EL POEMA MAS ANTIGUO Por Antonio Fernández Arce Esta China de las filosofías, de los aforismos y las parábolas, de la paciencia y el ascetismo, es también, desde su más remota memoria histórica, la China de la poesía y la creación. Creó la brújula para orientarse hacia lo insondable; hizo el papel y la imprenta móvil para preservar su descomunal capacidad mnemotécnica; inventó la pólvora para solazarse con la estética del trazo luminoso y multicolor de los fuegos de artificio en el espacio; y, para seguir filosofando, como hasta ahora lo hace, transformó paulatinamente las concepciones filosóficas en ritos religiosos, que abandonaba tan pronto dejaban de servirle para su vida terrena. La historia le hizo sufrir en carne propia el mal empleo que otros dieron a sus creaciones. Pero no ha sido precisamente la resignación el signo del espíritu chino. La paciencia no es sinónimo de docilidad o sumisión. Es una virtud que no comulga con la indolencia. Por eso, esta China de la proverbial parsimonia, de la quietud y la espiritualidad, registra en sus anales las más tumultuosas protestas sociales de la historia humana. La más antigua civilización del mundo, la única ininterrumpida en la historia de la humanidad – persiste con sus valores ancestrales en esta esta etapa de modernización y profundas transformaciones sociales--, nos ha legado la más antigua canción-protesta que se conoce hasta ahora. Es, tal vez, el más antiguo poema, y data de hace más de cuatro mil años. Un anónimo aldeano del siglo XXII a.J.C., ya le enrostraba al legendario rey Yao (en tiempos de lo que muchos llaman el comunismo primitivo en China) su desamor y su desaprensión por los problemas del pueblo. Lo hacía con melodía y con ritmo. Ese canto, que ha quedado grabado sobre una plataforma de piedra en una perdida aldea de la hoy provincia de Shanxi, viene a ser el primero y el más antiguo de los poemas chinos. El mundo occidental, que recién ahora, asombrado, se asoma al infinito universo de la poesía china, comprueba cómo, desde entonces, ésta es un río inacabable, una torrentada que nadie ni nada podría abarcar. De sus remansos claros y prístinos se puede extraer las mejores aguas. De su lecho más remoto nos llega este hermoso poema, indudablemente uno de los más antiguos del mundo. Comenzaba en China la esclavista Edad de Bronce. Pero el poema no tiene sabor metálico; tiene el sabor de la tierra, que habría de ser predominante en toda la vida china. En la lápida colocada sobre una plataforma de barro cocido (en la Mesopotamia los sumerios vivían entonces la antesala de su escritura cuneiforme sobre ladrillos moldeados), fue inscrito el poema que, según registros históricos, era conocido como Canción del Palmoteo de Madera, porque era entonado acentuándole el ritmo con golpes de un palo de madera sobre el suelo. También se le conoce como La Canción del Yang, porque tiempos después era ejecutado al son de la musica de un instrumento así llamado; o como La Canción del Viejo, porque –según referencias orales--su autor era octogenario cuando la compuso: Cuando llega el alba salimos al campo; cuando el sol se oculta, por fin descansamos; saciamos la sed si abrimos un pozo; labramos la tierra para tener granos. ¡Ah!, ¿de qué sirve, entonces, tener emperadores y reyes como amos? Protesta y premonición. El poema encierra un estremecedor sentido social. ¿No es, acaso, una hermosa canción de protesta como las que ahora fascinan a nuestras multitudés? Según las referencias históricas, el rey Yao era “tan benévolo como el cielo y tan sabio como el emperador celestial”. Las comunas primitivas desarrollaban la libre producción y formas de autosostenimiento, como queda revelado en el sentido del canto. El rey Yao estimuló ese modo de producción. Un día, cuando la gente empezaba a inquietarse porque, tras 50 años de sabio reinado, el emperador mostraba desinterés por el pueblo, Yao decidió disfrazarse de simple campesino y llegó hasta la plaza donde el viejo juglar concentraba a los aldeanos cantándoles sus poemas. En una ronda oyó cantar a los niños: Cuando el pueblo emprendió su propia vida eras sabio rey y supiste guiarlo. Ahora lo olvidaste. Y cuando un rey olvida, es mejor que imite a sus antepasados. Así lo hizo, siguiendo las normas de sus antepasados, el rey, que había comprendido el mensaje popular, cedió el trono a su hijo y se retiró. Cuando murió, el pueblo supo honrarlo. Hastá hoy queda en pie un templo dedicado a su memoria. A dos kilómetros y medio de la ciudad de Lingfen – que cuando era sede de la corte del rey Yao tenía el nombre de Pingyang-- está la aldea de Kangku, legataria de la añeja inscripción. Quienes quieran ver la lápida con el poema grabado sobre su superficie en caracteres antiguos, de cuando la lengua escrita china aún era informe, deben remontar las vastas tierras loésicas de Shanxi y embeberse de alucinantes panoramas en esa hoya que acogió los primeros asentamientos humanos de la antigua China.