La primavera de Sandro Botticelli Manuel Berral del Rosal La representación de la primavera como tema central no es infrecuente en la pintura europea desde el Renacimiento. Obras con este título son las de Jacopo Bassano (1517-1591, manierismo veneciano), Nicolás Poussin (1594-1665, barroco francés) o Camille Pissarro (1830-1903, impresionismo) en las que la primavera aparece como representación de la naturaleza en dicha estación del año, es decir, con un tratamiento paisajístico. Por su parte Cósimo Tura ( 1430-1495, Quattrocento italiano) o Eduard Manet (1832-1883, impresionismo) ofrecen una versión alegórica representándola como mujer joven; mientras en La Primavera (también conocida como La florera) de Goya (1746-1828) la alegoría queda disuelta en una escena anecdótica e insustancial propia del gusto rococó; hasta la interpretación más caprichosa e irracional, muy apreciada por los surrealistas, obra de Giuseppe Arcimboldo (1527-1593, manierismo), como una especie de bodegón antropomorfo a partir de hojas, flores y otros elementos vegetales. Pero estas obras, salvo para el especialista, son poco conocidas y no constituyen lo más representativo de la producción artística de sus respectivos autores. Todo lo contrario sucede con La Primavera o Alegoría de la Primavera de Botticelli, sin duda la versión más conocida y popular de este tema, a pesar de su gran complejidad iconográfica y formal; además de ser la obra más significativa de este autor, junto con El nacimiento de Venus. Alessandro di Mariano Filipepi (1445-1510), conocido como Sandro Botticelli (mote familiar alusivo al aspecto “regordete”, parecido a un botticello o tonelete, originariamente referido a su hermano mayor) realizó su formación en el taller de Fra Filippo Lippi (1406-1469), del que recibió todas las soluciones plásticas y avances técnicos del primer Renacimiento (sobre todo, la sensación de volumen y la representación científica del espacio en profundidad, mediante la perspectiva geométrica) pero también un personal sentido de la gracia y la elegancia que suponen un distanciamiento de la “frialdad” científica con que los primeros grandes maestros del Quattrocento florentino (Masaccio, Piero de la Francesca) abordan la representación de la realidad. Tras su etapa de formación, Botticelli desde 1470, ya con taller propio, va forjando un imaginativo y peculiar estilo (dibujo vigoroso, riqueza cromática, formas ondulantes, figuras estilizadas, expresiones melancólicas) de gran belleza y elegancia con el que logra numerosos encargos de tema religioso (numerosas Vírgenes, temas bíblicos, La Adoración de los Reyes Magos, San Sebastián,...), a pesar de la fuerte competencia existente en Florencia con pintores como Verrochio (el maestro de Leonardo), Ghirlandaio o los hermanos Antonio y Piero del Pollaiulo. En la década de 1480, la reputación de Botticelli como gran pintor le hace ser seleccionado para la ejecución de tres grandes frescos de tema bíblico para la Capilla Sixtina en Roma, en su única estancia prolongada (1481-1482) fuera de Florencia. A su regreso, entrará de lleno bajo el mecenazgo de Lorenzo de Pierfrancesco, miembro de la familia Médicis, para el que realiza una serie de importantes encargos de tema mitológico (La Primavera, El Nacimiento de Venus, Venus y Marte, Palas y el centauro) que constituyen su obra de madurez y su aportación más valiosa y original al mundo de la pintura. Este conjunto de pinturas viene a ser la expresión plástica de las ideas filosóficas y estéticas del humanismo que se desarrolla en Florencia en torno a la Academia neoplatónica bajo la dirección del filósofo y humanista Marsilio Ficino y el patronazgo de los Médicis. La Primavera, conservada en la Galería de los Uffizi de Florencia, fue realizada hacia 1482 para decorar una de las estancias del castillo de Pierfrancesco. Es una obra realizada al temple sobre tabla de grandes dimensiones (203 x 314 cm.), formato que en la época solía reservarse para las pinturas de tema sacro. La ubicación elevada, colgada sobre un mueble, que originariamente tenía explica el punto de vista desde el cual están distribuidas las figuras, así como la altura de la línea del horizonte, algo más elevada de lo normal. La interpretación más aceptada por los especialistas hace una lectura de la obra en clave neoplatónica. En el centro de la composición aparece la figura de Venus (la Humanitas); en la zona derecha una tríada de personajes con Céfiro (el viento, que representa el Amor, el ciclón de la pasión) persiguiendo a la ninfa Cloris (la Castidad) convertida, tras ser poseída, en Flora o Primavera (la Belleza), que esparce flores por el mundo. Sobre Venus se sitúa Cupido, el dios del amor, que dirige su flecha a Castitas, figura central de tres Gracias, situadas a la izquierda, cuya danza ilustra igualmente la belleza de la pasión amorosa. Castitas mira al dios Mercurio, mensajero de los dioses y nexo de unión entre la tierra y el cielo, que aparta unas nubes (las del conocimiento humano). El significado profundo de este mensaje simbólico es el círculo neoplatónico del amor, entendido como la propia esencia divina infundida en el universo. Se trata de un flujo que emana de Dios y se manifiesta en la tierra como una fuerza vivificante, la pasión amorosa, por la que puede accederse a la Belleza cuya contemplación nos conduce a las esferas superiores, al conocimiento y a la reabsorción con lo divino. Para expresar este complejo contenido filosófico, el estilo de madurez Botticelli mantiene los valores ya logrados anteriormente en sus pinturas religiosas pero, definitivamente, renuncia a la representación real para buscar una definición plástica de la belleza ideal, dejándose llevar totalmente por la inspiración, la imaginación y la subjetividad. Para ello prescinde de la perspectiva, trata la naturaleza como un mero panel decorativo y estiliza las figuras cuyas expresiones, además, tienen aire ausente y nostálgico. Así consigue una sensación de irrealidad, de mundo ensoñado que nos remite a la belleza de la perdida Edad de Oro tan añorada por los neoplatónicos. Se ha escrito que Botticelli al no ajustarse al sistema plástico del Quattrocento (la representación objetiva y científica de la realidad mediante el volumen y la perspectiva) adopta una actitud retardataria de vuelta al gótico internacional (figuras estilizadas, sinuosidad de líneas, emotividad y sentimentalismo). Es ésta una interpretación simplista, pues su lenguaje plástico no supone el desconocimiento sino la superación del modelo de representación clásico, lo que lo convierten en un claro antecedente del manierismo. Además la subjetividad y la reflexión filosófica presentes en esta obra reflejan la interacción entre el objeto representado y el sujeto que lo representa, de modo que la obra de arte es una expresión del alma del artista. Esta postura estética convierte a Botticelli en el primero de los maestros modernos que anteponen la libertad y el protagonismo creativo frente a la autoridad de la norma. La última etapa de la vida de Botticelli está rodeada por las sombras en que quedó sumida Florencia tras las revueltas religiosas, provocadas por las predicaciones “integristas” del monje Savonarola contra el paganismo, que acabaron con la expulsión a los Médicis. La Florencia cuna del humanismo se convirtió en una “República de Cristo” sometida a un pietismo radical. En este ambiente, Botticelli sufre una crisis espiritual y vuelve a una pintura exclusivamente religiosa, dramática y formalmente arcaica. Sus anteriores pinturas mitológicas son ocultadas e incluso destruidas y el artista, pobre y casi paralítico, muere sumido en el olvido. Vasari en La vida de artistas ilustres (1550) prácticamente lo ignora e incluso lo confunde con Botticini, un pintor menor. Desde los tiempos de Savonarola, La Primavera junto al Nacimiento de Venus no volverán a ver la luz hasta que en 1815 se expusieron por vez primera en los Uffizi. La revalorización plena de Botticelli se inicia a mediados del XIX gracias a John Ruskin y los Prerrafaelitas ingleses para culminar con los estudios sobre su obra de los más importantes historiadores del arte contemporáneos (Warburg, Horne, Giulio Argan, André Chastel, Panofsky, Gombrich), confirmándolo como el pintor más importante de la segunda mitad del Quattrocento y, quizá como compensación al injusto olvido a que fue sometido, uno de los más conocidos por el gran público.