LA DIVISIÓN AZUL NO VA A MOSCÚ Los divisionarios españoles empezaron a abandonar el campamento de Grafenwöhr, donde fueron equipados y recibieron una rápida instrucción, a partir de la última decena de agosto. Los 18 000 hombres, 5 600 caballos y 765 vehículos fueron transportados a Grodno, en la Rusia Blanca, en 128 trenes. Esta ciudad, en ruinas, ofreció a los españoles la primera estampa de lo que era la guerra contra Rusia. Tenemos la descripción que Dionisio Ridruejo hizo en Los cuadernos de Rusia: «Casamatas de cemento inutilizadas por la artillería, tanques desventurados -numerosos tanques rusos- a un lado y otro del camino señalando aún con sus inútiles cañones hacia nosotros... Parece que nadie habite ya este trozo de planeta que no sólo parece yermo, sino también arrasado, calcinado y maldito.» Desde Grodno las diversas unidades de la División Azul debieron emprender la marcha a pie hasta el frente: un millar de kilómetros que se deberán recorrer a una media de cuarenta kilómetros diarios con una carga individual de treinta kilos que pesaba el equipo. Pero el aspecto lúgubre de la guerra no desmoralizó a los soldados españoles que tenían la seguridad de formar parte de las fuerzas que participarían en el ataque y toma de Moscú y verían satisfecho el deseo de desfilar por la Plaza Roja, bajo el mando del mariscal Von Kluge, una de las figuras mas brillantes de la Wehrmacht. Precisamente, el 6 de septiembre firmó Hitler su orden de operaciones número 35 fijando como objetivo principal una acción decisiva contra el grupo central del Ejército rojo, a las órdenes del mariscal Timochenko, que protegía Moscú, con el propósito de aniquilarlo antes de que empezaran los fríos invernales. Los españoles, como era de esperar, no podían comportarse como los disciplinados alemanes. La División Azul se había transformado oficialmente en la División 250 de la Wehrmacht, pero el cambio de designación no pudo modificar la idiosincrasia de los íberos. Acostumbrados a la práctica peninsular del estraperlo, pronto se les vio canjear tabaco por alimentos y bebidas. Las tropas alemanas tenían absolutamente prohibido confraternizar con mujeres polacas y judías, pero los españoles, que nada sabían de superioridad racial (Herrenvolk), se entendían con ellas, sobre todo con las polacas, que profesaban la religión católica como ellos. Las autoridades alemanas no podían aceptar este desorden en la conducta de las tropas españolas y pronto reunieron material informativo acusándolas de robos de pollos, relacionarse con los judíos, amenazar a personas civiles, descuidar el saludo a los oficiales, mostrar indiferencia en el cuidado de los caballos y poca atención en el mantenimiento de las armas. El general Muñoz Grandes se acordaría bien de aquellos famosos tercios del duque de Alba, a los que acompañaban mujeres y tampoco constituían un modelo de disciplina, aunque sobresalían por sus méritos en los combates. Pero Von Kluge, con su mentalidad prusiana, no podía aceptar una fuerza que tuviera una manera de comportarse diferente a lo que tenía establecido la férrea disciplina alemana; fue así como se negó aceptar a la 250 División en su Cuarto Ejército, que avanzaba sobre Moscú, y se atrevió a fundamentar su negativa con la impertinente pregunta: «¿Son soldados o gitanos?» El jueves 25 de septiembre llegó la contraorden del OKW: la División Azul no iba a participar en la gran ofensiva contra Moscú; en cambio, asumiría un papel defensivo en el grupo de Ejército del Norte. La terminante orden cortó las ilusiones de todos, desde Muñoz Grandes hasta el simple soldado; todos habían abandonado Madrid con la seguridad de desfilar próximamente por la Plaza Roja de Moscú y regresar a Madrid como verdaderos héroes. Ahora, ya en Rusia, se les mandaba a guarnecer unas trincheras en torno a Leningrado, en una de las regiones mas frías del país. A partir del 10 de octubre ocupó la División Azul un extenso sector en el cerco de Leningrado, a orillas del río Volchov y con base en la población de Nóvgorod y el lago Ilmen. Las tropas españolas no tomarían parte en la batalla de Moscú, pero sus deseos se verían en parte compensados si realmente lograban entrar victoriosos en Leningrado, que fue capital de la Rusia de los zares. (Es interesante conocer el final del mariscal Von Kluge, el jefe que tenía que tomar Moscú y despreció a la División Azul. En julio de 1944 ocupaba Von Kluge la jefatura de la Wehrmacht en Francia y al fracasar el atentando perpetrado el día 20 contra el Führer, en el que resultó él complicado, prefirió suicidarse antes que caer en manos de la Gestapo.) La ofensiva alemana contra Moscú comenzó el primero de octubre. Hitler la anunció en un vibrante discurso que pronunció en el Sportspalast de Berlín; entre grandes ovaciones de sus seguidores, habló del próximo aniquilamiento del enemigo soviético. Durante dos semanas las operaciones se desarrollaron de una manera favorable para la Wehrmacht. Pero la jornada del 19 de octubre resultó fatídica para las tropas alemanas: las lluvias convirtieron los caminos en un inmenso lodazal y los tanques que formaban la vanguardia de las divisiones acorazadas que marchaban hacia Moscú debieron detenerse y aguardar que el suelo se endureciera nuevamente para proseguir el avance. El factor tiempo empezaba a jugar a favor de los rusos. Y tres semanas más tarde, con motivo del aniversario de la revolución del 7 de noviembre y el desfile del Ejército soviético por la Plaza Roja moscovita, Stalin pronunció un discurso que buscaba unir a todos los rusos recurriendo al fervor patriótico que seguía adormecido en el pecho de los rusos. El llamado zar rojo señaló a todos sus compatriotas que el mundo estaba contemplando al pueblo ruso como la única fuerza capaz de destrozar a los invasores nazis. Les recordó que estaban sosteniendo una guerra de liberación y pidió que se inspiraran en las grandes figuras del pasado, entre ellos a los generales Suvorov y Kutúzov, que vencieron a Napoleón. Terminó Stalin con tres vivas: "A la gloriosa Patria, a su Libertad y a su Independencia.» Este discurso, que no contiene ninguno de los tópicos del bolchevismo, ha sido estimado por los historiadores como una habilísima proclamación de la Gran guerra patria, por el resultado que tuvo al despertar la fe y la esperanza en todos los rusos, tanto en los comunistas como en los que no comulgaban con el credo leninista, y hermanarlos para llevar a término una lucha desesperada con el propósito de salvar a la patria de caer en manos de Hitler, que pretendía convertir a los rusos en seres inferiores, Untermenschen, es decir, en una especie de esclavos modernos al servicio de la raza superior aria. A mediados de noviembre, una semana después del discurso de Stalin, el Ejército rojo lanzó sus primeras contraofensivas de invierno, que con la ayuda de las pésimas condiciones climatológicas, que no podrán soportar los soldados alemanes por falta de prendas de abrigo, demostrarán al mundo que terminaron aquellas ilusiones hitlerianas de poder derrotar a la Unión Soviética mediante una irresistible Blitzkrieg, que duraría de dos a tres meses. Cuando Ribbentrop, a comienzos de octubre, decidió celebrar con especial relieve un nuevo aniversario de la firma del Pacto Anti-Komintern, el jefe de la diplomacia alemana estaba convencido que el año 1941 finalizaría con la consolidación de la hegemonía germana en todo el continente europeo. Efectivamente, al cursar Berlín las invitaciones a los presidentes y ministros de Exteriores de los firmantes del Pacto, el Reich no sólo controlaba directa o indirectamente la política y la economía de casi todos los Estados europeos, sino que la Blitzkrieg sobre Rusia daba por resultado el dominio por parte de la Wehrmacht de extensas regiones de la Unión Soviética. La presencia en Berlín de tantos personajes europeos tenía que convertirse, de acuerdo con el pensamiento de Ribbentrop, en una clara expresión de solidaridad europea en la lucha contra los ingleses y los soviéticos. Por figurar España entre los miembros del Pacto Anti-Komintern, fue invitado a los actos de Berlín el ministro de Asuntos Exteriores Serrano Suñer, que por última vez viajó a Alemania. Naturalmente, Hitler y Ribbentrop aprovecharon la presencia en Berlín del jefe de la diplomacia española para repetir sus presiones sobre Madrid. De nuevo se lamentó el Führer de no haber podido atacar Gibraltar el invierno pasado, lo que hubiera liquidado los problemas existentes ahora en el Mediterráneo. Otra vez repitió Serrano los argumentos que justificaban que España no interviniera en la guerra; además de no estar los trabajos de preparación militar listos para entrar en campaña, continuaban las dificultades económicas y se añadía la agitación llevada a cabo por monárquicos, los militares sediciosos y los «rojos» que se movían en la sombra. Al margen del tema de Gibraltar, los nazis pidieron otra vez a Serrano la adhesión de España al Pacto Tripartito, que significaba la alianza militar entre Alemania, Italia y el Japón, a lo que replicó el ministro español que carecía de poderes para dar tal paso. Como se sabe, el Pacto Anti-Komintern constituía solamente una alianza teórica anticomunista. Y, como de costumbre, terminó prometiendo que España intervendría en el conflicto algún día, sin discutir, naturalmente, la fecha en que se realizaría tal intervención. Hitler aprovechó la oportunidad para elogiar el valor de la División Azul, pero Ciano, que participó en la reunión, escribió que el Führer habló «sin convicción», añadiendo que los españoles son valientes «pero indisciplinados y descontentadizos». Tendrá que aparecer el General Invierno para que Hitler ofrezca, como ejemplo a varios de sus generales partidarios de una retirada estratégica, el coraje de que dieron prueba los hombres de Muñoz Grandes cuando resistieron las fortísimas contraofensivas rusas. De lo que escribió Ciano es oportuno señalar su opinión sobre Serrano: «El ministro español no ha encontrado aún el tono adaptado para hablar con los alemanes y no parece que se preocupe demasiado para hallarlo. Dice las cosas con una brutalidad que hace sobresaltar.» Esta reunión berlinesa de los firmantes y adheridos al Pacto Anti-Komintern constituyó, sin duda, la cumbre de lo que podía ser la hegemonía germana después de una formidable serie de triunfos militares en el continente europeo. Hitler y Ribbentrop no ahorraron esfuerzos, al referirse a la situación militar, para concluir que la guerra estaba decidida a favor del Eje, que podría ser aun duradera, en algunos aspectos, pero que no existía duda de ninguna clase sobre su conclusión. Sin embargo, en el curso del mes de diciembre, el panorama se modificó sensiblemente. Como presidente de la Junta Política de Falange, aprovechó Serrano sus contactos con Hitler para proponer que permitiese el retorno a España de varios destacados falangistas que se encontraban en la División Azul, pues pensaba que eran «importantes para la labor política en el país», ya que con su actuación se lograría reforzar la Falange y también mejorar la amistad entre Madrid y Berlín. El Führer se declaró conforme con la petición, siempre que los repatriados fueran reemplazados por otros voluntarios llegados de España. De esta forma varios camisas viejas, que un día pensaron que ser voluntarios de la División Azul significaba asegurarse un lugar en el desfile del bando vencedor por la Plaza Roja de Moscú, volvieron a la Península, seguramente pensando haber visto ya suficiente de la guerra y dispuestos a ocupar nuevos puestos públicos con que se premiaban a muchos de los repatriados. Por otra parte, habían conocido el pueblo ruso, con el que habían confraternizado en repetidas ocasiones, y no comprendían como el secretario general de Falange, Arrese, pudo escribir que no amaban su tierra. Como curiosidad merece reproducirse la opinión de Arrese: «En Rusia el pueblo pudo ser comunista: no amaba la tierra, y no la amaba porque no la conocía. Por un lado, el ruso estaba gran parte del año separado de la tierra por una espesa capa de nieve; por otro, las grandes estepas rusas, monótonas, iguales, crueles, hacían que sus habitantes no encontraran apego a este ni a aquel trozo; todo era igual, y lo mismo daba aquél que éste.» (La revolución social del nacionalsindicalismo, p. 169.) Los hechos pronto se cuidarían de probar la falsedad de la teoría de Arrese, pues los rusos demostraron amar a su tierra hasta el punto de dar su vida para defender su independencia.