“El mártir vive con la verdad y muere por la verdad” (San Agustín) Homilía en las fiestas patronales de la Parroquia San Benedetto martire Mar del Plata, domingo 16 de octubre de 2011 Queridos hermanos: Comienzo agradeciendo al cura párroco, P. Ezequiel Kseim, por esta invitación a presidir la Eucaristía, con ocasión de las fiestas patronales de esta Parroquia dedicada a la memoria de San Benedetto. Es la feliz ocasión para un encuentro mío con ustedes, en mi condición de padre y pastor de esta diócesis de Mar del Plata. Es también la oportunidad de una renovación personal y comunitaria en el compromiso que tenemos como cristianos, discípulos y misioneros de Jesucristo. Este mártir de principios del siglo IV, nació en Cupramaritima, ciudad italiana sobre el mar Adriático, y fue miembro del ejército romano. Atraído por la figura del obispo Basso, que había llegado a su tierra para predicar el Evangelio, en tiempos del emperador Dioclesiano, se convirtió al cristianismo. Ante el crecimiento del número de cristianos, el gobernador Grifo desató una persecución sangrienta contra ellos. Luego del cruel martirio del obispo, llegará el turno de nuestro santo. Afirma la historia que pudiendo quedar libre del tormento ante la propuesta de Grifo de casarse con su hija y abjurar de su fe, Benedetto eligió el supremo testimonio de amor a Cristo. Murió decapitado, a los veintiocho años, el 13 de octubre del año 304. Tal el resumen brevísimo de su trayectoria. Conocemos bien la historia de este templo y la elección del patrono, elegido en relación con la tradición del pueblo de origen de su donante. La conmemoración de un mártir, siempre nos hace reflexionar sobre nuestra identidad cristiana. En cuanto seguidores de Cristo, debemos recordar sus enseñanzas. Las palabras “mártir” y “martirio”, son de origen griego y significan respectivamente testigo-testimonio. Los cristianos sabemos que Jesús es “el testigo fiel” (Apoc 1,5), que vino al mundo “para dar testimonio de la verdad. El que es de la verdad escucha su voz” (Jn 18,37). Él habló con claridad a sus discípulos: “Cuídense de los hombres, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán en las sinagogas. A causa de mí, serán llevados ante gobernadores y reyes, para dar testimonio delante de ellos y de los paganos (…). Ustedes serán odiados por todos a causa de mi Nombre, pero aquel que persevere hasta el fin se salvará” (Mt 10,17-18.22). Un primer rasgo que salta a la vista es que el mártir es un hombre libre, que elige adherirse a Cristo, en quien está la verdad que nos hace libres. El mártir ha decidido obrar según sus convicciones y no según la presión exterior ni el miedo interior de su naturaleza. “Si ustedes permanecen fieles a mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos: conocerán la verdad y la verdad los hará libres... Por eso, si el Hijo los libera, ustedes serán realmente libres” (Jn 8, 31-32.36). San Agustín afirmaba: “El mártir vive con la verdad y muere por la verdad”. Es alguien que ha descubierto donde está la vida verdadera: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida a causa de mí, la encontrará” (Mt 16,24-25). Aquí encontramos la lógica del martirio: perder la vida para encontrarla en su plenitud. El cristiano de comienzos del siglo XXI, como el de todos los tiempos, debe ser fuerte para luchar contra el espíritu del mundo: “Si el mundo los odia, sepan que antes me ha odiado a mí. Si ustedes fueran del mundo, el mundo los amaría como cosa suya (…) Si me persiguieron a mí, también los perseguirán a ustedes” (Jn 15,18-20). Cuando el discípulo se deja conquistar por la gracia de Cristo, aprende que su vida es valiosa y que la conserva de verdad al entregarla por la mejor de las causas: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si pierde su vida? ¿Y qué podrá dar el hombre a cambio de su vida?” (Mt 16,26). En este testimonio supremo de amor a Cristo que es la Verdad y la Vida verdadera del hombre, el mártir sabe que no está solo y está convencido del cumplimiento de la promesa de Jesús: “Cuando los entreguen, no se preocupen de cómo van a hablar o qué van a decir: lo que deban decir se les dará a conocer en ese momento, porque no serán ustedes los que hablarán, sino que el Espíritu de su Padre hablará en ustedes” (Mt 10,19-20). En realidad, en el mártir celebramos el triunfo del mismo Cristo, quien vence por encima y a través de la natural debilidad del hombre, así como Él venció no por su omnipotencia sino a través de su debilidad. Lo entendió y expresó acertadamente San Agustín: “¿No son los mártires testigos de Cristo, que dan testimonio de la verdad? Pero si pensamos con más diligencia, cuando los mártires dan testimonio, es el mismo Cristo quien da testimonio de sí, pues él habita en los mártires para que den testimonio de la verdad” (SAN AGUSTÍN, Sermón 128). Esta fortaleza martirial guarda relación con el Bautismo. Para el ya bautizado, el martirio es la culminación de su vida de fe y la expresión suprema del amor. Y al que va al martirio siendo aún catecúmeno, le confiere alcanzar en un instante la perfección de la vida espiritual. La muerte de los mártires guarda también relación con el sacramento del altar, pues la Eucaristía es actualización sacramental del misterio pascual y confiere al discípulo la fuerza para el martirio. Nuevamente San Agustín nos instruye: “Y leemos en otro lugar de la Escritura: Si te sientas a comer en una mesa bien abastecida, repara con atención lo que te ponen delante, porque luego tendrás que preparar tú algo semejante. Es una mesa realmente bien abastecida aquella en la que el manjar es el mismo anfitrión. Nadie alimenta a los convidados con su misma persona; pero esto es lo que hace Cristo el Señor: él mismo es a la vez anfitrión, comida y bebida. Los mártires se dieron cuenta de lo que comían y bebían, y por esto quisieron corresponder con un don semejante” (Sermón 329 LH común de un mártir). ¡Cuánta lección para nosotros, que debemos enfrentar no ya el martirio de sangre sino el martirio cotidiano de dar a cada instante testimonio de Cristo, en medio de las pruebas y los pesares de la vida! Queridos hermanos, quizás recordemos la conocida frase de Tertuliano, escritor eclesiástico del siglo III: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos” (Apología 50,13). La siembra de mártires caracterizó las primeras generaciones cristianas. 2 También en nuestro tiempo, en diversas partes del mundo, han vuelto los mártires, como soldados desconocidos de la gran causa de Dios. *** Se celebra hoy en nuestro país el día de la madre, palabra que nos trae entrañables resonancias. Es muy justo rendir homenaje a la mujer que nos llevó en su seno, nos alimentó y cuidó, y por la cual se fueron despertando en nosotros los resortes constructivos de los mejores rasgos de nuestra personalidad. Tenemos, por tanto, hacia ellas un recuerdo emocionado y agradecido. En especial recordamos a las mujeres que llevan adelante, con honradez y heroísmo, un proyecto de familia y hogar en medio de circunstancias muy adversas. Vaya a todas las madres valientes y dignas nuestro más vivo reconocimiento, unido a nuestra oración. Sabemos que hoy día, la crisis de civilización por la cual atravesamos afecta también, y quizás principalmente, a la mujer. Un feminismo agresivo y mal orientado, procura hablar de los “derechos de la mujer” en forma distorsionada. Proyectos de ley sobre el aborto, encuentran curiosamente entre sus propulsoras a quienes deberían ser garantes por excelencia del respeto a toda vida, principalmente del niño por nacer y la de todos los seres débiles e indefensos. Conservan toda su vigencia las palabras dirigidas por el Papa Pablo VI a las mujeres de todo el mundo, como parte del mensaje conclusivo del concilio Vaticano II: “La Iglesia está orgullosa (…) de haber elevado y liberado a la mujer, de haber hecho resplandecer, en el curso de los siglos, en la diversidad de sus caracteres, su innata igualdad con el varón (…). En este momento en que la humanidad conoce una mutación tan profunda, las mujeres llenas del espíritu del Evangelio pueden ayudar tanto a la humanidad a no degenerar. Ustedes, las mujeres, tienen siempre como misión la guardia del hogar, el amor a las fuentes de la vida, el sentido de la cuna. Están presentes en el misterio de la vida que comienza. Consuelan en la partida de la muerte. Nuestra técnica lleva el riesgo de convertirse en inhumana. Reconcilien a los hombres con la vida. Y, sobre todo, velen, se lo suplicamos, por el porvenir de nuestra especie. Detengan la mano del hombre que en un momento de locura intentara destruir la civilización humana”. Que Dios, nuestro auxilio y fortaleza, por la intercesión del mártir San Benedetto, a todas y a todos nos conserve en el camino verdadero de la vida. Con mi cordial bendición. + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3