Caracas, febbraio 18, 2015. Anno III, N° 01 -10- Cultura - Cultura Sconosciuti Desconocidos Antonio Nazzaro I l primo ha la faccia che riflette una vita come le linee d’autobus che non riescono mai ad avere un percorso definito mentre inseguono la città che strabocca nuove case. Ci sono tram che offrono rotaie dai percorsi sicuri ma, al vederlo, sai che ne ha presi pochi e al volo, e tanti, forse troppi, perduti neanche per caso. Ha passo svelto e agile per evitare la gente, come a dribblare la vita; la mendicante stesa sotto il porticato è saltata, come si evita lo sgambetto di una città che misura l’andare. Torino è una fotografia ingiallita che resiste. Caracas ha buttato le lenzuola sul pavimento e boccheggia. L’Avila si rigira su se stessa e l’orologio segna le sette del mattino. Lo vedo grattarsi il collo e cercare una posizione sulla sedia, sembra quasi nervosismo, gli occhi proiettano immagini sul muro. Si domanda: che film era già... Il secondo cammina lento osservando ogni cosa che potrebbe ricordare una storia; la sua passa e guarda dal finestrino di un autobus che è ponte e frontiera, e viaggi a ripetersi in cui nascono amori dal sapore a fermata quasi sempre provvisoria. Il passo non tradisce i silenzi lunghi, da sempre hanno il sapore di corridoi d’ospedali tristi e odore a disinfettante. Spesso sembra danzare, ma è un’acrobazia per mantenere l’equilibrio su fili di tram che si dipanano senza fretta. Torino è così lontana dall’America da sembrare vicina. Caracas si è portata il caffè a letto e guarda indecisa la doccia. L’Avila fuma la prima sigaretta. Lo vedo con il collo inchiodato tra le spalle e lunghe boccate. Sembra proprio nervosismo, le mani non trattengono la cenere. Pensa: forse conosco alcuni personaggi. Il terzo ha le mani disegnate da crepe d’asfalto, come il mare quando sbatte sul marciapiede e le auto sono boe alla deriva. Hanno unghie mangiate e non si capisce come, visto che non stanno mai ferme; e negli autobus ci sono occhi che guardano cattivi senza vedere. Le paure scorrono ai finestrini e la sua fermata non arriva mai. Il tremore è un ricordo del vivere tremante di un tossico sfuggito al martirio della morte e all’eroismo della salvazione. Pensa: non si capisce la fortuna. Torino è la distanza tra la terra e la punta della Mole che misura il cielo. Caracas canta sotto la doccia e suda mentre s’asciuga. L’Avila seduta ha riempito il posacenere ma non si muove. Lo vedo rileggere, strofinando le mani come a cercare una tenerezza, una carezza mancata, sembra proprio nervosismo, le dita intrecciano la barba. Sorride: mi confondo di film. Il quarto ha negli occhi lo spazio indefinito tra nebbia e cielo e un fondo di tristezza come un tram che rapisce un ultimo bacio e resti lì a guardarlo scomparire. Scrutano il giorno e la notte senza distinguerli, sono autobus che passano, e proiettano parole che hanno suono d’immagini mai trattenute; la pubblicità scappa avvinghiata ai fianchi del tram. Quasi cangianti e a volte di colore uno diverso dall’altro. Bucano la città i tram arancioni. In un solo gesto inforca gli occhiali da sole. Torino è bianca luce, riflesso di neve. Caracas guarda l’alto cielo cercando un po’ d’aria. L’Avila muove gli alberi come ventaglio. Lo vedo alzarsi, andare in cucina e bere un the freddo, dà l’impressione di camminare tra persone ma non c’è nessuno, sembra proprio nervosismo, i denti masticano il filtro dell’ennesima sigaretta. Il quinto conosce la metro che ha la faccia stanca della periferia e fermate sempre troppo lontane da case che non stanno mai ferme. Le spalle s’irrigidiscono al rispondere di una porta ma è solo un sogno e il rumore dell’aria compressa fa sbattere gli occhi e le porte di un autobus che ha da passare la strada e la notte. Seduto al tavolino apre gli occhi a guardare i passanti. Torino è una città tra tante a misurare un tempo. Caracas si rinfresca sotto un mango e ne mangia uno dopo l’altro. L’Avila tiene con le mani un cappello di nuvole sollevato dal vento. Lo vedo seduto con gli sconosciuti di sempre a raccontare la storia di un vecchio amico mai conosciuto. Tratto da: Odore a (Torino-Caracas senza ritorno) Illustrazione di Mariana De Marchi Edizioni Arcoiris Salerno Antonio Nazzaro E l primero tiene la cara que refleja una vida, como las líneas de autobús que no logran nunca tener un recorrido definido mientras persiguen la ciudad que desborda nuevas casas. Hay tranvías que ofrecen raíles de recorridos seguros pero, al verlo, sabes que de ésos ha tomado pocos y al vuelo, y tantos, quizá demasiados, perdidos ni siquiera por casualidad Tiene el paso ágil para evitar a la gente, como a driblar la vida; el mismo mendigo bajo el pórtico es brincado como se evita la zancadilla de una ciudad que mide el andar. Turín es una fotografía amarillenta que resiste. Caracas ha tirado las sábanas al suelo y bosteza. El Ávila se gira sobre sí misma y el reloj marca las siete de la mañana. Lo veo rascarse el cuello y buscar una posición sobre la silla, parece casi nerviosismo, los ojos proyectan imágenes en la pared. Se pregunta: ¿qué película era...? El segundo camina lento observando cada cosa que pudiera recordarle una historia; la suya pasa y mira desde la ventanilla de un autobús que es puente y frontera, y viajes que se repiten en los cuales nacen amores de sabor a parada, casi siempre provisional. El paso no traiciona los largos silencios, desde siempre tienen sabor a pasillo de hospitales tristes y olor a desinfectante. A menudo parece bailar, pero es una acrobacia para mantener el equilibrio sobre los cables de tranvías que se desenredan sin prisa. Turín está tan lejos de América que parece cercana. Caracas se ha llevado el café a la cama y mira indecisa la ducha. El Ávila fuma el primer cigarrillo. Lo veo con el cuello clavado entre los hombros y largas bocanadas. Parece propio nerviosismo, las manos no retienen la ceniza. Piensa: quizá conozca algunos personajes. El tercero tiene las manos dibujadas por grietas de asfalto, como el mar cuando golpea sobre la acera y los autos son boyas a la deriva. Tienen uñas mordidas y no se entiende cómo, ya que no están nunca quietas; y en los autobuses hay ojos que miran malvados sin ver. Los miedos se descorren en las ventanas y su parada no llega nunca. El temblor es un recuerdo del vivir tembloroso de un toxicómano huido del martirio de la muerte y del heroísmo de la salvación. Piensa: no se entiende la suerte. Turín es la distancia entre la tierra y la punta de la Mole que mide el cielo. Caracas canta bajo la ducha y suda mientras se seca. El Ávila sentada ha llenado el cenicero pero no se mueve. Lo veo releer frotándose las manos, como a buscar una ternura, una caricia que falta; parece casi nerviosismo, los dedos enredan la barba. Sonríe: me confundo de película. El cuarto tiene en los ojos el espacio indefinido entre niebla y cielo y un fondo de tristeza como un tranvía que rapta un último beso y te quedas allí viéndolo desaparecer. Escrutan el día y la noche sin distinguirlos, son autobuses que pasan y proyectan palabras que tienen sonido de imágenes jamás retenidas; la publicidad escapa abrazada a los lados del tranvía. Casi irisados y a veces de colores distintos uno del otro, agujerean la ciudad los tranvías naranjas. En un solo gesto se pone los lentes de sol. Turín es blanca luz, reflejo de nieve. Caracas mira el alto cielo buscando un poco de aire. El Ávila mueve los árboles como abanico. Lo veo levantarse, ir a la cocina y beber un te frío, da la impresión de caminar entre personas pero no hay nadie, parece justo nerviosismo; los dientes mastican el filtro del enésimo cigarrillo. El quinto conoce el Metro que tiene la cara cansada de la periferia y paradas siempre demasiado lejanas de casas que nunca están quietas. Los hombros se agarrotan al responder de una puerta, pero es sólo un sueño y el ruido del aire comprimido hace pestañear los ojos y las puertas de un autobús que tiene que pasar la calle y la noche. Sentado en la mesita abre los ojos mirando los transeúntes. Turín es una ciudad entre muchas a medir un tiempo. Caracas se refresca bajo un mango y come uno después de otro. El Ávila sujeta con las manos un sombrero de nubes levantado por el viento. Lo veo sentado con los desconocidos de siempre a contar la historia de un viejo amigo nunca conocido. Del libro: Olor a (Turín-Caracas sin retorno) Ilustración de Mariana De Marchi Edizioni Arcoiris Salerno