentos de la fe en nuestras comunidades, en nuestra familia y en la escuela. Todos, cada uno, desde nuestra vocación, estamos comprometidos cada día al servicio de nuestros hermanos en la fe y de sangre a ser como guías sabios y obreros asiduos en la viña del Señor. La ignorancia religiosa o la deficiente asimilación vital de la fe dejan a los bautizados inermes frente a los peligros reales del secularismo, del relativismo moral o de la indiferencia religiosa, con el consiguiente riesgo de perder la profunda religiosidad y de la piedad popular de nuestra Ciudad. 146 Sábado Lc 6, 43-49 ¿Por qué me dicen Señor, Señor, y no hacen lo que yo les digo? Jesús contrasta el cumplimiento de la Voluntad del Padre con la oración vacía e hipócrita: “No todo el que diga ‘Señor, Señor’ entrará en el Reino de los Cielos”. Aquí se recrimina al verbalismo religioso y a la vana pretensión de hacer de la fe algo fácil y admirable, pero que no termina en una práctica consecuente. Por tanto, Jesús nos pide buscar caminos concretos de obediencia, una vida cristiana enraizada en el hacer diario. El verdadero profeta, el verdadero creyente, se distingue por su estilo de vida. Todo profeta que enseña la verdad sin ponerla en práctica es un falso profeta. Jesús nos pide que seamos personas sabias: construir nuestra casa-vida cristiana- sobre roca. Porque lo que se construye en la arena se cae a la primera acción de las lluvias, de las corrientes y de los vientos. La casa construida en la roca, firmemente cimentada en la roca, es construir sobre Cristo: sobre su persona, su vida y doctrina. Es hacer su Voluntad. En efecto, ser sabio, es creer sin olvidarse de obedecer. Así, la sabiduría se expresa en la acción: el hombre construye su vida, practicando lo que ha escuchado, lo mismo que construye una casa. El hombre sabio se opone al insensato. La insensatez consiste en escuchar y no practicar. Se ha percibido el valor de las palabras de Jesús e incluso se deleita espiritualmente en ellas. Pero de ahí no pasa. Este tal está condenado a su propia esterilidad. La respuesta que Jesús espera de sus discípulos no tiene que ver nada con las “fórmulas” y la simple confesión de boca, nada con los rezos rutinarios y el tráfico de un culto vacío. Lo que Jesús espera es que respondamos cumpliendo la voluntad del Padre, que esto es lo que ha venido a enseñarnos. SEMANA VIGÉSIMA CUARTA Lunes Lc 7, 1-10 Ni en Israel he hallado una fe tan grande. Jesús manifiesta su admiración por la fe del centurión: “Les aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande” (Mt 8, 10). La fe cristiana es una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como Él vivió, o sea, en el mayor amor a Dios y el hermano. La fe, que tiene contenido moral, llega a ser ‘confesión’, se convierte en ‘testimonio’, pudiendo llegar hasta el ‘martirio’. La fe tiene un único punto de referencia: la persona de Cristo, el Señor; de tal manera que la única respuesta que podemos dar a ese mundo en donde han fracasado las ideologías, en donde la crisis de la post-modernidad ha llevado a un ocaso del racionalismo y ha abierto nuevas posibilidades, en donde debemos defender el don de la vida y en donde debemos tomar el camino de la unidad, la única respuesta -repito- es Cristo, el Señor. La fe nos lleva a ‘permanecer en la intimidad de Dios’, nos introduce en el misterio inagotable de la vida divina, nos sumerge en las profundidades insondables del amor de Dios. Nuestra fe en Cristo que se ha encarnado, que ha muerto por nosotros y ha resucitado, forzosamente lleva a la celebración. Es una fe que se comparte. Es una fe que se hace Eucaristía y que por lo mismo es alegría y triunfo. Martes Lc 7, 11-17 147 Joven, yo te lo mando: Levántate. Jesucristo hacía los milagros en nombre propio.: Yo te lo digo, levántate. La fuerza del milagro está en que Dios es el único que puede cambiar las leyes de la Naturaleza, y en que Él es la Suma Verdad. Por lo tanto el milagro realizado para confirmar una afirmación de labios humanos, es una aprobación de Dios a la afirmación del hombre. Dios puede cambiar las leyes de la Naturaleza, que son obra suya. Pero Dios no puede hacer un círculo cuadrado, pues esto es absurdo, y Dios no hace absurdos. el milagro es algo que sabemos supera las fuerzas de la Naturaleza: como resucitar a un muerto de cuatro días que ya está en estado de putrefacción. Quizás no sepamos hasta dónde puedan llegar, en algunos casos, las leyes de la Naturaleza. Pero hay cosas que ciertamente comprendemos que la Naturaleza no puede hacer: un hombre tan alto que toque la Luna con su mano, obtener oro uniendo hidrógeno y oxígeno, o sacar rosas sembrando un grano de trigo. La fuerza de Jesucristo está en que confirmó su doctrina con milagros que nos consta se realizaron por la historicidad de los Evangelios, y que por exceder a todo poder humano son una confirmación divina. Para hacer el milagro Jesús siempre pidió que el beneficiario tuviera fe, al que no tenía fe, no le hizo tal favor; pero la fe no sólo es aceptar una verdad con el entendimiento, sino también con el corazón. Es el compromiso de nuestra propia persona con la persona de Cristo en una relación de intimidad que lleva consigo exigencias a las que jamás ideología alguna será capaz de llevar. Para que se dé fe auténtica y madura hay que pasar del frío concepto al calor de la amistad y del decidido compromiso. Por eso una fe así en Jesucristo es la que da fuerza y eficacia a una vida cristiana plenamente renovada. Miércoles Lc 7, 31-35 Tocamos la flauta y ustedes no bailaron, cantamos canciones tristes y no lloraron. El episodio de los niños que invitan con su música a otros niños nos lleva recordar la escena en la que se nos presenta el pasaje en que Jesús alaba a Juan Bautista y se lamenta de que algunos, los fariseos y escribas, no le aceptan. Por eso dice: tocamos la flauta y ustedes no bailaron, cantamos canciones tristes y no lloraron ¿Qué hacer para que termine tal ridícula obstinación? Tampoco los hombres de "esa generación" quieren lo que Dios ha decidido. La predicación de Juan Bautista, más bien austera... y la predicación de Jesús, más bien alegre... no interesan a nadie. En vez de convertirse, la gente se contenta criticando a los predicadores y oponiéndolos el uno al otro. En efecto, ha venido Juan Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: Tiene un demonio dentro... Juan Bautista era el predicador y el hombre austero; predicaba sobre todo la penitencia, y por su estilo de vida era un verdadero asceta. Ha venido el Hijo del hombre que come y bebe y dicen: Ahí tienen a un glotón y a un bebedor, amigo de pecadores... Pero también, por desgracia, podemos hacer lo mismo nosotros con los demás. Cuando no nos interesa aceptar un mensaje, sacamos excusas -a veces ridículas o contradictorias- para justificar de alguna manera nuestra negativa a aceptarlo. Eso puede pasar en nuestra vida de cada día, en esa sutil y complicada relación interpersonal que sucede en toda vida comunitaria: si nos invitan a fiesta, mal, y si nos sugieren duelo, peor. Podemos llegar a ser caprichosos en extremo en nuestras reacciones de cerrazón y sordera voluntaria, a veces por un instinto continuado de contradicción a lo que dicen los demás. Evitemos en nuestra vida el reproche de Jesús: Tocamos la flauta y ustedes no bailaron, cantamos canciones tristes y no lloraron. Jueves Lc 7, 36-50 Sus pecados le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. Cuando Cristo se cruza en la vida de una persona, sacude su conciencia y lee en su corazón, como sucede con la pecadora arrepentida, a la que se le perdonan los pecados “porque ha amado mucho” (Lc 7, 47). El encuentro con Jesús es como una 148 regeneración: da origen a la nueva criatura, capaz de un verdadero culto, que consiste en adorar al Padre “en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23-24). No fue sólo para la pecadora, también Dios espera de nosotros una correspondencia a su amor infinito, que es actual e individual; Dios tiene por todas las almas, un amor personal por cada uno. Se lee en los libros de piedad, se predica desde el púlpito que Dios ha amado mucho a los hombres; pero pensemos que es ahora, actualmente, en esta misma hora, cuando Dios nos ama verdadera e infinitamente...”; por esto, también de nosotros él quiere decir: Sus pecados le han quedado perdonados, porque ha amado mucho. No olvidemos que en nuestras dificultades, en los momentos de prueba y desaliento, cuando parece que toda dedicación está como vacía de interés y de valor, ¡tengamos presente que Dios conoce nuestros afanes! ¡Dios nos ama uno por uno, está cercano a nosotros, nos comprende! Y quiere perdonarnos Confiemos en El, y en esta certeza encontremos el coraje y la alegría para cumplir con amor y con gozo nuestro deber de cada día. Llevemos, pues en nuestro corazón la alegría de saber que ¡Dios nos ha amado mucho! Que su amor sea nuestra fuerza hoy y siempre. Viernes Lc 8, 1-3 Los acompañaban algunas mujeres, que los ayudaban con sus propios bienes. La novedad de este relato, es que iba acompañado no sólo por los discípulos, sino que también por las discípulas. De ellas, además se afirma que “sirven a Jesús con sus bienes”. (Lc 8, 1-3). El Evangelio nos habla de la caridad de estas mujeres que servían a Jesús y a los apóstoles. En su época, a las mujeres no se les permitían semejantes libertades. No era bien visto que tuvieran trato directo con hombres que no fueran sus propios familiares (Jn 4, 27). Y, cuando asistían al templo con motivo de una fiesta religiosa, no podían ingresar en el patio donde estaban los hombres, debiendo permanecer en un claustro exclusivo. Asimismo, cuando iban a rezar a las sinagogas, permanecían separadas de los varones. Jesús supo valorar la presencia y el servicio de algunas mujeres durante su vida pública. En el Evangelio de Lucas, es donde hay más relatos donde Jesús muestra su sensibilidad frente a las mujeres, a las que son destinataria sus Palabras, su consuelo, su atención personal. Observamos la capacidad de servicio, seguimiento y contemplación que le hacen las mujeres a Jesús, alguna como ayudantes y asistentes de su ministerio público, en otras situaciones contemplando y atesorando sus enseñanzas. En las manos de Jesús, en el grupo de Jesús, en la escuela de Jesús, todos somos valiosos e importantes. Más aún, todos somos necesarios. De aquellas mujeres, a quienes la sociedad de su época no consideraba, Jesús supo sacar enormes riquezas y descubrir un potencial impresionante. El llamado de Jesús y la respuesta de cada uno, nos vuelve extraordinariamente importantes. Y él sigue hoy llamándonos a hacer cosas grandiosas. A todos. Basta con escucharlo y responderle a lo que él nos pide personalmente, diciéndole: ¿qué quieres que haga? Sábado Lc 8, 4-15 Lo que cayó en tierra buena representa a los que escuchan la Palabra, la conservan en un corazón bueno y bien dispuestos, y dan fruto por su constancia. El alma, como la tierra buena, necesita también un vigilante cuidado. Primeramente hay que acoger en ella la semilla de la Palabra de Dios y luego escucharla y seguirla para que produzca una cosecha de vida eterna. Todos somos tierra buena, porque somos imagen de Dios, por esto todos somos también capaces de amarlo y dar fruto. La apertura al Creador, la relación con El está grabada en lo más íntimo de nuestro ser. 149 No podemos dejar que se pierda la Semilla sembrada en nuestro corazón, no dejemos que nuestra fe, nuestro sentimiento religioso y cristiano se pierda. No podemos conformarnos con haber recibido el bautismo y la primera comunión y frecuentar, de tarde en tarde, o de domingo en domingo la santa Misa. No olvidemos que al campo, para dar su fruto, no le basta un trabajo descuidado; hay que remover la tierra con vigor, hay que abonarla y cuidarla para que dé una cosecha abundante. De igual modo, cultivemos también nosotros la tierra buena de nuestra alma: leamos y meditemos asiduamente la Sagrada Escritura, recurramos filialmente a María Santísima, comprometámonos activamente en la vida de la Iglesia, secundemos las directrices de nuestros Pastores, dediquemos tiempo y pongamos empeño en formaros cristianamente. SEMANA VIGÉSIMA QUINTA Lunes Lc 8, 16-18 La vela se pone en el candelero, para que los que entren puedan ver. La luz de la que se habla es la de Dios, Luz de Luz; es Cristo, luz del mundo, somos cada uno de nosotros. Es la luz del Evangelio, que orienta el camino de los pueblos. Es muy rico el simbolismo de la luz: la lámpara ilumina, calienta y alegra. "Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero" (Sal 119, 105), afirma en la oración la fe de la Iglesia. Jesús, Palabra del Padre, es la luz interior que disipa la tiniebla del pecado; es el fuego que aleja toda frialdad; es la llama que alegra la existencia; y es el resplandor de la verdad que, brillando delante de nosotros, nos precede en el camino. Quien lo sigue no camina en las tinieblas, sino que tiene la luz de la vida. Así, el discípulo de Jesús debe ser discípulo de la luz (cf. Jn 8, 12; 3, 20-21). Cristo ha queriendo haceros partícipes de su misma misión, cuando dice: “Ustedes son la luz del mundo”. En el misterio de la Encarnación y de la Redención, Cristo se une a todo cristiano y pone la luz de la Vida y la sal de la Sabiduría en lo más íntimo de su corazón, transmitiendo a quien lo acoge el poder de llegar a ser hijo de Dios (cf. Jn 1, 12) y el deber de testimoniar esta presencia íntima y esta luz escondida. Por tanto, la misión de la Iglesia, de cada uno de nosotros, donde estamos viviendo, es iluminar con la luz del Evangelio. Debemos sentir el ansia y la pasión por iluminar a todos, con la luz de Cristo, que brilla en el rostro de la Iglesia. Cuando una casa permanece a oscuras, significa que la lámpara se ha apagado. Por eso, que “brille nuestra luz delante de los hombres, para que vean nuestras buenas obras y glorifiquen a nuestro Padre que está en los cielos” (Mt 5, 16). Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, para que vivamos el Evangelio. Ayúdanos a no esconder la luz del Evangelio debajo del cajón de nuestra poca fe. Ayúdanos a ser, en virtud del Evangelio, luz para nuestros hermanos, a fin de que puedan ver el bien y glorifiquen al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 14 ss). Martes Lucas 8, 19-21 “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica”. ante la exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría: «Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen» (11,28). Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros la posibilidad de esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica. Por tanto, María fue la primera que vivió en modo incomparable el encuentro con la Palabra de Dios, que es el mismo Jesús. Por este motivo, ella es un modelo providencial de toda escucha y anuncio. 150 María, educada en la familiaridad con la Palabra de Dios en la experiencia intensa de las Escrituras del pueblo al cual ella pertenecía, María de Nazaret, desde el evento de la Anunciación hasta la Cruz, y aún hasta Pentecostés, recibe la Palabra en la fe, la medita, la interioriza y la vive intensamente (cf. Lc 1, 38; 2, 19.51; Hch 17, 11). Por lo tanto, a ella se aplica cuanto ha dicho Jesús en su presencia: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). “Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada”. La Palabra de Dios hoy, pues, nos llama a leer con fe la Escritura, para tener un encuentro vivo con la persona de Jesucristo que viene a iluminar y a transformar nuestra vida. Leer, escuchar, reflexionar lo podemos hacer tanto en familia, como en nuestras pequeñas comunidades o movimientos, para hacerse cada vez más una familia que pertenece a Cristo: “mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica” (Lc 8, 21). Miércoles Lc 9, 1-6 Los envió a predicar el Reino de Dios y a curar a los enfermos. Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, “llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar” (Mc 3, 13-14). En esta perspectiva hay que entender el mandato que Jesús confió a los Apóstoles y, por tanto, a la Iglesia, de ‘ir’, ‘bautizar’, ‘enseñar’, “predicar el Evangelio a toda criatura” (Mc 16, 15), “a todas las naciones” (Mt 28, 19; Lc 24, 47), “hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). La Iglesia ha recibido también esa misión de anunciar el evangelio y de curar. Esa es la misión que se ha venido realizando en todos estos siglos por personas a las que Jesús ha llamado y ellas han respondido y luego Él las ha enviado para realizar esta misión. La misión de proclamar el evangelio debe ir siempre acompañada de la curación, de llevar el alivio, la salud a aquellos que lo necesitan. Cuando nos ponemos a pensar en toda la obra que la Iglesia ha realizado nos damos cuenta de que ha venido haciendo esta tarea, el anuncio del evangelio ha ido acompañado de muchas obras de salud, de curación, de llevar el bien a aquellos que lo necesitan de practicar la caridad. Además, Jesús no solamente envió a sus discípulos a curar a los enfermos (cf. Mt 10,8; Lc 9,2; 10,9), sino que instituyó también para ellos un sacramento específico: la Unción de los enfermos. La Carta de Santiago atestigua ya la existencia de este gesto sacramental en la primera comunidad cristiana (cf. St 5,1416). Si la Eucaristía muestra cómo los sufrimientos y la muerte de Cristo se han transformado en amor, la Unción de los enfermos, por su parte, asocia al que sufre al ofrecimiento que Cristo ha hecho de sí para la salvación de todos, de tal manera que él también pueda, en el misterio de la comunión de los santos, participar en la redención del mundo (Cfr. SD 22). Podemos llevar el anuncio del evangelio, especialmente con nuestra palabra, con nuestra voz, con nuestra vida, con nuestro testimonio. Con la manera de hacer vida el evangelio podemos predicar el mensaje de salvación, pero luego también debemos unir a esta predicación la curación es decir, nosotros como enviados de Dios, debemos preocuparnos por el bien de los demás. Jesús, que nos llama y no envía a predicar el Evangelio y sanar a los enfermos, nos ayude a todos a ir comprendiendo nuestra misión fundamental para no quedarnos en otras cosas que no son tan importantes como es predicar y curar, es lo fundamental. Para eso nos llama Jesús a formar parte de esta Iglesia. Jueves Lc 9, 7-9 A Juan yo lo mandé decapitar. ¿Quién es entonces este de quien oigo semejantes cosas? Herodes, ante la originalidad y el poder del nuevo profeta, Cristo Jesús, haya sentido remordimiento por el crimen que cometió ordenando decapitar a Juan, por eso cuando conoció la fama de Jesús, le hizo pensar “Éste es Juan el Bautista; ha resucitado de entre los muertos, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos”, 151 porque el pecado lleva consigo el remordimiento que golpea fuerte la conciencia del que comete la falta, no le hace vivir tranquilo ni conocer la paz. “La mentira destruye el alma, la verdad la fortalece”. Herodes como representante del poder es soberbio, altivo y exigente, quiere que todos se postren ante el y cedan a sus caprichos, incluso el Profeta de Israel, aquel que aún no sabía quien era, pero que por eso mismo había excitado en el una gran curiosidad de verlo actuar, aun quizás poder presenciar algún milagro. Como cristianos, siempre estaremos expuestos a ciertos Herodes por ser profetas, pero no olvidemos que la Palabra de Dios, es profética, impulsa el bien, a la justicia y al amor. Todo cristiano seguidor de Cristo debe asumir como profeta y hablar en nombre de Jesús, transmitir su mensaje, que por ser de justicia, amor, paz, libertad, se oponen al poder de los Herodes de hoy, de los poderes de hoy, de las ambiciones, por ello, nos critican, nos juzgan, nos condenan, y dicen muchas cosas de nosotros, y se preguntaran como Herodes, ¿quién es éste del que oigo decir semejantes cosas?”, por qué hice esto o aquello, y se convertirán en nuestros jueces injustos, porque juzgan según lo que llevan en su corazón. Viernes Lc 9, 18-22 Tú eres el Mesías de Dios. Es necesario que el Hijo del hombre sufra mucho. Antes de esta profesión de fe, Jesús hizo una pregunta a los discípulos que iban de camino con él. Y a los cristianos que avanzan por los caminos de nuestro tiempo les hace también esa pregunta: ¿Quién dice la gente que soy yo? Como sucedió hace dos mil, también hoy con respecto a Jesús hay diversidad de opiniones. Algunos le atribuyen el título de profeta. Otros lo consideran una personalidad extraordinaria, un ídolo que atrae a la gente. Y otros incluso lo creen capaz de iniciar una nueva era. “Y ustedes, ¿quién decís que soy yo?” (Lc 9, 20). Esta pregunta no admite una respuesta ‘neutral’. Exige una opción de campo y compromete a todos. También hoy Cristo nos pregunta a nosotros en este día: ustedes, católicos ¿quién dicen que soy yo? La pregunta brota del corazón mismo de Jesús. Quien abre su corazón quiere que la persona que tiene delante no responda sólo con la mente. La pregunta procedente del corazón de Jesús debe tocar nuestro corazón. ¿Quién soy yo para ustedes? ¿Qué represento yo para ti? ¿Me conoces de verdad?, ¿eres mi testigo? ¿Me amas? (Cfr. Juan Pablo II, Plaza de los Héroes de Viena, 21 de junio de 1998). San Pedro hacer una especial profesión de fe en Jesús: “Tú eres el Mesías”. A lo que el Señor añade que su mesianismo y su misión redentora tienen que ir unidas al sacrificio de la cruz. Pedro y los demás Apóstoles, a diferencia de la mayor parte de la gente, creen que Jesús no es sólo un gran maestro o un profeta, sino mucho más. Tienen fe: creen que en él está presente y actúa Dios. La Virgen María, que creyó en la Palabra del Señor, no perdió su fe en Dios cuando vio a su Hijo rechazado, ultrajado y crucificado. Antes bien, permaneció junto a Jesús, sufriendo y orando, hasta el final. Y vio el alba radiante de su Resurrección. Aprendamos de ella a testimoniar nuestra fe con una vida de humilde servicio, dispuestos a sufrir en carne propia por permanecer fieles al Evangelio de la caridad y de la verdad, seguros de que nada de cuanto hagamos se pierde. Sábado Lc 9, 43-45 El Hijo del hombre va a ser entregado. Tenían miedo de preguntarle acerca de este asunto. Cristo predicaba en la provincia de Galilea y sabiendo que los judíos le preparaban ya la cruz, dijo a sus discípulos: Miren, estamos subiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los letrados y lo condenarán a muerte (Mt 20, 18). De esta forma fue a la muerte de cruz no violentamente sino de buena gana y, una vez que Pilato pronunció la sentencia, no apeló ni se excusó sino que, cargando con la cruz, salió al sitio llamado “de la Calavera”. (Jn 19, 17). Esta es la verdad central de 152 nuestra fe, que confesamos: la misión mesiánica de Jesucristo: El es el Redentor del mundo mediante su muerte en cruz. En efecto, Cristo tenía conciencia de que para la salvación del mundo era necesario su sacrificio: “les conviene que yo me vaya” (Jn 16, 7), “el Hijo del hombre tiene que padecer” (Mt 17, 12), “el Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de los hombres, que le matarán, y al tercer día resucitará” (Mt 17, 22-23), “...es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo el que creyere en El tenga la Vida eterna” (Jn 3, 14). Fue necesaria la palabra de la cruz; fue necesaria la muerte del Inocente, como acto definitivo de su misión. Fue necesario para "justificar al hombre...", para despertar el corazón y la conciencia, para constituir el argumento definitivo en ese encuentro entre el bien y el mal, que camina a lo largo de la historia del hombre y la historia de los pueblos... Cristo ha dejado este sacrificio suyo a la Iglesia como su mayor don. Lo ha dejado en la Eucaristía. Y no sólo en la Eucaristía: lo ha dejado en el testimonio de sus discípulos y confesores. SEMANA VIGÉSIMA SEXTA Lunes Lc 9, 46-50 El más pequeño entre todos ustedes, ese es el más grande. En el texto evangélico que hemos escuchado, vemos que la pregunta, que hacen los discípulos a Jesús, no es para saber quien de ellos va a ser más santo en el Reino, sino quién de ellos tendrá una mayor dignidad o un puesto de mayor privilegio. Entonces Jesús tomó a un niño, lo puso delante de ellos y dijo: “Les aseguro que si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de los cielos”. Esta es la gran lección que da el Señor sobre la ambición y los honores. Como complemento a esta enseñanza, les dice luego: El que se haga pequeño como este niño será el más grande en el Reino de los cielos. Recordemos que los fariseos, se creían con derecho al Reino, pero este privilegio se da como don gratuito de Dios. Esta es la lección. Y se lo ha de recibir con la actitud de los niños, no tanto por sus condiciones morales, sino por su inocencia y simplicidad. Entonces Jesús nos enseña que hay que tener, pues, esta actitud moral para recibir el reino: no como exigencia, sino como don gratuito de Dios. La respuesta de Jesús es nuevamente desconcertante en aquel tiempo para los discípulos y hoy para muchos adultos, talvez los apóstoles debieron quedar desilusionados, para Jesús, el hacerse niño no es sólo condición para alcanzar la mayor grandeza en el Reino, sino incluso, y así se los dice, si ustedes no cambian y no se hacen como niños no entrarán en el Reino de los cielos. Jesús, "es el Hombre-Dios de los humildes, socorro de los oprimidos, protector de los débiles, defensor de los abandonados, salvador de los desesperanzados" (Jdt 9,11), "Levanta del polvo al indigente, saca al pobre del estiércol" (Sal 113, 7). Por eso, "cuanto más grande seamos, más nos hemos de hacer pequeños" (Si 3,18). Que nuestra Señora de la Soledad nos enseñe el camino de hacernos pequeños (cf. Lc 10,21), que Jesús nos indica de varias maneras: “Yo os aseguro: si no cambiáis y os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos. Así pues, quien se haga pequeño como este niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 2-4). Martes Lc 9, 51-56 Jesús tomó la firme determinación de ir a Jerusalén. Quizás algunos aconsejaban a Jesús que no se moviera de Galilea y continuara ahí con su misión. Quizás otros le dijeron que le bajara el tono a su 153 predicación y cediera un poco ante el sistema imperante, para apaciguar los conflictos. Otros quizá buscaban el modo de apartarlo de este camino y llevarlo a casa. Pero Jesús ya ha tomado una decisión y no está dispuesto a dar marcha atrás: "Tomó la firme determinación de emprender el viaje a Jerusalén". El camino es difícil, la incomprensión y el rechazo no se dejan esperar: "Los samaritanos no quisieron recibirlo, porque supieron que iba a Jerusalén". Esto no desalienta a Jesús ni mucho menos es motivo de resentimiento y venganza. ¡Nada de hacer bajar fuego del cielo para acabar con aquellos Jesús no quita el dedo del renglón y continúa su viaje a Jerusalén. Jesús es el hombre más libre que ha pasado por la tierra. Su determinación de ir Jerusalén a morir en la cruz indica realmente su firme voluntad de realizar a cabalidad su misión, su inquebrantable decisión de salvar a la humanidad, de dar su vida en rescate por todos, y así mostrar su amor pleno al Padre y a nosotros. Nadie más libre que Él: darse sin reservas hasta la muerte y una muerte de cruz. Por otra parte, en esta misma escena del evangelio de hoy, encontramos dos decisiones inmaduras: la de los samaritanos, de no darle alojamiento por ir a Jerusalén, decisión que no procede de una libertad madura sino de un resentimiento racial y religioso; y la de los zebedeos, que claman venganza ante Jesús contra los samaritanos. Que por la intercesión de nuestra madre aprendamos de Ella a ser realmente libres, con la libertad de los hijos de Dios, a ejemplo de Jesús. Miércoles Lc 9, 57-62 Te seguiré a donde quiera que vayas. Sólo Jesús puede llamar de esa manera, sólo él puede vincular de modo radical a su persona y a su camino. Porque sólo Jesús, él mismo, es la verdad, la vida y el camino. El que llama es Jesús, el que responde, un hombre. Tú eres ese hombre, todos somos ese hombre. El cristiano es el que sigue a Jesucristo. Fruto de una llamada (una vocación) que no es exclusiva de sacerdotes o religiosos o religiosas, sino propia de todos los cristianos. El texto de hoy habla de la vocación cristiana porque todos los cristianos somos invitados a seguir a Jesucristo. En los evangelios, los creyentes en Cristo, los discípulos, no son los que le escuchan sino los que le siguen, los que en la vida diaria buscan reflejarlo en el silencio de sus buenas obras, con la misericordia: “Misericordia quiero y no sacrificio”. Seguir a Jesús es caminar en la misericordia, como nos dice Santiago: “la religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación” (St 1: 27). Nada más ajeno al evangelio que una religión que nos aparte de los hombres y de la voluntad de Dios. Cuando los sacrificios se oponen a la misericordia, cuando la religión es un pretexto para desentenderse de las necesidades humanas, cuando separamos el amor de Dios del amor fraterno, los sacrificios, la religión y el amor a Dios no tienen sentido alguno para los que siguen a Jesús. Esto es seguir a Jesús: creer y obrar. Esto es decirle, te seguiré a donde quiera que vayas, mejor, en donde quiera que esté. Hoy Jesús nos invita a que nos decidamos a seguirle. Es siguiendo a Jesús como se le conoce. Seguirle quiere decir esforzarse por vivir su Evangelio en todo y siempre. Jueves Lc 10. 1-12 Su deseo de paz se cumplirá. Las enseñanzas del Señor constituyen la buena nueva de la paz. Y este es también el tesoro que nos ha dejado en herencia a sus discípulos de todos los tiempos; “la paz les dejo, mi paz les doy, no se la doy como la da el mundo”. El Concilio Vaticano II enseña: “La paz sobre la tierra, nacida del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre. En efecto, el propio Hijo encarnado, Príncipe de la paz, ha reconciliado con Dios a todos los hombres por medio de su cruz (...), ha dado muerte al odio en su 154 propia carne y, después del triunfo de su resurrección, ha infundido el Espíritu de amor en el corazón de los hombres”. La paz del Señor trasciende por completo la paz del mundo, que puede ser superficial y aparente, quizá resultado del egoísmo y compatible con la injusticia. Cristo es nuestra paz y nuestra alegría; el pecado, por el contrario, siembra soledad, inquietud y tristeza en el alma. La paz del cristiano, tan necesaria para el apostolado y para la convivencia, es orden interior, conocimiento de las propias miserias y virtudes, respeto a los demás y una plena confianza en el Señor, que nunca nos deja. Es consecuencia de la humildad, de la filiación divina y de la lucha contra las propias pasiones, siempre dispuestas al desorden. Cristo resucitado es el Príncipe de la paz, más aún, él es nuestra paz. A él le decimos sin cesar: Concédenos la paz en nuestros días. A él le pedimos que dirija nuestros pasos por el camino de la paz (Lc 1,79). Que la valiosa intercesión de nuestra madre, Nuestra Señora de la Soledad, nos acompañe siempre, para que, juntos, podamos superar las situaciones que nos golpean fuertemente y logremos ir generando, aunque sea poco a poco, una cultura de respeto, de solidaridad y de paz duradera. Viernes Lucas 10, 13-16 Quien me rechaza a mí, rechaza al que me ha enviado. El evangelista cita la lamentación de Jesús sobre dos ciudades judías, Corozaín y Betsaida, limítrofes del lago de Galilea, cuyo comportamiento había sido peor de lo que sería de imaginar de ciudades paganas como Tiro y Sidón. Corozaín y Betsaida contemplaron la fuerza liberadora de Jesús, pero no se convirtieron. El misionero no debe desalentarse en su tarea de anunciar el evangelio, pues tanto en la acogida que recibe como en el rechazo que padece se hace patente la identificación solidaria entre él, Jesús y el Padre Dios. Quien lo acoge o rechaza, rechaza a Jesús o a Dios. Aunque la experiencia del rechazo es siempre dolorosa, en esta situación los discípulos encontrarán consuelo tomando conciencia de su identificación y comunión con Jesús y con el Padre. No están solos en la misión. Jesús y Dios están con ellos para que el desaliento no los descorazone y el evangelio pueda seguir siendo anunciado y liberando a la gente. Estas ciudades nos pueden representar a nosotros si no creemos en los milagros que Cristo va cumpliendo cada día de nuestra vida. Cada uno en su vida personal sabe cuántos son los milagros que Dios ha hecho en nuestra propia vida, pero los más comunes son la Eucaristía, la conversión de nuestros corazones, las casualidades que no tienen otro fundamento que el querer de Dios, nuestra propia vida cuando hemos estado en riesgo de morir... Lo que nos pide Cristo en este evangelio es que reflexionemos sobre todos esos milagros, esas gracias que Dios nos va dando, para que se las agradezcamos como verdaderos hijos, que aman a su Padre. Seamos agradecidos y pidamos la gracia de ver todo lo que Dios nos ha dado. Todo es una llamada a la conversión, que consiste en que el amor supere progresivamente al egoísmo en nuestra vida, lo cual es un trabajo siempre inacabado. San Máximo nos dirá: “No hay nada tan agradable y amado por Dios como el hecho de que los hombres se conviertan a Él con sincero arrepentimiento”. Sábado Lucas 10, 17-24 Estén alegres porque sus nombres están inscritos en el cielo. Dice el evangelio que los setenta y dos volvieron contentos y dijeron: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Sí. Más de una vez nos ha invadido este tipo de alegría. Pero escuchemos nuevamente a Jesús: “No estén alegres porque se les sometan los espíritus; estén alegres porque sus nombres están inscritos en el cielo”. 155 No debemos olvidamos nunca de que somos “instrumento” en las manos de Dios, Él es la causa eficaz y única de todo. Es Él, el que, a través de nosotros alegra algunos caminos e irradia su luz. Es Él, siempre, “el que da el crecimiento” Evangelizar no es la tarea exclusiva de los pastores del pueblo de Dios, ni monopolio de los misioneros de vanguardia. Toda la comunidad eclesial es misionera siempre y en todo lugar. Evangelizar es su misión y su dicha. Por eso, toda la comunidad ha de estar en función de la evangelización de los que no conocen a Dios o están alejados de Él. Todos los cristianos podemos y debemos ser evangelizadores, pues por los sacramentos de la vida cristiana participamos de la misión profética de Cristo. Nuestra misión, hoy como ayer, es ser mensajeros de la paz y la alegría que para el hombre y el mundo actuales supone la buena nueva de Cristo. Hoy, cada uno en su corazón, digámosle al Señor que estamos dispuestos a asumir nuestra misión de renovar el mundo y facilitar que su Reino se haga presente. A ser propagadores de la paz del Señor. Que María nuestra madre de la Soledad, nos ayude a entregarnos generosamente a Cristo y unirnos a su misión. SEMANA VIGÉSIMA SÉPTIMA Lunes Lc 10, 25-37 ¿Quién es mi prójimo? Jesús responde a una pregunta de un doctor de la Ley, quien acaba de confesar lo que él acostumbra a leer en la Ley: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y al prójimo como a ti mismo”. Preguntarse “¿quién es mi prójimo?” implica poner límites y condiciones. Por esto Jesús respondió dándole la vuelta: la pregunta legítima no es “¿quién es mi prójimo?”, sino “¿de quién debo hacerme prójimo?”. Y la respuesta es: “cualquiera que sufra necesidad, aunque me sea desconocido, se convierte para mí en prójimo, al que debo ayudar”. La parábola del buen samaritano (cf. Lc 10, 30-37) invita a cada uno a superar los confines de la justicia con la perspectiva del amor gratuito y sin límites. El samaritano, en efecto, se hace cargo de la situación de un desconocido a quien los salteadores habían dejado medio muerto en el camino, mientras que un sacerdote y un levita pasaron de largo, tal vez pensando que al contacto con la sangre, de acuerdo con un precepto, se contaminarían. La parábola, por lo tanto, debe inducirnos a transformar nuestra mentalidad según la lógica de Cristo, que es la lógica de la caridad: Dios es amor, y darle culto significa servir a los hermanos con amor sincero y generoso. Para el creyente, la caridad es don de Dios, carisma que, como la fe y la esperanza, ha sido derramado en nosotros por el Espíritu Santo (cf. Rm 5, 5): en cuanto don de Dios, no es una ilusión, sino realidad concreta; es buena nueva, Evangelio. El programa del cristiano, aprendido de la enseñanza de Jesús, es un «corazón que ve» dónde se necesita amor y actúa en consecuencia (cf. ib, 31). Martes Lc 10, 38-42 Marta lo recibió en su casa. María ha escogido la parte mejor. El Evangelio de hoy nos presenta el célebre episodio de la visita de Jesús a casa de Marta y María (10, 38-42), que nos dice que demos el primer lugar a lo que efectivamente es más importante en la vida, o sea, la escucha de la Palabra del Señor. Marta y María son dos hermanas; tienen también un hermano, Lázaro, quien en este caso no aparece. Jesús pasa por su pueblo y, dice el texto, Marta le recibió (cf. 10, 38). Después de que Jesús entró, María se 156 sentó a sus pies a escucharle, mientras Marta está completamente ocupada en muchos servicios, debidos ciertamente al Huésped excepcional. Nos parece ver la escena: una hermana se mueve atareada y la otra como arrebatada por la presencia del Maestro y sus palabras. Poco después, Marta, evidentemente molesta, ya no aguanta y protesta, sintiéndose incluso con el derecho de criticar a Jesús: “Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude”. Marta quería incluso dar lecciones al Maestro. En cambio Jesús, con gran calma, responde: “Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10, 41-42). La palabra de Cristo es clarísima: ningún desprecio por la vida activa, ni mucho menos por la generosa hospitalidad; sino una llamada clara al hecho de que lo único verdaderamente necesario es otra cosa: escuchar la Palabra del Señor; y el Señor en aquel momento está allí, ¡presente en la Persona de Jesús! Todo lo demás pasará y se nos quitará, pero la Palabra de Dios es eterna y da sentido a nuestra actividad cotidiana. Sin Jesús, sin su Palabra, toda nuestra acción se reduce a activismo estéril y desordenado. Por eso aprendamos, hermanos, a ayudarnos los unos a los otros, a colaborar, pero antes aún a elegir juntos la parte mejor, que es y será siempre nuestro mayor bien, el encuentro con Jesús. Miércoles Lc 11, 1-4 Señor, enséñanos a orar. San Lucas, que “un día, estando Jesús orando en cierto lugar, acabada la oración, le dijo uno de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar” (Lc 11, 1). Habían visto a Jesús recogido en oración y sintieron el profundo deseo de imitarlo. El ejemplo del Maestro despertó en los discípulos la necesidad de hablar con el Padre. El Señor Jesús nos ha enseñado a orar ante todo orando Él mismo: cuando le pidieron los Apóstoles: Señor, “enséñanos a orar” (Lc 11, 1), les dio el contenido más sencillo y más profundo de su oración: el ‘Padrenuestro’. Jesús fue un gran orante y, con el Padre Nuestro nos enseñó sobre todo que Dios es un Padre que nos ama, que escucha nuestras plegarias y que quiere lo mejor para nosotros. Si interiorizamos esto, nuestra oración se hace viva y vigorosa. En el Evangelio de este día, Jesús afirma: “Cuando oren, digan: Padre, sea santificado tu nombre” (Lc 11, 2). De esta forma, él nos enseña la oración, que es expresión de nuestra adoración y de nuestra gratitud, así como de la piedad y de nuestras súplicas dirigidas al Creador de todo bien. En ella se manifiesta nuestra fe y nuestra confianza en la Divina Providencia. Todos nosotros, cuando oramos, somos discípulos de Cristo, no porque repitamos las palabras que Él nos enseñó una vez -palabras sublimes, contenido completo de la oración-, somos discípulos de Cristo incluso cuando no utilizamos esas palabras. Somos sus discípulos sólo porque oramos: “Escucha al Maestro que ora; aprende a orar. Efectivamente, para esto oró Él, para enseñar a orar”, afirma San Agustín (Enarrationes in Sal 56, 5). Al enseñar a sus discípulos a orar, Jesús nos revela quién es su Padre y nuestro Padre, y abre nuestro corazón a nuestros hermanos y hermanas. Dejémonos alcanzar por el soplo del Espíritu Santo, quien hace de nosotros verdaderos orantes. Jueves Lc 11, 5-13 Pidan y se les dará. En el Evangelio Jesús es claro: “pidan y se les dará, busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá” y, para que entendamos bien, nos pone el ejemplo de ese hombre pegado al timbre 157 del vecino a medianoche para que le dé tres panes, sin importarle pasar por maleducado: sólo le interesaba conseguir la comida para su huésped. A esta constancia e insistencia en la oración el Señor promete la certeza del éxito: “Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá”; y nos explica el por qué del éxito: Dios es Padre. “¿Hay entre Ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si Ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¿cuánto más el Padre del Cielo dará al Espíritu Santo a aquéllos que se lo pidan?” La promesa del Señor a la confianza y constancia en nuestra oración va mucho más allá de lo que imaginamos: además de lo que pedimos nos dará al Espíritu Santo. Cuando Jesús nos exhorta a orar con insistencia nos lanza al seno mismo de la Trinidad y, a través de su santa humanidad, nos conduce al Padre y promete el Espíritu Santo. Jesús nos asegura que nuestra oración nunca deja de ser escuchada por Dios. Esto nos hace pensar que, aunque a veces no se nos conceda exactamente lo que pedimos tal como nosotros lo pedimos, nuestra oración debe tener otra clase de eficacia. Como decía san Agustín, “si tu oración no es escuchada, es porque no pides como debes o porque pides lo que no debes”. Un padre no concede siempre a su hijo todo lo que pide, porque, a veces, ve que no le conviene. Pero sí le escucha siempre y le da ‘cosas buenas’. Viernes Lc 11, 15-26 Si yo expulso a los demonios con el poder de Dios, eso significa que el Reino de Dios ha llegado a ustedes. Jesús anuncia muchas veces que el reino de Dios ha venido al mundo. Y, en el conflicto con los adversarios que no dudan en atribuir un poder demoníaco a las obras de Jesús, Él los confunde con una argumentación que concluye afirmando lo siguiente: “Pero si expulso a los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 11, 20). En Él y por Él, pues, el espacio espiritual del dominio divino toma su consistencia: el reino de Dios entra en la historia de Israel y de toda la humanidad, y Él es capaz de revelarlo y de mostrar que tiene el poder de decidir sobre sus actos. Lo muestra liberando de los demonios: todo el espacio psicológico y espiritual queda así reconquistado para Dios. El reino de Dios significa, realmente, la victoria sobre el poder del mal que hay en el mundo y sobre aquel que es su principal agente escondido. Se trata del espíritu de las tinieblas, dueño de este mundo; se trata de todo pecado que nace en el hombre por efecto de su mala voluntad y bajo el influjo de aquella arcana y maléfica presencia. Jesús, que ha venido para perdonar los pecados, incluso cuando cura de las enfermedades, advierte que la liberación del mal físico es señal de la liberación del mal más grave que arruina el alma del hombre. Los diversos signos del poder salvífico de Dios ofrecidos por Jesús con sus milagros, conectados con su Palabra, abren el camino para la comprensión de la verdad del reino de Dios en medio de los hombres. El reino que Jesús, como Hijo de Dios encarnado, ha inaugurado en la historia del hombre, siendo de Dios, se establece y crece en el espíritu del hombre con la fuerza de la verdad y de la gracia, que proceden de Dios. La venida del Reino de Dios es la derrota del reino de Satanás (cf. Mt 12, 26): "Pero si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios" (Mt 12, 28). Los exorcismos de Jesús liberan a los hombres del dominio de los demonios (cf Lc 8, 26-39). Anticipan la gran victoria de Jesús sobre "el príncipe de este mundo" (Jn 12, 31). Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: “Dios reinó desde el madero de la Cruz” (himno "Vexilla Regis"; Cfr. CIgC 550) Sábado Lc 11, 27-28 158 Dichosa la mujer que te llevó en su seno. Dichosos todavía más los que escuchan la Palabra de Dios. Así respondió Jesús a una mujer que, maravillada por sus milagros y por sus enseñanzas, impartidas con autoridad (cfr. Lc 4, 32), quería elogiar a su madre, la cual debía de estar orgullosa de su hijo. El Señor, en cambio, declaró bienaventurados a aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la guardan. Escuchar la Palabra de Dios significa comprender lo que se proclama, meditar sobre ese anuncio para que se vuelva parte de la vida concreta. En otra ocasión, para evitar cualquier equivocación, nuestro Señor Jesucristo precisó: “Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 8, 21). Esta misma respuesta, si es una viva alabanza para la Virgen, como interpretaron algunos Santos Padres y como lo ha confirmado el Concilio Vaticano II, suena también para nosotros como una exhortación a vivir según los mandamientos de Dios y es como un eco de otras llamadas del divino Maestro: “No todo el que me dice: ‘Señor, Señor’, entrará en el reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7, 21) y "Ustedes son amigos míos, si hacen cuanto les mando” (Jn 15, 14). Para convertirse en miembros de la familia de Jesucristo, de su Iglesia, es necesario por lo tanto escuchar la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Ahora la Palabra de Dios es Jesús mismo, el Verbo eterno hecho carne (cfr. Jn 1, 14), aquél que tiene palabras de vida eterna (cfr. Jn 6, 68). La Palabra de Dios, conforta, alienta, nos entusiasma, nos calma nuestros arrebatos, alivia nuestros pesares, nos da fuerza y valor, vence nuestros miedos, aclara nuestros temores, nos alumbra en la oscuridad, vence los engaños, derrota las falsedades. La palabra de Dios, es la palabra de amor, que nos hará feliz escucharla y del mismo modo practicarla. Jesús nos dice mucha claridad que si la oímos, la guardamos, si la conocemos y la vivimos, es palabra nos traerá paz y salvación, porque la Palabra salva a los que esperan en ella. SEMANA VIGÉSIMA OCTAVA Lunes Lc 11, 29-32 A la gente de este tiempo no se le dará otra señal que la del profeta Jonás. La señal a la que Jesús alude como signo de que Él es le Mesías, el Salvador, es que así como Jonás estuvo en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así estaría el Hijo del hombre en el corazón de la tierra (sepulcro) tres días y tres noches. Por tanto, la señal de Jonás es el Cristo crucificado - son los testimonios que completan “lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col 1, 24). En todos los períodos de la historia siempre se ha verificado la palabra de Tertuliano: Es una semilla la sangre de los mártires; en otras palabras, el reino de Dios exige violencia (Mt 11, 12; Lc 16, 16), pero la violencia de Dios es el sufrimiento, es la cruz. No podemos dar vida a otros, sin dar nuestra vida. Y pensamos también en las palabras del Salvador: “... el que sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, la salvará” (Mc 8, 35). Al decir Jesús que no les dará otra señal que la del profeta Jonás, está profetizando su resurrección. Jesús fue absorbido por la oscuridad de la muerte, pero para ser devuelto a la plenitud de la luz y la vida: como la ballena retuvo en su vientre a Jonás, para devolverlo después de tres días, así también la tierra abrirá sus fauces para liberar el cuerpo luminoso del Viviente, Cristo Jesús resucitado. El signo que el Señor nos sigue dando no es otro que el “signo de Jonás” (ver Mt 12,38-40): Que Jesús murió y resucito para nuestra salvación. En efecto, su Resurrección será el signo definitivo y fundamental que propone a todos para autentificar su obra, su misión y su Persona. Por su muerte y posterior Resurrección han de saber todos que Él verdaderamente es el Mesías, el Hijo de Dios, Él es para nosotros “fuerza de Dios y sabiduría de Dios”. 159 Martes Lc 11, 37-41 Den limosna, y todo lo de ustedes quedará limpio. La práctica de la limosna es una comprobación de auténtica religiosidad. Jesús hace de la limosna una condición del acercamiento a su reino (cf. Lc 12,32-33) y de la verdadera perfección (cf. Mc 10,21 y par.). La «limosna» entendida según el Evangelio, según la enseñanza de Cristo, tiene un significado definitivo, decisivo en nuestra conversión a Dios. Si falta la limosna, nuestra vida no converge aun plenamente hacia Dios. La limosna evangélica es una expresión concreta de la caridad, la virtud teologal que exige la conversión interior al amor de Dios y de los hermanos, a imitación de Jesucristo, que muriendo en la cruz se entregó a sí mismo por nosotros. Sirve de bien poco dar los propios bienes a los demás si el corazón se hincha de vanagloria por ello. Por este motivo, quien sabe que “Dios ve en el secreto” y en el secreto recompensará no busca un reconocimiento humano por las obras de misericordia que realiza. San Pedro cita entre los frutos espirituales de la limosna el perdón de los pecados. “La caridad – escribe– cubre multitud de pecados” (1Pe 4,8). El hecho de compartir con los pobres lo que poseemos nos dispone a recibir ese don. La limosna, acercándonos a los demás, nos acerca a Dios y puede convertirse en un instrumento de auténtica conversión y reconciliación con él y con los hermanos. San León Magno: “Junto al razonable y santo ayuno, nada más provechoso que la limosna, denominación que incluye una extensa gama de obras de misericordia, de modo que todos los fieles son capaces de practicarla, por diversas que sean sus posibilidades”. San Agustín escribe muy bien a este propósito: “Si extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en el corazón, no has hecho nada; en cambio, si tienes misericordia en el corazón, aun cuando no tuvieses nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna” (Enarrat. in Ps. CXXV 5). Miércoles Lc 11, 42-46 ¡Ay de ustedes, fariseos! ¡Ay de ustedes también, doctores de la ley! En el texto evangélico escuchado hemos oído que Jesús choca con los fariseos y doctores de la Ley, porque no se contentaba con interpretar la Ley de Moisés entre los suyos, sino que “enseñaba como quien tiene autoridad y no como sus escribas” (Mt 7, 28-29). Con esta misma autoridad divina, desaprueba ciertas “tradiciones humanas” (Mc 7, 8) de fariseos y doctores de la Ley, que “anulan la Palabra de Dios” (Mc 7, 13). Los fariseos y doctores de la ley hacían consistir la religión -es decir, la relación con Dios- en el cumplimiento de unas tradiciones rituales; en cambio Jesús no define esta relación por lo externo, sino por lo que procede del interior del ser humano, de su mente y su corazón: A los fariseos les dice que se olvidan de la justicia y del amor de Dios: Cristo no les critica por cumplir la ley, ya que él es el primero en cumplirla, sino por perder de vista que las leyes, divinas o humanas, tienen sentido desde la perspectiva del amor y para ayudarnos a ser mejores. y a los doctores de la ley, cuando éstos le dicen que se mida, porque al hablar así los está ofendiendo. El Señor afirmó que los doctores de la Ley ponían pesadas cargas sobre otros, sin tocarlas ellos ni con un dedo (Lc 11:46). Denunció que en sus enseñanzas quitaban la llave del conocimiento, no entrando, ni dejando entrar a otros (Lc 11: 52). Esta es una solemne descripción aplicable a todos aquellos que en el presente oscurecen la gracia de Dios torciendo Su palabra (Mt 22:35). “Cuando salió de allí, los escribas y fariseos comenzaron a atacarle con vehemencia y a acosarle con preguntas sobre muchas cosas, acechándole para cazarle en alguna palabra” (Lc). Este es el fruto de la soberbia que no acepta la corrección ni la verdad. A partir de ese momento la oposición a Jesús, por parte 160 de muchos fariseos y escribas, va ser frontal, cada vez más fuerte y contraria. La razón última es que no quieren convertirse. La Palabra de Dios de hoy nos enseña que la verdadera relación con Dios va unida inseparablemente a la relación constructiva con nuestros prójimos, con todos los seres humanos. Por lo tanto, cuando nos reunimos para celebrar la eucaristía, somos invitados por Él a asumir y llevar a la práctica el compromiso de realizar en nuestra vida cotidiana lo que celebramos en la Eucaristía, para no quedarnos en un mero ritualismo. Jueves Lc 11, 47-54 Les pedirán cuentas de la sangre de los profetas, desde la sangre de Abel hasta la de Zacarías. A lo largo de los tiempos los profetas tuvieron que defender la Ley y la Alianza contra los que ponían las normas y leyes humanas por encima de la voluntad de Dios, y por tanto imponían una nueva esclavitud al pueblo (cf. Mc 6, 17-18). Por haber denunciado las faltas en el cumplimiento de la Alianza, algunos profetas, desde Abel, Zacarías hasta Juan Bautista, pagaron con su sangre. Pero, en virtud de la promesa divina permanecieron firmes “como una plaza fuerte, un pilar de hierro y una muralla de bronce” (Jr 1, 18), proclamando la Ley de la vida y de la salvación, el amor que no falla nunca. Los Profetas señalan con el dedo acusador a quienes desprecian la vida y violan los derechos de las personas: “Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles” (Am 2, 7); “Han llenado este lugar de sangre de inocentes” (Jr 19, 4). No sólo la sangre desde Abel hasta Zacarías clama a Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado después de Abel es un clamor que se eleva al Señor. De una forma absolutamente única, clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su inocencia es figura profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los Hebreos: “Ustedes, en cambio, se han acercado al monte Sión, a la ciudad del Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel” (12, 22.24). Viernes Lc 12, 1-7 Todos los cabellos de su cabeza están contados. Con estas palabras del texto evangélico, que hemos escuchado, el Señor Jesús no sólo confirma la enseñanza sobre la Providencia Divina contenida en el Antiguo Testamento, sino que lleva más a fondo el tema por lo que se refiere al hombre, a cada uno de los hombres, tratado por Dios con la delicadeza exquisita de un padre. Jesús es el testigo fiel, que atestigua todo lo que se ha dicho sobre el tema de la Providencia, da testimonio perfecto del misterio de su Padre: misterio de Providencia y solicitud paterna, que abraza a cada una de las criaturas, incluso la más insignificante, como la hierba del campo o los pájaros. Por tanto, ¡cuánto más al hombre! Esto es lo que Cristo quiere poner de relieve sobre todo. Si la Providencia Divina se muestra tan generosa con relación a las criaturas tan inferiores al hombre, cuánto más tendrá cuidado de él. En esta página evangélica sobre la Providencia se encuentra la verdad sobre la jerarquía de los valores que está presente desde el principio del libro del Génesis, en la descripción de la creación: el hombre tiene el primado sobre las cosas. Lo tiene en su naturaleza y en su espíritu, lo tiene en las atenciones y cuidados de la Providencia, lo tiene en el corazón de Dios. Jesús proclama con insistencia que el hombre, tan privilegiado por su Creador, tiene el deber de cooperar con el don recibido de la Providencia. No puede, pues, contentarse sólo con los valores del 161 sentido, de la materia y de la utilidad. Debe buscar sobre todo “el reino de Dios y su justicia”, porque “todo lo demás (es decir, los bienes terrenos) se le darán por añadidura” (cf. Mt 6, 33). Las palabras de Cristo llaman nuestra atención hacia esta particular dimensión de la Providencia, en el centro de la cual se halla el hombre, ser racional y libre, al que Dios ama por encima de todo. Oremos al Señor para que nos haga comprender cuán preciosa es a sus ojos toda nuestra vida, refuerce nuestra fe en la vida eterna y nos haga hombres de la esperanza, que trabajan para construir un mundo abierto a Dios, hombres llenos de alegría que saben vislumbrar la belleza del mundo futuro en medio de los afanes de la vida cotidiana y con esta certeza viven, creen y esperan. Sábado Lc 12, 8-12 El Espíritu santo les enseñará en aquel momento lo que convenga decir. El Espíritu les enseñará toda la verdad, dijo Jesús a sus apóstoles, tomándola de la riqueza de la palabra de Cristo, para que ellos, a su vez, la comuniquen a los hombres en Jerusalén y en el resto del mundo. El acontecimiento de gracia de Pentecostés ha seguido produciendo sus maravillosos frutos, suscitando por doquier celo apostólico, deseo de contemplación, y compromiso de amar y servir con absoluta entrega a Dios y a los hermanos. También hoy el Espíritu impulsa en la Iglesia pequeños y grandes gestos de perdón y profecía, y da vida a carismas y dones siempre nuevos, que atestiguan su incesante acción en el corazón de los hombres. El Espíritu santo les enseñará en aquel momento lo que convenga decir. En el encuentro entre el Espíritu Santo y el espíritu del hombre se halla el corazón mismo de la experiencia que vivieron los Apóstoles en Pentecostés. Esa experiencia extraordinaria está presente en la Iglesia, nacida de ese acontecimiento, y la acompaña a lo largo de los siglos. “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, les lo enseñará todo y les recordará todo lo que yo les he dicho” (Jn 14, 26). La presencia del Espíritu en la Iglesia está destinada al perdón de los pecados, al recuerdo y a la realización del Evangelio en la vida, en la actuación cada vez más profunda de la unidad en el amor. En efecto, el Espíritu hace presente en la comunidad eclesial la revelación de Cristo a los hombres, desarrollando su eficacia en cada creyente: “El Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho” (Jn 14, 26). SEMANA VIGÉSIMA NOVENA Lunes Lucas 12, 13-21 “¿Para quién serán todos tus bienes?”. El hombre vive contemporáneamente en el mundo de los valores materiales y en el de los valores espirituales. En esta relación la primacía corresponde a los valores espirituales, en consideración de la naturaleza misma de estos valores, así como por motivos relacionados con el bien del hombre. La primacía de los valores del espíritu define el significado propio y el modo de servirse de los bienes terrenos y materiales. Un hombre que centra su seguridad en sus posesiones y que no tiene en cuenta la caducidad de esta vida sólo puede ser calificado de necio, poco inteligente. La expresión usada por el Señor busca despertar y hacer salir de la ilusión a quien cree que lo más importante es atesorar para sí, poner en los bienes materiales y riquezas su gozo y confianza, cuando éstos son incapaces de asegurarle la Vida eterna. 162 Es sabio quien pone su confianza en Dios y encuentra su seguridad en Él, consciente de que la muerte le puede sobrevenir en cualquier momento. Para lo que hay que estar preparados es para el encuentro final con Dios, que puede llegar ese mismo día. Entonces cada uno se encontrará cara a cara ante Dios, y la riqueza entonces no se medirá por los bienes temporales que uno haya acumulado en el terreno peregrinar, sino por el amor y la caridad vivida en el compartir. San Ambrosio enseña que “En vano amontona riquezas el que no sabe si habrá de usar de ellas; ni tampoco son nuestras aquellas cosas que no podemos llevar con nosotros. Sólo la virtud es la que acompaña a los difuntos. Únicamente nos sigue la caridad, que obtiene la vida eterna a los que mueren”. Martes Lc 12, 35-38 Dichosos aquellos a quienes su señor, al llegar, encuentre en vela. En el evangelio de hoy Cristo nos llama a la vigilancia, como criados que esperan que vuelva su señor. El llamado a vigilar va acompañado de promesas de bendición y felicidad: “Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela”. Sabemos bien que un destino muy distinto aguarda a los que no estén en vela, pero es más importante gozarnos de los bienes que están reservados para los que vigilen. Además, se anuncia a los que estén en vela, que serán servidos por el señor. Esperar el retorno del Señor es entonces esperar el momento en que ya no seremos siervos, sino amigos (Jn 15,15); es también esperar la hora en que “reinaremos con él”, como meditábamos el domingo pasado (2 Tim, 2,12), En efecto, veremos el rostro de Cristo, y su nombre estará en nuestras frentes. Y ya no habrá más noche, y no tendremos necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios nos iluminará, y reinaremos con Él por los siglos de los siglos”. (Ap 22,4-5). Pero no olvidemos que el Reino es, al mismo tiempo, presente y algo todavía por venir. De aquí la doble actitud que se exige al cristiano: desprendimiento y vigilancia. Es necesario desprenderse de todo lo que no es conforme al Evangelio del Señor, dando testimonio de que se buscan las cosas del cielo. La vigilancia cristiana es inculcada constantemente por Cristo (Mc 14,38; Mt 25,13). La vida del cristiano debe ser toda ella una preparación para el encuentro con el Señor. La muerte que provoca tanto miedo en el que no cree, para el cristiano marca el fin de la prueba, el nacimiento a la vida inmortal, el encuentro con Cristo que le conduce a la Casa del Padre. Miércoles Lc 12, 39-48 Al que mucho se le da, se le exigirá mucho más. A la pregunta de Pedro si la parábola la había dicho sólo por ellos o por todos, el Señor responde con otra parábola. En ella se refiere a un administrador. De éste se espera que sea “fiel y solícito”, que cumpla cabalmente con lo que su señor le confía mientras éste se ausenta. Esta parábola es un llamado a la vigilancia, una vigilancia que implica cumplir fielmente, día a día, con las propias responsabilidades y deberes delegados por su señor. Cuando vuelva el dueño de la hacienda, el administrador deberá responder por la fidelidad con la que cumplió su gestión. Lo mismo hará el Señor con sus apóstoles y con todos aquellos a quienes les confía un puesto de gobierno en su Iglesia o también a un padre o madre, o profesor o profesora…: “A quien se le dio mucho, se le exigirá mucho; y a quien se le confió mucho, se le pedirá mucho más”. A cada quien desde nuestro estado de vida se nos pide la correspondencia a la gracia de Dios: haciendo las cosas de cada día de acuerdo a los dones de naturaleza y de gracia que hemos recibido de la Providencia divina, así como los santos, que dieron testimonio de correspondencia pronta y generosa a la gracia divina, permaneciendo unidos a Cristo como los sarmientos a la vid (cf. Jn 15), sin duda que produciremos mucho fruto. El señor nos pedirá de acuerdo a lo que cada uno de nosotros ha recibido de él, 163 que no es poco; si no, pensemos en los sacramentos recibidos, en el Evangelio, en La virgen María, en el mismo Jesucristo, que me amó y se entregó por mí… Podemos recordar la parábola de los talentos: quien recibió más produjo más, y el que menos, menos. Aquel siervo fiel hizo fructificar ampliamente los talentos recibidos, no guardándolos para él, sino devolviéndolos multiplicados a su señor (cf. Mt 25, 14-21). Pues bien, la recompensa por un servicio tan prolongado, fiel y fecundo, no puede menos de dársela el Señor mismo, quien dijo al siervo bueno y fiel: “Entra en el gozo de tu Señor” (Mt 25, 21). Jueves Lc 12, 49-53 No he venido a traer la paz, sino la división (Cfr. Benedicto XVI, Ángelus, 19 de agosto de 2007). En el evangelio de hoy hay una expresión de Jesús que siempre atrae nuestra atención y hace falta comprenderla bien. Mientras va de camino hacia Jerusalén, donde le espera la muerte en cruz, Cristo dice a sus discípulos: “¿Piensan que he venido a traer al mundo paz? No, sino división”. El mensaje de Jesús, lejos de ser un mensaje de violencia es un es un mensaje de paz por excelencia; Jesús mismo, como escribe san Pablo, “es nuestra paz” (Ef 2, 14), muerto y resucitado para derribar el muro de la enemistad e inaugurar el reino de Dios, que es amor, alegría y paz. ¿Cómo se explican, entonces, esas palabras suyas? ¿A qué se refiere el Señor cuando dice según la redacción de san Lucas, que ha venido a traer la ‘división’, o según la redacción de san Mateo, la ‘espada’? (Mt 10, 34). Esta expresión de Cristo significa que la paz que vino a traer no es sinónimo de simple ausencia de conflictos. Al contrario, la paz de Jesús es fruto de una lucha constante contra el mal. El combate que Jesús está decidido a librar no es contra hombres o poderes humanos, sino contra el enemigo de Dios y del hombre, contra Satanás. Quien quiera resistir a este enemigo permaneciendo fiel a Dios y al bien, debe afrontar necesariamente incomprensiones y a veces auténticas persecuciones. Por eso, todos los que quieran seguir a Jesús y comprometerse sin componendas en favor de la verdad, deben saber que encontrarán oposiciones y se convertirán, sin buscarlo, en signo de división entre las personas, incluso en el seno de sus mismas familias. En efecto, el amor a los padres es un mandamiento sagrado, pero para vivirlo de modo auténtico no debe anteponerse jamás al amor a Dios y a Cristo. De este modo, siguiendo los pasos del Señor Jesús, los cristianos se convierten en "instrumentos de su paz", según la célebre expresión de san Francisco de Asís. No de una paz inconsistente y aparente, sino real, buscada con valentía y tenacidad en el esfuerzo diario por vencer el mal con el bien (cf. Rm 12, 21) y pagando personalmente el precio que esto implica. La Virgen María, Reina de la paz, compartió hasta el martirio del alma la lucha de su Hijo Jesús contra el Maligno, y sigue compartiéndola hasta el fin de los tiempos. Invoquemos su intercesión materna para que nos ayude a ser siempre testigos de la paz de Cristo, sin llegar jamás a componendas con el mal. Viernes Lc 12, 54-59 Si saben interpretar el aspecto que tienen el cielo y la tierra, ¿por qué no interpretan entonces los signos del tiempo presente? Con estas palabras Jesús nos exhorta a confrontarnos con las realidades de nuestra época. Si, por una parte, nuestro corazón no se debe separar jamás de la contemplación del misterio de Dios, por otra, es preciso que mantengamos la mirada fija en los acontecimientos del mundo y de la historia. A este respecto, el concilio Vaticano II afirmó que es deber permanente de la Iglesia “escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera acomodada a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entre ambas” (GS 4). En otras palabras, ¿Qué me pide Dios en mida como cristiano, cristiana, de acuerdo con las circunstancias del mundo en el que estoy viviendo, a la luz del Evangelio? Interpretar los signos de los 164 tiempos a la luz de la fe significa reconocer y hacer presente la presencia de Cristo en los que están lejos y en los que están cerca, dentro de nuestra familia, en nuestro corazón, como una novedad del amor de Dios por todos y cada uno. Comprender los signos de los tiempos significa comprender la urgencia de la penitencia, de la conversión y de la fe, asumiendo nuestra misión como bautizados y confirmados en el mundo donde cada quien está viviendo. Esta es la respuesta adecuada al momento histórico, que estamos viviendo en nuestra Patria, en nuestra Ciudad. Para comprender y asumir nuestro rol en los signos del tiempo presente, es necesario el estudio con la oración, la meditación y la búsqueda constante de la voluntad del Señor. Así, podréis comprender más fácilmente “los signos de los tiempos nuevos”. San Agustín expresaba esta misma exigencia con una fórmula de singular eficacia: “oren para comprender” (De doctrina christiana, III, 56: PL 34, 89). Sábado Lc 13, 1-9 Si no se arrepienten, perecerán de manera semejante. En el Evangelio presentan a Jesús dos acontecimientos: una matanza de galileos que hizo Pilato, y el asunto de los dieciocho hombres que murieron aplastados por la torre de Siloé. Ante estos hechos, Jesús, a los de su tiempo, y hoy nosotros, nos dice lo mismo: si ustedes no se arrepienten, perecerán de manera semejante”. Jesús nos invita a la penitencia y a la conversión: las desventuras, los acontecimientos luctuosos, no deben suscitar en nosotros curiosidad o la búsqueda de presuntos culpables, sino que deben representar una ocasión para reflexionar, para vencer la ilusión de poder vivir sin Dios, y para fortalecer, con la ayuda del Señor, el compromiso de cambiar de vida. Frente al pecado, Dios se revela lleno de misericordia y no deja de exhortar a los pecadores para que eviten el mal, crezcan en su amor y ayuden concretamente al prójimo en situación de necesidad, para que vivan la alegría de la gracia y no vayan al encuentro de la muerte eterna. Pero la posibilidad de conversión exige que aprendamos a leer los hechos de la vida en la perspectiva de la fe, es decir, animados por el santo temor de Dios. En presencia de sufrimientos y lutos, la verdadera sabiduría es dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y leer la historia humana con los ojos de Dios, el cual, queriendo siempre y solamente el bien de sus hijos, por un designio inescrutable de su amor, a veces permite que se vean probados por el dolor para llevarles a un bien más grande. Invoquemos a María santísima a fin de que nos ayude a cada uno a estar siempre de vuelta hacia el Señor. Que Ella sostenga nuestra decisión firme de renunciar al mal y de aceptar con fe la voluntad de Dios en nuestra vida. SEMANA TRIGÉSIMA Lunes Lc 13, 10-17 ¿No era bueno desatar a esta hija de Abraham de esa atadura, aún en día de sábado? Jesús sana en sábado, día sagrado, consagrado al Señor, por eso se le oponen líderes religiosos. Jesús defendió sus acciones preguntando si era lícito hacer el bien en sábado, tiempo para honrar a Dios. Los líderes religiosos asumían una actitud demasiado legalista acerca del sábado. Nosotros quizá no seamos demasiado legalista el Día del Señor, el domingo, pero quizá, sí seamos demasiado casuales acerca las maneras y el tiempo que pasamos honrando a Dios. 165 En vez de violar la ley del sábado, la liberación de esta mujer concuerda con las intenciones del sábado de honrar y alabar a Dios y, en vez de disminuir la observación del sábado, la embellece. “Ya que el Sábado es especial, santificado por Dios mismo, porque el mal triunfa sobre el bien, y por ellos es triunfo de Dios, es honra y alabanza a Dios hacer el bien a los hijos de Dios. Porque “Si es lícito cumplir la voluntad de Dios los primeros seis días de la semana, cuánto más se ha de cumplir la voluntad, el amor de Dios en el Sábado”, día consagrado a Dios, liberando a los hijos de Dios. En efecto, Cuando la mujer se enderezó, empezó a alabar a Dios, porque liberada de su mal podía mirar hacia arriba. Dios, hizo al hombre recto, para que mire siempre al Cielo, buscado ver al Padre, “Felices los de corazón limpio, porque verán a Dios”. Aquella mujer había quedado liberada y limpia: Libre y exenta de imperfecciones físicas y morales, el poder y la fuerza de la Palabra de Jesús la dejaron con la capacidad de alabar a Dios en aquel día del sábado. Por consiguiente, Jesús no nos quiere encorvados por enfermedades, heridas del pasado, por nuestras propias malas decisiones, por pecados habituales y ocultos sin confesar, por coquetear con lo oculto, porque tales encorvados no podemos producir ni mostrar fruto porque lo encorvado nos lo imposibilita. Es necesario enderezarnos si estamos como aquella mujer. Jesús hoy a todos nos dice: Mujer, Hombre, enderézate. Es tiempo de andar erguido, levantemos la cabeza, levantemos los ojos del piso: no nacimos para andar encorvados, nacimos para andar derechos y glorificar el santo nombre de Dios, hoy en el tiempo y luego en la eternidad. Martes Lc 13, 18-21 Creció la semilla y se convirtió en un arbusto. “El reino de Dios es como... un grano de mostaza: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después, brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes, que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas” (Mc 4, 26. 31-32). En el Evangelio de hoy se compara el reino con el grano de mostaza. En esta parábola podemos ver también una semejanza con el crecimiento de la Iglesia, la cual, desde sus modestos comienzos, se fue extendiendo por tantos pueblos, naciones y países. En nuestra patria este proceso, iniciado hace ya casi cinco siglos, tuvo características tan singulares como la misma fecundidad de nuestros campos y bosques, desde luego con la presencia de santa María de Guadalupe. Ahora nos corresponde a nosotros continuar sembrando la semilla del Reino hasta conseguir que aquella pequeña semilla (cf. Mc 4, 31), produzca “ramas tan grandes que las aves del cielo puedan anidar en su sombra” (Ibidem 4, 32). Esto es misión de toda todos nosotros, pero no se olviden que esta tarea en los laicos ocupa un puesto destacado. Son ustedes, queridos seglares, quienes han de llenar de sentido cristiano toda actividad temporal: en la familia y en el trabajo, en la ciudad, en el comercio, en toda la vida social. Esa es su misión: “impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el espíritu evangélico” (AA 5). Al laico se le pueden y se le debería aplicar las palabras del Profeta: “A él lo hice testigo para los pueblos” (Is 55, 4). Ustedes laicos, deben ejercer esta hermosa tarea, en primer lugar, con la coherencia de vuestra vida -testimonio de la presencia de Cristo entre los hombres-, de modo que viendo “sus buenas obras, glorifiquen a su Padre que está en los cielos” (Mt 55, 10-11). Miércoles Lc 13, 22-30 Vendrán del Oriente y del Poniente y participarán en el banquete del Reino de Dios. Este texto evangélico que hemos escuchado apunta hacia el proyecto que Dios tiene para con el hombre: “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2, 4), sean de Oriente y Poniente, del sur o del Norte; en otras palabras, el Padre Dios llama a todos a vivir con Él, porque quiere que cada hombre llegue a ser partícipe de su verdad, de su amor, de su misterio, para que pueda participar de su misma vida divina. 166 En el mundo contemporáneo, sin embargo, muchos no reconocen aún al Dios de Jesucristo como Creador y Padre. Algunos, a veces también por culpa de los creyentes, han optado por la indiferencia y el ateísmo; otros, cultivando una vaga religiosidad, se han construido un Dios a su propia imagen y semejanza; otros lo consideran un ser totalmente inalcanzable. Cometido de los creyentes es proclamar y testimoniar que, aunque “habita en una luz inaccesible” (1 Tim 6,16), el Padre celeste en su Hijo, encarnado en el seno de María Virgen, muerto y resucitado, se ha acercado a cada hombre y le hace capaz “de responderle, de conocerlo y de amarlo” (cfr. CIC 52). Pero, Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti. En efecto, El Señor Jesús ha venido a nosotros y está con nosotros “por nosotros y por nuestra salvación”, esto es, para librarnos del pecado, para darnos de nuevo su amistad, para iluminar con su luz nuestra mente y calentar, con su amor nuestro corazón, pero exige la respuesta para con nosotros mismos y nuestro quehacer misionero hacia nuestros hermanos. Para que esto se verifique, es necesaria una oración incesante que alimente nuestro deseo de llevar a Cristo en nuestro corazón para llevarlo a los que están cerca y a los que están alejados. Es necesario el ofrecimiento del propio sufrimiento, en unión con el del Salvador, por el hermano, que está lejos, y por nuestra salvación propia. Jueves Lucas 13, 31-35 “No conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”. “Como se iban cumpliendo los días de su asunción, Jesús se afirmó en su voluntad de ir a Jerusalén” (Lc 9, 51; cf. Jn 13, 1). Por esta decisión, manifestaba que subía a Jerusalén dispuesto a morir. En tres ocasiones había repetido el anuncio de su Pasión y de su Resurrección (cf. Mc 8, 31-33; 9, 31-32; 10, 32-34). Al dirigirse a Jerusalén dice: “No cabe que un profeta perezca fuera de Jerusalén” (Lc 13, 33) (CIgC 557), porque esta ciudad es signo de “la ciudad del Dios vivo”. Jesús recuerda el martirio de los profetas que habían sido muertos en Jerusalén (cf. Mt 23, 37a). Sin embargo, persiste en llamar a Jerusalén a reunirse en torno a él: “¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina reúne a sus pollos bajo las alas y no han querido!” (Mt 23, 37b). Cuando está a la vista de Jerusalén, llora sobre ella (cf. Lc 19, 41) y expresa una vez más el deseo de su corazón: “Si también tú conocieras en este día el mensaje de paz! pero ahora está oculto a tus ojos” (Lc 19, 41-42) (CIgC 558). La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Así, Jerusalén nos revelan la ciudad que es meta última de nuestra peregrinación, la Jerusalén celestial, por esto Jesús dijo: “No conviene que un profeta muera fuera de Jerusalén”. Ahora nosotros, “en la liturgia terrena pregustamos y participamos en la liturgia celeste que se celebra en la ciudad santa, Jerusalén, hacia la que nos dirigimos como peregrinos, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre, como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero” (SC 8). Viernes Lc 14, 1-6 Si a alguien se le cae en un pozo su burro o su buey, ¿no lo saca aunque sea sábado? Si Jesús realiza en sábado algunos de sus milagros, lo hace no para violar el carácter sagrado del día dedicado a Dios, sino para demostrar que este día santo está marcado de modo particular por la acción salvífica de Dios. El obrar de Jesús es para el bien del hombre; por consiguiente, no es contrario a la santidad del sábado, sino más bien la pone de relieve: “El sábado fue hecho a causa del hombre, y no el hombre por el sábado. 167 Cuando Jesús dice que el Hijo del Hombre también es señor del sábado, está afirmando que Él supera a la ley, al sábado y al Templo, por la única razón de que en Él reside, como dice san Pablo, la plenitud de la divinidad. Cristo proclama que ‘es lícito en sábado hacer el bien en vez del mal, salvar una vida en vez de destruirla’ (Mc 3, 4). El sábado, que representaba la coronación de la primera creación, es sustituido por el domingo que recuerda la nueva creación, inaugurada por la resurrección de Cristo. La importancia del sábado, del domingo para nosotros, está en usar el descanso para encontrarnos con Dios y con los demás; para levantar nuestros ojos y nuestro corazón hacia Él. Lo importante de este tiempo consagrado a Dios, es que sea para lo que es: tiempo para santificarnos. El domingo es, pues, para extender la mano hacia Jesús y encontrarnos con Dios y con los hermanos. El domingo, día del Señor, no pretende ser más que eso, un día dedicado para enriquecer la experiencia del encuentro con Dios. Sábado Lc 14, 1.7-11 El que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido. El tema central de esta afirmación de Jesús es la humildad, la base de todas las demás virtudes. La humildad, es una virtud que, por respeto a Dios, cohíbe el apetito desordenado de la propia excelencia. En ella hay respeto a Dios, y también a los hombres (Cfr. SANTO TOMAS, S Th II-II, 161, 3). Jesucristo, abatiéndose desde la altura de la divinidad hasta la muerte ignominiosa (Cfr. Flp 2,5-11) es el supremo ejemplo de humildad, y el que nos muestra por la resurrección el premio que merece: “El que se humilla será ensalzado” (Lc 14,11). La humildad nos da el conocimiento verdadero de nosotros mismos, principalmente ante Dios, pero también ante los hombres. Por la humildad el hombre conoce sus propias cualidades, pero reconoce también su condición de criatura limitada, y de pecador lleno de culpas (Cfr. GS 19, 1; CIgC 27). El que se tiene a sí mismo en menos o en más de lo que realmente es y puede, no es perfectamente humilde, pues no tiene verdadero conocimiento de sí mismo. La humildad nos guarda en la verdad y nos libra de muchos males: de la vanidad ante los otros y de la soberbia ante nosotros mismos; nos libra del mundo, pues “todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, concupiscencia de los ojos y orgullo de la vida” (1 Jn 2,16) [Cfr. CIgC 377]; nos hace salir de los engaños del mundo, enfermo de vanidad y de soberbia, falso y alucinatorio, lleno de apariencias y vacío de realidades verdaderas; nos libra del influjo del Maligno, que es el Padre de las mentiras mundanas, y que tienta siempre al hombre a la autonomía soberbia –“serán como Dios” (Gén 3,5) (Cfr. CIgC 391) -, y a la desobediencia orgullosa ante el Señor –“no te serviré”- (Jer 2,20). El humilde conoce que todos sus bienes y cualidades vienen de Dios. En efecto, es propio del hombre todo lo defectuoso, y propio de Dios todo lo que hay en el hombre de bondad y perfección (Cfr. Os 13,9) [Cfr. CIgC 397)]. El hombre, sin Dios, sólo es capaz de mal. Y sólo con Dios, es capaz de todo bien. En efecto, no hay más perfección absoluta que la de Dios: “uno solo es bueno” (Mt 19,27), pues la bondad del hombre siempre es relativa. Así, pues, siempre al hombre le conviene la humildad (Cfr. CIgC 41). SEMANA TRIGÉSIMA PRIMERA Lunes Lucas 14,12-14 “No invites a tus amigos, sino a los pobres”. Esto es lo que el Señor propone al que lo había invitado a comer, para que los pobres lo reciban “cuando resuciten los justos”. San Beda enseña que el Señor “No prohíbe como un delito que se convide a los hermanos, a los amigos y a los ricos, pero manifiesta que, como los otros comercios de la necesidad humana, de nada nos aprovecha para obtener la salvación. Por 168 esto añade: “No sea que te vuelvan ellos a convidar y te lo paguen”. No dice que se pecará. Y esto se parece a lo que dice en otro lugar (Lc 6,36): “¿Y si hacen beneficios a los que se los hacen, en qué consistirán sus méritos?”. Por esto, san Antonio invita repetidamente a los fieles a pensar en la verdadera riqueza, la del corazón, que haciéndonos ser buenos y misericordiosos nos hace acumular tesoros para el cielo. "Oh ricos —así los exhorta— hagan amigos... a los pobres, acójanlos en sus casas: luego serán ellos, los pobres, quienes los acogerán en los tabernáculos eternos, donde existe la belleza de la paz, la confianza de la seguridad, y la opulenta serenidad de la saciedad eterna” (ib., p. 29). Por consiguiente, si algún hombre ha dado alimento o vestido a los pobres como limosna en el nombre de Cristo, escuchará estas palabras consoladoras en el Día del Juicio: “Tuve hambre, y me diste de comer... estaba desnudo, y me vestiste”, recibe, por lo tanto, mi Reino eterno. Martes Lc 14, 15-24 Sal a los caminos y a las veredas; insísteles a todos para que vengan y se llene mi casa. En este evangelio propone Jesús la parábola de los invitados al banquete del Reino. Esta era clara: los del pueblo de Israel eran los que antes que nadie recibieron la invitación para el “banquete del Reino de Dios”. Pero, cuando llegó la hora, rehusaron asistir, poniendo excusas: la compra de un campo o de unos bueyes, la boda reciente. Pero Dios no cierra la puerta del convite: invita a otros, los que los israelitas consideraban “pobres, lisiados, ciegos y cojos”. Dios quiere “que se le llene la casa”. Ya que no han querido los titulares de la invitación, que la aprovechen otros. ¿Son sólo los israelitas los ingratos, que no saben aprovechar la invitación y se autoexcluyen del banquete? Cada uno de nosotros debería hacerse un chequeo para ver si mereceríamos también la queja de Jesús por no haber sabido aprovechar su invitación. Si nos invitaran a hacer penitencia o a un trabajo enorme, se podría entender la negativa. Pero nos invita a un banquete. A la felicidad, a la alegría, a la salvación. ¿Cómo es que no sabemos aprovechar esa inmensa suerte, mientras que otros, mucho menos favorecidos que nosotros, saben responder mejor a Dios? Cuando san Lucas escribía este evangelio, ya se veía que Israel, al menos en su mayoría, había rechazado al Mesías, mientras que otros muchos, procedentes del paganismo, sí lo aceptaban. La Palabra de Dios que escuchamos, su perdón, su gracia, la fe que nos ha dado, la comunidad eclesial a la que pertenecemos, los sacramentos, la Eucaristía, el ejemplo de tantos Santos y Santas, el ejemplo también de tantas personas que nos estimulan con su fidelidad: ¿no estamos desperdiciando las invitaciones que nos envía continuamente Dios?, ¿Qué excusas esgrimo para no darme por enterado?, ¿Hago como los niños que no aceptaban ni la música alegre ni la triste?, ¿O como los que no acogieron ni al Bautista, por austero, ni a Jesús, por demasiado humano? Cuando llegue la hora del banquete, Irán delante de nosotros Zaqueo, y la Magdalena, y el buen ladrón, y la adúltera: ellos no eran oficialmente tan buenos como nosotros, pero aceptaron agradecidos y gozosos la invitación de Jesús. En cada Eucaristía somos invitados a participar de este banquete sacramental, que es anticipo del definitivo del cielo: “dichosos los invitados a la cena del Señor” (en latín, “a la cena de bodas del Cordero”). Celebrar la Eucaristía debe ser el signo diario de que celebramos también todos los demás bienes que Dios nos ofrece. Miércoles 169 Lc 14, 25-33 El que no renuncie a todos sus bienes no puede ser mi discípulo. Es fuerte y dura esta formulación de san Lucas: Seguir a Jesús significa muchas veces no sólo dejar las ocupaciones y romper los lazos que hay en el mundo, sino también distanciarse de la agitación en que se encuentra e incluso dar los propios bienes a los pobres. No todos son capaces de hacer ese desgarrón radical: no lo fue el joven rico, a pesar de que desde niño había observado la ley y quizá había buscado seriamente un camino de perfección, pero “al oír esto (es decir, la invitación de Jesús), se fue triste, porque tenía muchos bienes” (Mt 19, 22; Mc 10, 22); sin embargo, los Apóstoles y con ellos, infinidad de personas, sí lo han hecho, como san Martín de Porres… Jesús no sólo quiere que llevemos una vida enriquecida con su persona llevándolo en el corazón, sino que Él mismo es modelo perfecto: Él vivió verdaderamente como pobre. Según san Pablo, él, Hijo de Dios, abrazó la condición humana como una condición de pobreza, y en esta condición humana siguió una vida de pobreza. Su nacimiento fue el de un pobre, como indica el establo donde nació y el pesebre donde lo puso su madre. Durante treinta años vivió en una familia en la que José se ganaba el pan diario con su trabajo de carpintero, trabajo que después él mismo compartió (cf. Mt 13, 55; Mc 6, 3). En su vida pública pudo decir de sí: “El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza” (Lc 9, 58), para indicar su entrega total a la misión de redención en condiciones de pobreza. Y murió como esclavo y pobre, despojado literalmente de todo, en la cruz. Había elegido ser pobre hasta el fondo. Jesús advierte acerca del doble peligro de los bienes de la tierra, a saber, que con la riqueza el corazón se cierre a Dios, y se cierre también al prójimo, como se ve en la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro (cf. Lc 16, 19-31). Sin embargo, Jesús no condena de modo absoluto la posesión de los bienes terrenos: le apremia más bien recordar a quienes los poseen el doble mandamiento del amor a Dios y del amor al prójimo. El ejemplo de Cristo, así como su palabra, es norma para los cristianos. Sabemos que todos, sin distinción, en el día del juicio universal, seremos juzgados sobre nuestro amor concreto a los hermanos. Es más, será en el amor manifestado concretamente como muchos, aquel día, descubrirán que encontraron a Cristo, aun no habiéndolo conocido de manera explícita (cf. Mt 25, 35-37). Jueves Lc 15, 1-10 Habrá alegría en el cielo por sólo pecador que se arrepiente. Dios es verdaderamente el pastor que deja las noventa y nueve ovejas para ir en busca de la perdida (cf. Lc 15, 4-6); es el padre que espera siempre al hijo pródigo (cf. Lc 15, 11-31). ¿Quién puede decir que está sin pecado y que no necesita la misericordia de Dios? Dios vence el mal con su misericordia infinita. Y ante ese amor misericordioso deben brotar en nuestro corazón el deseo de convertirnos y el anhelo de una vida nueva. Por la misma razón, después de haber encontrado la ovejilla alejada de las cien ovejas, que erraba por montes y collados, no volvió a conducirla al redil con empujones y amenazas, ni de malas maneras; sino que lleno de misericordia la devolvió al redil incólume y sobre sus hombros. Al abrirnos a la misericordia, no pretendemos ciertamente aprovecharnos de ella para acomodarnos en la mediocridad y en el pecado; al contrario, sintámonos impulsados a llevar una vida nueva. ¡Oh María, Madre de misericordia! Tú conoces como nadie el corazón de tu divino Hijo. Inspíranos con respecto a Jesús la confianza filial que vivieron los santos. Mira con amor nuestra miseria; arráncanos, oh Madre, de las contrastantes tentaciones de la autosuficiencia y del abatimiento, y alcánzanos la abundancia de la misericordia que nos salva. Viernes Lc 16, 1-8 170 Los que pertenecen a este mundo son más hábiles en sus negocios que los que pertenecen a la luz. Jesús, con la parábola de hoy se queja de que los que hacen el mal pongan más empeño en sus objetivos que los que intentan hacer el bien. Mientras los que hacen el mal no dejan de poner todos los medios a su alcance sin temor a lo que puedan decir los demás, los hijos de la luz tienen casi que pedir permiso antes de emprender una obra buena. Jesús nos pide más espíritu de iniciativa, más tesón, más audacia, más entrega a la hora de hacer el bien, y en especial a la hora de hacer apostolado. Jesús nos ha dicho: “ustedes son la luz del mundo” (Mateo 5, 14). Y el mundo está en las tinieblas de la ignorancia, porque faltan apóstoles –“hijos de la luz”que sepan dar testimonio del Evangelio. Quizá, por un lado queremos hacer apostolado con amigos y familiares: queremos explicarles la alegría y la paz que produce el seguirte. Pero, a veces, sentimos otra fuerza que os frena: un temor a quedar mal, a no ser oportuno. Esta fuerza es lo que se llama “tener respetos humanos”, y es la que hace que los “hijos de la luz” no brillen como debieran. Sobre este punto Juan Pablo II, nos dice: “¡Anuncien la Palabra con toda claridad, indiferentes al aplauso o al rechazo! En definitiva, no somos nosotros quienes promovemos el éxito o el fracaso del Evangelio, sino el Espíritu de Dios. Los creyentes y los no creyentes tienen el derecho a escuchar inequívocamente el auténtico anuncio de la Iglesia. Anuncien la Palabra con todo el amor del Buen Pastor, que se da, que busca, que comprende”. En efecto, “¡Qué afán ponen los hombres en sus asuntos terrenos!: ilusiones de honores, ambición de riquezas, preocupaciones de sensualidad. -Ellos y ellas, ricos y pobres, viejos y hombres maduros y jóvenes y aun niños: todos por igual. Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos de nuestra alma tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo que no venzamos en nuestras empresas de apostolado” (Camino.-317). En definitiva, Jesús nos pide hoy que pongamos un verdadero interés en los asuntos del alma, de modo que nuestra fe sea capaz de dar futo, necesitamos una fe viva y operativa que se demuestre con hechos de piedad, de trabajo bien hecho y de servicio a los demás... Así venceremos los respetos humanos; y no habrá obstáculos que nos detengan en nuestra vocación a la santidad y al apostolado. Sábado Lc 16, 9-15 Si con el dinero, tan llenos de injusticias, no fueron files, ¿quién les confiará los bienes verdaderos? En el evangelio de hoy, Jesús nos recuerda que no podemos servir a Dios y al dinero. Porque el corazón acaba escogiendo: o amo a Dios sobre todas las cosas o acabaré amando a todas las cosas sobre Dios. Esto no significa que si escojo a Dios ya no puedo disfrutar de los bienes de la tierra. De hecho, es al contrario: el que sirve a Dios, usa las cosas como medios, no como fines: y ese desprendimiento hace que saboreemos las cosas con libertad. En cambio, el que sirve al dinero y pone su corazón en las cosas materiales, pierde constantemente la paz y la alegría, porque nunca tiene bastante. “La abundancia de riquezas no sólo no sacia la ambición del rico, sino que la aumenta, como sucede con el fuego que se fomenta más cuando encuentra mayores elementos que devorar…”, enseña San Juan Crisóstomo. Por consiguiente busquemos utilizar los bienes personales y materiales de tal modo que, al final de nuestra vida, nos reciba nuestro Padre en las “moradas eternas”. SEMANA TRIGÉSIMA SEGUNDA Lunes Lc 17, 1-6 171 Si tu hermano te ofende siete veces al día, y siete veces viene a ti para decirte, que se arrepiente, perdónalo. Con esta respuesta el Señor quiere que Pedro tenga claro, y nosotros también, que no debemos poner límites a nuestro perdón a los demás. Al igual que el Señor está siempre dispuesto a perdonarnos, también nosotros debemos estar prontos a perdonarnos mutuamente. Y ¡qué grande es la necesidad de perdón y reconciliación en nuestro mundo de hoy, en nuestras comunidades y familias, en nuestro mismo corazón! Por esto, el sacramento específico de la Iglesia para perdonar, el sacramento de la penitencia, es un don del Señor sumamente preciado. En el sacramento de la penitencia Dios nos concede su perdón de modo muy personal. Por medio del ministerio del sacerdote, vamos a nuestro Salvador con el peso de nuestros pecados. Confesamos que hemos pecado contra Dios y contra nuestro prójimo. Manifestamos nuestro dolor y pedimos perdón al Señor. Entonces, a través del sacerdote, oímos a Cristo que nos dice: “Tus pecados quedan perdonados” (Mc 2, 5): “Anda y en adelante no peques más” (Jn 8, 11). ¿No podemos oír también que nos dice al llenarnos de su gracia salvífica: “Derrama sobre los otros setenta veces siete este mismo perdón y misericordia”? Con la Bienaventurada Madre de Dios, proclamemos la misericordia de Dios que se extiende de generación en generación, buscando el perdón y dando el perdón hasta setenta veces siete. Martes Lucas 17, 7-10 “No somos más que siervos; sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer”. En estas palabras que hemos escuchado en el Evangelio, Jesús nos plantea una pregunta que no es posible evitar: ¿Realmente estamos haciendo lo que debemos? Juan Pablo II decía que el cristiano sabe que, junto con los demás ciudadanos, tiene una responsabilidad muy precisa con respecto al destino de su patria y a la promoción del bien común. La fe impulsa siempre al servicio de los demás, de los compatriotas, considerados como hermanos. Y no puede haber testimonio eficaz sin una fe profundamente vivida, sin una vida enraizada en el Evangelio e impregnada de amor a Dios y al prójimo a ejemplo de Jesucristo. Para el cristiano dar testimonio quiere decir revelar a los demás las maravillas del amor de Dios, construyendo en unión con sus hermanos el Reino, del que la Iglesia “constituye el germen y el comienzo” (LG, 5). “… Somos siervos inútiles...”. La fe no busca cosas extraordinarias, sino que se esfuerza por ser útil, sirviendo a los hermanos desde la perspectiva del Reino. Su grandeza reside en la humildad: “Somos siervos inútiles...”. Una fe humilde es una fe auténtica. Y una fe auténtica, aunque sea pequeña “como un grano de mostaza”, puede realizar cosas extraordinarias (Juan Pablo II). San Beda afirma que “Somos siervos porque hemos sido comprados por precio; inútiles porque el Señor no necesita de nuestras buenas acciones, o porque no son condignos los trabajos de esta vida para merecer la gloria; así la perfección de la fe en los hombres consiste en reconocerse imperfectos después de cumplir todos los mandamientos”. Miércoles Lc 17, 11-19 ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios? El evangelio habla del encuentro de diez leprosos con Jesús. Los cura a todos, pero sólo uno, un samaritano, vuelve para darle las gracias y es a este extranjero agradecido a quien dice: “Tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19). Así pues, los diez leprosos fueron ‘curados’ de su enfermedad, pero sólo uno fue ‘salvado’: aquel que por su fe glorificó a Dios y dio gracias a Jesús. 172 San Lucas pone de relieve que el leproso salvado era un extranjero, que vuelve a Jesús para a darle las gracias (cf. Lc 17, 11-19). El Señor le dice: “Levántate, vete: tu fe te ha salvado” (Lc 17, 19). Esta página evangélica nos invita a una doble reflexión: Primero, nos permite pensar en dos grados de curación: uno, más superficial, concierne al cuerpo; el otro, más profundo, afecta a lo más íntimo de la persona, a lo que la Biblia llama el ‘corazón’, y desde allí se irradia a toda la existencia. La curación completa y radical es la ‘salvación’, que es mucho más que la salud; en efecto, es una vida nueva, plena, definitiva. En segundo lugar, Jesús pronuncia la expresión: ‘Tu fe te ha salvado’. Es la fe la que salva al hombre, restableciendo su relación profunda con Dios, consigo mismo y con los demás; y la fe se manifiesta en el agradecimiento. Quien sabe agradecer, como el samaritano curado, demuestra que no considera todo como algo debido, sino como un don que, incluso cuando llega a través de los hombres o de la naturaleza, proviene en definitiva de Dios. Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: “gracias”! En realidad, la lepra que realmente desfigura al hombre y a la sociedad es el pecado; son el orgullo y el egoísmo los que engendran en el corazón humano indiferencia, odio y violencia. Esta lepra del espíritu, que desfigura el rostro de la humanidad, nadie puede curarla sino Dios, que es Amor. Abriendo el corazón a Dios, la persona que se convierte es curada interiormente del mal. Jueves Lc 17, 20.25 El reino de Dios ya está entre ustedes. A Jesús, en el evangelio escuchado, le preguntan “los fariseos cuándo llegaría el reino de Dios”, respondió: “El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: “véanlo aquí o allá", porque el reino de Dios ya está entre ustedes” (Lc 17, 20-21). Por consiguiente, Dios ha entrado en la historia humana y en el mundo, y avanza silenciosamente: el reino nace y se desarrolla ya en el tiempo, como germen inserto en la historia del hombre y del mundo. Esta realización del reino tiene lugar mediante la palabra del Evangelio y mediante toda la vida terrena del Hijo del hombre, coronada en el misterio pascual con la cruz y la resurrección. Según la enseñanza y la oración de Jesús, el reino de Dios debe crecer en los corazones de los discípulos ‘en este mundo’; sin embargo, llegará a su cumplimiento en el mundo futuro: “cuando el Hijo del hombre venga en su gloria... Serán congregadas delante de Él todas las naciones” (Mt 25, 31-32). Así, pues, el reino de Dios es como una fiesta de bodas a la que el Padre del cielo invita a los hombres en comunión de amor y de alegría con su Hijo. Todos están llamados e invitados: pero cada uno es responsable de la propia adhesión o del propio rechazo, de la propia conformidad o disconformidad con la ley que reglamenta el banquete. Viernes Lc 17, 26-37 Lo mismo sucederá el día en que el Hijo de Dios se manifieste. En el lenguaje de Jesús “el día del Hijo del hombre” expresa el fin de los tiempos, el día de su segunda venida. La Segunda Venida de Jesús, según Lucas, se llevará a cabo mientras la gente está ocupada con los acontecimientos de la vida diaria: de comer, beber, casarse, comprar, vender, sembrar, construir. Los que estén unidos a Dios con una vida de justicia y santidad participarán en esta definitiva etapa de la Iglesia y del mundo, también llamada la Jerusalén celestial, en la cual “no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado” (Apocalipsis 21, 4). “La espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya cierto esbozo del siglo nuevo” (CEC.-1049). Por tanto, la felicidad en la otra vida se corresponde con la felicidad en ésta: el 173 que, por no saber darse a los demás, no tiene capacidad de amar y ser feliz aquí, se autoexcluye de la felicidad eterna en el Cielo. Sábado Lc 18, 1-8 Dios hará justicia a sus elegidos que claman a Él. Jesús, en la parábola del evangelio de hoy nos enseña de una manera gráfica que es necesario “orar siempre y no desfallecer”. Jesús para subrayar la "necesidad de orar siempre, sin desfallecer", nos dice la parábola del juez injusto y de la viuda (cf. Lc 18, 1-5). En la parábola, Jesús, nos habla de uno de los tipos más conocidos de oración: la oración de petición. La oración exige dos condiciones: La primera condición de la oración es la perseverancia; la segunda, la humildad. Seamos santamente tercos, con confianza. Pensemos que el Señor, cuando le pedimos algo importante, quizá quiere la súplica de muchos años. ¡Insiste!..., pero insiste siempre con más confianza. (Cfr. Forja.-535). Jesús nos insiste en que permanezcamos en El, en permanecer en su amor, en que seamos sarmientos injertados en la Vid, para dar frutos abundantes; Jesús advierte claramente: “Sin mí no podéis hacer' nada” (Jn 15, 5) e invita a orar siempre sin desfallecer jamás (Lc 18, 1). Y la mejor manera de pedirte algo es rezando el Rosario: “No dejemos de inculcar con todo cuidado la práctica del Rosario, la oración tan querida de la Virgen y tan recomendada por los Sumos Pontífices, por medio del cual los fieles pueden cumplir de la manera más suave y eficaz el mandato del Divino Maestro: Pidan y recibirán, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá” (Pió XI, Encíclica Ingravescentibus malis, 29-IX-1937). SEMANA TRIGÉSIMA TERCERA Lunes Lc 18, 35-43 ¿Qué quieres que haga por ti?-Señor, que vea. El Señor encuentra a Bartimeo, que había perdido la vista. Sus caminos se cruzan, se convierten en un único camino. “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!”, grita el ciego con confianza. Replica Jesús: “Llámenle”, y añade: “¿Qué quieres que te haga?”. Dios es la luz y el creador de la luz. El hombre es hijo de la luz, hecho para ver la luz, pero ha perdido la vista, y se ve obligado a mendigar. A nuestro lado pasa el Señor, que se ha hecho mendigo por nosotros: sediento de Nuestra fe y de nuestro amor. “¿Qué quieres que te haga?”. Dios lo sabe, pero pregunta; quiere que el hombre hable. Quiere que el hombre se levante, que recupere la valentía para pedir lo que le corresponde por su dignidad. Nuestro Padre Dios quiere oír de boca del hijo la libre voluntad de volver a ver la luz, esa luz para la cual lo ha creado. “Maestro, ¡que vea!”. Y Jesús le dice: “Vete, tu fe te ha salvado. Y al instante recobró la vista y le seguía por el camino” (Mc 10,51-52). Cristo Redentor ha venido a nosotros como Médico que sana. Acerquémonos a Él con una fe viva y con la frecuencia de los sacramentos. Digámosle confiadamente como el ciego del Evangelio: Domine, ut videam (Lc 18, 41), “Señor, que vea”, Que vea lo que Tú quieres de mí; que vea las cosas y los acontecimientos con fe, con visión sobrenatural; que vea mejor mis defectos, para luchar contra ellos; que 174 vea un poco más las cosas positivas de los demás y un poco menos sus limitaciones; que vea el mundo con ojos apostólicos como los tuyos, para sentirme corredentor contigo. Martes Lc 19, 1-10 El Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido. Zaqueo, siendo de pequeña estatura, subió a un árbol para ver mejor a Jesús cuando pasara. Jesús le correspondió y le dijo: “hoy me hospedaré en tu casa”. Y cuando el publicanos bajó lleno de alegría, ofreció a Jesús la hospitalidad de su propia casa, y oyó que Jesús le decía: “Hoy ha venido la salvación a tu casa, por cuanto éste es también hijo de Abraham; pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido" (cf. Lc 19, 110). De este texto se desprende no sólo la familiaridad de Jesús con publicanos y pecadores, sino también el motivo por el que Jesús los buscara y tratara con ellos: su salvación. Jesús, “semejante a nosotros en todo excepto en el pecado”, se mostró cercano a los pecadores y pecadoras para alejar de ellos el pecado. Jesús obraba con el espíritu de un amor grande hacia el hombre, en virtud de la solidaridad profunda con sus semejantes, creado por Dios a su imagen y semejanza (cf. Gén 1, 27; 5, 1). El Hijo de Dios ha venido al mundo para revelarnos el amor. Lo revela ya por el hecho mismo de hacerse hombre: uno como nosotros. Jesucristo, verdadero hombre, es la expresión fundamental de su solidaridad con todo hombre, “Él tomó nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias” (Mt 8, 17; cf. Is 53, 4). Renovemos en nosotros la fe y la esperanza de la vida eterna: porque “el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10). Miércoles Lc 19, 11-28 ¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco? (Cfr. Benedicto XVI, Ángelus del 16 de noviembre de 2008) El evangelio de hoy narra la célebre parábola de los talentos. El texto habla de “un hombre que, al ausentarse, llamó a sus siervos y les encomendó su hacienda” (Mt 25, 14). El hombre de esta parábola representa a Cristo mismo; los siervos son los discípulos; y los talentos son los dones que Jesús les encomienda. Por tanto, estos dones, no sólo representan las cualidades naturales, sino también las riquezas que el Señor Jesús nos ha dejado como herencia para que las hagamos fructificar: su Palabra, depositada en el santo Evangelio; el Bautismo, que nos renueva en el Espíritu Santo; la oración el ‘padrenuestro’ que elevamos a Dios como hijos unidos en el Hijo; su perdón, que nos ha ordenado llevar a todos; y el sacramento de su Cuerpo inmolado y de su Sangre derramada. En una palabra: el reino de Dios, que es él mismo, presente y vivo en medio de nosotros. La parábola de hoy insiste en la actitud interior con la que se debe acoger y valorar este don. La actitud equivocada es la del miedo: el siervo que tiene miedo de su señor y teme su regreso, esconde la moneda bajo tierra y no produce ningún fruto. Esto sucede, por ejemplo, a quien, habiendo recibido el Bautismo, la Comunión y la Confirmación, entierra después dichos dones bajo una capa de prejuicios, bajo una falsa imagen de Dios que paraliza la fe y las obras, defraudando las expectativas del Señor. El mensaje central se refiere al espíritu de responsabilidad con el que se debe acoger el reino de Dios: responsabilidad con Dios y con la humanidad. La Virgen María, que, al recibir el don más valioso, Jesús mismo, lo ofreció al mundo con inmenso amor, encarna perfectamente esta actitud del corazón. Pidámosle que nos ayude a ser ‘siervos buenos y fieles’, para que podamos participar un día en ‘el gozo de nuestro Señor’. Jueves 175 Lc 19, 41-44 Si supieras lo que puede conducirte a la paz. Cristo, que vino a la tierra para darnos su paz, él mismo es nuestra paz; y para acoger el don de la paz, debemos abrirnos a la verdad que se reveló en la persona de Jesús, el cual nos enseñó el ‘contenido’ y a la vez el ‘método’ de la paz, es decir, el amor. Jesús nos indicó el camino de la paz: el diálogo, el perdón y la solidaridad. He aquí el único camino que lleva a la verdadera paz. Los cristianos en la medida en que hagamos presente en nuestra vida y en la vida de los demás, nos convertiremos en constructores de paz. Jesús nos llama a ser artífices de paz: “Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios” (Mt 5, 9; cfr. Lc 10, 5 etc.). Nosotros creemos que Jesucristo, mediante la donación de su vida en la cruz, se ha convertido en nuestra Paz: él ha derribado el muro de odio que separaba a los hermanos enemistados (Efes. 2, 14). Mediante su resurrección y entrada en la gloria del Padre, nos asocia misteriosamente a su vida: reconciliándonos con Dios, repara las heridas del pecado y de la división. Sin embargo, la paz es también obra nuestra: exige nuestra acción decidida y solidaria. Pero es inseparablemente y por encima de todo un don de Dios: exige nuestra oración. Los cristianos hemos de estar en primera fila entre aquellos que oran diariamente por la paz y construyen la paz. Busquemos espacios para orar con María, Reina de la paz. Que el amor a la Virgen María nos ayude a seguir mejor a Jesús, que, con su encarnación, ha traído la paz para todo el mundo. Viernes Lc 19, 45-48 Ustedes han convertido la casa de Dios en cueva de ladrones. En el evangelio de hoy vemos la indignación de Jesús con los vendedores del templo: ¡arrojó de allí a cuantos vendían y compraban en él, y derribó las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas, diciéndoles: escrito está: “Mi casa será llamada Casa de oración’ pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones” (Mt 21, 1213; cf. Mc 11, 15). A Jesús lo ‘devora’ este ‘celo’ por la ‘casa de Dios’, utilizada con un fin diferente de aquel para el que estaba destinada. La actitud ‘severa’ del Señor parecería estar en contraste con la mansedumbre habitual con la que se acerca a los pecadores, cura a los enfermos, acoge a los pequeños y a los débiles. Sin embargo, observando con atención, la mansedumbre y la severidad son expresiones del mismo amor, que sabe ser, según la necesidad, tierno y exigente. El amor auténtico va acompañado siempre por la verdad. Ciertamente, el celo y el amor de Jesús a la casa del Padre no se limitan a un templo de piedra. El mundo entero pertenece a Dios, y no se ha de profanar. Con el gesto profético que nos refiere el texto evangélico de hoy, Cristo nos pone en guardia contra la tentación de ‘comerciar’ incluso con la religión, supeditándola a intereses mundanos o, de cualquier modo, ajenos a ella. Cristo alza su voz contra cuantos convierten el mercado en su ‘religión’ hasta ofender la dignidad de la persona humana con abusos de todo tipo. Pensemos, por ejemplo, en la falta de respeto a la vida, hecha objeto a veces de peligrosos experimentos; pensemos en la contaminación ecológica, la comercialización del sexo, el tráfico de drogas y la explotación de los pobres y los niños. Cristo es el verdadero Templo de Dios, “el lugar donde reside su gloria”; por la gracia de Dios los cristianos son también templos del Espíritu Santo, piedras vivas con las que se construye la Iglesia. Sábado Lc 20, 27-40 Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. En una primera instancia podemos destacar la figura del Dios vivo y personal que está en el centro de la fe auténtica (cf. vv. 13-14). Su presencia es eficaz y 176 salvífica; el Señor no es una realidad inmóvil y ausente, sino una persona viva que ‘gobierna’ a sus fieles, ‘se compadece’ de ellos y los sostiene con su poder y su amor. Por otra parte, podemos pensar en la realidad consoladora de la resurrección de los muertos. La tradición bíblica y cristiana, fundándose en la palabra de Dios, afirma con certeza que, después de esta existencia terrena, se abre para el hombre un futuro de inmortalidad. La fe en la resurrección de los muertos se basa, como recuerda la página evangélica de hoy, en la fidelidad misma de Dios, que no es Dios de muertos, sino de vivos, y comunica a cuantos confían en él la misma vida que posee plenamente. Por tanto, el Dios vivo quiere la vida de los hombres. El se revela para salvarlos, pero no lo hace solo ni contra la voluntad de los hombres. Pero Él no deja llamar incansablemente a cada persona al encuentro misterioso con Él. Así, por ejemplo, la oración acompaña a toda la historia de la salvación como una llamada recíproca entre Dios y el hombre. El Dios vivo nos llama siempre a vivir con Él. SEMANA TRIGÉSIMA CUARTA Lunes Lc 21, 1-4 Vio a una viuda pobre que echaba dos moneditas. En algunas ocasiones las mujeres aparecen en las parábolas con las que Jesús de Nazaret explicaba a sus oyentes las verdades sobre el Reino de Dios; así lo vemos en la parábola de la dracma perdida (cf. Lc 15, 8-10), de la levadura (cf. Mt 13, 33), de las vírgenes prudentes y de las vírgenes necias (cf. Mt 25, 1-13). Particularmente elocuente es la narración del óbolo de la viuda, en el evangelio de hoy. Mientras “los ricos (...) echaban sus donativos en el arca del tesoro (...) una viuda pobre echaba allí dos moneditas”. Entonces Jesús dijo: “Esta viuda pobre ha echado más que todos (...) ha echado de lo que necesitaba, todo cuanto tenía para vivir” (Lc 21, 1-4). Con estas palabras Jesús la presenta como modelo, al mismo tiempo que la defiende, pues en el sistema socio-jurídico de entonces las viudas eran unos seres totalmente indefensos (cf. también Lc 18, 1-7). Es particularmente conmovedor meditar en la actitud de Jesús hacia la mujer: se mostró audaz y sorprendente para aquellos tiempos, cuando, en el paganismo, la mujer era considerada objeto de placer, de mercancía y de trabajo, y, en el judaísmo, estaba marginada y despreciada. Jesús mostró siempre la máxima estima y el máximo respeto por la mujer, por cada mujer, y en particular fue sensible hacia el sufrimiento femenino. Traspasando las barreras religiosas y sociales del tiempo, Jesús restableció a la mujer en su plena dignidad de persona humana ante Dios y ante los hombres. Es triste ver cómo la mujer en el curso de los siglos ha sido tan humillada y maltratada. ¡Sin embargo, debemos estar convencidos de que la dignidad del hombre, como la de la mujer, se encuentra de modo total y exhaustivo sólo en Cristo! Por tanto, Jesús, habiendo amado a cada hombre y mujer de todos los tiempos los ha hecho amables, es decir, dignos de ser amados. De ahí nace el deber de amar y el derecho a ser amado. Martes Lc 21, 5-11 No quedará piedra sobre piedra. Al salir de la ciudad, un discípulo le mostró a Jesús el espectáculo de los poderosos muros que sostenían el templo. La respuesta del Maestro fue sorprendente: dijo que de esos muros no quedaría piedra sobre piedra. Entonces Andrés, juntamente con Pedro, Santiago y Juan, le preguntó: “Dinos cuándo sucederá eso y cuál será la señal de que todas estas cosas están para cumplirse” (cf. Mc 13, 1-4). Como respuesta a esta pregunta, Jesús pronunció un importante discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el fin del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos del tiempo y a 177 mantener siempre una actitud de vigilancia. De este episodio podemos deducir que no debemos tener miedo de plantear preguntas a Jesús, pero, a la vez, debemos estar dispuestos a acoger las enseñanzas, a veces sorprendentes y difíciles, que él nos da. Con este evangelio, el Señor nos dirige también a nosotros las palabras que en el Apocalipsis dirigió a la Iglesia de Éfeso: “Arrepiéntete. (...). Por tanto, debemos dejar que resuene con toda su seriedad en nuestra alma esa amonestación, diciendo al mismo tiempo al Señor: “Ayúdanos a convertirnos. Concédenos a todos la gracia de una verdadera renovación. No permitas que se apague tu luz entre nosotros. Afianza nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor, para que podamos dar frutos buenos”. Miércoles Lc 21, 12-19 Todos los odiarán a ustedes por causa mía. Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá. Jesús, pocos días antes de tu pasión quiere avisar a tus discípulos que la vida del cristiano no es una vida fácil: es una vida exigente, que no se adapta a las debilidades personales ni a las concepciones culturales; es una vida que va a chocar con los criterios del mundo. Cristo no promete a sus discípulos éxitos terrenos o prosperidad material; no presenta ante sus ojos una ‘utopía’, como ha sucedido más de una vez, y como sucede siempre, en la historia de las ideologías humanas o en las compañas de los políticos. El dice sencillamente a sus discípulos: “los odiarán a ustedes por causa mía”. Los entregarán a los organismos de las diversas autoridades, los meterán en la cárcel, los llevarán ante los diversos tribunales. Todo esto “por amor de mi nombre” (Lc 21, 12). Por ello, el cristiano va a ser perseguido y odiado, incluso por familiares y amigos, al igual que le persiguieron y odiaron a Él. Jesús quiere que estemos preparados “para dar testimonio”. El cristiano ha de ser la sal de la tierra y la luz del mundo, dando testimonio con su vida mortificada y alegre de la fe que profesa. Sin embargo, ni un cabello de su cabeza perecerá. Aunque dar testimonio cristiano puede resultar difícil en ocasiones, Jesús nos asegura que Él estarás siempre a nuestro lado: “Yo les daré palabras de sabiduría que no podrán resistir ni contradecir sus adversarios”. La fuerza de la fe y la fuerza de la esperanza que proviene de Dios son más potentes que las persecuciones, que el odio, que el castigo y que la misma muerte. Los mártires dan testimonio de Cristo precisamente por esta fuerza de la fe y de la esperanza. En efecto, ellos, semejantes a Jesús en la pasión y en la muerte, proclaman, al mismo tiempo, la potencia de su resurrección. El autor del Libro de la Sabiduría escribe: “Después de un breve castigo serán colmados de bendiciones, porque Dios los probó y los halló dignos de sí” (Sab 3, 5). Jueves Lc 21, 20-28 Jerusalén será pisoteada por los paganos, hasta que se cumpla el plazo señalado por Dios. Para Israel, la ciudad de Jerusalén y el Templo lo eran todo, y no sólo en el aspecto religioso sino también en el social y el económico. Su destrucción significó la destrucción de toda la nación. El juicio anunciado por el Señor Jesús, se refiere sobre todo a la destrucción de Jerusalén en el año 70. Jesús pronunció este e discurso sobre la destrucción de Jerusalén y sobre el fin del mundo, invitando a sus discípulos a leer con atención los signos del tiempo y a mantener siempre una actitud de vigilancia. Por tanto, la profecía de Jesús sobre Jerusalén también nos afecta a nosotros: este tiempo es un tiempo de permanente tensión hacia la Jerusalén celestial, la morada de Dios en el cielo, que es la razón de nuestra vida presente. Así como Jerusalén y el templo lo era todo para la nación judía, también para nosotros la vida eterna, que perder esta ciudadanía por la muerte segundo, sería lo más terrible para los hijos de Dios. 178 Este tiempo del fin del año litúrgico nos invita a dirigir la mirada a la “Jerusalén celestial”, que es el fin último de nuestra peregrinación terrena. Al mismo tiempo, nos exhorta a comprometernos, mediante la oración, la conversión y las buenas obras, a acoger a Jesús en nuestra vida, para construir junto con él este edificio espiritual, del que cada uno de nosotros -nuestras familias y nuestras comunidades parroquiales- es piedra preciosa, por lo cual es necesario darlo todo. Viernes Lc 21, 29-33 Cuando vean que sucede esto, sepan que el Reino de Dios está cerca. El texto evangélico nos ha presentado en estos días el fin de Jerusalén; simbólicamente también el fin del mundo. La preocupación de Jesús es tratar de evitar toda angustia y pánico, a sus apóstoles y a todos aquellos que por medio de éstos crean. “Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza...” (Lc 21, 28), nos dice el Evangelio. Sigue en el texto de hoy el mismo discurso con este tono apocalíptico: Jesús le puso una comparación “Miren lo que sucede con la higuera o con cualquier otro árbol. Cuando comienza a echar brotes, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano”. Así también cuando vean que suceden estas cosas, sepan que está cerca el Reino de Dios. Algunas de las cosas que anunciaba Jesús, como las ruinas de Jerusalén, sucedió en el presente de la generación que estaba escuchando. Otras cosas anunciadas llegarán más tarde, pero sus palabras no pasarán. Jesús inauguró hace dos mil años, el Reino de Dios que todavía está madurando, llegará a su plenitud en la eternidad. Sepan que el Reino de Dios está cerca, pero aún no se ha realizado plenamente. En efecto, el Reino, que Cristo manifestará en su pleno esplendor al fin de los tiempos, ya está presente ahí donde los hombres viven conforme a la voluntad de Dios. De manera que, por medio de la caridad, el cristiano hace visible el amor de Dios a los hombres revelado en Cristo y manifiesta su presencia en el mundo “hasta el fin de los tiempos”. Sábado Lc 21, 34-36 Velen para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder. La verdadera actitud del cristiano ha de ser la vigilancia, el evitar el dejarse arrastrar por la forma de actuar de los insensatos, aquellos que piensan que lo tienen todo para vivir al margen de Dios, seguros de sí mismos. Jesús nos invita a vivir como el servidor que espera en cualquier momento la vuelta de su señor. No podemos sucumbir a las atracciones de este mundo que nos puedan apartar del camino de Dios; para ello es necesaria la oración vigilante, así podremos presentarnos ante el Señor, cuando venga, sin temor. En la vida diaria corremos el peligro de dejarnos absorber por ocupaciones e intereses materiales. En Adviento que estamos muy cerca de comenzar es una ocasión favorable para avivar la fe auténtica, para volver a entablar una relación íntima con Dios y para hacer un compromiso evangélico más generoso. Velen para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder. Aunque este mandato de Cristo vale para todo tiempo, resulta más elocuente e incisivo al inicio del Adviento, que comenzamos hoy por la noche. Acojámoslo con humilde docilidad. Dispongámonos a traducirlo en gestos prácticos de conversión y reconciliación con nuestros hermanos. Sólo así la fe se fortalece, la esperanza se consolida y el amor se transforma en estilo de vida que caracteriza al creyente. 179 APÉNDICE HOMILÍAS PARA LAS FIESTAS LITÚRGICAS Y PATRONALES La fiesta como espacio cronológico y marco de la celebración, hace posible la inserción plena del acontecimiento celebrado en la vida de los hombres. El clima que se palpa en la celebración hace que ese tiempo de celebrar sea distinto del tiempo ordinario y común, en el que no sucede nada. El hombre vive el tiempo festivo como una inclusión de la eternidad en nuestro presente fugaz e inexorable. Por eso encuentra este tiempo feliz y gratificante. A estas notas humanas se añaden las específicamente cristianas del tiempo celebrativo de la liturgia, un tiempo que se convierte en acto de culto y en oportunidad de salvación presidido por la eucaristía. El culmen de toda fiesta cristiana por excelencia es el domingo, anterior a cualquier fiesta o tiempo litúrgico. Las diversas fiestas y tiempos litúrgicos, organizados posteriormente descansan sobre los domingos. Así tenemos en la celebración del año litúrgico Solemnidades, fiestas y memorias Solemnidad: Es la máxima clasificación de una celebración (fiesta muy importante). Su celebración comienza en las primeras vísperas del día precedente. Fiesta: Es una celebración importante que sale del común del tiempo ordinario, a través de él se celebran los misterios de nuestra salvación. Memoria: Es la celebración que conmemora de manera libre u obligada a un santo. Feria: Se denomina así a los días de la semana que siguen al domingo. En ella no hay oficio propio, ni memoria de algún santo. Son privilegiadas las ferias del miércoles de ceniza y de semana santa y las ferias de adviento del 17-24 diciembre. Solemnidades y fiestas del Señor Forman parte de la memoria y de la celebración que la Iglesia hace del misterio de Cristo a lo largo del año y están relacionadas con los tiempos litúrgicos específicos más cercanos: • Están relacionadas con la Navidad: la Presentación y la Anunciación. • Están relacionadas con Pascua: Trinidad, Corpus, el Corazón de Jesús, la Transfiguración, la Exaltación de la Cruz, etc. • La Solemnidad de Cristo, Rey, que abre y prepara el Adviento y es recuerdo de la última venida del Señor, se relaciona con los dos ciclos y hace de enlace entre un año que termina y otro que comienza. Solemnidades y fiestas de la Virgen Santísima En el culto a la Virgen la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención, en la que ella tuvo activa participación. A lo largo de todo el año, aunque estas solemnidades y fiestas están en el Santoral, deben contemplarse en especial conexión con el Año Litúrgico. Sus relaciones son: • Se relacionan con Adviento: la Inmaculada, la Anunciación, la Visitación. • Se relacionan con Navidad-Epifanía: Madre de Dios, Natividad de María, Sagrada Familia, Presentación de María. • Se relacionan con Pascua; Asunción, Dolores, Corazón de María, Carmen y muchas otras advocaciones con que el pueblo cristiano venera a la Virgen María. 180 Los Santos en el Año Litúrgico La santidad es un atributo de Dios y de su Hijo, es también un don de Dios a su pueblo, el don de Cristo a su Iglesia y a cada uno de sus miembros. El título de santo se atribuye a aquellos cristianos que han vivido con mayor plenitud su pertenencia a Cristo. Celebrar a un santo es celebrar a Dios, darle gracias, reconocer su presencia en nuestra historia. Los santos son en verdad un don de Dios a la humanidad y a la Iglesia. Son los que nos enseñan a escuchar la Palabra divina, a asimilar las bienaventuranzas, a vivir el estilo de la vida nueva que Cristo nos ha comunicado. Los santos son una prueba de que Cristo Jesús sigue presente en su Iglesia con su santidad radical y nos muestran que es posible cumplir el evangelio. Los santos, habiendo llegado a la patria y estando en presencia del Señor, no cesan de interceder por El, con El y en El a favor nuestro ante el Padre (cf. LG 49). El día de su muerte o nacimiento para la vida futura se considera el día más propio para recordarlos, y así lo hace la Iglesia en su Liturgia. Las celebraciones del Tiempo Ordinario y del Santoral van completando, a lo largo del año, el recuerdo y la actualización del Misterio pascual, tanto en la evocación de la vida histórica de Jesús como en su cumplimiento en la vida de la Madre de Dios y de los que se distinguieron como los más fieles testigos de la fe y del evangelio. 1. FIESTAS LITÚRGICAS Por orden cronológico, fiestas no incluidas en los tiempos litúrgicos que prevalecen al Domingo 2 de enero La Presentación del Señor Lc 2, 22-40 Mis ojos han visto al Salvador. La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia: según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón –“mis ojos han visto a tu Salvador” (Lc 2, 30)-, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús “el consuelo de Israel” (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia. En aquel Niño Simeón y Ana, reconocen al Salvador, pero intuyen en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías. Así, en la Presentación en el templo ya se perfilan y se reflejan la cruz, el Crucifijo y la Madre dolorosa. No se puede menos de pensar en el Espíritu Santo como inspirador de esta profecía de la Pasión de Cristo como camino mediante el cual él realizará la salvación. Es especialmente elocuente el hecho de que Simeón hable de los futuros sufrimientos de Cristo dirigiendo su pensamiento al corazón de la Madre, asociada a su Hijo para sufrir las contradicciones de Israel y del mundo entero. Simeón no llama por su nombre el sacrificio de la cruz, pero traslada la profecía al corazón de María, que será “atravesado por una espada”, compartiendo los sufrimientos de su Hijo. Que la Bienaventurada Virgen, “que acogió en su corazón inmaculado al Verbo de Dios y mereció concebirlo en su seno virginal” (cf. Prefacio de la Misa votiva) nos enseñe a poner en el corazón de su Hijo nuestra total esperanza, con la certeza de que ésta no quedará defraudada. 181 19 de marzo San José Mt 1, 16. 18-21. 24 José hizo lo que le había mandado el Ángel del Señor. José no sabía del misterio que ahora a nosotros nos es tan familiar: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Y sobre todo, que había venido a habitar en el seno de la Virgen que, permaneciendo virgen, se convirtió en madre; Jesé no sabía que “esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo” (Mt 1, 18). En efecto, este misterio de María era desconocido para José. No sabía que en Aquella de quien era esposo, aun cuando, de acuerdo con la ley judía no la había recibido aún en su casa, se había cumplido la promesa de la fe hecha a Abraham, de la que habla San Pablo en la segunda lectura de hoy. Esto es, que en Ella, en María, de la estirpe de David, se había cumplido la profecía que en otro tiempo había dirigido el Profeta Natán a David. La profecía y la promesa de la fe, cuya realización esperaba todo el pueblo, el Israel de la elección divina, y toda la humanidad. Este fue el misterio de María. José no conocía este misterio. Ella no se lo podía transmitir, porque era misterio superior a las capacidades del entendimiento humano y a las posibilidades de la lengua humana. No era posible transmitirlo con medio humano alguno. Se podía solamente aceptarlo de Dios, y creer. Tal como creyó María. José no conocía este misterio y por esto sufría muchísimo interiormente. Leemos: “José, su esposo, que era bueno y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto” (Mt 1, 19). Pero llegó cierta noche en la que también José creyó. Le fue dirigida la palabra de Dios y se hizo claro para él el misterio de María, de su Esposa y Cónyuge. Creyó, pues, que en Ella se había cumplido la promesa de la fe hecha a Abraham y la profecía que había escuchado el Rey David. (Ambos, José y María, eran de la estirpe de David). “Cuando José se despertó del sueño, concluye el Evangelista, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor” (Mt 1, 24). En honor a la verdad, José no respondió al ‘anuncio’ del ángel como María; pero hizo como le había ordenado el ángel del Señor y tomó consigo a su esposa. Lo que él hizo es genuina “obediencia de la fe” (cf. Rom 1, 5). Nosotros, reunidos aquí, escuchamos estas palabras y veneramos a José; hombre justo. A José que amó más profundamente a María, de la casa de David, porque aceptó todo su misterio. Veneramos a José, en quien se reflejó más plenamente que en todos los padres terrenos la paternidad de Dios mismo. Veneramos a José, que construyó la casa familiar en la tierra al Verbo Eterno, así como María le había dado el cuerpo humano. En este día oremos a san José con las mismas palabras del Papa León XIII: “Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra el poder de las tinieblas...; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad”. Así pues, existen suficientes motivos para que todos seamos fieles devotos del señor san José, viviendo y trabajando para Jesús y María, a ejemplo suyo. Fiesta Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote Jueves después de Pentecostés Lucas 22, 14-20 Hagan esto en memoria mía. Hoy celebramos la fiesta de Jesús, Sumo y Eterno Sacerdote, la liturgia nos presenta el tema eucarístico: el Evangelio de san Lucas nos refiere la institución de la Eucaristía (22,14-20): el pan y el vino adquieren una realidad y un nuevo significado a partir de las palabras de Jesús. 182 Jesús, en esta escena del Evangelio les dice a sus discípulos: “Este es mi cuerpo que es entregado por ustedes” (22,19ab). El Señor con numerosos actos de misericordia había nutrido la gente a lo largo de todo el Evangelio y había distribuido pan y pescado a la multitud hambrienta, ahora vuelve a dar alimento. Pero ahora: 1) El alimento es el mismo Jesús: no un Jesús abstracto sino un Jesús que se “da” a sí mismo por sus discípulos. 2) La frase “por ustedes”, hace explícito el significado de la fracción y la distribución del pan: la muerte de Jesús es una muerte padecida por el bien de los otros. “Por ustedes”: Jesús muere por los que ama, por sus discípulos. Por otra parte, el cáliz de vino también es distribuido por Jesús a los apóstoles, diciendo: “Esta es la copa de la Nueva Alianza de mi sangre, que será derramada por ustedes”. Se subraya también que la muerte de Jesús es por el bien de aquellos que Él ama. Notemos que Jesús sobre el pan y el vino, dice: “Hagan esto en memoria mía”. Con estas palabras Jesús el sacerdocio de Jesús continúa presente en medio de la Iglesia: el don de su vida por sus discípulos continúa vivo en aquellos que junto con Él son llamados a hacer lo mismo. Esto se realiza en la liturgia, en una vida de dedicación completa al servicio de los demás y, sobre todo, en la configuración de la propia personal con Jesús Eucaristía. Como dice san Juan Eudes: “El Corazón de Jesús no es solamente el Templo, sino el altar del divino amor. Él es el soberano sacerdote que se ofrece continuamente con amor infinito. Ofrezcámonos con Él, que Él nos consuma enteramente en el fuego de amor de su corazón”. Solemnidad de la Santísima Trinidad Domingo después de Pentecostés Ex 34,4b-6. 8-9; Dan 3,52. 53. 54. 55. 56; 2 Cor 13,11-13; Jn 3,16-18 Al celebrar la solemnidad de la santísima Trinidad, el saludo inicial de la misa, sacado de la segunda lectura de hoy, adquiere un sabor especial: “La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo esté siempre con ustedes”. Porque nuestro Dios, la Trinidad aparece como lo que es: misterio de vida y de amor. La gran revelación de la identidad de Dios. En efecto, el Dios que nos ha revelado Jesús es un Dios vivo y personal, un Dios Familia: dios Uno y Trino. A través de Jesús hemos comprendido que la actitud básica de Dios es amar: toda la historia de Dios es una historia de amor, una voluntad de amor más fuerte que el mal de los hombres (evangelio y 1ª. lectura). Contemplando a Jesús, vemos en él un diluvio de gracia, que es presencia de ese amor absoluto de Dios: una gracia y un amor de los cuales se nos hace partícipes por ese don de comunión que es el Espíritu Santo (2ª.lectura). La respuesta del cristiano al amor de la santísima Trinidad ha de ser el agradecimiento y la alabanza a este Dios grande y amoroso (salmo); y segundo, la experiencia gozosa de vivir en comunidad de seguidores de este Dios que está con nosotros (2ª.lectura) La misericordia de Dios es el «tema» por excelencia de la Biblia. Israel, a lo largo de su historia, tuvo la experiencia privilegiada de la bondad extrema de Dios. Dios tiene ternura para con los suyos, por fidelidad a sus compromisos. Cuando el hombre rompe con Dios esta alianza de amor, Dios, lejos de olvidarse de sus creaturas, ofrece su generoso perdón, para rehacer la dignidad de los elegidos. Claro está que éstos, nosotros, han de convertirse; han de ser responsables de una nueva vida. La misericordia de Dios viene destacada también por un amor de madre, según lo del profeta: aunque una madre se olvidara de su pequeño, Dios nunca se olvidará de Israel. Moisés ha subido al Sinaí y el «Señor bajó en la nube y se quedó con él allí». El santo pronuncia el nombre de Dios. La respuesta es admirable: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira 183 y rico en clemencia y lealtad». El Dios Uno y Trino es de esta manera. Le respondemos agradecidos y con la promesa de realizar siempre su querer: «A ti gloria y alabanza por los siglos». El San Juan nos brinda hoy una vigorosa y tierna contemplación. «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único... para que el mundo se salve por él”. Un amor extraordinario, porque da lo más que podía dar su Unigénito. «Entregó» parece tener un matiz de expiación y sacrificio. Conexión, pues, con el misterio pascual. Redención plena. El evangelista lo dice enormemente conmovido. El Padre nos ha enviado al Hijo para realizar el plan de salvación. En efecto, «El Mesías es salvador, Jesús o salvación, propiciación por los pecados, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo». Todo esto pide, en el discípulo, una entrega total y plena, consistente en la fe que acoge la palabra y la pone en práctica. Verdadero amor a Cristo, incoación del juicio favorable en la definitividad del más allá en la presencia del Dios Uno y Trino, del Dios que es el Amor. “Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Al Dios que es, era y que vendrá”. Agradezcamos la misericordia de Dios que ha obtenido su plenitud en Cristo. Hagamos propia la oración sobre las ofrendas: ser transformados en ofrenda perenne a la gloria de Dios. Solemnidad del Corpus Christi Jueves o Domingo después de la Santísima Trinidad En el evangelio JESUCRISTO nos han hablado repetidamente de “vida”. Vida que es comunión con Dios y, por tanto, es para ahora y para siempre. Una vida que significa vivir como hijos del Padre siguiendo el camino de JESUCRISTO, vivificados por su Espíritu. Recordemos que la Eucaristía, como alimento para nuestro camino, es una comunión con JESUCRISTO. “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”, dice Jesús. La Eucaristía es el mismo JESUCRISTO quien quiere dársenos y no porque nosotros lo merezcamos, sino porque nos ama. La Eucaristía es comunión para vivir como hijos de Dios, como él vivió. En el evangelio que acabamos de escuchar, Jesús, en la sinagoga de Cafarnaún, hablaba a la gente y les anunciaba el alimento de su carne y su sangre como fuente de vida para todos. Todos estamos llamados a seguir a Jesús, todos somos llamados a la fe en él, todos somos llamados a caminar por su camino. Todos nosotros, todos los cristianos, sabemos que en Jesús tenemos el camino, y la verdad, y la vida. Pero la llamada de Jesús no se acaba aquí, el ofrecimiento de Jesús no termina aquí. Porque él nos dice, en el evangelio de hoy, que lo podemos encontrar de una manera muy palpable, muy visible, en estos signos tan sencillos, tan humanos, del pan y el vino. En el pan y el vino de la Eucaristía, Jesús se acerca a nosotros. Y, alimentándonos con esta comida y esta bebida, nosotros nos unimos a él muy profundamente, muy íntimamente: con esta comida y esta bebida, él penetra en nuestro interior, y se une a nosotros, y nos hace empezar a vivir su vida eterna. La solemnidad de hoy es una oportunidad para valorar la Eucaristía. Muy importante es que la valoremos mucho, y que pongamos mucha atención en la plegaria eucarística, y que nos unamos a ella con todo el corazón, y después nos acerquemos a comulgar con un gran espíritu de fe. Vale la pena que valoremos también otros momentos de acercamiento a la Eucaristía de Jesús, por ejemplo, la participación en la misa diaria aquellos que les sea posible: es un momento de vivir, de manera más tranquila, más sencilla como sencilla es la vida cotidiana, este acercamiento al Señor que nos reúne y se nos da como alimento. Igualmente, es otra buena manera de acercarse a la Eucaristía el hallar de vez en cuando momentos para acercarse a orar ante el sagrario. Después de la misa, allí se conserva al Señor presente en el pan consagrado. Y ponernos ante él es una especial manera de vivir su proximidad. 184 Finalmente, hoy es una ocasión para recordar la importancia que tiene el facilitar a los enfermos poder participar de la Eucaristía. Llevar la comunión a los enfermos e impedidos es uno de los buenos signos de atención cristiana a nuestros hermanos que sufren o no pueden hacer la vida normal. Preocupémonos de que puedan recibirla. Ahora, pues, preparémonos para la Eucaristía. Con acción de gracias al Padre, con actitud de plegaria al Espíritu Santo, haremos el memorial de Jesús muerto y resucitado, para que sea para nosotros alimento de vida por siempre: “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús Viernes de la 3ª semana después de Pentecostés Mateo 11, 25-30 Aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón. Hoy toda la Iglesia medita y venera de modo especial el inefable amor de Dios, que encontró su expresión humana en el Corazón del Salvador, traspasado por la lanza del centurión. En esta solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús la Iglesia presenta a nuestra contemplación el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y derrama todo su amor sobre la humanidad. En efecto, el Corazón de Cristo el amor de Dios salió al encuentro de la humanidad entera. En el Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. El evangelista san Juan escribe: “Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16). Su Corazón divino llama entonces a nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos y a abandonar nuestras seguridades humanas para fiarnos de él y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin reservas. El Corazón de Cristo crucificado y resucitado es la fuente inagotable de gracia donde todo hombre puede encontrar siempre, y particularmente durante este año especial del gran jubileo, amor, verdad y misericordia. El Papa León XIII escribió, que en el Corazón de Jesús “es preciso depositar toda esperanza. En él hay que buscar y de él esperar la salvación de todos los hombres” (Annum sacrum, 6). Corazón de Jesús, Hijo del Padre eterno; Corazón de Jesús, formado por el Espíritu Santo en el seno de la Virgen Madre; Corazón de Jesús, unido sustancialmente al Verbo de Dios; Corazón de Jesús, en quien residen todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, ¡ten piedad de nosotros! Fiesta del inmaculado Corazón de María Sábado de la 3ª semana después de Pentecostés Lucas 2,41-51 Conservaba todo esto en su corazón. Ayer celebramos la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, hoy la del inmaculado Corazón de María. La Iglesia celebra las dos fiestas en días consecutivos para manifestar que estos dos corazones son inseparables. María siempre nos lleva a Jesús. Veneramos el corazón que guarda todas las cosas de Dios en su Corazón y que nos ayuda a sanar y consagrar a Dios nuestro propio corazón. Después de su entrada a los cielos, el Corazón de María sigue ejerciendo a favor nuestro su amorosa intercesión. El amor de su corazón se dirige primero a Dios y a su Hijo Jesús, pero se extiende también con solicitud maternal sobre todo el género humano que Jesús le confió al morir; y así la veneramos por la santidad de su Inmaculado Corazón y le solicitamos su ayuda maternal en nuestro camino a su Hijo. Venerar el Inmaculado Corazón de María es venerar a la mujer que está llena del Espíritu Santo, llena de gracia, y siempre pura para Dios. Su corazón femenino siempre está lleno de amor por sus hijos. 185 Por tanto, entreguémonos al Corazón de María diciéndole: "¡Llévanos a Jesús de tu mano! ¡Llévanos, Reina y Madre, hasta las profundidades de su Corazón adorable! ¡Corazón Inmaculado de María, ruega por nosotros! 24 de junio Natividad de San Juan Bautista Lucas 1, 57-66.80 Juan es su nombre. Celebramos hoy la natividad de san Juan Bautista. Él fue puesto por la Providencia inmediatamente antes del Mesías, para preparar delante de él el camino con la predicación y con el testimonio de su vida. Entre todos los santos y santas, Juan es el único cuya natividad celebra la liturgia. Desde el seno materno Juan anuncia a Aquel que revelará al mundo la iniciativa de amor de Dios. “Juan es su nombre” (Lc 1, 63). A sus parientes sorprendidos Zacarías confirma el nombre de su hijo escribiéndolo en una tablilla. Dios mismo, a través de su ángel, había indicado ese nombre, que en hebreo significa “Dios es favorable”. Dios es favorable al hombre: quiere su vida, su salvación. Dios es favorable a su pueblo: quiere convertirlo en una bendición para todas las naciones de la tierra. Dios es favorable a la humanidad: guía su camino hacia la tierra donde reinan la paz y la justicia. Todo esto entraña ese nombre: Juan. Además, san Juan Bautista es modelo perenne de fidelidad a Dios y a su ley. Él preparó a Cristo el camino con el testimonio de su palabra y de su vida. Imitémosle con dócil y confiada generosidad. San Juan Bautista es ante todo modelo de fe; Es modelo de humildad, Es modelo de coherencia y valentía para defender la verdad, por la que está dispuesto a pagar personalmente hasta la cárcel y la muerte. En la escuela de Cristo, siguiendo las huellas de san Juan Bautista, tengamos la valentía de poner siempre en primer lugar los valores espirituales. 29 de junio Solemnidad de san Pedro y san Pablo Mateo 16, 13-19 Tú eres Pedro y yo te daré las llaves del Reino de los cielos. La Iglesia celebra hoy la memoria de los santos apóstoles Pedro y Pablo: La ‘Piedra’ y el ‘instrumento elegido’. Ellos acogieron a Jesús con todo el corazón, dieron testimonio de Él con toda la vida y con la muerte. San Pablo fue decapitado en Roma, muy probablemente el mismo día que San Pedro fue crucificado. En estos apóstoles, Pedro y Pablo, Dios ha querido dar a su Iglesia un motivo de alegría: Pedro fue el primero en confesar la fe, Pablo, el maestro insigne que la interpretó; aquél fundo la primitiva Iglesia con el resto de Israel, éste la extendió a todas las gentes. De esta forma, por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia de Cristo, y a los dos, coronados por el martirio, en Roma. En uno y en otro Dios ha concedido a la Iglesia el fundamento para confesar y mantenernos en la fe que justifica y salva: la fe en Cristo Jesús, Señor nuestro. El texto evangélico que acabamos de proclamar, es un episodio altamente significativo: el Apóstol Pedro es el depositario de las llaves de un tesoro inestimable: el tesoro de la redención. En efecto, Pedro es constituido intermediario indispensable para el acceso normal al Reino de los Cielos; es el depositario de las llaves del tesoro de la redención, tesoro que trasciende la dimensión temporal. Éste es el tesoro de la vida divina, de la vida eterna. Quien posee las llaves tiene la facultad y la responsabilidad de cerrar y abrir. Jesús habilita a Pedro y a los Apóstoles para que dispensen la gracia de la remisión de los pecados y abran definitivamente las puertas del reino de los cielos. 186 Los pueblos que no pertenecen a la misma sangre de Israel, han sido engendrados a la fe, la fe que justifica y salva, por medio de la predicación del que ha sido llamado a ser apóstol de los gentiles, Pablo de Tarso. A partir de su encuentro con el Resucitado, su vida no la entiende él y no se entiende sino es en Cristo y con Él: “Para mí la vida es Cristo”, dirá. “No soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí”. “No quiero saber otra cosa que a Cristo y este crucificado”. “No me glorío, si no es en la Cruz de Jesucristo”. “Yo no me hecho atrás en el anuncio del Evangelio porque él es fuerza de salvación para todo el que cree”. Su vida desde aquel encuentro, que renueva y transforma, que hace nacer de nuevo y ser una nueva criatura, no tendrá otra razón de ser que dar a conocer el amor de Dios manifestado y entregado en Jesucristo, del que nada ni nadie nos puede apartar, como testifica san Pablo mismo en toda su vida y en toda su empresa apostólica. Aquí, precisamente, en lo que recibimos de Pedro y de Pablo, está nuestra identidad, aquí está lo que somos. Lo que cuenta es poner en el centro de la propia vida a Jesucristo. Nuestra identidad de hombres y de cristianos queda marcada por el encuentro con Jesucristo, de ahí, de Él, brota nuestra vida: de la comunión con Cristo, con su vida y con su palabra. No tenemos a otro que a Cristo que dé sentido a nuestro vivir, que llene de luz y de verdad y de amor que a Jesucristo. No tenemos a otro en quien encontremos la salvación, si no es Cristo. 25 de julio Santos Felipe y Santiago, Apóstoles Jn 14, 6-14 Tanto tiempo hace que estoy con ustedes, ¿y todavía no me conocen? Durante la última Cena, después de afirmar Jesús que conocerlo a él significa también conocer al Padre (cf. Jn 14, 7), Felipe, casi ingenuamente, le pide: “Señor, muéstranos al Padre y nos basta” (Jn 14, 8). Jesús le responde con un tono de benévolo reproche: “¿Tanto tiempo hace que estoy con ustedes y no me conoces Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? (...) Creedme: yo estoy en el Padre y el Padre está en mí” (Jn 14, 9-11). Son unas de las palabras más sublimes del evangelio según san Juan. Contienen una auténtica revelación. En la respuesta a Felipe Jesús hace referencia a su propia persona como tal, dando a entender que no sólo se le puede comprender a través de lo que dice, sino sobre todo a través de lo que él es. Para explicarlo desde la perspectiva de la paradoja de la Encarnación, podemos decir que Dios asumió un rostro humano, el de Jesús, y por consiguiente de ahora en adelante, si queremos conocer realmente el rostro de Dios, nos basta contemplar el rostro de Jesús. En su rostro vemos realmente quién es Dios y cómo es Dios. El objetivo hacia el que debe orientarse nuestra vida es encontrar a Jesús, como lo encontró Felipe, tratando de ver en él a Dios mismo, al Padre celestial. Si no actuamos así, nos encontraremos sólo a nosotros mismos, como en un espejo, y cada vez estaremos más solos. En cambio, Felipe nos enseña a dejarnos conquistar por Jesús, a estar con él y a invitar también a otros a compartir esta compañía indispensable; y, viendo, encontrando a Dios, a encontrar la verdadera vida. 6 de agosto La Transfiguración del Señor Dn 7, 9-10. 13-14; Sal 96, 1-2. 5-6. 9; 2 P 1, 16-19; Mc 9, 2-10 Hoy, en lugar del domingo, celebramos una fiesta antigua, venerable, que todos los años tiene lugar el 6 de agosto: la fiesta de la Transfiguración, que en algunos lugares se conoce también como la fiesta del Salvador. Se trata de recordar aquel momento glorioso en que tres discípulos tuvieron ocasión de ver al Señor resplandeciente, momento que ellos ya nunca más olvidarían. San Pedro, ya muy anciano, así lo recuerda en la segunda carta de hoy: “Esta voz traída del cielo la oímos nosotros estando con él en la montaña sagrada”. 187 La transfiguración de Jesús se sitúa después de la confesión mesiánica de Pedro en Cesárea de Filipo. Incomprendido por el pueblo (que lo desea político) y rechazado por las autoridades (que no lo quieren politizado), Jesús se dedica en la segunda parte de su vida a revelar su persona al grupo de sus discípulos para confirmarlos en la fe. En la transfiguración se descubren las dos facetas básicas de la personalidad de Jesús: una, dolorosa: la marcha hacia Jerusalén en forma de subida, que para los discípulos es entrega incomprensible a la muerte; la otra, gloriosa: Jesús muestra en su transfiguración un anticipo de la gloria futura. En el evangelio de la transfiguración hay una serie de imágenes escatológicas (choza, acampada, Moisés y Elías), cristológicas (Hijo de Dios, entronización mesiánica) y epifánicas (montaña, transfiguración, nube, voz) que describen la personalidad de Jesús como Kyrios, Señor, con un señorío eminentemente pascual. La «montaña» es lugar de retiro y de oración; la «transfiguración» es una transformación profunda a partir de la desfiguración; «Moisés y Elías» son las Escrituras; la «tienda» es signo de la visita de Dios, unas veces oscura, otras, luminosa, como lo indica la «nube». En definitiva, es relato de una teofanía o de una experiencia mística. Si nos fijamos en el itinerario del relato, vemos que tiene cuatro momentos: 1) la subida, que entraña una decisión; 2) la manifestación de Dios, que simboliza el encuentro personal; 3) la misión confiada, que es la vocación apostólica; y 4) el retorno a la tierra, que equivale a la misión en la sociedad. La llamada de Dios a formar parte de una comunidad exige una conversión respecto del modelo único e irrepetible del creyente por antonomasia, Jesucristo. Discípulos de Jesús son quienes aceptan la llamada de una voz o la palabra de Dios decisiva y personal que incide en lo más profundo del ser humano. Escuchar a Jesús es una característica esencial del discípulo cristiano. Esto entraña «encarnarse», es decir, aceptar con seriedad la vida misma, con ráfagas de "visión" y torbellinos de «espanto», con la esperanza de salir victoriosos del combate de la misma vida, seguros de la fe en el Transfigurado. Si la escucha de la Palabra de Jesús es sincera y paciente, hay algo que se nos va imponiendo: un encuentro permanente con Jesús: camino, verdad y vida. En efecto, Él es el que sabe por qué vivir y por qué morir. Entonces empieza a iluminarse nuestra vida con una luz nueva. Comenzamos a descubrir con él y desde él cuál es la manera más humana de enfrentarse a los problemas de la vida y al misterio de la muerte. Nos damos cuenta dónde están las grandes equivocaciones y errores de nuestro vivir diario. Pero ya no estamos solos. Alguien cercano y único nos libera una y otra vez del desaliento, el desgaste, la desconfianza o la huida. Jesús nos invita a buscar la felicidad de una manera nueva, confiando ilimitadamente en el Padre, a pesar de nuestro pecado. ¿Cómo responder hoy a esa invitación dirigida a los discípulos en la montaña de la transfiguración? “Este es mi Hijo amado. Escúchenlo”. Quizás tengamos que empezar por elevar desde el fondo de nuestro corazón esa súplica que repiten los monjes del monte Athos: “Oh Dios, dame un corazón que sepa escuchar”. 15 de agosto La asunción de la Santísima Virgen María Lucas 1, 39-56 Ha hecho en mí grandes cosas el que todo lo puede. Exaltó a los humildes. La Virgen es el ejemplo perfecto de esta verdad evangélica, es decir, que Dios humilla a los soberbios y poderosos de este mundo y enaltece a los humildes (cf. Lc 1, 52). La pequeña y sencilla muchacha de Nazaret se ha convertido en la Reina del mundo, Reina y Señora y Madre nuestra. Por esto, ella es la primera que pasó por el ‘camino’ abierto por Cristo para entrar en el reino de Dios, un camino accesible a los humildes, a quienes se fían de la Palabra de Dios y se comprometen a ponerla en práctica. 188 Santa María asunta a los Cielos es para nosotros, hijos de la Iglesia peregrinante, un signo de esperanza que brilla intenso en el horizonte, signo que nos atrae, nos alienta y anima a seguir sus huellas y caminar juntos y confiadamente hacia donde Ella se encuentra gloriosa junto a su Hijo resucitado. “… la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos” (CIgC 966). Por consiguiente, la fiesta de la Asunción de la Virgen María constituye para todos los creyentes una ocasión propicia para meditar sobre el sentido verdadero y sobre el valor de la existencia humana en la perspectiva de la eternidad. El cielo es nuestra morada definitiva. Desde allí María, con su ejemplo, nos anima a aceptar la voluntad de Dios, a no dejarnos seducir por las sugestiones falaces de todo lo que es efímero y pasajero, a no ceder ante las tentaciones del egoísmo y del mal que apagan en el corazón la alegría de la vida. ¡Virgen Madre de Cristo, vela sobre nosotros! Haz que un día también nosotros podamos compartir tu misma gloria en el Paraíso, donde “hoy has sido elevada por encima de los ángeles y con Cristo triunfas para siempre” (Antífona de entrada de la misa vespertina de la vigilia). 3 de mayo (en otros lugares el 14 de septiembre) La santa Cruz La santa Cruz nos enseña quiénes somos. La cruz, con sus dos maderos, nos enseña quiénes somos y cuál es nuestra dignidad: el madero horizontal nos muestra el sentido de nuestro caminar, al que Jesucristo se ha unido haciéndose igual a nosotros en todo, excepto en el pecado. ¡Somos hermanos del Señor Jesús, hijos de un mismo Padre en el Espíritu! El madero que soportó los brazos abiertos del Señor nos enseña a amar a nuestros hermanos como a nosotros mismos. Y el madero vertical nos enseña cuál es nuestro destino eterno. No tenemos morada acá en la tierra, caminamos hacia la vida eterna. Todos tenemos un mismo origen: la Trinidad que nos ha creado por amor. Y un destino común: el cielo, la vida eterna. La cruz nos enseña cuál es nuestra real identidad. Nos recuerda el Amor Divino “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna”. (Jn 3, 16). Pero ¿cómo lo entregó? ¿No fue acaso en la cruz? La cruz es el recuerdo de tanto amor del Padre hacia nosotros y del amor mayor de Cristo, quien dio la vida por sus amigos (Jn 15, 13). El demonio odia la cruz, porque nos recuerda el amor infinito de Jesús. Lee: Gálatas 2, 20. Signo de nuestra reconciliación La cruz es signo de reconciliación con Dios, con nosotros mismos, con los humanos y con todo el orden de la creación en medio de un mundo marcado por la ruptura y la falta de comunión. La señal del cristiano Cristo, tiene muchos falsos seguidores que lo buscan sólo por sus milagros. Pero Él no se deja engañar, (Jn 6, 64); por eso advirtió: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí” (Mt 7, 13). Objeción: La Biblia dice: “Maldito el que cuelga del madero...”. Respuesta: Los malditos que merecíamos la cruz por nuestros pecados éramos nosotros, pero Cristo, el Bendito, al bañar con su sangre la cruz, la convirtió en camino de salvación. El ver la cruz con fe nos salva 189 Jesús dijo: “como Moisés levantó a la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado (en la cruz) el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna” (Jn 3, 14-15). Al ver la serpiente, los heridos de veneno mortal quedaban curados. Al ver al crucificado, el centurión pagano se hizo creyente; Juan, el apóstol que lo vio, se convirtió en testigo. Lee: Juan 19, 35-37. Fuerza de Dios. “Porque la predicación de la cruz es locura para los que se pierden... pero es fuerza de Dios para los que se salvan” (1 Cor 1, 18), como el centurión que reconoció el poder de Cristo crucificado. Él ve la cruz y confiesa un trono; ve una corona de espinas y reconoce a un rey; ve a un hombre clavado de pies y manos e invoca a un salvador. Por eso el Señor resucitado no borró de su cuerpo las llagas de la cruz, sino las mostró como señal de su victoria (Jn 20, 24-29). Síntesis del Evangelio. San Pablo resumía el Evangelio como la predicación de la cruz (1 Cor 1,1718). Por eso el Santo Padre y los grandes misioneros han predicado el Evangelio con el crucifijo en la mano: "Así mientras los judíos piden milagros y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos (porque para ellos era un símbolo maldito) necedad para los gentiles (porque para ellos era señal de fracaso), mas para los llamados un Cristo fuerza de Dios y sabiduría de Díos" (1Cor 23-24). Hoy hay muchos católicos que, como los discípulos de Emaús, se van de la Iglesia porque creen que la cruz es derrota. A todos ellos Jesús les sale al encuentro y les dice: ¿No era necesario que el Cristo padeciera eso y entrara así en su gloria? Lee: Lucas 24, 25-26. La cruz es pues el camino a la gloria, el camino a la luz. El que rechaza la cruz no sigue a Jesús. Lee: Mateo 16, 24 Nuestra razón, dirá Juan Pablo II, nunca va a poder vaciar el misterio de amor que la cruz representa, pero la cruz sí nos puede dar la respuesta última que todos los seres humanos buscamos: “No es la sabiduría de las palabras, sino la Palabra de la Sabiduría lo que San Pablo pone como criterio de verdad, y a la vez, de salvación” (JP II, Fides et ratio, 23). 1º. De Noviembre Solemnidad de todos los Santos Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos. En este día sentimos que se reaviva en nosotros la atracción hacia el cielo, que nos impulsa a apresurar el paso de nuestra peregrinación terrena. Sentimos que se enciende en nuestro corazón el deseo de unirnos para siempre a la familia de los santos, de la que ya ahora tenemos la gracia de formar parte. Como dice un célebre canto espiritual: “Cuando venga la multitud de tus santos, oh Señor, ¡cómo quisiera estar entre ellos!”. En efecto, en la solemnidad de Todos los santos, la Iglesia se goza al contemplar a tantos hijos suyos que, a través de los siglos, han llegado a la casa del Padre. Ellos nos acompañan con su intercesión. Que su fidelidad a la voluntad de Dios nos estimule a avanzar con humildad y perseverancia en el camino de la santidad, siendo en todas partes testigos valientes de Cristo. La Iglesia ha establecido sabiamente que a la fiesta de Todos los santos suceda inmediatamente la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración a los espíritus bienaventurados, que nos presenta hoy la liturgia como “una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas” (Ap. 7, 9), se une la oración de sufragio por quienes nos han precedido en el paso de este mundo a la vida eterna. Mañana les dedicaremos a ellos de manera especial nuestra oración y por ellos celebraremos el sacrificio eucarístico. En verdad, cada día la Iglesia nos invita a rezar por ellos, ofreciendo también los sufrimientos y los esfuerzos diarios para que, completamente purificados, sean admitidos a gozar para siempre de la luz y la paz del Señor. En el centro de la asamblea de los santos resplandece la Virgen María, “la más humilde y excelsa de las criaturas” (Dante, Paraíso, XXXIII, 2). Al darle la mano, nos sentimos animados a caminar con mayor impulso por el camino de la santidad. A ella le encomendamos hoy nuestro compromiso diario y le 190 pedimos también por nuestros queridos difuntos, con la profunda esperanza de volvernos a encontrar un día todos juntos en la comunión gloriosa de los santos. Que esta hermosa aspiración anime a todos nosotros los cristianos y nos ayude a superar todas las dificultades, todos los temores, todas las tribulaciones. Queridos hermanos, hermanas, pongamos nuestra mano en la mano materna de María, Reina de todos los santos, y dejémonos guiar por ella hacia la patria celestial, en compañía de los espíritus bienaventurados “de toda nación, pueblo y lengua” (Ap. 7, 9). Y unamos ya en la oración el recuerdo de nuestros queridos difuntos, a quienes mañana conmemoraremos. 2 de Noviembre Todos los fieles difuntos (Cfr. Benedicto XVI, ángelus 2 de noviembre de 2008) Ayer, la fiesta de Todos los Santos nos hizo contemplar “la ciudad del cielo, la Jerusalén celeste, que es nuestra madre” (Prefacio de Todos los Santos). Hoy, con el corazón dirigido todavía a estas realidades últimas, conmemoramos a todos los fieles difuntos, que “nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz” (Plegaria eucarística I). Es muy importante que los cristianos vivamos la relación con los difuntos en la verdad de la fe, y miremos la muerte y el más allá a la luz de la Revelación. Ya el apóstol san Pablo, escribiendo a las primeras comunidades, exhortaba a los fieles a “no afligirse como los hombres sin esperanza”. “Si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, escribía, del mismo modo a los que han muerto en Jesús Dios los llevará con él” (1 Tes. 4, 13-14). También hoy es necesario evangelizar la realidad de la muerte y de la vida eterna, realidades particularmente sujetas a creencias supersticiosas y sincretismos, para que la verdad cristiana no corra el riesgo de mezclarse con mitologías de diferentes tipos. En la encíclica sobre la esperanza cristiana, Benedicto XVI, se interrogaba sobre el misterio de la vida eterna (cf. Spe salvi, 10-12). Se preguntaba: la fe cristiana, ¿es también para los hombres de hoy una esperanza que transforma y sostiene su vida? (cf. ib., 10). Y más radicalmente: ¿desean aún los hombres y las mujeres de nuestra época la vida eterna? ¿O tal vez la existencia terrena se ha convertido en su único horizonte? En realidad, como ya observaba san Agustín, todos queremos la “vida bienaventurada”, la felicidad; queremos ser felices. No sabemos bien qué es y cómo es, pero nos sentimos atraídos hacia ella. Se trata de una esperanza universal, común a los hombres de todos los tiempos y de todos los lugares. La expresión “vida eterna” querría dar un nombre a esta espera que no podemos suprimir: no una sucesión sin fin, sino una inmersión en el océano del amor infinito, en el que ya no existen el tiempo, el antes y el después. Una plenitud de vida y de alegría: esto es lo que esperamos y aguardamos de nuestro ser con Cristo (cf. ib., 12). Renovemos hoy la esperanza en la vida eterna fundada realmente en la muerte y resurrección de Cristo. “He resucitado y ahora estoy siempre contigo”, nos dice el Señor, y mi mano te sostiene. Dondequiera que puedas caer, caerás entre mis manos, y estaré presente incluso a las puertas de la muerte. A donde ya nadie puede acompañarte y a donde no puedes llevar nada, allí te espero para transformar para ti las tinieblas en luz. Pero la esperanza cristiana nunca es solamente individual; también es siempre esperanza para los demás. Nuestras existencias están profundamente unidas unas a otras, y el bien y el mal que cada uno realiza también afecta siempre a los demás. Así, la oración de un alma peregrina en el mundo puede ayudar a otra alma que se está purificando después de la muerte. Por eso hoy la Iglesia nos invita a rezar por nuestros queridos difuntos y a visitar sus tumbas en los cementerios. Que María, Estrella de la esperanza, haga más fuerte y auténtica nuestra fe en la vida eterna y sostenga nuestra oración de sufragio por los hermanos difuntos. 9 de Noviembre Basílica de Letrán 191 Juan 2, 13-22 “Jesús hablaba del templo de su cuerpo”. Hoy celebramos la dedicación de la Basílica de Letrán, es la catedral del Obispo de Roma, el Papa. En esta solemnidad la liturgia nos propone lecturas relativas al templo. El Señor en el Evangelio habla del templo de su cuerpo. Nosotros somos el templo vivo y verdadero de Dios. La realidad visible de un templo de piedra nos lleva a reflexionar sobre aquel otro templo que somos nosotros mismos. En efecto, Benedicto XVI, nos dice que “la iglesia-edificio es signo concreto de la Iglesia-comunidad, formada por las 'piedras vivas', que son los creyentes, imagen tan querida a los Apóstoles. San Pedro y San Pablo ponen de relieve cómo la 'piedra angular' de este templo espiritual es Cristo y que, unidos a Él y bien compactos, también nosotros estamos llamados a participar en la edificación de este templo vivo". Todos nosotros… después del Bautismo nos convertimos en templos de Cristo. Y, si pensamos con atención en lo que atañe a la salvación de nuestras almas, tomamos conciencia de nuestra condición de templos verdaderos y vivos de Dios. Dios habita no sólo en templos levantados por los hombres ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios y construida por Él mismo, que es su arquitecto. Por esto dice el apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo son ustedes. Por tanto, por amor a Dios debemos arrojar también nosotros, del templo que somos nosotros mismos, a todos aquellos ‘mercaderes’ y ‘cambistas’ que son nuestros vicios y pecados, con el mismo celo que mostró el Señor. 8 de Diciembre Solemnidad de la Inmaculada Concepción Lc 1, 26-38 Alégrate, llena de gracia, el señor está contigo. El 8 de diciembre celebramos una de las fiestas más hermosas de la santísima Virgen María: la solemnidad de su Inmaculada Concepción. De la Virgen María, fiesta tan querida para el pueblo cristiano. Se inserta muy bien en el clima de Adviento e ilumina con resplandor de luz purísima nuestro itinerario espiritual hacia la Navidad. San Lucas, por su parte, nos muestra a la Virgen María recibiendo el anuncio del mensajero celestial (cf. Lc 1, 26-38): “el mensajero divino dijo a la Virgen: .Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo. (Lc 1, 28)” [Redemptoris Mater, 8]. El saludo del ángel sitúa a María en el corazón del misterio de Cristo; en efecto, en ella, llena de gracia, se realiza la encarnación del Hijo eterno, don de Dios para la humanidad entera (cf. ib.). En María Inmaculada contemplamos el reflejo de la Belleza que salva al mundo: la belleza de Dios que resplandece en el rostro de Cristo. En María esta belleza es totalmente pura, humilde, sin soberbia ni presunción. Desde el instante en que fue concebida gozó del singular privilegio de estar llena de la gracia de su Hijo bendito, para ser santa como Él. Por eso, el mensajero celestial, enviado a anunciarle el designio divino, se dirigió a Ella, saludándola: “Alégrate, llena de gracia” (Lc 1, 28). ¡Qué inmensa alegría es tener por madre a María Inmaculada! Cada vez que experimentamos nuestra fragilidad y la sugestión del mal, podemos dirigirnos a ella, y nuestro corazón recibe luz y consuelo. Incluso en las pruebas de la vida, en las tempestades que hacen vacilar la fe y la esperanza, pensemos que somos sus hijos y que las raíces de nuestra existencia se hunden en la gracia infinita de Dios. La Iglesia misma, aunque está expuesta a las influencias negativas del mundo, encuentra siempre en ella la estrella para orientarse y seguir la ruta que le ha indicado Cristo. De hecho, María es la Madre de la Iglesia. “Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”. En esas palabras está el secreto de la auténtica Navidad. Dios las repite a la Iglesia, a cada uno de nosotros: “Alégrense, el Señor está cerca”. Con la 192 ayuda de María, entreguémonos nosotros mismos, con humildad y valentía, para que el mundo acoja a Cristo en esta Navidad, que es el manantial de la verdadera alegría. 12 de diciembre3 Solemnidad de la Santísima Virgen de Guadalupe Así como un día María se encaminó presurosa a un pueblo de Judea –Ain Karim- a visitar a Isabel; también hace 473 años que María se encaminó a nuestra tierra mexicana… Los SIGLOS NO HAN PODIDO APAGAR EL ECO DE UNA PALABRA DE AMOR Y DE ESPERANZA que resonó en el Tepeyac, las generaciones la han transmitido a las generaciones como una herencia de nuestros mayores, como una gloria purísima de nuestra raza. Hay algo que nunca podemos ni debemos olvidar: es la gran promesa que a todos nos hizo María de Guadalupe en la persona de san Juan Diego, el hombre de fe sencilla y profunda, el hombre obediente y servicial; el evangelizador y catequista, el misionero, el mensajero de de María de Guadalupe. Las promesas que María de Guadalupe le dijo a san Juan diego para nosotros… son ¡cada palabra un tesoro!, ¡Cada palabra contiene amor y esperanza!: - «Juanito, Juan Dieguito»; el más pequeño de mis hijos, sabe y ten entendido que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen. - «Oye y ten entendido, hijo mío el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás, por ventura, en mi regazo?4 Estas palabras encierran el misterio de nuestra predilección: ¡María es nuestra Madre! ¡María es Madre singularmente amorosa de los mexicanos! María es nuestra Madre porque lo fue de Cristo, y nos ama con el mismo amor con que amó a su Hijo. El cristianismo es armonioso y bello, porque junto a la figura de Cristo aparece la dulce, la tierna, la celestial figura de María... en el corazón inmenso de maría todos los corazones caben, en él todos somos predilectos; somos predilectos de María; el amor de María es como el de Dios, no busca el bien ni la hermosura ni la grandeza, sino que busca hacer el bien a sus hijos que tanto ama. Que nobleza tan singular a la que nos ha elevado María; pero, también es cierto que nobleza obliga; es decir, amor con amor se paga. María nos ama con predilección, y nos quiere buenos y grandes: cristianos de peso completo, no ignorantes y mediocres; nos quiere personas realizadas extraordinarias; nos quiere felices. Desde la cruz de Jesús, y desde la mirada de María, el dolor es en la tierra luz, pureza y amor, fecundidad; vistos así los gozos y las alegrías, las angustias y tristezas de nuestra vida, son fuente de purificación y engrandecimiento. María de Guadalupe es nuestro consuelo. Bendita sea aquella que nos dijo en San Juan Diego: quiero que me erija un templo para en él mostrar y prodigar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa a todos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me 3 Cfr. MONS. LUIS MARIA MARTÍNEZ, María de Guadalupe, E. la Cruz, México, 1999, pp. 7-19 4 Nican Mopohua 193 invoquen y en mí confíen; es nada lo que te asusta y aflige. No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No estás, por ventura, en mi regazo? Grande es la promesa de la Virgen de Guadalupe, es un mundo de ternura y de esperanza; pero nosotros la hemos quizá frustrado por nuestro olvido y nuestra infidelidad; por nuestro olvido, ¡sí! Esa promesa debía sernos familiar: los niños debían aprenderla en el regazo de su madre, y esas palabras amorosísimas de María deberían ser las primeras que pronunciaran los labios mexicanos; todos deberíamos llevar grabada esa promesa en nuestra memoria y en nuestro corazón para que fuera nuestra fortaleza en la debilidad, nuestro consuelo en la tribulación, nuestro gozo en la alegría, nuestra confianza en la vida y nuestra paz en la muerte. María de Guadalupe debería ser para los mexicanos lo que era Jerusalén para los Israelitas, el centro de sus pensamientos, de sus afectos y de su vida; como ellos deberíamos repetir con la sinceridad y el amor de nuestra alma: ¡Péguese nuestra lengua al paladar, si de Ti nos olvidáramos, si no te pusiéramos constantemente en el principio de nuestras alegrías! Pero no es así, nos olvidamos de María; ni conocemos, ni saboreamos su gran promesa. ¡Somos ingratos! A nuestro olvido se añade nuestra infidelidad a Dios Padre… a nuestra fe, a nuestra Iglesia. El día en que los mexicanos seamos fieles al amor singular de la Virgen de Guadalupe, el día en que esta Reina incomparable sea conocida y venerada y amada en nuestra patria, el día en que nos decidamos a vivir como María, a querer lo que ella, quiso y amar lo que ella amó…, María de Guadalupe cumplirá plenamente su promesa, que brotó de sus labios purísimos, como un arrullo de ternura y como un delicadísimo reproche de amor, ¡qué deliciosas palabras!: Oye, hijo mío, lo que te digo ahora: no te moleste ni aflija cosa alguna, ni temas enfermedad, ni otro accidente penoso, ni dolor. ¿No estoy aquí yo que soy tu madre? ¿No estás debajo de mi sombra y amparo? ¿No soy yo vida y salud? ¿No estás en mi regazo y corres por mi cuenta? ¿Tienes necesidad de otra cosa? ¡Madre! ¡Madre de Guadalupe! guardaremos tus palabras de cielo en lo intimo de nuestras almas y allí gustaremos su siempre antigua y siempre nueva suavidad. No temeremos ya. No desconfiaremos jamás de tu protección celestial y de tu amor inmenso. Aunque todo se levante contra nosotros y el mundo se hunda en horrible cataclismo, nosotros confiaremos en Ti, y abandonados en tu regazo, dormiremos tranquilos el sueño de la paz, el sueño del amor; ¡porque estás con nosotros Tú, que eres la dulce, la santa, la amorosa Madre nuestra! Virgen María de Guadalupe, Madre del verdadero Dios por quien se vive, Paloma mía, que anidas en los huecos de la peña, en las grietas del barranco; déjame ver tu figura. Déjame escuchar tu voz, permíteme ver tu rostro, porque es muy dulce tu hablar y gracioso tu semblante. 2. HOMILÍAS PARA EL SANTORAL Y FIESTAS PATRONALES ENERO 1º. De enero Solemnidad de la Madre de Dios “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). La Palabra de Dios hoy contempla de modo especial a María, como Madre de Dios. Ocho días después del nacimiento de Jesús recordamos a su Madre, la Theotókos, la “Madre del Rey que gobierna cielo y tierra por los siglos de los siglos” (Antífona de entrada). “Cuando llegó la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer” (Ga 4, 4). El apóstol san Pablo alude a la maternidad divina de María cuando habla de la “mujer” por medio de la cual el Hijo de Dios entró en el mundo. El dogma fundamental de todo el cristianismo es que Jesús es Dios, el Verbo de Dios encarnado. Luego María, su Madre, es la Madre de Dios, la Madre del Verbo encarnado. Se trata, pues, de algo 194 expresa y claramente revelado por Dios en la Sagrada Escritura y definido expresamente por la Iglesia en el Concilio de Éfeso como verdad de fe. Sobre la maternidad de divina de María, San Cirilo de Alejandría (370-444) enseña: “Me sorprende que haya personas que se hagan esta pregunta: ¿hay que llamar a María Madre de Dios? Ya que si nuestro Señor Jesucristo es Dios ¿cómo la Virgen que lo trajo al mundo no sería la Madre de Dios? Es la creencia que nos han transmitido los santos Apóstoles, aun cuando ellos no hayan usado este término. Es la enseñanza que hemos recibido de los santos Padres. La Virgen es verdaderamente Madre de Dios pues ella concibió de forma sobrenatural a Cristo, el Salvador, que participa también de su carne y sangre y que, en el plano humano, procede de la misma sustancia que su Madre y que nosotros mismos. Además de la maternidad, hoy también se pone de relieve la virginidad de María. Se trata de dos prerrogativas que siempre se proclaman juntas y de manera inseparable, porque se integran y se califican mutuamente. María es madre, pero madre virgen; María es virgen, pero virgen madre. Si se descuida uno u otro aspecto, no se comprende plenamente el misterio de María, tal como nos lo presentan los Evangelios. Por consiguiente, si María es Madre de Cristo y Cristo es la Cabeza de la Iglesia, la que es Madre de la Cabeza es Madre de los miembros del Cuerpo de su Hijo. Por esto, María es Madre espiritual de toda la humanidad. San Agustín (354-430) enseña que María es madre de los miembros de Cristo, “…que somos nosotros, porque cooperó con su caridad para que nacieran en la Iglesia los fieles, miembros de aquella Cabeza de la que es efectivamente madre según el cuerpo…” Por tanto, la Virgen santa es Madre de la Iglesia y Madre de cada uno de sus miembros, es decir, Madre de cada uno de nosotros, en Cristo. Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Así pues, contemplando a María como Madre de Dios y Madre de la Iglesia, como nuestra Madre, comenzamos este nuevo año, que recibimos de las manos de Dios como un ‘talento’ precioso que hemos de hacer fructificar, como una ocasión providencial para contribuir a realizar el reino de Dios, siguiendo el camino que camino nuestra Madre. Así, pues, al inicio de este nuevo año queramos ser dóciles hijos y discípulos de la Madre de Dios y Madre nuestra. Hoy decidamos seguir el camino que Ella siguió, queramos aprender de ella, la Madre santa, a acoger en la fe y en la oración la salvación que Dios no cesa de donar a los que confían en su amor misericordioso. Pidamos a María, Madre de Dios, que nos ayude a acoger a su Hijo y, en él, la verdadera paz. “El Señor te bendiga y te proteja, (...). El Señor se fije en ti y te conceda la paz” (Núm. 6, 24. 26), ahora y siempre. 17 San Antonio, abad Antonio nació en Heraclea, Egipto, hacia el año 251. Hijo de padres nobles y cristianos. Según su biógrafo, San Atanasio, Antonio creció y se desarrolló como cualquier joven, dentro de la naturalidad, aunque, eso sí, con tremendas dificultades para el estudio de las letras. Muy joven, perdió a sus padres y tuvo que hacerse, a los 18 años, cargo de su hermana menor y de los bienes heredados, 117 fanegas de tierra Su proceso religioso, que había sido el de cualquier joven; experimenta una gran transformación cuando entrando a la iglesia oyó aquellas palabras del Evangelio: “Si quieres llegar hasta el final, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y luego vente conmigo”. A partir de esta experiencia, y como si aquellas palabras hubieran sido dirigidas especialmente a él, hizo donación a los aldeanos de las posesiones heredadas, vendió sus bienes muebles y repartió entre los pobres la cantidad resultante, reservando una 195 pequeña cantidad para su hermana. Pero otro día oyó aquellas otras palabras: “No se agoben por el mañana…”, entonces repartió el resto reservado entre los pobres y encomendó su hermana a una vírgenes de su confianza. Una vez resuelto el problema de la distribución de sus bienes y cuidado de su hermana, Antonio inicia la vida de eremita, retirándose al desierto para dedicarse a la oración y penitencia. Allí no sólo luchó contra el abrazador sol, la sed y el hambre, sino contra el tentador, los deseos desordenados de su corazón, de su mente, de su fantasía. De esta manera fue labrando Antonio la figura de un gran hombre de Dios, de un hombre profundo e interior, sin olvidar a los demás a quienes aleccionaba con su vida y enseñaba con sus palabras de consuelo, de fe y de esperanza. Persuadió a muchos a abrazar la vida monástica. Pronto las montañas y el desierto se poblaron de monjes que vivían en solitario. Así nace, sin quererlo, el monacato oriental. Este hombre iletrado cuenta en su haber la defensa de la iglesia contra ciertas doctrinas heréticas de su época: los melecianos, maniqueos y arrianos. Se habla de sabios de la época que iban a parlar con él. Con agudeza les decía: “Si vienen a hablar con un ignorante pierden el tiempo; y si piensan que soy un sabio, imítenme”. San Agustín, después de conocer su vida, exclama: “¿Qué es esto que pasa con nosotros?. ¿Qué es lo que sucede? Se levantan de la tierra los indoctos, y se apoderan del cielo, ¿ y nosotros con todas nuestras doctrinas, nos estamos revolcando en el cieno de la carne y de la sangre? ¿Por ventura, nos da vergüenza el seguirles, porque ellos van delante?. ¿y no tendremos vergüenza siquiera de no seguirlos?” Estamos ante un hombre que no ha pasado de moda. Un hombre que busca en el silencio y retiro, en lo más hondo de su ser, el sentido de la vida. Un hombre de Dios. Como decía P.CLAUDEL: “Las grandes cosas y los grandes hombres se han hecho siempre en el silencio” San Antonio Abad, con su estilo de vida y ejemplo, nos recuerda en este día que si queremos llegar muy lejos, si queremos encontrar un sentido profundo a la existencia, hemos de crear un espacio interior. ¡Cuánto más alto pretenda llegar el árbol, más profundas han de sus raíces! 25 de enero Conversión de san Palo Apóstol Celebramos hoy la Conversión de san Palo Apóstol, la experiencia del Apóstol puede ser un modelo para toda auténtica conversión cristiana. La conversión de san Pablo se produjo en el encuentro con Cristo resucitado; este encuentro fue el que le cambió radicalmente la existencia. En el camino de Damasco le sucedió lo que Jesús pide en el evangelio de hoy: Saulo se convirtió porque, gracias a la luz divina, "creyó en el Evangelio". En esto consiste su conversión y la nuestra: en creer en Jesús muerto y resucitado, y en abrirse a la iluminación de su gracia divina. En aquel momento Saulo comprendió que su salvación no dependía de las obras buenas realizadas según la ley, sino del hecho de que Jesús había muerto también por él, el perseguidor, y había resucitado. La conversión implica dos dimensiones. En el primer paso se conocen y reconocen a la luz de Cristo las culpas, y este reconocimiento se transforma en dolor y arrepentimiento, en deseo de volver a empezar. En el segundo paso se reconoce que este nuevo camino no puede venir de nosotros mismos. Consiste en dejarse conquistar por Cristo. Como dice san Pablo: “Me esfuerzo por correr para conquistarlo, habiendo sido yo también conquistado por Cristo Jesús” (Flp 3, 12). La conversión exige nuestro sí, mi ‘correr’; no es en última instancia una actividad mía, sino un don; es dejarse formar por Cristo; es muerte y resurrección. Por eso san Pablo no dice: “Me he convertido”, sino “he muerto” (Ga 2, 19), soy una criatura nueva. Que por medio de san Pablo, el Señor nos ilumine, nos conceda en nuestro mundo el encuentro con su presencia y que así nos dé una fe viva, un corazón abierto, una gran caridad con todos, capaz de renovar el mundo. 196 28 Santo Tomás de Aquino Después de setecientos años después de su muerte, podemos aprender mucho del Doctor Angélico. El Papa Pablo VI en un discurso pronunciado en Fossanova el 14 de septiembre de 1974, con ocasión del VII centenario de la muerte de santo Tomás, se preguntaba: «Maestro Tomás, ¿qué lección nos puedes dar?». Y respondía así: «La confianza en la verdad del pensamiento religioso católico, tal como él lo defendió, expuso y abrió a la capacidad cognoscitiva de la mente humana» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de septiembre de 1974, pp. 6-7). Y el mismo día, en Aquino, refiriéndose de nuevo a santo Tomás, afirmaba: «Todos, todos los que somos hijos fieles de la Iglesia podemos y debemos, por lo menos en alguna medida, ser discípulos suyos» (ib., p. 7). Aprendamos, pues, también nosotros de santo Tomás y de su obra maestra, la Summa Theologiae. Aunque quedó incompleta, es una obra monumental: contiene 512 cuestiones y 2669 artículos. Se trata de un razonamiento compacto, cuya aplicación de la inteligencia humana a los misterios de la fe avanza con claridad y profundidad, enlazando preguntas y respuestas, en las que santo Tomás profundiza la enseñanza que viene de la Sagrada Escritura y de los Padres de la Iglesia, sobre todo de san Agustín. En esta reflexión, en el encuentro con verdaderas preguntas de su tiempo, que a menudo son asimismo preguntas nuestras, santo Tomás, utilizando también el método y el pensamiento de los filósofos antiguos, en particular de Aristóteles, llega así a formulaciones precisas, lúcidas y pertinentes de las verdades de fe, donde la verdad es don de la fe, resplandece y se hace accesible para nosotros, para nuestra reflexión. Sin embargo, este esfuerzo de la mente humana —recuerda el Aquinate con su vida misma— siempre está iluminado por la oración, por la luz que viene de lo Alto. Sólo quien vive con Dios y con los misterios puede comprender también lo que esos misterios dicen. En la Summa Theologiae, santo Tomás parte del hecho de que existen tres modos distintos del ser y de la esencia de Dios: Dios existe en sí mismo, es el principio y el fin de todas las cosas; por tanto, todas las criaturas proceden y dependen de él; luego, Dios está presente a través de su gracia en la vida y en la actividad del cristiano, de los santos; y, por último, Dios está presente de modo totalmente especial en la Persona de Cristo, unido aquí realmente con el hombre Jesús, que actúa en los sacramentos, los cuales derivan de su obra redentora. Por eso, la estructura de esta obra monumental (cf. Jean-Pierre Torrell, La «Summa» di san Tommaso, Milán 2003, pp. 29-75), un estudio con «mirada teológica» de la plenitud de Dios (cf. Summa Theologiae, Iª, q. 1, a. 7), está articulada en tres partes, y el mismo Doctor Communis — santo Tomás— la explica con estas palabras: «El objetivo principal de esta sagrada doctrina es llevar al conocimiento de Dios, y no sólo como ser, sino también como principio y fin de las cosas, especialmente de las criaturas racionales (...). En nuestro intento de exponer dicha doctrina, trataremos lo siguiente: primero, de Dios; segundo, de la marcha del hombre hacia Dios; tercero, de Cristo, el cual, como hombre, es el camino en nuestra marcha hacia Dios» (ib., Iª, q. 2). Es un círculo: Dios en sí mismo, que sale de sí mismo y nos toma de la mano, de modo que con Cristo volvemos a Dios, estamos unidos a Dios, y Dios será todo en todos. Así pues, la primera parte de la Summa Theologiae indaga sobre Dios mismo, sobre el misterio de la Trinidad y sobre la actividad creadora de Dios. En esta parte, encontramos también una profunda reflexión sobre la realidad auténtica del ser humano en cuanto salido de las manos creadoras de Dios, fruto de su amor. Por una parte, somos un ser creado, dependiente; no venimos de nosotros mismos; pero, por otra, tenemos verdadera autonomía, de modo que no somos sólo algo aparente —como dicen algunos filósofos platónicos—, sino una realidad querida por Dios como tal, y con valor en sí misma. En la segunda parte santo Tomás considera al hombre, impulsado por la gracia, en su aspiración a conocer y amar a Dios para ser feliz en el tiempo y en la eternidad. Primeramente, el autor presenta los principios teológicos de la acción moral, estudiando cómo, en la libre elección del hombre de realizar actos buenos, se integran la razón, la voluntad y las pasiones, a las que se añade la fuerza que da la gracia de Dios mediante las virtudes y los dones del Espíritu Santo, al igual que la ayuda que ofrece también la ley moral. Por consiguiente, el ser humano es un ser dinámico, que busca su propia identidad, que busca 197 llegar a ser él mismo y, en este sentido, busca realizar actos que lo construyen, que lo hacen verdaderamente hombre; y aquí entra la ley moral, entra la gracia y también la razón, la voluntad y las pasiones. Sobre este fundamento santo Tomás traza la fisonomía del hombre que vive según el Espíritu y que se convierte así en un icono de Dios. Aquí el Aquinate se detiene a estudiar las tres virtudes teologales —fe, esperanza y caridad—, seguidas de un examen agudo de más de cincuenta virtudes morales, organizadas en torno a las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, templanza y fortaleza. Y termina con la reflexión sobre las distintas vocaciones en la Iglesia. En la tercera parte de la Summa, santo Tomás estudia el Misterio de Cristo —el camino y la verdad— por medio del cual podemos reunirnos con Dios Padre. En esta sección escribe páginas casi no superadas sobre el misterio de la Encarnación y de la Pasión de Jesús, añadiendo también una amplia disertación sobre los siete sacramentos, porque en ellos el Verbo divino encarnado extiende los beneficios de la Encarnación para nuestra salvación, para nuestro camino de fe hacia Dios y la vida eterna, permanece materialmente casi presente con las realidades de la creación, y así nos toca en lo más íntimo. Hablando de los sacramentos, santo Tomás se detiene de modo particular en el misterio de la Eucaristía, por el cual tuvo una grandísima devoción, hasta tal punto que, según los antiguos biógrafos, solía acercar su cabeza al Sagrario, como para sentir palpitar el Corazón divino y humano de Jesús. En una obra suya de comentario de la Escritura, santo Tomás nos ayuda a comprender la excelencia del sacramento de la Eucaristía, cuando escribe: «Al ser la Eucaristía el sacramento de la Pasión de nuestro Señor, contiene en sí a Jesucristo, que sufrió por nosotros. Por tanto, todo lo que es efecto de la Pasión de nuestro Señor, es también efecto de este sacramento, puesto que no es otra cosa que la aplicación en nosotros de la Pasión del Señor» (In Ioannem, c. 6, lect. 6, n. 963). Comprendemos bien por qué santo Tomás y los demás santos celebraban la santa misa derramando lágrimas de compasión por el Señor, que se ofrece en sacrificio por nosotros, lágrimas de alegría y de gratitud. Queridos hermanos y hermanas, siguiendo la escuela de los santos, enamorémonos de este sacramento. Participemos en la santa misa con recogimiento, para obtener sus frutos espirituales; alimentémonos del Cuerpo y la Sangre del Señor, para ser incesantemente alimentados por la gracia divina. De buen grado, hablemos con frecuencia, de tú a tú, con Cristo en el Santísimo Sacramento. Lo que santo Tomás ilustró con rigor científico en sus obras teológicas mayores, como la Summa Theologiae, o la Summa contra Gentiles, lo expuso también en su predicación, dirigida a los estudiantes y a los fieles. En 1273, un año antes de su muerte, durante toda la Cuaresma tuvo predicaciones en la iglesia de Santo Domingo Mayor en Nápoles. El contenido de esos sermones se recogió y conservó: son los Opuscoli, en los que explica el Símbolo de los Apóstoles, interpreta la oración del Padre Nuestro, ilustra el Decálogo y comenta el Ave María. El contenido de la predicación del Doctor Angelicus corresponde casi completamente a la estructura del Catecismo de la Iglesia católica. En efecto, en la catequesis y en la predicación, en un tiempo como el nuestro de renovado compromiso por la evangelización, nunca deberían faltar estos temas fundamentales: lo que creemos, es decir, el Símbolo de la fe; lo que oramos, o sea, el Padre Nuestro y el Ave María; lo que vivimos como nos enseña la Revelación bíblica, es decir, la ley del amor de Dios y del prójimo y los Diez mandamientos, como explicación de este mandamiento del amor. Quiero poner algunos ejemplos del contenido, sencillo, esencial y convincente, de las enseñanzas de santo Tomás. En su Opúsculo sobre el Símbolo de los Apóstoles explica el valor de la fe. Por medio de ella, dice, el alma se une a Dios, y se produce como un brote de vida eterna; la vida recibe una orientación segura, y nosotros superamos fácilmente las tentaciones. A quien objeta que la fe es una necedad, porque hace creer en algo que no entra en la experiencia de los sentidos, santo Tomás da una respuesta muy articulada, y recuerda que se trata de una duda inconsistente, porque la inteligencia humana es limitada y no puede conocerlo todo. Sólo en el caso de que pudiéramos conocer perfectamente todas las cosas visibles e invisibles, entonces sería una auténtica necedad aceptar verdades por pura fe. Por lo demás, es imposible vivir —observa santo Tomás— sin fiarse de la experiencia de los demás, donde el conocimiento personal no llega. Por tanto, es razonable tener fe en Dios que se revela y en el testimonio de los Apóstoles: eran 198 pocos, sencillos y pobres, afligidos a causa de la crucifixión de su Maestro; y aun así, muchas personas sabias, nobles y ricas se convirtieron en poco tiempo al escuchar su predicación. Se trata, en efecto, de un fenómeno históricamente prodigioso, al cual difícilmente se puede dar otra respuesta razonable que no sea la del encuentro de los Apóstoles con el Señor resucitado. Comentando el artículo del Símbolo sobre la encarnación del Verbo divino, santo Tomás hace algunas consideraciones. Afirma que la fe cristiana, considerando el misterio de la Encarnación, queda reforzada; la esperanza se eleva con más confianza al pensar que el Hijo de Dios vino en medio de nosotros, como uno de nosotros, para comunicar a los hombres su divinidad; la caridad se reaviva, porque no existe signo más evidente del amor de Dios por nosotros, que ver al Creador del universo que se hace él mismo criatura, uno de nosotros. Por último, considerando el misterio de la encarnación de Dios, sentimos que se inflama nuestro deseo de alcanzar a Cristo en la gloria. Haciendo una comparación sencilla y eficaz, santo Tomás observa: «Si el hermano de un rey estuviera lejos, ciertamente anhelaría poder vivir a su lado. Pues bien, Cristo es nuestro hermano: por tanto, debemos desear su compañía, llegar a ser un solo corazón con él» (Opuscoli teologico-spirituali, Roma 1976, p. 64). Presentando la oración del Padre Nuestro, santo Tomás muestra que es perfecta en sí, pues tiene las cinco características que debería poseer una oración bien hecha: abandono confiado y tranquilo; conveniencia de su contenido, porque —observa santo Tomás— «es muy difícil saber exactamente lo que es oportuno pedir y lo que no, pues nos resulta difícil la selección de los deseos» (ib., p. 120); y, también, orden apropiado de las peticiones, fervor de caridad y sinceridad de la humildad. Santo Tomás fue, como todos los santos, un gran devoto de la Virgen. La definió con un apelativo estupendo: Triclinium totius Trinitatis, triclinio, es decir, lugar donde la Trinidad encuentra su descanso, porque, con motivo de la Encarnación, en ninguna criatura, como en ella, las tres Personas divinas habitan y sienten delicia y alegría por vivir en su alma llena de gracia. Por su intercesión podemos obtener cualquier ayuda. Con una oración, que tradicionalmente se atribuye a santo Tomás y que, en cualquier caso, refleja los elementos de su profunda devoción mariana, también nosotros digamos: «Oh santísima y dulcísima Virgen María, Madre de Dios..., encomiendo toda mi vida a tu corazón misericordioso... Alcánzame, oh dulcísima Señora mía, caridad verdadera, con la cual ame con todo mi corazón, sobre todas las cosas, a tu santísimo Hijo y, después de él, a ti, y al prójimo en Dios y por Dios». FEBRERO 11 Nuestra Señora de Lourdes El día 8 de diciembre de 1854, Pío IX declaraba solemnemente el dogma de la Inmaculada Concepción de María. Y el año 1858, cuatro años después de la proclamación solemne del dogma de la Inmaculada Concepción de María, en un pueblecito del sur de Francia, Lourdes, se aparecía la Virgen a una niña, Bernadette Soubirous. Y un 25 de marzo, después de varias apariciones, junto al río Gave, en la gruta de Massabielle, Bernadette se atrevió a preguntar a la Virgen por su nombre. La Virgen le respondió: "Yo soy la Inmaculada Concepción". Y Bernardette saltó de júbilo, con los ojos encendidos de amor. Lourdes ha sido fuente de sanación física para mucha gente, y quizás ha sido este el milagro más visible que Dios ha realizado para confirmar y sostener la fe en la obra. Pero sin dudas que la sanación espiritual, la conversión de las almas, ha sido el fruto más extraordinario que las generaciones han manifestado como evidencia de la potencia de los actos de Dios en esta tierra. 199 Bernardita fue también instrumento de confirmación del Dogma de la Inmaculada Concepción, para alegría de los que amamos la pureza de María, reconocida de este modo en las propias palabras de la Reina del Cielo: “Yo soy la Inmaculada Concepción”. Hoy, después de 150 años, las palabras de María resuenan en nuestros oídos con la misma fuerza, como un cristal puro que resuena y sacude con su timbre los tímpanos del mundo. Gloria a Dios por Su Amor manifestado en regalo tan extraordinario. Nuestra Señora de Lourdes renueve nuestros corazones y nuestras mentes, para que emerja sonriente y esplendorosa nuestra propia conversión. 14 Santos Cirilo y Metodio Oh Dios!, tú que iluminaste a los pueblos eslavos por mediación de los santos Cirilo y Metodio, haznos dóciles a su mensaje para que formemos un pueblo unido y cristiano. Amé En el siglo IX de nuestra historia, san Cirilo el monje (+ 869) y san Metodio el obispo (+885), nativos de Tesalónica, fueron dos hermanos de sangre y dos peregrinos de la cultura y santidad. Cirilo, en su juventud, era apellidado “el filósofo”, por sus reflexiones y sabiduría. Y Metodio llegó a ejercer —en el imperio bizantino- como gobernador en una de sus provincias. Eran, pues, insignes personajes. Pero a ninguno de los dos le satisfacía lo que tenían en sus manos, y ambos optaron por la vida sacerdotal en seguimiento de Cristo. Predicaron el Evangelio y la paz en Crimea, Moravia y Eslovaquia; peregrinaron como apóstoles, y fomentaron la liturgia en lengua eslava; orientaron la vida consagrada, como esplendor de la vida eclesial; y se preocuparon de la vida humana y cristiana de cuantos con ellos hicieron amistad de espíritu. En el conflicto surgido entre Roma y el patriarca Focio de Constantinopla, ellos manifestaron al Papa su sentido de unidad eclesial y de obediencia. Europa los tiene por patronos, junto a san Benito. Invoquémosles hoy pidiéndoles que se hagan presentes en la Unión Europea, dentro de la cual nos encontramos, y que iluminen a las mentes de sus rectores para que en ella no muera sino que se vigorice el espíritu cristiano: espíritu de justicia, amor y paz. 22 Cátedra de san Pedro Apóstol Mc 16, 13-19 Tú eres Pedro y yo te daré las llaves del Reino de los cielos. Jesús preguntó a los discípulos: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? (...). Y ustedes ¿quién decís que soy yo?” (Mt 16, 13-15). Simón Pedro responde en nombre de todos: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16, 16). Acto seguido, Jesús pronuncia la declaración solemne que define, de una vez por todas, el papel de Pedro en la Iglesia: “Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (...). A ti te daré las llaves del reino de los cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos” (Mt 16, 18-19). Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien le parezca oportuno; por último, podrá atar o desatar, es decir, podrá decidir o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo de Cristo. Siempre es la Iglesia de Cristo y no de Pedro. El Apóstol es el depositario de las llaves de un tesoro inestimable: el tesoro de la redención. Jesús habilita a Pedro y a los Apóstoles para que dispensen la gracia de la remisión de los pecados y abran definitivamente las puertas del reino de los cielos. 200 Oremos para que el primado de Pedro, encomendado a pobres personas humanas, sea siempre ejercido en este sentido originario que quiso el Señor, y para que lo reconozcan cada vez más en su verdadero significado los hermanos que todavía no están en comunión con nosotros. MARZO 25 de marzo La anunciación de María Lc 1, 26-38 Concebirás y darás a luz un hijo. El 25 de marzo se celebra la solemnidad de la Anunciación de la Bienaventurada Virgen María. La Anunciación, narrada al inicio del evangelio de san Lucas, es un acontecimiento humilde, oculto, nadie lo vio, nadie lo conoció, salvo María, pero al mismo tiempo decisivo para la historia de la humanidad. Cuando la Virgen dijo su ‘sí’ al anuncio del ángel, Jesús fue concebido y con él comenzó la nueva era de la historia, que se sellaría después en la Pascua como “nueva y eterna alianza”. La anunciación a María inaugura la plenitud de “los tiempos” (Gal 4, 4), es decir el cumplimiento de las promesas y de los preparativos. María es invitada a concebir a aquel en quien habitará “corporalmente la plenitud de la divinidad” (Col 2, 9). La respuesta divina a su “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1, 34) se dio mediante el poder del Espíritu: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1, 35). El Espíritu Santo fue enviado para santificar el seno de la Virgen María y fecundarla por obra divina, él que es “el Señor que da la vida”, haciendo que ella conciba al Hijo eterno del Padre en una humanidad tomada de la suya. El Hijo único del Padre, al ser concebido como hombre en el seno de la Virgen María es ‘Cristo’, es decir, el ungido por el Espíritu Santo (cf. Mt 1, 20; Lc 1, 35), desde el principio de su existencia humana, aunque su manifestación no tuviera lugar sino progresivamente: a los pastores (cf. Lc 2,8-20), a los magos (cf. Mt 2, 1-12), a Juan Bautista (cf. Jn 1, 31-34), a los discípulos (cf. Jn 2, 11). Por tanto, toda la vida de Jesucristo manifestará ‘cómo Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder’ (Hch 10, 38). Para ser la Madre del Salvador, María fue “dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante” (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como ‘llena de gracia’ (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios. En 1854 el Papa Pío IX enseñó que: ...la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano (DS 2803). Hoy es el día de la Anunciación a María, el día en el que recordamos que María, con su ‘sí’, abrió el cielo, de forma que ahora Dios es uno de nosotros. Pidamos que la belleza, la belleza de la gracia de Dios, no cese jamás de atraer nuestros corazones. ABRIL 25 San Marcos San Marcos no fue un testigo de la resurrección del Señor, pero estuvo tan cerca de los testigos... Un día se le ocurrió escribir no tanto una biografía de Jesús cuanto una confesión de fe. No pudo menos de trasladar al exterior aquello que un día le traspasó el corazón. Por eso escribió algo de su Señor. Fue un evangelio breve. Fue un evangelio escrito para los paganos, probablemente en Roma, recogiendo la predicación de Pedro. Aquellos paganos estaban fuera. Veían los ritos de los cristianos, sus plegarias, su modo de vivir, y todo les parecía enigmático, no alcanzando a entender su razón de ser. ¿Por qué oraban de 201 esta manera? ¿Por qué no eran como los demás? ¿Por qué tenían un modo de vivir tan lleno de amor, de sencillez, de fraternidad? ¿Por qué sufrían los tormentos con tanta serenidad y morían con tanta generosidad? San Marcos les da la clave en su evangelio. Sencillamente porque habían encontrado a Jesús que se les había hecho visible en la vida de los apóstoles. Habían encontrado a Jesús que era Hijo de Dios y les ofrecía la salvación: una patria definitiva para el último día cuando todo en este mundo se haya terminado, y un hogar entrañable en esta tierra para vivir en fraternidad, llevar los males de la vida con serenidad, estar cerca de los otros con magnanimidad, tener un corazón limpio en la intimidad, y hacer el paso de esta vida a la otra con tranquilidad. 29 Santa Catalina de Siena En la fiesta y celebración eucarística de hoy se hace presente Santa Catalina de Siena, terciaria dominica italiana. Nació en 1347 y falleció en 1380, a los 33 años de edad. Desde su infancia vivió en gran intensidad la presencia espiritual de Dios, de Cristo y de María en todas sus acciones. El misterio de la Iglesia de Cristo, que es comunión de los creyentes, teniendo al Papa como a su principal pastor y guía, fue una de sus dulces ‘obsesiones’, por ella daba su vida. Pasó por años de retiro, soledad y contemplación, en su “celda interior”. Esta celda era como el ámbito en el que ella veía a Dios como a quien lo es todo, sintiéndose la pequeñez amada, la casi nada, pero que ama, adora, sirve a su Señor. Movida por el Espíritu hacia la acción apostólica, al mismo tiempo que escalaba el monte de la perfección, sirvió a pobres y enfermos, fue pacificadora de pueblos, y contribuyó altamente al retorno del Papa Gregorio XI desde Aviñón a Roma. Su libro EL DIÁLOGO, sus CARTAS y sus ORACIONES o SOLILOQUIOS son exquisito alimento espiritual. Pablo VI la declaró Doctora de la Iglesia, con santa Teresa de Jesús. Y Juan Pablo II la nombró Copatrona de Europa. Pidámosle que en estos años difíciles y prometedores interceda por Europa y por todo el mundo en búsqueda de paz y amor. MAYO 1 San José Obrero El “primero de mayo” tiene una entidad propia, como jornada internacional mundial de la lucha de los trabajadores, del mundo obrero, por la defensa de sus intereses, los intereses de los pobres. La jornada tiene su origen en las huelgas de Chicago a principios del siglo XX en la lucha por la jornada de las ocho horas. Paradójica y significativamente, en Chicago, una pequeña placa rememora el lugar de los hechos, y en EU el primero de mayo no es fiesta del mundo obrero. Pero la generosidad de aquellos anónimos obreros que lucharon por la consecución de una legislación acorde a la dignidad de la persona humana y a los derechos de los trabajadores, es hoy conmemorada en el mundo entero. A finales del siglo XIX y principio del XX, el 1º. de mayo se convirtió en una fecha reivindicativa y revolucionaria a favor de la clase obrera. El Papa Pío XII, en 1955, quiso darle una dimensión cristiana, e instituyó la fiesta de San José Obrero, que no sólo fue trabajador artesano humilde, sino el modelo de todo trabajador cristiano, que se afanó durante años, como servidor de la Sagrada Familia, sumergido en una gran intimidad con Dios. De esta manera el Papa proyectaba una luz nueva sobre la dignidad del trabajo, 202 que ofrece el medio de perfeccionar la creación, sirviendo a Dios y a los hombres, imitando a Dios Creador y al Hijo de Dios también artesano como su padre José, y uniendo los sufrimientos y contrariedades del propio trabajo a la cruz de Cristo. Aunque los evangelios nos dicen muy poco de San José, le califican con cinco títulos, importantes y significativos, que son como cinco pilares que permiten construir una sólida teología josefina: le designan “hijo de David” (Mt 1,20), “esposo de María” (Mt 1,16), “padre de Jesús” (Lc 2,48), “hombre justo” (Mt 1,19), y “el carpintero” (Mt 13,55) que enseñó su mismo oficio a Jesús (Mc 6,3). Hoy sólo celebramos su oficio de carpintero de Nazaret: el sencillo trabajador que tiene que trabajar cada día, para sostener a su familia, con el sudor de su frente en un trabajo bien humilde, y en una vida oculta y laboriosa. San José, más que con sus palabras, habla con sus actitudes y gestos. Con su silencio, su obediencia, su trabajo. Fue un obrero auténtico que trabajaba de sol a sol en su modesto taller de carpintería. La tradición cristiana desde san Justino (siglo II), el oficio de san José lo identificó como el “el carpintero”: se dice que construía yugos y arados, y en la misma línea escriben Orígenes, san Efrén y san Juan Damasceno. San José fue puesto por Dios al frente de su familia para que trabajara, a imagen de Dios trabajador, “creador del cielo y de la tierra”, como Jesús dijo “Mi Padre trabaja siempre”. 3 La santa Cruz Jn 3, 13-17 El Hijo del hombre tiene que ser levantado. El Misterio pascual de Cristo nos ha abierto la vida eterna, y la fe es el camino para alcanzarla. Lo vemos en las palabras que Jesús dirige a Nicodemo y que recoge el evangelista san Juan: “Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3, 14-15). Jesús, en la conversación con Nicodemo, desvela el sentido más profundo de ese acontecimiento de salvación (del levantamiento de la serpiente en el desierto por Moisés, como sanación de los israelitas, mordidos por las serpientes), relacionándolo con su propia muerte y resurrección: el Hijo del hombre tiene que ser levantado en el madero de la cruz para que todo el que crea tenga por él vida. San Juan ve precisamente en el misterio de la cruz el momento en el que se revela la gloria regia de Jesús, la gloria de un amor que se entrega totalmente en la pasión y muerte. Así la cruz, paradójicamente, de signo de condena, de muerte, de fracaso, se convierte en signo de redención, de vida, de victoria, en el cual, con mirada de fe, se pueden vislumbrar los frutos de la salvación. Todo lo que Jesús hacía y enseñaba, todo lo que los Apóstoles predicaron y testificaron, y los Evangelistas escribieron, todo lo que la Iglesia conserva y repite de su enseñanza, debe servir a la fe, para que, creyendo, alcancemos la salvación. 3 Santos Felipe y Santiago En esta fiesta de dos santos apóstoles Felipe y Santiago, la 1ª lectura, tomada de la 1ª carta de Pablo a los corintios, nos recuerda el núcleo fundamental, esencial, de la fe cristiana; aquello sin lo cual no seríamos discípulos de Jesús y miembros de su Iglesia. Es el llamado “kerygma” o primer anuncio del Evangelio, que predicaron los apóstoles, adaptándolo a las diversas circunstancias y auditorios. San Pablo lo recuerda a los corintios entre los cuales algunos se atreven a negar la realidad de la resurrección. Pablo recuerda a los corintios nada menos que “el evangelio que les prediqué”. No una ideología, una doctrina filosófica o teológica. Tampoco un código moral. Sino la certeza de los acontecimientos salvadores de los cuales los apóstoles fueron testigos y autorizados mensajeros. Se trata de la muerte salvífica de Jesús en la cruz, en cumplimiento del plan divino de salvación para toda la humanidad. De su sepultura, garantía de la realidad mortal que experimentó Jesús, y de su resurrección gloriosa, irrupción definitiva de Dios en nuestra historia humana y cumplimiento en Cristo de todas las promesas y expectativa 203 de la humanidad. Este es el Evangelio, la buena noticia. El fundamento y principio de nuestra fe. Lo que nos define como cristianos. Es decir, la misma persona de Jesús: su vida y su muerte. La garantía de que ante Dios todos tenemos un lugar, de que El nos hará justicia a cada uno, y llevará a la plenitud nuestra efímera existencia, como llevó a su plenitud la existencia de Jesús. El pasaje de la carta de Pablo, insiste al final en las apariciones del Señor resucitado, y presenta una lista de testigos autorizados, anotando incluso que muchos están todavía vivos en el momento en que se escribe la carta. Los primeros cristianos estaban seguros, y Pablo se hace eco de ello, de que el Resucitado se había hecho ver por diversas personas, en ocasiones distintas, de maneras diferentes. Lo que Pablo subraya es que el testimonio de la resurrección depende de experiencias ciertas tenidas especialmente por apóstoles: ellos nos dicen que Cristo murió por nuestros pecados y que fue resucitado por el poder del Padre: este es el centro de nuestra fe. 13 Nuestra Señora de Fátima “Una gran señal apareció en el cielo: una mujer, vestida del sol, con la luna bajo sus pies, y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Ap 12, 1). En el año 1916, cuando la guerra se había extendido sobre Europa y Portugal, en una de las colinas que rodean Fátima, tres pequeños campesinos portugueses: Lucía de 9 años, Francisco de 8 y Jacinta de 6, se encontraron con una resplandeciente figura que les dijo: "Soy el Ángel de la Paz". Durante aquel año vieron dos veces la misma aparición. Los exhortó a ofrecer constantes "plegarias y sacrificios" y a aceptar con sumisión los sufrimientos que el Señor les envíe como un acto de reparación por los pecados con los que El es ofendido. El 13 de mayo de 1917, se les apareció una "Señora toda de blanco, más brillante que el sol", a quien Lucía preguntó de dónde venía; ella respondió: "Vengo del cielo". Les pidió que regresaran al mismo lugar durante seis meses seguidos, los días trece. Con su solicitud materna, la santísima Virgen vino a Fátima, a pedir a los hombres que "no ofendieran más a Dios, nuestro Señor, que ya ha sido muy ofendido". Su dolor de madre la impulsa a hablar; está en juego el destino de sus hijos. Por eso pedía a los pastorcitos: "Rezad, rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, pues muchas almas van al infierno porque no hay quien se sacrifique y pida por ellas". La pequeña Jacinta sintió y vivió como suya esta aflicción de la Virgen, ofreciéndose heroicamente como víctima por los pecadores. Un día -cuando tanto ella como Francisco ya habían contraído la enfermedad que los obligaba a estar en cama- la Virgen María fue a visitarlos a su casa, como cuenta la pequeña: "Nuestra Señora vino a vernos, y dijo que muy pronto volvería a buscar a Francisco para llevarlo al cielo. Y a mí me preguntó si aún quería convertir a más pecadores. Le dije que sí". Y, al acercarse el momento de la muerte de Francisco, Jacinta le recomienda: "Da muchos saludos de mi parte a nuestro Señor y a nuestra Señora, y diles que estoy dispuesta a sufrir todo lo que quieran con tal de convertir a los pecadores". Jacinta se había quedado tan impresionada con la visión del infierno, durante la aparición del 13 de julio, que todas las mortificaciones y penitencias le parecían pocas con tal de salvar a los pecadores. La Virgen los ha ayudado a abrir el corazón a la universalidad del amor. En particular, la beata Jacinta se mostraba incansable en su generosidad con los pobres y en el sacrificio por la conversión de los pecadores. Sólo con este amor fraterno y generoso lograremos edificar la civilización del Amor y de la Paz. Se equivoca quien piensa que la misión profética de Fátima está acabada. Aquí resurge aquel plan de Dios que interpela a la humanidad desde sus inicios: “¿Dónde está Abel, tu hermano? [...] La sangre de tu hermano me está gritando desde la tierra” (Gn 4,9). El hombre ha sido capaz de desencadenar una corriente de muerte y de terror, que no logra interrumpirla... En la Sagrada Escritura se muestra a menudo que Dios se pone a buscar a los justos para salvar la ciudad de los hombres y lo mismo hace aquí, en Fátima, cuando 204 Nuestra Señora pregunta: “¿Queréis ofreceros a Dios para soportar todos los sufrimientos que Él quiera mandaros, como acto de reparación por los pecados por los cuales Él es ofendido, y como súplica por la conversión de los pecadores?” (Memórias da Irmā Lúcia, I, 162). 14 San Matías, Apóstol Jn 15, 9-17 No son ustedes los que me han elegido, soy yo quien los ha elegido. Estas palabras las tenemos todos grabadas a fuego en nuestros corazones: ¡ustedes y yo! Son las palabras de Jesús en el marco familiar e íntimo de la última Cena, cuando el Señor abre de par en par su corazón a sus discípulos. Por una parte, es la gratuidad de elección de aquellos a quienes constituye ministros suyos, a quienes confía una misión de particular importancia; pero, por otra parte, todos hemos sido elegidos a cumplir una misión, y cada uno y todos a vivir en el amor y en la amistad con Jesús. Todos hemos sido elegidos por Él ara ser satos, para ir a la cada del Padre. U en todo y en todos, es Dios quien inicia el diálogo en la historia de la salvación, tejida en esa maravillosa realidad de su amor. Es Él quien toma la iniciativa con la fuerza transformadora de su Palabra, que todo lo recrea. “El nos amó primero” (1Jn 4,9). La propuesta que Jesús hace a todos es la misma: «¡Sígueme!”, en el camino que Él nos otorgado a cada uno, en nuestra propia vocación; está elección es ardua y exultante: los invita a entrar en su amistad, a escuchar de cerca su Palabra y a vivir con Él; desde nuestra propia situación nos enseña la entrega total a Dios y a la difusión de su Reino según la ley del Evangelio: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24); nos invita a salir de la propia voluntad cerrada en sí misma, de nuestra idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, y dejarnos guiar por ella; nos hace vivir la comunión con Dios y con nuestros hermanos, que nace de esta disponibilidad total a Dios (cf. Mt 12, 49-50), y que llega a ser el rasgo distintivo de los seguidores de Jesús: “La señal por la que conocerán que son discípulos míos, será que se amen unos a otros” (Jn 13, 35). 15 SAN ISIDRO LABRADOR, PATRÓN DE MADRID Primero decir que los santos y santas han sido hombres y mujeres de carne y hueso como nosotros; incluso, no pocos fueron grandes pecadores, que al encontrarse con Jesús, lo amaron y lucharon por hacerse una sola cosa con Él, se cristificaron, se hicieron santos con el Santo. En segundo lugar, decir que a los santos les rendimos culto de veneración, –los apreciamos, los reconocemos como hijos predilectos de Dios, que ya gozan de Él eternamente- y nunca de adoración, culto de adoración sólo a Dios Padre, Dios Espíritu Santo y Dios Hijo, que además lo adoramos en la Eucaristía, por estar Cristo realmente presente, con su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad en el Sacramento de nuestra fe. Ahora bien, queramos ir al encuentro de Dios, animados por el Paráclito, por medio de san Isidro, abriendo el corazón a su mensaje. San isidro vivió y murió en Madrid. Pero para nosotros, para esta comunidad lo hemos hecho el santo nuestro, el santo de casa. Su cuerpo está enterrado en la Real Colegiata de San Isidro, en el casco antiguo de la ciudad. Este santo era alto, ¡medía 1,90!, es antiguo: nació a finales del siglo XI, es muy sencillo: fue un labrador, formó una santa familia: su esposa y su hijo están canonizados. En la archidiócesis de Madrid como en esta comunidad…, hoy es un día especial, es día fiesta. Sus padres, pobres en bienes de fortuna pero ricos en virtud, inculcaron desde los primeros años en su hijo el santo temor de Dios y la práctica de las virtudes cristianas. La precaria situación económica en que los progenitores de Isidro se encontraban obligó a éste a dedicarse desde muy joven a las rudas faenas del campo. Gregorio XV afirma que “nunca salió para su trabajo sin antes oír, muy de madrugada, la Santa 205 Misa y encomendarse a Dios y a su Madre Santísima”. Asegura a su vez que, a pesar de su labor fatigosa, jamás dejó de cumplir con los ayunos y vigilias de la Iglesia. San Isidro es la personificación de las virtudes populares: la fidelidad a sus amos, el espíritu de trabajo armonizado con una intensa vida de oración, la humildad y la fortaleza en sufrir las injustas acusaciones y defender su honradez y su gran caridad para con los pobres necesitados, a quienes diariamente hacía partícipes de su sencilla y frugal mesa. Todo ello habla muy alto de la nobleza de su alma y de la reciedumbre de su espíritu y profundamente evangélico. ORA ET LABORA. LA ORACIÓN Fue un héroe que cumplió el “Ora y trabaja” benedictino. La oración era el descanso de las rudas faenas; y las mismas faenas eran una oración. Labrando la tierra su rostro sudaba y su alma se iluminaba; las gotas de sudor, se mezclaban con las gotas de fe, las lágrimas de amor; los golpes de la azada, el chirriar de la carreta y la lluvia del trigo en la era, iban acompañados por el murmullo de la plegaria de alabanza y gratitud mientras rumiaba las palabras escuchadas en la iglesia. Acariciando amorosamente la cruz, aprendió a empuñar la mancera. Ese fue el misterio de aquella vida tan sencilla y alegre, como el canto de la alondra, que revolaba alrededor de los mansos bueyes. LA POBREZA Alegre y, sin embargo, tan pobre. Isidro no cultivaba su prado, ni su viña; cultivaba el campo de Juan de Vargas, ante quien cada noche se descubría para preguntarle: “Señor amo, ¿adónde hay que ir mañana?” Juan de Vargas le señalaba el plan de cada jornada: sembrar, barbechar, podar las vides, levantar vallas, limpiar los sembrados, vendimiar, recoger la cosecha. Y al día siguiente, al alba, Isidro uncía los bueyes y salía camino del campo madrileño. Cuando pasaba cerca de la Almudena o frente a Nuestra Señora de Atocha, el corazón le latía con fuerza, su rostro se iluminaba y sus labios musitaban palabras de amor. SUS LIBROS ¡El Cielo y la tierra! Eran los libros de aquel trabajador animoso que no sabía leer. La tierra, con sus brisas puras, el murmullo de sus aguas claras, el gorjeo de los pájaros, el viento de sus alamedas y el arrullo de sus fuentes; la tierra, fertilizada por el sudor del labrador, y bendecida por Dios, se renueva año tras año en las hojas verdes de sus árboles, en la belleza silvestre de sus flores, en los estallidos de sus primaveras, en los crepúsculos de sus tardes otoñales, con el aroma de los prados recién segados. Y entonces el criado de Juan Vargas se quedaba quieto, silencioso, extático, con los ojos llenos de lágrimas, porque en aquellas bellezas divisaba el rostro Amado. Seguro que no sabia expresar lo que sentía, pero su llanto era la exclamación del contemplativo en la acción. Así, el día se le hacía corto y el trabajo ligero. VIDA DE FAMILIA Llevando la mirada a la vida de familiar, vemos que a la puerta le esperaba su mujer con su sonrisa y su amor y su paz. María Toribia es también santa, Santa María de la Cabeza. Un niño salía a ayudar a su padre a desuncir y conducir los bueyes al abrevadero, también canonizado. Fue su familia, una familia de lo ordinario, se santificó en la vida ordinaria y sencilla de todos los días. Así, sin saber cómo, Isidro se ha ido convirtiendo en santo juntamente con su familia. Próximo a morir, se dice que “hizo humildísima confesión de sus faltas, recibió el Viático y exhortó a los suyos al amor de Dios y del prójimo”. Su cuerpo fue sepultado en el cementerio de San Andrés, y, a pesar de permanecer allí expuesto a las inclemencias del tiempo durante cuarenta años, se conservó incorrupto, exhalando suavísimo olor, dice el documento pontificio. Pidamos a san Isidro, que nos alcance el don de la fe. Si hermana, hermano, cree en el Señor Jesús y te salvarás, tú y tu familia. De todo corazón deseo que todos sepamos seguir el ejemplo de Isidro y nuestras familias sean salvas y el amor de Dios perdure eternamente en sus corazones. 206 31 Visitación de la santísima Virgen María Lc 1, 39-56 ¿Quién soy yo para que la madre de mi Señor venga verme? Concluimos el mes de mayo, mes de María. Celebramos hoy la fiesta de la Visitación de la santísima Virgen. Todo esto nos invita a dirigir con confianza la mirada a María. En esta fiesta de la Visitación la liturgia nos hace escuchar de nuevo el pasaje del evangelio de san Lucas que relata el viaje de María desde Nazaret hasta la casa de su anciana prima Isabel. María se encontró con un gran misterio encerrado en su seno; sabía que había acontecido algo extraordinariamente único, y decide compartirlo con su parienta Isabel. Impulsada por el misterio de amor que acaba de acoger en sí misma, se pone en camino y va ‘aprisa’ a prestarle su ayuda, que también estaba esperando un hijo, Juan. He aquí la grandeza sencilla y sublime de María. La luz interior del Espíritu Santo envuelve sus personas. E Isabel, iluminada por el Espíritu, exclama: “¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá” (Lc 1, 42-45). Tengamos los mismos sentimientos de alabanza y de acción de gracias de María hacia el Señor, su fe y su esperanza, su dócil abandono en manos de la divina Providencia. Imitemos su ejemplo de disponibilidad y generosidad para servir a los hermanos. Junio 1 San Justino, mártir San Justino, filósofo y mártir, el más importante de los Padres apologistas del siglo II. Con la palabra “apologista” se designa a los antiguos escritores cristianos que se proponían defender la nueva religión de las graves acusaciones de los paganos y de los judíos, y difundir la doctrina cristiana de una manera adecuada a la cultura de su tiempo. Así, los apologistas buscan dos finalidades: una, estrictamente apologética, o sea, defender el cristianismo naciente (apologhía, en griego, significa precisamente “defensa”); y otra, “misionera”, o sea, proponer, exponer los contenidos de la fe con un lenguaje y con categorías de pensamiento comprensibles para los contemporáneos. San Justino nació, alrededor del año 100, en la antigua Siquem, en Samaría, en Tierra Santa; durante mucho tiempo buscó la verdad, peregrinando por las diferentes escuelas de la tradición filosófica griega. Por último, como él mismo cuenta en los primeros capítulos de su Diálogo con Trifón, un misterioso personaje, un anciano con el que se encontró en la playa del mar, primero lo confundió, demostrándole la incapacidad del hombre para satisfacer únicamente con sus fuerzas la aspiración a lo divino. Después, le explicó que tenía que acudir a los antiguos profetas para encontrar el camino de Dios y la “verdadera filosofía”. Al despedirse, el anciano lo exhortó a la oración, para que se le abrieran las puertas de la luz. Este relato constituye el episodio crucial de la vida de san Justino: al final de un largo camino filosófico de búsqueda de la verdad, llegó a la fe cristiana. Fundó una escuela en Roma, donde iniciaba gratuitamente a los alumnos en la nueva religión, que consideraba como la verdadera filosofía, pues en ella había encontrado la verdad y, por tanto, el arte de vivir de manera recta. Por este motivo fue denunciado y decapitado en torno al año 165, en el reinado de Marco Aurelio, el emperador filósofo a quien san Justino había dirigido una de sus Apologías. Las dos Apologías y el Diálogo con el judío Trifón son las únicas obras que nos quedan de él. En ellas, san Justino quiere ilustrar ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se realiza en Jesucristo, el Logos, es decir, el Verbo eterno, la Razón eterna, la Razón creadora. Todo hombre, como criatura racional, participa del Logos, lleva en sí una “semilla” y puede vislumbrar la verdad. Así, el mismo Logos, que se reveló como figura profética a los judíos en la Ley antigua, también se manifestó 207 parcialmente, como en “semillas de verdad”, en la filosofía griega. Ahora, concluye san Justino, dado que el cristianismo es la manifestación histórica y personal del Logos en su totalidad, “todo lo bello que ha sido expresado por cualquier persona, nos pertenece a nosotros, los cristianos” (2 Apol. XIII, 4). De este modo, san Justino, aunque critica las contradicciones de la filosofía griega, orienta con decisión hacia el Logos cualquier verdad filosófica, motivando desde el punto de vista racional la singular "pretensión" de verdad y de universalidad de la religión cristiana. San Justino, y con él los demás apologistas, firmaron la clara toma de posición de la fe cristiana por el Dios de los filósofos contra los falsos dioses de la religión pagana. Era la opción por la verdad del ser contra el mito de la costumbre. Algunas décadas después de san Justino, Tertuliano definió esa misma opción de los cristianos con una sentencia lapidaria que sigue siendo siempre válida: “Dominus noster Christus veritatem se, non consuetudinem, cognominavit”, “Cristo afirmó que era la verdad, no la costumbre” (De virgin. vel., I, 1). En una época como la nuestra, caracterizada por el relativismo en el debate sobre los valores y sobre la religión -así como en el diálogo interreligioso-, esta es una lección que no hay que olvidar. Con esta finalidad -y así concluyo- os vuelvo a citar las últimas palabras del misterioso anciano, con quien se encontró el filósofo Justino a la orilla del mar: “Tú reza ante todo para que se te abran las puertas de la luz, pues nadie puede ver ni comprender, si Dios y su Cristo no le conceden comprender” (Diálogo con Trifón VII, 3). 11 San Bernabé apóstol. Juan 21,20-25 Éste es el discípulo que ha escrito todo esto, y su testimonio es verdadero. Este es el testimonio del discípulo amado de Jesús, el apóstol san Juan, que nos ha dejado en el cuarto evangelio; esto lo escribe al final de él como una conclusión. San Juan se presenta como un testimonio que proclama su experiencia del haber convivido, oído y compartido la vida de Jesús, y que nos ha dejado por escrito: Nosotros lo hemos contemplado y atestiguamos que el Padre envió a su Hijo al mundo para salvar al mundo (1Jn 4,14). Esto es muy importante para nuestra vida cristiana, porque está en juego el núcleo mismo de la fe: Que Dios nos ha dado vida definitiva, y esta vida está en su Hijo (5,11). San Juan nos invita a aceptar y vivir el contenido de este libro, a tener la experiencia con el resucitado, y traducirlo con nuestra vida de todos los días. Se nos invita, como san Juan y la primera comunidad, por su Testimonio, a “venir a ver”, a caminar por donde elos caminaron y vivieron. Esta experiencia se identifica con el Testimonio del Espíritu Santo, que da testimonio de lo que Jesús hizo y enseñó. El Espíritu de Jesús nos llevará a dar testimonio de Él, participando en la vida de Jesús; el Espíritu Santo nos hace descubrir el sentido de la vida de Jesús y y de su muerte como Testimonio del amor del Padre, y no sólo como recuerdo histórico, sino como presencia en la misma vida de la comunidad. 13 San Antonio de Padua Predicar y administrar el sacramento de la penitencia La vida de San Antonio, relativamente breve, se caracteriza por una actividad apostólica asombrosa que apenas le deja tiempo libre para la reflexión y el estudio. En efecto, desde la revelación de Forlí vemos al Santo cruzar en todas direcciones el norte de Italia, el sur de Francia y de nuevo Italia septentrional hasta su muerte en Padua. Parece que se le pegó aquel espíritu que los hijos de San Francisco heredaron de su Padre y que han perpetuado a través de los siglos: espíritu andariego que tiene como resorte la catolicidad y apostolicidad universal. Un amplio ámbito, donde se expresó mejor ese carácter evangélico de san Antonio, fue sin duda el de la predicación sagrada. Precisamente aquí, en el anuncio sabio y valiente de la Palabra de Dios 208 encontramos uno de los rasgos más salientes de su personalidad: la actividad incansable de predicador, juntamente con sus escritos, le ha merecido el apelativo de Doctor Evangelicus (cf. AAS 38, 1946, pág. 201). «Pasaba –escribe su biógrafo– por ciudades y castillos, pueblos y aldeas, esparciendo por todas partes las semillas de la vida con generosa abundancia y con ferviente pasión. En esta peregrinación suya, se negaba todo reposo por el celo de las almas...» (Vita prima o «Assidua», 9, 3-4). Su predicación no era declamatoria, ni se limitaba a vagas exhortaciones para llevar una vida buena; intentaba anunciar realmente el Evangelio, sabiendo bien que las palabras de Cristo no eran como las otras palabras, sino que poseían una fuerza que penetraba a los oyentes. Durante largos años se había dedicado al estudio de las Escrituras, y precisamente esta preparación le permitía anunciar al pueblo el mensaje de salvación con excepcional vigor. Sus sermones, llenos de fuego, agradaban a la gente, que sentía íntima necesidad de escucharle y, después, no podía sustraerse a la fuerza espiritual de sus palabras. Por tanto, se puede decir que al estilo evangélico propio del discípulo peregrinante de ciudad en ciudad para anunciar la conversión y la penitencia, correspondía el contenido evangélico: formado en el estudio de la Sagrada Escritura, que había sugerido al Pontífice Gregorio IX hablando de san Antonio el epíteto «arca del Testamento», al predicar a los hombres de su tiempo, les proponía, sobre todo, la doctrina pura de Jesucristo. Al ministerio de la palabra Antonio supo unir, desarrollando idéntico celo, la administración del sacramento de la penitencia. Grande en el púlpito, no fue menos grande un la penumbra del confesonario, coordinando lo que, por lógica sobrenatural, debe estar y permanecer unido. Efectivamente, predicación y ministerio de la confesión se sitúan como dos momentos de una actividad pastoral que, en el fondo, mira a la misma finalidad: el predicador, primero siembra la palabra de la verdad, reforzándola con su testimonio personal y con la oración; y él mismo recoge luego sus frutos como confesor, cuando recibe a las almas sinceramente arrepentidas y las ofrece al Padre de las misericordias, por medio del perdón y la vida. Para Antonio resultaba fácil y natural el paso de uno al otro ministerio: ya cuando predicaba, hablaba con frecuencia de la confesión, como confirman sus Sermones, donde son raras las páginas que no tengan alguna alusión. Pero no se limitaba a exaltar las «virtudes» de la penitencia, ni solamente recomendaba a sus oyentes que la frecuentasen. Realizando personalmente sus palabras y exhortaciones, era muy asiduo en administrar el sacramento. Había das en que Antonio confesaba ininterrumpidamente hasta el anochecer, sin tomar alimento. Sabemos, además, que «convencía para que confesaran los pecados a una multitud tan grande de hombres y mujeres, que no bastaban para oír las confesiones ni los Hermanos, ni otros sacerdotes que en no pequeño grupo le acompañaban» (cf. Vita prima o «Assidua», 13, 13). Realmente para él, según sus mismas palabras, la confesión era «casa de Dios» y «puerta del paraíso», en una óptica de fe tan viva, que al aspecto sacramental y canónico (tan profundizado por la teología medieval) imponía como culmen el encuentro afectuoso con el Padre celestial y la experiencia consoladora de su perdón generoso. 24 Juan Bautista Celebramos hoy la fiesta de san Juan Bautista., el precursor de Jesús. En el desierto de Judá preparó al pueblo judío para la venida del Mesías, exhortándole a la conversión de corazón y a la esperanza. Cumplió con fidelidad su misión, sin detenerse ante las dificultades y los tropiezos de quienes no pararon hasta hacer callar su voz profética con el martirio. Supo recoger y poner a flor de piel toda la esperanza y anhelo de salvación que estaba en el corazón de su pueblo. Su palabra, atenta al tejido diario de su vida, llegaba al interior de las personas, suscitando provocación, inquietud y haciendo que los ojos se abrieran al futuro. Su misión es la de llevar a los hombres hacia Jesús. La de facilitar y hacer posible el encuentro. Con sencillez lo reconocía cuando decía: “No soy lo que vosotros pensáis, pero después de mí viene otro de 209 quien no soy digno de desatar la sandalia de los pies”. O cuando, al final de su misión, desaparece sin hacer ruido y lo hace con gozo, porque "conviene que él crezca y que yo mengüe". Toda su vida tiene la grandeza de la misión bien cumplida, realizada sin ostentación. Y en esta misión deja su vida. Su anuncio del Reino que se acerca choca con la resistencia de quienes han construido su propio reino en este mundo. Juan es encarcelado y con su propia sangre sellará su testimonio. Y lo hace con valentía. Nuestra misión, como la de Juan, es la de facilitar a los demás el encuentro con Jesús. Hemos de ser capaces de mantener una actitud valiente, constante y decidida en la misión que nos ha sido confiada. En esta fiesta san Juan, en esta eucaristía, nos deja su testimonio: pidámosle que sepamos cumplir con fidelidad y con sencillez la misión que Dios nos ha encomendado. 28 San Ireneo San Ireneo nació con gran probabilidad, entre los años 135 y 140, en Esmirna (hoy Izmir, en Turquía), donde en su juventud fue alumno del obispo san Policarpo, quien a su vez fue discípulo del apóstol san Juan. No sabemos cuándo se trasladó de Asia Menor a la Galia, pero el viaje debió de coincidir con los primeros pasos de la comunidad cristiana de Lyon: allí, en el año 177, encontramos a san Ireneo en el colegio de los presbíteros. San Ireneo es ante todo un hombre de fe y un pastor. Tiene la prudencia, la riqueza de doctrina y el celo misionero del buen pastor. Como escritor, busca dos finalidades: defender de los asaltos de los herejes la verdadera doctrina y exponer con claridad las verdades de la fe. A estas dos finalidades responden exactamente las dos obras que nos quedan de él: los cinco libros "Contra las herejías" y "La exposición de la predicación apostólica", que se puede considerar también como el más antiguo "catecismo de la doctrina cristiana". En definitiva, san Ireneo es el campeón de la lucha contra las herejías. La Iglesia del siglo II estaba amenazada por la "gnosis", una doctrina que afirmaba que la fe enseñada por la Iglesia no era más que un simbolismo para los sencillos, que no pueden comprender cosas difíciles; por el contrario, los iniciados, los intelectuales —se llamaban "gnósticos"— comprenderían lo que se ocultaba En el centro de su doctrina está la cuestión de la "regla de la fe" y de su transmisión. Para san Ireneo la "regla de la fe" coincide en la práctica con el Credo de los Apóstoles, y nos da la clave para interpretar el Evangelio, para interpretar el Credo a la luz del Evangelio. El símbolo apostólico, que es una especie de síntesis del Evangelio, nos ayuda a comprender qué quiere decir, cómo debemos leer el Evangelio mismo. De hecho, el Evangelio predicado por san Ireneo es el que recibió de san Policarpo, obispo de Esmirna, y el Evangelio de san Policarpo se remonta al apóstol san Juan, de quien san Policarpo fue discípulo. De este modo, la verdadera enseñanza no es la inventada por los intelectuales, superando la fe sencilla de la Iglesia. El verdadero Evangelio es el transmitido por los obispos, que lo recibieron en una cadena ininterrumpida desde los Apóstoles. Estos no enseñaron más que esta fe sencilla, que es también la verdadera profundidad de la revelación de Dios. Como nos dice san Ireneo, así no hay una doctrina secreta detrás del Credo común de la Iglesia. No hay un cristianismo superior para intelectuales. La fe confesada públicamente por la Iglesia es la fe común de todos. Sólo esta fe es apostólica, pues procede de los Apóstoles, es decir, de Jesús y de Dios. San Ireneo confuta desde sus fundamentos las pretensiones de los gnósticos, los "intelectuales": ante todo, no poseen una verdad que sería superior a la de la fe común, pues lo que dicen no es de origen apostólico, se lo han inventado ellos; en segundo lugar, la verdad y la salvación no son privilegio y monopolio de unos pocos, sino que todos las pueden alcanzar a través de la predicación de los sucesores de los Apóstoles y, sobre todo, del Obispo de Roma. En particular, criticando el carácter "secreto" de la 210 tradición gnóstica y constatando sus múltiples conclusiones contradictorias entre sí, san Ireneo se dedica a explicar el concepto genuino de Tradición apostólica, que podemos resumir en tres puntos. Según la doctrina de san Ireneo, la dignidad del hombre, cuerpo y alma, está firmemente fundada en la creación divina, en la imagen de Cristo y en la obra permanente de santificación del Espíritu. Esta doctrina es como un "camino real" para aclarar a todas las personas de buena voluntad el objeto y los confines del diálogo sobre los valores, y para impulsar continuamente la acción misionera de la Iglesia, la fuerza de la verdad, que es la fuente de todos los auténticos valores del mundo. 29 SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS APÓSTOLES PEDRO Y PABLO Pedro y Pablo son fundamento de nuestra Iglesia. Son los dos hombres con un pasado no siempre ejemplar. Pedro es un predilecto de Jesús, desde el primero momento. Vive con el Señor los acontecimientos más importantes de su vida, todos aquéllos que estaban reservados para unos pocos. Fogoso y temperamental no tiene inconveniente en asegurar a Jesús que es capaz de morir con El y que le seguirá fielmente hacia ese camino de dolor y renuncia que el Señor estaba anunciando y que Pedro, en un primer momento, rechazó con toda la energía de su temperamento. Pero todos sabemos que Pedro le falló a Jesús: lo negó, se avergonzó de Él.. sin Dios a una opción radical para vivir con El. esurrección, concediéndole, como siempre, un “trato de favor” y, tal como hoy leemos en el evangelio, quiso dejarle el cuidado de los suyos, sin recordarle nunca su estrepitoso fallo. No hubo para Pedro, por parte de Jesús, reprensión sino perdón. No le echó en cara Jesús a Pedro su pasado, solo le anunció su futuro, en el que Pedro, efectivamente, será capaz de seguir, paso a paso, las huellas de su Maestro. Y quedó claro que lo único que Jesús exigió a Pedro para que fuera su fiel imagen en la tierra, era que le amara. Si hay algo claro por parte de Cristo es el deseo de fundamentar a los cristianos en el amor, en el amor a su Persona y, como consecuencia lógica, en el amor a todos los hombres. Pablo también es un hombre con tristes antecedentes. Fogoso de la Ley, dogmático, duro e intransigente, se caracterizó por la persecución a los primeros cristianos creyendo sinceramente que así hacía un buen servicio a Dios, naturalmente a su Dios. Hizo falta que cegaran sus ojos, que tan claramente veían, para que una luz nueva se hiciera en su interior y rompiera completamente con aquel estilo que tan contrario era con el del Señor al que, a partir de entonces, iba a servir con una dedicación exclusiva y total. También para Pablo será el amor de Cristo el que cimentará su vida, ya para siempre, orientada hacia una sola meta. Estas son las “piedras” fundamentales de nuestra Iglesia. Unas piedras que tienen sus grietas y sus resquebrajaduras, porque la única Piedra fundamental, aquella que desecharon los constructores, es Cristo y sólo en El no hay fisura, ni tacha ni grieta. En todos los demás, estén más o menos arriba o abajo, sean más o menos importantes o corrientes, es posible la grieta, como fue posible en Pedro, que vivió tan cerca de Cristo y en Pablo que era un estupendo cumplidor de la Ley, un religioso de cuerpo entero. Es ésta una realidad confortante y que además ha tenido en la Iglesia una demostración constante a través de los siglos. Pedro y Pablo, dos ejemplos para nosotros. Dos ejemplos, en el fondo, de una misma y única fe en Jesucristo, de un mismo y único amor por Cristo. Ser fiel a la fe es vivirla como fundamento incondicional, como comunión entre todos los cristianos. Y ser fiel a la fe es también vivirla con libertad, como levadura que puede fecundar el mundo de cualquier época. 211 El ejemplo de Pedro y Pablo, vivo en nuestra Iglesia. Su memoria, su recuerdo, es motivo de fiesta para nosotros. Pero lo que es más aún que su fe siga viva en nosotros. La fe de Jesús, la fe que proclamamos hoy nosotros. Julio 3 de julio Santo Tomás, Apóstol En esta fiesta de la celebración de santo Tomás, se nos propone el camino de fe: del no creer porque no ha visto, al ver creyendo, y más aún al creer sin necesidad de ver. Celebramos esta fiesta no tanto por pura admiración hacia el santo apóstol, sino “para que tengamos vida abundante en nosotros por la fe en Jesucristo a quien Tomás reconoció como su Señor y Dios”. (Oración colecta de la Eucaristía) La carta a los Efesios presenta como cimiento de la fe a los apóstoles y profetas. Cristo Jesús es la piedra angular: él es objeto de la fe y el que la posibilita, el que nos sostiene. Los cristianos por el Bautismo nos incorporamos a este edificio que se ha ido levantando con los siglos, pasamos a formar parte de la misma familia de Dios. Esto es extraordinario. Edificados sobre el cimiento de los apóstoles nos vamos integrando en la construcción de un templo consagrado al Señor. Si no vivimos como tales consagrados, el edificio no progresa... Esta edificio que es la Iglesia está abierta a todos, quiere ser morada de Dios por el Espíritu. Tú y yo somos piedras vivas en este edificio. ¡Cuántas gracias tenemos que dar por aquellos apóstoles, que nos han transmitido la fe...! Éstos siguieron el mandato del Señor: vayan al mundo entero, proclamen el Evangelio a todas las naciones, a toda criatura, que se entere bien la tierra. No podemos perder la cadena en el anuncio evangélico, no podemos quedarnos callados, ¡ay de nosotros si no evangelizamos. La ausencia de Tomás en el grupo apostólico cuando se apareció Jesús nos ha valido para los cristianos de todos los tiempos la confesión de fe más preciosa que existe en la Biblia: “Señor mío y Dios mío”. Cuando nos sintamos que nos falta fe, es bueno que repitamos esta confesión desde el fondo del alma: “Señor mío y Dios mío”. 11 San Benito, abad San Benito nació de familia rica en Nursia, región de Umbría, Italia, en el año 480. Su hermana gemela, Escolástica, también alcanzó la santidad. Después de haber recibido en Roma una adecuada formación, estudiando la retórica y la filosofía. Se retiró de la ciudad a Enfide (la actual Affile), para dedicarse al estudio y practicar una vida de rigurosa disciplina ascética. No satisfecho de esa relativa soledad, a los 20 años se fue al monte Subiaco bajo la guía de un ermitaño y viviendo en una cueva. Tres años después se fue con los monjes de Vicovaro. No duró allí mucho ya que lo eligieron prior pero después trataron de envenenarlo por la disciplina que les exigía. Con un grupo de jóvenes, entre ellos Plácido y Mauro, fundo su primer monasterio en en la montaña de Cassino en 529 y escribió la Regla, cuya difusión le valió el título de patriarca del monaquismo 212 occidental. Fundó numerosos monasterios, centros de formación y cultura capaces de propagar la fe en tiempos de crisis. Vida de oración, disciplina y trabajo Se levantaba a las dos de la madrugada a rezar los salmos. Pasaba horas rezando y meditando. Hacia también horas de trabajo manual, imitando a Jesucristo. Veía el trabajo como algo honroso. Su dieta era vegetariana y ayunaba diariamente, sin comer nada hasta la tarde. Recibía a muchos para dirección espiritual. Algunas veces acudía a los pueblos con sus monjes a predicar. Era famoso por su trato amable con todos. Su gran amor y su fuerza fueron la Santa Cruz con la que hizo muchos milagros. Fue un poderoso exorcista. Este don para someter a los espíritus malignos lo ejerció utilizando como sacramental la famosa Cruz de San Benito. San Benito predijo el día de su propia muerte, que ocurrió el 21 de marzo del 547, pocos días después de la muerte de su hermana, santa Escolástica. Desde finales del siglo VIII muchos lugares comenzaron a celebrar su fiesta el 11 de julio. El ejemplo de San Benito: “Ora et labora” San Benito supo interpretar con perspicacia y de modo certero los signos de los tiempos de su época, cuando escribió su Regla en la que la unión de la oración y del trabajo llega a ser para los que la aceptan el principio de la aspiración a la eternidad: “Ora et labora, ora y trabaja”...Interpretando los signos de los tiempos, Benito vio que era necesario realizar el programa radical de la santidad evangélica...de una forma ordinaria, en las dimensiones de la vida cotidiana de todos los hombres. Era necesario que “lo heroico” llegara a ser lo normal, lo cotidiano, y que lo normal y lo cotidiano llegue a ser heroico. De este modo, como padre de los monjes, legislador de la vida monástica en Occidente, llegó a ser también pionero de una nueva civilización. Por todas partes donde el trabajo humano condicionaba el desarrollo de la cultura, de la economía, de la vida social, añadía Benito el programa benedictino de la evangelización que unía el trabajo a la oración y la oración al trabajo... En nuestra época, San Benito es el patrón de Europa. No lo es únicamente por sus méritos particulares de cara a este continente, su historia y su civilización. Lo es también en consideración a la nueva actualidad de su figura de cara a la Europa contemporánea. Se puede desligar el trabajo de la oración y hacer de él la única dimensión de la existencia humana. La época actual tiene esta tendencia... Se tiene la impresión de una prioridad de la economía sobre la moral, de una prioridad de lo material sobre lo espiritual. Por una parte, la orientación casi exclusiva hacia el consumo de bienes materiales quita a la vida humana su sentido más profundo. Por otra parte, en muchos casos, el trabajo ha llegado a ser un peso alienante para el hombre...y casi contra su propia voluntad, el trabajo se ha separado de la oración, quitando a la vida humana su dimensión trascendente... No se puede vivir de cara al futuro sin comprender que el sentido de la vida es más grande que lo material y pasajero, que este sentido está por encima de este mundo. Si la sociedad y las personas de nuestro continente han perdido el interés por este sentido, tienen que recobrarlo... Si mi predecesor Pablo VI llamó a San Benito de Nursia patrón de Europa, es porque podía ayudar a este respecto a la Iglesia y a las naciones de Europa. 15 San Buenaventura Nació alrededor del año 1218 en Bagnoregio, en la región toscana; estudió filosofía y teología en París y, habiendo obtenido el grado de maestro, enseñó con gran provecho estas mismas asignaturas a sus compañeros de la Orden franciscana. Fue elegido ministro general de su Orden, cargo que ejerció con prudencia y sabiduría. Escribió la vida de San Francisco. 213 Fue creado cardenal obispo de la diócesis de Albano, y murió en Lyon el año 1274. Escribió muchas obras filosóficas y teológicas. Conocido como el "Doctor Seráfico" por sus escritos encendidos de fe y amor a Jesucristo. Vida de San Buenaventura Lo único que sabemos acerca de este ilustre hijo de San Francisco de Asís, por lo que se refiere a sus primeros años, es que nació en Bagnorea, cerca de Viterbo, en 1221 y que sus padres fueron Juan Fidanza y María Ritella. Después de tomar el hábito en la orden seráfica, estudió en la Universidad de París, bajo la dirección del maestro inglés Alejandro de Hales. Buenaventura, a quien la historia debía conocer con el nombre de "el doctor seráfico", enseñó teología y Sagrada Escritura en la Universidad de París, de 1248 a 1257. A su genio penetrante unía un juicio muy equilibrado, que le permitía ir al fondo de las cuestiones y dejar de lado todo lo superfluo para discernir todo lo esencial y poner al descubierto los sofismas de las opiniones erróneas. Nada tiene, pues, de extraño que el santo se haya distinguido en la filosofía y teología escolásticas. Buenaventura ofrecía todos los estudios a la gloria de Dios y a su propia santificación, sin confundir el fin con los medios y sin dejar que degenerara su trabajo en disipación y vana curiosidad. La oración, clave de la vida espiritual No contento con transformar el estudio en una prolongación de la plegaria, consagraba gran parte de su tiempo a la oración propiamente dicha, convencido de que ésa era la clave de la vida espiritual. Porque, como lo enseña San Pablo, sólo el Espíritu de Dios puede hacernos penetrar sus secretos designios y grabar sus palabras en nuestros corazones. Tan grande era la pureza e inocencia del santo que su maestro, Alejandro de Hales, afirmaba que "parecía que no había pecado en Adán". El rostro de Buenaventura reflejaba el gozo, fruto de la paz en que su alma vivía. Como el mismo santo escribió, "el gozo espiritual es la mejor señal de que la gracia habita en un alma." El santo no veía en sí más que faltas e imperfecciones y, por humildad, se abstenía algunas veces de recibir la comunión, por más que su alma ansiaba unirse al objeto de su amor y acercarse a la fuente de la gracia. Pero un milagro de Dios permitió a San Buenaventura superar tales escrúpulos. Las actas de canonización lo narran así: "Desde hacía varios días no se atrevía a acercarse al banquete celestial. Pero, cierta vez en que asistía a la Misa y meditaba sobre la Pasión del Señor, Nuestro Salvador, para premiar su humildad y su amor, hizo que un ángel tomara de las manos del sacerdote una parte de la hostia consagrada y la depositara en su boca." A partir de entonces, Buenaventura comulgó sin ningún escrúpulo y encontró en la santa Comunión una fuente de gozo y de gracias. El santo se preparó a recibir el sacerdocio con severos ayunos y largas horas de oración, pues su gran humildad le hacía acercarse con temor y temblor a esa altísima dignidad. La Iglesia recomienda a todos los fieles la oración que el santo compuso para después de la misa y que comienza así: Transfige, dulcissime Domine Jesu... Celo por las almas Buenaventura se entregó con entusiasmo a la tarea de cooperar a la salvación de sus prójimos, como lo exigía la gracia del sacerdocio. La energía con que predicaba la palabra de Dios encendía los corazones de sus oyentes; cada una de sus palabras estaba dictada por un ardiente amor. Durante los años que, pasó en París, compuso una de sus obras más conocidas, el "Comentario sobre las Sentencias de Pedro Lombardo", que constituye una verdadera suma de teología escolástica. El Papa Sixto IV, refiriéndose a esa obra, dijo que "la manera como se expresa sobre la teología, indica que el Espíritu Santo hablaba por su boca." Víctima de ataques 214 Los violentos ataques de algunos de los profesores de la Universidad de París contra los franciscanos perturbaron la paz de los años que Buenaventura pasó en esa ciudad. Tales ataques se debían, en gran parte, a 1a envidia que provocaban los éxitos pastorales y académicos de los hijos de San Francisco ya que la santa vida de los frailes resultaba un reproche constante a la mundana existencia de otros profesores. El líder de los que se oponían a los franciscanos era Guillermo de Saint Amour, quien atacó violentamente a San Buenaventura en una obra titulada “Los peligros de los últimos tiempos”. ‘Éste tuvo que suspender sus clases durante algún tiempo y contestó a los ataques con un tratado sobre la pobreza evangélica, con el título de "Sobre la pobreza de Cristo. El Papa Alejandro IV nombró a una comisión de cardenales para que examinasen el asunto en Anagni, con el resultado de que fue quemado públicamente el libro de Guillermo de Saint Amour, fueron devueltas sus cátedras a los hijos de San Francisco y fue ordenado el silencio a sus enemigos. Un año más tarde, en 1257, San Buenaventura y Santo Tomás de Aquino recibieron juntos el título de doctores. 16 de julio Nuestra Señora del Carmen Cuando nosotros celebramos la fiesta de María, Madre de Dios, bajo cualquier advocación con que la llamemos, estamos celebrando también el gozo de que una mujer, tomada de entre nosotros, se engalana para recibir el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. El monte Carmelo es símbolo de María. Se escogió esta fecha de la fiesta del 16 de julio, por ser el día en que la Virgen se apareció a San Simón Stock dándole el escapulario. San Simón Stock, comprendió que, sin la intervención de la Virgen, la Orden tendría vida corta. Recurrió a María, a la que llamó “Flor del Carmelo” y “Estrella del Mar” y puso la Orden bajo su amparo, suplicándole su protección para toda la comunidad. En respuesta a su oración, el 16 de julio de 1251 se le apareció la Virgen y le dio el escapulario para la Orden con la siguiente promesa: “Este debe ser un signo y privilegio para ti y para todos los Carmelitas: quien muera con el escapulario no sufrirá el fuego eterno”. Para el cristiano, el escapulario es una señal de su compromiso de vivir la vida cristiana siguiendo el ejemplo de la Virgen Santísima y el signo del amor y la protección maternal de María, que envuelve a sus devotos en su manto, como lo hizo con Jesús al nacer, como Madre que cobija a sus hijos. San Pablo nos dice que nos revistamos de Cristo, con el vestido de sus virtudes. El escapulario es el signo de que pertenecemos a María como sus hijos escogidos, consagrados y entregados a ella, para dejarnos guiar, enseñar, moldear por Ella y en su corazón. El escapulario es un signo de nuestra identidad como cristianos, vinculados íntimamente a la Virgen María con el propósito de vivir plenamente nuestro bautismo. Por tanto, “No lleguemos a la conclusión de que el escapulario está dotado de alguna clase de poder sobrenatural que nos salvará a pesar de lo que hagamos o de cuanto pequemos...Una voluntad pecadora y perversa puede derrotar la omnipotencia suplicante de la Madre de la Misericordia”. La Virgen ha prometido sacar del purgatorio el primer sábado después de la muerte a la persona que muera con el escapulario. La Virgen prometió al Papa Juan XXII que aquellos que cumplieran los requisitos de esta devoción que “como Madre de Misericordia, con sus ruegos, oraciones, méritos y protección especial, les ayudaría para que, libres cuanto antes de sus penas, sean trasladadas sus almas a la bienaventuranza”. Las condiciones para gozar de este privilegio son llevar el escapulario con fidelidad, guardar la castidad de su estado, rezar el oficio de la Virgen o los cinco misterios del rosario… Oración. “Madre del Carmelo: Tengo mil dificultades, ayúdame. De los enemigos del alma, sálvame. En mis desaciertos, ilumíname. En mis dudas y penas, confórtame. En mis enfermedades, fortaléceme. Cuando me desprecien, anímame. En las tentaciones, defiéndeme. En horas difíciles, consuélame. Con tu 215 corazón maternal, ámame. Con tu inmenso poder, protégeme. Y en tus brazos de Madre, al expirar, recíbeme. Virgen del Carmen, ruega por nosotros. Amén.” 22 Memoria de santa María Magdalena Juan 20, 1.11-18 Aparición a la Magdalena y a los Apóstoles. A las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios apóstoles. Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce. El carácter velado de la gloria del Resucitado se transparenta en sus palabras misteriosas a María Magdalena: “Todavía no he subido al Padre. Vete donde los hermanos y diles: Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20, 17). Gracias a su encuentro con el Resucitado, María Magdalena supera el desaliento y la tristeza causados por la muerte del Maestro (cf. Jn 20, 11-18). En su nueva dimensión pascual, Jesús la envía a anunciar a los discípulos que Él ha resucitado (cf. Jn 20, 17). Por este hecho se ha llamado a María Magdalena “la apóstol de los apóstoles”. Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (ver Lc 24, 39; Jn 20, 27) y el compartir la comida (ver Lc 24, 30. 41-43; Jn 21, 9. 13-15). Les invita así a reconocer que él no es un espíritu (ver Lc 24, 39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas de su pasión (ver Lc 24, 40; Jn 20, 20. 27). Este cuerpo auténtico y real posee sin embargo, al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso. Ahora viendo nuestra vida y nuestro mundo en el que vivimos, en nuestros encuentros con el Resucitado, con el mismo que se encontró la Magdalena, podemos escuchar una exhortación de san Agustín: “Ahora que es tiempo, sigamos al Señor; deshagámonos de las amarras que nos impiden seguirlo…”. 26 Ana y Joaquín Santos Una antigua tradición, datada ya en el siglo II, atribuye los nombres de Joaquín y Ana a los padres de la Virgen María. El culto aparece para Santa Ana ya en el siglo VI y para San Joaquín un poco más tarde. La devoción a los abuelos de Jesús es una prolongación natural al cariño y veneración que los cristianos demostraron siempre a la Madre de Dios. La antífona de la misa de hoy dice: "Alabemos a Joaquín y Ana por su hija; en ella les dio el Señor la bendición de todos los pueblos". La madre de nuestra Señora, la Virgen María, nació en Belén. El culto de sus padres le está muy unido. El nombre Ana significa "gracia, amor, plegaria". La Sagrada Escritura nada nos dice de la santa. Todo lo que sabemos es legendario y se encuentra en el evangelio apócrifo de Santiago, según el cual a los veinticuatro años de edad se casó con un propietario rural llamado Joaquín, galileo, de la ciudad de Nazaret. Su nombre significa "el hombre a quien Dios levanta", y, según san Epifanio, "preparación del Señor". Descendía de la familia real de David. Moraban en Nazaret y, según la tradición, dividían sus rentas anuales, una de cuyas partes dedicaban a los gastos de la familia, otra al templo y la tercera a los más necesitados. Llevaban ya veinte años de matrimonio y el hijo tan ansiado no llegaba. Los hebreos consideraban la esterilidad como algo oprobioso y un castigo del cielo. Se los menospreciaba y en la calle se les negaba el saludo. En el templo, Joaquín oía murmurar sobre ellos, como indignos de entrar en la casa de Dios. Joaquín, muy dolorido, se retira al desierto, para obtener con penitencias y oraciones la ansiada paternidad Ana intensificó sus ruegos, implorando como otras veces la gracia de un hijo. Recordó a la otra 216 Ana de las Escrituras, cuya historia se refiere en el libro de los Reyes: habiendo orado tanto al Señor, fue escuchada, y así llegó su hijo Samuel, quien más tarde sería un gran profeta. Y así también Joaquín y Ana vieron premiada su constante oración con el advenimiento de una hija singular, María. Esta niña, que había sido concebida sin pecado original, estaba destinada a ser la madre de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado. Desde los primeros tiempos de la Iglesia ambos fueron honrados en Oriente; después se les rindió culto en toda la cristiandad, donde se levantaron templos bajo su advocación. Aunque el culto de la madre de la santísima Virgen María se había difundido en Occidente, especialmente desde el siglo XII, su fiesta comenzó a celebrarse en el siglo siguiente 29 Santa Marta Juan 11,19-27 Creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios. El evangelista nos dice que Jesús declaró solemnemente a Marta: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre”. Y añadió: “¿Crees esto?” (Jn 11, 25-26). Una pregunta que Jesús nos dirige a cada uno de nosotros; una pregunta que ciertamente nos supera, que supera nuestra capacidad de comprender, y nos pide abandonarnos a él, como él se abandonó al Padre. La respuesta de Marta es ejemplar: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo” (Jn 11, 27). ¡Sí, oh Señor! También nosotros creemos, a pesar de nuestras dudas y de nuestras oscuridades; creemos en ti, porque tú tienes palabras de vida eterna; queremos creer en ti, que nos das una esperanza fiable de vida más allá de la vida, de vida auténtica y plena en tu reino de luz y de paz. Como Marta, la hermana de Lázaro, también nosotros renovemos hoy nuestra fe en Jesús y nuestra amistad con él. Por su muerte y resurrección, se nos comunica la vida plena en el Espíritu Santo. La vida divina puede transformar nuestra existencia en don de amor a Dios y a nuestros hermanos. Encomendemos esta oración a María santísima. Que su intercesión fortalezca nuestra fe y nuestra esperanza en Jesús, especialmente en los momentos de mayor prueba y dificultad. 31 San Ignacio de Loyola Nació el año 1491 en Loyola, en las provincias vascongadas; su vida transcurrió primero entre la corte real y la milicia; luego se convirtió y estudió teología en París, donde se le juntaron los primeros compañeros con los que había de fundar más tarde, en Roma, la Compañía de Jesús. Ejerció un fecundo apostolado con sus escritos y con la formación de discípulos, que habían de trabajar intensamente por la reforma de la Iglesia. Murió en Roma el año 1556 Maestro del discernimiento de espíritus “Ignacio supo obedecer cuando, en pleno restablecimiento de sus heridas, la voz de Dios resonó con fuerza en su corazón. Fue sensible a la inspiración del Espíritu Santo...” (Juan Pablo II). Por el discernimiento de espíritu entendemos la capacidad de distinguir cuando nos habla el Espíritu Santo y cuando los espíritus malos. Luis Goncalves de Cámara escribió “Los Hechos de San Ignacio" recogiéndolos de los labios del mismo santo: Ignacio era muy aficionado a los llamados libros de caballerías, narraciones llenas de historias fabulosas e imaginarias. Cuando se sintió restablecido, pidió que le trajeran algunos de esos libros para 217 entretenerse, pero no se halló en su casa ninguno; entonces le dieron para leer un libro llamado Vida de Cristo y otro que tenía por título Flos sanctórum, escritos en su lengua materna. Con la frecuente lectura de estas obras, empezó a sentir algún interés por las cosas que en ellas se trataban. A intervalos volvía su pensamiento a lo que había leído en tiempos pasados y entretenía su imaginación con el recuerdo de las vanidades que habitualmente retenían su atención durante su vida anterior. Pero, entretanto, iba actuando también la misericordia divina, inspirando en su ánimo otros pensamientos, además de los que suscitaba en su mente lo que acababa de leer. En efecto, al leer la vida de Jesucristo o de los santos, a veces se ponía a pensar y se preguntaba a sí mismo: “¿Y si yo hiciera lo mismo que San Francisco o que Santo Domingo?” Y, así, su mente estaba siempre activa. Estos pensamientos duraban mucho tiempo, hasta que, distraído por cualquier motivo, volvía a pensar, también por largo tiempo, en las cosas vanas y mundanas. Esta sucesión de pensamientos duró bastante tiempo. Pero había una diferencia; y es que, cuando pensaba en las cosas del mundo, ello le producía de momento un gran placer; pero cuando, hastiado, volvía a la realidad, se sentía triste y árido de espíritu; por el contrario, cuando pensaba en la posibilidad de imitar las austeridades de los santos, no sólo entonces experimentaba un intenso gozo, sino que además tales pensamientos lo dejaban lleno de alegría. De esta diferencia él no se daba cuenta ni le daba importancia, hasta que un día se le abrieron los ojos del alma y comenzó a admirarse de esta diferencia que experimentaba en sí mismo, que, mientras una clase de pensamientos lo dejaban triste, otros, en cambio, alegre. Y así fue como empezó a reflexionar seriamente en las cosas de Dios. Más tarde, cuando se dedicó a las prácticas espirituales, esta experiencia suya le ayudó mucho a comprender lo que sobre la discreción de espíritus enseñaría luego a los suyos. Los Ejercicios Espirituales El fin específico de los Ejercicios es llevar al hombre a un estado de serenidad y despego de las cosas pasajeras para que pueda elegir "sin dejarse llevar del placer o la repugnancia, ya sea acerca del curso general de su vida, ya acerca de un asunto particular. Así, el principio que guía la elección es únicamente la consideración de lo que más conduce a la gloria de Dios y a la perfección del alma". Como lo dice Pío XI, el método ignaciano de oración "guía al hombre por el camino de la propia abnegación y del dominio de los malos hábitos a las más altas cumbres de la contemplación y el amor divino". Los Ejercicios Espirituales son el instrumento del que ha servido El Señor para comunicar su Espíritu a innumerables personas y llevarlas a la santidad. Comienzan reflexionando sobre el "Principio y Fundamento" de todas las cosas. Nos enseña la verdad fundamental en la que debemos edificar nuestra vida:. ¿Cuál es el origen de esta existencia?, ¿Cuál es su sentido?, ¿Cuál su valor? Esta es la pregunta capital que me debo preguntar. La respuesta nos la da Dios: Génesis 1: 26 "Y dijo Dios: «Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra" Y como Dios es amor (1Juan 4:16), el hombre que es su imagen, ha sido creado para amar con su corazón, que es como el de Dios. Dios creó al hombre para amar con todo su corazón, toda su mente y toda su fuerza (Deut. 6:4-9). El hombre ama a Dios ante todo alabándole, adorándole y sirviéndole. En esta línea debo ordenar mi existencia. Pero el amor es más que esto. Por su propia naturaleza, el amor busca unión. Dios nos creó para ser sus hijos adoptivos en Jesucristo y por Jesucristo. El plan de Dios consiste en hacernos partícipes en la tierra (por medio de la fe y la gracia) y por toda la eternidad de la vida de la Trinidad que es amor. 218 El principio y fundamento de nuestra vida es este: Hemos sido creados para Alabar y Servir a Dios y mediante esto salvar nuestra alma. Conociendo este principio y ordenando toda nuestra vida en El, podremos construir sobre roca para que las tormentas no destruyan nuestra casa. Agosto 4 San Juan María Vianney, cura de Ars Benedicto XVI, Audiencia 5 de agosto de 2009 Juan María Vianney nació en la pequeña aldea de Dardilly el 8 de mayo de 1786, en el seno de una familia campesina, pobre en bienes materiales, pero rica en humanidad y fe. Bautizado, de acuerdo con una buena costumbre de esa época, el mismo día de su nacimiento, consagró los años de su niñez y de su adolescencia a trabajar en el campo y a apacentar animales, hasta el punto de que, a los diecisiete años, aún era analfabeto. No obstante, se sabía de memoria las oraciones que le había enseñado su piadosa madre y se alimentaba del sentido religioso que se respiraba en su casa. Los biógrafos refieren que, desde los primeros años de su juventud, trató de conformarse a la voluntad de Dios incluso en las ocupaciones más humildes. Albergaba en su corazón el deseo de ser sacerdote, pero no le resultó fácil realizarlo. Llegó a la ordenación presbiteral después de no pocas vicisitudes e incomprensiones, gracias a la ayuda de prudentes sacerdotes, que no se detuvieron a considerar sus límites humanos, sino que supieron mirar más allá, intuyendo el horizonte de santidad que se perfilaba en aquel joven realmente singular. Así, el 23 de junio de 1815, fue ordenado diácono y, el 13 de agosto siguiente, sacerdote. Por fin, a la edad de 29 años, después de numerosas incertidumbres, no pocos fracasos y muchas lágrimas, pudo subir al altar del Señor y realizar el sueño de su vida. El santo cura de Ars manifestó siempre una altísima consideración del don recibido. Afirmaba: "¡Oh, qué cosa tan grande es el sacerdocio! No se comprenderá bien más que en el cielo... Si se entendiera en la tierra, se moriría, no de susto, sino de amor" (Abbé Monnin, Esprit du Curé d'Ars, p. 113). Además, de niño había confiado a su madre: "Si fuera sacerdote, querría conquistar muchas almas" (Abbé Monnin, Procès de l'ordinaire, p. 1064). Y así sucedió. En el servicio pastoral, tan sencillo como extraordinariamente fecundo, este anónimo párroco de una aldea perdida del sur de Francia logró identificarse tanto con su ministerio que se convirtió, también de un modo visible y reconocible universalmente, en alter Christus, imagen del buen Pastor que, a diferencia del mercenario, da la vida por sus ovejas (cf. Jn 10, 11). A ejemplo del buen Pastor, dio su vida en los decenios de su servicio sacerdotal. Su existencia fue una catequesis viviente, que cobraba una eficacia muy particular cuando la gente lo veía celebrar la misa, detenerse en adoración ante el sagrario o pasar muchas horas en el confesonario. El centro de toda su vida era, por consiguiente, la Eucaristía, que celebraba y adoraba con devoción y respeto. Otra característica fundamental de esta extraordinaria figura sacerdotal era el ministerio asiduo de las confesiones. En la práctica del sacramento de la Penitencia reconocía el cumplimiento lógico y natural del apostolado sacerdotal, en obediencia al mandato de Cristo: "A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23). Así pues, san Juan María Vianney se distinguió como óptimo e incansable confesor y maestro espiritual. Pasando, “con un solo movimiento interior, del altar al confesonario”, donde transcurría gran parte de la jornada, intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus feligreses redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la Presencia eucarística (cf. Carta a los sacerdotes para el Año sacerdotal). 219 Los métodos pastorales de san Juan María Vianney podrían parecer poco adecuados en las actuales condiciones sociales y culturales. De hecho, ¿cómo podría imitarlo un sacerdote hoy, en un mundo tan cambiado? Es verdad que los tiempos cambian y que muchos carismas son típicos de la persona y, por tanto, irrepetibles; sin embargo, hay un estilo de vida y un anhelo de fondo que todos estamos llamados a cultivar. Mirándolo bien, lo que hizo santo al cura de Ars fue su humilde fidelidad a la misión a la que Dios lo había llamado; fue su constante abandono, lleno de confianza, en manos de la divina Providencia. Logró tocar el corazón de la gente no gracias a sus dotes humanas, ni basándose exclusivamente en un esfuerzo de voluntad, por loable que fuera; conquistó las almas, incluso las más refractarias, comunicándoles lo que vivía íntimamente, es decir, su amistad con Cristo. Estaba "enamorado" de Cristo, y el verdadero secreto de su éxito pastoral fue el amor que sentía por el Misterio eucarístico anunciado, celebrado y vivido, que se transformó en amor por la grey de Cristo, los cristianos, y por todas las personas que buscan a Dios. Su testimonio nos recuerda, queridos hermanos y hermanas, que para todo bautizado, y con mayor razón para el sacerdote, la Eucaristía "no es simplemente un acontecimiento con dos protagonistas, un diálogo entre Dios y yo. La Comunión eucarística tiende a una transformación total de la propia vida. Con fuerza abre de par en par todo el yo del hombre y crea un nuevo nosotros" (Joseph Ratzinger, La Comunione nella Chiesa, p. 80). Así pues, lejos de reducir la figura de san Juan María Vianney a un ejemplo, aunque sea admirable, de la espiritualidad católica del siglo XIX, es necesario, al contrario, percibir la fuerza profética, de suma actualidad, que distingue su personalidad humana y sacerdotal. En la Francia posrevolucionaria que experimentaba una especie de "dictadura del racionalismo" orientada a borrar la presencia misma de los sacerdotes y de la Iglesia en la sociedad, él vivió primero -en los años de su juventud- una heroica clandestinidad recorriendo kilómetros durante la noche para participar en la santa misa. Luego, ya como sacerdote, se caracterizó por una singular y fecunda creatividad pastoral, capaz de mostrar que el racionalismo, entonces dominante, en realidad no podía satisfacer las auténticas necesidades del hombre y, por lo tanto, en definitiva no se podía vivir. Queridos hermanos y hermanas, a los 150 años de la muerte del santo cura de Ars, los desafíos de la sociedad actual no son menos arduos; al contrario, tal vez resultan todavía más complejos. Si entonces existía la "dictadura del racionalismo", en la época actual reina en muchos ambientes una especie de "dictadura del relativismo". Ambas parecen respuestas inadecuadas a la justa exigencia del hombre de usar plenamente su propia razón como elemento distintivo y constitutivo de la propia identidad. El racionalismo fue inadecuado porque no tuvo en cuenta las limitaciones humanas y pretendió poner la sola razón como medida de todas las cosas, transformándola en una diosa; el relativismo contemporáneo mortifica la razón, porque de hecho llega a afirmar que el ser humano no puede conocer nada con certeza más allá del campo científico positivo. Sin embargo, hoy, como entonces, el hombre "que mendiga significado y realización" busca continuamente respuestas exhaustivas a los interrogantes de fondo que no deja de plantearse. Tenían muy presente esta "sed de verdad", que arde en el corazón de todo hombre, los padres del concilio ecuménico Vaticano ii cuando afirmaron que corresponde a los sacerdotes, "como educadores en la fe", formar "una auténtica comunidad cristiana" capaz de preparar "a todos los hombres el camino hacia Cristo" y ejercer "una auténtica maternidad" respecto a ellos, indicando o allanando a los no creyentes "el camino hacia Cristo y su Iglesia", y siendo para los fieles "estímulo, alimento y fortaleza para el combate espiritual" (cf.Presbyterorum ordinis, 6). La enseñanza que al respecto sigue transmitiéndonos el santo cura de Ars es que en la raíz de ese compromiso pastoral el sacerdote debe poner una íntima unión personal con Cristo, que es preciso cultivar y acrecentar día tras día. Sólo enamorado de Cristo, el sacerdote podrá enseñar a todos esta unión, esta amistad íntima con el divino Maestro; podrá tocar el corazón de las personas y abrirlo al amor misericordioso del Señor. Sólo así, por tanto, podrá infundir entusiasmo y vitalidad espiritual a las comunidades que el Señor le confía. 220 Oremos para que, por intercesión de san Juan María Vianney, Dios conceda a su Iglesia el don de santos sacerdotes, y para que aumente en los fieles el deseo de sostener y colaborar con su ministerio. 6 Transfiguración del Señor Mt 17, 1-9 Su rostro se puso resplandeciente como el sol. El Señor tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y subía a lo alto de un monte y se transfiguró delante de ellos. En su transfiguración el Señor Jesús manifiesta su identidad más profunda, oculta tras el velo de su humanidad. ¿Quién es Él? Pedro había dicho de Él: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo.» (Mt 16,16) Ahora el Señor transfigurado se revelaba ante ellos, les mostraba lo que cotidianamente quedaba oculto bajo el velo de su carne. “Su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. En Cristo transfigurado es el rostro mismo de Dios que brilla y se manifiesta a los discípulos. Mas no sólo mediante el brillo de su rostro se manifiesta la divinidad de Jesucristo, sino también por el resplandor de sus vestiduras que se pusieron tan blancas como la luz. ¿No está Dios «vestido de esplendor y majestad, revestido de luz como de un manto» (Sal 104,1-2)? Jesús, el Cristo, hace brillar así su divinidad ante los asombrados apóstoles: el Mesías no es sólo un hombre, sino Dios mismo que se ha hecho hombre. El Señor enseña sus discípulos que si bien no hay cristianismo sin Cruz, ni tampoco hay Pascua de Resurrección sin Viernes de Pasión, no todo queda en el Viernes de Pasión, sino que éste es camino a la Pascua de Resurrección y a la Ascensión. Para quien sigue al Señor, la Cruz es y será siempre el camino que conduce a la Luz, a la gloriosa transfiguración de su propia existencia. La Transfiguración es, por tanto, «el sacramento de la segunda regeneración», signo visible y esperanzador de nuestra futura resurrección (Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 556). Por tanto, la Transfiguración nos recuerda que las alegrías sembradas por Dios en la vida no son puntos de llegada, sino luces que él nos da en la peregrinación terrena, para que "Jesús solo" sea nuestra ley y su Palabra sea el criterio que guíe nuestra existencia. 7 San Cayetano Confesor Nació en Vicenza el año 1480. Estudió derecho en Padua y, después de recibida la ordenación sacerdotal, instituyó en Roma la sociedad de Clérigos regulares o Teatinos, con el fin de promover el apostolado y la renovación espiritual del clero. Esta sociedad se propagó luego por el territorio de Venecia y el reino de Nápoles. San Cayetano se distinguió por su asiduidad en la oración y por la práctica de la caridad para con el prójimo. Murió en Nápoles el año 1547. Su padre, el Conde Gaspar de Thiene y su madre María di Porto. El padre murió cuando los dos hermanos eran muy pequeños. Su piadosa madre dio a sus hijos un admirable ejemplo. Cayetano estudió 4 años en la Universidad de Padua donde se distinguió en la teología y se doctoró en derecho civil y canónico en 1504. Fue nombrado senador en Vicenza. Estaba, sin embargo, decidido a seguir los estudios sacerdotales. Se trasladó a Roma en 1506. Decía que Dios le llamaba a realizar una gran obra. Al poco tiempo fue nombrado secretario privado del Papa Julio II. Ayudaba al Papa a escribir las cartas apostólicas. Conoció de cerca a cardenales y prelados. El Papa muere en 1513 y Cayetano decide no continuar en el cargo. Se preparó durante 3 años para ser sacerdote. Fue ordenado en 1516, a los 36 años. Celebra su primera misa y queda sobrecogido por el don del que no se considera digno. 221 Funda en Roma la "Cofradía del Amor Divino", una asociación de clérigos que se dedicaba a promover la gloria de Dios. Tuvo su primera experiencia pastoral en la parroquia de Santa María de Malo, cerca de Vicenza; luego se dedicó a cuidar los santuarios esparcidos por el monte Soratte. Ingresó en el oratorio de San Jerónimo que tenía los mismos fines que la cofradía del Amor Divino, pero incluía a laicos pobres. Sus amigos se molestaron mucho por eso, porque consideraban que aquello era indigno para un hombre de gran alcurnia como él. A Cayetano no le importó. Ayudaba y servía personalmente a los pobres y enfermos de la ciudad y atendía a los pacientes de las enfermedades repugnantes. Cayetano se preocupaba mucho por el bien espiritual de su congregación. Solía decir: "En el oratorio rendimos a Dios el homenaje de la adoración, en el hospital le encontramos personalmente". Fundó otro oratorio en Verona. Se trasladó a Venecia en 1520, siguiendo el consejo de su confesor, Juan Bautista de Crema, un dominico santo y prudente. Se alojó en el hospital de la ciudad y siguió la misma forma de vida. Se le consideraba fundador principal del hospital por todos los regalos que hizo. La Eucaristía Implantó la bendición con el Santísimo Sacramento y promovió la comunión frecuente, en los 3 años que vivió en Venecia. Escribió: "No estaré satisfecho sino hasta que vea a los cristianos acercarse al Banquete Celestial con sencillez de niños hambrientos y gozosos, y no llenos de miedo y falsa vergüenza". La cristiandad pasaba por un periodo de crisis. La corrupción debilitaba a la Iglesia. Cayetano era uno de los que más imploraban la verdadera reforma de vida y de costumbres dentro de la Iglesia. Repetía a menudo: "Cristo espera, ninguno se mueve". Fundador San Cayetano regresó a Roma para hablar de la reforma con los miembros de la Cofradía del Amor Divino en 1523, en compañía del obispo de Teato Giampietro Carafa, de Bonifacio Colli y de Pablo Consiglieri. No solo predicó la reforma, sino la llevó a cabo fundando con sus tres compañeros una orden de Clérigos Regulares que tomasen como modelo la vida de los Apóstoles. La llamaron "Ordo Regularium Theatinorum" o Congregación de los Teatinos (el nombre de padres teatinos viene del episcopado de "Teate Marrucinorum" ), y tenía como finalidad principal la renovación del clero. Clemente VII aprobó la fundación el 14 de septiembre de 1524. Cayetano renuncia a todos sus bienes y Carafa a los 2 episcopados de Brindis y de Chieti. Los 4 primeros miembros visten sus hábitos religiosos y hacen los votos en San Pedro, ante un delegado pontificio. Carafa es nombrado superior general de la orden. Aparte de la renovación del clero, sus otros objetivos eran la predicación de la sana doctrina, el cuidado de los enfermos y la restauración del uso frecuente de los Sacramentos. Los seguidores no eran muchos. A los 4 años, en 1527, cuando la orden tenía 12 miembros, el ejercito saqueó la ciudad, la casa fue destruida y ellos escaparon a Venecia. En 1530 San Cayetano sucede a Carafa en el cargo de superior. Por su humildad, lo hace con renuencia. Trabaja enérgicamente por la reforma del clero. En 1533, Carafa fue elegido superior general por segunda vez. Cayetano es enviado a Verona, donde recibe oposición a sus reformas. Viaja a Nápoles para fundar una casa de su orden. Recibe una casa donada por el conde de Oppido y rechaza otros terrenos. El conde alega que los napolitanos no eran tan ricos y generosos como los venecianos a los que San Cayetano le responde: "Tal vez tengáis razón, pero Dios es el mismo en ambas ciudades. Dios está en Nápoles como en Venecia". 222 Se quedó en Nápoles donde había mas trabajo. La ciudad mejoró notablemente gracias a las prédicas y el trabajo apostólico del santo, que en ocasiones tuvo que enfrentarse con laicos y religiosos que predicaban el calvinismo, el luteranismo y otros errores. Fundó con el Beato Juan Marinoni los "Montes de Piedad" para liberar de la miseria a los pobres y marginados. Esta obra fue aprobada poco antes del Concilio de Letrán. En sus últimos años de vida abrió hospicios para ancianos y fundó hospitales. Cae enfermo en el verano de 1547. Los médicos le aconsejan poner un colchón sobre su cama de tablas, el respondió: "Mi salvador murió en la cruz; dejadme pues, morir también sobre un madero". Murió en Nápoles a la edad de 77 años, el domingo 7 de agosto de 1547. Ocho años después de su muerte, el teatino Carafa fue elegido Papa, con el nombre Pablo IV, un auténtico reformador, aunque su pontificado fue muy impopular. Cayetano fue canonizado en 1671 después que la comisión encargada terminara de examinar rigurosamente los numerosos milagros. San Cayetano, ruega por nosotros, para que imitemos tu amor por Cristo, por la Iglesia y por los pobres. 8 Santo Domingo de Guzmán Nació en Caleruega (España), alrededor del año 1170. Estudió teología en Palencia y fue nombrado canónigo de la Iglesia de Osma. Con su predicación y con su vida ejemplar, combatió con éxito la herejía albigense. Con los compañeros que se le adhirieron en esta empresa, fundó la Orden de Predicadores. Murió en Bolonia el día 6 de agosto del año 1221. Su padre, Félix de Guzmán, era noble acompañante del Rey. Su madre era la Beata Juana de Aza de quien Domingo recibió su educación primera. Cuando tenía seis años fue entregado a un tío suyo, arcipreste, para su educación literaria. A los catorces años fue enviado al Estudio General de Palencia, el primero y más famoso de toda esa parte de España, y en el que estudiaban artes liberales, es decir, todas las ciencias humanas y sagrada teología. El joven Domingo se entregó de lleno al estudio de la teología. Eran tiempos de continuas guerras contra los moros y entre los mismos príncipes cristianos. Una gran hambre sobrevino a toda aquella región de Palencia. Domingo se compadeció profundamente de los pobres y les fue entregando sus pertenencias. En los oídos de Domingo martilleaban las palabras del maestro: "Un mandamiento nuevo os doy, que os améis los unos a los otros como yo os he amado". Llegó el momento que solo le quedaba lo que mas preciaba, sus libros. Entonces pensó: "¿Cómo podré yo seguir estudiando en pieles muertas (pergaminos), cuando hermanos míos en carne viva se mueren de hambre?". Un día llegó a su presencia una mujer llorando y le dijo: "Mi hermano ha caído prisionero de los moros". A Domingo no le queda ya nada que dar. Decide venderse como esclavo para rescatar al esclavo. Este acto de Domingo conmovió a Palencia. Domingo conmovió a la ciudad de Palencia de manera que se produjo un movimiento de caridad y se hizo innecesario vender sus libros o entregarse como esclavo. También surgieron vocaciones para la Orden que más tarde Domingo fundaría. A los 24 años de edad, Domingo fue llamado por el obispo de Osma para ser canónigo de la catedral. A los 25 años fue ordenado sacerdote. El Rey Alfonso VIII había encargado al Obispo de Osma, en 1203, la misión de dirigirse a Dinamarca a pedir la mano de una dama de la nobleza para su hijo Fernando. El Obispo acepta y como compañero de viaje lleva a Domingo. Al pasar por Francia, Flandes, Renania e Inglaterra, Domingo quedó 223 preocupado al constatar la extensión de las grandes herejías, los cátaros, valdenses y otras herejías procedentes del maniqueísmo oriental. Estos negaban muchos dogmas de la fe católica, incluso la Redención por la Cruz de Cristo y los Sacramentos. En 1207 Domingo, con algunos compañeros, entre ellos el Obispo de Osma, se entrega de lleno a la vida apostólica, viviendo de limosnas, que diariamente mendigaba, renunciando a toda comodidad, caminando a pie y descalzo, sin casa ni habitación propia en la que retirarse a descansar, sin más ropa que la puesta. Comprendiendo la necesidad de instruir a aquellas gentes que caían en las herejías, determinó fundar la Orden de predicadores, dispuestos a recorrer pueblos y ciudades para llevar a todas partes la luz del Evangelio. Funda centros de apostolado en todo el sur de Francia. Pero, reconociendo que, para combatir las herejías era necesario, una buena formación teológica, busca un doctor en teología que instruyera a la comunidad. Más tarde, uno de sus discípulos en la orden sería la lumbrera más grande que haya tenido la iglesia universal: Santo Tomás de Aquino. Santo Domingo fue un gran amigo de San Francisco de Asís, a quien visito y abrazó efusivamente. Santo Domingo poco después fundó la rama femenina de su Orden. La misión de los dominicos, predicar para llevar almas a Cristo, encontró grandes dificultades pero la Virgen vino a su auxilio. Estando en Fangeaux una noche, en oración, tiene una revelación donde, según la tradición, la Virgen le revela el Rosario como arma poderosa para ganar almas. Esta tradición está respaldada por numerosos documentos pontificios. El 21 de enero de 1217, el Papa Honorio III aprobó definitivamente la obra de Domingo, la Orden de los predicadores o Dominicos. En 1220 la herejía de los cataros y albigenses se había extendido por Italia. El Papa Honorio pone a Domingo a cargo de una gran misión. Murió en Bolonia el 6 de agosto de 1221 Fue canonizado por Gregorio IX en 1234. El Papa dijo: "De la santidad de este hombre estoy tan seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo". 10 San Lorenzo, Mártir Su nombre significa: “coronado de laurel”. Los datos acerca de este santo los ha narrado San Ambrosio, San Agustín y el poeta Prudencio. Lorenzo era uno de los siete diáconos de Roma, o sea uno de los siete hombres de confianza del Sumo Pontífice. Su oficio era de gran responsabilidad, pues estaba encargado de distribuir las ayudas a los pobres. En el año 257 el emperador Valeriano publicó un decreto de persecución en el cual ordenaba que todo el que se declarara cristiano sería condenado a muerte. El 6 de agosto el Papa San Sixto estaba celebrando la santa Misa en un cementerio de Roma cuando fue asesinado junto con cuatro de sus diáconos por la policía del emperador. Cuatro días después fue martirizado su diácono San Lorenzo. La antigua tradición dice que cuando Lorenzo vio que la Sumo Pontífice lo iban a matar le dijo: "Padre mío, ¿te vas sin llevarte a tu diácono?" y San Sixto le respondió: "Hijo mío, dentro de pocos días me seguirás". Lorenzo se alegró mucho al saber que pronto iría a gozar de la gloria de Dios. Entonces Lorenzo viendo que el peligro llegaba, recogió todos los dineros y demás bienes que la Iglesia tenía en Roma y los repartió entre los pobres. Y vendió los cálices de oro, copones y candeleros valiosos, y el dinero lo dio a las gentes más necesitadas. 224 El alcalde de Roma, que era un pagano muy amigo de conseguir dinero, llamó a Lorenzo y le dijo: "Me han dicho que los cristianos emplean cálices y patenas de oro en sus sacrificios, y que en sus celebraciones tienen candeleros muy valiosos. Vaya, recoja todos los tesoros de la Iglesia y me los trae, porque el emperador necesita dinero para costear una guerra que va a empezar". Lorenzo le pidió que le diera tres días de plazo para reunir todos los tesoros de la Iglesia, y en esos días fue invitando a todos los pobres, lisiados, mendigos, huérfanos, viudas, ancianos, mutilados, ciegos y leprosos que él ayudaba con sus limosnas. Y al tercer día los hizo formar en filas, y mandó llamar al alcalde diciéndole: "Ya tengo reunidos todos los tesoros de la iglesia. Le aseguro que son más valiosos que los que posee el emperador". Llegó el alcalde muy contento pensando llenarse de oro y plata y al ver semejante colección de miseria y enfermedad se disgustó enormemente, pero Lorenzo le dijo: "¿por qué se disgusta? ¡Estos son los tesoros más apreciados de la iglesia de Cristo!" El alcalde lleno de rabia le dijo: "Pues ahora lo mando matar, pero no crea que va a morir instantáneamente. Lo haré morir poco a poco para que padezca todo lo que nunca se había imaginado. Ya que tiene tantos deseos de ser mártir, lo martirizaré horriblemente". Y encendieron una parrilla de hierro y ahí acostaron al diácono Lorenzo. San Agustín dice que el gran deseo que el mártir tenía de ir junto a Cristo le hacía no darle importancia a los dolores de esa tortura. Los cristianos vieron el rostro del mártir rodeado de un esplendor hermosísimo y sintieron un aroma muy agradable mientras lo quemaban. Los paganos ni veían ni sentían nada de eso. Después de un rato de estarse quemando en la parrilla ardiendo el mártir dijo al juez: "Ya estoy asado por un lado. Ahora que me vuelvan hacia el otro lado para quedar asado por completo". El verdugo mandó que lo voltearan y así se quemó por completo. Cuando sintió que ya estaba completamente asado exclamó: "La carne ya está lista, pueden comer". Y con una tranquilidad que nadie había imaginado rezó por la conversión de Roma y la difusión de la religión de Cristo en todo el mundo, y exhaló su último suspiro. Era el 10 de agosto del año 258. El poeta Prudencio dice que el martirio de San Lorenzo sirvió mucho para la conversión de Roma porque la vista del valor y constancia de este gran hombre convirtió a varios senadores y desde ese día la idolatría empezó a disminuir en la ciudad. San Agustín afirma que Dios obró muchos milagros en Roma en favor de los que se encomendaban a San Lorenzo. El santo padre mandó construirle una hermosa Basílica en Roma, siendo la Basílica de San Lorenzo la quinta en importancia en la Ciudad Eterna. 11 Santa Clara de Asís Fue conciudadana, contemporánea y discípula de San Francisco y quiso seguir el camino de austeridad señalado por él a pesar de la durísima oposición familiar. Si retrocedemos en la historia, vemos a la puerta de la iglesia de Santa María de los Ángeles (llamada también de la Porciúncula), distante un kilómetro y medio de la ciudad de Asís, a Clara Favarone, joven de dieciocho años, perteneciente a la familia del opulento conde de Sasso Rosso. En la noche del domingo de ramos, Clara había abandonado su casa, el palacio de sus padres, y estaba allí, en la iglesia de Santa María de los Ángeles. La aguardaban san Francisco y varios sacerdotes, con cirios encendidos, entonando el Veni Creátor Spíritus. Dentro del templo, Clara cambia su ropa de terciopelo y brocado por el hábito que recibe de las manos de Francisco, que corta sus hermosas trenzas rubias y cubre la cabeza de la joven con un velo negro. 225 A la mañana siguiente, familiares y amigos invaden el templo. Ruegan y amenazan. Piensan que la joven debería regresar a la casa paterna. Grita y se lamenta el padre. La madre llora y exclama: "Está embrujada". Era el 18 de marzo de 1212. Cuando Francisco de Asís abandonó la casa de su padre, el rico comerciante Bernardone, Clara era una niña de once años. Siguió paso a paso esa vida de renunciamiento y amor al prójimo. Y con esa admiración fue creciendo el deseo de imitarlo. Clara despertó la vocación de su hermana Inés y, con otras dieciséis jóvenes parientas, se dispuso a fundar una comunidad. La hija de Favarone, caballero feudal de Asís, daba el ejemplo en todo. Cuidaba a los enfermos en los hospitales; dentro del convento realizaba los más humildes quehaceres. Pedía limosnas, pues esa era una de las normas de la institución. Las monjas debían vivir dependientes de la providencia divina: la limosna y el trabajo. Corrieron los años. En el estío de 1253, en la iglesia de San Damián de Asís, el papa Inocencio IV la visitó en su lecho de muerte. Unidas las manos, tuvo fuerzas para pedirle su bendición, con la indulgencia plenaria. El Papa contestó, sollozando: “Quiera Dios, hija mía, que no necesite yo más que tú de la misericordia divina”. 14 San Maximiliano María Kolbe San Maximiliano María Kolbe nació en Polonia el 8 de enero de 1894 en la ciudad de Zdunska Wola (Pabiance), que en ese entonces se hallaba ocupada por Rusia. Fue bautizado con el nombre de Raimundo en la iglesia parroquial. A los 13 años ingresó en el Seminario de los padres franciscanos en la ciudad polaca de Lvov, la cual a su vez estaba ocupada por Austria, y estando en el seminario adoptó el nombre de Maximiliano. Finaliza sus estudios en Roma y en 1918 es ordenado sacerdote. Devoto de la Inmaculada Concepción, pensaba que la Iglesia debía ser militante en su colaboración con la Gracia Divina para el avance de la Fe Catolica. Movido por esta devoción y convicción, funda en 1917 un movimiento llamado "La Milicia de la Inmaculada" cuyos miembros se consagrarían a la bienaventurada Virgen María y tendrían el objetivo de luchar mediante todos los medios moralmente válidos, por la construcción del Reino de Dios en todo el mundo. Verdadero apóstol moderno, inicia la publicación de la revista mensual "Caballero de la Inmaculada", orientada a promover el conocimiento, el amor y el servicio a la Virgen María en la tarea de convertir almas para Cristo. Con un Tiraje de 500 ejemplares en 1922, para 1939 alcanzaría cerca del millón de ejemplares. En 1929 funda la primera "Ciudad de la Inmaculada" en el convento franciscano de Niepokalanów a 40 kilómetros de Varsovia, que al paso del tiempo se convertiría en una ciudad consagrada a la Virgen. En 1931, luego de que el Papa solicitara misioneros, se ofrece como voluntario. En 1936 regresa a Polonia como director espiritual de Niepokalanów, y 3 años más tarde, en plena II Guerra Mundial, es apresado junto con otros frailes y enviado a campos de concentración en Alemania y Polonia. Es liberado poco tiempo después, precisamente el día consagrado a la Inmaculada Concepción. Es hecho prisionero nuevamente en febrero de 1941 y enviado a la prisión de Pawiak, para ser después transferido al campo de concentración de Auschwitz, en donde a pesar de las terribles condiciones de vida prosiguió su ministerio. En Auschwitz, el régimen nazi buscaba despojar a los prisioneros de toda huella de personalidad tratándolos de manera inhumana e inpersonal: como un número; a San Max le asignaron el 16670. A pesar de todo, durante su estadía en el campo nunca le abandonaron su generosidad y su preocupación por los demás, así como su deseo de mantener la dignidad de sus compañeros. 226 La noche del 3 de agosto de 1941, un prisionero de la misma sección a la que estaba asignado San Max escapa; en represalia, el comandante del campo ordena escoger a 10 prisioneros al hazar para ser ejecutados. Entre los hombres escogidos estaba el sargento Franciszek Gajowniczek, polaco como San Max, casado y con hijos. San Max, que no se encontraba dentro de los 10 prisioneros escogidos, se ofrece a morir en su lugar. El comandante del campo acepta el cambio, y San Max es condenado a morir de hambre junto con los otros nueve prisioneros. Diez días después de su condena y al encontrarlo todavía vivo, los nazis le administran una inyección letal el 14 de agosto de 1941 En 1973 Paulo VI lo beatifica y en 1982 Juan Pablo Segundo lo canoniza como Mártir de la Caridad 15 Asunción de María Virgen al cielo Hoy celebramos una de las fiestas más hermosas de la Virgen: su glorificación en cuerpo y alma en el cielo. El Evangelio es el fragmento de Lucas con el Magnificat de María. Según la doctrina de la Iglesia católica, María ha entrado en la gloria no sólo con su espíritu, sino totalmente con toda su persona, detrás de Cristo, como primicia de la resurrección futura. Éste es el día glorioso en que la Virgen Madre de Dios subió a los cielos; todos la aclamamos, tributándole nuestras alabanzas, porque es Bendita entre las mujeres y bendito es el fruto de su vientre: el sol de justicia, Cristo… “Convenía que aquella que en el parto había conservado intacta su virginidad conservara su cuerpo también después de la muerte libre de la corruptibilidad. Convenía que aquella que había llevado al Creador como un niño en su seno, tuviera después su mansión en el cielo. Convenía que la esposa que el Padre había desposado habitara en el tálamo celestial. Convenía que aquella que había visto a su Hijo en la cruz y cuya alma había sido atravesada por la espada del dolor, del que se había visto libre en el momento del parto, lo contemplara sentado a la derecha del Padre. Convenía que la Madre de Dios poseyera lo mismo que su Hijo y que fuera venerada por toda creatura como Madre y esclava de Dios. El cuerpo de la Virgen María, la madre de Dios, se mantuvo incorrupto y fue llevado al cielo, porque así lo pedía no sólo el hecho de su maternidad divina, sino también la especial santidad de su cuerpo virginal; en efecto, ella es toda belleza, su cuerpo virginal es todo él santo, todo él casto, todo él morada de Dios, todo lo cual hace que esté exento de disolverse y convertirse en polvo, y que, sin perder su condición humana, sea transformado en cuerpo celestial e incorruptible, lleno de vida y sobremanera glorioso, incólume y partícipe de la vida perfecta. ¡Qué hermosa y bella es la Virgen María, que emigró de este mundo para ir hacia Cristo! Resplandece entre los coros de los santos como el sol brilla en el cielo con todo su esplendor. Los ángeles se alegran, los arcángeles se regocijan al contemplar la gloria inmensa de la Virgen María. Esta es nuestra Madre…Por tanto, hemos de querer lo que ella quiso y lo que ella vivió: sin pecado; y santificación de nuestro cuerpo… 20 San Bernardo de Claraval 227 Nacido en Borgoña, Francia. Llamado "Mellifluous Doctor" (boca de miel) por su elocuencia. Famoso por su gran amor a la Virgen María. Compuso muchas oraciones marianas. Fundador del Monasterio Cisterciense del Claraval y muchos otros. Bernardo tenía un extraordinario carisma de atraer a todos para Cristo. Amable, simpático, Inteligente, bondadoso y alegre. Todo esto y vigor juvenil le causaba un reto en las tentaciones contra la castidad y santidad. Por eso durante algún tiempo se enfrió en su fervor y empezó a inclinarse hacia lo mundano. Pero las amistades mundanas, por más atractivas y brillantes que fueran, lo dejaban vacío y lleno de hastío. Después de cada fiesta se sentía más desilusionado del mundo y de sus placeres. A grandes males grades remedios Como sus pasiones sexuales lo atacaban violentamente, una noche se revolcó sobre el hielo hasta sufrir profundamente el frío. Sabía que a la carne le gusta el placer y comprendió que si la castigaba así, no vendrían tan fácilmente las tentaciones. Aquel tremendo remedio le trajo liberación y paz. S Una visión cambia su rumbo: Una noche de Navidad, mientras celebraban las ceremonias religiosas en el templo se quedó dormido y le pareció ver al Niño Jesús en Belén en brazos de María, y que la Santa Madre le ofrecía a su Hijo para que lo amara y lo hiciera amar mucho por los demás. Desde este día ya no pensó sino en consagrarse a la religión y al apostolado. Un hombre que arrastra con todo lo que encuentra, Bernardo se fue al convento de monjes benedictinos llamado Cister, y pidió ser admitido. El superior, San Esteban, lo aceptó con gran alegría pues, en aquel convento, hacía 15 años que no llegaban religiosos nuevos. La familia que se fue con Cristo Bernardo volvió a su familia a contar la noticia y todos se opusieron. Los amigos le decían que esto era desperdiciar una gran personalidad para ir a sepultarse vivo en un convento. La familia no aceptaba de ninguna manera. Pero Bernardo les habló tan maravillosamente de las ventajas y cualidades que tiene la vida religiosa, que logró llevarse al convento a sus cuatro hermanos mayores, a su tío y 31 compañeros. Dicen que cuando llamaron a Nirvardo el hermano menor para anunciarle que se iban de religiosos, el muchacho les respondió: "¡Ajá! ¿Conque ustedes se van a ganarse el cielo, y a mí me dejan aquí en la tierra? Esto no lo puedo aceptar". Y un tiempo después, también él se fue de religioso. Antes de entrar al monasterio, Bernardo llevó a su finca a todos los que deseaban entrar al convento para prepararlos por varias semanas, entrenándolos acerca del modo como debían comportarse para ser unos fervorosos religiosos. En el año 1112, a la edad de 22 años, entra en el monasterio de Cister. Mas tarde, habiendo muerto su madre, entra en el monasterio su padre. Su hermana y el cuñado, de mutuo acuerdo decidieron también entrar en la vida religiosa. Vemos en la historia la gran influencia de las relaciones tanto para bien como para mal. En la historia de la Iglesia es difícil encontrar otro hombre que haya sido dotado por Dios de un poder de atracción tan grande para llevar gentes a la vida religiosa, como el que recibió Bernardo. Las muchachas tenían terror de que su novio hablara con el santo. En las universidades, en los pueblos, en los campos, los jóvenes al oírle hablar de las excelencias y ventajas de la vida en un convento, se iban en numerosos grupos a que él los instruyera y los formara como religiosos. Durante su vida fundó más de 300 conventos para hombres, e hizo llegar a gran santidad a muchos de sus discípulos. Lo llamaban "el cazador de almas y vocaciones". Con su apostolado consiguió que 900 monjes hicieran profesión religiosa. Fundador de Claraval. En el convento del Cister demostró tales cualidades de líder y de santo, que a los 25 años (con sólo tres de religioso) fue enviado como superior a fundar un nuevo convento. Escogió un sitio apartado en el bosque donde sus monjes tuvieran que derramar el sudor de su frente para poder cosechar algo, y le puso el nombre de Claraval, que significa valle claro, ya que allí el sol ilumina fuerte todo el día. Supo infundir del tal manera fervor y entusiasmo a sus religiosos de Claraval, que habiendo 228 comenzado con sólo 20 compañeros a los pocos años tenía 130 religiosos; de este convento de Claraval salieron monjes a fundar otros 63 conventos. La Predicación de santo Lo llamaban "El Doctor boca de miel" (doctor melífluo). Su inmenso amor a Dios y a la Virgen Santísima y su deseo de salvar almas lo llevaban a estudiar por horas y horas cada sermón que iba a pronunciar, y luego como sus palabras iban precedidas de mucha oración y de grandes penitencias, el efecto era fulminante en los oyentes. Escuchar a San Bernardo era ya sentir un impulso fortísimo a volverse mejor. Su amor a la Virgen Santísima Los que quieren progresar en su amor a la Madre de Dios, necesariamente tienen que leer los escritos de San Bernardo por la claridad y el amor con que habla de ella. Él fue quien compuso aquellas últimas palabras de la Salve: "Oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María". Y repetía la bella oración que dice: "Acuérdate oh Madre Santa, que jamás se oyó decir, que alguno a Ti haya acudido, sin tu auxilio recibir". El pueblo vibraba de emoción cuando le oía clamar desde el púlpito con su voz sonora e impresionante. Si se levantan las tempestades de tus pasiones, mira a la Estrella, invoca a María. Si la sensualidad de tus sentidos quiere hundir la barca de tu espíritu, levanta los ojos de la fe, mira a la Estrella, invoca a María. Si el recuerdo de tus muchos pecados quiere lanzarte al abismo de la desesperación, lánzale una mirada a la Estrella del cielo y rézale a la Madre de Dios. Siguiéndola, no te perderás en el camino. Invocándola no te desesperarás. Y guiado por Ella llegarás seguramente al Puerto Celestial. Sus bellísimos sermones son leídos hoy, después de varios siglos, con verdadera satisfacción y gran provecho. Viajero incansable El más profundo deseo de San Bernardo era permanecer en su convento dedicado a la oración y a la meditación. Pero el Sumo Pontífice, los obispos, los pueblos y los gobernantes le pedían continuamente que fuera a ayudarles, y él estaba siempre pronto a prestar su ayuda donde quiera que pudiera ser útil. Con una salud sumamente débil (porque los primeros años de religioso se dedicó a hacer demasiadas penitencias y se le dañó la digestión) recorrió toda Europa poniendo la paz donde había guerras, deteniendo las herejías, corrigiendo errores, animando desanimados y hasta reuniendo ejércitos para defender la santa religión católica. Era el árbitro aceptado por todos. Exclamaba: A veces no me dejan tiempo durante el día ni siquiera para dedicarme a meditar. Pero estas gentes están tan necesitadas y sienten tanta paz cuando se les habla, que es necesario atenderlas (ya en las noches pasaría luego sus horas dedicado a la oración y a la meditación). De carbonero a Pontífice Un hombre muy bien preparado le pidió que lo recibiera en su monasterio de Claraval. Para probar su virtud lo dedicó las primeras semanas a transportar carbón, lo cual hizo de muy buena voluntad. Llegó a ser un excelente monje, y más tarde fue nombrado Sumo Pontífice: Honorio III. El santo le escribió un famoso libro llamado "De consideratione", en el cual propone una serie de consejos importantísimos para que los que están en puestos elevados no vayan a cometer el gravísimo error de dedicarse solamente a actividades exteriores descuidando la oración y la meditación. Y llegó a decirle: “Malditas serán dichas ocupaciones, si no dejan dedicar el debido tiempo a la oración y a la meditación”. Despedida gozosa. Después de haber llegado a ser el hombre más famoso de Europa en su tiempo y de haber conseguido varios milagros (como por Ej., Hacer hablar a un mudo, el cual confesó muchos pecados que tenía sin perdonar) y después de haber llenado varios países de monasterios con religiosos 229 fervorosos, ante la petición de sus discípulos para que pidiera a Dios la gracia de seguir viviendo otros años más, exclamaba: "Mi gran deseo es ir a ver a Dios y a estar junto a Él. Pero el amor hacia mis discípulos me mueve a querer seguir ayudándolos. Que el Señor Dios haga lo que a Él mejor le parezca". Y a Dios le pareció que ya había sufrido y trabajado bastante y que se merecía el descanso eterno y el premio preparado para los discípulos fieles, y se lo llevó a sus eternidad feliz el 20 de agosto del año 1153. Tenía 63 años. El sumo pontífice lo declaró Doctor de la Iglesia. 21 San Pío X, papa José Sarto, después Pío X, nació en Riese, poblado cerca de Venecia, Italia en 1835 en el seno de una familia humilde siendo el segundo de diez hijos. Todavía siendo niño perdió a su padre por lo que pensó dejar de estudiar para ayudar a su madre en los gastos de manutención de la familia, sin embargo ésta se lo impidió y pudo continuar sus estudios en el seminario gracias a una beca que le consiguió un sacerdote amigo de la familia. Una vez ordenado fue vicepárroco, párroco, canónigo, obispo de Mantua y Cardenal de Venecia, puestos donde duró en cada uno de ellos nueve años. Bromeando platicaba que solamente le faltaban nueve años de Papa. Muchas son las anécdotas de este santo que reflejan tanto su santidad como su lucha por superar sus defectos, entre ellas destacan tres: Siendo Cardenal de Venecia se encontró con un anciano al que la policía le había quitado el burro que tenía para trabajar; al enterarse el Cardenal se ofreció a pagar la multa que le cobraban y a acompañarlo a recoger el burro porque exigían al anciano que lo respaldara una persona de confianza. Ante la negativa del anciano para que lo acompañara el Cardenal afirmó que si una obra buena no costaba no merecía gran recompensa Cuando era un sacerdote joven, José Sarto, estando con su hermana se quejó de dolor de muelas lo que provocó que ella lo criticara y lo tachara de quejoso y flojo respondiéndole con una bofetada. Sintiéndose avergonzado se disculpó por ser tan violento, defecto que fue corrigiendo. Asimismo, una vez de visita en el Colegio de San Juan Bosco fue invitado a almorzar en la pobreza de ese colegio, donde al salir buscó un mejor lugar para comer, aunque después se volvió más y más sacrificado. En 1903 al morir León XIII fue convocado a Roma para elegir al nuevo Pontífice. En Roma no era candidato para algunos por no hablar francés y él mismo se consideraba indigno de tal nombramiento. Durante la elección los Cardenales se inclinaron en principio y por mayoría por el Cardenal Rampolla, sin embargo el Cardenal de Checoslovaquia anunció que el Emperador de Austria no aceptaba al Cardenal Rampolla como Papa y tenía el derecho de veto en la elección papal, por lo que el Cardenal Rampolla retiró su nombre del nombramiento. Reanudada la votación los Cardenales se inclinaron por el Cardenal Sarto quien suplicó que no lo eligieran hasta que una noche una comisión de Cardenales lo visitó para hacerle ver que no aceptar el nombramiento era no aceptar la voluntad de Dios. Aceptó pues convencido de que si Dios da un cargo, da las gracias necesarias para llevarlo a cabo. Escogió el nombre de Pío inspirado en que los Papas que eligieron ese nombre habían sufrido por defender la religión. Tres eran sus más grandes características: La pobreza: fue un Papa pobre que nunca fue servido más que por dos de sus hermanas para las que tuvo que solicitar una pensión para que no se quedaran en la miseria a la hora de la muerte de Pío X; la humildad: Pío X siempre se sintió indigno del cargo de Papa e incluso no permitía lujos excesivos en sus recámaras y sus hermanas que lo atendían no gozaban de 230 privilegio alguno en el Vaticano; la bondad: Nunca fue difícil tratar con Pío X pues siempre estaba de buen genio y dispuesto a mostrarse como padre bondadosos con quien necesitara de él. Una vez que fue elegido Papa decretó que ningún gobernante podía vetar a Cardenal alguno para Sumo Pontífice. Dentro de sus obras destaca el combate contra dos herejías en boga en esa época: Modernismo, la cual la combatió en un documento llamado Pascendi estableciendo que los dogmas son inmutables y la Iglesia si tiene autoridad para dar normas de moral; la otra herejía que combatió fue la del Jansenismo que propagaba que la Primera Comunión se debía retrasar lo más posible; en contraposición Pío X decretó la autorización para que los niños pudieran recibir la comunión desde el momento en que entendía quien está en la Santa Hostia Consagrada. Este decreto le valió ser llamado el Papa de la Eucaristía. Fundó el Instituto Bíblico para perfeccionar las traducciones de la Biblia y nombró una comisión encargada de ordenar y actualizar el Derecho Canónico. Promovió el estudio del Catecismo. Murió el 21 de agosto de 1914 después de once años de pontificado 24 San Bartolomé, Apóstol Juan 1, 45-51 Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel. Estas palabras de Natanael presentan un doble aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto en su relación especial con Dios Padre, de quien es Hijo unigénito, como en su relación con el pueblo de Israel, del que es declarado rey, calificación propia del Mesías esperado. Jesús es el verdadero rey de Israel, verdadero rey porque es hombre y Dios. Y la inscripción en la cruz realmente había anunciado al mundo esta realidad: ya está presente el verdadero rey de Israel, que es el rey del mundo; el rey de los judíos está colgado en la cruz. Es una proclamación de la realeza de Jesús, del cumplimiento de la espera mesiánica del Antiguo Testamento, que, en el fondo del corazón, es una expectativa de todos los hombres que esperan al verdadero rey, que da justicia, amor y fraternidad. Jesús no sólo cumple la promesa davídica, la espera del verdadero rey de Israel y del mundo, sino que realiza también la promesa del verdadero Sacerdote. Por tanto, en Cristo están unidas las dos promesas: Cristo es el verdadero Rey, el Hijo de Dios, pero es también el verdadero Sacerdote. Que en esta fiesta de Natanael sepamos responder como él, con una confesión de fe límpida y hermosa, diciendo y viviendo: “Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (Jn 1, 49), o como decimos en el credo: Creo en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. 29 San Juan Bautista, Martirio Marcos 6, 17-29 Muerte del Bautista. Hoy la tradición cristiana recuerda el martirio de san Juan Bautista, “el mayor entre los nacidos de mujer”, según el elogio del Mesías mismo (cf. Lc 7, 28). Ofreció a Dios el supremo testimonio de la sangre, inmolando su existencia por la verdad y la justicia; en efecto, fue decapitado por orden de Herodes, al que había osado decir que no le era lícito tener la mujer de su hermano (cf. Mc 6, 1729). En la encíclica Veritatis splendor, Benedicto, recordando el sacrificio de san Juan Bautista (cf. n. 91), afirmó que el martirio es un “signo preclaro de la santidad de la Iglesia" (n. 93). En efecto, "es el testimonio culminante de la verdad moral” (ib.). Aunque son pocos relativamente los llamados al sacrificio supremo, existe sin embargo “un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios” (ib.). Realmente, a veces hace falta 231 un esfuerzo heroico para no ceder, incluso en la vida diaria, ante las dificultades y las componendas, y para vivir el Evangelio sin cortapisas. Como auténtico profeta, san Juan dio testimonio de la verdad sin componendas. Denunció las transgresiones de los mandamientos de Dios, incluso cuando los protagonistas eran los poderosos. Así, cuando acusó de adulterio a Herodes y Herodías, pagó con su vida, coronando con el martirio su servicio a Cristo, que es la verdad en persona. Invoquemos su intercesión, junto con la de María santísima, para que nosotros nos mantengamos siempre fiel a Cristo y testimoniemos con valentía su verdad y su amor a todos. 30 Santa Rosa de Lima, Virgen Mt 13, 44-46 Va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. “El reino de los cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre.... va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel” (Ibíd., 13, 44). San Gregorio nos explica que “El tesoro escondido en el campo significa el deseo del Cielo, y el campo en que se esconde el tesoro es la enseñanza del estudio de las cosas divinas: “Este tesoro, cuando lo halla el hombre, lo esconde”, es decir, a fin de conservarlo; porque no basta el guardar el deseo de las cosas celestiales y defenderlo de los espíritus malignos, sino que es preciso además el despojarlo de toda gloria humana… Compra sin duda el campo después de haber vendido todo lo que posee aquél que renunciando a los placeres de la carne echa debajo de sus pies todos sus deseos terrenales por guardar las leyes divinas”. Con esta parábola el Señor resalta la necesidad de “venderlo todo” para poder ganar el Reino de los Cielos. ¿Qué tenemos qué vender para hacernos del Reino de los cielos? Puede haber muchos tipos de bienes que hemos de vender. Unos son materiales, otros pueden ser espirituales. Así, pues, las parábolas del tesoro escondido y de la perla preciosa (Mt 13, 44-46), expresan el valor supremo y absoluto del reino de Dios: quien lo percibe, está dispuesto a afrontar cualquier sacrificio y renuncia para entrar en él. 30 Santa Rosa de Lima Nació en Lima (Perú) el año 1586; cuando vivía en su casa, se dedicó ya a una vida de piedad y de virtud, y, cuando vistió el hábito de la tercera Orden de santo Domingo, hizo grandes progresos en el camino de la penitencia y de la contemplación mística. Murió el día 24 de agosto del año 1617. Aunque la niña fue bautizada con el nombre de Isabel, se la llamaba comúnmente Rosa y ése fue el único nombre que le impuso en la Confirmación el arzobispo de Lima, Santo Toribio. Rosa tomó a Santa Catalina de Siena por modelo, a pesar de la oposición y las burlas de sus padres y amigos. En cierta ocasión, su madre le coronó con una guirnalda de flores para lucirla ante algunas visitas y Rosa se clavó una de las horquillas de la guirnalda en la cabeza, con la intención de hacer penitencia por aquella vanidad, de suerte que tuvo después bastante dificultad en quitársela. Como las gentes alababan frecuentemente su belleza, Rosa solía restregarse la piel con pimienta para desfigurarse y no ser ocasión de tentaciones para nadie. Una dama le hizo un día ciertos cumplimientos acerca de la suavidad de la piel de sus manos y de la finura de sus dedos; inmediatamente la santa se talló las manos Santa Rosa de Lima con barro, a consecuencia de lo cual no pudo vestirse por sí misma en un mes. Estas y otras austeridades aún más sorprendentes la prepararon a la lucha contra los peligros exteriores y contra sus propios sentidos. Pero Rosa sabía muy bien que todo ello sería inútil si no desterraba de su corazón todo amor propio, cuya fuente es el orgullo, pues esa pasión es capaz de esconderse aun en la oración y el 232 ayuno. Así pues, se dedicó a atacar el amor propio mediante la humildad, la obediencia y la abnegación de la voluntad propia. Aunque era capaz de oponerse a sus padres por una causa justa, jamás los desobedeció ni se apartó de la más escrupulosa obediencia y paciencia en las dificultades y contradicciones. Rosa tuvo que sufrir enormemente por parte de quienes no la comprendían. El padre de Rosa fracasó en la explotación de una mina, y la familia se vio en circunstancias económicas difíciles. Rosa trabajaba el día entero en el huerto, cosía una parte de la noche y en esa forma ayudaba al sostenimiento de la familia. La santa estaba contenta con su suerte y jamás hubiese intentado cambiarla, si sus padres no hubiesen querido inducirla a casarse. Rosa luchó contra ellos diez años e hizo voto de virginidad para confirmar su resolución de vivir consagrada al Señor. Al cabo de esos años, ingresó en la tercera orden de Santo Domingo, imitando así a Santa Catalina de Siena. A partir de entonces, se recluyó prácticamente en una cabaña que había construido en el huerto. Llevaba sobre la cabeza una cinta de plata, cuyo interior era lleno de puntas sirviendo así como una corona de espinas. Su amor de Dios era tan ardiente que, cuando hablaba de Él, cambiaba el tono de su voz y su rostro se encendía como un reflejo del sentimiento que embargaba su alma. Ese fenómeno se manifestaba, sobre todo, cuando la santa se hallaba en presencia del Santísimo Sacramento o cuando en la comunión unía su corazón a la Fuente del Amor. Extraordinarias pruebas y gracias. Dios concedió a su sierva gracias extraordinarias, pero también permitió que sufriese durante quince años la persecución de sus amigos y conocidos, en tanto que su alma se veía sumida en la más profunda desolación espiritual. El demonio la molestaba con violentas tentaciones. El único consejo que supieron darle aquellos a quienes consultó fue que comiese y durmiese más. Más tarde, una comisión de sacerdotes y médicos examinó a la santa y dictaminó que sus experiencias eran realmente sobrenaturales. Rosa pasó los tres últimos años de su vida en la casa de Don Gonzalo de Massa, un empleado del gobierno, cuya esposa le tenía particular cariño. Durante la penosa y larga enfermedad que precedió a su muerte, la oración de la joven era: "Señor, auméntame los sufrimientos, pero auméntame en la misma medida tu amor". Dios la llamó a Sí el 24 de agosto de 1617, a los treinta y un años de edad. El capítulo, el senado y otros dignatarios de la ciudad se turnaron para transportar su cuerpo al sepulcro. El Papa Clemente X la canonizó en 1671. Septiembre 233 3 San Gregorio Magno San Gregorio Magno es el cuarto y último de los originales Doctores de la Iglesia Latina. Defendió la supremacía del Papa y trabajó por la reforma del clero y la vida monástica. Combatió la herejía nestoriana. Hizo contribuciones claves a la cristología. Nació en Roma alrededor del año 540, hijo de Gordianus, un senador afluente que llegó a renunciar al mundo y ser uno de los siete diáconos de Roma. Después de que Gregorio adquiriese una buena educación, el Emperador Justino lo nombró, en 574, magistrado principal de Roma. Tenía solo 34 años. Después de la muerte de su padre edificó siete monasterios, el último de los cuales fue en su propia casa en Roma, que se llamó Monasterio Benedictino de San Andrés. El mismo tomó al hábito monástico en el 575, a la edad de 35 años. Fue ordenado diácono y nombrado legado pontificio en Constantinopla. Después de la muerte de Pelagio, San Gregorio fue escogido unánimemente Papa por los sacerdotes y el pueblo, el día 3 de septiembre del año 590. Ejerció su cargo como verdadero pastor, en su modo de gobernar, en su ayuda a los pobres, en la propagación y consolidación de la fe. Mantenía contacto con todas las iglesias y a pesar de sus sufrimientos y labores, compuso grandes obras. Entre ellas hay magnificas contribuciones a la Liturgia de la Misa y el Oficio. Tiene escritas muchas obras sobre teología moral y dogmática. Su extraordinario trabajo le valió el nombre de ‘El Grande’. Su celo era extender la fe por todo el mundo. Murió el 12 de Marzo del 604. Es patrón de maestros. 8 Natividad de la santísima Virgen María Mateo 1, 18-23 Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo. La liturgia nos recuerda hoy la Natividad de la santísima Virgen María. Esta fiesta nos lleva a admirar en María niña la aurora purísima de la Redención. Contemplamos a una niña como todas las demás y, al mismo tiempo, única, la “bendita entre las mujeres” (Lc 1, 42). María es la “esperanza de todo el mundo y aurora de la salvación”. Además esta fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María, nos hace meditar de nuevo sobre la vida de esta criatura singular, que Dios ha llamado a realizar un papel tan importante en la obra de la Redención. En efecto, por obra del Espíritu Santo fue concebido el Hijo de Dios para hacerse hombre: Hijo de María; Este fue el misterio del Espíritu Santo y de María. EL misterio de la Virgen, que a las palabras de la anunciación, contestó: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Por tanto, toda la Iglesia no puede menos de alegrarse hoy al celebrar la Natividad de María Santísima, que es esa "puerta virginal y divina, por la cual y a través de la cual Dios, que está por encima de todas las cosas, hizo su entrada en la tierra corporalmente... Contemplar a María significa mirarnos en un modelo que Dios mismo nos ha dado para nuestra elevación y para nuestra santificación. Por esto, hoy e decimos a Aquella, que ha concebido por obra del Espíritu Santo: ¡Oh Virgen naciente, esperanza y aurora de salvación para todo el mundo, vuelve benigna tu mirada materna hacia todos nosotros, reunidos aquí para celebrar y proclamar tus glorias! 12 Santo nombre de María Lucas 7, 1-10 “Ni en Israel he hallado una fe tan grande”. Los “milagros y los signos” que Jesús realizaba para confirmar su misión mesiánica y la venida del reino de Dios, están ordenados y estrechamente ligados a la llamada a la fe. 234 El Evangelio, que hemos escuchado testimonia la fuerza de la fe. Tanto como Jesús se entristece por la “falta de fe” de los de Nazaret (Mc 6,6) y la “poca fe” de sus discípulos (Mt 8,26), así se admira hoy ante la “gran fe” del centurión romano. La fe es una adhesión filial a Dios, más allá de lo que nosotros sentimos y comprendemos. Se ha hecho posible porque el Hijo amado nos abre el acceso al Padre. Puede pedirnos que “busquemos” y que “llamemos” porque Él es la puerta y el camino. Todo esto explica de modo suficiente el vínculo particular que existe entre los “milagros-signos” de Cristo y la fe. La fe cristiana es explicada como “una decisión que afecta a toda la existencia; es encuentro, diálogo, comunión de amor y de vida del creyente con Jesucristo, Camino, Verdad y Vida. Implica un acto de confianza y abandono en Cristo, y nos ayuda a vivir como Él vivió, o sea, en el mayor amor a Dios y los hermanos”. Por eso creer en Jesucristo es hacer que resplandezca la verdad, que comienza en ese guardar los mandamientos como un primer paso para ser discípulo, para seguirlo no como una imitación exterior, sino como un “hacerse conforme a Él, que se hizo servidor de todos hasta el don de sí mismo en la cruz. Mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente, el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros” (Flp 2,5-8). 13 San Juan Crisóstomo Nació en Antioquía, de padres cristianos, hacia el año 349. Su madre era un modelo de virtud. Estudió retórica bajo Libanius, el más famoso orador de su época y en el 374 comenzó una vida de anacoreta en las montañas. En el 386, su mala salud le forzó a regresar a Antioquia. Allí fue ordenado sacerdote. Ejerció, con gran provecho, el ministerio de la predicación. El año 397 fue elegido obispo de Constantinopla, cargo en el que se comportó como un pastor ejemplar, esforzándose por llevar a cabo una estricta reforma de las costumbres del clero y de los fieles. Su rectitud en proclamar y defender la verdad le ganó muchos enemigos. La oposición de la corte imperial y de los envidiosos maquinaron acusaciones contra el y lo llevaron dos veces al destierro y eventualmente a Pythius en la periferia del imperio. Uno de sus enemigos, Theophilus, Patriarca de Alejandría, se arrepintió antes de su muerte. Otro enemigo era la emperadora Eudoxia. Tuvo el consuelo de contar siempre con el apoyo del Papa y llevó todas las tribulaciones con gran valentía y fe. Acabado por tantas miserias, murió en Comana, en el Ponto, el día 14 de septiembre del año 407. Contribuyó en gran manera, por su palabra y escritos, al enriquecimiento de la doctrina cristiana, mereciendo el apelativo de Crisóstomo, es decir, “Boca de oro”. 15 Nuestra Señora de los Dolores Jn 19, 25-27 ¿Y cuál hombre no llorara si a la Madre de Cristo en tanto dolor? Por los pecados del mundo vio en su tormento tan profundo a Jesús la dulce Madre. Vio morir a su Hijo amado,-que rindió desamparado-, el espíritu al Padre. Hoy, al celebrar la memoria de Nuestra Señora de los Dolores, contemplamos a María que comparte la compasión de su Hijo por los pecadores. Como afirma San Bernardo, la Madre de Cristo entró en la Pasión de su Hijo por su compasión (cf. Sermón en el domingo de la infraoctava de la Asunción). Al pie de la Cruz se cumple la profecía de Simeón de que su corazón de madre sería traspasado (cf. Lc 2,35) por el suplicio infligido al Inocente, nacido de su carne. Igual que Jesús lloró (cf. Jn 11,35), también María ciertamente lloró ante el cuerpo lacerado de su Hijo. Sin embargo, su discreción nos impide medir el abismo de su dolor; la hondura de esta aflicción queda solamente sugerida por el símbolo 235 tradicional de las siete espadas. Se puede decir, como de su Hijo Jesús, que este sufrimiento la ha guiado también a Ella a la perfección (cf. Hb 2,10), para hacerla capaz de asumir la nueva misión espiritual que su Hijo le encomienda poco antes de expirar (cf. Jn 19,30): convertirse en la Madre de Cristo en sus miembros. En esta hora, a través de la figura del discípulo a quien amaba, Jesús presenta a cada uno de sus discípulos a su Madre, diciéndole: “Ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26-27). “He aquí a tu Madre”. Cristo mismo encomienda a su Madre a San Juan y con él a todas las generaciones de discípulos. Invitémosla a nuestra casa, para que su protección y su intercesión sean para nosotros un apoyo tanto en el tiempo de serenidad como en los días de sufrimiento. 16 Santos Cornelio y Cipriano Víctimas ilustres de la persecución de Valeriano, respectivamente en junio del 253 y el 14 de septiembre del 258, son el Papa Cornelio y Cipriano el obispo de Cartago, cuyas memorias aparecen unidas en los antiguos libros litúrgicos de Roma desde mediados del siglo IV. Su historia, en efecto, se entrelaza, aunque sobresale más la imagen del gran obispo africano. Cipriano nació en Cartago hacia el 210 y, siendo todavía pagano, fue profesor y abogado de importancia. Se convirtió en el 246 y tres años después fue elegido obispo. Tan pronto tomó posesión de la cátedra de Cartago, estalló la persecución de Decio. Los cristianos tenían que presentarse al magistrado y pedir el “libellus”, es decir, un certificado que los declaraba buenos y honestos ciudadanos, previa obviamente la simple formalidad de echar algún grano de incienso en el brasero de algún ídolo. Muchos escaparon con la astucia corrompiendo a los funcionarios, que daban certificados a “mercado negro”. Estos cristianos fueron definidos “libeláticos”. Hubo también los que renegaron de la fe y fueron marcados con el nombre de “lapsos”, es decir, caídos. El obispo Cipriano escogió el camino de la clandestinidad, huyendo al campo. Pasada la tempestad, Cipriano concedió el perdón a los libeláticos, y no les cerró el camino a los caídos, que podían ser absueltos en punto de muerte. Su línea moderada fue aprobada por el Papa, Cornelio, con quien Cipriano se había anteriormente alineado contra el antipapa Novaciano, escribiendo en esa ocasión su tratado más importante, el “De Ecclesiae unitate”. Cornelio había sido elegido Papa en el 251, después de un largo periodo de sede vacante, a causa de la terrible persecución de Decio. Su elección no fue aceptada por Novaciano, que acusaba al Papa de ser un libelático. Cipriano, y con él los obispos africanos, se puso de parte de Cornelio. El emperador Galo confinó al Papa en Civitavecchia, en donde murió. Fue enterrado en las catacumbas de Calixto. Cipriano, a su vez, fue relegado en Capo Bon, pero cuando supo que había sido condenado a la pena capital, regresó a Cartago, porque quería dar su testimonio de amor a Cristo frente a toda su grey. Fue decapitado el 14 de septiembre del 258. Los cristianos de Cartago pusieron pañuelos blancos sobre su cabeza para conservarlos, así manchados de sangre, como reliquias preciosas. El emperador Valeriano, al hacer decapitar al obispo Cipriano y al Papa Esteban, inconscientemente puso fin a una disputa entre los dos sobre la validez del bautismo administrado por herejes, no aceptada por Cipriano y afirmada por el pontífice." 17 San Roberto Belarmino Nace hacia el año 1542 en Montepulciano. Profesó en la Compañía de Jesús a sus diecisiete años y residió en los Países Bajos. De joven se mostró orador fácil y fogoso. Fue llamado a Roma por el Papa Gregorio XIII para fundar la famosa cátedra «de controversias», en la que destacó como teólogo de gran erudición y lucidez, y de la que brotó la obra que lleva el mismo título. Ocupó los cargos de Director Espiritual y Rector del Colegio Romano. Clemente VIII le nombró Cardenal y se valió de su colaboración para la edición de la «Vulgata Clementina». Gobernó durante unos años el arzobispado de Capua. Terminó sus días en Roma, retirado junto a los novicios de la Compañía. Moría el 17 de septiembre de 1621. 236 Mereció los elogios de «teólogo eminentísimo, defensor acérrimo de la fe católica, varón discreto, humilde, extraordinariamente limosnero». Pío XI le beatificó en 1923, le canonizó en 1930 y le declaró Doctor de la Iglesia en 1931. - Fiesta: 13 de mayo. Misa propia. Tras las asambleas y las guerras de religión, habían de desfilar los santos, en la Reforma que se había propuesto llevar a cabo la Iglesia del siglo XVI. Con el amor manifestado prácticamente hasta lo heroico, pondrían broche de oro y signo de eficacia cristiana al magno monumento tridentino. A esta cima había de llegar aquel niño de familia de nobles y de Papas, que todos los días iba a la iglesia con su madre, Cintia Cervina, en Montepulciano. Allí va asimilando la austeridad y serenidad de espíritu que ofrecerá luego como preciado servicio, en difíciles encomiendas, a la Santa Madre Iglesia. Desde pequeño se siente Roberto metido en ambiente de lucha: las competiciones escolares de su lugar natal le preparan a la persistencia en ser fiel a su vocación de jesuita, que brota en su alma a los dieciséis años y que se ve combatida por las dudas de su padre. Un anhelo de renuncia, en búsqueda de la tranquilidad del alma frente a lo caduco, le lleva a las puertas de la Compañía; la semilla silenciosamente plantada por su madre germina á tiempo de sobreponerse a la ambición que rodea por todos los lados al joven amador de los clásicos. Comienza sus estudios en Italia, empezando ya a descollar por su cálida oratoria vertida en platicas y sermones. Pero su magisterio sagrado llega al cenit en el púlpito de San Miguel de Lovaina y en su Universidad. Aquí combate con éxito y valentía las confusas doctrinas del rector Miguel Bayo y a sus sermones acuden, en multitud, estudiantes de todos los países y de todas las confesiones, como representando al aplauso universal. Un alto personaje canta las maravillas del joven predicador en su cara, y Belarmino, desconocido por su interlocutor, tempera las alabanzas. Su fama de teólogo se propaga aceleradamente. Las Universidades europeas le reclaman con urgencia. Borromeo le quiere tener a su lado. Por fin, es Roma la que adquiere la riqueza de la presencia del santo apologista. A los siete años de sus primeras lides lovainenses, en 1576, acude a la cita pontificia y abre en el Colegio Romano de la Compañía, la Cátedra De Controversiis para exponer la verdadera doctrina contra los errores teológicos que en mayor o menor grado, se hallaban diseminados en casi todos los centros universitarios de su tiempo. Sus clarísimas lecciones, exposición de la verdad positiva, íntegra, total, se plasman en tres colosales volúmenes que difunden por toda Europa la saludable teología y levantan clamores de aprobación en todos los espíritus rectos. Desde entonces el nuevo profesor pasa a ser tenido como uno de los grandes defensores de la Iglesia romana, admirado por su método, apto, por su vasta erudición, por su sinceridad ingenua, por su dignidad en la polémica. Y además se le escucha y se le medita, siguiendo numerosas conversiones a la lectura del «Belarmino», como se llamaba al libro de las «Controversias». En veinte años se vio precisado a editarlo casi cada año, obligado por los requerimientos de sus alumnos. San Francisco de Sales no subía al púlpito, en su campaña contra los calvinistas, sin armarse previamente de la Biblia y el «Belarmino». Al libro de Teología para los doctos no tardó en seguir el Catecismo para el pueblo sencillo, y fue la «Doctrina cristiana breve» para los niños, acompañada de una Declaración más copiosa para los maestros. El éxito del librito superó al de las «Controversias» y ha sido reeditado casi hasta nuestros días. Roberto no perdía la paz del alma ante el aplauso colectivo y seguía trabajando por la Iglesia en todos los campos adonde se le llamó. 237 Los jóvenes jesuitas se vieron beneficiados con su consejo valiosísimo durante los años que estuvo al frente de la dirección espiritual y disciplinaria del Colegio Romano. Entre sus hijos espirituales brilló especialmente Luis Gonzaga, que fue llevado a las cumbres de la santidad por Belarmino. El secreto estaba en que Roberto, además de teólogo y polemista, era también un santo. Al posesionarse del cargo de Rector, las habitaciones rectorales se vieron de la noche a la mañana desnudadas de suntuosidades y adornos, quedando reducido su moblaje a lo indispensable. Tal austeridad recibió dura prueba cuando, en el año 1599, Clemente VIII quiso premiar sus servicios a la Iglesia con el capelo cardenalicio. Empezó a disculparse ante el Pontífice por causa de su profesión religiosa, pero éste le interrumpió: «En virtud de santa obediencia y bajo pena de pecado mortal, te mando que aceptes». El jesuita acepta, pero en su interior promete con firmeza que su ritmo de vida no cambiará lo más mínimo ni cederá un ápice en austeridad, humildad y pobreza. Con el mismo desinterés y amor sigue sirviendo a la Iglesia en las Congregaciones y Comisiones cardenalicias, y el excedente de sus rentas es distribuido entre los pobres. Lo dijo y lo vivió: «He nacido como pobre gentilhombre, he vivido pobre religioso, quiero vivir y morir como pobre cardenal». Un verdadero grito de pobreza evangélica en el ambiente de su siglo. Se ha hecho famosa la plegaria que constantemente salía de sus labios durante los Cónclaves a los que asistió y en los que su candidatura hubiera podido prosperar a no ser por su obstinación en la renuncia: «Líbrame, Señor, del Papado». No faltó en su policroma existencia el tiempo dedicado al pastoreo directo de las almas. Fue en Capua donde emuló a su compatriota Carlos Borromeo por el gobierno amoroso, abnegado, reformador. Paulo V le volvió a retener en Roma, ya hasta el final. A su lado, aún se sintió fuerte para combatir en favor de los derechos de la Iglesia. Intervino en las polémicas con Jacobo de Inglaterra y la República veneciana. Con el primero se trataba de defender el poder indirecto del Papa sobre las potestades de la tierra. La doctrina serena y equilibrada de Belarmino le había costado la enemiga de los galicanos y del Papa Sixto V, pero al fin apareció claramente su acierto en tan difícil cuestión. Agotado por tantas luchas, pidió como único favor, al nuevo Papa Gregorio XV, la gracia de retirarse con sus hermanos los novicios, para prepararse a morir. Pero aún no supo estarse sin mover la pluma, y ahora salieron de ella suaves efluvios espirituales, con sabor de autobiografía: Tratados sobre la ascensión a Dios, la felicidad de los santos, y un último opúsculo, en el que derrama sus lágrimas y gemidos ante la tierra y el cielo. Era su última batalla, ahora consigo mismo, purificación serena y sencilla, como fue toda su existencia y su ejecutoria eclesiástica. Y, rogando no se le tributase ningún honor, recibió a la muerte, tan anhelada. 20 Santos mártires vietnamitas Esta memoria obligatoria de los ciento diecisiete mártires vietnamitas de los siglos XVIII y XIX, proclamados santos por Juan Pablo II en la plaza de San Pedro el 19 de junio de 1988, celebra a mártires que ya habían sido beatificados anteriormente en cuatro ocasiones distintas: sesenta y cuatro, en 1900, por León XIII; ocho, por Pío X, en 1906; veinte, en 1909, por el mismo Pío X; veinticinco, por Pío XII, en 1951. No sólo son significativos el número insuperado en la historia de las canonizaciones, sino también la calificación de los santos (ocho obispos, cincuenta sacerdotes, cincuenta y nueve laicos), la nacionalidad 238 (noventa y seis vietnamitas; once españoles; diez franceses, el estado religioso (once dominicos; diez de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París; otros del clero local, más un seminarista, el estado laical (muchos padres de familia, una madre, dieciséis catequistas, seis militares, cuatro médicos, un sastre; además de campesinos, pescadores y jefes de comunidades cristianas). Seis de ellos fueron martirizados en el siglo XV, los demás, entre 1835 y 1862; es decir, en el tiempo del dominio de los tres señores que gobernaban Tonkín, Annam y Cochinchina, hoy integradas en la nación de Vietnam. En gran parte (setenta y cinco) fueron decapitados; los restantes murieron estrangulados, quemados vivos, descuartizados, o fallecieron en prisión a causa de las torturas, negándose a pisotear la cruz de Cristo o a admitir la falsedad de su fe. De estos ciento diecisiete mártires, la fórmula de canonización ha puesto de relieve seis nombres particulares, en representación de las distintas categorías eclesiales y de los diferentes orígenes nacionales. El primero, del que encontramos una carta en el oficio de lectura, es Andrés Dung-Lac. Nació en el norte de Vietnam en 1795; fue catequista y después sacerdote. Fue muerto en 1839 y beatificado en 1900. Otros dos provienen del centro y del sur del Vietnam. El primero, Tomás Tran-VanThien, nacido en 1820 y arrestado mientras iniciaba su formación sacerdotal, fue asesinado a los dieciocho años en 1838; el otro es Manuel Le-Van-Phung, catequista y padre de familia, muerto en 1859 (beatificado en 1909). Entre los misioneros extranjeros son mencionados dos españoles y un francés. El dominico español Jerónimo Hermosilla, llegado a Vietnam en 1829, vicario apostólico del Tonkín oriental, fue muerto en 1861 (beatificado en 1909); el otro dominico, el obispo vasco Valentín de Berriochoa, que llegó a Tonkín en 1858, a los treinta y cuatro años, fue muerto en 1861 (beatificado en 1906). El francés Jean-Théophane Vénard, de la Sociedad de las Misiones Extranjeras de París, llegó a Tonkín en 1854 y fue asesinado a los treinta y dos años (beatificado en 1906): sus cartas inspiraron a santa Teresa de Lisieux a rezar por las misiones, de las que fue proclamada patrona junto con san Francisco Javier. 21 Fiesta de san Mateo, apóstol y evangelista Mateo 9, 9-13 “Sígueme. El se levantó y lo siguió”. Mateo responde inmediatamente a la llamada de Jesús. Esto implicaba para él abandonarlo todo, en especial una fuente de ingresos segura, aunque a menudo injusta y deshonrosa. Evidentemente Mateo comprendió que la familiaridad con Jesús no le permitía seguir realizando actividades desaprobadas por Dios. Aplicando esto al presente, decimos que tampoco hoy se puede admitir el apego a lo que es incompatible con el seguimiento de Jesús, como son las riquezas deshonestas. En cierta ocasión dijo tajantemente: “Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes y dáselo a los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego ven, y sígueme” (Mt 19, 21). Esto es precisamente lo que hizo Mateo: se levantó y lo siguió. En este “levantarse” se puede ver el desapego de una situación de pecado y, al mismo tiempo, la adhesión consciente a una existencia nueva, recta, en comunión con Jesús: De publicano se convirtió inmediatamente en discípulo de Cristo. De ‘último’ se convirtió en ‘primero’, gracias a la lógica de Dios, que -¡por suerte para nosotros!- es diversa de la del mundo. “Mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos”, dice el Señor por boca del profeta Isaías (Is 55, 8). Para seguidor de Jesús resulta fundamental la experiencia de sentirse llamados como lo fue Mateo: “Sígueme”. El se levantó y lo siguió» (Mt 9, 9). En efecto, en el Bautismo todos los cristianos hemos recibido la llamada a la santidad; toda vocación personal es una llamada a compartir la misión de la Iglesia, y, ante la necesidad de la nueva evangelización, importa mucho, que los laicos caigan en la cuenta de su especial llamada a la comunión, al apostolado y la santidad. 239 Que María nos ayude a responder siempre y con alegría a la llamada del Señor y a encontrar nuestra felicidad en poder trabajar por el reino de los cielos. 26 Santos Cosme y Damián Cosme significa “adornado, bien presentado”. Damián: “domador”. Estos dos santos han sido (junto con San Lucas) los patronos de los médicos católicos. En oriente los llaman “los no cobradores”, porque ejercían la medicina sin cobrar nada a los pacientes pobres. Eran hermanos gemelos y nacieron en Arabia, en el siglo tercero. Se dedicaron a la medicina y llegaron a ser muy afamados médicos. Pero tenían la especialidad de que a los pobres no les cobraban la consulta ni los remedios. Lo único que les pedía era que les permitieran hablarles por unos minutos acerca de Jesucristo y de su evangelio. Las gentes los querían muchísimo y en muchos pueblos eran considerados como unos verdaderos benefactores de los pobres. Y ellos aprovechaban su gran popularidad para ir extendiendo la religión de Jesucristo por todos los sitios donde llegaban. Lisias, el gobernador de Cilicia, se disgustó muchísimo porque estos dos hermanos propagaban la religión de Jesús. Trató inútilmente de que dejaran de predicar, y como no lo consiguió, mandó echarlos al mar. Pero una ola gigantesca los sacó sanos y salvos a la orilla. Entonces los mandó quemar vivos, pero las llamas no los tocaron, y en cambio quemaron a los verdugos paganos que los querían atormentar. Entonces el mandatario pagano mandó que les cortaran la cabeza, y así derramaron su sangre por proclamar su amor al Divino Salvador. Y sucedió entonces que junto a la tumba de los dos hermanos gemelos, Cosme y Damián, empezaron a obrarse maravillosos curaciones. El emperador Justiniano de Constantinopla, en una gravísima enfermedad, se encomendó a estos dos santos mártires y fue curado inexplicablemente. Con sus ministros se fue personalmente a la tumba de los dos santos a darles las gracias. En Constantinopla levantaron dos grandes templos en honor de estos dos famosos mártires y en Roma les construyeron una basílica con bellos mosaicos. 27 San Vicente de Paúl Nació en el pueblecito de Pouy en Francia, en 1580. Su nombre significa victorioso. Murió el 27 de septiembre de 1660, a los 80 años de edad. El Santo Padre León XIII lo proclamó Patrono de todas las asociaciones católicas de caridad. El santo fue de un corazón que siempre estuvo encendido de la caridad: fue una llama que incendia a todos los que le rodean. “No es suficiente –exclama- que yo ame a Dios si mi prójimo no le ama.” “Hemos sido elegidos como instrumentos de Dios, de su inmensa y paternal caridad, que quiere ver establecida en todas las almas”. El Santo proclama a todo el mundo: “Las cosas de Dios se hacen por sí mismas, y la verdadera sabiduría consiste en seguir a la Providencia paso a paso sin adelantarle ni retrasarse”. “Dios es amor y quiere que se vaya a Él por amor”. Vicente, que tiene las manos llenas de obras e instituciones, llega a expresar: “¡Qué dicha no querer más que lo que Dios quiere, y no hacer sino lo que la Providencia presenta, y no tener nada más que lo que Dios nos ha dado!” Por tanto, “el fin principal para el que Dios nos ha llamado es para honrar a nuestro Señor sirviéndole corporal y espiritualmente en la persona de los pobres, unas veces como niño, otras como necesitado, otras como enfermo y otras como prisionero”. Para el Apóstol de la Caridad los pobres pasan a ser “nuestros señores”. 240 Muy bien podemos, ante la mística caritativa de san Vicente, preguntarnos hoy en su fiesta: ¿Qué espera mi familia, mi parroquia, qué espera mi ciudad, la patria y el mundo de mí? Sólo que seamos sembradores de amor (sembradoras de amor). Nuestro mundo, esclavo de la técnica que debía liberarlo; nuestro mundo, que tanto tiempo ha permanecido encadenado a su egoísmo y a su odio, tiene una TERRIBLE necesidad de amar. Y sólo nosotros, los seguidores de Jesús, al estilo de san Vicente, seremos los poseedores del poder de “restituir el hombre al Amor”. “Si alguien dice: ‘Yo amo a Dios’ y no ama a su hermano, es un mentiroso”, dice san Juan. El Apóstol predilecto no se anda con rodeos... Y se explica: “¿Cómo el que no ama a su hermano, a quien ve, amará a Dios, a quien nunca ha visto?” ¡Atención! La Caridad: no la limosna. No esa ofrenda desdeñosa que se deja caer, que se da “de arriba abajo”, y que, si ofende a quien la recibe, deshonra ciertamente a quien la da. Semejante limosna es la caricatura de la Caridad. La Caridad: no la solidaridad. La solidaridad es la reproducción laica de la Caridad. Precisamente en este sentido, nos dice san Pablo: “Aún cuando distribuyera todos mis bienes en alimento de los Pobres, si no tengo Caridad, nada soy”. Sin el amor de Dios, que es su fuente, la Caridad degenera en generosidad, altruismo, filantropía. Muy hermoso, sí: admirable. Pero lo repito: nada de eso es Caridad. La Caridad es la proyección del rostro de Cristo sobre el rostro del Pobre, del Enfermo, del Perseguido. Por tanto, nuestra tarea será enseñar de nuevo a los hombres a amarse. Y lograr así que los hombres posean de nuevo a Dios... ¡Qué ideal! ¡Qué consigna! Porque si nosotros los Cristianos no somos, antes que los demás, los combatientes del amor, ¿de qué nos sirve estar bautizados? Si nosotros, los cristianos, no llevamos a los demás el mensaje de ese amor, ¿cómo nos atreveremos a seguir diciendo que los amamos? A quienes nos vean, a quienes nos oigan, a quienes nos sigan, los conduciremos, a base de amor, por el camino que lleva a Dios, por el camino de la alegría, por el camino de la esperanza. Y finalmente, me llama la atención lo que San Vicente decía por experiencia propia a los impacientes: “Tres veces hablé cuando estaba de mal genio y con ira, y las tres veces dije barbaridades”. Por eso cuando le ofendían permanecía siempre callado, en silencio como Jesús en su Santísima Pasión. Que por nuestra presencia en el mundo, los hombres no sólo vivan unos junto a otros, sino que sepan vivir unidos, a vivir los unos para los otros: la única verdad es amarse, porque al final sólo se nos examinará del amor. 29 Santos Miguel, Gabriel y Rafael, Arcángeles (Juan 1, 47-51) Verán a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del Hombre. La liturgia de hoy nos invita a recordar a los santos arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Cada uno de ellos, como leemos en la Biblia, cumplió una misión peculiar en la historia de la salvación. Invoquemos con confianza su ayuda, así como la protección de los ángeles custodios, cuya fiesta celebraremos dentro de algunos días, el 2 de octubre. La presencia invisible de estos espíritus bienaventurados nos es de gran ayuda y consuelo: caminan a nuestro lado y nos protegen en toda circunstancia, nos defienden de los peligros y podemos recurrir a ellos en cualquier momento. Muchos santos mantuvieron con los ángeles una relación de verdadera amistad, y son numerosos los episodios que testimonian su ayuda en ocasiones particulares. Como recuerda la carta a los Hebreos, los ángeles son enviados por Dios "a asistir a los que han de heredar la salvación" (Hb 1, 14), y, por tanto, son para nosotros un auxilio valioso durante nuestra peregrinación terrena hacia la patria celestial. Sabemos por las sagradas Escrituras que: Miguel, que significa “¿Quién como Dios?”, viene presentado en el Apocalipsis (12, 7) en acto de combatir las potencias infernales; Gabriel, que significa 241 “Fortaleza de Dios”, es enviado a la Virgen María para anunciarle su vocación a ser corredentora de la humanidad; Rafael, que significa “Medicina de Dios”, es enviado por el Señor a Tobías -según la narración bíblica- para curarlo de la ceguera. La liturgia nos invita a sentir cercanos, como amigos y protectores ante Dios, a estos tres Arcángeles y a nuestro Ángel custodio. Que ellos nos protejan y nos guíen en el camino de la vida cristiana. 30 San Jerónimo Jerónimo quiere decir: el que tiene un nombre sagrado. (Jero = sagrado. Nomos = nombre). Dicen que este santo ha sido el hombre que en la antigüedad estudió más y mejor la S. Biblia. Nació San Jerónimo en Dalmacia (Yugoslavia) en el año 342. Sus padres tenían buena posición económica, y así pudieron enviarlo a estudiar a Roma. En Roma estudió latín bajo la dirección del más famoso profesor de su tiempo, Donato, el cual hablaba el latín a la perfección, pero era pagano. Esta instrucción recibida de un hombre muy instruido pero no creyente, llevó a Jerónimo a llegar a ser un gran latinista y muy buen conocedor del griego y de otros idiomas, pero muy poco conocedor de los libros espirituales y religiosos. Pasaba horas y días leyendo y aprendiendo de memoria a los grandes autores latinos, Cicerón, Virgilio, Horacio y Tácito, y a los autores griegos: Homero, y Platón, pero no dedicaba tiempo a leer libros religiosos que lo pudieran volver más espiritual. Jerónimo, que escribía con gran elegancia el latín, tradujo a este idioma toda la S. Biblia, y esa traducción llamada ‘Vulgata’ (o traducción hecha para el pueblo o vulgo) fue la Biblia oficial para la Iglesia Católica durante 15 siglos. Únicamente en los últimos años ha sido reemplazada por traducciones más modernas y más exactas, como por ej. La Biblia de Jerusalén y otras. Casi de 40 años Jerónimo fue ordenado de sacerdote. Pero sus altos cargos en Roma y la dureza con la cual corregía ciertos defectos de la alta clase social le trajeron envidias y rencores (Él decía que las señoras ricas tenían tres manos: la derecha, la izquierda y una mano de pintura... y que a las familias adineradas sólo les interesaba que sus hijas fueran hermosas como terneras, y sus hijos fuertes como potros salvajes y los papás brillantes y mantecosos, como marranos gordos...). Toda la vida tuvo un modo duro de corregir, lo cual le consiguió muchos enemigos. Con razón el Papa Sixto V cuando vio un cuadro donde pintan a San Jerónimo dándose golpes de pecho con una piedra, exclamó: “¡Menos mal que te golpeaste duramente y bien arrepentido, porque si no hubiera sido por esos golpes y por ese arrepentimiento, la Iglesia nunca te habría declarado santo, porque eras muy duro en tu modo de corregir!”. Sintiéndose incomprendido y hasta calumniado en Roma, donde no aceptaban el modo fuerte que él tenía de conducir hacia la santidad a muchas mujeres que antes habían sido fiesteras y vanidosas y que ahora por sus consejos se volvían penitentes y dedicadas a la oración, dispuso alejarse de allí para siempre y se fue a la Tierra Santa donde nació Jesús. Sus últimos 35 años los pasó San Jerónimo en una gruta, junto a la Cueva de Belén. Varias de las ricas matronas romanas que él había convertido con sus predicaciones y consejos, vendieron sus bienes y se fueron también a Belén a seguir bajo su dirección espiritual. Con el dinero de esas señoras construyó en aquella ciudad un convento para hombres y tres para mujeres, y una casa para atender a los peregrinos que llegaban de todas partes del mundo a visitar el sitio donde nació Jesús. Allí, haciendo penitencia, dedicando muchas horas a la oración y días y semanas y años al estudio de la S. Biblia, Jerónimo fue redactando escritos llenos de sabiduría, que le dieron fama en todo el mundo. Con tremenda energía escribía contra los herejes que se atrevían a negar las verdades de nuestra santa religión. Muchas veces se extralimitaba en sus ataques a los enemigos de la verdadera fe, pero después se arrepentía humildemente. 242 La Santa Iglesia Católica ha reconocido siempre a San Jerónimo como un hombre elegido por Dios para explicar y hacer entender mejor la S. Biblia. Por eso ha sido nombrado Patrono de todos los que en el mundo se dedican a hacer entender y amar más las Sagradas Escrituras. El Papa Clemente VIII decía que el Espíritu Santo le dio a este gran sabio unas luces muy especiales para poder comprender mejor el Libro Santo. Y el vivir durante 35 años en el país donde Jesús y los grandes personajes de la S. Biblia vivieron, enseñaron y murieron, le dio mayores luces para poder explicar mejor las palabras del Libro Santo. El 30 de septiembre del año 420, cuando ya su cuerpo estaba debilitado por tantos trabajos y penitencias, y la vista y la voz agotadas, y Jerónimo parecía más una sombra que un ser viviente, entregó su alma a Dios para ir a recibir el premio de sus fatigas. Se acercaba ya a los 80 años. Más de la mitad los había dedicado a la santidad. Octubre 1 Santa Teresa de Lissieux Hay dos santas con el mismo nombre: Santa Teresita del Niño Jesús o de Lisieux y Santa Teresa de Ávila (15 de Octubre). Ambas fueron monjas carmelitas, nos dejaron una autobiografía y son santas doctoras de la Iglesia. María Francisca Teresa nació el 2 de Enero de 1873 en Francia. Hija de un relojero y una costurera de Alençon. Tuvo una infancia feliz y ordinaria, llena de buenos ejemplos. 2 Santos Ángeles Custodios 4 San Francisco de Asís 7 Virgen del Rosario 15 Santa Teresa de Jesús 16 Santa Margarita Mª Alacoque 17 San Ignacio de Antioquía 18 San Lucas, evangelista 28 Santos Simón y Judas Tadeo, Apóstoles Lucas 6, 12-16 “Eligió a doce de ellos y los nombró apóstoles”. Con la creación del grupo de los Doce, Jesús creaba la Iglesia como sociedad visible y estructurada al servicio del Evangelio y de la llegada del reino de Dios. El número doce hacía referencia a las doce tribus de Israel, y el uso que Jesús hizo de él revela su intención de crear un nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios, instituido como Iglesia. Los doce Apóstoles se convertían, así, en una realidad socio-eclesial característica, distinta y, en muchos aspectos, irrepetible. Un su grupo destacaba el apóstol Pedro, sobre el cual Jesús manifestaba de modo más explícito la intención de fundar un nuevo Israel, con aquel nombre que dio a Simón: ‘piedra’, sobre la que Jesús quería edificar su Iglesia (cf. Mt 16, 18). El primer elemento constitutivo del grupo de los Doce es, por consiguiente, la adhesión absoluta a Cristo: se trata de personas llamadas a «estar con él», es decir, a seguirlo dejándolo todo. El segundo 243 elemento es el carácter misionero, expresado en el modelo de la misma misión de Jesús, que predicaba y expulsaba demonios. La misión de los Doce es una participación en la misión de Cristo por parte de hombres estrechamente vinculados a él como discípulos, amigos, representantes. Así, la Iglesia, único rebaño de Dios, como un lábaro alzado entre todos los pueblos, al comunicar el Evangelio de la paz a todo el género humano, se siente conducida por la esperanza en su peregrinación hacia la meta de la patria celestial. Noviembre 3 San Martín de Porres 4 San Carlos Borromeo 9 Dedicación Basílica de Letrán 10 San León Magno 11 San Martín de Tours 15 San Alberto Magno 21 La Presentación de la Santísima Virgen María Lucas 21, 1-4 “Vio a una viuda pobre que echaba dos monedas”. El Señor observaba cómo los ricos echaban en cantidad. Acaso lo hacían con cierta ostentación, para que se viera lo mucho que echaban. Observa asimismo a una viuda pobre que se acerca para echar apenas «dos moneditas», una suma irrisoria en sí misma y más aún si se comparaba con lo mucho que echaban los ricos. El Señor Jesús aprovecha la ocasión para dar una lección fundamental a sus discípulos. Pone a esta viuda pobre como modelo de generosidad: ella ha dado más que nadie, porque mientras los demás echaban de lo que les sobraba, “ella, en su pobreza, ha dado todo lo que tenía para vivir” (Mc 12,43-44). La lección es clara: lo que pesa en la ofrenda dada a Dios no es tanto la cantidad, sino la actitud con que se da. Aquella viuda, a diferencia de los que dan “de lo que les sobra”, muestra una enorme generosidad y confianza en Dios. Ella, por amor a Dios, se desprende incluso de lo que necesita, se desprende de todo lo que tiene para vivir. Su entrega no es un acto suicida, sino que manifiesta su enorme confianza en Dios, confianza de que a ella nada le faltará porque está en las manos de Dios. Sabe que Dios no se deja ganar en generosidad: Él es muchísimo más generoso con quien es generoso con Él. Dios, en cuyas manos se sabe, proveerá lo necesario para su subsistencia. San Agustín dice que “Zaqueo fue un hombre de gran voluntad y su caridad fue grande. Dio la mitad de sus bienes en limosnas y se quedó con la otra mitad sólo para devolver lo que acaso había defraudado. Mucho dio y mucho sembró. Entonces aquella viuda que dio dos céntimos, ¿sembró poco? No, lo mismo que Zaqueo. Tenía menos dinero pero igual voluntad, y entregó sus dos moneditas con el mismo amor que Zaqueo la mitad de su patrimonio. Si miras lo que dieron, verás que entregan cantidades diversas; pero si miras de dónde lo sacan, verás que sale del mismo sitio lo que da la una que lo que entrega el otro”. 22 Santa Cecilia 27 La Medalla milagrosa 30 San Andrés Apóstol Mt 4, 11-22 Ellos inmediatamente, dejando las redes, lo siguieron. El evangelio de hoy nos dice que entre los primeros discípulos, Jesús llamó a dos hermanos, Simón y Andrés. Eran pescadores. “Les dijo: ‘Vengan 244 conmigo, y los haré pescadores de hombres’. Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron” (Mt 4, 1920). En esta fiesta de san Andrés, partiendo del Evangelio en consideración, podemos aprender de él lo siguiente: o lleno de entusiasmo, se presenta a su hermano Pedro para anunciarle la asombrosa noticia: “Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo)” (Jn, 1, 41). Este descubrimiento cambió la vida de los dos hermanos: dejando sus redes, se convirtieron en “pescadores de hombres” (Mt 4, 19) y; o “Al instante, dejando la barca y su padre, lo siguieron”. El relato expresa la prontitud, radicalidad y decisión de la respuesta: a nada se aferran por responder a este llamado, ni a su trabajo o “proyectos personales”, ni a los lazos familiares, por más fuertes que sean. Por ello todo aquel que verdaderamente cree en Dios y en su enviado Jesucristo tiene el deber y necesidad de ponerse ante el Señor y preguntarle: ¿Qué quieres de mí Señor? Claro, nuestra respuesta a Jesús se la hemos de dar según nuestro propio estado. San Juan Crisóstomo: “Los llamó [A Pedro, Andrés, Juan y Santiago] cuando estaban en sus ocupaciones, manifestando que conviene anteponer la obligación de seguir a Jesucristo a todas las ocupaciones”. Diciembre 3 San Francisco Javier 7 San Ambrosio 12 Virgen de Guadalupe 13 Santa Lucía 14 San Juan de la Cruz 26 San Esteban 27 de diciembre San Juan Apóstol y Evangelista Jn 20, 2-9 El otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero el sepulcro. La fiesta de Navidad, oportunamente preparada por el período del Adviento, pone en marcha, por decir así, una ulterior serie de festividades litúrgicas, que casi irradian de ella y la rodean de cerca como para subrayar su altísima dignidad: san Esteban, san Juan Evangelista, los santos Inocentes, la Sagrada Familia, la Maternidad de María, y después, como conclusión de este ciclo extraordinario de celebraciones tan significativas, la solemnidad de la Epifanía. Nosotros sabemos que hemos sido llamados a tender continuamente a este Reino de paz, de justicia y de fraternidad universal que nos ha anunciado el Nacimiento de Cristo. Y hemos sido llamados no sólo a caminar sino también, me atrevo a decir, a correr. Sí, a correr hacia Cristo, como hace el Apóstol Juan en la narración evangélica de la misa de hoy, que es su fiesta. Hemos sido llamados a avanzar y a hacer avanzar el mundo, como ‘luz del mundo’ y ‘sal de la tierra’. Los cristianos no pueden tener, en la historia, un papel de retaguardia, ni mucho menos de involución: el Evangelio que tienen en las manos, las palabras y los ejemplos de Cristo que están en ellos recogidos, deben hacerlos, a pesar de todas sus debilidades humanas, hombres de vanguardia y de esperanza. A ellos toca trazar el camino que la humanidad debe recorrer hacia la salvación y hacia aquella ‘vida eterna’, celeste y trascendente, de la que habla la primera lectura de la misa de hoy, tomada 245 precisamente del Apóstol Juan: “La vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la Vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se nos manifestó” (1 Jn 1, 2). Que el Apóstol Juan, aquel que, como dice la oración de la misa de hoy, “reclinó su cabeza en el pecho del Señor y conoció los secretos divinos”, aquel que nos reveló “las misteriosas profundidades del Verbo divino”, el discípulo predilecto de Jesús, nos haga comprender profundamente el sentido de la Navidad que acabamos de celebrar; que nos permita también a nosotros llegar a ser verdaderos amigos y confidentes del Señor. 28 Santos Inocentes, Mártires Mt 2, 13-18 Herodes mandó matar a todos los niños menores de dos años en la comarca de Belén. Hemos escuchado en el texto evangélico que “Después que ellos (los Magos) se retiraron, el ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al niño y a su madre y huye a Egipto; y estate allí hasta que yo te diga. Porque Herodes va a buscar el niño para matarle’” (Mt 2, 13). Y cuando partieron los Magos Herodes “envió a matar a todos los niños de Belén y de toda la comarca, de dos años para abajo” (Mt 2, 16). De este modo, matando a todos, quería matar a aquel recién nacido ‘rey de los judíos’, de quien había tenido conocimiento durante la visita de los magos a su corte. La Iglesia, venerando con cariño a estos pequeños ha tratado de entender el misterio de su muerte: aún no hablaban y ya confesaron a Cristo. Dieron testimonio de Él; no con sus palabras, sino con su sangre. Ellos fueron sin saberlo, los primeros mártires. Más aún, ellos fueron salvadores del Salvador. Porque no sólo murieron por Cristo, si no también murieron en lugar de Él. Fueron los primeros cristianos, los primeros santos de la Iglesia. Por eso tienen asegurados; desde hace muchos siglos, su lugar privilegiado en el calendario de los Santos. Y, por eso, tenemos hoy la alegría de celebrar su fiesta. Que estos Santos Inocentes nos ayuden a nosotros a dar valientemente testimonio de Cristo ante los hombres, tanto con nuestra palabra como con nuestra vida. CONCLUSIÓN “¡Ay de mí si no evangelizara!” (1 Cor 9, 16). Esta exclamación resuena principalmente para nosotros pastores y se refiere, juntamente con nosotros, a todos los educadores en la Iglesia. La Palabra de Dios ilumina a los creyentes para valorar la vida como respuesta a la llamada de Dios y los acompaña para acoger en la fe el don de la vocación personal. La homilía hace que la Palabra proclamada se actualice: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que habéis escuchado con vuestros oídos” (Lc 4,21). Ella conduce al misterio que se celebra, invita a la misión y comparte las alegrías y los dolores, las esperanzas y los temores de los fieles, disponiendo así a la asamblea tanto a la profesión de fe (Credo), como a la oración universal de la misa. Debería haber una homilía en todas las misas “cum populo”, incluso durante la semana. Es preciso que los predicadores (obispos, sacerdotes, diáconos) se preparen en la oración, para que prediquen con convicción y pasión. El predicador debe sobre todo dejarse interpelar el primero por la Palabra de Dios que anuncia. La homilía debe ser alimentada por la doctrina y transmitir la enseñanza de la Iglesia para fortificar la fe, llamar a la conversión en el marco de la celebración y preparar a la actuación del misterio pascual eucarístico. 246 Por esto, la homilía, que es parte de la acción litúrgica, “tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles” (Benedicto XVI, “Sacramentum caritatis” 46). Por ello, el Papa anima a preparar la homilía con esmero, basándose en un adecuado conocimiento de la Sagrada Escritura, evitando lo genérico y lo abstracto y esforzándose por conectar la homilía con la celebración sacramental y con la vida de la comunidad. Nuestra propuesta quiere responder a la exhortación de Benedicto XVI, a predicar a los fieles “homilías temáticas” que, a lo largo del año litúrgico, traten los grandes temas de la fe cristiana, según lo que el Magisterio propone: la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana. La homilía “debe apuntar a la comprensión del misterio que se celebra, invitar a la misión, disponiendo la asamblea a la profesión de fe, a la oración universal y a la liturgia eucarística” (VD 59). Por tanto, Cristo, Persona y Palabra, tiene que ser el centro de toda homilía. Esta centralidad de Cristo es muy exigente para el predicador: “El predicador - sigue diciendo el Papa - tiene que “ser el primero en dejarse interpelar por la Palabra de Dios que anuncia”, porque, como dice san Agustín: ‘Pierde tiempo predicando exteriormente la Palabra de Dios quien no es oyente de ella en su interior’”. FUENTES DE CONSULTA P. Jorge Loring, Para salvarte http://webcache.multimedios.org/ http://www.mercaba.org/ http://www.vatican.va/holy_father/benedict_xvi/index_sp.htm http://www.zenit.org/0?l=spanish