Búsqueda personal de Dios

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Sal Terrae 96 (2008) 151-161
«Conversión»:
Camino escabroso o aventura
fascinante
Severino LÁZARO PÉREZ, SJ*
Del año de mi vida que pasé en Gijón guardo grabada en mi retina una
estampa que contemplé varias veces. A menudo, me iba en bici hasta
el puerto del Musel para ver atracar a esos grandes barcos de carga
que hasta él llegaban. Me llamaba siempre la atención la maniobra que
todos ellos tenían que realizar hasta lograr entrar en el puerto. Estando
todavía muy lejanos, uno veía cómo esa gran mole que se deslizaba
sobre el agua empezaba a girar muy lentamente hasta alcanzar el
ángulo idóneo para atracar pegado al muelle, desde donde se haría la
posterior descarga. Se trataba de un proceso lento y complejo, qué
duda cabe, pero que al final lograba su objetivo.
Diría que cuando nos referimos a la conversión, hablamos de un
proceso que tiene esas mismas características. Al igual que esos
grandes barcos, nosotros también avanzamos en el mar de la vida con
no poca carga a la espalda de acontecimientos vividos, de personas
conocidas, de sentimientos encontrados, de deseos frustrados o
soñados, de heridas abiertas sin cicatrizar... Toda esta diversidad de
fuerzas que operan en nuestro fuero interno exige prudencia a la hora
de pensar en un posible giro o cambio de dirección. Es verdad que
siempre han existido caminos de conversión repentinos y drásticos, y
el santoral cristiano nos ofrece unos cuantos ejemplos; pero hora es ya
de que valoremos también los desajustes y frustraciones personales
que muchos procesos de cambio han ocasionado por falta de una sana
prudencia y discernimiento. La psicología en los últimos años nos
viene alertando de que los cambios en el ser humano son pocos, y que
éstos, además, se producen muy poco a poco1. Hay que medir el peso
de la carga que llevamos a la espalda, sopesar las fuerzas contrarias
que actuarían en caso de cambiar de dirección, e impedir por todos los
medios que el ímpetu de una rápida o extraña maniobra impulsiva
pueda ocasionar un desplazamiento en la carga que llevamos, con
nefastas consecuencias para nuestra vida y para nuestra fe.
A la complejidad y lentitud que ya de por sí tiene todo cambio o
proceso de conversión se le añaden, en nuestro momento actual, dos
elementos coyunturales de no poca importancia.
El avance del universo postmoderno sobre el que se asienta
nuestra vida y la de nuestras ciudades hace ya tiempo que dejó atrás el
imaginario social al que siempre estuvo vinculado la palabra
conversión. Es evidente que en nuestros días no cotizan en bolsa
valores como el esfuerzo, la entrega, el sacrificio, el tesón o la fuerza
de voluntad; nos cuesta mucho vincularnos a todo lo que tenga que ver
con procesos largos y complicados que exigen renuncia personal y
espera de largo calado; así como lo relacionado con apuestas por un
camino único y para toda la vida. Arrancado de su suelo natural, el
«cambio radical», al que siempre fue asociada la palabra conversión,
ha quedado reducido en nuestros días al milagro estético popularizado
por el programa que con ese mismo título ha emitido una cadena de
televisión de nuestro país, o a la suma de elecciones sucesivas y
esclavizantes a que nos aboca nuestra sociedad consumista, tan
magníficamente descrita por Mark Renton, el protagonista de la
película Trainspotting, cuando en el monólogo final decide cambiar de
vida después de haber dado el palo a sus amigos quedándose con el
botín de diez mil libras2.
El segundo dato tiene que ver con la expresión «yo no me
arrepiento de nada», que tantas veces oímos pronunciar y que vendría
a ser una especie de coraza que nos protege contra toda posibilidad de
cambio. En un rápido repaso por la red, compruebo que dicha frase la
afirman, entre otros, Michael Schumacher en una entrevista que le
hacían con ocasión de la entrega del premio «Príncipe de Asturias» de
este año; la ganadora de la última edición del programa «Gran
Hermano», Marianela Mirra, a pesar de la acusación que le hacen de
deslealtad con uno de sus competidores; «Cicciolina», la famosa y
provocadora ex-diputada italiana... En fin, arrepentirse no está de
moda: corresponde a tiempos pasados que hay que dejar en el olvido.
Funciona en este asunto, como tantas veces, la ley del péndulo; y si
pasamos siglos de la historia bajo el yugo de una culpabilidad
«religiosa» paralizante y destructiva para el crecimiento personal,
iguales consecuencias se derivarán de esta moda de no arrepentirse de
nada. Con el agua sucia de la palangana se tira nuevamente al niño
que hay dentro de ella, olvidando que no todo sentimiento de
culpabilidad es malo, sino que hay una sana culpabilidad que puede
mover «…a la transformación y al cambio»3.
Y no obstante todas estas dificultades y complejidades que rodean
al término «conversión», estoy convencido de que tanto la religión
cristiana como la espiritualidad ignaciana en la que vivo la Buena
Noticia del Evangelio encuentran en esta palabra el núcleo y punto de
partida para un verdadero seguimiento de Jesús.
Con el ánimo de establecer claridad y despertar entusiasmo en
torno al «oficio de convertirse», intentaremos acercarnos a alguno de
los elementos clave que lo definen y caracterizan. Quiero dejar claro
que, más que hacer una descripción exhaustiva de cada uno de ellos,
lo que pretendo es devolverles a su contexto y significado original, ese
que, con el tiempo, perdieron por el camino, llegando a tergiversar el
sentido de la conversión cristiana.
1. De la conversión anunciada por Juan Bautista
al Reinado de Dios experimentado por Jesús
Toda percepción que los seres humanos podemos alcanzar de lo
divino siempre es limitada y parcial. Ni siquiera Juan, del que Jesús
quizá dijo que no había habido hombre nacido de mujer más grande en
la tierra (Mt 11,11), se libró de la finitud que envuelve nuestra
condición. Juan, el más grande de los profetas, participó también de la
expectación que por entonces había en relación a la venida de un
Mesías que pusiera fin a la situación de pecado y perdición en que se
hallaba el pueblo judío, tanto a nivel político, bajo el rodillo del
imperio romano, como a nivel religioso, con un legalismo elitista y
opresor de tantas y tantas personas que, siendo consideradas impuras,
quedaban fuera de la órbita de amparo del templo y hasta de Dios.
Juan quiso romper con esa inercia autodestructiva que el pueblo
judío arrastraba desde hacía siglos y, conocedor de la historia de los
suyos, entendió que el cambio sólo podía surgir de una vuelta a los
orígenes. El desierto, ámbito primero en el que Israel se forjó como un
pueblo, se erigía nuevamente en el lugar y espacio aptos para este
nuevo comienzo; el bautismo a las orillas del Jordán pasaba a ser ese
rito de tránsito o pasaje que marcaría el nacimiento del nuevo pueblo
de Dios. Este nuevo comienzo requería de los judíos que quisieran
recibirlo una seria toma de conciencia de su infidelidad y unos frutos
de conversión, y Juan no reparó en medios para lograr esa actitud de
arrepentimiento y enmienda en la gente. Por lo que parece, su
estrategia, aparte de ser creativa, tuvo no poco éxito, pues de Jerusalén
y de toda Judea acudían a escucharlo y a ser bautizados por él (Mc
1,5). El mismo Jesús se puso como uno más en la cola de la gente que
esperaba a ser bautizada por Juan (Mc 1,9).
¿Qué papel jugaba Dios en todo este proceso de conversión
anunciado por Juan? ¿Qué imagen de lo divino subyacía a su
estrategia catequética? El Dios anunciado por Juan es un Dios juez
que con su juicio purificador llevará adelante la obra salvífica. Ésta,
en su estadio final, tendrá como recompensa la paz perpetua, pero le
antecederá, y en ello pone toda su carga el mensaje joánico, un Dios
juez que talará aquellos árboles que no den fruto y separará la paja del
grano (Mt 3,10-12).
¿Qué novedad presenta la predicación que Jesús lleva a cabo de la
conversión? En realidad, podríamos decir que con Jesús cambia el
escenario de la proclamación. Éste ya no es el desierto, sino las casas,
plazas, calles, cruces de caminos, sinagogas y templos de las aldeas de
Judea y de Jerusalén donde la gente desarrolla su vida. Un elemento,
en este sentido, cobra especial protagonismo: mientras que en el caso
de Juan es la gente la que acude a escucharle al desierto, en el caso de
Jesús es Él el que sale al encuentro de la gente. El ámbito gozoso de
los banquetes y comidas en los que participa sustituye la rígida
austeridad que acompañaba a la predicación joánica. Y por si todos
estos datos fueran pocos, lo verdaderamente distinto es el contenido
de su predicación. El protagonismo ya no lo tiene la conversión como
tal, sino una nueva expresión: «Reino de Dios». No es la conversión la
que causa el Reino, sino que aquélla pasa a ser un efecto de éste.
¿Qué es, pues, lo que esconde la expresión «Reino de Dios»?4 Es
quizá uno de los elementos más difíciles de descifrar; pero observando
el protagonismo que cobró en la vida de Jesús, hemos de concluir que
no se trata sólo de una nueva idea o cambio en la percepción que él
pudo tener de Dios, sino de una profunda experiencia personal, la más
íntima que una persona puede vivir en relación con la divinidad. Reino
de Dios vendría a ser, bajo esta perspectiva, el acontecer o devenir
salvífico de Dios que Jesús experimenta en su vida. La acción
salvadora y dinámica de un Dios que actúa en el interior de las
personas de forma creadora y salvífica. Lógicamente, este mensaje
salvífico necesita de la colaboración humana, pero ésta ya no hay que
entenderla bajo la clave de un esfuerzo personal de superación
humana, sino de acogida de una realidad viva y operante, llamada
«Dios», que previamente se me viene encima.
Supuesta esta base, se entiende que el anuncio o predicación de
Jesús cambie de estrategia y que ya no opere tanto desde la crítica y la
amenaza de un juicio devastador cuanto desde la provocación o
persuasión (parábolas) y la misericordia (milagros). Todo se juega en
la apertura de los hombres a esta irrupción salvífica de un Dios
empeñado en desatar dentro de ellos su soberanía o dinámica
liberadora.
Si hiciéramos un ejercicio de autoevaluación a nivel cristiano,
tanto en el plano personal como en el eclesial, tendríamos que decir
que la conversión que se nos anunció siempre y la que una y otra vez
intentamos vivir fue, desgraciadamente, la de Juan el Bautista. Pero
¿qué atractivo puede tener un proceso de conversión que tiene como
punto de partida la crítica y la denuncia, y como punto de llegada un
juicio de talante más condenatorio que salvador? ¿Y hasta dónde
puede llegar, en el plano espiritual y vital, un esfuerzo de
transformación y de cambio que parta del ser humano y que esté
alentado por la sombra y amenaza de un Dios juez? Una y otra vez
comprobamos que todo lo que son simples propósitos de cambio, por
muy honestos que sean, se los acaba llevando el viento, y que el
miedo o la amenaza, aunque a la corta sean un elemento dinamizador
de conversión, a la larga son un cáncer que paraliza y mata la vida y la
fe que Dios nos regala.
Por el contrario, la novedad de una conversión que parta de la
oferta salvífica primera e irreversible de un Dios que quiere
hospedarse en el interior de toda persona, siempre será esperanzadora
y mantendrá su atractivo, incluso en estos tiempos en que Dios se ha
vuelto un extraño en nuestra propia casa. Y los frutos de un proceso de
conversión que tiene en su origen la acción de lo divino siempre
estarán garantizados, incluso en aquellas personas que, social y
moralmente hablando, podríamos tachar de «irreversibles».
2. Una conversión accesible
a cualquier situación y circunstancia de mi vida
Si hay una verdad que recorra todas las páginas de la Biblia, es el
empeño de Dios por traer la salvación a este mundo. Sin embargo, lo
verdaderamente curioso es el camino que escoge para mostrárnoslo.
Como Dios que es, y siguiendo las leyes humanas de la historia,
podría haber escogido para ello hechos y signos portentosos, haberse
rodeado de gloriosos ejércitos al estilo de los grandes imperios y, sin
dar ningún respiro a sus enemigos, haber impuesto su voluntad con el
coste humano que hubiera sido necesario. Pero no: Dios no escogió
ese camino, sino que prefirió el camino de lo insignificante y lo
pequeño. Pequeño e insignificante fue en su tiempo el pueblo de Israel
en medio de los grandes imperios egipcio, asirio, babilónico o
romano; pequeña, insignificante y hasta contraria a lo que se esperaría
de Dios es la historia de las personas que Éste elige como ascendientes
de su hijo Jesús (Mt 1,1-17); pequeña e insignificante fue la aldea de
Nazaret en la que Jesús vivió y trabajó como un campesino más de su
tiempo durante treinta años de su vida; y pequeño e insignificante fue
el mismo testimonio de la vida pública de Jesús, donde cualquier
espejismo de esperanza mesiánica triunfante asociada a su persona
quedó sepultado en el fracaso de su muerte en cruz.
¿Qué queremos decir con todo esto? Que lo divino en su
manifestación histórica, tal como nos lo transmite la revelación
bíblica, participa del convencimiento de que sólo se salva aquello que
se asume; y así, salvar la historia humana le exigiría a Dios no sólo
acompañar la historia de fracasos y clamores de su pueblo elegido,
sino que, llegado el momento, habría de asumir en la persona de su
hijo, hecho hombre, todas las situaciones de fracaso, soledad,
marginación, sufrimiento y muerte por las que pudiera pasar cualquier
ser humano (Heb 5,7-9).
La ambigüedad y poco brillo con que este proyecto salvífico
pudiera aparecer en el pasado o en el rabioso presente de muchas fases
de nuestra vida, al tomar el camino largo y el ritmo lento de
crecimiento que acompaña a lo histórico y lo humano, no puede
ocultarnos, sin embargo, la verdad incuestionable que lo atraviesa de
principio a fin: la verdad de que todo lo creado, en su finitud, está
preñado de la presencia creadora y salvadora de un Dios que nunca
abandona la obra de su creación.
¿Qué consecuencias se derivan de este misterio de la encarnación
que Dios eligió para el asunto de la conversión y su viabilidad en
nuestra vida concreta? Una muy clara: si todo lo creado está preñado
de una presencia creadora y salvadora de carácter divino, todo lo
humano es educable y reformable, por más desestructurado que
aparezca ante nuestros ojos. A los ojos de Jesús, todas las personas
son susceptibles de vivir un proceso de conversión. Este principio, así
descrito, es la clave de su praxis. Lo que hacía de Jesús alguien
distinto y fascinante era la forma en que se acercaba a las personas y
la fe que ponía en ellas. Jesús está convencido de que todas las
situaciones humanas por las que atraviesa una persona, por muy
contrarias y alejadas que puedan estar de la dinámica en la que Dios
quiere que se desarrolle, son convertibles y educables. Basta con que
se abran a la acción de la divinidad que permanece escondida en ellas.
La fe que Jesús ponía en todas las personas, sobre todo en las más
marginadas de su tiempo, era la que les incitaba a enfrentar y
confrontar sus parálisis, sus cojeras o su vida torcida; la que les
llevaba a cambiar de rumbo, a convertirse.
Llegados a este punto, y mirando a nuestro alrededor, una cierta
inercia «pagana» alejada de este principio salvífico cristiano parece
guiar el devenir religioso de mucha gente joven y no tan joven.
Cuando uno habla con ellos, parecería que ven a Dios como alguien
inaccesible y que llegan a esa conclusión por el simple hecho de que
hace mucho tiempo que no van a misa, o no se confiesan o no
comulgan, o no han observado tal o cual mandamiento... En todos
ellos, junto a la pereza y la lejanía de Dios por la que atraviesan, me
parece percibir un muro invisible mayor, a cuya construcción la
iglesia ha contribuido no poco. La mucha o poca iniciación religiosa
que podemos haber recibido siempre nos dijo que la clave de nuestra
relación con Dios estaba en el ámbito de los comportamientos.
Resultado de este proceso iniciático: el lograr que mucha gente, a muy
temprana edad, se sienta ya definitivamente alejada de Dios; que otros
muchos relacionen su vivencia de la religión con un pozo sin fondo de
culpabilidad malsana sin salvación posible; y que otros, finalmente,
aludan a su camino de fe como el resultado de un esfuerzo titánico de
carácter personal que Dios recompensará.
Es cierto que nuestros comportamientos contribuyen a un
progresivo acercamiento o alejamiento de Dios, de los demás e
incluso de nosotros mismos en aquello que estamos llamados a ser.
Pero que éstos pasen a ser el criterio último que determine el grado de
nuestra relación con Dios es un tremendo error, como aparece en la
parábola del fariseo y el publicano (Lc 18,9-14). El evangelio, por el
contrario, pone de manifiesto una y otra vez que no hay lugar, espacio
o estado de perdición en el que una persona se encuentre y desde el
que no pueda volver a Dios de forma inmediata. Ejemplos como el del
hijo pródigo, la pecadora, Zaqueo o el buen ladrón ponen de
manifiesto que la mirada de Jesús, siguiendo la de Dios, va mucho
más allá de los comportamientos de la gente. Nuestros
comportamientos son los que son; y una vez llevados a cabo, no
podemos hacer nada por cambiarlos. Pero a Dios no le importa tanto
nuestra lista de pecados cometidos en el pasado (de ésta se olvida Dios
inmediatamente) cuanto la forma en que podemos abrirnos a su
salvación en el presente.
Pues bien, una iniciación religiosa incapaz de trascender el plano
de los comportamientos para hacer balance de su avance o retroceso
en el camino de la fe, representará siempre un obstáculo para la
conversión que Dios espera de nosotros. La conversión en un proceso
de crecimiento marcado por los comportamientos se cotizará siempre
a la alta, quedando reservada, si acaso, a una minoría de superhombres
o santos, en cuya lista, como cristiano o persona de a pie nunca me
encontraré. Y, claro, sin posibilidad de éxito en esos pequeños
intentos de conversión ensayados, acabaremos pasando de la religión
y pensando que esto del cristianismo es cosa de curas y monjas y no
de personas normales como yo.
¿De qué se olvida un proceso de crecimiento en la fe basado en los
comportamientos? De ese Dios encarnado y con un proyecto de
salvación universal de que hablábamos antes y que antecede a toda
iniciativa nuestra de cambio o conversión. Por eso estoy convencido
de que a nuestra religión le hace falta abrirse a ese camino único y
personal que, como dijera el poeta, Dios tiene pensado para cada uno
de nosotros. Estoy convencido de que a nuestra religión le hace falta
pregonar en los templos y en las plazas que Dios, en su voluntad
salvífica, es alguien accesible e inmediato a cualquier persona, se
encuentre ésta en la situación vital y moral en que se encuentre. Sólo
en ese encuentro personal y misterioso descubrirá cada uno el modo
de iniciar un proceso de conversión para «de bien en mejor» ir
avanzando en lo que Dios quiera de él. Será el encuentro personal y
misterioso de cada uno con ese Dios el que desate dentro de nosotros
el deseo de conversión, no como una penitencia ni como un camino
tortuoso, sino como una aventura apasionante.
3. La conversión: herramienta para ayudar a formar
y mantener viva nuestra capacidad de servicio a los demás
Habiendo dejado claro que es Dios el que tiene la iniciativa en todo
proceso de conversión, y que nuestra colaboración en ellos no es más
que repuesta agradecida a su gracia y amor, queremos preguntarnos
finalmente por la dirección en la que tienen que apuntar y la meta que
tienen que alcanzar todos los procesos que quieran ser auténticamente
cristianos.
En este sentido, diría que son tres los malentendidos a los que
siempre ha ido asociada la palabra conversión. Por influencia del modelo
que vivieron los padres del desierto primero, y la vida monástica
después, en el imaginario cristiano siempre ha quedado la idea de que, de
alguna manera, la conversión exigía tres cosas: a) una ruptura mayor o
menor con el mundo; b) con un carácter definitivo; y c) con un camino
por delante, a recorrer en solitario, de mayor servicio y alabanza a Dios
nuestro Señor. ¿Qué decir de dicha forma de concebir la conversión
cristiana? Si somos fieles al camino que seguimos en este artículo, la
verdad o falsedad de dicha interpretación resultará de la confrontación de
cada uno de esos tres elementos con el principio de la encarnación en el
que estamos intentando alumbrar de forma nueva este concepto viejo.
Repasemos desde esta clave cada uno de ellos.
– Conversión como ruptura con el mundo: desde el principio de
encarnación aludido hemos de concluir que nada de lo humano me
puede ser ajeno. Para encontrarme con Dios, lejos de romper con el
mundo, lo que tengo que hacer es adentrarme más en él hasta
desentrañar el misterio que lo habita. En este nuevo paradigma, todo lo
creado se convierte así en templo de Dios, en lugar de encuentro con Él.
En la brillante formulación de San Ignacio, «encontrar a Dios en todas
las cosas y a todas las cosas en Él».
– El carácter definitivo de esa ruptura: queda también matizado si
damos por bueno que el logro de toda autotrascendencia moral siempre
es frágil y no se alcanza de una vez por todas, sino que se va
consiguiendo a través de varias conversiones. Es verdad que los signos
de lo absoluto se revelan siempre en adoptar compromisos y tener
ideales que no se desvíen ante las primeras dificultades que aparezcan
en el horizonte. Ahora bien, una mirada atenta a mi propio camino de
conversión y discernimiento vocacional me devuelve que las opciones y
cambios que introducimos en nuestra vida, sean los que sean, tenemos
que irlos retomando muchas veces a lo largo de ésta. Llamarnos amigos
o hermanos, descifrar el misterio de lo que estamos llamados a ser, y
verificar si lo hemos logrado, es algo que sólo alcanzaremos a ver en
el momento último de nuestra muerte.
– El camino en solitario de mayor servicio y alabanza a Dios
nuestro Señor: aunque es cierto que toda conversión es un proceso
que hace cada persona en solitario, nunca la orientación del mismo es
hacia la soledad, sino hacia la comunión. Una comunión mayor con
Dios, pero que, en la medida en que es un Dios «ansí nuevamente
encarnado» (EE, 109), la comunión con Él se acredita en el grado de
compromiso que somos capaces de establecer con la obra de su
creación (1 Jn 4,20). La gloria de Dios –acuñó para siempre San
Ireneo– es que el hombre viva, y nada puede alegrar más a Dios que el
volcarnos en el servicio a cuantos puedan necesitar de nuestra ayuda.
Dios no necesita de nuestro servicio y alabanza, sino de nuestra
disposición para servir siempre a los demás. La verdadera conversión
en el grupo de discípulos que abandonó a Jesús al pie de la cruz se
produjo cuando éstos recuperaron la capacidad de vivirse en clave de
donación a los demás, a los pobres, a los pecadores, a los enfermos,
sin rastro de egoísmo de ningún tipo. Esto fue lo que les enseñó su
maestro en vida y lo que la acción del Resucitado llevó a cabo en
ellos. Pues bien, creo firmemente que esta misma donación o servicio
será la prueba en la que cada día se verifique nuestra propia
conversión.
*
1.
2.
3.
4.
Trabaja en Pastoral Juvenil. Valladolid. <sevelazarosj@yahoo.es>.
Carlos DOMÍNGUEZ MORANO, Psicodinámica de los Ejercicios Ignacianos,
Mensajero / Sal Terrae, Bilbao-Santander 2003, 200-201.
«Entonces, ¿por qué lo hice? Podría ofreceros un millón de respuestas, todas
falsas. Lo cierto es que soy una mala persona. Pero eso va a cambiar, yo voy a
cambiar. Es la última vez que hago algo así, ahora voy a reformarme y dejar esto
atrás, ir por el buen camino y elegir la vida, estoy deseándolo. Voy a ser igual
que vosotros: el trabajo, la familia, el televisor grande que te cagas, la lavadora,
el coche, el equipo de compact disc y el abrelatas eléctrico, buena salud,
colesterol bajo, seguro dental, hipoteca, piso piloto, ropa deportiva, traje de
marca, bricolaje, teleconcursos, comida basura, niños, paseos por el parque,
jornada de nueve a cinco, jugar bien al golf, lavar el coche, jerseys elegantes,
navidades en familia, planes de pensiones, desgravación fiscal, ir tirando mirando
hacia delante hasta el día en que la palmes...».
Carlos DOMÍNGUEZ MORANO, op. cit., 107.
Senén VIDAL, Jesús el Galileo, Sal Terrae, Santander 2006, 85-86.
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