Buen vivir Buena vida y vida buena Alfredo Fierro (inédito) Se trata de un asunto no pequeño: cómo vivir la vida humana (Platón) No todo el mundo quiere vivir. Casi todos lo quieren, lo prefieren. Son excepción los que tratan de quitarse la vida. Pero no hay excepción, en cambio, en esto: nadie quiere malvivir; todo el mundo quiere vivir bien. En eso no discrepan los suicidas. Precisamente si tratan de quitarse la vida es porque no quieren vivir mal. Nada hay, pues, tan universal entre los afanes humanos como el afán de vivir bien, de un buen vivir. Pero ¿qué es eso de vivir bien o buen vivir? Cada cual coloca ese afán máximo en bienes diferentes de la vida. No es pequeña cuestión discutirlo, tratar de esclarecerlo. Y las palabras tanto ayudan a ello como lo entorpecen. Para empezar: “vivir bien” no equivale del todo, en todas sus resonancias, a “buen vivir”. Más clara es todavía la diferencia de matices –decisivos matices- entre “buena vida” y “vida buena”. El orden de las palabras cambia el sentido de su emparejamiento. Mientras que “buena vida” se codea con expresiones como “darse a la buena vida” que sugieren un desenfadado y placentero estilo de vivir, “vida buena”, como por magia, por la sola operación de cambiar el orden de los vocablos, lleva consigo resonancias morales: un buen vivir asociado a acciones éticamente rectas. Ya en esos matices decisivos se resiente la unidad universalidad humana en el deseo de un buen vivir y de vivir bien. En circunstancias frecuentes de la vida, buena vida y vida buena van juntas, se corresponden sin dificultad. Pero en no pocas ocasiones, y no sólo en situaciones extremas, también en la vida cotidiana, la vida buena pide actos contrarios a la buena vida o poco favorecedores de ésta. Así que hay personas que tienden a supeditarlo todo a la buena vida, mientras otras se esfuerzan en un vivir que merezca en todos los sentidos, también en lo moral, el calificativo de bueno. Aunque enseguida pueda objetarse: ¿según qué tipo de moral? No es cuestión baladí, en todo caso, la de aclararse con el género de vivir que uno desea. Excluido que alguien quiera malvivir, es un esclarecimiento muy conveniente, por no decir necesario: qué es para uno mismo vida apetecible, deseable, merecedora de ser conservada, preferible a la muerte. Hay personas que no realizan nunca en su vida esa clarificación y no por ello, sin embargo, viven mal. Pero se vive mejor, o hay más oportunidades para ello, si uno se ha aplicado a dilucidar para su propio uso qué clase de vida buena o buena vida desea y se propone. Calidad de vida Se ha convertido “calidad” en retórica y mito actual como “progreso” durante el siglo XIX. El mercado, sobreabundante ya en cantidades, necesita vender calidad; y, por tanto, ofrece o dice ofrecer siempre productos “de calidad”. Las marcas, los supermercados, las grandes superficies nos lo garantizan, hasta el extremo de que, “si no queda satisfecho –aseguran-, le devolvemos su dinero”. Los servicios sociales de una sociedad del bienestar –la educación, la sanidadtambién dicen proporcionar al ciudadano no un producto cualquiera, sino un servicio cualificado: una sanidad de calidad, una escuela de calidad. Tanto lo es que una reciente ley ha necesitado llamarse así ... En la cima y coronación de todo ello, aparecen los discursos y demandas de calidad de vida: una vida de calidad. El énfasis en la calidad parece haberse hecho necesario precisamente cuando los bienes y los servicios son percibidos por el consumidor y por el ciudadano como menos valiosos que lo posible y deseable. ¿Es que son ahora de peor calidad que otros tiempos? No; o no siempre. Pero hoy en día, más que en el pasado, se percibe con especial agudeza la distancia entre la realidad y la posibilidad tanto en el mercado y los servicios públicos del Estado de bienestar. A veces también ha habido, desde luego, pérdida de calidad. Cuando el café empezó a aguarse y a sufrir toda clase de mezclas, hubo que acuñar la reduplicación del “café-café” para el café de calidad. Que una ley se llame de ... resulta alarmante más que tranquilizador. ¿Será que cabría legislar y potenciar públicamente una educación que no sea “de calidad”? Algo va mal, o se analiza mal, cuando se propone una calificación así para una ley. O acaso, al contrario, sea un pleonasmo necesario; y haga falta que toda ley lleve ese añadido: ley de calidad del transporte, ley de calidad de los arrendamientos, código civil de calidad. La calidad de vida no se la puede crear el individuo para sí mismo y por sí solo. Viene dada y determinada al máximo, aunque no en todo, por las circunstancias de vida en las que vive, por la calidad de todos y cada uno de los elementos circunstantes: desde la calidad del trabajo hasta la del descanso dominical y nocturno, pasando por la calidad de la sanidad, de la escuela, del edificio que habita, del aire y del agua, de las vías y los transportes urbanos, de la televisión. Hablar de calidad de vida es una redundancia, un pleonasmo: no superfluo, sin embargo, acaso necesario. ¿Quién se contenta con una vida que no lo sea en verdad: vida-vida, como el café-café? Pero ¿cómo hacer si esto depende de circunstancias sociales que no está en manos del individuo corregir? Algunos investigadores han acuñado el concepto de calidad subjetiva de vida. Con él se refieren a esa calidad en cuanto percibida. En efecto, lo que cuenta no son tanto las condiciones objetivas, cuanto el modo en que nos afectan. Bajo unas mismas circunstancias, alguien puede sentir que lleva una vida perra, mientras otro valora como aceptable su calidad de vida. Ese quiebro subjetivo, sin embargo, no parece suficiente. Hay que resaltar que una porción tal vez no grande, pero significativa, de la calidad de vida depende objetivamente de cada cual, del modo en que dispone el espacio y entorno circundante, inmediato, y en que organiza y emplea su tiempo, no sólo el de ocio, tiempo libre, sino también el de trabajo.