OPINIÓN Rafael Valencia-Dongo C. Consultor Principal Estrategia Consultores Asociados estrategia@estrategiaconsultores.com CANALIZANDO EL DESCONTENTO SOCIAL A FAVOR DE LA COMPETITIVIDAD E s cada vez más usual, sobre todo en los sectores que hacen uso de los recursos naturales como energía, minería, hidrocarburos, pesca, etc., que las inversiones privadas sean presionadas a conseguir la “licencia social” como paso previo para poder operar. Así, los reportes mensuales de conflictos emitidos por la Defensoría del Pueblo dan cuenta de nuevos casos de conflictos y de la sinuosa evolución de los casos concurrentes, rumbo a conseguir la no legislada pero cada vez más presente y exigida “licencia social”. Por otro lado, la “presión social” -cara visible del descontento de la ciudadanía de amplios sectores alejados de los servicios del Estado- pareciera aumentar cada día en desorden y quizás en esquizofrenia: de un lado amplios sectores sociales demandan inversiones del Estado en servicios públicos como carreteras, represas, canales de regadío, etc., pero a su vez desean y de hecho limitan la capacidad del Estado para recibir recursos para realizar las obras anheladas a fin de poder gozar de una infraestructura pública mínima que permita afrontar el problema del desarrollo, dado el temor que existe por los efectos negativos que las nuevas inversiones atraerían. Al parecer nuestra ciudadanía ha entrado en un círculo vicioso de desconfianza, de un lado no tiene confianza en el Estado como un ente imparcial y regulador que debe velar por el bienestar de la sociedad -la percepción que existe actualmente del Estado es el de un protector de las inversiones privadas, un ente parcial- y desconfía de la capacidad del Estado para controlar y vigilar que las empresas 18 cumplan con lo establecido en Estudios de Impacto Ambiental (EIA). Del otro lado, si bien es obligatorio por parte de la empresa realizar y presentar el EIA a la autoridad competente, estos estudios son escasamente leídos y casi nunca entendidos, principalmente, por parte de los dirigentes sociales, pero, sobre todo, nunca son confiables: en primer lugar, porque la población desconfía de la capacidad del Estado de ejercer su poder coercitivo de cumplimiento de las obligaciones estipuladas en los mismos, y en segundo lugar, porque quien realiza y presenta el EIA es la propia empresa que quiere ejecutar el proyecto o la operación -se convierte en una especie de juez y parte ante la población-. Una ciudadanía poco informada, un Estado poco confiable y ausente en gran parte del territorio, es “pasto seco” para lenguajes incendiarios cargados de una fuerte ideología en cuanto a que “los medios de producción debieran estar en las manos del Estado”, por parte de incendiarios oportunistas que ven en el descontento del ciudadano una oportunidad para lucrar y satisfacer sus apetitos personales ya sea electorales o de figuración o peor aún sus apetitos pecuniarios. Es triste ver el espectáculo que realizan algunas autoridades locales -llámese alcaldes, presidentes regionales- o incluso autoridades nacionales como ministros y otros tratando de conducir la presión social hacia válvulas de escape para postergar la solución del problema o, en el peor de los casos, “surfeando” sobre la ola del descontento social, abandonando su rol de líderes de la sociedad que, en lugar de conducir a la misma hacia destinos mejores, más bien son arrastrados por la fuerza de la OPINIÓN ola del descontento. Es muy común observar hoy a las autoridades indicar en privado que es adecuado y deseable para la sociedad tal o cual inversión privada, pero en público indican exactamente lo contrario, teóricamente para no perder su capital electoral dado que “no es político decirlo en público”. Mientras tanto es posible también apreciar a los gerentes privados arrinconados o agazapados ante la ausencia del Estado y sus autoridades, enfrentando la presión social, a veces adoptando el papel del Estado o adoptando individualmente causas públicas para las cuales no tiene facultades legales, ni facilidades sociales y que, irremediablemente, lo llevarán a comprobar en su caja que tampoco tienen presupuesto suficiente para poder atender la demanda social. Así, en el corto plazo, la adopción del rol del Estado se convierte en una bomba de tiempo para la empresa. Ante ello muchos optan por actuar defensivamente tratando de cuidar al máximo sus desembolsos y partidas para Responsabilidad Social -dado que atentan contra las utilidades- atendiendo posturas fragmentadas, pequeños intereses particulares, aspectos puntuales de los supuestos “líderes sociales” y así se dedican a sembrar en el territorio pequeñas obras como comisarías, postas médicas, aulas, padrinazgos etc., tratando de estirar al máximo el presupuesto anual que le han asignado para las obras de bien social. Aún desconcertados sobre cómo los van a medir los accionistas por el uso de esos recursos, de los que se piensa que no le añaden mayor valor económico a la empresa y son considerados como gastos y no como una inversión. Sin embargo, estas acciones promueven una buena imagen de la empresa y le añaden valor ante los ojos de la sociedad y permitirían lograr la ansiada “licencia social”. Por otro lado, la sociedad ve con preocupación que la oportunidad para crecer y desterrar o, en todo caso, disminuir sostenidamente los niveles de pobreza, así como la necesidad de contar con una “infraestructura de soporte mínima” como carreteras, puertos, represas, etc., es ahora. Sin embargo, gran cantidad de inversiones está detenida como nunca antes en el Perú, no por problemas de recursos o por las dificultades de ingeniería que confronta nuestra diversa geografía o por problemas reales de falta de control y mitigación de los impactos negativos que puedan producir las inver- siones, sino por el problema del descontento social de las poblaciones de las zonas de influencia aledañas a los proyectos por ejecutarse. Actualmente vemos a un Estado urgido por combatir con políticas sostenibles las necesidades básicas insatisfechas, pero desorientado en su accionar -haciendo en muchos casos de bomberos de las cenizas, dando capotes por aquí y por allá cual torero miope - sin norte o en todo caso haciendo de surfista tratando de capear las olas nacionalistas, por no decir estatistas, y a una sociedad temerosa por el uso de sus recursos, pero a la vez asustada también de que se le “pase el último tren” del desarrollo. Entonces, tenemos al Estado, a la Empresa y a la Sociedad actuando individualmente e infructuosamente para resolver un mismo problema, que si lo resolvieran en conjunto se podría aprovechar al máximo la fuerza social (los ingenieros saben que no se debe desaprovechar ninguna fuerza /presión) para construir una extraordinaria competitividad para los tres actores, es decir: lograr amplios beneficios sociales para el Estado, amplios beneficios económicos para la Sociedad en su conjunto, así como para los individuos y la Empresa. Como con toda “presión” tenemos la oportunidad de usarla a nuestro favor o desperdiciarla o, peor aún, que la misma nos afecte. Al final, tanto el Estado en sus tres niveles nacional, regional y local, así como la sociedad constituida por individuos organizados formalmente y la Empresa tienen el mismo objetivo: lograr una mayor competitividad para cada uno. El Estado buscará que la “presión social” sirva para acrecentar la justicia social e igualdad de oportunidades, la Sociedad como individuos organizados buscará mejorar su calidad de vida y bienestar y las empresas emplearán la “presión social” para construir su competitividad y disminuir sostenidamente la resistencia a la inversión. Ninguno de los objetivos de los tres actores está reñido o es antagónico con los objetivos de los otros. De hecho, en la gran mayoría de las actividades humanas los tres actores trabajan en un ambiente colaborativo para lograr los objetivos comunes. Una sociedad sana no podrá lograr los objetivos de cualquiera de los tres actores sin que los otros dos logren los suyos previa o posteriormente. 19