2 La Falcata de Viriato © 2 La Falcata de Viriato Anxo do Rego Anxo do Rego —3— © Anxo do Rego - 2011 Reservados todos los derechos www.anxodorego.es 4 La Falcata de Viriato © 4 Esta novela está dedicada con todo mi afecto y cariño a Graci, Mi Veranilla Anxo do Rego —5— 6 La Falcata de Viriato © 6 La excelencia moral es resultado del hábito. Nos volvemos justos realizando actos de justicia; templados, realizando actos de templanza; valientes, realizando actos de valentía. Aristóteles PROLOGO Hispania Citerior. Año 129 a.d.n.e. A lucio, un anciano lusitano cuya edad está muy cerca de los setenta y cinco años, acaba de abrir los ojos. La noche pasada junto al fuego central de la choza, incómoda, abierta por el techo y sin jergón de hojas donde reposar el cansado cuerpo, estuvo llena de sueños. En su rostro aun permanecen las huellas del recuerdo. Los años han pasado tan rápido que a veces confunde las fechas al rememorar los hechos. Junto a la amplia manta de pieles de borrego, cosidas por diestras manos, tiene un pequeño bulto escondido. No es muy grande, su longitud posiblemente no alcance más allá de la extensión del brazo de un hombre adulto. Su anchura aún es menor, equivale a una cuarta. Una soga, gastada y sucia, sujeta y oculta su contenido, lo hace de arriba abajo y de un lado a otro. Anxo do Rego —7— Como cada mañana, una mujer joven del poblado, acude a la choza para calentar en un recipiente un poco de leche de oveja recién ordeñada. Se lo ofrece junto a los restos de una torta de trigo, que el anciano intenta triturar con los pocos dientes que aún conserva en su boca. Al terminar. — ¿Estás preparado? — Como siempre mí querida Kara. — Entonces, apoya tu brazo en mi hombro y salgamos, pero no olvides el bulto. — No lo haré. Además hoy es el día. — Si, te esperan todos. — ¿Los jóvenes también? — Todos, parece un día de fiesta. Se han puesto sus mejores vestiduras y todos están deseosos de escucharte. — ¿También tu? — Desde luego. — Pues entonces aligeremos el paso – dijo sonriendo. Kara ha pasado casi toda su infancia y juventud en aquella ciudad, ahora forman parte de una provincia romana. Las guerras han acabado y pese a que muchos hombres se han dejado la vida, ella, como tantas otras mujeres, ha sobrevivido por saber defenderse. Apenas les ha faltado comida, y a ella aún menos. Kara es conocida como la hija de un caudillo arévaco, y como tal, siempre la han respetado y facilitado ayuda y alimentos. Aun resuenan en los oídos de todos esos celtiberos, la gesta de la capital Numantia de hace cuatro años. El lugar donde esperan a Alucio, no está muy lejos de la torre de vigilancia. Es una explanada donde los jóvenes se ejercitan en el noble arte de la lucha a espada. Su lento caminar obedece al deterioro de sus piernas, la edad no le ha perdonado y los esfuerzos realizados durante su vida, ahora reclaman con dolores, impidiéndole caminar correctamente. De vez en cuando lanza unos improperios señalando a sus lentas piernas como culpables de la situación. El dirigente arévaco, Olónico, a quien los romanos visitan con frecuencia a requerirle el pago de los tributos de la ciudad de Sekobirikes, al ver llegar a Alucio, recostando su brazo derecho en el hombro de Kara, se levanta y acude en su ayuda. — Dame ese bulto, yo lo llevaré. — No pesa, no te preocupes. — Como prefieras. 8 La Falcata de Viriato © 8 Kara abandona la compañía del anciano, y como el resto de mujeres, esperan alejadas hasta situarse en una segunda línea, detrás de los hombres. Los oídos de todos están pendientes de las palabras que debe decir y prometió. Hoy, como señaló, será el momento de descubrir lo que oculta el bulto que sujeta con su brazo izquierdo. Han dispuesto un banco para que se siente mirando al oeste, hacia su querida Lusitania. A su espalda, una roca le servirá de respaldo y abajo en el suelo, un par de odres conteniendo agua y leche para saciar su sed. Le lleva unos minutos alcanzar el banco. Al llegar toma asiento y deja a su lado derecho el bulto atado con soga. Un silencio desconocido hasta ese momento llena todo aquel lugar, ni tan siquiera se oyen los balidos de las ovejas cercanas. Todos esperan las palabras del anciano Alucio. — Mis queridos amigos. No se si ha sido Endovélico o Lug 1, quienes han comenzado a llamarme ante su presencia. Mis piernas apenas pueden sostenerme y cada día el cansancio llena todo mi cuerpo. Creo que pronto cruzaré esa línea tan ligera que separa la vida de la muerte. Sin embargo me molesta pensar que no moriré en combate. Me habría gustado que mi cuerpo reposara junto al de muchos guerreros y que en la próxima noche de plenilunio se celebrara mis exequias con cánticos y honores, según vuestras costumbres, o que siguiendo las lusitanas, mi cuerpo fuera incinerado en una elevada pira. Pero no puedo pedir tanto, al fin y al cabo solo soy un humilde hombre. Perdonarme. Os prometí hace tiempo que os contaría una historia. La historia de un verdadero héroe, y esto que ahora oculto, forma parte de esta historia. Cuando la acabe de contar lo descubriré. Hace tiempo, mas del que quisiera, escuché y viví lo que a continuación os relataréCCCC 1 Deidades celtiberas. Anxo do Rego —9— 10 La Falcata de Viriato © 10 CAPITULO 1 Lusitania. Agosto del año 180 a.d.n.e. ientras los pretores 2 de la Hispania Romana, Tiberio Sempronio Graco y Lucio Postumio Albino, batallaban contra los celtiberos e intentaban conquistar mas tierras para la Republica Romana, en plena primera guerra celtibera 3, en un castro lusitano situado al oeste de la península, alejado de las contiendas, vivía junto a sus respectivas familias, un matrimonio formado por Vísmaro y Alanis. M 2 Gobernador de una de las zonas o provincias controladas por los romanos, denominadas Ulterior y Citerior. 3 Durante los años 181 a 179 a.d.n.e., Roma inicia una guerra contra los celtiberos, (vacceos, bettones y lusones) dada las sublevaciones de estos contra el invasor. Roma trata de impedir la unión de dichos pueblos y su expansión hasta el Valle del Ebro y el Levante Ibérico. Así en el año 179 a.d.n.e. Tiberio Sempronio Graco, derrota a la coalición celtibera en la batalla de Moncayo acabando con la expansión celtibera. Anxo do Rego — 11 — Él, pastoreando. Ella, ayudando como el resto de mujeres, al mantenimiento del castro. Ambos formaban parte de una gens 4, y como matrimonio desde hacía catorce meses, deseaban con ahínco el nacimiento de su hijo, para iniciar con él, la creación de su propio grupo familiar, una nueva gentilates 5. Generalmente Vísmaro, como la mayoría de los miembros de su gens, pasaba mucho tiempo con el ganado, alejado de la castella6. Pese a ser un grupo tribal lusitano menor, separado de otros mas numerosos y mayores, mantenían sus costumbres gentilicias, comer y dormir en comunidad. Lo primero, sentados en bancos corridos adosados a las paredes en torno a una hoguera central, alrededor de la cual, al llegar la noche también dormía el grupo. Ambos, como el resto de individuos, mantenían un pronunciado orgullo al expresar su nombre, se jactaban de pertenecer a su gens, un grupo de parentesco muy amplio, con antiguos predecesores celtas. A su nombre acostumbraban añadir, de Salliacum. Su aldea o castro, solo tenía una mínima torre de vigilancia en el centro. No obstante de poco o nada les servia, solo había gentilicios, sin ningún grupo militar de importancia. Por esa razón la asamblea popular solo la formaban los ancianos, aunque en realidad estaba constituida por propietarios de grandes rebaños con importantes clientelas 7 . El Viros 8, en la última reunión mantenida con la asamblea popular, decidió que Vísmaro y cuatro pastores mas de la aldea, debían alejar al ganado, mantenerlo fuera del alcance de los romanos. Recientemente habían llegado noticias del este, de aldeas arrasadas por los invasores, quienes después de matar a los habitantes celtiberos, habían confiscado las reses para pasar a engrosar sus rediles y abastecer los estómagos de sus soldados. Después de la reunión, mandaron llamar a los cinco pastores para darles la noticia. Los cinco hombres atravesaron la puerta de la cabaña y esperaron en silencio. Uno de los miembros de la asamblea popular los invitó a sentarse. 4 Gens (familia) Organización social cuyas relaciones se basaban en el parentesco. Constituían grupos consanguíneos, descendientes de un antepasado común. Sus miembros formaban un amplio grupo. 5 Gentilates. División menor de una gens. 6 Castro o asentamiento urbano menor del pueblo celtibero. 7 Comitivas de carácter militar, constituidas en torno a individuos importantes de la comunidad tribal. Sostenían una relación contractual basada en la riqueza y posición social de ambas partes. Normalmente el jefe debía alimentar y vestir a sus seguidores, mientras éstos le debían apoyo incondicional. 8 También denominado Veramos, era el magistrado ocupado en administrar la ciudad o grupos de aldeas. 12 La Falcata de Viriato © 12 — Sentaos, el Viros, desea comunicaros la decisión que acabamos de tomar. Vísmaro, al igual que sus cuatro compañeros, ocupó uno de los bancos de madera, el más cercano a la hoguera que no dejaba de crepitar. Él, hacia unos minutos que había abandonado la compañía de su esposa Alanis, quien se encontraba pesada, con un vientre enorme que dificultaba sus movimientos. Apenas quedaban dos semanas para que naciera su hijo. Esa era la fecha prevista por la partera, y también la sensación que ella misma tenia sobre su estado de gestación. Después de sostener una conversación con el grupo de ancianos, el magistrado, con la aquiescencia de todos, tomó la palabra. — Esta asamblea popular y yo, como Viros del poblado, hemos tomado la decisión de unir todos los rebaños y apartarlos de la codicia del invasor romano. Por tanto os hemos mandado llamar, para que de forma conjunta, preparéis la salida dentro de dos días. Tomareis dirección oeste y luego iréis al sur, a tierras donde los pastos sean suficientes para pasar el otoño e invierno, y solo cuando las flores de primavera devuelvan la vida a los árboles, uno de vosotros regresará al poblado para recoger noticias y nuevas instrucciones. Vísmaro notó como la tristeza invadía todo su ser. Esa decisión le separaba de su querida Alanis, y le condenaba a no ver nacer a su hijo. Quiso protestar, pero solo su cerebro escuchó las palabras que se oponían al momento y medida adoptada. Todos asintieron, mantuvieron silencio, y a una invitación, abandonaron la cabaña para continuar con sus respectivas obligaciones. De los cinco, solo él estaba casado, ninguno mas tenía compañera, eran más jóvenes que él, y como si se tratara de un regalo, salieron casi danzando de la cabaña. Corrieron para comentar de inmediato la noticia a sus familiares más cercanos. Vísmaro sin embargo caminó en silencio, con la cabeza agachada y sus ojos pendientes de los pasos que daba. Pronto encontró la cabaña que momentos antes abandonara. — ¿Qué ocurre? —preguntó Alanis. — Dentro de dos días debo abandonar la aldea junto a cuatro hombres mas, con todo el ganado agrupado. — Esperaba que estuvieras aquí para cuando naciera nuestro hijo. Anxo do Rego — 13 — — Yo también, por eso retrasé mi incorporación como pastor de nuestra familia, pero es una decisión conjunta de la asamblea y el Viros. No puedo negarme. — Lo se. No te preocupes. Nacerá bien. Será un buen lusitano, fuerte como su padre. — No nos veremos durante mucho tiempo. — Eso no debe preocuparte, esperaremos. — Ahora debo marcharme, hablar con las otras familias y agrupar los rebaños. — Haz lo que debas, esposo. Al ocultarse el sol, después de la comida del día, y al calor de la hoguera, el grupo familiar conversó sobre lo que él y otros harían, pasadas esas dos jornadas. De los comentarios hechos, algunos estaban teñidos de temor. Miedo a que los romanos hicieran acto de presencia en su ausencia, hecho que solo traería consecuencias nefastas. Aquella noche Alanis abrazó a su esposo con más fuerza que nunca y en sus besos hubo más que deseos de volver a estar juntos, la esperanza de volver a encontrarse los tres, sin los invasores presentes. La aldea en pleno salió a despedirlos temprano. Vísmaro, como decano del grupo, recibió de manos del Viros dos téseras 9 . — Os ayudarán cuando atraveséis el territorio de alguna ciudad o población menor – dijo- Con ellas haréis valer el acuerdo de hospitalidad acordado, si llegarais a necesitarlo. — Confío en que no sea necesario. — Poner cuidado y no las dejéis en manos ajenas. — Claro. — Que tengáis buena campaña. Alanis no pudo retener la sensación de tristeza favorecida con lágrimas que no dejaban de caer por sus ojos. Se alzó sobre una roca y apoyó uno de sus brazos sobre el hombro de su cuñado para no caer. El otro lo agitó con energía mientras su esposo volvía su cabeza a cada paso, para fijar en su retina la última imagen de su esposa y madre de su primogénito. Dos horas más tarde ella se mantuvo triste, y él, dirigió al ganado hacia tierras libres de invasores. Tres días después de su marcha, posiblemente con motivo de la preocupación y tristeza, el cuerpo de Alanis sintió la llamada realizada por su hijo, quería nacer. Los avisos del parto, traducidos en dolores incesantes, pusieron en alerta a toda la cabaña. Una de las mujeres fue en 9 Láminas de metal con figuras de animales o manos enlazadas. Representaban el documento que constituía un pacto contractual de hospitalidad u hospitium acordado entre ciudades o poblaciones, al que se unían gens o gentilates. 14 La Falcata de Viriato © 14 busca de la partera, y tres horas mas tarde venia al mundo un robusto niño, con el cabello negro, quien al ver a toda la familia a su alrededor, rompió a llorar con energía, como barrunto al entrar en un mundo cruel y desconocido. — Me gustaría avisar a Vísmaro, no puede estar muy lejos – dijo entrecortadamente Alanis. — No es posible –adujo el mas anciano del grupo— El Viros ha prohibido toda comunicación hasta la primavera. Solo en esas fechas volveremos a ver a quienes se fueron. — Lo lamento – dijo Alanis entre sollozos. — ¿Qué nombre pondrás a tu hijo? — A su padre le gusta Viriato. — Pues sea ese su nombre, a partir de éste momento se le conocerá como Viriato. Quiera Lug 10 que tu hijo crezca con fortaleza. — Yo también se lo pido. El otoño primero y después el invierno, mantuvieron en alerta a Vísmaro y sus cuatro compañeros. La vida discurría sin contratiempos, era suficientemente placentera. No tuvieron ocasión de encontrarse con el invasor, como tampoco utilizar las téseras. Las gentes con quienes se cruzaron hablaban el mismo idioma y tenían idénticas costumbres. Algunas incluso les ofrecieron pescados en salazón llevados desde Lisso11, lo cual modificó la constante e idéntica dieta diaria. Por el mes de marzo, cuando los primeros brotes primaverales se hicieron patentes, Vísmaro pidió a sus compañeros abandonar las estribaciones del Monte Herminius 12. Se encaminaron hacia el norte y posteriormente al este. Tomaron de nuevo dirección norte hasta recluirse en una zona repleta de pastos, oculta a los invasores. Desde allí y con suficiente tiempo, alcanzaría la aldea abandonada a mediados de Agosto pasado, tal y como pidió el Viros. No llegaron a cruzar la línea fluvial del Douro. Los dejó suficientes instrucciones para mantenerse alerta durante su ausencia. Al amanecer de un día del mes de Abril, inició el regreso a la aldea. El viaje lo hizo atravesando bosques, eliminando cualquier posibilidad de ser visto por los romanos, y solo cuando estuvo convencido de no encontrarlos, salió a campo abierto, a pocas leguas de la aldea. Aprovechó la caída del sol para adentrarse en 10 Como celtiberos lusitanos, antes de la romanización no abandonaron las costumbres celtas, y entre otros adoraban al dios Lug y la diosa Matres. 11 Lisboa, conocida por su nombre fenicio Allis Ubbo. También se la llamó Lucio que como Lisso, era nombres derivados del río Tagus. 12 Zona actualmente conocida como Serra da Estrela Anxo do Rego — 15 — la población. Su primera y obligada acción, fue dirigirse a la cabaña de su familia. Después, mientras Alanis preparaba al hijo para que conociera a su padre, visitaría la asamblea popular para dar cuenta de las novedades y recibir nuevas instrucciones. Había sido una buena campaña, nacieron muchas crías durante la estancia en los valles de la sierra y sus alrededores – dijo. Al acabar y tras recibir las felicitaciones correspondientes, le autorizaron a visitar a su familia. Caminó nervioso, deseoso de encontrar a su gente, y sobre todo por conocer a su primogénito. Recordó que Alanis dijo que nacería varón y sería tan fuerte como él. Todos quisieron participar en el encuentro, su esposa le recibió frente a la puerta de la cabaña. Las losas de piedra al pisar, sonaban como timbales, anunciaban el intenso momento tantas veces imaginado, al cerrar los ojos para dormir, durante casi nueve meses. En sus brazos un niño, grande como imaginó, jugueteaba con los cabellos de su madre, mientras, ésta trataba de señalar al hombre que se acercaba. Sus ojos, acostumbrados a no verla después de tanto tiempo, quisieron comprobar lo hermosa que aun era. Las curvas de su cuerpo la mantenían esbelta. Le pareció mas bella que cuando abandonó la aldea. Los golpes recibidos en sus hombros por el resto de familiares al pasar por el pasillo abierto por todos ellos, no fueron suficientes para detenerlo. Vísmaro cruzó hasta la puerta y se dirigió a su esposa e hijo. — Es Viriato, tu hijo. ¡Toma! Cójelo en tus brazos, necesita saber quien es su padre, no he permitido a ningún otro hombre, familiar o no, tenerlo en los suyos –dijo sin esperar a saludarlo. — Gracias esposa. El niño sin asustarse, pasó a los brazos de su padre, le miró con atención y después, como si supiera lo que años mas tarde sería, protagonista de la historia de su pueblo, se lanzó al cuello de Vísmaro y se estrujó contra él. Luego giró la cabeza y esperó a que su madre y resto de familiares, sonrieran felices y sorprendidos. Nadie le había sugerido que debía hacer cuando su padre apareciera. Sin soltar a su hijo, avanzó los dos pasos que le separaban de Alanis, y la abrazó con fuerza contenida y sujeto cariño, al tiempo que lanzaba un sonoro, ¡gracias esposa! por este hijo. La familia preparó una comida especial dedicada a Vísmaro, no quisieron agregar cánticos ni añadir algarabía, eran conscientes de la ausencia de cuatro miembros más de la aldea. 16 La Falcata de Viriato © 16 Esperarían su regreso para reunirse todos y celebrarlo, cuando la asamblea decidiera que hacer con el ganado. Después de almorzar y solazarse del viaje, Vísmaro salió de la cabaña, recorrió la distancia que le separaba de una roca, donde años atrás escondiera su pequeño tesoro. Tras descubrirlo, lo envolvió en una arpillera y regresó a la aldea. Se sentó junto a su esposa e hijo y con palabras solemnes, extrajo del atillo un bulto, lo desató y expuso a la vista de cuantos estaban presentes, para añadir: — Esta falcata 13 es para ti, hijo mío. Tú Viriato, portador de brazaletes, serás quien la maneje. Nunca supe hacerlo, quise aprender y aunque tuve a quien pudo enseñarme, y mis días podrían haber cambiado en esa dirección, decidí que sería mi hijo quien la utilizara. Mi padre encargó hacerla para mí, y ahora te la cedo. Espero que tu brazo, cuando crezcas, sea tan largo como el mío. Deberás saber emplearla con habilidad y fuerza. Detenta una condición especial, pero no es el momento para descubrírtela, hijo mío, solo cuando llegues a la madurez y la empuñe tu brazo, averiguarás de que se trata. Sin duda alguna, mi sueño es, que nadie pueda doblegarte mientras tu mano la sustente. Los presentes guardaron silencio. Al acabar, preguntaron la razón del misterio que encerraba aquella falcata, pero Vísmaro no quiso hablar. Su esposa sonrió y sujetándole por la mano le invitó a abandonar la cabaña junto a su hijo Viriato. El tiempo transcurrió sin apenas advertirlo. El no llegó a saber que datos manejaba la asamblea, ni debía preguntar las razones para ocultar el ganado y meses después regresar. Desconocía que los arévacos14, situados al este y centro de la península, luchaban contra el invasor romano. Mientras se ocuparan de aquellos, los lusitanos no correrían peligro, razón suficiente para volver a traer al ganado junto a la aldea. Y esa fue precisamente la orden que recibió Vísmaro, regresar junto a sus cuatro 13 Espada de hierro originaria de Iberia, relacionada con las poblaciones ibéricas y celtiberas anteriores a la conquista romana. Sus dimensiones son similares a la gladius, espada corta usada por los romanos, de aproximadamente medio metro. Los romanos se sorprendieron por la calidad del hierro hispano, así como su capacidad de corte y flexibilidad. Las planchas de hierro se sometían a un proceso de oxidación, enterrándolas bajo el suelo durante dos o tres años para eliminar las partes más débiles del hierro. Se forjaba uniendo tres laminas de hierro en caliente, la central algo mas larga para confeccionar la empuñadura. No existían dos falcatas iguales, se fabricaban de encargo y por tanto tenia las medidas según el brazo del dueño. Tanto los griegos como los romanos la adoptaron para sus ejércitos. 14 Los Arévacos, eran una tribu perteneciente a la familia celtibera. Sus asentamientos se situaron entre el sistema Ibérico y el valle del Duero. Eran fundamentalmente agricultores y sin embargo la más poderosa y agresiva de las tribus celtiberas. Consideraban humillante morir de enfermedad y glorioso hacerlo en combate. Anxo do Rego — 17 — compañeros y la totalidad de los rebaños. Desconocía asimismo la resistencia que los arévacos protagonizaban frente a los cartagineses primero y posteriormente los romanos, en su afán por conquistar la península. Su hijo acaba de cumplir su primer año de vida, cuando entraba de nuevo en la aldea. En ella se mantuvo hasta la entrada del invierno, fechas en que debía buscar lugares propicios para el descanso del ganado en esa época, donde los pastos fueran suficientes. Cuanto le rodeaba parecía encontrarse en una gran olla sobre fuerte fuego, a punto de entrar en ebullición y comenzar a derramar el contenido. 18 La Falcata de Viriato © 18 CAPITULO 2 Lusitania, años 168 a.d.n.e. y siguientes. L os años pasaron con una rapidez difícil de advertir por Vísmaro, era feliz junto a su hijo Viriato y su esposa Alanis. Apenas tenia tiempo de confeccionar a su hijo unas abarcas con que calzarlo, cuando debía proveerse de nuevo material para hacer otras. Su cuerpo crecía con tanta rapidez, que apenas tenia posibilidad de romperlas. Cuando el ganado pastaba cerca de la aldea, lo llevaba con él al iniciar la jornada hasta su regreso al caer el sol y meterlo en los rediles, a las afueras de la aldea. Sentía como los días escapaban como agua en una cesta de mimbre. Viriato era un niño inquieto, fuerte y decidido. No cesaba de formular preguntas, y cuando su padre no alcanzaba a responderlas, éste consultaba a sus mayores para facilitarle la Anxo do Rego — 19 — respuesta idónea. Vísmaro carecía de suficientes conocimientos, aunque comprendía y analizaba con posterioridad, cuanto escuchaba de labios de sus mayores, y como no, de cuantos pastores que como él, cada temporada de verano e invierno, viajaban con sus rebaños en busca de pastos frescos, con quienes compartía noticias. Mientras Viriato iniciaba el camino de ser hombre, la Hispania Romana era gobernada por los pretores, Marco Titinio Curvo en la provincia citerior y Tito Fonteyo Capiton en la ulterior, y a quienes Roma tuvo que enviar refuerzos de tropas, habida cuenta de las numerosas sublevaciones celtiberas. Estos pretores, al menos Titinio Curvo, se ocupaban no solo de arremeter constantemente contra los pueblos celtiberos, sino expoliar para sí cuanto oro y plata encontraba en el camino. Pese a las numerosas reclamaciones hechas por los tribunos romanos, ni este pretor, ni algunos mas que gobernaron con anterioridad, fueron castigados. Sí fueron juzgados, pero considerados inocentes. Titinio Curvo se desterró voluntariamente y se alejó de territorio romano. Ante la esquilmación que sufría la Hispania ocupada, el senado romano optó por asignar a unos patronos que defendieran los intereses hispanos, y para ello nombro a Poncio Catón, Cornelio Escipion, Emilio Paulo y Sulpicio Galo. Los tres primeros, conquistadores y saqueadores de Hispania. Todo seguía en manos de los invasores, sobre todo la abundancia. Mientras, la mayoría de las poblaciones celtiberas, para procurase alimentos y cubrir otras necesidades, debían arremeter contra tribus de la misma familia celtibera. Vísmaro pensó que era el momento propicio para iniciar a su hijo Viriato en el manejo de la falcata. Un día, al tropezarse con otro pastor, durante la cena, al fuego de la hoguera, comentaron. — ¿Tienes mujer e hijos? — Naturalmente. ¿Y tú? — También. El hijo, al que llamo Viriato, tiene ahora doce años, aunque podría decirse que en tamaño casi me supera. — ¿Es pastor como nosotros? — De momento si, aunque me gustaría prepararlo para la milicia. — ¿Has oído algo? — Nada que no sepas ya. Los invasores siguen haciendo de las suyas, cada año envían a un procónsul, como dicen llamarlos, y cada año, como consecuencia de sus atropellos, somos mas pobres. Acabarán con nuestros rebaños y nuestras aldeas. Cada momento que pasa están mas cerca. Apenas podemos viajar al este o al sur. — Ya me ves a mí, invado vuestras tierras de pastoreo por esa causa, ir al este significa la muerte y la pérdida del ganado. 20 La Falcata de Viriato © 20 — Y nosotros cada invierno debemos bajar mas al sur, con el temor a encontrarnos con los romanos, siempre hambrientos y nunca saciados. — Y tu hijo, ¿Cómo no está contigo? — Estos días se quedó con los ancianos, le enseñan, es un niño muy inteligente, fuerte, pero muy inteligente. — Pues debería aprender a manejar los rebaños como su padre. — Y también a manejar la falcata, es posible que la necesite para defenderse. — ¿Le enseñarás tú? — ¡Quia!, ni siquiera se empuñarla. — Se de alguien que podría hacerlo. — ¿Quién? — Alucio. Vive en una cueva, en el Cerro de las Espadas. — ¿Le conoces bien? — Claro. Lo extraño es que tú no le conozcas. — Nunca tuve tiempo de otra cosa que no fuera el pastoreo. — Pues pertenece a una gentilate de tu aldea. — Me gustaría hablar con él. Preguntarle si está dispuesto a enseñar a Viriato el manejo de la falcata. — Podemos acercarnos al mediodía de mañana, mientras descansa el ganado. — Gracias Elbio. Al despertar la mañana siguiente, Vísmaro pidió a su compañero iniciar el camino hacia el Cerro de las Espadas. Almorzaron junto a los rescoldos de la hoguera y al acabar, cada uno con su rebaño, se dirigieron en dirección este para alcanzar la cueva donde vivía Alucio. De vez en cuando, paraban y dejaban los rebaños al cuidado de los caos 15 Lo hacían para reunirse y comentar la distancia que aún quedaba para llegar. Pararon al mediodía. Reunieron el ganado, montaron unos rediles con ramas recogidas del bosque, y comenzaron a subir al cerro. Antes de llegar Elbio lanzó unas sonoras palabras anunciando su presencia. Al escucharlas, un hombre fuerte, de aproximadamente treinta y cinco años, apareció con una falcata al cinto, moviendo la mano en señal de bienvenida. Los invitó a subir y entrar en su cueva. Una vez dentro, les ofreció una bebida, que aceptaron. — Él es Vísmaro, de una gens cercana a la tuya. Padre de un joven de doce años a quien quiere instruir en el manejo de la falcata. Le dije que tu eras el adecuado para hacerlo –señaló Elbio al acabar de beber. 15 Termino equivalente a can, perro Anxo do Rego — 21 — — ¿Por qué razón quieres hacerlo? Acaso perteneces a alguna clientela. — Nada de eso. Solo quiero que Viriato, mi hijo, conozca el manejo de la falcata. — ¿Temes algo? — Nadie en estos tiempos está a salvo de los invasores. Hasta ahora nuestra castella ha pasado desapercibida del enemigo, pero dudo mucho que siga así por mucho tiempo. — ¿En que te basas? — Estuve casi nueve meses retirado en el suroeste, en los valles del Monte Herminius, con todos los rebaños de nuestra castella y cuatro hombres mas. Nuestra asamblea nos lo pidió, oyeron que los romanos pasan por las armas a quienes no se dejan robar su ganado y los castigan destruyendo sus aldeas y matando a la mayoría. — Y supongo que quieres que tu hijo te sobreviva. — Al menos que tenga oportunidad de defenderse. — ¿Cómo tienes una falcata? — Mi padre la encargó para mí. Las placas con que fue hecha, estuvieron enterradas más de cuatro años cerca del río Tagus, cuyas aguas, al parecer, proporcionan características especiales al metal. Espero y deseo que su longitud se ajuste al brazo de Viriato cuando tenga la edad madura. — ¿La tienes aquí? — No. Ni siquiera sabía que te vería. — ¿Vas a meterle en la milicia? — Por el momento no. Aunque el decidirá cuando llegue el momento. — De acuerdo. — ¿Lo acogerás? — Naturalmente. Claro que deberé abandonar mi cueva. Estoy lejos de tu aldea, por lo que me dices. Tal vez si tuviera una tarea cercana, podría ocuparme diariamente de Viriato. — Deja que me ocupe de ello. Mientras tanto, si vienes, vivirás en una cabaña, ahora vacía, en nuestro castro. — Bien, iré contigo. Recogeré mis escasas pertenencias y te acompañaré. — Gracias. Te lo pagaré de alguna manera. — No te pido nada. — Me encargaré de alimentarte. — Estará bien, mi dieta actual es insuficiente. — Entonces de acuerdo. Ambos hombres se estrecharon los brazos. Alucio observó tres brazaletes en el de Vísmaro y preguntó. — ¿Qué significan? 22 La Falcata de Viriato © 22 — No lo se, mi padre los recibió del suyo y yo de él, y cuando mi hijo empuñe la falcata, deberé traspasárselos. — Interesante. Los tres hombres bajaron poco después hacia el bosque, donde los rebaños esperaban. A punto de llegar, y cuando iniciaban el camino en dirección a los rediles a la entrada del bosque, vieron avanzar a un decurión 16 de infantería, con diez vélites 17 junto a él. Pararon e inmediatamente se escondieron para no ser descubiertos. En voz baja, Vísmaro, comentó extrañado la presencia de los soldados romanos tan cerca de sus aldeas. — Será un grupo de observación –mencionó Alucio. — Si siguen en esa dirección descubrirán los rebaños –indicó Elbio. — Ya los han descubierto, el olor les lleva hacia donde están ocultos. — ¿Qué vamos a hacer? — Eso deberéis decidirlo vosotros. Pero es seguro que algún cordero morirá para ser plato de esos romanos. — A mi preocupa mas que regresen indicando a sus jefes donde encontrar alimento. Si así fuera, tarde o temprano nos invadirán. — ¿Qué propones entonces? — Eliminarlos. — Somos tres contra once hombres, aunque los vélites sean imberbes. — Tú sabrás que hacer como guerrero – añadió Vísmaro. — Bien. Esperar un momento, pensaré una estrategia para atacarlos. Minutos después Alucio habló a los dos pastores. — Escuchar, seguir adelante, cada uno hacia su rebaño, yo me introduciré en el bosque e intentaré eliminarlos uno a uno. No deben sospechar la celada. — ¿Tendremos oportunidad de vivir? — No puedo pensar como el decurión, lo siento. — ¿Cómo podemos ayudarte? — Necesitaré que los distraigáis, nunca deben estar los once juntos. Proporcionarles comida, cada uno arrastrará con él a 16 Equivalente a un cabo, jefe de un pelotón compuesto por diez soldados. Jóvenes soldados, entre 17 y 25 años, reclutados de entre las clases más pobres de la sociedad. Pertenecían al cuerpo de infantería ligera e iban provistos de un haz de jabalinas ligeras (80 cms.) y una espada gladius para el cuerpo a cuerpo. Únicamente protegían su cabeza con un caso de cuero acolchado y un escudo circular de madera de unos 40 cms de diámetro. 17 Anxo do Rego — 23 — un grupo, así será mas fácil eliminarlos. Y sobre todo, retirarles las jabalinas, suelen marrar pocas veces. — De acuerdo, intentaremos comportarnos como nos pides. Alucio abandonó los pocos enseres que tenia junto a una roca, añadió tres ramas en paralelo como señal, y dejó a los dos pastores avanzar hacia los romanos. Él atravesó un montículo y se dispuso a dar un rodeo hasta llegar al lugar donde descansaban los rebaños. Al entrar en el llano, los romanos al verlos, se pararon. Al comprobar se trataba de dos pastores, provistos de sendos cayados y las ropas típicas celtiberas, prosiguieron su camino, aunque formaron una especie de cuña. Al frente, en el vértice, el decurión, a ambos lados, cinco soldados portando a sus espaldas los correspondientes haces de jabalinas. A menos de treinta metros, los pastores se quedaron quietos, separados a dos pasos uno del otro. Mientras, el grupo de romanos siguió avanzando. Con los brazos descansando sobre los cayados, ambos pastores esperaron hasta ver las caras de los invasores. El primero en hablar fue Vísmaro. — Si tenéis hambre, podemos sacrificar un cordero –dijo con voz potente. — Uno no será suficiente – señaló el decurión. — Entonces, yo aportaré otro de mi rebaño, que algunos de vosotros me siga –dijo Elbio inmediatamente. — ¿A que aldea pertenecéis? — Está a siete días al norte. — ¿Y como en este territorio? — Buscando pastos frescos. — De acuerdo, nos acercaremos a vosotros, no temáis. — No tememos, no llevamos ningún tipo de arma, como podéis comprobar. — ¿Tenéis los rebaños juntos? — ¡Quia! –respondió Vísmaro. Cada uno el suyo, aunque cerca. — Entonces – señaló el decurión - vosotros seis acompañar a ese pastor, y vosotros cuatro acompañarme con éste. Seis vélites avanzaron con Elbio y los otros cinco con Vísmaro. Uno de los perros al ver llegar a su dueño, corrió a su encuentro para solicitar una caricia, aunque ladró al ver a los desconocidos. Pronto los calmó. Después dejó sobre uno de los árboles, el morral donde llevaba utensilios y comida, y como siempre, habló a los perros pidiéndoles que nadie lo tocara. Éstos ladraron asintiendo y moviendo los rabos en forma de cimitarra con rapidez. 24 La Falcata de Viriato © 24 Acudió al redil y con destreza agarró por las patas a un cordero, se lo echó al hombro y avanzó hasta donde esperaban los cinco romanos. Sin esperar, sacó de entre la camisa una faca corta, de buen filo, y degolló al animal. Lo desolló, estiró la piel y la sujetó con estacas en el suelo a fin de que su piel se secara al sol. Después comenzó a preparar una hoguera para asarlo. Mientras tanto los romanos hablaban entre ellos. Los soldados dejaron descansar las hoces de jabalinas agrupándolas cerca de un árbol. Al verlo, los recomendó dejarlas junto al morral que guardaba el perro. Asintieron y los ayudó a trasladar el conjunto. Nada más acabar, volvió a hablar a uno de los perros y este sacudió de nuevo la cola, agradeciendo las palabras y caricia de Vísmaro. Los romanos volvieron junto a su jefe para seguir hablando, mientras el lusitano siguió preparando el asado. Anxo do Rego — 25 — 26 La Falcata de Viriato © 26 CAPITULO 3 Lusitania, año 167 a.d.n.e. A lucio merodeó a cubierto, entre los árboles, de un lado a otro de ambos grupos. Quería observar con detenimiento a los once romanos. No tenía intención de atacar hasta que ambos grupos hubieran comido los suculentos corderos que se estaban asando. También él tenía hambre, hacía mucho tiempo que no saboreaba la estupenda carne que daban aquellos pastos. Como hiciera Vísmaro, Elbio ayudó a los jóvenes soldados a retirar sus jabalinas hasta un lugar separado, a unos metros de donde preparaba el almuerzo. Los gruesos troncos de pinos ocultaban a Alucio, por lo que pudo acercarse sin temor a ser visto hasta los haces de jabalinas, una vez allí se entretuvo en quebrar las cintas que las sujetaban, dificultando la posibilidad de su uso conjunto. Anxo do Rego — 27 — Después, trató de hacer lo mismo en el lugar de Vísmaro, pero no pudo, un perro comenzó a gruñir advirtiendo su presencia. Optó por volver al grupo de Elbio. Allí esperó hasta que comenzaron a comer. Lo hicieron antes que los del grupo de Vísmaro. En cuanto se levantó el primero y abandonó al grupo, camino de un lugar donde liberar sus intestinos, lo acosó y degolló con el puñal. Le retiró la espada y esperó pacientemente. Instantes después dos compañeros fueron en busca del primero y desde luego pasaron a mejor vida enseguida. No pudieron verle, se movía entre troncos que le servían para ocultarse. Esos dos romanos apenas tuvieron tiempo de gritar, la falcata de Alucio les segó la vida sin exhalar un solo ruido. Del mismo modo recogió sus armas y las amontonó junto a las anteriores. Mientras tanto, el grupo de Vísmaro comenzaba a dar cuenta del cordero, aun tenia tiempo para acabar con los otros tres. Le daban la espalda, por lo que a uno de ellos le lanzó el cuchillo. Al introducírsele por la nuca, su cuerpo cayó inerte sin producir ruido alguno. Aprovechó el estupor producido en sus compañeros para correr con ambas manos provistas de espadas. En la derecha su falcata, en la otra, la gladius de uno de los romanos. Apenas tuvieron tiempo de gritar, tampoco de sacar sus espadas, ambos murieron con un pedazo de asado aun en sus bocas. — Rápido, Elbio, ayúdame a retirar los cuerpos. Los esconderemos tras esos árboles. Sujeta estas armas, y cuando me marche, oculta las jabalinas que quedan, me llevaré tres. — De acuerdo Alucio. Se retiró corriendo entre los árboles hasta el grupo de Vísmaro. Esperó a unos metros, muy cerca del decurión, a quien intentaría matar con una de las jabalinas que portaba. Cuando comprobó que sus estómagos, repletos de carne imposibilitarían sus movimientos, además de la soberbia que hacían gala los romanos, conocedores de su supremacía, Alucio tomó con fuerza una jabalina, se aparto del tronco que lo ocultaba, sopesó el arma, y tras elevar el brazo derecho la lanzó. Atravesó el aire fresco y resinoso para clavarse en la espalda del decurión. Inmediatamente tomó otra y la hizo volar contra uno de los soldados. Cayó de bruces atravesado. Sin esperar, tomó la tercera y acertó en otro cuerpo romano. Los jóvenes que aun quedaban vivos, sorprendidos, no reaccionaron a tiempo. Aun sujetaban en sus manos sendos trozos de cordero, cuando dos brazos con sendas espadas aparecieron sembrando muerte. El 28 La Falcata de Viriato © 28 celtibero corría hacia ellos desde los árboles, a tan solo unos metros. Hicieron ademán de sacar sus espadas, solo uno lo consiguió, el único que presentó batalla, el otro cayó de inmediato. El romano, al cuarto lance fue muerto por la falcata, de mayor filo que la gladius. — Ve a buscar a Elbio, debemos hacerlos desaparecer inmediatamente. Sus armas nos servirán. Yo las recogeré mientras tanto. — Eres rápido y eficaz. Eso es lo que necesito para mi hijo. — Bien, ya hablaremos de eso. De momento, es preciso ocultar los cuerpos. — De acuerdo. Vísmaro corrió al encuentro de su compañero que ya había retirado los ropajes y armas amontonándolas junto a las jabalinas. Entre los tres despojaron a los soldados de sus ropajes, y desnudos los llevaron hasta una cercana cueva. Luego almacenaron ropajes y armas, y tras separar un par de cuchillos y espadas cada uno, ocultaron el resto, cerca de donde poco antes Alucio pusiera sus pertenencias. — Algún día podríamos necesitarlas –dijo cuando terminó de ocultarlas. — ¿Como recordaras el lugar? — Dejo una marca. Tres ramas juntas, la naturaleza es incapaz de hacer algo así. Y el paraje, no creo que lo olvide jamás. — Ha sido un momento increíble –anunció Elbio. — Desde luego —asintió Vísmaro. — No lo pregonéis, será mejor para vuestras aldeas. Dejar esas armas aquí. No estaría bien que os vieran aparecer con ellas. — Las ocultaremos, pero permítenos conservarlas. — Os traerán problemas si no sabéis usarlas. — Es posible, pero hoy me he sentido orgulloso y quisiera tener un recuerdo de este momento. — De acuerdo. Ahora acabemos esa carne, no estaría bien dejarla para los lobos. — ¿Cuánto tiempo hace que no comes carne? — De este tipo, mas de seis meses. — Acaba con ella, nosotros mientras tanto reuniremos los rebaños. Debemos volver a la aldea. Las alimañas del bosque dieron cuenta de los cuerpos romanos. Ellos llegaron al punto donde debían separarse de Elbio. Vísmaro hacia su aldea, en esta ocasión en compañía de Alucio, el maestro que enseñaría a Viriato el manejo de su falcata. Anxo do Rego — 29 — Con permiso de la asamblea, ocupó, como anunciara Vísmaro, la cabaña vacía. Lo presentó como militar libre, y pese a no pertenecer a ninguna clientela, la inició con la gens a la que Vísmaro representaba. Era el único soldado, pero suficiente para dar categoría al grupo. Se encargaron de vestirle y alimentarle, como era deber, y pronto asumió las tareas de verificación y puesta a punto de la torre de defensa, situada en el centro del castro. Del mismo modo, algunos jóvenes como Viriato, se contagiaron y solicitaron adiestrarse en el manejo de las armas. Todo estaba saliendo a pedir de boca para Vísmaro, no hubo problema en su familia, nadie se negó a que Viriato se uniera al grupo de adiestramiento. Sin embargo establecieron una condición, cada uno de los jóvenes debía observar y adquirir conocimiento de las actividades llevadas por sus respectivos padres. De ese modo, Viriato pronto estuvo dispuesto a manejar no solo los rebaños propiedad de la familia, sino también a recibir de manos de su padre, la falcata ofrecida el día que se vieron por primera vez. Vísmaro acudió a preguntar al maestro Alucio. Habían transcurrido seis meses. — ¿Cómo va la instrucción de mi hijo? — Muy bien, creo que ha llegado el momento de cruzar su propia falcata, y de abandonar las de instrucción de madera. — ¿Puedo verle luchar? — Supongo que no tendrá inconveniente en que su padre le observe. De todas formas será mejor preguntarle. Dos días después, Vísmaro acudió a la zona de lucha. Cuatro jóvenes cruzaban sus espadas de madera, mientras Viriato lo hacia con el maestro Alucio. Transcurrida una hora, y con los brazos calientes del esfuerzo, los mandó parar y entregar sus armas simuladas. Se retiró un momento y poco después apareció con cinco gladius romanas. Las entregó a cada uno de los jóvenes diciéndoles. — Hoy será el primer día en que luchareis con armas autenticas. Son romanas, y si os herís con ellas, dolerán mucho más. Poner cuidado. Y ahora hacer cuanto os he enseñado. El resto corre de vuestra cuenta, de vuestra inteligencia, fuerza y equilibrio. Vuestros padres os observarán. ¡Demostrarles cuanto habéis aprendido, jóvenes lusitanos! Viriato se dispuso a blandir su gladius bajo la atenta mirada de su padre. Le observó con orgullo y satisfacción, atacar, repeler, girarse y avanzar. Su fuerte brazo respondía una y otra vez los 30 La Falcata de Viriato © 30 ataques del profesor, suaves al principio, más fuertes a medida que el tiempo y la lucha avanzaban. En un momento dado, pidió parar los lances y presentarse ante los padres que observaban. En el círculo de tierra, cinco hombres, entre ellos Vísmaro, avanzaron hasta sus respectivos hijos con orgullo y admiración. Solo uno de ellos sabía blandir la espada, el resto, como Vísmaro, se ocupaban de menesteres muy alejados de la milicia. Sin embargo ninguno de los allí presentes parecía detentar el orgullo que sentía él por su hijo Viriato. Dejaron las armas sobre una piedra y aunque sudorosos por el esfuerzo, abrazaron a sus padres. Vísmaro se retiró y regresó poco después con un atillo en sus manos. — ¿Puedo? –dijo dirigiéndose a Alucio. — Por supuesto, adelante. Con pasmosa tranquilidad, Vísmaro fue desenvolviendo el paquete. Al terminar apareció la falcata que le mostrara trece años antes. La sacó con su vaina y la sujetó con ambas manos en ofrenda, para entregársela a su hijo Viriato. — Toma hijo, yo no pude ni supe manejarla. La encargó mi padre para mí, hoy te la entrego con orgullo. Haz buen uso de ella. — Claro padre. La tomó con la mano derecha, la sacó de la vaina e introdujo su mano en la empuñadura. Luego la alzó y mantuvo su mirada sobre ella durante unos minutos. Su forma curva y el brillo de su filo, le hicieron balancearla de un lado a otro. Luego se acercó a su padre y con ella en la mano le abrazó mientras mencionó un sonoro ¡gracias padre! Luego se dirigió a su maestro y pidió cruzarla con la suya, sin embargo Vísmaro que estaba pendiente se adelantó hasta ellos diciendo. — Espera Viriato, no debes cruzar tu falcata con nadie todavía, necesitas esto – dijo señalando los brazaletes que llevaba en su brazo- Debes ponértelos, mi padre dijo cuando me dio la espada, que no podría manejarla sin la fuerza que proporcionan estos brazaletes. — De acuerdo padre. Me los pondré. — Si así lo haces no podrás quitártelos a menos que no sujetes la falcata. — Haré como dices. Viriato introdujo en su brazo derecho los tres brazaletes, luego tomó la espada y se dirigió al centro del círculo para esperar a su maestro. En tres ocasiones, Alucio tuvo que retroceder, los golpes Anxo do Rego — 31 — de Viriato eran tan contundentes que apenas podía sostener su espada sin temor a ser herido. En una de las ocasiones lanzó un grito para evitar ser alcanzado. Viriato cesó en sus ataques y Vísmaro miró sorprendido a Alucio, quien se limitó a devolverle la mirada con idéntica sorpresa. Acabaron la lucha y ambos contendientes, maestro y alumno, se acercaron hasta Vísmaro. — La espada debe ser muy pesada y tu hijo muy fuerte. Nunca antes recibí tales embates. — Desde luego tiene peso, pero nunca la sostuve desenvainada en mis manos. — ¿Puedo? –preguntó a Viriato. — Claro maestro – respondió ofreciéndosela. Tras tomarla en su mano y dar una serie de golpes al aire, regresó junto al alumno y su padre. — Es ligera. Sin embargo al cabo de unos golpes, su peso parece aumentar paulatinamente. — Maestro, a mí me ocurre lo contrario. Al principio parece pesar como una roca, sin embargo a medida que la muevo, se hace liviana, es como si tuviera vida propia. — Viriato, por favor guarda silencio, no sigas hablando así. — ¿Qué ocurre padre? — Obedece y guarda silencio. — Como digas padre. Viriato guardó la falcata en su vaina, cruzó unas palabras con sus compañeros y poco después salió de la zona de adiestramiento. Sin embargo Alucio pidió a Vísmaro aguardar un instante, deseaba hablar unos minutos. — Ve a ver a tu madre, yo iré después. — ¿Qué significa esto Alucio? — Tu hijo está preparado para luchar. Es un joven muy inteligente, pero sobre todo muy fuerte. Ya has visto, me supera. Imprime una fuerza desconocida en sus golpes con el arma, imposibles de rechazar. — Eso ya lo he visto. Pero supongo que quieres decirme algo. — Naturalmente. Quiero enseñarle el arte de la lucha, la estrategia, debe conocer al enemigo, como se mueve. Cuando es el momento propicio para atacar, y cuando debe retroceder. — Y que propones. — Viajar con él a un campamento arévaco. Allí recibirá la instrucción debida. En el camino traspasaré todos mis conocimientos a tu hijo. — Pero debéis atravesar tierras en poder de los romanos. 32 La Falcata de Viriato © 32 — Lo se Vísmaro, pero será necesario, si quieres que tu hijo complete su formación militar. — No se. Me preocupa. No se como podré contárselo a su madre. — Fácilmente. Tú sueles abandonar estas tierras con los rebaños. Como cada invierno, lo pasas al suroeste, camino del Monte Herminius. Lleva a Viriato contigo, yo saldré dos días mas tarde. Os alcanzaré, luego él y yo avanzaremos hacia el noreste, hasta tierras arévacas. Tengo amigos. No le ocurrirá nada. Te lo prometo. — Déjame pensarlo esta noche. — De acuerdo. La importancia de cuanto debía comentar a su esposa, evitó que aquella noche pronunciara palabra alguna. Al amanecer, y cuando Alanis se dispuso a recoger agua del arroyo, Vísmaro la acompañó con dos cantaros mas. — ¿Qué ocurre Vísmaro? ¿Qué razón tienes para acompañarme? — Ninguna, mujer. — Entonces habla. No sujetes tus palabras, ni hagas que mi temor aumente. — Debo llevarme a Viriato con los rebaños. — PeroC. — No olvides mi obligación como padre, enseñarle cuanto se como pastor. Recuerda que los ancianos permitieron el manejo de la espada, siempre y cuando no olvidara sus obligaciones como hijo de pastor. — Lo se esposo. ¿Cuándo tienes intención de salir? — En un par de días. — Entonces me despediré de Viriato y le recomendaré que aprenda cuanto su padre le enseñe. — Gracias esposa. — Sin embargo, tengo una impresión extraña. — Dime cual. — Es una tontería. — Insisto. — Déjalo Vísmaro. — Como quieras. De regreso a la choza, esperaron a que Viriato despertara. Los tres tomaron un trago de leche y enseguida escuchó de labios de sus padres que, durante meses estaría apartado de la aldea, de sus amigos y sobre todo de su madre. — ¿Cuándo salimos padre? — Dentro de dos días. — ¿Podré llevarme la falcata? Anxo do Rego — 33 — — ¿Para que quieres llevarla? – preguntó su madre — Necesito practicar constantemente. Es lo que me ha dicho Alucio, mi maestro. — ¿Lo crees necesario Vísmaro? — Bueno, ciertamente la sabe manejar. — Pero es un crío –añadió Alanis. — Sí, pero con cuerpo de hombre, el de un hombre muy fuerte. Con él estaremos a salvo de cualquier encuentro. — Está bien, no puedo contradecir a dos hombres –añadió sonriendo. Viriato fue corriendo al encuentro de sus amigos. No tardó en darles cuenta. Su padre le había autorizado a llevar la falcata. Dos días mas tarde ambos caminaban al frente del rebaño de la familia, en dirección oeste y luego al sur, al encuentro con los valles con buenas zonas de pasto. Alucio, mientras tanto, se dirigió a la Asamblea Popular para pedir autorización y viajar hacia al encuentro del pueblo Arévaco, situado en la orilla sur del Río Douro, hacia el este. — ¿Para que necesitas visitar a nuestros hermanos arévacos? — Tengo allí buenos amigos, y no me vendría mal convencer a un pequeño grupo para formar parte de nuestra milicia. — ¿Conoces algo que nosotros debamos saber? — Solo rumores. Al parecer los romanos están dando pasos hacia nosotros. — Está bien. Tienes nuestra autorización, pero regresa pronto e infórmanos. — Por supuesto. Dos días después de la salida de Vísmaro y su hijo Viriato, Alucio caminó en dirección opuesta a la de ambos, lo hizo hacia el norte al salir de la aldea, aunque pronto, y con un caminar mas rápido, dio un amplio rodeo hasta encontrar a su mejor alumno y al padre de éste. 34 La Falcata de Viriato © 34 CAPITULO 4 Lusitania, año 166 a.d.n.e. M ientras Alucio caminaba al encuentro de Vísmaro y Viriato, ese año el general romano Marco Claudio Marcelo, pretor de las dos provincias, ulterior y citerior, era nombrado Cónsul, por Roma. Ambas provincias, junto a Lusitania, gozan de una paz, sujeta solo por el temor que ambos pueblos tienen a verse inmersos en una constante lucha. Actualmente gozan de un tratado que les impide enfrentarse. Alucio tuvo que caminar con rapidez para localizarlos. Al quinto día de su salida, cuando el sol estaba a punto de esconderse en el cenit, vio a la distancia de unos cientos de metros, las figuras de ambos. Cerca del redil montado para que las ovejas pasaran la noche, padre e hijo se disponían a encender una hoguera y buscar un lugar donde apoyar sus cansados cuerpos. No esperó a Anxo do Rego — 35 — que los últimos rayos desaparecieran, gritó el nombre de Vísmaro y luego el del hijo, mientras se dirigía hacia ellos. Le vieron llegar, y Viriato, olvidándose de la función encomendada por su padre, corrió al encuentro de su maestro de armas. Sacó su falcata e hizo con ella un ademán de saludo y sumisión como alumno. Alucio le devolvió el saludo y echando su brazo izquierdo sobre el joven, avanzaron juntos hacia la hoguera, que ya empezaba a crepitar e iluminar la noche. — Te saludo Vísmaro – dijo nada mas llegar frente a el. — Y yo a ti Alucio. ¿Qué tal tu viaje? — Rápido, temía no encontraros. — Entonces descansa, tomaremos en bocado, luego dormiremos. Mañana me contarás antes de partir con mi hijo. — Como dispongas. Los dos hombres miraron a Viriato que permanecía en silencio, e insistía en sujetar, con su mano derecha, la empuñadura de la falcata. Los rescoldos de la hoguera aun daban calor cuando Vísmaro despertó a Alucio. El joven Viriato aun dormiría unos minutos mas, los suficientes para que ambos comentaran ciertos aspectos que preocupaban a Vísmaro. — Tendrás que disculparme, temo por la vida de mi hijo, y necesito saber donde iréis. Se que está en buenas manos, pero desconozco la situación por la que atraviesa ese pueblo al que llamas arévaco. — Tranquilo Vísmaro. Iremos hacia el este. — Pero en esa zona ¿no están los romanos? — Solo en algunas latitudes. Además los enfrentamientos solo son esporádicos, y como consecuencia de algún arrebato de los vacceos o tribus de los pueblos cercanos. — Tampoco conozco a ese pueblo. — Discúlpame. Te pondré al corriente. — Los vacceos, al igual que los arévacos, son de la misma raíz celtibera, como nosotros. Según cuentan algunos ancianos, vinieron de las tierras del norte, del otro lado de la gran cordillera 18. Se asentaron en diferentes zonas. Mientras el pueblo arévaco se afincó en el centro, arriba al norte, quedaron los pueblos de los Pelendones y Berones, los Carpetanos al sur y Cascones y Várdulos al este. Consecuentemente para 18 Al parecer partieron del norte de Europa, en torno al año 600 a.d.n.e, junto a otros pueblos de origen celta, grupo belga, y como consecuencia de las presiones ejercidas por los pueblos germanos. Alcanzaron las tierras del interior de la península en la primera mitad del siglo VI a.d.n.e. junto a otro conjunto de pueblos, los arévacos, es decir vacceos orientales. 36 La Falcata de Viriato © 36 llegar a las tierras arévacas, debemos atravesar primero la de los vacceos. Pero no temas, están sometidos a los arévacos y no tendremos problema alguno. — ¿Iréis a alguna población conocida? — Por supuesto. Iremos hasta Sekobirikes 19, es allí donde tengo amigos. — ¿Cómo son las gentes de esos pueblos? — Sencillas. Se dedican a la agricultura, pero son poderosos, bravos luchadores, aunque groseros y rústicos. Cada núcleo donde viven es independiente del resto, y se rigen por un régulo 20. Su mayor orgullo radica en perecer en combate. Consideran una afrenta morir de enfermedad. No entierran a sus muertos, los incineran, salvo a aquellos que mueren en combate. A esos, sus cuerpos, los colocan en fosas abiertas en cuevas, y cuando sus restos se reducen, son metidos en urnas, para posteriormente, en noches de plenilunio, rendirlos culto junto a sus casi olvidados dioses Elman o Endovéllico. — ¿Y esa gente son quienes enseñarán a Viriato? — Sí. Son diestros en el manejo de las armas, pero sobre todo en preparar celadas para dar muerte a los invasores romanos. Aunque ahora y desde hace años, tienen firmado un tratado y se mantienen en paz. En aparente paz. — Está bien, veo en ti tanto entusiasmo como en mi hijo. Durante el camino no ha parado de comentar lo buen guerrero que será cuando regrese de este viaje contigo. — Es un joven muy dispuesto. — En efecto, pero temo que su vehemencia provoque algún que otro problema. Me ha prometido ser obediente a cuanto le pidas. — Te lo agradezco Vísmaro, no habrás de arrepentirte. — Confío en ti Alucio. — Ninguno de nosotros te defraudará. — Solo voy a pedirte algo, y confío en que no se lo comentes a Viriato. — Adelante. — Bien. Quiero que el tiempo en que permanezcáis alejados de nuestro pueblo, no permitirás que lleve puestos los tres brazaletes, y menos aun empuñar con ellos la falcata. — No quiero preguntar la razón. — Te lo agradezco. Únicamente cuando iniciéis el camino de regreso le permitirás ponerse los tres brazaletes, y en cualquier caso, solo si surge algún enfrentamiento con el enemigo. — Así será. — Ahora ya puedo despertarle, pronto saldrá el sol y os quedan muchas jornadas para llegar a vuestro destino. 19 20 Actual emplazamiento de Peñalba de Castro (Burgos) Régulo o Caudillo. Anxo do Rego — 37 — — Así es, pero en el camino irá aprendiendo, te lo prometo, ni un solo día quedará sin conocer algo. — Gracias Alucio. — A ti, por prestarme a tu hijo. — Tráemele sano y salvo. — Así será – dijo sacudiendo su pecho con el puño derecho. Viriato ya se había levantado cuando ambos hombres llegaron junto a él. Había recogido todas sus pertenencias. Hijo y padre se abrazaron. Aquel escuchó de sus labios las últimas recomendaciones, éste les entregó dos morrales repletos de carne de cordero, seca y ahumada. Tendrían suficiente si además en el camino, cobraban alguna pieza de caza fresca. — Se prudente y obediente. Tu madre y yo esperamos mucho de ti. — Seré digno de ti y de mi madre, te lo juro. — Adiós Viriato. Alucio y Vísmaro establecieron una fecha para encontrarse antes de regresar al castro. Transcurridas que fueran las siguientes seis lunas, sería tiempo suficiente. Las miradas de los dos hombres y del joven Viriato, se perdieron en la distancia. Vísmaro dirigió sus pasos hacia el Monte Herminius. Alucio y su discípulo hacia el noreste, sin atravesar el río Douro, camino de tierras arévacas. Atravesaron arroyos y escalaron colinas, aunque siempre respaldados por los bosques, sin dejarse ver. No tuvieron opción de conocer a ningún vacceo, puesto que evitaron encuentros. Cada día, al poco de levantarse Alucio cruzaba su espada con la de Viriato, como obligatoria actividad. Después comían algo e iniciaban el camino. En mas de una ocasión le enseñó a encontrar una posición frente al enemigo. — El sol nunca debe darte en la cara. Siempre intentarás que tu espalda esté cubierta. No podrás esperar ayuda de nadie, solo tu brazo y falcata serán tus amigos, y deberás estar siempre dispuesto. Mantendrás tu fortaleza física, alimentándote y bebiendo, así como descansando debidamente. Antes de enfrentarte a tu enemigo deberás conocer el terreno que pisas, por si ocasionalmente debes emprender la huida, bien por ser mas numeroso, bien porque así dispondrás de un elemento del que posiblemente carezcan ellos. — Gracias maestro. 38 La Falcata de Viriato © 38 Los días se hacían cortos y las noches aun más. Viriato siempre estaba dispuesto a escuchar, a mantenerse alerta. Un mañana cuando Alucio se despertó y miró a su alrededor buscando a su discípulo, comprobó que éste no estaba en el jergón hecho de hojas, donde le dejó durmiendo. Se preguntó donde habría ido tan temprano, y esperó a que regresara para tomar un bocado en su compañía. Dejó pasar el tiempo observando los alrededores, y aunque no apreció inicialmente nada extraño, la intranquilidad comenzó a apoderarse de Alucio. En dos ocasiones se deslizó hasta el arroyo cercano, esperando encontrarle. Mas tarde revisó el morral donde acostumbraba a llevar un odre 21 para el agua, y trozos de carne seca. Pero estaban allí, no faltaba nada excepto la vaina portando la falcata. Comenzó a sentir miedo. Tal vez sin enterarse, alguien pudo raptarlo por la noche. En esos y otros pensamientos estaba cuando inicio un recorrido por el bosque. Esperaba encontrarle. Subió a la primera colina con que tropezó. Desde allí trató de otear los alrededores. Tal vez tuvo un encuentro con algún animal y se encuentre herido – pensó casi en voz alta— De repente sintió deseos de gritar su nombre. Lo hizo. Una y otra vez desgarró el silencio del bosque con su voz grave pidiendo la presencia de Viriato. Bajó la colina hacia el fondo del valle, donde durmieron, volvió a buscar y llamarlo. Nada, solo silencio. De repente oyó un ruido, quizás algo parecido a un animal buscando comida. Echó mano a su falcata, la sacó de la funda y caminó hasta donde lo oyó. Despacio, lentamente, sin hacerse notar, fue acercándose. Oculto entre los troncos de los pinos y abetos avanzó. No había nada, pero un sexto sentido le hizo volverse con rapidez hacia su espalda. Una espada corta rompía el silencio al avanzar sobre su cabeza. Como pudo levantó su mano derecha haciendo que la atacante chocara con la suya en actitud de defensa. De nuevo retrocedió para iniciar un nuevo ataque, que volvió a repeler. Más tarde otro y otro, hasta ver desaparecer a su atacante entre los árboles. — ¿Quién eres? –gritó Alucio. — No te lo imaginas, maestro Alucio. — ¡Viriato! — Si maestro. Ensayaba tus enseñanzas. — Está bien, ahora sal de tu escondite, déjate ver. — Enseguida. 21 Recipiente de piel, destinado a contener líquidos, agua, vino, aceites. Solía utilizarse el cuerpo de un animal pequeño, cordero, oveja, cabra, a veces incluso un buey, al que se le sacrificaba, para luego cortarle la cabeza y las patas, desollarle cuidadosamente de modo que no fuera necesario abrirlo en canal. Se curtía la piel y se cosían todas las aberturas excepto una, el cuello o una de las patas, y se cerraba con un tapón o cordel. Anxo do Rego — 39 — Viriato se dejó caer desde un pino, justo a la espalda de su maestro. — Ya estoy aquí. — Perfecto. Has conseguido sorprenderme. Y también asustarme. Pensé que habías tenido algún problema. — No. Pero te seguí desde que saliste de nuestro campamento en mi busca. Estuve siempre a tu espalda. — No conseguí oírte. — Eso es lo que me enseñaste, no dejarme oír. Moverme y sorprender. — Bien. Eso está muy bien. Ahora recojamos nuestros atillos, y prosigamos el camino. Mi amigo Buntalos está muy cerca. Dos días mas tarde llegaban a las puertas de Sekobirikes. No llegaron a cruzar el río Douro, aunque si alguno de sus afluentes. Acamparon cerca de la aldea, no era propio avanzar de noche. Por la mañana comprobaron lo cerca que habían dormido del poblado. Construido sobre un cerro, y para su defensa, tenía tres recintos amurallados. Se apostaron frente a la puerta oeste, con los rayos del sol dando en sus rostros. Viriato quiso advertírselo a su maestro, pero éste le hizo ademán de guardar silencio. Dos hombres con ropas oscuras, hechas posiblemente con la lana de sus ganados, descubrieron sus cabezas, retirando las capuchas. No llevaban puesto el rasquetee con que los arévacos cubren sus cabezas, y al que solían adornar con plumas. Sobre sus cuellos un collar, y cubriendo sus piernas, un pantalón ajustado. Ese era el sencillo uniforme que vestía aquel pueblo. Sobre sus manos derechas, sendas falcatas de doble filo, y a un lado, en el cinto que sujetaba sus pantalones, ambos puñales rayados. Eran sin duda alguna, unos temibles guerreros. Los mismos que mantuvieron en jaque primero a Aníbal, el cartaginés, y después a los romanos con quienes mantenían firmado un tratado de paz. — Quédate a dos pasos de mí, y por favor, no me interrumpas cuando hable. Haz cuanto haga. — Claro maestro. Alucio avanzó unos pasos y Viriato se retrasó los suficientes para mantener la distancia recomendada. Luego tomó su espada con ambas manos, a título de ofrenda y sumisión. — Soy Alucio de Várate, y deseo saludar a mi amigo Buntalos. Vengo con mi discípulo Viriato, tras de mi. 40 La Falcata de Viriato © 40 — Permaneced quietos, daré cuenta a nuestro caudillo de quien desea verlo. — Claro. Esperaremos. Uno de los guerreros habló con otro, quien seguidamente corrió para atravesar los dos recintos amurallados hasta la torre de defensa, en cuyos bajos vivía Buntalos. Poco después la puerta se abría dando vista al caudillo aráveco, junto a cuatro guerreros que lo acompañaban. — Según me dicen, eres Alucio de Várate. Pero hace tiempo que no veo a ese lusitano. ¿puedes acercarte para verte mejor? — Por supuesto señor. Alucio avanzó diez pasos, mientras Viriato mantuvo la distancia sosteniendo en posición de ofrenda su falcata. Buntalos observó al joven, después retuvo su mirada sobre quien decía llamarse Alucio, y tras dejar escapar una sonora carcajada, dijo: — Ven a estrechar mi brazo, cabezota lusitano. Por Endovéllico, que eres tu, y vivo. Te creía muerto. — Ya ves, aun no hay brazo que pueda doblegar el de este lusitano. — ¿Quién te acompaña? — Mi alumno más avanzado. Se llama Viriato y está dispuesto a que el caudillo arévaco le enseñe las formulas para doblegar al invasor. — ¿Cuánto tiempo llevas sin dormir a cubierto? — Luna y media. — Mucho tiempo. Pasa. Que tu alumno te acompañe. Venir, os daré cobijo durante el tiempo en que permanezcáis en este castro. — Gracias Buntalos. — Guardar vuestras falcatas. Son amigos – dijo dirigiéndose a los guerreros que los acompañaban. Tres días esperaron hasta que Buntalos admitió a Viriato como aprendiz. Desde ese momento, fue tratado como igual y no tuvo que avanzar a dos pasos de Alucio. Durante días aprendió los movimientos de los arévacos con sus espadas. Los desplazamientos, golpes defensivos y ofensivos, eran diferentes a los aprendidos de su maestro Alucio. Viriato comprendió las diferencias, y sobre todo, la fuerza que aquellos guerreros ponían en cada ataque con sus espadas. Una tarde durante la comida, Viriato pidió a su maestro dar un paseo, momento que aprovechó para preguntar. Anxo do Rego — 41 — — Maestro Alucio, estas gentes son duras, aguerridas y sobre todo muy fuertes. — Lo se. Los conozco, he luchado junto a ellos en más de una ocasión. ¿Qué te ocurre? — ¿Recuerdas el momento en que mi padre me regaló los brazaletes? — Naturalmente. — Pues me gustaría disponer de ellos y poder cruzar mi falcata con Buntalos. — Ni a tu padre ni a mi nos gustaría. — ¿Cómo? — Tu padre me pidió, y yo se lo prometí, que lucharías sin ellos puestos. — Pero maestro, con ellos siento como si me dieran fuerza. — Pues deberás luchar como nosotros. — Obedeceré, aunque me gustaría saber donde se encuentran. — En mi poder y con ciertas recomendaciones de tu padre. — De acuerdo maestro. — Entonces volvamos, y aprovecha bien las enseñanzas de estos amigos. Regresaron al castro, donde les esperaba Buntalos. — ¿Este joven no se cansa nunca? — Creo que no. — Bien. Mañana saldremos en busca de un grupo, al norte. — ¿Qué ocurre? — Debemos darles un escarmiento. Han atacado una de nuestras aldeas y robado parte del ganado. — ¿Son muchos? — Cerca de veinticinco hombres. — ¿Iremos nosotros? — Es lo que trataba de deciros. Tu joven alumno tiene un brazo fuerte, aunque deberá esperar todavía para tener un enfrentamiento directo. Pero aprenderá nuestra manera de atacar. — De acuerdo.¿Has oído bien Viriato? — Si, maestro Alucio. Aquella noche Viriato no durmió lo suficiente, se mantuvo en vigilia hasta dos horas antes de amanecer. En primer lugar por escuchar historias del pueblo arévaco, luego, por los nervios de verse inmerso en la primera escaramuza. Ambas situaciones le obligaron a permanecer con los ojos abiertos. Junto al fuego, Buntalos contó muchas aventuras, fundamentalmente de sus antepasados. Viriato permaneció expectante, escuchando las palabras de aquel hombre. 42 La Falcata de Viriato © 42 — Habrás observado joven Viriato, que nuestro castro apenas tiene lugares donde ver las recolectadas cosechas de cereales. Antes de que preguntes, te diré que en nuestro pueblo luchamos todos, incluidas las mujeres. Peleamos por nuestra supervivencia, y no podemos dejar nada a la improvisación. Necesitamos controlar cuanto necesitamos para vivir. Por eso nuestras mujeres son casi tan fuertes como nosotros, se ejercitan, no todos los días, pero si los suficientes para poder defender la aldea, caso de enfrentarse a una invasión, no solo de romanos, sino de los pueblos que nos rodean. Esa es la fuerza de los arévacos. Bien, pues ellas son quienes oradan la tierra para hacer los graneros subterráneos donde conservar los cereales, necesarios para el sostenimiento. No podemos esperar, como hicieran algunas de nuestras aldeas, allá por el año en el que cartaginés Aníbal22, quiso apropiarse de Hispania, convertirse en dueño y señor. Para ello nos utilizó como gentes con quienes luchar para ejercitar a sus guerreros. Quiso imponerse por la fuerza a todo el pueblo celtibero. Realizó varias incursiones a nuestras tierras. Para ello mandó talar todos los bosques, y arrasar los campos de cereales, así logró eliminar todos nuestros medios para subsistir. Logró atemorizarnos, pues llegó hasta las puertas de nuestra capital Numantia, a cuyos habitantes obligó a huir. Guerreros, ancianos, mujeres y niños o crianças, como decís los lusitanos, huyeron a las vecinas sierras. Tiempo más tarde los permitió regresar, si bien bajo palabra de nuestros caudillos, que servirían lealmente a los cartagineses. — Pero, si arrasaban vuestros campos, ¿como conseguían seguir viviendo? — Acabo de darte la clave. Eliminar las fuerzas del enemigo no solo con las armas, sino el sostenimiento diario, los alimentos. Eso nos hizo aprender a esconderlos. Claro que también a que no debemos subestimar al enemigo nunca. Y a nosotros nos ocurrió. — ¿Cómo, caudillo Buntalos? — Te decía, que los habitantes de nuestra capital Numantia, fueron desalojados. Mientras, los cartagineses regresaban de sus expediciones contra nosotros y otros pueblos celtiberos, camino de Cartago Nova 23 llevándose cuanto habían conseguido como botín, algunos caudillos consideraron había llegado el momento de escarmentar al invasor. Reunieron un generoso número de guerreros, relativamente pertrechados, y fueron tras los cartagineses. Lograron encontrarlos a orillas del río Tagus. Lucharon contra los que iban en retaguardia y 22 Sobre el año 200 a.d.n.e. Aníbal avanzó por Hispania, con el fin de medir sus fuerzas para un posterior enfrentamiento con las de Roma. 23 Actual Cartagena. Anxo do Rego — 43 — consiguieron rescatar gran parte del botín. Sin embargo lo pagaron caro. Aníbal mandó a su ejercito presentar batalla a nuestra gente, desorganizada, falta de unidad y preparación guerrera. Se enfrentaron a un ejército bien pertrechado y mejor preparado para la lucha. Eran gentes aguerridas y disciplinadas, y los nuestros sucumbieron ante tal embestida. Aprendimos, y lo hicimos bien. Veinte años después, tras diversos enfrentamientos con nosotros y los cartagineses, el romano Tiberio Graco, firmó acuerdos con nuestros pueblos. Desde entonces debemos pagar a los romanos un tributo anual y prestar servicio militar. A cambio, los romanos permiten a nuestras ciudades mantener su autonomía. Por eso ahora vivimos en paz, si bien a algunos no nos gusta. Sobre todo tener que luchar junto a ellos. Muchos de nosotros no admitimos a ningún invasor. No podemos permitir incursiones de cartagineses ni de romanos, por eso seguimos preparándonos para la guerra durante este periodo de tranquilidad. — Comprendo Buntalos. — Ahora deberíamos descansar, mañana tendremos una jornada dura. Debes acostumbrarte a recobrar fuerzas, las necesitarás. — Claro maestro. Alucio prosiguió hablando con el caudillo Buntalos. Le recomendó viajar en la retaguardia, junto a un pequeño grupo de diez guerreros, evitar enfrentamiento directo en la batida que iniciarían nada mas amanecer. Luego se retiró a la choza, donde esperaba Viriato, aun despierto. 44 La Falcata de Viriato © 44 CAPITULO 5 En tierras de los Arévacos. Año 166 a.d.n.e. C uando Viriato y Alucio llegaron al punto de reunión, los primeros grupos de arévacos con Buntalos al frente, ya habían salido del castro. Ambos se unieron al último grupo, tal y como habían previsto. Poco después iniciaban la caminata. La caballería era muy limitada, apenas treinta hombres con sus caballos, el resto estaba compuesto por infantería24. El paso era ligero y el esfuerzo grande. Viriato no estaba acostumbrado a tales situaciones. Sin embargo no salió de sus labios palabra alguna en solicitud de descanso. Se comportó 24 En las guerras e incursiones de los arévacos se presentaban en campo raso, interpolaban la infantería con la caballería. Es decir, hacían una interrupción de su labor durante un determinado tiempo, cuando llegaban a terrenos escabrosos echaban pie a tierra y se batían con la misma ventaja que la infantería, para luego proseguir con su efectividad a caballo. Anxo do Rego — 45 — como el resto de guerreros. Al caer la noche, Buntalos se acercó al grupo donde ambos permanecían, y los habló. — Hemos encontrado al grupo perseguido. Están a medio día de nosotros, por lo que a partir de este momento debéis manteneros en retaguardia, y con mucho cuidado. Son pelendones25, conocen nuestras artes de lucha. Debéis estar dispuestos a hacerlo vosotros en caso de que aparezcan en retaguardia. — Lo estaremos. — Os dejaré a cinco hombres con vosotros, el resto debe ocuparse de formar el cuneas 26 . — Confío en que no los necesitemos. — Hay que estar prevenidos. — De acuerdo. Buntalos regresó junto a sus hombres, dio orden a uno de sus capitanes para enviar a cinco hombres fuertes, junto a Viriato y Alucio, y con ellos formar un grupo que caminaría en la retaguardia. A primera hora de la madrugada salieron en busca de los pelendones. Apenas habían descansado un par de horas. Aquellos guerreros estaban acostumbrados, ellos no. Alucio hacia mucho tiempo que no practicaba el noble arte de la lucha. Viriato ni siquiera podía imaginarlo. Mientras los arévacos comenzaron a marchar, ellos, junto a los cinco guerreros, la iniciaron poco después. Atrás quedó otro grupo custodiando armas y alimentos. Si los dioses eran propicios, al caer el sol todos estarían de regreso. Sin embargo no fue así. Los guerreros situados al frente y a ambos flancos del ejército, avistaron a media jornada a la caterva de pelendones. Dieron cuenta inmediatamente al caudillo y éste inició la formación para atacarlos. En una hondonada, al lado de un arroyo y rodeados por un frondoso bosque, junto a varias hogueras, una pequeña agrupación de pelendones parecía descansar. La situación se le antojó extraña a Buntalos, no tenía dispuestos guerreros que vigilaran el contorno. Atrás, Viriato y su maestro pararon cuando el resto lo hizo. Esperaron. Buntalos dio ordenes a sus capitanes para no formar el cuneas, los distribuyó en cuatro secciones para evitar un ataque frontal. 25 Pueblo celtibero que habitaba la región de las fuentes del río Duero (Douro), al norte de la actual provincia de Soria, sureste de la de Burgos y suroeste de La Rioja. Pese a estar emparentados con los arévacos, fueron empujados por estos hasta el norte de la provincia de Soria. 26 Singular composición triangular para el orden de batalla de los arévacos. Se hizo famosa en la época entre los celtiberos y temible ante sus enemigos. 46 La Falcata de Viriato © 46 Ordenó a una de ellas atacar antes del amanecer. Los pelendones advirtieron el ataque y se dispusieron a repelerlos. Antes de cruzar los primeros golpes con las espadas, uno de ellos lanzó una flecha en dirección noroeste. A los primeros golpes, los pelendones iniciaron una carrera hacia el sureste, alejándose del arroyo. Aproximadamente cincuenta hombres corrían sin enfrentarse a los arévacos. Solo diez o doce de ellos, paraban esporádicamente para hacerlos frente, aunque después de cruzar algunos golpes, volvían a huir con las espadas en las manos al encuentro de sus compañeros. Desde la colina cercana, Buntalos, extrañado, dio orden de retirar a sus hombres, pero no tuvieron ocasión de hacerlo, habían caído en la trampa prevista por los pelendones. En un momento los doce hombres que esporádicamente cruzaban sus espadas, no retrocedieron, y en esta ocasión, al contrario, fueron apoyados por los otros cincuenta. De inmediato comenzaron a rodear a los arévacos. Mientras Buntalos observaba la estrategia, otros dos grupos de pelendones iniciaron el ataque por ambos flancos. A una orden del caudillo arévaco, dos de sus capitanes corrieron con sus hombres, en ayuda del primero. La lucha arreció, como las tormentas en los primeros días del otoño. Mientras tanto, la retaguardia comenzó a distanciarse de los que luchaban. Buntalos esperó para entrar en combate. Pronto la retaguardia formada por cerca de sesenta hombres fue reclamada para acabar con los pelendones, que en ese momento comenzaban a dar muestras de estar perdiendo el combate e iniciaron el repliegue colina arriba. Alucio y Viriato, junto a cinco arévacos, esperaron el desenlace. Sin embargo pronto se vieron rodeados por un grupo de pelendones que surgieron a sus espaldas. Un sudor frío se incrustó en las frentes de ambos lusitanos. De manera imperceptible, y con un rápido movimiento, dejaron a Viriato en el centro de una mínima formación en Λ. Al frente iba un arévaco, detrás Alucio y posteriormente Viriato, los flancos estaban cubiertos por dos guerreros. Desenvainaron sus espadas y se dispusieron a repeler el ataque enemigo. Eran muy pocos para formar el cuneas, por lo que muy pronto se vieron obligados a romper la formación inicial, separarse y luchar individualmente. Eran minoría y las constantes llegadas de más pelendones obligaron a recomponer la situación. Abandonaron la lucha y corrieron a refugiarse hacia un lugar donde sus espaldas no fueran blanco de las espadas enemigas. Alucio se mostró mas guerrero que nunca, temía por la vida de su alumno. Mientras Viriato avanzaba junto a dos arévacos en busca de un lugar mas propicio para la lucha, su maestro no Anxo do Rego — 47 — cesaba de cruzar su falcata con el enemigo. Vieron como muchos pasaban de largo, se limitaban a comprobar como sus compañeros cercaban a los arévacos y seguían corriendo en dirección desconocida. Dos de los guerreros de Buntalos cayeron heridos de muerte ante los ojos de Viriato, quien de inmediato miró a Alucio. Este corrió en su ayuda mientras el joven pastor lusitano hería de muerte a uno de los atacantes. Tras eliminar al resto, ambos se refugiaron en la primera gruta que vieron. La sangre enemiga corría por el rostro y brazos de ambos. Tomaron resuello y unos minutos después Alucio introducía su mano sobre el costado izquierdo para sacarla poco después. — ¡Toma! –dijo sosteniendo en sus manos los tres brazaletes entregados por Vísmaro, padre de Viriato— Ha llegado el momento para ponerte esto, tu padre no querría que murieras sin ellos en tu brazo. — Gracias maestro –respondió mientras los introducía en su brazo derecho. — Solo pido que no te dejes matar. — No moriré, hoy no es mi día, ni el tuyo maestro. A los pocos segundos de ponérselos, Viriato sintió una extraña sensación. Su sangre parecía hervir en las venas. Un sofoco interno recorrió todo su ser. Se levantó y empuñando de nuevo la falcata, se dirigió a la salida de la gruta. — Temed pelendones, Viriato os enseñará a morir – gritó con fuerza y decisión. Salieron de la gruta. Fuera, un grupo de guerreros parecía buscarlos y al escuchar las palabras de Viriato, se volvieron. Alucio pensó que el momento negado por Viriato parecía haber llegado. Eran más de doce guerreros, fuertes y aguerridos. Los primeros que se abrieron paso hasta Viriato, fueron alcanzados de inmediato por su falcata y heridos de muerte. Otro se enfrentó a Alucio. Lucharon hasta que, del mismo modo, cayó muerto. Mientras, el joven Viriato no esperó el ataque del resto de pelendones, corrió hacia ellos gritando y blandiendo su falcata. Cada golpe dado, arrancaba de las manos las espadas de sus enemigos, quienes desarmados comenzaron a correr para internarse en el bosque. Alucio se mostró orgulloso y al mismo tiempo temeroso. No alcanzaba a comprender la poderosa fuerza que parecía desprenderse del brazo armado de su alumno. Recordó por un instante, el enfrentamiento en la aldea, el día en que cruzó, junto a otros compañeros, su espada con la de su alumno. 48 La Falcata de Viriato © 48 — ¡Basta! – gritó a Viriato, mientras éste corría tras los pelendones. — Voy maestro ¿Has visto? Soy un buen guerrero. Los hice retroceder. — Bien. Lo has hecho muy bien. Ahora busquemos a los heridos y ayudémoslos, si aun viven. — Claro maestro. Viriato envainó su falcata, acarició sus tres brazaletes y regresó junto a su maestro. Ambos recorrieron las escenas de lucha y solo pudieron encontrar a un arévaco herido, los otros cuatro estaban muertos. Viriato, con ayuda de Alucio, cargó con el cuerpo del guerrero y caminaron hasta encontrar a Buntalos. — Ha sido una emboscada desconocida – gritó desesperado el caudillo— pero hemos acabado con todos ellos. No obstante algunos han escapado a nuestras espadas. Y ¿vosotros? — Tuvimos que cruzarla con algunos. Lo siento por cuatro de tus hombres, han perecido. — Yo también lo siento. Veo que tu joven alumno carga con un herido. — Es fuerte y le sobran fuerzas para ello. Se ha defendido con garra y coraje. Es alguien muy especial. — Lo es – comenzó a decir el herido al recostarlo sobre el tronco de un pino— Le vi pelear con mas de dos pelendones al mismo tiempo. Luego desarmó con certeros golpes a siete, y corrió tras ellos, que huyeron asustados. Tiene sangre de caudillo. — Calla, descansa y recupérate, tu gente espera en Sekobirikes. — Lo se Buntalos. Pero hoy me siento orgulloso de haber luchado al lado de este joven llamado Viriato. — Está bien, ahora descansa. ¡toma! bebe y no hables mas. — Gracias Buntalos. — Cuéntame mientras regresamos – dijo a Alucio. — Disculpa. Antes debo hacer algo. Se acercó a Viriato y en silencio le pidió los tres brazaletes, que sin rechistar devolvió, para ocultarlos de la vista de extraños, en el costado izquierdo de su ropaje. — Es buen luchador – añadió inmediatamente de regresar junto a Buntalos. — Eso parece. Y tu un buen maestro. Cuando lleguemos me gustaría cruzar mi espada con la suya. — Claro Buntalos. Si Alucio no tiene inconveniente. — Ninguno – apuntó el maestro. Anxo do Rego — 49 — — Entonces regresemos, me temo que en esta ocasión, y pese a vencer a los pelendones, no hemos conseguido eliminar el propósito inicial. — ¿A que te refieres? — Mientras luchábamos aquí, otro grupo ha debido hacerse con nuestro avituallamiento. Si es así, debo pensar como castigar a esa gente mas contundentemente, evitar que vuelvan a hacerlo en el futuro. En efecto, cuando el grupo de arévacos llegó al espacio donde debían encontrar a los guerreros cuidando el avituallamiento, solo encontraron muerte y desolación. Buntalos maldijo una y otra vez, luego guardó silencio y no volvió a hablar hasta entrar en Sekobirikes. Durante dos días los arévacos se dedicaron a preparar a los caídos en combate. Toda la población rindió honores a los muertos. Viriato y Alucio asistieron como invitados a las ceremonias oficiadas por Buntalos y el resto de pobladores de Sekobirikes. Los cuerpos de los guerreros fueron llevados y depositados en cuevas. Cavaron fosas para los quince y dejaron imágenes del dios Endovélico para que velara por ellos hasta que la luna llena quedara fija en el cielo, momento que aprovecharían para homenajear a los guerreros. Aun quedaban siete días para el plenilunio. En el tercero, Buntalos mandó llamar a Alucio y su alumno. — Te escucho Buntalos. — Me gustaría contar con ambos para la razia de castigo que iniciaremos mañana – dijo Buntalos con voz seria. — La verdad, preferiría ir solo yo. Soy responsable de la vida de mi joven alumno, se lo prometí a su padre. — Disculpa Alucio, pero Viriato ya es casi un hombre, hace poco ha combatido, y según me ha contado uno de mis hombres, con coraje, destreza y fuerza. En la ciudad solo se habla de su valor, le consideran un héroe. — ¿Que quieres decirme con esas palabras? — Que debería ser él quien tomara esa decisión. — En otro momento de su vida es posible, pero ahora yo soy el responsable ante su padre, y no me encuentro en situación de autorizarlo. Discúlpame Buntalos. — Te entiendo y disculpo. Pero tal vez deberíamos escuchar el deseo de Viriato. — De acuerdo, no tengo intención de contravenir tus deseos, aunque insisto en mi calidad de maestro y responsable de su vida. 50 La Falcata de Viriato © 50 — Te prometo dos cosas amigo Alucio, Viriato no morirá en estos lances. Tú y yo estaremos a su lado para cuidar de que nada le pase. — Sea como dices. — ¿Cuál es tu criterio Viriato? — Os acompañaré. Antes debo dejar constancia de que libero de su responsabilidad a mi maestro. Que mis palabras sean llevadas a mi padre si yo muriese, no deseo tome represalias con mi maestro. — Sea pues. Preparaos, mañana saldremos a caballo. — ¿Sabes montar, Viriato? — Si, mi caudillo, pero guerrear con él, no. — No será necesario su uso, solo como un medio más rápido para desplazarnos y alcanzar a los pelendones, ya que no nos esperan tan pronto. Conocen nuestras costumbres, creerán que esperaremos a celebrar en plenilunio las exequias de nuestros guerreros muertos en combate. — Entonces estaré preparado para cuando seamos llamados. — Así será. Ahora descansad, deberemos desplazarnos hacia el norte durante cuatro días hasta encontrar el primer castro de los pelendones. — Vamos, Viriato, descansemos. — Claro maestro. Caminaron hasta la cabaña. — Maestro ¿Me dejareis colocarme los brazaletes? — Es posible. Pero debes prometerme que no lo comentarás con nadie del pueblo arévaco. — Claro. No debes preocuparte, llevo tiempo trabajando en unos casi idénticos a esos, así podré llevar los falsos durante los momentos en que no combata. — Eres listo. Está bien, enséñame los tuyos. — Mira maestro, son casi iguales, excepto en las figuras de los extremos, para diferenciarlos. — ¿Sabes que significan? — No. Solo lo sabe mi padre, quien los recibió del suyo, y aquel del suyo. — Bien, los cambiaremos durante el camino, pero debes prometerme devolver los reales, en cuanto el peligro desaparezca. — Desde luego maestro. El grupo, de cuarenta hombres con sus respectivos caballos, salió temprano. Una niebla cubría la población, tan densa era, que apenas advirtieron la puerta norte, hasta encontrarse a pocos pasos de ella. Salieron en silencio. Enseguida, dos caballos se adelantaron al grupo y otros dos a la retaguardia, mientras a una Anxo do Rego — 51 — distancia corta y en ambos flancos del grupo, otros dos hombres, advertirían cualquier novedad. Viriato no se separó de Buntalos, que cabalgaba despacio, al lado de dos de sus capitanes. De cuando en cuando, alzaba el brazo y pedía la presencia del joven junto a su maestro. Por las noches, escuchaba con atención al caudillo bajo la atenta mirada de Alucio. Y lo hacia con sumo cuidado para no olvidar las palabras que definían cada una de las estratagemas previstas por Buntalos. La última noche, a punto de entrar en contacto con los pelendones, estableció el sistema definitivo. Rodearían el castro y atacarían primero por el norte, único lugar por el que no los esperarían. Mas tarde una segunda sección lo haría por el sur, cuando las fuerzas de los pelendones se hubieran concentrado sobre el primer punto de ataque. Mas tarde al dividirse para repeler el ataque del sur, se iniciaría otro por el este, y poco después el definitivo por el oeste. — Escucharme atentamente, nadie matará a sus jefes o capitanes, deseo hablar con ellos personalmente. Desarmarlos y llevarlos en dirección sur, a un punto que estableceremos mañana antes de salir. Las mujeres y los niños, si no os atacan debéis evitar su muerte. — Se hará como ordenáis. — Bien, ahora a descansar, saldremos antes de que el sol rompa por el horizonte, si la niebla lo deja. La lucha fue desigual, la mayoría de los hombres del castro ya habían muerto no solo a manos del enfrentamiento con ellos días atrás, sino bajo las armas de un destacamento romano. Mientras las mujeres, ancianos y niños esperaban la decisión del caudillo arévaco, recluidos en un redil de ovejas, Buntalos esperó en la cabaña del principal, la llegada de sus capitanes con cinco prisioneros. — Sabed que vais a morir, a menos que escuche vuestras explicaciones y que estas me convenzan. ¿Quién de vosotros representa al castro? — Yo —dijo un pelendón con su mano derecha sangrando al sujetar la herida abierta en el costado izquierdo. — Entonces habla. Te escucho. — Entiendo vuestro ataque como represalia, pero no tuvimos mas remedio, nuestra gente muere lentamente de hambre, apenas tenemos cereales, y aun menos, ganado. Habrás visto caudillo arévaco, que nuestros rediles están vacíos. — ¿Cuál es la causa? 52 La Falcata de Viriato © 52 — Los romanos. Ellos son la causa. — ¿Cómo? — Quemaron nuestros campos y arrasaron nuestros depósitos, antes de amenazarnos con llevarse a nuestros rebaños. Contra ellos no podemos luchar, están bien armados y son demasiados. — ¿Por donde se mueven? — En dirección sur. — Pero tenemos un tratado firmado. — Les da igual caudillo arévaco. Hacen cuanto les viene en gana. Mientras tanto nuestra gente muere de hambre. — Deberíais haber enviado un mensajero con lo ocurrido, os habríamos ayudado y ofrecido algunas medidas de cereales de nuestros depósitos. — Nuestro jefe no lo estimó así, y decidió atacaros. Aun le pesa que nos obligarais a establecernos en estas tierras del norte, donde el cereal no prospera. — Está bien. Vuestra gente no perecerá, pero estableceremos un acuerdo con vosotros, de lo contrario seréis muertos todos. — Haremos cuanto nos pides, apenas somos sesenta hombres en este pequeño castro. Nada puedes temer ya, y sí vuestras ciudades y poblaciones, de los romanos. Parecen dispuestos a ocupar vuestro territorio. Oí decir quieren sorprenderos viajando hacia el sur para entrar en territorio lusitano y atacaros por el oeste, por donde sin duda no esperáis. — Bien, vendrás con nosotros y dos de tus guerreros a nuestra ciudad, luego, cuando firméis el tratado, un grupo de guerreros regresará contigo con unas cargas de cereales y un rebaño para que iniciéis los vuestros de nuevo. ¿Es suficiente? — Si, mi caudillo Buntalos. — Bien, entonces llévanos ante el depósito de víveres y armas que robasteis hace días. — Claro, ahora mismo — Habla con tu gente y comenta lo que haremos. Mandaré dejar libre a los prisioneros, y haz que te curen esa herida o no podrás viajar con nosotros. — Gracias caudillo Buntalos. Viriato apenas había cruzado su falcata con tres pelendones, quienes al iniciarse el embate del sur, depusieron sus armas. No estaba cansado, ni había recibido rasguño alguno. Escuchó y observó con atenta mirada, el rostro de su ejemplo, Buntalos, y el de los vencidos pelendones. En ese instante apreció en la sabiduría del caudillo, una de las razones que le llevaban a dirigir a su pueblo, ser justo y pese a la muerte de muchos guerreros, no olvidar que los verdaderos enemigos eran los invasores romanos, no uno de los desiguales pueblos celtiberos. Se congratuló por ello y como ya escuchara de los ancianos de su castro, y aquellos, Anxo do Rego — 53 — de soldados cartagineses de su caudillo Aníbal, juró en silencio odio eterno a los romanos por maltratar al conjunto de pueblos celtiberos. Aquella noche Viriato soñó, y cuando despertó encontró la mirada de una joven pelendona observando los brazaletes de su brazo derecho. Sin abrir los ojos, la miró a través de la pequeña rendija dejada por la elevación de sus parpados, observó unos ojos negros encajados en un rostro delgado, con los labios secos necesitados de hidratación, por agua, o quizás leche. Observaba con suma atención el brazo extendido, descansado sobre un jergón de hojas secas, junto a las brasas, casi dormidas, de una hoguera en el centro de la cabaña. Sin que lo advirtiera, extendió su mano izquierda y la agarró de su brazo derecho. La joven, cuya edad no superaría los catorce años, se asustó y trato de zafarse del brazo de Viriato, quien no se lo permitió. — ¿Quién eres? ¿Qué haces? — Perdona si te he asustado. Me llamo Aunia, y esta es mi choza. Solo trataba de ver los brazaletes de tu brazo, son extraños y muy bonitos. No trataba de hacerte daño, arévaco. — Lo supongo, ya ves que duermo como las liebres, con un ojo casi abierto y las orejas pendientes de cualquier ruido. — Te repito que no pretendía hacerte daño. — Te creo. ¿Dónde está tu familia? — No tengo familia directa. Mi madre murió hace dos días y mi padre hace más de siete tiempos de luna en un enfrentamiento con romanos. — Pero tendrás al resto de tu gens ¿No es así? — Por supuesto, ellos me ayudan a sobrevivir, joven arévaco. — Está bien. Me llamo Viriato y no soy arévaco, sino lusitano. — No entiendo. ¿Qué es lusitano? — Somos otro pueblo. Tú eres pelendón, ellos arévacos, y yo lusitano. Somos celtiberos también, pero al suroeste, en otras tierras. Estoy aprendiendo a luchar, a ser guerrero. — Dime Viriato, que significan esos brazaletes, son muy bonitos. — Es una larga historia, y estoy hambriento. Supongo que tu también. ¿Quieres compartir conmigo el almuerzo? – dijo sacando dos trozos de carne seca del morral. — Si. Llevo dos días sin tomar apenas nada, solo un poco de agua. Cuanto trajeron nuestros guerreros de la escaramuza a los arévacos, no ha sido suficiente para los habitantes del castro. Después de muchos, muchos días sin comer solo alimentaron a los mas necesitados, los niños y las mujeres preñadas. — Pues siéntate a mi lado y comamos. Luego me contarás lo ocurrido para pasar esta época de necesidad. — Si quieres. 54 La Falcata de Viriato © 54 La mirada de Viriato se perdió en los ojos de Aunia. Mientras ella masticaba el trozo de carne ofrecida, él se mantuvo observándola. Su cuerpo posiblemente habría sido otro, de no tener falta de alimentos, sin embargo sus ojos no denotaban tristeza, solo cansancio e inquietud. De cuando en cuando le devolvía la mirada y con ella una sonrisa, tal vez forzada por el agradecimiento de poder comer ese día, o quizás por la certeza de saber que lo haría al día siguiente. Él no pudo comer nada. — Aguárdame aquí, no te muevas – dijo a la joven Aunia. — No me iré, te dije que esta es mi choza. — Claro, lo había olvidado. Salió de la choza y preguntó al primer arévaco que encontró, si había visto a su maestro Alucio. Le señaló la dirección y hacia ella se encaminó. Entró en la choza. En ella lo encontró conversando con Buntalos. — ¿Puedo pasar? –dijo interrogativo. — ¡Adelante! – oyó decir a Buntalos— Que quiere el joven guerrero Viriato. — Una petición. Deseo formular una petición a mi caudillo. — Adelante. Anxo do Rego — 55 —