Salto hacia el abismo - Pontificia Universidad Javeriana

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____________________________________________________CUADRANTEPHI No. 15
Agosto – diciembre de 2007, Bogotá, Colombia
Salto hacia el abismo
Del salón de clase a la realidad de Cazucá
Por: Luisa Fernanda Guzmán
Carrera en filosofía
Pontificia Universidad Javeriana
Bogotá
fernandanda@hotmail.com
Resumen
El presente escrito no constituye una investigación filosófica propiamente dicha. Antes
que nada, es una crónica que surge a partir de una experiencia de trabajo comunitario
con una comunidad concreta. Sin embargo, la crónica entra en directa relación con la
filosofía y más que todo, con el quehacer filosófico dentro del ámbito universitario, en
la medida en que pone en cuestión qué tanto atiende la academia a la realidad que se
vive por fuera de ella. En relación con ello, esta crónica responde a un intento por
pensar las condiciones de posibilidad de conectar y hacer entrar en relación “el frío
concepto filosófico” y “la candente realidad colombiana”.
Abstract
The present work doesn’t respond to a strict philosophical investigation. It is a chronicle
which arises from a working experience with a specific community. Nevertheless, this
chronicle is related to philosophy, and most of all, to the philosophical work within the
academy, since it asks how the academy does attend to reality or the “real world” that
takes place outside of it. Therefore, this work thinks about the ways to connect and
relate the “cold philosophical concept” and “the burning Colombian reality”.
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Los acontecimientos y la historia
de una aldea son en esencia los
mismos que los de un imperio
y tanto en uno como en otro se
puede estudiar y llegar a conocer
la humanidad.
A. Schopenhauer
“El mundo como voluntad y representación”
El bus subía con bastante velocidad por una calle angosta, sin pavimento, levantando
polvo y borrando la silueta de los transeúntes a medida que avanzaba por las calles
empinadas de Cazucá, calles hechas sin mayor planeación cuya construcción respondía
a emergencias de momento, calles que me llevarían hasta el barrio El Oasis. Aquellas
calles me alejaban de mi cotidianidad y me acercaban a otras cotidianidades,
cotidianidades que visitaría de ahora en adelante cada sábado. De hecho, todos los
sábados, las calles de Bogotá transitadas en la adecuada dirección, me prometían un
cambio sustancial de panorama: del moderno salón de clase y las cómodas sillas
propicias para la discusión a un barrio a casi tres horas de camino. De las clases de
filosofía, los debates en torno a conceptos, la lectura e interpretación de autores
franceses, alemanes en su mayoría, griegos del siglo V antes de Cristo a un lugar donde
se lucha cada día por la supervivencia; del moderno e imponente edificio blanco a las
casas prefabricadas de 19 metros cuadrados recién adquiridas, materialización de los
sueños y señal de esperanza para aquellos que esperan un futuro mejor. Había llegado la
hora de dar un paso fuera del salón de clase, un paso fuera de la universidad, lugar
donde se gestan grandes ideas, se escriben trabajos de grado, se educan los futuros
médicos, abogados, economistas, ingenieros y sin embargo, un lugar que puede
absorbernos tanto en sus aulas que nos aleja de la candente realidad colombiana que
difícilmente vive y sufre el universitario promedio.
El bus avanzaba a gran velocidad considerando el estado de las calles y la cantidad de
niños, mujeres embarazadas y con niños de brazos que deambulaban por las calles.
Hábilmente, el chofer esquivaba huecos, niños, buses y yo me sentía, de algún modo,
extraña en medio de esta otra ciudad que empezaba a conocer. Era de esperarse tal
sensación: yo era la visitante mientras que para el chofer y los otros pasajeros esta era su
cotidianidad. Ante tal escenario, a medida que me acercaba al barrio El Oasis me
preguntaba acerca de la posibilidad de construir un puente. Un puente entre dos
realidades, entre la universidad, su bagaje conceptual, sus teorías y formulaciones faltas
de vida, faltas de hambre, faltas de violencia y la otra realidad de nuestro país que se
hace tangible en un lugar donde se viven en carne propia las consecuencias de una
guerra interna. La construcción de un puente que comunique la universidad, la academia
con Cazucá sería un desafío para cualquier ingeniero civil, un proyecto sin ninguna
utilidad y con un gran costo para la secretaria de planeación, pero una necesidad para
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un científico social. Ahora bien, puede que este puente exista hace mucho tiempo y que
la universidad sea una respuesta concreta, visual y tangible de un intento por formar
personas capaces y decididas en la transformación de la sociedad. Pero si fue así, parece
que este propósito inicial se hubiera diluido a favor del academicismo y la competencia
maratónica por obtener títulos. En vista a la falta de comunicación de estas dos
realidades la pregunta se hacía persistente: ¿cómo construir este puente? En efecto, ya
había superado la pregunta por el sentido que podría tener esta construcción, pues a
causa de preguntar por el sentido del sentido del sentido había llegado a este nivel de
escepticismo frente a la labor de la academia frente a la cual se alza una realidad que
pide auxilio a gritos agigantados, donde no hay tiempo para preguntar por ningún
sentido. La pregunta inicial se transforma y se reformula volviéndose cada vez más
concreta: ¿cómo carajos aplicar el conocimiento y el bagaje conceptual adquirido a lo
largo de una carrera de ciencias humanas a la realidad catastrófica de nuestro país? Para
mí la labor estaba clara: no más discusiones interminables en torno a conceptos que
pocos entienden y con los que muchos se divierten, ahora se trataba de procurar un
cambio efectivo en la forma de vida de una población colombiana marginada, algunos
pocos habitantes de un barrio de Cazucá. Ahora bien, ¿Qué cambio puede suscitar un
filántropo amante de las letras con “bastos” conocimientos jurídicos y de formulación
de proyectos productivos? Desechando una y otra posibilidad, la realidad me mostraba
que al estudiante amante de la letras, de la lectura y habitante del mundo de los
conceptos no le queda otra que jugársela toda con aquel elemento hoy en día relegado y
aniquilado por la sociedad de los afanes y los horarios: la reflexión. Así pues, mi labor
se circunscribía dentro de un intento por suscitar en esta comunidad la reflexión
entorno a la situación que enfrentan. Propiciando en ellos la inquietud y las ganas de
pelear por una vida mejor. Mi pregunta no era qué hacer sino cómo.
A medida que el bus avanza me constato de la inmensidad de esta otra realidad.
Podríamos decir que Ciudad Bolívar y Cazucá constituyen otra ciudad, nuestra ciudad
vecina. Ciudad que se construye en la inmediatez de la necesidad, que se agranda a lo
largo y ancho del territorio comprendido entre Bogotá y Soacha para dar cabida a los
viejos y nuevos visitantes. Ciudad unicolor, todas sus calles son amarillas como la arena,
pero multicultural ya que recibe desplazados de varias zonas del país. Lugar habitado a
causa de la emergencia y que sin embargo, tras algunos meses o años se torna hogar
permanente de muchos. Una vez he llegado al punto de destino, el colegio del barrio El
Oasis, me bajo del bus, doy una mirada alrededor y diviso el establecimiento educativo,
un edificio color amarillo claro con letras verdes. Cuesta arriba se ven algunas casas
prefabricadas y mas atrás algunos refugios de madera, cartón, latas, casas andróginas
construidas con lo que se pudo conseguir antes de la noche, el día de llegada. Casas
pequeñas que para aquellos acostumbrados a verlas todos los días son incluso invisibles.
Pero invisibles para muchos, estas casas son en realidad señales de alarma que el resto
de la comunidad se niega a escuchar.
Aquí estaba yo, inmersa en esta realidad propia y a la vez ajena, después de haber tenido
en mis manos, palpado, manoseado, digerido libros escritos por intelectuales que
habitaron contextos diferentes al nuestro y buscando un nexo entre ellos y nosotros, los
tercermundistas, los latinoamericanos, los colombianos, los desplazados. En efecto, si
sigo la sentencia schopenhaueriana inicial, los nexos entre aquellos y nosotros son
infinitos, la condición humana es universal, solo cambia el contexto y sin embargo la
figura del intelectual se dibuja muy ajena en mis sueños: el hombre bien acomodado, en
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su confortable silla, rodeado por su inmensa biblioteca que contiene los títulos más
antiguos y más recientes, lee sus autores predilectos en su lengua original, su chimenea
prendida, su copa de vino en una mano. Mi filósofo ideal no toma aguardiente ni
escucha rock y ante esta imagen de aquel afortunado señor se alza la realidad de Cazucá,
no hay tiempo ni dinero para dedicarse a la lectura, las labores del pensamiento parecen
estar reservadas para el bien acomodado.
Me acerco a la escuela con una inquietud, una pregunta, un pensamiento que no paraba
de caminar al alrededor de mi cabeza: ¿cómo construir el puente? Un puente tiene
cimientos y columnas pero yo no tenía nada, de pronto algunas ideas u ocurrencias que
en realidad eran cuestionamientos; si tenía los materiales de construcción no tenía las
formulas para la mezcla adecuada del cemento. Caminando hacia la escuela, las
preguntas se hacen presentes en un lugar donde el sol y el viento parecen pelearse el
puesto, un rato sale el sol y con toda su fuerza hace que los habitantes huyan a la
sombra, al poco tiempo llega el frío y fuerte viento a recuperar su lugar. Me quito el
saco, me pongo el saco, me lo quito y en los lapsos de tiempo entre este quitar y poner
miro alrededor con la mirada de aquel recién llegado que quiere verlo todo y por ello no
ve nada. Yo conocía mi realidad, aquí era una extranjera. Para mí, los habitantes de
Cazucá eran sobrevivientes, ellos, por su parte, estaban en medio de su cotidianidad,
ejerciendo las labores rutinarias del sábado. Bajo mi sesgada perspectiva los habitantes
de Cazucá sobreviven día tras día, pero después de varios meses o incluso años, ellos ya
no sobreviven sino que viven su cotidianidad, ya no viven en su cambuche, viven en su
hogar.
La idea que lleva a muchas organizaciones no gubernamentales a trabajar con aquellas
comunidades que están a la deriva y que se constituyen como respuesta al no
cumplimiento de los deberes por parte del estado es que los habitantes de estas
comunidades dejen de ser sobrevivientes: no subsistan de las personas de buenos
corazones que contagiados por el ambiente de solidaridad que se respira en diciembre
llevan regalos a los niños o de la alimentación que otorgan ciertas organizaciones sino
que se consoliden como una comunidad organizada y puedan emprender procesos de
reconocimiento y exigibilidad de sus derechos. Esta idea yo la compartía, en principio,
pero al poner un pie en la realidad de Cazucá no tarde en sentirme foránea, extranjera,
extraña, una humanista apasionada con preguntas y palabras que allí se hallaban
claramente fuera de contexto. Pues bien, yo desconocía la realidad de Cazucá, lo crítico
es que antes de conocerla sentía la necesidad de propiciar un cambio. Había llegado el
momento de pensar si en realidad un extraño podía brindar a la comunidad las formulas
para salir de una situación que tal vez, solo ante sus ojos de foráneo necesitaba una
mejoría. De hecho, ¿Quién conoce mejor su realidad que aquél que la vive, la sufre, la
lucha y por ello sabe mejor lo que necesita? Ante esta situación, no obstante, no sentía
comprometida mi labor de humanista apasionada, pues no importa la organización de la
cual se hace parte cuando ésta es sólo un medio de acceso a la población. Lo importante
continuaba siendo el contacto de dos realidades aunque un nuevo cuestionamiento se
hacía presente: ¿el contacto de las dos realidades, el puente que comunica el aquí y el
allá, lo hacemos los académicos por y para ellos o lo construimos por y para nosotros?
Tal vez pueda ser éste un puente de doble vía, de doble enriquecimiento.
Cada sábado, Cazucá me recibía con las manos abiertas, con el sol punzante y el frío
que lo acompaña. Específicamente, mi labor se circunscribía en una de las áreas de
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Habilitación Social de la fundación “Un Techo Para Mi País Colombia” y consistía en
tratar con la comunidad temas comunitarios. Aunque decidida a hacerlo, los
interrogantes no cesaban: ¿era éste el lugar de construir el puente entre el frío, exclusivo
y ambicioso ejercicio académico y la caliente, no tan exclusiva, realidad colombiana?
Sin poder dejar las preguntas de lado ellas mismas se transforman y se reinventan: ¿es
éste un puente posible? ¿es posible transitarlo sin que se comiencen a derrumbar sus
bases en el camino? La empresa es ambiciosa, falta de sentido para muchos, para
algunos sería incluso innecesaria, pero la realidad de Cazucá me demostraba lo
contrario. Tal vez el puente no puede ser construido de inmediato sin antes haber
intentado construir, en el ir y venir de los días, al menos una humilde escalera de
peldaños de madera.
Mi intervención en la comunidad de “El Oasis” iniciaba con el tratamiento de un
problema concreto que afectaba a la comunidad y que ellos mismos habían señalado
como pertinente: mediación de conflictos. A la vez que reconocían sus problemas, la
mirada de los habitantes de “El Oasis” reflejaba expectativa. Los niños, siempre
presentes, ignorantes del por qué de su situación, reflejan por medio de sus ojos la
situación de una niñez que se debate entre el hambre y el juego inocente. Víctimas
inocentes de un conflicto a escala nacional, ahora los habitantes de Cazucá estaban
listos para trabajar, reconocer y solucionar sus conflictos internos. En medio de este
escenario recordé una frase de Estanislao Zuleta pronunciada por quién había sido mi
profesor de antropología filosófica: “una sociedad mejor es una sociedad capaz de tener
mejores conflictos. De reconocerlos y de contenerlos. De vivir no a pesar de ellos, sino
productiva e inteligentemente de ellos. Que sólo un pueblo escéptico sobre la fiesta de
la guerra, maduro para el conflicto, es un pueblo maduro para la paz…”. Ahora
encontraba el lugar y el tiempo adecuado para aterrizar esta formulación filosófica y
traerla a tierra y así poner el primer peldaño a la escalera. La situación de Cazucá,
reflejada a través de un solo barrio y algunos de sus habitantes, se me presentaba como
el escenario en el cual lo dicho por el filósofo recobraba sentido. Tras años de
sufrimiento, largos caminos recorridos con maletas al hombro, construcciones de casas
con el único fin de escapar a la intemperie, ahora los habitantes de Cazucá habían
manifestado el deseo, incentivado por nosotros, de reflexionar sobre el conflicto.
Cada sábado el trabajo continuaba, el mismo sol me saludaba a la llegada y el mismo
frío me despedía. Las caras de las personas cada vez eran más familiares y tenían mayor
recordación para mí, los nombres de los personajes más activos ya eran imborrables de
mi memoria: Gustavo, Wilson, Claudia, Nancy. Igualmente me había acostumbrado al
bus que subía por las improvisadas calles a alta velocidad. Pero aunque me había
acostumbrado y habituado a ese bus, todavía me sentía como una extraña respecto de
los verdaderos problemas que se gestaban al interior de la comunidad de “El Oasis”.
¿Qué concia yo respecto a los conflictos de una comunidad extraña? Conocía el sol,
conocía el color de las calles, los nombres de sus habitantes, sus modos de ser, algunas
de sus casas, pero los conflictos permanecían escondidos dentro de lo más profundo de
la comunidad.
La preguntas se transformaban una ves más camino a su concreción: ¿cómo presentar el
problema de mediación de conflictos de modo que efectivamente “toque” a los
habitantes de El Oasis como comunidad, los conduzca a la reflexión y tenga un efecto
en su cotidianidad? Si hallaba respuesta a esta pregunta podía dar por sentado que el
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puente comenzaba a construirse. Sin embargo la solución a este dilema provino de la
comunidad misma. Gustavo, un hombre a quien yo considero el auténtico líder, quien
puede parecer callado pero cuyo verdadero distintivo es la prudencia, quien sin
postularse como líder es elegido en unísono por la comunidad, propuso la presentación
de una película colombiana titulada “Como el gato y el ratón”.
El día de la proyección de la película hubo un buen número de asistencia. Los
participantes se acomodaron en las pequeñas sillas de la escuela y se prepararon para
ver la película acompañando la función con unas empanadas y un vaso de gaseosa.
“Como el gato y el ratón” resulto ser una introducción magistral al tema del conflicto.
Esta película se sitúa en un barrio de condiciones similares a “El Oasis” cuyo conflicto
mayor se genera en el momento en que llega la electricidad. La comunidad de “El
Oasis”se vio reflejada en aquella otra comunidad por medio de la clase de conflictos que
en ella se suscitaron pues similarmente a como sucede con la electricidad en la
comunidad de la película, fue causa de conflicto y al parecer, incluso de muerte, la
llegada del agua a “El Oasis”. Gustavo había dado en el punto y prueba de ello era la
cantidad de comentarios, opiniones y reflexiones que a partir de ella se generaron dentro
de los participantes, generando en mí una reflexión ulterior: ¿será la mejor forma de
reconocernos y de reconocer nuestros problemas el ponernos en escena ante nosotros
mismos? ¿Tenemos que alejarnos de nosotros y de nuestra situación y verla como si
fuésemos extraños para reconocernos y reconocer nuestros conflictos y demás
condiciones de nuestra existencia? Pero más allá de la reflexión del momento, una
verdad se revelaba poderosamente y se alzaba burlonamente ante mi inicial propósito de
ser, no sólo la ingeniera, sino también la obrera del puente: la comunidad de “El Oasis”
tiene dentro de ella las herramientas y las capacidades para visualizar, reflexionar y
solucionar sus propios conflictos. ¿Cuál era entonces nuestro lugar, el lugar de los
estudiantes universitarios? ¿Éramos los propiciadores de la reflexión o más aún, los que
propiciaban que se propiciara la reflexión?
La comunidad había reflexionado, en la pantalla del televisor habían visto su propia
realidad reproducida: sus peleas injustificadas, los odios nacidos por diversa razones y
la envidia entre unos y otros por tener las necesidades básicas satisfechas antes que los
demás, sus alianzas, sus amistades rotas por las necesidades, etc. Todo ello se había
reproducido ante ellos y constituía su realidad. Pero más allá de eso, una verdad se
revelaba a la par de este reconocimiento: los mismos conflictos se reproducen en
distintas comunidades; por ello, una sola comunidad puede hacer las veces de muestra
de lo que es la humanidad en su conjunto, la humanidad de manera universal. Así, el
análisis del conflicto se nos mostró como revelador de la verdadera condición humana,
condición oculta algunas veces por las reglas de cortesía, la apariencia, las comodidades
que enajenan al hombre de su verdadera condición. ¿Son entonces algunas sociedades
más propicias para el reconocimiento de la condición humana que otras, aquellas que
están más a la deriva? Con la generación de todos estos cuestionamientos a partir de lo
sucedido en las reuniones con la comunidad, poco a poco empezaba a concebir el hecho
de que si la construcción del puente era posible, si se lograran conectar las dos
realidades, la ruta mas congestionada no sería la que va en sentido academia-comunidad
sino la contraria, es decir, la realidad que se vive y la cotidianidad, independientemente
de cuales sean las condiciones de la comunidad, tiene más que decirle y contarle al
abstraído académico que lo que tiene que decir éste a la realidad.
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Por otro lado, el tema del conflicto tratado en una comunidad en concreto, en un espacio
y un tiempo definidos, había dado fuerza a la formulación schopenhaueriana con la cual
inicia este escrito. La pertinencia del tema del conflicto era evidente dentro del marco
de los barrios de Cazucá, pero lo es también a lo largo y ancho del territorio colombiano
y, si seguimos a Schopenhauer, podemos decir que es una problemática que está
presente alrededor del mundo, abarca todas las comunidades y todas las épocas. Así
pues, tras esta reflexión, que surgió de la convivencia y el diálogo con los habitantes de
“El Oasis”, surgen conclusiones e ideas que, al igual que lo dicho por el profesor en el
salón de clase, vale la pena anotar en el cuaderno. El conflicto es esencial, inherente a
toda relación humana, no hay sociedad sin conflicto. Pero más que todo, y en
consonancia con la frase de Estanislao Zuleta, el conflicto no es de por sí negativo; éste
nos incita, nos obliga al cambio, a la reflexión y con ello al progreso. Así pues, me
atrevo a lanzar al aire la siguiente idea: ojalá Colombia tenga muchos más conflictos,
pues ello implica progreso, pero eso sólo se puede dar una vez encontremos la forma
incruenta de solucionar el conflicto actual. Así pues, fue en relación con la problemática
del conflicto que filosofía y realidad se pusieron, al fin, en sintonía, dejando abierto el
espacio para muchos otros encuentros y demostrando que efectivamente el puente a
construir es un puente de doble vía.
Tras el reconocimiento de los problemas que tienen en tanto que comunidad, muchas
veces a través de la risa por medio de escenas cómicas de la película, los participantes
de “El Oasis” se despidieron unos de otros sin dejar de mencionar algunas anécdotas
que recordaban a causa de la película. Yo guardo mis cosas y parto, junto con mis
compañeros, hacia Tres Esquinas, el paradero de los buses que salen para Bogotá.
Llegando a Tres Esquinas, cayendo la tarde, se divisa un panorama digno de una foto o
un incluso de un cuadro que reproduzca por medio de imágenes estáticas la vida y la
energía de los habitantes de Cazucá, caminitos improvisados, tiendas a lado y lado y
escaleras que suben por la montaña hacen de esta porción de Cazucá una especie de
retrato que no concuerda con la imagen que generalmente se tiene de este lugar. Toda
una pequeña ciudad vecina, desconocida e ignorada por la gran ciudad capital que esta a
unos pocos minutos.
La comunidad de Cazucá me había brindado la oportunidad de estudiar, a través de ellos,
que el conflicto es inherente a la condición humana, y que si no se enfrenta se puede
vivir por siempre bajo la sombra del mismo. ¿Quiere decir ello que debemos todos los
colombianos, como comunidad, enfrentar el conflicto armado para superarlo? Esto es
tan sólo una propuesta cuya respuesta y solución se nos escapa. También me había dado
cuenta de que el trabajo comunitario es un trabajo de doble enriquecimiento, donde el
dirigido y el director aprenden uno del otro, con lo cual se demuestra que todo contacto
con el otro es oportunidad para el conocimiento y, finalmente, que no se puede
pretender construir un puente si las dos partes a comunicar no están dispuestas a
transitar de lado a lado. Si se construye este puente se posibilita un encuentro de golpe
entre dos realidades que puede resultar inmensamente enriquecedor, donde teoría y
praxis al fin se reconcilien, donde el concepto, desde su universalidad y abstracción, dé
la cara a la contingencia y demuestre en qué sentido él mismo ha surgido de la
contingencia para alejarse de ella y reflexionar, pero que sólo logra su cometido y su
razón de ser una vez vuelve a la realidad y a la cotidianidad con la capacidad de
transformarla.
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Una vez montada en el bus me empiezo a alejar de este barrio vecino. Barrio donde el
color de las caras varía de cuadra a cuadra, al igual que la música y el modo de hablar,
donde el amarillo y el gris de las calles contrastan con la vitalidad y sonrisa constante de
sus habitantes. Hora y media después ya estaba lejos de este barrio recién descubierto e
inmersa en la otra ciudad, la que llamo mía, donde todo va tan rápido que incluso los
árboles parecen tener afán, donde no hay especio para la reflexión fuera de la
universidad. Hasta pronto soleada y fría tarde de Cazucá.
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