(No citar sin permiso del autor) Retrato de familia: constituciones

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(No citar sin permiso del autor)
Retrato de familia: constituciones imperiales en el periodo revolucionario
Josep M Fradera
(Universitat Pompeu Fabra/Barcelona/ICREA)
Hasta la década de 1970, la constitución aprobada en Cádiz en 1812 se
consideró como una constitución española y para los españoles de la península. Desde
la perspectiva de los mundos conservadores o decididamente antiliberales españoles, el
texto gaditano se analizó esencialmente para discernir qué elementos de su arquitectura
interna respondían a un deplorable mimetismo con relación al constitucionalismo
extranjero, al francés en particular. Desde el otro lado del espectro cultural y político
español interesaba, por el contrario, resaltar el carácter nacional de un proyecto que
toma forma en paralelo con otros producidos simultáneamente en los Estados Unidos y
en Europa. Esto es: un proyecto acorde con los tiempos de cambio que abren los
revoluciones de Norteamérica y Francia.
Con el fin del régimen franquista estos dos esquemas interpretativos entraron en
crisis. La razón principal debe buscarse en una apreciación sensiblemente distinta de la
naturaleza del cambio político durante la primera mitad del ochocientos español. Desde
esta perspectiva, el debate se desplazó hacia una consideración más ponderada de la
profundidad del cambio liberal, de su radicalidad o moderación, de su fortaleza o
debilidad. Las dudas, en cualquier caso, se situaron en la valoración del impacto
revolucionario sobre las instituciones y los equilibrios sociales antiguos, agotados unos
y otros en apariencia desde fines del siglo XVIII. Para un sector importante de los
estudiosos, lo que se impone en estas décadas de 1790 a 1840 es un cambio social y
político de corto alcance y escasa profundidad, lastrado desde el principio por la
debilidad de los grupos protoliberales emergentes y la continuidad en las actitudes y el
poder social de las elites y la Iglesia dieciochesca. En concordancia con esta idea, la
cesura política que las Cortes pretendieron encarnar -cuánto menos discursivamenteresultó en una viscosa situación transaccional. En definitiva, la alianza entre las elites
tradicionales y los grupos emergentes permitió la continuidad de la vieja cultura
jurisdiccional y una notable subordinación del ideal emergente de „derechos del hombre
y el ciudadano‟ a la reforma de la nación católica como un todo, una reforma en la que
la monarquía estaba llamada a ser el árbitro esencial del proceso. A la inversa, otro
sector de la academia española defendió y defiende el carácter temprano, radical y
preñado de violencia del proceso de ruptura con las instituciones y prácticas del antiguo
régimen. Aquella radicalidad derivaba de la oclusión de las vías de reforma desde arriba
auspiciadas por la Monarquía durante el reinado de Carlos IV y el gobierno del valido
Manuel Godoy. En este sentido, tanto el gobierno afrancesado de José I (en el que
recalan muchos partidarios de la reforma desde las instituciones del Estado) como los
sectores que luchan contra el invasor napoleónico para preservar la continuidad del
gobierno antiguo y el imperio monárquico, deberán enfrentarse a una tercera
posibilidad, que se alza como alternativa a las dos anteriores. Esta tercera hipótesis
estaba representada por los partidarios de la reforma radical de las instituciones
existentes, en nombre de un proyecto nuevo al que los contemporáneos aplicaron el
sustantivo de liberal. Derrotados los franceses y sus aliados españoles en 1814, la guerra
implacable entre los partidarios de la preservación de las instituciones antiguas y del
poder arbitral del monarca y los partidarios del cambio liberal (con expresiones plurales
en su interior) desembocará en una guerra civil, que se cierra en los años 1837-1840 con
la derrota definitiva del neoabsolutismo y la victoria de los partidarios del liberalismo.
Este breve texto no aspira a clarificar las discusiones a las que nos hemos
referido, tampoco a mediar entre posiciones encontradas. Su pretensión es aportar un
ángulo de visión distinto para contribuir a resolver algunas cuestiones con mayor
fundamento. Esta perspectiva supone considerar la Constitución de Cádiz en toda su
dimensión, esto es, como un marco constitucional para el conjunto de un imperio con
dominios en cuatro continentes. En mi opinión, esta perspectiva permite iluminar de
modo nuevo cuestiones que no deberían haberse dejado al margen. Quien esto escribe
aportó su grano de arena a una lectura crítica del proyecto liberal gaditano en su
dimensión imperial, al señalar que su carácter inclusivo estuvo lastrado desde el
principio por la exclusión de las llamadas “castas pardas”, los descendientes de esclavos
en cualquier grado de parentesco. La exclusión no era un asunto menor o incidental.
Todo lo contrario, excluía a un elevado número de individuos libres, muchos de ellos
con prominentes posiciones en la cúspide del poder virreinal, por lo que afectó de lleno
a las relaciones entre españoles peninsulares y americanos. El empecinamiento
excluyente de la comisión constitucional restó credibilidad a las Cortes y a sus
propuestas para la reforma del imperio. Sin embargo, mis argumentos sobre aquel
desconcertante ejercicio de exclusión, problemático en su justificación doctrinal y en su
aplicación práctica, estaban pensados desde una limitación objetiva de partida. En pocas
palabras: su límite hermenéutico radicaba en la insuficiencia comparativa con otras
experiencias coetáneas. Por esta razón, me propongo situar de nuevo aquella polémica
cuestión, uno de los mayores problemas que los constitucionalistas gaditanos tuvieron
que encarar, pero hacerlo en el contexto internacional que le corresponde. Algunas
comparaciones con experiencias coetáneas nos permitirán situar en su contexto preciso
situar aquellas arriesgadas decisiones de los liberales peninsulares, en la dramática
coyuntura que se abre con la ocupación napoleónica y la crisis de la legitimidad
monárquica.
II
La constitución de Cádiz forma parte inequívoca de una familia particular de
textos fundamentales. Esta familia es la de las constituciones imperiales. En su sentido
más lato, las constituciones imperiales eran aquellas que fueron pensadas y diseñadas
para abrazar como un todo único a los imperios monárquicos heredados del siglo XVIII.
Por esta razón, esta familia de constituciones no es concebible en ausencia de un pacto
entre los habitantes de las metrópolis y los que habitaban en sus territorios ultramarinos.
En el caso español, por ejemplo, la constitución aprobada en marzo de 1812 es una
respuesta a la amenaza de desmembración del imperio y a la voluntad claramente
expresada por Napoleón, en la carta otorgada (“acte” en francés) que se aprobó en
Bayona en julio de 1808, de pescar en las aguas revueltas de la disidencia americana.
Sin embargo, más allá de las razones de oportunidad, la dimensión política e ideológica
del texto es mucho más compleja, puesto que dependió en última instancia de la
intersección entre los discursos ideológicos y la realidad del momento.
En los inacabables conflictos entre los estados europeos con proyección hacia el
Atlántico y los habitantes en los territorios del imperio, por las exigencias desmedidas
de recursos para la guerra, un fermento ideológico nuevo se situó invariablemente en el
centro del debate político. Este factor nuevo, preñado de connotaciones revolucionarias,
es el de representación política, expresado de manera deliberada en singular. Tal como
entonces se formula (o reformula) inyecta tres elementos decisivos en la apertura y
carácter del ciclo revolucionario de los años 1780 y 1830. El primero responde a la
centralidad misma de la categoría, en la medida en que desplazó para siempre las
fórmulas de reclamación parcial y acumulativa propias del antiguo régimen, incluso en
el caso de una monarquía constitucional como la británica. Este carácter corrosivo de la
categoría de representación se puso de relieve con la quiebra inapelable de la llamada
„representación virtual‟, la única fórmula que el llamado sistema Westminster ofreció a
los norteamericanos durante la crisis posterior a la Guerra de los Siete Años. La llamada
representación virtual sirvió durante décadas para canalizar las reclamaciones parciales
pero estaba incapacitada, por su misma razón de ser, para asentar un derecho de primera
clase. Además, en el marco de relaciones de tipo colonial, esta insuficiencia declarada
de la reclamación delegada y parcial conducía al fortalecimiento per se de una relación
jerarquizada con la metrópolis, aquella que justamente había entrado en crisis con la
guerras y las exigencias del Estado fiscal-miltar de nuevo cuño. La misma desconfianza
hacia fórmulas ya conocidas se impone en el debate en Francia con los Estados
Generales, en la España de la Regencia o el Portugal de 1820. Solo la igualdad de
representación resulta atractiva para los habitantes del imperio.
El segundo elemento era la inevitable y pertinente pregunta acerca de quiénes
estaban llamados a dar vida a la representación como un todo, el sujeto mismo del orden
político nuevo. La intersección de ambas cuestiones condujo en línea recta a la cuestión
de la soberanía nacional, que es el tercer elemento implicado, una fórmula que
transmutaba por elevación el momento de la representación en la comunidad mística de
la nación, la suma en un todo único de la voluntad de la ciudadanía. Es en este punto
donde el círculo se cierra. En efecto, si el espacio de la nación no tenía porque
confundirse con el del imperio (como la constitución francesa de 1791 intentó
vanamente en el artículo octavo del título VII), durante las crisis revolucionarias del
periodo se demostró muy difícil mantener su separación. De este modo, la formación de
un espacio único, nacional e imperial al mismo tiempo, comportó situar los problemas
asociados a la idea de representación y definición del nuevo sujeto político en el
corazón de las dinámicas imperiales del periodo. Esta lógica envenenada, aceptada por
los metropolitanos como una contrapartida indispensable para mantener la integridad de
sus imperios, concederá un dinamismo extraordinario a la transformación de las culturas
políticas en las metrópolis europeas y en los mundos coloniales. No por casualidad, los
habitantes de uno y otro mundo compartiero un marco político único, los derechos y la
representación igualitaria que eran el fundamento de las constituciones imperiales.
Aceptando que las variaciones y diferencias en su articulación fueron muchas y
substanciales, se impone una pregunta: ¿cuáles y cuántas fueron entonces las
constituciones imperiales? De manera tentativa, puede afirmarse que formaron parte de
la familia las siguientes: la norteamericana de 1787; las republicanas francesas de 1793
(no aplicada durante la política de Terror pero en cuyo marco se inscribe la
emancipación de los esclavos en el imperio francés de 1794, la conocida como
“constitucionalización de la libertad general”) y la republicana moderada de 1795; la
española de 1812 y la portuguesa de 1822. Todas ellas apelaban a la articulación de un
espacio único para la formación de la soberanía nacional. Todas ellas, por idéntica
razón, negaban la posibilidad de derechos particulares de orden histórico o derivados de
las diferencias entre las estructuras sociales de sus territorios, o los admitían muy a
regañadientes. La famosa sentencia de Maximilien Robespierre –“Périssent les colonies
plûtot qu’en principe”, se refiere al designio unitario de la República y no, como se
sostiene en ocasiones, a la vigencia de la esclavitud en las colonias francesas de las
Antillas y del Índico.
Las constituciones citadas no constituyeron la única modalidad observable
durante esta etapa. Al igual que la monárquica francesa de 1791, la constitución noescrita británica o la jacobina de la República bátava de 1795 no extendieron su
aplicación a las colonias antillanas o asiáticas del país. Estos casos mantuvieron la
fórmula dual de un marco liberal-representativo válido para los habitantes de la
metrópolis pero inaplicable al resto de los dominios imperiales. En estos casos,
destacadamente en el británico, la mejora del estatuto político de los habitantes del
imperio no hipotecó jamás la autonomía del parlamento metropolitano, que nunca
aceptó disolverse en una fórmula de parlamento imperial. Mientras, las constituciones
imperiales se enzarzaron en la más compleja y difícil de las operaciones: la definición y
organización de un marco común para todos. En efecto, la extraordinaria similitud y
dimensión de los debates entre coloniales y metropolitanos en Francia y los países
ibéricos estuvo condicionada desde el principio por la realidad de un sistema de
representación único, que admitía mal las diferencias. Estuvo condicionada también por
la enorme dimensión y heterogeneidad social de los territorios, que complicaba de
manera extraordinaria la formación de mayorías parlamentarias.
III
Tanto los franceses de 1792 como los españoles de 1810 trataron de proteger la
unidad de los imperios monárquicos heredados con la igualación constitucional. Cabían
otras posibilidades. Seguir el consejo de Jeremy Bentham a franceses, españoles y
portugueses, por ejemplo, de abandonar las colonias y refugiarse en la reforma de la
sociedad metropolitana. Unos y otros eligieron el camino más complejo, esto es,
enzarzarse en una discusión inacabable acerca de qué fórmula institucional era válida
para organizar una representación igualitaria en la nación-imperio, a quién admitir como
sujeto político que debería participar en su articulación. No puede extrañarnos,
entonces, que las discusiones centrales de cómo organizar el poder y la representación
presenten tantas similitudes en sus realizaciones y en su fracaso final. En efecto, las dos
grandes cuestiones que entonces se debaten remiten a cómo resolver institucionalmente
el reparto del poder, una vez el diseño constitucional escogido erigió a la soberanía
nacional en la única expresión aceptable de un cuerpo político único. Una vez
proclamada esta verdad fundadora, la capacidad de las partes para imponerse a las
opiniones e intereses seccionales resultaba vital. De no hacerse así, la facultad del
cuerpo legislativo hubiese resultado cercenada por la base y, en consecuencia, el
potencial para construir una sociedad liberal en algo puramente utópico. Esta cuestión
está en la esencia de los debates acerca del federalismo de los españoles americanos,
que no puede confundirse con la reclamación de autonomía de los estamentos antiguos
con la que en apariencia se funde. Si la representación es única, entonces la mayoría que
la conforme podrá determinar legítimamente la dirección a toma en la transformación
social emprendida. Este grave dilema, asegurar la igualdad y construir una mayoría
liberal en las Cortes, no es exclusivo del experimento gaditano. Los agudos debates en
Filadelfia en los años ochenta, en París en los noventa, en Cádiz en la década de 1810 y
en Madrid en 1822 de nuevo, y Lisboa en los años 1820-1823, sobre la estructura del
Estado y la „autonomía‟ de los poderes locales, respondió a la inevitable intersección
entre los intereses seccionales y el carácter unitario de la representación política.
La misma agudeza y apremio se producirá en las discusiones sobre la definición
cultural del nuevo sujeto político, todavía identificado con el concepto de ciudadano
(muy elusivo a largo plazo, como recuerda con lucidez Danièle Lochak). Son
ilustrativos, en este contexto, los debates norteamericanos o franceses sobre la
formación de los censos. Esta cuestión está igualmente en el fondo de la exclusión de
las castas pardas. El carácter unitario de la representación impuso desde el principio la
obsesión por la mayoría palamentaria. En consecuencia, la calidad personal de ciertos
grupos de población como condición de posibilidad (o imposibilidad) para el ejercicio
del derecho de voto y participación activa en la política que entonces se institucionaliza
es el objeto de discusión. Las elecciones que se toman no son nunca casuales, pero
deben entenderse cada una como lo que es. Se excluye, de manera variable, a mujeres y
menores de edad, a los condenados por los tribunales y extranjeros no naturalizados, a
ciertas minorías religiosas y a los descendientes de esclavos y esclavos en cuanto a tal.
Estos últimos constituyen, por razones sociales obvias, el problema por excelencia. En
efecto, a diferencia de mujeres, niños y criados, ninguna forma de delegación puede ser
razonablemente admitida en el caso de los esclavos puesto que éstos no comparten
interés alguno con su propietario. Esta es la clave de la posición de Mirabeau en la
discusión sobre los censos electorales en la Francia ultramarina o de la apelación de
Jefferson como el “Negro President” en los Estados Unidos por su victoria electoral
censalmente propiciada en 1800. En el caso español, si las „castas pardas‟ son excluidas
de la ciudadanía es porque, desde la perspectiva metropolitana, lo exige la unidad de
representación, la mayoría que se debe fabricar imperativamente. Es la dificultad de
constituir esta mayoría que conducirá al procedimiento espurio de excluir a los libres
que más cerca estaban del esclavo, cuyo estigma podía argüirse arteramente para la
minorización política de sus descendientes. Esta violencia programática medirá, en
todas partes, la distancia entre la igualdad invocada y las imposiciones del juego
político. En el mundo norteamericano, el desplazamiento esencial se decanta hacia el
llamado conflicto seccional que motiva las complejidades del llamado “federal
agreement” y la dura pugna seccional hasta el Missouri Compromise de 1820. En el
caso francés, la definición de los límites de la libertad y la ciudadanía determinan la
naturaleza del debate político hasta 1799, con el pleito en Saint-Domingue al fondo y el
espectáculo de una pequeña Francia de ciudadanos ex-esclavos con representación
cualificada en París bajo manto republicano. Es lo que Florence Gauthier definió con
lucidez como el triunfo y la muerte del derecho natural.
Tanto el debate entre unidad y federalismo como sobre la universalidad de la
ciudadanía, en los términos expresados, tienen un común denominador, esto es: el
dinamismo que impone la arriesgada apuesta de formar un espacio único de
representación política. Sólo a través de su legitimidad puede imponerse una legislación
que reforme la sociedad de antiguo régimen. Esta dinámica explica la poderosa voluntad
unitaria de los republicanos franceses, al igual que la de la primera generación liberal
española y portuguesa. Si las constituciones imperiales se imponen gracias al mandato
de igualdad, derivado del derecho natural y de los graves desafíos de la reacción
internacional y las guerras civiles internas (la Vandée del oeste francés y los colonos
antillanos esclavistas en el caso de Francia; realistas y americanos secesionistas en el
caso de España), es fácil entender que igualdad y unidad política se fundiesen en un
todo único. Sus consecuencias fueron de largo alcance, tanto en el orden interno como
en las posteriores soluciones para los imperios respectivos. Ni el republicanismo francés
ni el liberalismo genuino español nacieron constitutivamente unitarios, con sus bien
conocidos excesos. Es el resultado de aquel primer ciclo político que decantó las cosas
en aquella dirección, con consecuencias futuras bien conocidas.
IV
Este esquema de interpretación del momento constitucional gaditano permite
extraer algunas conclusiones. La primera se refiere a la importancia del contexto de
aplicación de los beneficios de la constitución. En otras palabras, muy distintos
hubiesen sido los destinos de aquel primer texto de 1812 sin su vocación abarcadora
para los territorios del imperio sin excepciones, de los Pirineos hasta Chile y Filipinas.
Ciertamente, los españoles no fueron los primeros en entrar en estas dinámicas que
incorporarían a los americanos y filipinos en las Cortes constituyentes, ni tampoco lo
fueron en discutir acerca de la capacidad de indios y descendientes de esclavos para
gozar de la ciudadanía. Los revolucionarios franceses llegaron antes a estas
conclusiones, empujados por dinámicas inesperadas en sus islas de plantación. Para
unos y otros, sin embargo, ambas cosas resultaron decisivas. Fueron aquellas
situaciones no previstas las que obligaron a negociar la igualdad política entre
individuos desiguales por su lugar de nacimiento (europeos excluidos de los derechos
constitucionales por haber emigrado a los espacios del imperio), por su procedencia no
europea o por su estatuto personal. Esta es la paradoja de la modernidad constitucional,
cuyo punto de partida no fue tanto la lectura de los clásicos del individualismo posesivo
o del contrato social, como la aplicación inevitable del mandato de igualdad para
rehacer la unidad del espacio político. Ciertamente, las formas que adoptó esta
transformación de la cultura política son múltiples y cada una debe explorarse en sus
propios términos. En cada uno de los contextos mencionados dependieron finalmente de
la naturaleza de las coaliciones políticas que lograron imponerse.
Por razones obvias, la igualdad política desencadenó situaciones de muy difícil
negociación. Para los europeos de la época resultaba muy difícil aceptar que gentes
contaminadas por la vida de frontera, organizadas en sociedades de menor
“complejidad”, pobladas por personas cercanas o nacidas con la lacra y estigma de la
esclavitud, tratasen de imponer su propia perspectiva de las cosas. En definitiva, las
constituciones imperiales tomaron forma sobre la realidad colonial heredada de los
imperios monárquicos. Pero el principio ideológico de igualdad política que las
informaba resultó de muy difícil digestión para las instituciones sociales o políticas
antiguas todavía vigentes, muchas de las cuales no resistirán sin merma aquel momento
de transformación que degradó la desigualdad política a una excrescencia del pasado.
Por esta razón, la más importante de todas que era la esclavitud se hunde sin remedio en
parte del mundo atlántico (de las trece colonias y de las Antillas francesas y en la
América española independiente), aunque renacerá de sus cenizas en otros lugares para
sobrevivir unas décadas más como “second slavery”. La crisis de las monarquías de
antiguo régimen condujo sin solución de continuidad a las revoluciones liberales aunque
no podía conducir con la misma presteza a la reforma de los fundamentos sociales del
sistema, afectar por igual al sagrado derecho de propiedad, el “pursuit of happiness”
norteamericano, incluso si esta propiedad era sobre seres humanos.
Me permitiré una reflexión final para terminar. La fragilidad de las
constituciones imperiales era evidente para todos. La vía de salida la señalaron por igual
y casi en paralelo las experiencias fundadoras norteamericana y francesa, aunque lo
hicieron de modo distinto. En lugar de imponer un marco constitucional idéntico para
todos, podían separarse dinámicas constitucionales e institucionales para la nación y el
imperio. En pocas palabras, construir lo que se conoce como una constitución dual, con
representación e igualdad política para los metropolitanos y “lois spéciales” para regular
la vida social y política en los dominios coloniales. Esta es una de las grandes
contribuciones napoleónicas al colonialismo del siglo XIX, la que se expone con
diáfana claridad en la constitución del año VIII (1799), una genuina constitución
colonial. La idea de la viabilidad de una doble constitución apuntaba de entrada al
vergonzoso restablecimiento de la esclavitud en las colonias francesas en mayo de 1802,
pero sus consecuencias y, sobre todo, la idea de „especialidad‟ colonial, sería un legado
duradero que prende de entre las cenizas del fracasado modelo de las constituciones
imperiales. Aún así, nada volverá a ser igual. El mensaje de una igualdad posible, entre
poblaciones distintas y en continentes distintos, se había esparcido ya por el mundo para
constituirse en el espejo de su negación bajo la fórmula de regímenes especiales.
Este ensayo no pretende ser una alternativa a los conocimientos actuales sobre la
transformación de los lenguajes y la cultura política en esta etapa. En todo caso es un
recordatorio de que, en ocasiones, las mutaciones políticas son empujadas por el
conflicto político y los trasfondos sociales del mismo más allá de las previsiones
iniciales de los contemporáneos. Como sea, un contrapunto final contribuirá a perfilar el
sentido de estas páginas. Basta comparar el proceso de elaboración de las constituciones
en Cádiz y Messina bajo tutela británica, con Arthur Wellesley y William Bentinck,
respectivamente, forjados ambos como procónsules en la guerra y la política británica
por el dominio del subcontinente indio, para percibir de inmediato las diferencias que el
contexto señalaba. Mientras en Sicilia se discutía acaloradamente como disolver los tres
estamentos de antiguo régimen en un sistema bicameral, en Cádiz se debatió con
idéntico apasionamiento sobre la calidad de la representación política y el perfil de
aquellos que gozarían de la plenitud de derechos políticos en la península, el Caribe y
los Andes. Cualesquiera que fuesen los resultados, la diferencia era crucial.
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