140 La discapacitación bajo el prisma del arte. María Cruz García

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LA DISCAPACIDAD BAJO EL PRISMA DEL ARTE / Disability under the reading of Art
Mª Cruz García Torralbo y Francisco José Sánchez Concha
Grupo de Investigación PAI-CICA HUM 467
Universidad de Sevilla
gargalizzo@yahoo.es
Resumen:
A nadie se le escapa que la atención social desde instituciones públicas y privadas a los
discapacitados hoy día es intensa, positiva y temprana. Queda un largo camino por recorrer aún,
puesto que es muy grande la diferencia social que existe entre una persona discapacitada y otra
con sus capacidades humanas completas, pero a tenor de lo que la Historia nos manifiesta en sus
documentos escritos y gráficos podemos decir que los logros alcanzados son espectaculares. Y
este es el tema de nuestra investigación, cómo se manifiesta a través de la Historia este problema
visto bajo el prisma del Arte.
Los planos de la capacidad humana, como los de un cuadro, admiten lecturas diversas y
en cada lectura volcamos nuestra experiencia vital, nuestra subjetividad. Y no es la filantropía de
la Antigüedad, ni la caridad del Cristianismo, ni la beneficencia de la Modernidad, ni el realismo
complaciente del Barroco, ni la lástima autosuficiente y morbosa del romántico orgulloso, ni la
denuncia interesada de la contemporaneidad la lectura que debe hacerse del cuadro tenebroso
de la vida del discapacitado, sino la igualdad social en derechos y posibilidades que luego ellos y
nosotros pintaremos del color que más nos guste.
Palabras clave: arte, discapacidad, historia, igualdad social
Keywords: art, disability, history, social equality
Desarrollo:
A nadie escapa que la atención social desde instituciones públicas y privadas a los
discapacitados hoy día es intensa, positiva y temprana. Queda un largo camino por recorrer aún,
puesto que es muy grande la diferencia social que existe entre una persona discapacitada y otra
con sus capacidades humanas completas, pero a tenor de lo que la Historia nos manifiesta en sus
Sara Pérez López. Educación artística y patrimonial como vía de acercamiento para el trabajo con el colectivo sordo.
Arte, educación y cultura. Aportaciones desde la periferia. COLBAA: Jaén, 2012.
documentos escritos y gráficos podemos decir que los logros alcanzados son espectaculares. Y
este es el tema de nuestra investigación, cómo se manifiesta a través de la Historia este problema
visto bajo el prisma del Arte.
Porque la discapacidad existe desde que el hombre existe. Cuando un animal salvaje
mutilaba a un hombre en una cacería, cuando en un enfrentamiento tribal se perdía un miembro
del cuerpo o, lo que era peor, la vista, o cuando una madre alumbraba a su hijo en condiciones
inhumanas tras dolorosas horas de sufrimiento para ambos, se producía una ruptura con el hilo
natural de la existencia. Entonces aparecía en aquel mundo natural el problema del discapacitado.
La respuesta se producía en función de la utilidad del discapacitado en relación con el grado de
civilización despegado de la vida salvaje. En aquel mundo de utilidades, un discapacitado suponía
una carga añadida a la dureza del entorno y no será hasta que el hombre se haga sedentario
cuando se acepte como sujeto improductivo en la familia.
Desde que existe el hombre, existe el arte, porque el arte es la expresión del espíritu del
hombre. Nuestra actitud ante una obra de arte es diferente de la que observamos ante la
naturaleza. Esperamos que las obras de arte correspondan a lo que sabemos acerca de la
apariencia de las cosas. Y aquí está la pregunta ¿en verdad nos interesa la apariencia de las cosas?
Nos acercamos a la obra de arte en tanto en cuanto nos dice de lo que ya sabemos, de algo
existente. De ahí que todo el mundo crea entender el arte clásico o la pintura de Velázquez, por
ejemplo, porque se suele creer que lo que vemos reflejado se ajusta a nuestra realidad. Pero nada
más lejos de la verdad. El arte figurativo nos engaña por la simbología que conlleva. Lo que vemos
de arte griego no son hombres concretos, retratos reales de hombres reales. El dogma básico del
clasicismo fue que el artista debe estudiar la naturaleza con el fin de crear una belleza perfecta a
la que nunca llega la naturaleza, y su finalidad no es sólo producir placer a quien la contempla sino
reflejar la perfección del cosmos y la belleza de los dioses. O ¿acaso pensamos, ingenuamente,
que todos en Grecia eran tan bellos como nos dicen las esculturas y pinturas conservadas? Los
griegos distinguían perfectamente entre el ethos, carácter, y el pathos, reacción emotiva. De ahí
que, fundándose en los cánones egipcios, el arte griego evolucionara siguiendo la línea de
representación de tipos ideales manifestando acciones y estados anímicos por encima del aspecto
físico o el rango social.
Sin embargo, la idea de que el arte no sólo demuestra evolución histórica sino también
decadencia y renovación ha sido desde Vitruvio (s. I d. C.) un tema constante en la Historia del
Arte. Y este aspecto decadente lo captó como nadie el pueblo de Alejandría. Esta ciudad griega en
la costa de Egipto aceptó con verdadero interés la nueva comedia que se escribía en Atenas, las
obras de Menandro. Hasta entonces, la comedia de Aristófanes había llenado los escenarios de la
ciudad. Aristófanes había escrito sus comedias en plena invasión espartana y nos demuestran el
interés que sentían los atenienses hasta en plena guerra por los problemas de ética y estética,
burlándose de los filósofos de todos conocidos como Sócrates, pero el arte supo recoger en
numerosísimos retratos que conservamos a todos aquellos personajes de sobra conocidos por el
pueblo que acudía a los teatros a ver sus obras. Sócrates aparece en esas estatuas con una mirada
inquisitiva que busca la verdad, incluso cierta sonrisa maliciosa, acusando a sus acusadores. Él
había estado toda su vida instigando a los artistas a que expresaran la actividad del alma,
independientemente del físico, y éstos, que plasmaron con virtuosismo el carácter de Epicuro,
Metrodoro, Aristóteles, Hermarco, no pudieron sustraerse a un devastador realismo en el cínico
Diógenes, que aparece como un saco de grasa, deforme, para regodeo de sus detractores.
Menandro, en cambio, barrió lo que no dejaban de ser dramas burlescos bañados con una
chispa de sátira. Introdujo en la escena a personajes de la vida misma, adelantándose muchos
siglos a Moliere o a Tirso de Molina. Menandro comprendió que la verdad se esconde en la vis
cómica de todo ser humano que pretende vestir de seriedad su quehacer diario. Por eso sus
personajes hacen reír, porque reflejan el gusto por la caricatura y lo grotesco del pueblo llano.
Y el arte, que refleja la vida, se entretuvo en crear las figurillas que representan las
máscaras de la nueva comedia griega, tipos burlones y cínicos, como lo era el pueblo de Alejandría
conocido en la Antigüedad por su carácter excitable y brutal, ayuno del sentido de la reverencia.
De esta chusma no podría esperarse el más leve atisbo de misericordia para los discapacitados,
sino que servían para la mofa y el escarnio del pueblo bajo. Paralelamente, el arte áulico que
patrocinaban los príncipes tolomeos que manejaban el poder en la ciudad dejaba al margen
cualquier manifestación que sintiera “nostalgia del fango” como lo hacía el pueblo. A la perfección
artística sólo podía corresponder la perfección corporal. Los disminuidos físicos en acto de guerra
ocultaban su desgracia arropados en familia si tenía medios, o hundiéndose en las cloacas de la
gran urbe, en caso contrario. Los discapacitados mentales y los deformes servían para el
desahogo de la plebe, como manifiestan las figurillas de tres enanos cabezudos, bailarines de
mérito, ejecutando danzas callejeras al son de las castañuelas clásicas, bronces descubiertos en
un buque griego naufragado en Madhia en la costa de África, actualmente en el Museo de Túnez.
Este amor por los deformes para risión de observadores o para jácara de amos y siervos
no se pierde en el devenir del Arte. Así, en la Sítula de Certora –una sítula es una vasija que
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contiene el agua de las ceremonias funerarias- encontrada en Bolonia, colonia etrusca, vemos
escenas de la vida rural, cazadores que traen la pieza al señor, mujeres ataviadas con sus ropas
típicas, guerreros con sus armaduras, hombres arando el campo, y dos señores sentados tocando
la flauta y la lira mientras dos enanos bufones sobre el espaldar del sillón les jalean con sus
contorsiones.
Roma llegó al retrato, posiblemente, a través de las mascarillas fúnebres frecuentes en las
costumbres religiosas familiares romanas. De ahí que tendiera hacia la descripción realista del
aspecto físico del difunto. Pero el arte de la escena fue el que representó personajes de teatro por
diversas técnicas, herencia del griego. Ya en la pintura de las cráteras como ésta representación
de actores cómicos en una crátera de Capua, al sur de Italia, o en esta figurilla de terracota,
aparecen actores cómicos del tipo de los phyakes o grupos itinerantes de mimos disfrazados o
personas discapacitadas que servían para hacer reír con sus pantomimas y farsas cómicas. Al
margen de esta utilidad, los discapacitados no suponían tema artístico ni social alguno. En una
civilización tan pragmática como la romana no tenían cabida los sujetos incapaces de realizar
algún bien a la patria romana. Quedaban al amparo de la filantropía de los poderosos. Roma, a
decir de los escritos conservados, era bullidero de lisiados producidos por las numerosas guerras
que entabló la República y el auge dominador del Imperio, amén de los producidos en circos y
anfiteatros donde las luchas entre hombres o entre hombres y fieras, entretenían los ocios de los
más favorecidos o acallaban los estómagos hambrientos de la plebe. El arte romano, que explotó
el retrato para demostrar la grandeza de sus emperadores y personajes importantes, que, incluso,
recoge en sus escenas oficios útiles como tendero, afilador, o tabernero, o representan escenas
populares como dos hombres jugando a los dados, luchas, guerras, cacerías, celebraciones
religiosas, esclavos, deportistas, animales mitológicos y dioses propios y extraños, no tuvo, sin
embargo, el más mínimo recuerdo artístico para los discapacitados porque, simplemente, éstos
no eran útiles a Roma.
Con el Cristianismo vinieron a cambiar las cosas. El valor del ser humano, creado a imagen
de Dios, situó a los discapacitados a la altura de los poderosos porque todo hombre es hijo de
Dios. La caridad, virtud cristiana por antonomasia, se extendió como el Cristianismo y las personas
más desfavorecidas de la sociedad encontraron auxilio entre sus hermanos de fe. El mismo San
Pablo en sus cartas a las distintas iglesias exhorta a practicar la caridad. Fueron los obispos los
encargados de recoger y distribuir las limosnas de los fieles, y los mismos paganos testimonian
que los cristianos auxiliaban a todos los necesitados aun cuando no practicaran su religión.
Cuando a finales del siglo III se les permitió a las iglesias tener bienes raíces en propiedad
comenzaron a fundar asilos y hospitales para esclavos, enfermos, niños abandonados, desvalidos
y peregrinos. Pero el arte se presenta huérfano de obras que representen este tema. Primero por
su ilegalidad, el arte cristiano se mantuvo ausente de cualquier manifestación que pudiera poner
en peligro la existencia de los creyentes, minoría inmersa en el paganismo. Después,
aprovechando la representación que existía ya en el arte romano, los cristianos comenzaron a
expresarse con esquemas simbólicos que manifestaran a un simple golpe de vista las verdades
básicas de su religión. Posteriormente, el arte cristiano se mantuvo en una constante lucha entre
la aniconicidad preconizada por los planteamientos dogmáticos espirituales irrepresentables y el
anhelo de los obispos y jerarcas por expresar y extender la nueva doctrina por el orbe conocido.
Como es obvio, triunfaron los postulados representativos y el Cristianismo desarrolló un arte que
desde entonces ha impregnado la sociedad toda. Pero por el mismo motivo, desapareció el
retrato y con él cualquier manifestación del individuo. El arte quedaba restringido para Dios, y por
extensión para su representante en la tierra, el emperador o el rey, cuando la Corona sufra el
proceso de sacralización que se operó al necesitar el emperador de la Iglesia, en su intento de
conseguir la unidad política basada en la unidad religiosa.
Tanto el Antiguo Testamento como los cuatro Evangelios o el Apocalipsis de San Juan
proliferaron en miniaturas, capiteles, frisos, relieves. Poco a poco fue ampliándose el repertorio
artístico con escenas que representaban las virtudes y los pecados y aquellas representaciones
con temática romana pasaron a significar los múltiples estadios de la fe de las gentes. Los
pugilistas significaban la lucha del cristiano contra el pecado; los banquetes, la mesa del Señor, y
los discapacitados servían para magnificar la grandeza de los milagros operados por algún santo.
Como estos relieves de San Millán de la Cogolla en que el santo titular cura una ciega o sana a una
paralítica.
Con Cluny, el monasticismo se renueva. Tras los intentos de Carlomagno por renovar los
monasterios de su imperio, fue Guillermo de Aquitania en 910 cuando crea la que se convertiría
en la capital del imperio monástico. Tras casi cien años de humilde espiritualidad, fue San Hugo
con su obra quien llevó a Cluny a finales del siglo XI a su fama internacional. Este prestigio
adquirido como metrópolis de la Cristiandad a principios del XII se basaba en la estabilidad que le
otorgaban a su religión sus monjes intelectuales que se reservaban las interpretaciones místicas
más profundas de la fe, dejando a los humildes el privilegio de la devoción material para la que se
ilustraban capiteles, frisos y frontones. Los estatutos de Cluny en tiempos de San Hugo recogían
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como norma inexcusable no aceptar para la tonsura personas inútiles ni incapaces. Esto en plena
discusión apasionada en el seno de la Iglesia, en la primera parte de la Edad Media, de si los seres
imperfectos podían recibir la salvación como los demás humanos. En el friso del dintel de Vezelay,
abadía feudicitaria de Cluny el artista lo tiene claro. Si todos provienen de la semilla de Adán,
tienen derecho a beneficiarse de la Redención, pues Cristo vino a salvar a todos los hombres.
San Bernardo, con la creación del Cister, se enfrentó abiertamente en su sermón de 1124
a la profusión de esculturas en las iglesias monacales, no así en las episcopales, pues entendía que
unos hombres que se han retirado del mundo para orar no necesitan historias que les alejen de
Dios. Decidme, hermanos ¿de qué sirven en los monasterios tantas ridículas monstruosidades? San
Bernardo condenó el arte que llamó culto de ídolos y recomendó para la educación de los simples
e ignorantes sólo cosas bellas; en éstas estaban excluidos, naturalmente, los disminuidos. Sólo la
belleza podía aclamar a Dios, suma perfección, por lo que los deformes, disminuidos físicos,
incapaces, quedaron en el arte como representación del mal, del pecado, del demonio, porque la
fealdad sólo puede emanar del infierno. Dios no puede crear fealdad. De ahí que en los relieves
de las iglesias donde bebían el catecismo los iletrados aparezcan las virtudes representadas por
hermosas mujeres mientras que los vicios opuestos a ellas se vean significados por hombres
horrendos, bufones, tullidos o deformes.
Aquella economía cisterciense de la época de San Bernardo se perdió en el siglo XIII con el
impulso que le dio Suger al estilo nuevo, el gótico, patrocinándolo sin reservas en la abadía de
Saint Denis. Tras esta magnífica y primera obra en que se ensayan los principios básicos del
gótico, el nuevo estilo se extiende por Europa occidental. A la nueva arquitectura de sus
catedrales dedicadas casi todas ellas a la Virgen le corresponde la nueva escultura en la que la
Virgen es también protagonista. La decoración de las catedrales góticas presenta un pronunciado
carácter simbólico, alegórico; y a los personajes celestiales se les adosa multitud de personajes
rústicos y serviles, además de seres monstruosos que algún día serán aceptados en la comunidad
cristiana. Pero el gótico aboga en sus relieves y esculturas por una belleza más atemperada que la
que escatimó el románico, por lo que los vicios son representados por escenas definitorias
alegóricas y no por disminuidos o deformes. Así tenemos, por ejemplo, en la catedral de Amiens a
la Cobardía, representada por un hombre que se asusta de una liebre; la Intemperancia, una
señora castigando a su criada; la Cólera, mujer amenazando a su corrector con un cuchillo, y a la
Desesperación, con un suicida.
Con el resurgir del arte descriptivo que se operó en el Renacimiento, vuelve el retrato a la
paleta de los pintores, olvidado, como hemos visto, durante la Edad Media, porque el arte sólo
sirve a Dios. De registro realista y superficial en el norte de Europa, aparece, en cambio, en los
artistas italianos como heredero del griego, intentando sugerir el estado anímico del retratado.
Pero como el Renacimiento bebía en las fuentes del clasicismo tuvo la osadía de alejar de la paleta
todo lo que no fuera en consonancia con este canon de belleza. Paralelamente aparecen los
primeros cuadros de género e históricos, en los que los pintores narran escenas cotidianas o de
hechos acaecidos en las guerras o en pasajes bíblicos y mitológicos. Y es en estos cuadros en
donde podemos encontrar representaciones puntuales de discapacitados, ya en el siglo XVII en
que se han asentado perfectamente estos géneros pictóricos, sobre todo en el arte holandés que
se vio privado por el calvinismo del uso de las iglesias como soporte de pinturas y esculturas.
Brueghel el Viejo hace plante a la pintura heredada de los antiguos que se hacía en Italia y
presenta su alternativa manifestando las cosas por su significado y no por su atractiva apariencia.
En La parábola de los ciegos, inspirada en Mateo 15, 14 y en Lucas 6, 39, representa una escena
de su país natal en que el encorsetamiento de la religión calvinista que se impuso con la ruptura
de la unidad religiosa europea, llevó a la sociedad, rica y populosa a primera vista, a un ascetismo
exacerbado provocando la miseria en las grandes ciudades. (13) En el mismo sentido es el cuadro
de Los lisiados, llamado también de Los mendigos y de Los leprosos. En él, el artista hace una
crítica de la sociedad de su tiempo representando en los cuatro personajes a los cuatro
estamentos, el rey, el obispo, el soldado, el burgués y el campesino, aludiendo a la degeneración
humana.
En España, José Ribera, el españolito, valenciano de Játiva, contemporáneo de Brueghel,
pinta en Italia atraído por los grandes pintores, pero a diferencia de éstos la naturaleza no tiene
restricciones para él. En su paleta tienen cabida lo mismo lo bello que lo feo, lo monstruoso que lo
divino. Aquellos pintores, a los que él admira, no hicieron más retratos que de los grandes
mandatarios de los estados italianos, ya fueran señores u obispos, papas o reyes, y mujeres
hermosas reales o de ficción. Para Ribera lo importante es el ascetismo, no la voluptuosidad. Le
importan los mendigos, los hombres de la calle, los ancianos, los cojos, los desposeídos de la vista.
Así tenemos El lisiado al que coloca en la majestuosidad del soldado que desfila, oponiendo su
discapacidad para tal oficio a la picaresca sonrisa del que sabe que sólo es un juego del pintor. O
esta Mujer barbuda, cuyo hirsutismo, aparecido a los 30 años siendo ya esposa y madre, la
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convirtió en el animal exótico que debe exhibirse en la Corte para admiración y asombrosa
repulsa de los ignorantes.
Bartolomé Esteban Murillo pinta, en cambio, más ligado a la Iglesia. En plena apoteosis
del dogma de la Inmaculada Concepción, que los sevillanos defendían con especial celo como cosa
propia, Murillo, sevillano él, se recreó en pintar a María bajo esta advocación y su particular
iconografía hasta convertirse en su especialista. Aprovechando el amparo de la Iglesia sevillana, se
dedicó a pintar para género humano de tal forma que desbancó a Zurbarán del fervor popular al
responder al deseo de la Contrarreforma de despertar la piedad del creyente con la
contemplación de sus pinturas. Murillo es tan cercano al espectador porque acorta la distancia
entre lo humano y lo divino, haciéndolo cotidiano. Por eso en sus cuadros los discapacitados
sevillanos aparecen como principal motivo y como fin de la caridad de la Iglesia. No perdamos de
vista en su contemplación la proliferación de hospitales que tuvo lugar en España bajo el
patrocinio de nobles y eclesiásticos –nobles también- en concordancia mimética a las fundaciones
entabladas por la Corona que se iniciaron con los cuatro hospitales que en su tiempo fundaron los
Reyes Católicos, Burgos, Granada, Santiago y Ponferrada. Tras ellos, tuvo lugar un bullir
fundacional de centros benéficos en los que se recogía a los enfermos y discapacitados. Murillo
pintó para el Hospital de la Caridad de Sevilla a Santa Isabel curando a los tiñosos o a Jesús
curando al paralítico, y para los capuchinos a Santo Tomás de Villanueva repartiendo limosnas a
los desvalidos. Una vez más el arte se nutre de la vida, y la vida, en simbiosis con el arte nos deja
retazos dolorosos de cotidianeidad.
Si un pintor interpreta el momento histórico que le tocó vivir y recoge en su paleta
magistralmente su coherencia con la vida, ese es Velázquez. Alejándose de la rigidez preconizada
por Pacheco, Velázquez recrea en sus cuadros la esencia vital de los seres y las cosas, y en sus
retratos la melancolía de los bufones se nos queda en la retina desvistiendo nuestra memoria de
compasión, por el señorío que les impregna. Aquellos seres discapacitados por la naturaleza se
ven arropados en el lienzo velazqueño por el sutil velo de la tristeza que trasfunde la decadencia
de aquella sociedad encorsetada. Con la misma implacable soledad en que hunde a sus
personajes discapacitados acomete con estoicismo la aceptación del destino de infortunio. La
amargura y el desengaño están oscurecidos por la leve sonrisa del que ignora su cruda realidad y
se siente por un momento importante, como este Pablo de Valladolid, al que pinta como si fuera
un noble, de ahí su desgarrado realismo. Tanto en El bufón Calabacillas, discapacitado físico por
su estrabismo y mental por su vacuidad cerebral, de ahí lo de calabacillas, como en El niño de
Vallecas, oligofrénico hidrocéfalo, afectado de parálisis facial, o como en los bufones El primo y
Sebastián de Morra, Velázquez realza con cruda penetración la miseria humana, inútil en aquella
sociedad si se la desviste de la inocente simplicidad que les hacía acreedores de la estima de la
Corte como objetos de entretenimiento. Estos discapacitados nos sirven para manifestar la
desconfianza del ser humano en sí mismo. En ellos, la profunda hostilidad al trato con los
hombres que denunciaba Quevedo en sus obras –del mismo tiempo que Velázquez- surge de un
pesimismo que adquiere tintes nobles de humana compasión. Para Velázquez no existen las
diferencias clásicas entre lo bello y lo feo y su pintura parte de la creencia inquebrantable en la
existencia objetiva de los seres y las cosas y a la vez en el enfrentamiento que existe entre el
mundo sensible y el mundo espiritual. Por eso pinta con la misma majestuosidad a los príncipes
que a los mendigos. Cuando Velázquez pinta a estas “sabandijas de palacio” obligado por
contrato a pintarlas a la par que a la familia real, intenta arrancar de sus deformes figuras cierto
grado de humanidad, a diferencia de otros pintores más crudos y realistas, con el toque mágico
de sus pinceles por el que el espectador da vida a sus figuras inmóviles y lo lleva a su proximidad.
El siglo XVIII añade al retrato nuevas dimensiones. Ya no es sólo la apariencia física o la
lectura espiritual de las cualidades del retratado, ahora los artistas proyectan el rango social como
extensión de estas cualidades personales. Y esto es así porque el retrato es el género pictórico
que más sufre los cambios en materia de valores de la sociedad. Reynolds es el pintor inglés del
XVIII que introduce esta variación, incluso elementos narrativos y alegóricos, al estarle vedada la
creación de pinturas históricas. En este siglo también proliferan las academias de pintura, pero la
arqueología demuestra con sus hallazgos que no siempre los ideales clásicos dejaron de ser
contradictorios y variables, con lo que poco después, el Romanticismo se esfuerza en poner la
nota discriminatoria en el genio individual, ajeno a normas y desprovisto de aquellos ideales del
Neoclasicismo. Aunque anteriormente los artistas ya habían estudiado los extremos de la
expresión emotiva, será el Romanticismo el que demuestre mayor interés por el sentimiento
humano como elemento incontestable del retrato. De ahí que busquen modelos para sus cuadros
en los hospitales, en los manicomios, en las cárceles, entre los descalificados por la sociedad que
habitaban las cloacas de la ciudad; y paralelamente lo sean también los héroes, los superhombres
de la guerra y de la paz, en definitiva, todos aquellos sujetos imbuidos del carácter individual de
los seres únicos. Miremos, por ejemplo, el retrato de Una Loca, de Gèricault, en el que plasma a
esta anciana como un modelo individual que refleja claramente la enfermedad mental que le
afligía. La disimetría de los lados de su cara, la levedad de su rostro y la mirada ausente tras una
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sonrisa que no deja de ser mueca, nos acercan a la parálisis cerebral para la que ya no existe el
recuerdo sino el vacío. O esta Huérfana en el cementerio, donde el desamparo de sus ojos nos
hace vaticinarle un futuro doloroso. Los huérfanos, aunque entraban en el “saco” de los infelices,
inválidos, discapaces y expósitos, eran tenidos en “gran estima” por las leyes. En este tiempo en
que Delacroix pinta este cuadro, Felipe V ha extendido su Real Orden para que los huérfanos al
cumplir la mayoría de edad pasen a servir a su majestad en la Armada sin otra razón que “porque
son necesarios” No quiero pensar a dónde irían destinadas las huérfanas. Aunque no presentaran
discapacidad alguna se les consideraba incapaces de desarrollar sus potencias humanas como
mejor quisieran, por lo que el rey decidía cuál sería su suerte.
Proudhon escribía en su teoría de arte de 1865 que “el arte tiene como fin guiarnos hacia
el conocimiento de nosotros mismos mediante la revelación de todos nuestros pensamientos,
incluso de los más secretos” Y esta idea supieron captarla los románticos al hacer que en sus
cuadros caminaran al unísono el realismo y el idealismo.
Con el Impresionismo tiene lugar una ruptura en la concepción del arte, hoy
comprendida, que en su momento causó una verdadera conmoción. Los críticos de arte, salvo
excepciones, se opusieron a las nuevas técnicas de los artistas. Sin embargo, volviendo la mirada a
sus temas, comprendemos que no habían descubierto nada. Aunque parecieran novedosos,
incluso escandalosos, no podemos hablar de novedad total o de rechazo del pasado. Aquellos
artistas sabían que el arte se alimenta del arte y que en este devenir nunca hay ruptura sino
reacción. Hasta que llegue el Cubismo. Pero antes que esto ocurra, los impresionistas y
postimpresionistas –palabra que se acuñó para la gran muestra de pintura celebrada en Londres
en 1910- marcarán su impronta en el arte que ya era del siglo XX. Van Gogh, por ejemplo, que
supo como nadie contarnos su “ascensión” al cielo de la locura. Si esta relación de cuadros suyos
nos muestra el sufrimiento de su alma, su enajenación y delirio, escapa a la comprensión humana
aceptar que no cayera en la discapacidad, sino en la genialidad. A medida que avanzaba su locura
sus cuadros se nos manifiestan asombrosamente excepcionales. Quizás Vicent Van Gogh no servía
para otra cosa, quizás su locura le impedía convertirse en un respetable contable, carpintero o
agricultor, pero esta discapacidad para realizar lo que hacemos las personas comunes le colocó en
la exclusividad de los genios. Pocas veces el arte o la literatura o la música nos regalarán
ejemplares “discapacitados” como éste. Puedo recordar en este momento a Quevedo, en las
Letras, un cojo de mucho cuidado, afortunadamente para nosotros que nos recreamos con su
ácida obra. O Beethoven, sordo como una tapia o discapacitado auditivo como decimos
eufemísticamente ahora, cuya 9ª Sinfonía, de haber sido la 1ª y la única, hubiera bastado para
encumbrarle a la gloria de los genios. O Goya, otro sordo ilustre. Sus últimos cuadros están más
cerca de la intimidad del alma humana, con sus miedos, sus anhelos, sus tabúes, sus ansias de
despegar los pies del mundo animal que nos atenaza, que casi se convierten en retratos de
nuestras pobres almas.
Mientras Francia se abría a experiencias pictóricas nuevas, en España aún se respiraba el
academicismo clasicista. Sorolla será uno de los pintores que en sus comienzos aborde el
compromiso ético-social, la religión y la Historia de España como premisas impuestas por el
academicismo reinante, aunque su paleta comparta algunos principios del impresionismo, como
la factura espontánea, la fidelidad a la pintura al aire libre, la temática sencilla y anecdótica sin
grandes pretensiones didácticas como pretendía el arte establecido. Le costó llegar a un estilo
propio personal por la fuerte influencia de propios y extraños. Ajeno a los ensayos de cubistas e
expresionistas nunca abandonó su forma tradicional luminosa y colorista. Así nos deja esta Triste
herencia tras haber conseguido el gran premio en el pabellón español de la Expo de París en 1900.
Unos niños discapacitados se bañan bajo la atenta mirada de un hermano de la Orden de San Juan
de Dios. En este cuadro Sorolla saca a relucir la veta social y compasiva que nos brinda en otros
muchos cuadros suyos y que adoptó más por ansias de éxito –era lo que se llevaba- que por
inquietud social o altruista.
También a principios de siglo tenemos, antes de que juegue con el cubismo, a un Picasso
en sus inicios que han dado en llamar los estudiosos “período azul” del que según decía
Apollinaire en 1905 sabía combinar con fantasía “en justas dosis lo magnífico y lo horrible, lo
abyecto y lo delicado…Picasso ha vivido esta pintura cubierta de escarcha, azul como el húmedo
fondo del abismo, llena de misericordia: una misericordia que lo ha hecho más áspero” Así, pinta
El viejo judío, con su lazarillo que le abre la vida con sus ojos inmensos a unos ojos sin vida, o El
guitarrista ciego, cuya discapacidad visual le proporciona una capacidad superior, lo que
llamamos los “capaces” un sexto sentido, para abrazar la guitarra y arrancarle notas de
compasión, una compasión que no encuentra en el mundo circundante, ausente, de ahí su
abatimiento, su postración desolada. O La comida del ciego, que se le ofrece a golpes de tiento
por la imposibilidad de alcanzarla con la vista. O El loco, harapiento y desgreñado, el más
desvalido de los discapacitados porque su mente se encuentra a años luz de la coordinación
sensorial. La mueca de su rostro, el gesto de incertidumbre de sus interrogantes manos, nos
revelan la incongruencia humana de la capacidad física cercenada por la imposibilidad del
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discernimiento. La desnudez de sus pies nos induce a pensar que eso es cuanto tiene de contacto
con la vida humana, la poca tierra que toca.
Con su obra de ruptura Las señoritas de, Avignon Picasso entra de lleno en la concepción
del arte como oposición a la realidad, adoptando las premisas que, en comunión con Brake, se
extenderán desde entonces en el arte contemporáneo: no distinción entre imagen y fondo,
descomposición espacial de los objetos, yuxtaposición de diversos puntos de vista, unidad
espacio-temporal, identificación de la luz con los espacios cromáticos y gradación de la calidad en
la relación espacio-objeto. Sólo el arte de la fotografía y el cine siguen ajustándose a los
parámetros formales comúnmente aceptados, por muy “abstractas” que sean las obras, al ser
creaciones pensadas para la gran masa, por el descarado afán lucrativo que persiguen. Unas veces
para divertimento, otras para denuncia social, otras con fines científicos, el cine y la fotografía
admiten tintes reales, naturales, comprensibles para todos. Así, tenemos este estudio de un
enfermo mental realizado para el doctor Marañón, o este Pasacalles con enanos, de Román
Benito, en que el arte de la fotografía se pone al servicio de una idea predeterminada.
Las vanguardias pictóricas de entonces, del siglo XX -hoy son ya pasado en la Historia del
Arte- dejaron el tema del cuadro al margen de la investigación pictórica. Ya no hay tema, sólo
forma, color, intención. El ojo del espectador ingenuo, acostumbrado a sacar lectura del cuadro
que contempla, se ve frustrado en su afán por acomodar su experiencia estética con lo que le
muestra el artista, de ahí que rechace lo que le presentan como arte porque el arte del siglo XXI
camina ya en la desestructuración de la belleza, en la degeneración. Veamos, si no, este Dalí
bufón de Eduardo Arroyo. Como dice Panofski, al espectador ingenuo no se le puede exigir que
valore la obra de arte al margen de su subjetividad, de su experiencia vital, porque la lectura que
hace de ella la hace con los ojos del sentimiento y no con los de la razón. En cambio, la
discapacidad de las personas que nos rodean alcanza el plano de la razón, porque de razón es, y
de justicia, considerarnos todos discapaces. Los planos de la capacidad humana, como los de un
cuadro, admiten lecturas diversas y en cada lectura volcamos nuestra experiencia vital, nuestra
subjetividad. Y no es la filantropía de la Antigüedad, ni la caridad del Cristianismo, ni la
beneficencia de la Modernidad, ni el realismo complaciente del Barroco, ni la lástima
autosuficiente y morbosa del romántico orgulloso, ni la denuncia interesada de la
contemporaneidad la lectura que debe hacerse del cuadro tenebroso de la vida del discapacitado,
sino la igualdad social en derechos y posibilidades que luego ellos y nosotros pintaremos del color
que más nos guste.
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