Conclusiones Finales Las fuentes normativas de la moralidad pública moderna. El itinerario realizado en esta tesis doctoral sobre las tres propuestas tendidas por Durkheim, Habermas y Rawls al problema de una fundamentación de la normatividad con vocación pública, nos ha ubicado en un inmejorable escenario reflexivo para determinar, en la contrastación de sus diferentes orientaciones epistémicometodológicas, qué papel está llamada a desempeñar la moral en las sociedades modernas. A diferencia del enfoque estrictamente político en el que Rawls viene a enmarcar su propuesta de una teoría de la justicia contractualista, la perspectiva más genuinamente sociológica, tanto de Durkheim como de Habermas, viene a releer el problema de la moral desde la cuestión de la “integración social”, y su función para con el proceso constitutivo de las sociedades mismas. La moralidad social se nos presenta como una condición de posibilidad de las sociedades en su andadura histórica, que sólo en sus últimos estadios de evolución habría ido perdiendo su ascendiente tutelar religioso o metafísico sobre los individuos, para dejarlos abandonados a sus propias fuerzas reflexivas, en cuyas condiciones la moral misma mudaría su naturaleza interna hasta alcanzar un formato postconvencional. Por esta razón, antes de encontrarnos en condiciones de evaluar las virtudes y defectos de cada una de estas propuestas en el escenario de las sociedades modernas, se nos presenta la tarea previa de narrar, aunque sea de manera sinóptica, cual ha sido la trayectoria evolutiva de las sociedades a lo largo de la historia para poder tener a mano un “mapa cognitivo” sobre el que atrevernos a esbozar un diagnóstico de la adecuación y pertinencia analítica de las propuestas morales de Durkheim, Habermas y Rawls. De esta manera, la organización de este último capítulo de conclusiones responderá a la siguiente estructura: a) un primer apartado dedicado a “los estadios morales de la evolución social”, en el que se vendrá a detallar de forma resumida y en clave históricoestructural, el tránsito funcional de las sociedades y sus respectivas moralidades públicas; b) un segundo apartado dirigido al análisis de las propuestas de Durkheim, Habermas y Rawls en torno al problema de la moralidad pública en las sociedades modernas; y c) un tercer y último apartado en el que se vendrán a enumerar las conclusiones finales que se pueden colegir de una “moralidad pública” para las sociedades modernas. a) Los estadios morales de la evolución social. En los términos de una determinación moral de las sociedades en su devenir histórico, quizás quien mejor ha sabido captar los diferentes sesgos en la naturaleza de la misma ha sido S. N. Eisenstadt en su apropiación de las épocas axiales de K. Jaspers1. Las épocas pre-axiales serían aquellas correspondientes al hecho fundacional de las sociedades, que se instituyen en el mismo momento de “simbolización sagrada” de las realidad natural y social de la práctica ritual mágico-religiosa. La sociedades axiales serían aquellas que crean una ruptura de niveles en la significación de la realidad, entre un mundo profano y un mundo sagrado, y que se corresponderían, fundamentalmente, con la época de instauración e implantación de las grandes religiones universales. Por último, las sociedades post-axiales serían aquellas en las cuales, en virtud de una secularización de los universos simbólicos de vivencia, se manifiesta una disolución de las grandes metanarrativas sagradas a favor de una creciente racionalización sociocultural y diferenciación de esferas de valor en los términos de Weber. En cierta manera, la descripción de las sociedades pre-axiales se ajusta con bastante exactitud a la que ya tuvimos ocasión de analizar con Durkheim sobre los cultos totémicos en las sociedades primitivas, salvo por la atribución religiosa con su correspondiente separación de los niveles sagrado/profano de la realidad a las primeras prácticas rituales por las cuales la realidad natural y social se instituye de significado2. La numerosas evidencias empíricas registradas por los antropólogos de 1 Ver, Jaspers, K., Origen y meta de la historia, Gedisa, Barcelona, 1990, y La psicología de las concepciones del mundo, Gredos, Madrid, 1967; Eisenstadt, S. N., “Introduction. The Axial Age Breakthroughs: their characteristics and origins”, en Eisenstadt, S. N. (ed.), The Axial Age Civilitations, Albany, Nueva York, 1986. Para una utilización del concepto desde la óptica de la contingencia social, ver: Beriain, J., “La contingencia como valor propio de la modernidad”, en J. Beriain, La lucha de dioses en la modernidad, Anthropos, Barcelona, 2000. 2 En la necesidad de fundir en un mismo origen la simbolización de la realidad sagrada como primera forma de ideación colectiva y de la realidad social, Durkheim necesitaba buscar un culto primitivo en el cual el objeto de culto el tótem fuese al mismo tiempo un símbolo de la naturaleza sagrada fuente de la ideación social con un superioridad moral sobre la individual y de la sociedad misma el tótem representa la bandera toponímica de cada clan, por lo que no tendrá el menor reparo en afirmarse en la 422 campo, apuntan en la dirección de una etapa mágica anterior a la religiosa, en la cual se proyectaría sobre la facticidad material otra realidad de carácter ideal-espiritual, de la que se puede colegir una explicación de los fenómenos naturales en términos mágicos3. A partir del descubrimiento “numinoso” de la naturaleza a través de la aisthesis, y de su posterior reglamentación en los rituales mágico-catárticos de acceso a la “realidad del imaginario”4, la experiencia sensitiva se transforma en experiencia cognitiva que puede ser representada e interpretada socialmente. El mana aparece como en un “hecho social total”5, en virtud del cual se produce una consubstancialización simbólica entre la realidad natural, la realidad social y la realidad ideal-sagrada-divina de los mitos como representaciones o figuraciones ejemplares de cómo debe comportase la realidad6, dónde el kosmos-nomos y el ethos devienen la bóveda y las columnas que definen y sostienen respectivamente el universo7. El pensamiento mitológico, que por el contrario de la lógica científica se nos manifiesta como una forma intelectual de bricolage en la que se ensamblan los diferentes niveles de la realidad en una misma unidad experiencial de sentido8, nos dejaría constancia de la necesidad “estructural” del pensamiento humano para vivir dentro de un orden9, y abrirse de este modo al conocimiento aunque por el momento tan sólo se trate de una anticipación del hipótesis de la primogenitura del totemismo como la primera forma religiosa conocida. La magia, lejos de representar una forma anterior, sería una derivación del totemismo. Lo curioso del caso es que uno de los apoyos fundamentales de su teoría, como es el concepto de mana tomado de algunas investigaciones en Polinesia ya analizadas por Mauss, no se presenta asociado al fenómeno del totemismo tanto como a las prácticas mágicas, pues como ideación de una “cuarta dimensión” de la naturaleza la atribución de un alma o naturaleza espiritual en la que las cosas adquieren explicación, es la condición de posibilidad misma para dotar de sentido a la realidad. 3 Mauss, M., y Hubert, “Esbozo de una teoría general de la magia”, en Mauss, M., Sociología y Antropología, Tecnos, Madrid, 1979, pp. 50 ss. 4 Esta primera forma social de reglamentar las relaciones con el imaginario, como descubrimiento de la naturaleza espiritual propia, podría corresponderse, en opinión de A. Wallace, con un culto chamánico. Ver, Wallace, A., Religion: an anthropological view, Randonhouse, Nueva York, 1966, pp. 65 ss, 84 ss. Sobre el chamanismo, ver también Eliade, M., El chamanismo y las técnicas arcaicas de éxtasis, FCE, México, 1986; Harner, M., La senda del chamán, Swan, Madrid, 1987; Furts, P., Alucinógenos y cultura, FCE, México, 1980; Levy-Bruhl, L, La mitología primitiva, Península, Barcelona, 1978; Ries, J. (ed.), Los ritos de iniciación, EGA, Bilbao, 1994; Amodio y Juncosa, (ed.), Los espíritus aliados: chamanismo y curación en los pueblos indios de Sudamérica, Abya-Yala, Ecuador, 1991. 5 Mauss, M, “Ensayo sobre los dones: razón y forma del cambio en las sociedades primitivas”, en Mauss, Sociología y Antropología, op. cit., p. 157. 6 Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, FCE, México, 1984, pp. 136 ss. 7 Geertz, C., La interpretación de las culturas, FCE, México, 1965, pp. 23-24. Como hemos visto por otro lado, ésta es precisamente la caracterización de la moral convencional. 8 Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, op. cit., p. 43; Castoriadis, C., Los dominios del hombre: las encrucijadas del laberinto, Gedisa, Barcelona, 1995, pp. 71 ss.; Cassirer, E., Esencia y efecto del concepto de símbolo, FCE, México, 1989, pp. 16 ss. 9 Lévi-Strauss, C., Mito y Realidad, Labor, Barcelona, 1984, p. 30. 423 mismo10. Los símbolos desplegados en el pensamiento mitológico tendrían además la virtud de aprehender una “realidad total”, haciendo estallar la realidad sensorial inmediata para proyectarnos hacia un “sentido” trascendente a la misma11. Por el contrario, aquellos fenómenos naturales o comportamientos sociales tales como la locura o la epilepsia que no pueden explicarse desde los esquemas mágicos de interpretación de la realidad, serán atribuidos a un numen maligno, que es menester exorcizar apelando a los “aliados” o protectores espiritual-mágicos que velan para que el orden cósmico se mantenga12. La obligación normativa se manifiesta entonces como un hábito ritualizado de “higiene mágica”13 contra las potencias oscuras del caos y el inframundo, que amenazan con irrumpir en la realidad de los individuos contaminándoles ésta es la interpretación mágica de la enfermedad, o atrayéndoles al abismo de la “disonancia cognitiva”, dónde la realidad perceptiva se derrumba y deja de tener el sabor familiar de lo conocido14. La función básica de la normatividad mágica sería entonces la de posibilitar el despegue cultural de los homínidos al permitir, en virtud de un conjunto de interdicciones o tabúes sobre como interaccionar con la realidad caso ejemplar, según Lévi-Strauss, del incesto como posibilidad de las primeras estructuraciones sociales en clanes familiares, un control de las pulsiones instintivas de comportamiento preprogramadas genéticamente a favor de una normatividad socialmente producida, que refuerza la organización social como estrategia cultural de adaptación del homo sapiens a su entorno15. En definitiva, la normatividad mágica supondría un hito en la evolución de las especies al presentarse como un mecanismo de descarga emocional-instintivo que permite regular o 10 Lévi-Strauss, C., El pensamiento salvaje, op. cit., pp. 27-28. Eliade, M., Imágenes y símbolos, Taurus, Madrid, 1989, pp. 190 ss; Durand, G., La imaginación simbólica, Amorrortu, Buenos Aires, 1971, pp. 12-13. 12 Lowie, R. H. Religiones primitivas, Alianza, Madrid, 1983, p. 38. 13 Tal y como lo especifica Mary Douglas, se trataría de “ahuyentar espíritus”, frente a la “eliminación de gérmenes” moderna; ver Pureza y Peligro, Madrid, Siglo XXI, 1991. 14 Weber, M., Ensayos sobre sociología de la religión, Taurus, Madrid, 1983, vol. 1, p. 196. Ver también, Otto, R., Lo Santo, Alianza, Madrid, 1991, pp. 23 ss. 15 Desde la biología del comportamiento animal se designa esta preprogramación genética como “mecanismos innatos de liberación” (MIL) frente a señales-estímulo que desencadenan una reacción instintiva ante circunstancias que nunca antes habían sido experimentadas, como por ejemplo el impulso de huida ante el avistamiento de un depredador. Los rituales mágicos nos permitirían, precisamente, revertir estas tendencias instintivas manejando las pulsiones emocionales que liberan diferentes estímulos procedentes de la realidad natural, permitiendo una “reinterpretación simbólica” que da paso a la conducta social. Ver, Campbell, J., Las máscaras de Dios, Alianza, Madrid, 1991, vol. 1, pp. 51 ss. 11 424 “reprogramar” socialmente la conducta de los homínidos, teniendo como principal rendimiento cultural una significación simbólica de la realidad16. No obstante, la propia estrategia de adaptación del homo sapiens a través de la organización social, va a demandar un creciente despliegue de la “racionalidad instrumental” en la división y especialización del trabajo, que a su vez va a requerir una ruptura de niveles y de conocimientos sobre la realidad misma: el mundo profano y el mundo sagrado17. El mana protector que ayudaba a los individuos a enfrentarse “cognitivamente” a la realidad, se va a transferir a un mismo objeto-espíritu de culto para todo el grupo social, en el que todavía se puede constatar una “alianza” elemental entre la realidad natural, la realidad social y la realidad divina, que vendrá a representarse como el centro del mundo18. El espacio que se le otorgará en la organización social siempre se ubicará, en consecuencia, en el centro mismo de la aldea, que de este modo va a adquirir un estatus sagrado, dónde, incluso, para poder interaccionar con él, es necesario llevar a cabo una serie de “ritos de paso” que limpien a los individuos de la mácula de su vida profana19. Los individuos que por el contrario están encargados dentro de la creciente división del trabajo del mantenimiento de dicho espacio social y de su vigilancia frente a posibles contaminaciones mundanas, por su contacto más prolongado con el mismo, adquirirán también un estatus sagrado, siendo considerados como sacerdotes hombre tocados por la gracia sagrada. Algunos autores han tratado de ver, no sin ciertas dosis de especulación por otra parte inevitable sin una máquina del tiempo, una cierta forma de transición entre los cultos 16 Sería problemático asociar este primer estadio normativo con la conciencia moral pre-convencional o egoísta, aunque ciertos elementos comunes en su caracterización pudieran licitar su comparación. 17 En los términos de Habermas, si en la etapa anterior los mundos objetivo, social y subjetivo aparecían estrechamente fundidos en una misma interpretación de la realidad, con la división entre un mundo profano y un mundo sagrado se produce una cierta separación del mundo objetivo en cuanto percepción de su realidad distintiva y su organización cognitiva como conocimiento técnico o instrumental respecto del social-normativo y subjetivo, que si aparecen vinculados en una misma interpretación religiosa sobre el mundo sagrado. Como vamos a ver, la unión entre la normatividad social y la subjetiva, característica de la moral convencional, se patentiza como un camino de salvación que vehiculiza y subordina la ética existencial al mantenimiento de la normatividad social. 18 La conceptualización que realiza Durkheim sobre los tótem como objetos-sujetos en cuanto tienen una existencia espiritual propia de culto, sería equiparable al concepto de Axis Mundi que acuña M. Eliade, que se presencializa como el centro y origen por el cual la realidad vino a la existencia. Ver, M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Labor, Barcelona, 1985, p. 38. Tillich también será de la opinión de que el enfoque cognitivo religioso viene posibilitado por la consubstancialización ontológica y cosmológica, correspondiente a lo que Eliade denomina “mitos cosmogónicos”; Tillich, P., Teología de la cultura y otros ensayos, Amorrortu, Buenos Aires, 1974, p. 14. 425 chamanistas-mágicos y los cultos propiamente religiosos en el creciente monopolio por parte de chamanes profesionales de las tareas de sanadores y limpiadores de malos espíritus de las emergentes comunidades político-familiares20. Los chamanes profesionales acabarán de este modo por convertirse en “profetas” o mensajeros del “espíritu guardián” o aliado heredado por su linaje chamánico, que terminará por erguirse como el espíritu guardián de todo el grupo, posibilitando el giro de la manifestación de fuerzas mágicas al de un culto religioso, con su correspondiente sentido de afiliación a una “comunidad de fe” o Iglesia en los términos en que la define Durkheim21. De todas maneras, dónde se va a manifestar de forma ejemplar esta ruptura de niveles de la realidad profana/sagrada que caracteriza a las civilizaciones axiales, va a ser en las grandes religiones universalistas, dónde, en los términos de Weber, dichas realidades se “racionalizan” como un mundo terrenal de imperfección y sufrimiento, y un mundo espiritual de perfección y gracia divina, al que los individuos sólo pueden aspirar a llegar a través de un camino ético de salvación22. La moral convencional va a encontrar en estas formas religiosas su principal anclaje estructural dentro de las “sociedades tradicionales”, manifestándose sobre los individuos con una “autoridad moral” que vela por la adecuación de los comportamientos al objetivo realizativo supremo de la “salvación”. La ética existencial queda íntimamente imbricada con el orden normativo que regula la organización social, tendiendo puentes de plenitud de sentido a la acción más allá del mero intercambio de pruebas de estima mutua que refuerzan la personalidad. En los términos de Geertz, se produce una “interpretación densa” de la realidad, capaz de inscribir y acoger a los individuos dentro de un universo con sentido, que les proyecta hacia el reconfortante horizonte de una plenitud 19 Ver: Van Gennep, A., Los ritos de paso, Taurus, Madrid, 1986; Turner, V., El proceso ritual, Taurus, Madrid, 1988. 20 Wallace, ferviente partidario de esta hipótesis, intenta correlacionar causalmente estas nuevas formas religiosas a las crecientes necesidades de especialización del trabajo de los asentamientos proto-agrícolas con una organización social más compleja; Wallace, A., op. cit., pp. 25 ss, 110 ss. M. Harris también se hará partidario de esta interpretación desde su metodología del materialismo cultural: Harris, M., El materialismo cultural, Alianza, Madrid, 1982; Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, Alianza Madrid, 1989; Introducción a la antropología general, Alianza, Madrid, 1988. 21 Sobre la especialización del chamanismo hacia el “profetismo”, como inicio de los cultos religiosos, ver: Cassirer, Esencia y efecto del concepto de símbolo, FCE, México, 1989, p. 175; Evans-Pritchard, E., La religión Nuer, Taurus, Madrid, 1982, pp. 51 ss. 22 Weber, M., Economía y Sociedad, FCE, México, 1978, pp. 412 ss. 426 existencial frente a los sufrimientos de un mundo cotidiano contingente23. La contaminación ya no se produce por la influencia de potencias maléficas aunque todavía quede un pequeño residuo religioso en el fenómeno de la posesión y el exorcismo como terapia, sino por la debilidad de la naturaleza carnal-pecadora del hombre, que lo aleja de la redención para congratularse en los placeres “egoístas” mundanos. Como bien nos aleccionara Durkheim, la realización personal de los individuos aparece en este tipo de moral convencional supeditada a las necesidades del mantenimiento normativo de la Conciencia Colectiva, que, en virtud de su imposición sobre las conciencias individuales con la autoridad de lo sagrado, asegura la existencia y permanencia de la organización social misma, suscitando una solidaridad “interna” entre los sujetos sin la cual las necesarias desigualdades de la estructura social como forma adaptativa de la especie a su entorno bajo el “modo de producción” agrícola no podrían sostenerse. No obstante, el vínculo individuo-sociedad característico de esta moral convencional, se va a encontrar tensionado desde dos extremos diferenciados de la estructuración social del mundo profano: la división del trabajo social, con su correspondiente desarrollo del conocimiento técnico-instrumental, y la organización del poder político, con su correspondiente legalidad normativa pública-obligatoria bajo la amenaza de sanciones punitivas. La primera de estas tensiones en manifestarse en el decurso histórico habría sido la larga contienda entablada entre el poder político y el poder religioso por el control de la gestión pública del orden normativo. En realidad, en las condiciones de una organización productiva agrícola, el conflicto era más una disputa conyugal que una amenaza de divorcio, puesto que al venir ambas a reglamentar el mismo tipo de vínculo normativo individuo-sociedad, se necesitaban mutuamente para aplicar la capacidad de sanción del poder militar-fáctico y legitimar simbólicamente ante la población el ejercicio de dicho poder. Como haría patente San Agustín con la doctrina de los dos reinos, el equilibrio entre estos dos poderes se mantendrá en Europa a lo largo de toda la época medieval, donde los señores feudales conservarán el control militar avalado en 23 Geertz, C., La interpretación de las culturas, op. cit., pp. 111 ss. 427 la superioridad de la caballería pesada nobiliaria y los castillos para su defensa24 y la Iglesia un control “moral” y escolástico como monopolio sobre la adquisición y gestión del conocimiento sostenido por individuos célibes (sin compromisos familiares) dispensados de la carga del trabajo manual, e indispensables por añadidura para la administración político-económica sobre el resto de la población. La segunda de estas tensiones procede de lo más oscuro del mundo profano al menos en el sentido de carecer de una proyección normativa pública, como resulta de una lenta pero progresiva división y especialización del trabajo. Desde el punto de vista histórico, frente al mundo rural campesino de la mayor parte de la población en las sociedades agrícolas, la especialización del trabajo en profesiones independientes tuvo lugar en los centros urbanos, verdaderos nodos neurálgicos de la coordinación social y transacción económica25. La población que podía verse exonerada del trabajo agrícola era directamente dependiente de la productividad y capacidad de explotación de los terrenos dedicados a tal fin, y a la extensión territorial que pudiese abarcar un régimen político, con su correspondiente implantación fiscal. Así, el desarrollo urbanístico que llegó a alcanzar la ciudad de Roma durante el Imperio Romano, sólo pudo superarse en los disminuidos reinos feudales europeos con la acumulación de pequeñas innovaciones agronómicas que incrementaban la productividad de las explotaciones, y no sin el riesgo de que, ante periodos de pronunciadas malas cosechas, se produjeran grandes desastres de mortandad agravados por enfermedades epidémicas. Con la emergencia de las grandes urbes de los imperios por la acumulación de la riqueza procedente del mundo agrícola, se empezó a gestar también una nueva clase social de “burgueses”, a partir de la cual se acentuarán los ritmos de la división y especialización del trabajo y del conocimiento técnico para desarrollarlo26. Con las ciudades también se va a posibilitar la existencia, al amparo de los círculos cortesanos, de nuevas clases de inteligentzia 24 Sobre la influencia de la tecnología en sus aplicaciones bélicas y la estructuración social feudal, procedente del monopolio de un armamento superior por parte de una casta guerrera, ver: McNeill, W.H., La búsqueda del poder. Tecnología, fuerzas armadas y sociedad desde el 1000 a.c., Siglo xxi, Madrid, 1990. 25 En lo que sigue, se ha tomado la referencia básica de H. Pirenne, en sus libros: Las ciudades en la Edad Media, Alianza, Madrid, 1972; Historia de Europa desde las invasiones hasta el siglo xvi, FCE, México, 1942, Historia económica y social de la Edad Media, FCE, México, 1939; también, Parker, G., Una Introducción a las fuentes de la historia económica europea 1500-1800, Siglo XXI, Madrid,1985. 26 Como se sabe, el término burgués para describir a los residentes en las ciudades procede de la estructuración de las ciudades medievales europeas en “burgos” o corporaciones profesionales, que por 428 artística, filosófica y científica, aunque todavía no con una diáfana diferenciación entre ellos por su función básicamente de entretenimiento palaciego, y por quedar siempre bajo la desconfiada vigilancia eclesiástica, en permanente guardia ante la emergencia de nuevas cepas de corrupción simbólica a las que pudiera exponerse la salud de la moral pública encarrilada hacia la salvación. En estimación de N. Elias, se puede apreciar como a partir del siglo XII se produce en la Europa Medieval una concentración de artesanos y comerciantes al resguardo de las fortalezas y centros administrativos de los grandes señores territoriales, que al darse cuenta de la nueva fuente de ingresos fiscales que suponían con independencia de la riqueza agrícola, les ofrecerán condiciones favorables para su implantación, acelerando así el proceso de concentración, y de paso su hegemonía económico-militar respecto de la competencia de otros señores feudales27. Se va a producir rápidamente un movimiento dinámico de urbanización de la vida social, que va desplazando de la esfera de influencia política a la pequeña aristocracia nobiliaria, que no tienen más remedio que convertirsen en “clientes” de las grandes cortes caballerescas feudales, que pasan a convertirse así en verdaderos “dominios de representación” del poder político y económico de cada región, al tiempo de potenciales centros de mecenazgo artístico y literario28. En torno a este siglo, se va a producir también una progresiva concentración de monopolios sobre diferentes mercados por parte de los principales “monarcas”, que van a posibilitar la aparición de emergentes Estados como órganos centrales de la administración pública29, derivando en un desequilibrio de fuerzas que se tornará irrevocable con el vertiginoso avance de la monetarización y comercialización del siglo XVI, y en el que la incipiente inteligentzia y la nueva burguesía participarán activamente como aliados frente a las antiguas fuerzas centrífugas feudales30. un lado atesoraban y administraban los conocimientos técnicos para el desempeño de su trabajo, y por otro, en la formación de “barrios”, irán ganando en autonomía política para su autoorganización. 27 Elías, N., El proceso de la civilización, FCE, México, 1993, pp. 311 ss. 28 Como constata Elías, estos centros cortesanos van incluso a disputarse a los más afamados e insignes representantes de la poesía trovadoresca, así como a los escultores, músicos y pintores de probada valía; ibíd., pp. 320 ss. 29 Ibíd., pp. 344-355. 30 Ibíd., pp. 392-466. Elías no tiene en cuenta en los procesos de monopolio estatal el impacto de la invención de la pólvora en la propia organización militar. Con las armas de fuego, la superioridad de la caballería pesada y la armadura nobiliaria será muy rápidamente superada, y con los cañones, los viejos castillos de estrechos muros obsoletos. La concentración de burgueses en grandes plataformas urbanas puede venir influenciada también por el cambio que supuso la invención de los cañones sobre la noción de murallas seguras. Frente a las fortalezas medievales construidas en vertical, las nuevas murallas debían ser más bajas y gruesas para soportar el impacto balístico. Este tipo de amurallamiento requería de fuertes 429 Sin embargo, no pasará mucho tiempo hasta que esta nueva administración civil choque de nuevo, pero desde una diferente posición de poder, con la administración eclesiástica31. La burguesía tratará de crear sus propios centros de formación y conservación del conocimiento, que, aun en muchos casos bajo las sombras de sociedades secretas, le disputarán a las organizaciones religiosas su monopolio sobre la posesión exclusiva de la producción y gestión del conocimiento32. Pero es que, además, como fieles representantes de un vínculo “cofraterno” individuo-individuo basado en la igualdad, el proyecto de secularización del poder administrativo público va a llevar aparejado también un proyecto propio de “ilustración” de toda la sociedad como emancipación de la tutela doctrinal eclesiástica sobre el pensamiento. La persecución inquisitorial de la religión sobre la ciencia en defensa del dogma, se va a cebar en aquellos integrantes de la misma de convicciones ateas, que, en su arrogancia racionalista, auguraban, como Nietzsche, la muerte de un pensamiento revelado. Las sociedades post-axiales van a encontrar su lugar histórico, precisamente, en este proceso de modernización estructural y secularización del orden normativo público, cuya principal fuente simbólica de legitimación procede del vínculo asociativo inversiones económicas que sólo los grandes centros urbanos podían permitirse financiar. Por otra parte, la rápida implantación de la pólvora en la organización militar, con sus consecuentes transformaciones sociales, resultaba una necesidad en una Europa continuamente en guerra entre diferentes “colectividades” conscientes de una cierta identidad socio-cultural no hace falta recordar su original procedencia en los pueblos nómadas de las invasiones bárbaras, que sentían una especial predilección por la guerra y el pillaje como estrategia social adaptativa. La explicación de por qué será precisamente en este medio de reinos en continua competencia bélica dónde primero se desarrollará la utilización de la pólvora para uso militar, en detrimento de otros imperios que como el Chino tenían un conocimiento ancestral sobre su existencia, se encuentra en la propia exigencia de supervivencia entre pueblos en permanente estado de guerra como una forma de comunicación-confrontación ineludible. El imperio Chino, con artificios como el de la Gran Muralla, precisamente había intentado por todos los medios cerrarse sobre sí mismo, produciendo con ello pese a las continuas guerras civiles un aislamiento frente a otras formas de organización social y militar, que no le presionarán para la adopción de la pólvora hasta que ésta venga a visitarles durante la colonización europea. Sobre la “polemología” como fenómeno sociológico de primera magnitud y relevancia para el cambio social, ver: Bouthoul, G., La guerra, Oikostau, Barcelona, 1971. Sobre el cambio de la pólvora en las estructuras militares y sociales en la Europa Medieval, ver: Parker, G., The Military revolution, Cambridge University Press, Cambridge, 1996; y en, Europa en crisis, 1598-1648, Siglo XXI, Madrid, 1986. 31 Elías, N., El proceso de la civilización, op. cit., pp. 408 ss. 32 En esta lucha oculta por el control de la gestión del conocimiento social tuvo una gran repercusión la invención de la imprenta, a partir de la cual la producción de los libros, como vehículos de transmisión del conocimiento, dejaron de estar en manos de los copistas y escribas monásticos, facilitando el acceso a los mismos para una mayor “público”, aunque también limitado a las pocos segmentos sociales con la instrucción suficiente para leer y escribir, que se convertirán en una nueva élite ilustrada. Ver, McLuhan, H., La Galaxia Gutenberg, Aguilar, Madrid, 1969, pp. 187-195; Luhmann, N., “La diferenciación evolutiva entre sociedad e interacción”, en Alexander, J. y otros (ed.), El vínculo micro-macro, Universidad de Guadalajara (México), Guadalajara, 1994, p. 149-151; Luhmann, N, Sistemas Sociales, Anthropos, Barcelona, 1998, pp. 276, 299-300, 382-384. 430 individuo-individuo en el que se fundaba el autogobierno de los burgos urbanos. Cuando la relación de fuerzas entre los monarcas “absolutistas” y sus aliados burgueses empiezan a desequilibrarse hacia estos últimos frente a la anterior hegemonía de las fuerzas centrífugas de la aristocracia rural, ante las cuales el monarca se presentaba como un puente de equilibrio, se producirán diferentes movimientos “revolucionarios” que transformarán radicalmente las estructuras sociales socavando los viejos privilegios nobiliarios y monárquicos. La forma histórica que tomó esta reducción del poder absolutista de los monarcas es de todos conocida: los sistemas de Carta. Con esta nueva fórmula de lealtad al poder, sobre la que se inspirarán las teorías del Contrato Social, los burgueses conseguirán imponer su nueva forma de “legalidad contractualista” como expresión del vínculo individuo-individuo frente al de la designación divina del Absolutismo un vínculo de sumisión individuo-sociedad, al tiempo que consiguieron dejar de lado la legitimación religiosa del poder político. Junto con la progresiva industrialización de los burgos, y su creciente importancia en la organización del poder político-militar, se van a producir dos fenómenos sociales que pondrán en sus manos definitivamente el poder político e ideológico. Estos dos fenómenos son los nacionalismos y la secularización. La identificación de los Estados absolutistas con una nación, habiendo surgido de la descomposición de los imperios, tiene dos fuentes de manifestación. La primera de ellas proviene del creciente monopolio por parte de los monarcas de un ejército profesional equipado con armas de fuego, y al que los señores feudales no podían presentar oposición. Los viejos castillos medievales dejan de tener utilidad para la defensa del territorio ante su manifiesta vulnerabilidad balística y su concepción de una guerra defensiva, frente a la concepción de guerra ofensiva de ejércitos cada vez más numerosos y mejor pertrechados. Las fortalezas feudales tienden a desaparecer para dejar su lugar a grandes recintos amurallados urbanos y palacios cortesanos. Pero, al mismo tiempo, la nueva forma de hacer la guerra, con una gran movilidad de infantería en detrimento de la caballería, va a demandar una mayor participación de los ciudadanos libres urbanos en la composición de los mismos, dónde las guerras se van a manifestar, cada vez en mayor medida, como guerras de toda una nación movilizada para el esfuerzo bélico. Esta nueva concepción de “guerra total” va a imponerse tras la Revolución francesa y las posteriores guerras napoleónicas, adquiriendo su más 431 fidedigna expresión durante las dos guerras mundiales33. La segunda fuente procede de los propios movimientos burgueses, donde su identificación nacional era una necesidad, frente a la fragmentación en centros de poder feudales, para obtener una mayor influencia como poder político propio, y hacer de paso frente a las pretensiones absolutistas de los monarcas como se demuestra en la nueva acuñación ideológica de sus gobiernos como “despotismo ilustrado”. La identificación nacional contendrá así una reivindicación de “soberanía popular”, que será llevada a su máxima expresión durante la Revolución francesa y la instauración de una República como forma de gobierno. De esta manera, frente a la lectura del Estado público por los regímenes monárquicos como una mera agencia administrativa de su poder absoluto frente al resto de la sociedad, los movimientos revolucionarios burgueses verán en el mismo un representante de la “soberanía nacional” compartida por toda la sociedad libre-burguesa. La legitimación del poder político también se transformará de un apoyo basado en la moral convencional de carácter religioso supeditación de los individuos al representante de la sociedad por designio divino, a un “Contrato Social” firmado primero entre individuos y el representante de la corona sistema de Carta, y, segundo, como una soberanía compartida bajo una forma democrática de gobierno vínculo “contractualista” individuo-individuo34. La construcción de los Estado-nación va a llevar a aparejada, en su faceta de las soberanía nacional, un proceso de secularización de la esfera pública-política y de privatización de las confesiones religiosas35. Como hemos visto, esta necesidad era doble, pues, por un lado, la legitimación religiosa del poder político es desbancada por la legitimación “racional-democrática”, y, por otro lado, el propio desarrollo industrial y económico en el que la burguesía cimentaba su fuerza política requería de un despliegue del conocimiento técnico y científico, que las formas de disciplina moral religiosa entorpecía con el encono del instinto de supervivencia. La teoría de la 33 Sobre el concepto de “guerra total”, ver: Vestringe, J., Una sociedad para la guerra, CIS, Madrid, 1990; Hamon, L, Estrategia para la guerra, Guadarrama, Madrid, 1969. 34 No voy a entrar en la influencia de los movimientos obreros en la radicalización democrática del concepto de soberanía popular, tan sólo me voy a limitar a registrar su innegable influencia para no distraernos con excesivas complejidades. 35 Rawls es de la opinión de que, precisamente, en este proceso se encuentra el origen del pluralismo moderno; ver: “Introduction” en Political Liberalism, Columbia Univ. Press, Nueva York, 1993, pp. xxiv ss. Ver también: Lübbe, H., “Estado y religión civil” en Filosofía práctica y teoría de la historia, Alfa, Barcelona, 1993, pp. 92 ss. 432 secularización36 de Weber nos dejaría constancia de cuatro procesos imbricados simultáneamente en la disolución de los sistemas de clasificación religiosos medievales, hacia una mundo estructural y simbólicamente organizado en términos profanos37. El primero de ellos lo supuso la reforma protestante, que destruyó la pretensión de unidad de un Iglesia universal ante el poder político, y que sirvió de paso para reforzar el ascenso y papel llamado a desempeñar por la burguesía al transformar la ética de la salvación de la llamada o vocación religiosa, por una ética secular del trabajo como vocación profesional con la ética “intramundana” se desdibujan los límites axiológicos de los mundos sagrado y profano, pues la posibilidad de salvación únicamente puede ser alcanzada por mediación del trabajo en el mundo profano. El segundo de estos movimientos fue la consolidación de Estados públicos secularizados, que, como ya se ha comentado, tuvieron su origen en una nueva clase de funcionarios dependientes de los monarcas absolutistas en la administración de diferentes monopolios frente a las administraciones feudales y eclesiásticas, como pudieron ser, especialmente, el de los medios de sanción violenta, el de la recaudación fiscal y el de la monetarización dentro de un mismo territorio. En las posteriores revoluciones liberales, la nueva clase urbana burguesa querrá asumir un mayor protagonismo político, teniendo que entrar en una confrontación directa con las iglesias en buena parte “nacionalizadas” tras la emergencia de los Estados absolutistas en el aspecto de la legitimación del poder político. La tercera de las fuerzas que irrumpirán en este escenario histórico será el capitalismo como nueva forma de reestructuración económico-industrial —la revolución capitalista—, que promocionará, frente a la moral austera y diligente de los primeros burgueses procedente de la ética protestante, el espíritu de lucro y el valor del bienestar como sus principales valores existenciales para la “vida buena”38. Con su desarrollo en las sociedades de masas de producción estandarizada, el espíritu “materialista” del consumo y del despilfarro como signo de 36 El proceso de secularización tendría su origen, precisamente, en la misma diferenciación axiológica entre un mundo sagrado y un mundo profano desgajado del anterior, donde el ámbito secular estaría referido a las distintas labores que llevaban a cabo los emisarios eclesiásticos en las actividades propias del mundo profano. 37 Para una interesante y sugerente visión del proceso de secularización en clave weberiana, se puede consultar: Casanova, J., Public religions in the modern world, University of Chicago, Chicago, 1994 (hay traducción española: Religiones públicas en el mundo moderno, PPC, Madrid, 2000). 38 Para esta transformación entre los dos tipos de burguesía por efecto del capitalismo, ver: Sombart, W., El burgués, Alianza, Madrid, 1972. 433 distinción social atravesará toda la sociedad, dónde el dinero, como nuevo ídolo, se va a manifestar en los términos de Burke y en virtud de su omnipresencia como el “sustituto técnico de Dios”39. La última fuerza impulsora de la secularización comparecerá bajo la forma de una revolución científica, que primero al amparo de sociedades secretas bajo la vigilancia eclesiástica, y segundo como un “proyecto de Ilustración” de inevitable beligerancia contra la verdad revelada, será asumido por los propios Estados absolutistas y liberales en su disputa con las instituciones eclesiásticas por el control de la “Opinión Pública” y la legitimación política, para finalmente conseguir arrebatar a la Iglesia su papel funcional como gestora del conocimiento social40. A la par del desarrollo científico, de la especialización administrativa del poder político y del capitalismo, va a eclosionar un proceso de estructuración social nunca visto hasta la fecha, como no es otro que la radicalización del proceso de la diferenciación funcional, y la emergencia de “medios generalizados de comunicación” para su regulación sistémica. La importancia de este fenómeno radica en una nueva forma de vinculación individuo-sociedad ajena a su definición normativa, y que se ubica exclusivamente en el mundo profano. Como bien intuyera Durkheim con su concepto de la solidaridad orgánica, y posteriormente Luhmann con su teoría de una evolución de la integración social desde los sistemas de interacción hacia los sistemas sociales, los vínculos que enhebran a los individuos a las sociedades complejas ya no vienen a articularse normativamente, sino funcionalmente. La normatividad social pasa a ubicarse en un sistema social propio, como es el sistema jurídico pero dependiente del sistema político organizado en torno al medio especializado de comunicación “poder”, que de este modo se distancia de los sistemas de interacción simbólicamente estructurados del mundo de la vida; es decir, que las necesidades de reproducción social-normativa que mantienen la cohesión social, ya no se van a cargar sobre el sistema de la personalidad prescribiéndole unos moldes obligatorios bajo 39 Ver: Burke, K., A Gramar of Motives, Berkeley, 1969, pp. 108-113; Simmel, G., La Filosofía del dinero, Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1977. 40 Frente al proceso más calmado de reconocimiento público de las instituciones científicas en los países protestantes, en los países de herencia católica el proceso de “ilustración” va a adquirir un manifiesto y beligerante carácter antirreligioso, que se va a patentizar en la lucha por el control secular de la enseñanza pública. Sin ir más lejos, R. K. Merton, en su conocido trabajo: Ciencia y Técnica en la Inglaterra del siglo XVII, esbozará la afinidad electiva existente entre el puritanismo y el desarrollo científico. 434 la forma de una ética de salvación41. No obstante, los vínculos individuo-individuo entablados por los actores sociales en sus acciones, van a trascender su interacción presencial para alcanzar repercusiones sistémicas, cuya agregación de efectos no pretendidos de acción cristalizarán en una nueva “realidad” orgánico-funcional42. En los términos de Habermas, si en la moral convencional se habría producido una separación, en cuanto construcción de un conocimiento especializado, del mundo objetivo conocimiento técnico-instrumental profano respecto de los mundos socialnormativo y subjetivo conocimiento moral-religioso sagrado, en la moral postconvencional se van a producir las condiciones sociales necesarias para que el mundo social-normativo y el mundo subjetivo se separen a su vez como esferas de conocimiento diferenciadas43. De este modo, el vínculo normativo que une a los individuos respecto de la sociedad, se va a distanciar de cualquier pretensión “éticoexistencial”, aunque desde el punto de vista del poder va a necesitar todavía de un fundamento simbólico de legitimación “abstracto”, que ya sólo puede ser construido en términos racionales. La “moralidad pública”, como un principio racional de la legitimación juridico-política, y la “eticidad existencial”, como proyecto axiológico de la vida buena sobre el que se articula la identidad y se estabiliza el sistema personalidad, se divorciarán para siempre en esferas independientes, dónde si la moralidad pública de la integración individuo-sociedad va a aparecer simbióticamente aferrada a las estructuras de reproducción del sistema político medio poder, la eticidad existencial todavía seguirá residiendo en la privaticidad de los sistemas de interacción individuo-individuo del mundo de la vida. 41 Esta distancia la que separa las necesidades de reproducción de los sistemas sociales de las necesidades de reproducción del sistema personalidad es la que permitiría a los individuos descubrir su propia subjetividad mediante un ejercicio de autoobservacion reflexiva, pues al separarse el mundo social-normativo del mundo subjetivo, este último puede desarrollarse “autónoma” e independientemente. 42 Esta pretensión “orgánica” de la sociedad es una ambición que Luhmann no esconde para su teoría, dónde la estructuración autopoiética de las sociedades en sistemas de conocimiento y acción, sin ningún tipo de anclaje normativo o simbólico que trascienda los propios mecanismos de regulación de los sistemas, se percibe como una realidad estructural-organizativa propia: la realidad orgánica social. 43 Como ya se ha comentado, esta diferenciación habermasiana tiene su origen en la diferenciación de esferas de conocimiento y valor de Weber, que entiende que, en virtud de un proceso de racionalización sociocultural, en la modernidad se produce una separación de las anteriores definiciones cosmológicoreligiosas de la realidad en tres esferas de conocimiento: la científica, la legal-normativa, y la artística como expresión de la exploración de la propia subjetividad. 435 2. Las contribuciones de Durkheim, Habermas y Rawls al problema de la moralidad pública moderna. La cuestión que nos podemos plantear tras este pequeño croquis de la trayectoria de la moral dentro del proceso de estructuración social, no es otra que preguntarnos si las nuevas formas de administración del poder político referidas a la soberanía popular, demandan o no demandan una moralidad propia; y, si es así, cuales pueden ser sus contornos. Con el fin de hacer más diáfana esta cuestión, se puede consultar el siguiente esquema, construido a partir de la sociedad en dos niveles y la teoría de la legitimación de Habermas: Sistemas Funcionales (vínculo individuo-sociedad) Racionalidad instrumental Sistema Político (orden legal-normativo público) Durkheim (Sociología) Democracia Habermas Legitimación (moralidad pública) (Racionalidad Comunicativa /Democracia Deliberativa) Rawls Mundo de la Vida (vínculo individuo-individuo) (Liberalismo Político) La primera cuestión que me gustaría abordar es la relación existente entre poder político y la moralidad pública en la conformación de un orden normativo vigente para toda una sociedad. La realidad social, a diferencia de la realidad natural, se instituye en 436 la misma praxis social por la cual la sociedad reproduce sus estructuras constitutivas y los individuos se socializan en un mundo dotado de significado. Como tuvimos ocasión de señalar en la crítica del vínculo ilocucionario de Habermas, la praxis social no puede estabilizarse únicamente desde el plano cognitivo de los rendimientos pretéritos de comunicación e interpretación, pues necesita también de una “legalidad” propia que venga a delimitar unos límites infranqueables para la acción, respaldados por sanciones empíricas administradas desde el poder político. Durante la etapa axial de una moral convencional, los rendimientos comunicativos de interpretación de la realidad social y en cierto modo también de la realidad natural fueron gestionados desde una corporación eclesiástica, que se imponía sobre la racionalidad socio-cultural con una “autoridad moral” vinculada a la revelación sagrada y la posibilidad de salvación como máxima meta de la autorrealización personal. Por el contrario, en la etapa postaxial, se produce una escisión entre la moral pública y la eticidad existencial, que sería precisamente la desencadenante según Habermas de la emergencia de una moral post-convencional. El problema de esta fragmentación en el orden normativo, como ya vimos en la defensa que realiza Habermas de una “moral cognitiva”, no es otra que dejar de lado la cuestión de las motivaciones empíricas para la acción, imbricadas internamente con una eticidad existencial, degradando con ello la moral a una mera función de legitimación de la normatividad pública. La legalidad, como articulación del orden normativo público con el respaldo fáctico del poder político, lejos de venir ahora en las sociedades post-axiales a acaparar la función de la integración social, se puede decir que siempre la ha retenido. Lo que han cambiado son las “fuentes normativas de la moralidad pública” sobre las que se sostiene su legitimación desde la praxis social, y más en las nuevas condiciones de un pluralismo axiológico de formas de vidas coexistentes. La determinación de las particulares éticas existenciales en las sociedades modernas se abandonará a la supuesta autonomía y responsabilidad racional de cada individuo, que tendrá una total libertad de conciencia y pensamiento para conformarla, bien bajo nuevos ropajes post-modernos ligados a valores post-materialistas, bien a partir de una carrera de estatus anclada en valores materialistas, o bien asumiendo las viejas éticas de salvación religiosas “privatizadas”44. 44 Sobre este nuevo rasgo de la modernidad que carga al individuo con la necesidad de elegir, ver: Berger, P., Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de credulidad, Herder, Barcelona, 1994, pp. 90 ss; y 437 El rasgo característico de la nueva moral pública moderna sería, como creo que ha visto correctamente J. Rawls aunque no comparta el modelo contractualista que ha utilizado para darle forma, su definición política y su función prioritariamente destinada a la legitimación del poder político. Aunque Habermas tratará de dotar a la moralidad pública de una sentido “cognitivo”, fundamentado en la misma racionalidad comunicativa que permite una autopercepción reflexiva idealizada como un yo abstracto sin implicaciones intencionales para la acción como intereses vitales o preferencias axiológicas, lo cierto es que al final tendrá que referirla, en sus ambiciones “públicas”, al ámbito político como su principal escenario de realización, y, concretamente, a la legitimación del orden normativo vigente. Hecha esta pequeña aclaración, podemos pasar a analizar el esquema precedente. Tomando por base inicial de nuestras reflexiones el análisis de Habermas de la sociedad en dos niveles y su estudio sobre la crisis de legitimación, podríamos llegar al diseño que se explicita como una doble fuente normativa del orden legal-público. Por el lado de los requerimientos funcionales de la sociedad, tendríamos una demanda de “racionalidad instrumental”, y por el lado del mundo de la vida, como escenario de la “interacción” social, una demanda de legitimación sostenida sobre la base de una “moralidad pública” compartida por todos los miembros de la sociedad45. Las versiones que nos van a presentar Durkheim, Habermas y Rawls sobre la “moralidad pública” para las sociedades modernas son diferentes por dos razones fundamentales: a) por construir sus modelos teóricos desde presupuestos de la praxis social diferentes; y b) por referir el proceso de legitimación hacia diferentes modelos políticos de democracia: el nacional-republicano (Durkheim), el liberal (Rawls), y el Un mundo sin hogar, Sal Terrae, Santander, pp. 63-68, 78 ss. Sobre el fenómeno de la privatización de la religión, ver también los textos de T. Luckmann., La religión invisible, Sígueme, Salamanca, 1973, pp. 62 ss; y Razón, ética y política, Anthropos, Barcelona, 1989, pp. 90-107. 45 No estaría de más recordar los dos tipos de acción social estipulados por Habermas en Teoría y praxis como trabajo e interacción. La acción comunicativa, pese a acomodarse en el mundo de la vida para la determinación de consensos de “interpretación”, no se identifica con la interacción, que como acción social, tiene una base hermenéutica y/ó estratégica. También resulta pertinente recordar que el diferir los consensos sobre el mundo objetivo a la misma acción comunicativa, el espacio del trabajo como “acción funcional” queda referido al mismo espacio del mundo de la vida como fuente de conocimiento consensual. Esta sería una consecuencia de negar la posibilidad, vista por ejemplo por Luhmann, de que los sistemas sociales puedan establecerse como “sujetos de conocimiento” propios, con independencia de los individuos como actores, llegando a la paradójica consecuencia de dejar sin referente de fundamentación a la construcción de una realidad sistémica a la par de la realidad de la interacción simbólica. 438 deliberativo o —como lo denomina en su disputa teórica con Rawls— “republicanismo kantiano” (Habermas). El modelo más limitado respecto a las necesidades de legitimación del poder político es el durkheimiano. Al no creer que existiera una relación conflictiva entre los “juicios de realidad” y los “juicios de valor” como objeto de estudio de la sociología, ésta viene a arrogarse con la presunción de una “ingeniería social” capaz de ordenar eficientemente la sociedad. El proceso de legitimación entre la praxis social y el poder político queda roto, pues es la sociología la encargada de observar la praxis para determinar su “normalidad de hecho”, y, a partir de ella, estipular la “normalidad de derecho” para una sociedad en su estado de evolución. La legitimación se basa, en consecuencia, en la creencia o “fe” en la capacidad de la ciencia para ordenar correctamente las prácticas sociales según su naturaleza, dónde los individuos, en la inferioridad de sus capacidades racionales respecto de la sociedad en su conjunto, sólo pueden asumir dichas estipulaciones normativas por la “autoridad racional” con la que vienen investidas. Al igual que el modelo de legitimación legal-racional de Weber, la “autoridad” del derecho proviene de la “creencia” en la racionalidad del mismo, con la particularidad de que su determinación es delegada en manos de “expertos” de una ciencia de lo social. La solución dada por Durkheim al problema de la moralidad pública adolece de esta misma “arrogancia” sociológica para ordenar correctamente la realidad social. Frente a las tesis contractualistas de su anterior “solidaridad orgánica”, Durkheim entiende que la moral sólo puede sostenerse en un fuerte vínculo “convencional”, puesto de manifiesto por la sociología como una necesidad de cohesión social para poner las prácticas sociales al servicio de una socialización en las representaciones colectivas o ideales sociales por las que la sociedad misma se autoconstituye simbólicamente como un “nosotros”, como una identidad colectiva. La sanción legal deberá estar acompañada de los beneficiosos mecanismos de la “efervescencia asamblearia” sobre la personalidad que inculcan en los individuos un “co-rrecto” sentido existencial para la acción. La solución que consecuentemente propondrá la sociología a los peligros anómicos de la corriente individualista procedente de la división del trabajo social, no será otra que “socializar” las prácticas funcionaleconómicas, pues, según su diagnóstico, no estaban generando una adecuada “solidaridad orgánica” interna entre los individuos —pasamos de la “normalidad de 439 hecho” a la “normalidad de derecho”. Esta solución pasaría por la reestructuración de la organización social en “corporaciones profesionales” que llevasen a cabo tan necesaria labor de moralización de la vida funcional al superponer la organización económica y la organización política recordemos que las corporaciones profesionales serán propuestas como unidades electorales para la representación política en una misma estructura social-moral. Rawls, por el contrario, parece seguir, en un primer momento, el camino abierto por Durkheim de una solidaridad orgánica contractualista para la determinación de una “moralidad pública”. El “sentido de la justicia” que pretende “reconstruir” en su Teoría de la Justicia, se podría interpretar como ese factor elemental de “solidaridad interna” que permite a individuos con diferentes intereses participar en la empresa cooperativa de una misma sociedad. El vínculo social entablado por los individuos en la posición original es un vínculo contractualista individuo-individuo, que toma asiento en el primer principio de la justicia como equidad de la igualdad de derechos subjetivos, así como en la aspiración a la igualdad de oportunidades según los méritos personales del segundo principio de la diferencia junto a un mínimo social de bienes irrenunciables para las peores posiciones de la estructura básica o división del trabajo. El giro dado en Liberalismo político, hacia una definición de la Justicia exclusivamente en términos políticos ante el problema del pluralismo axiológico en la sociedad civil, transforma el vínculo social en un vínculo político, dilapidando el principio de “solidaridad interna” de un sentido de la justicia que intentaba convertir a ésta en un “fin racional” en sentido kantiano de una racionalidad práctica universal que guíe la praxis. La justicia política se concibe en el “construccionismo político” como un primer estadio pro tanto para la reflexión político-normativa, a partir del cual se podrían determinar los principios que guíen la construcción de un “consenso político constitucional”. El problema de esta formulación, respecto de la cuestión de la legitimación y la moralidad pública, estriba en que el “juicio reflexivo” de la posición original no se toma de la misma praxis social Mundo de la Vida, sino desde una “cultura política” dictada de antemano por el filósofo o jurista, y que se manifiesta, respecto de las prácticas, como un “consenso político básico”, semejante al de una Conciencia Colectiva de carácter convencional-ideológico. Quién no esté de acuerdo con los valores liberales en los que se sostiene dicho consenso como una “razón pública”, queda automáticamente excluido 440 de la actividad política, como lo demuestra el hecho de que todo representante político deba jurar su lealtad a los principios constitucionales antes de tomar posesión de su cargo. De este modo, nos encontraríamos con una doble estructuración moral en las sociedades modernas: una moral pública en torno a una “cultura política” liberal, y una moral privada, asociada a las “doctrinas comprehensivas”, que conviven, no sin un supuesto grado de conflictividad, en la sociedad civil. La presunción de neutralidad de la cultura política respecto de las moralidades privadas principalmente retratadas como confesiones religiosas sin embargo no es tal, pues éstas deben asumir la prioridad de los valores políticos liberales sobre sus propias determinaciones normativas acerca de la vida buena, como requisito previo para ser reconocidas políticamente como “razonables” o correctas, y legalmente como instituciones sociales legítimas. En el modelo democrático liberal encontramos, en consecuencia, una reversión de los términos de la legitimación, que en vez de fluir desde la opinión pública hacia el poder político, se imponen desde éste a la opinión pública, restando credibilidad, y toda posibilidad de movilización política, a la emergencia de otras “culturas políticas” adversarias con mayor sensibilidad hacia otros problemas de ordenación normativa — como pueda ser el de la “justicia social”, que atenta contra el principio distributivo de la meritocracia como forma prioritaria del reparto de los rendimientos netos de la estructura básica. El orden normativo liberal adquiere, al igual que en Hobbes, una bondad intrínseca en cuanto orden, ponderando en mucha mayor medida el “problema de la estabilidad” del poder político, que el problema de la legitimación propiamente dicho. Toda reivindicación política o legal, aunque se movilice desde el mundo de la vida como desobediencia civil, deberá enmarcarse dentro los valores liberales previamente asentados en la “cultura política” siquiera para ser aceptada como parte del discurso político legítimo, que de este modo pasa a institutucionalizarse como una verdadera “religión civil”. Al contrario de Durkheim y Rawls, la teoría que Habermas despliega sobre su particular y compleja conceptualización de la moralidad pública no admite una rápida simplificación, pues entronca con el análisis mismo de los procesos sociales de reestructuración de la modernidad en los niveles objetivo-funcional, normativo-social, y subjetivo-reflexivo. Partiendo del esquema señalado, las fuentes normativas del derecho 441 moderno tendrían así, en la obra de Habermas, una doble entrada: la racionalidad instrumental, procedente de los sistemas sociales vínculo individuo-sociedad, y la racionalidad comunicativa, procedente del mundo de la vida, y que es la que nos ofrece una medida de la legitimación de las “pretensiones de validez” normativas desde el vínculo ilocucionario individuo-individuo46. A mi modo de entender, los principales escollos de esta formulación serían los siguientes: 1) si la ética del discurso se puede considerar una “moralidad pública”; y 2) si el derecho puede cumplir adecuadamente su doble compromiso con la “facticidad” del poder político y la racionalidad instrumental regulación-inclusión sistémica individuo-sociedad, y con la “validez” procedente de la racionalidad comunicativa insita en el mundo de la vida integración ilocucionario-cognitiva individuo-individuo. 1) Si se concibe la moralidad pública como un referente normativo asumido por “todos” y cada uno de los actores pertenecientes a una sociedad, es decir, como un criterio compartido de expectativas para la acción a partir del cual ésta puede coordinarse normativamente, cabe preguntarse dos cuestiones: a) si la naturaleza del consenso normativo básico puede ser indistintamente teleológica referente a valores o deontológica referente a procedimientos sin que con ello cambie su función social y forma de operar en la acción; y b) si una moralidad pública puede sostenerse únicamente sobre un criterio cognitivo vínculo ilocucionario individuo-individuo para determinar una “obligación normativa”, que tradicionalmente se ha estructurado en torno a un vínculo “individuo-sociedad”. 1.a. El giro desde una fundamentación normativa de corte teleológico-convencional hacia otra de corte deontológico-postconvencional, será vista por Habermas como una consecuencia del proceso de subjetivización de la racionalidad moderna. En el proceso 46 La racionalidad instrumental sería portadora de los códigos de interacción con el mundo objetivo, mientras la racionalidad comunicativa, como heredera de la racionalidad práctica kantiana, sería depositaria de los códigos de interacción con el mundo social-normativo. Aunque el mundo de la vida también acogería las manifestaciones “expresivas” de la subjetividad, vitales para la construcción de la personalidad e identidad, la racionalidad comunicativa en su determinación reflexiva por la ética del discurso descargada de intereses prácticos y preferencias axiológicas no se haría mensajera del mundo subjetivo respecto de sus reivindicaciones normativas. Como ya hemos señalado hasta la saciedad, ésta es una consecuencia de la separación entre la moralidad pública y la eticidad existencial en las condiciones reflexivas de la modernidad. 442 de modernización, la moralidad socio-cultural deja de tener su fuente en la moral convencional de una cosmovisión unitaria de sentido para fragmentarse en esferas diferenciadas de conocimiento ciencia, derecho, arte que ya no revisten implicaciones existenciales. El yo queda abandonado a sus propias fuerzas “reflexivas” para construir su identidad, de dónde se produce una “subjetivización” de la racionalidad práctica que debe guiar la conducta social. El yo reflexivo, sobre el que, por ejemplo, se levantan los derechos subjetivos de la jurisprudencia moderna, se convierte en un yo abstracto, sin ninguna vinculación o afiliación a alguna definición particular de la “vida buena”. Pero, por ello mismo, frente a las tendencias a la disgregación de universos de vivencia en el mundo de la vida, resulta de imperiosa necesidad, si se quiere trascender la “jaula de hierro” de la racionalidad instrumental profetizada por Weber y tematizada por la Teoría Crítica, reconstruir la racionalidad social desde la “interacción”47, para que el hombre no se resigne así al papel de un “creador creado”, y pueda tomar las riendas de una expansiva organización socialfuncional con riesgo de desbocarse48. Esta reconstrucción de la racionalidad social ya sólo será posible en la modernidad, en opinión de Habermas, desde las condiciones pragmático-universales que posibilitan la sociedad como comunicación. El concepto que maneja Habermas de “interacción humana” para llegar a una razón comunicativa, como tuvimos ocasión de ver en el análisis de la fundamentación filosófica de su Teoría de la Acción Comunicativa, es altamente complejo. Por un lado, se basa en el interaccionismo de Mead, que define la sociedad como una posibilidad surgida de la misma interacción, cuyo rendimiento comunicativo no solamente se cuenta como estructuras “intersubjetivas” de significatividad para su interpretación componente hermenéutico, sino también en un proceso de “socialización” que conforma a los actores desde la misma praxis en la que se relacionan y actúan entre sí 47 La necesidad de conceptualizar una racionalidad comunicativa frente a la instrumental nace tempranamente en Habermas por la insuficiencia marxista de definir la naturaleza humana exclusivamente desde el punto de vista del trabajo. Así, en Teoría y praxis, complementa la vocación del hombre a autorrealizarse en su trabajo con la de autorrealizarse también en la interacción, que precisamente es la fuente de las “distorsiones comunicativas” que llevan a una falsa conciencia ideológica. La emancipación del hombre sólo puede conseguirse desde una comunicación libre de distorsiones o coacciones, que de esta manera “libere” todo el potencial “reflexivo” de la esencia del hombre como ser racional en la interacción misma. 48 Sobre la desesperanza por ponerle las riendas al Juggernaut de la diferenciación funcional en las sociedades modernas, ver: Giddens, A., La Consecuencias de la Modernidad, Alianza, Madrid, 1990, pp. 142 ss. 443 movidos por sus propias motivaciones realizativas, dónde el yo se mira en el espejo de la suma de reacciones del resto de participantes en la comunicación. Esto hace que no se le pueda atribuir al hombre ninguna “esencia” finalista en su naturaleza antes de que dicha interación-socialización se produzca, a cuyo través la personalidad se realiza en la asunción crítica de las actitudes/roles de los otros participantes49. De hecho, al retener el actor el momento “generativo” de la acción, pudiendo reaccionar de manera diferente a los estímulos procedente de otros actores su posibilidad de aprendizaje, los individuos tampoco se pueden reducir a meros epifenómenos de una realidad social reificada, es decir, de una “racionalidad social” que se les impone por encima de sus cabezas. La racionalidad que permite la estructuración de significados para la acción es, de este modo, “intersubjetiva”, en la cual se vendrían a coimplicar las estructuras sociales que median entre los actores sus roles sociales y funcionales y la capacidad de aprendizaje como distancia reflexiva para modificar sus reacciones y apropiarse cognitivamente de su propio rol. En conclusión, la posibilidad de formular una racionalidad dada sobre la naturaleza del hombre, pasa por la “reconstrucción” de la pragmática insita en la propia comunicación intersubjetiva, que, a partir de las estructuras generativas universales del lenguaje Chomsky, puede negociar intersubjetivamente las reglas de su semantización desde diferentes marcos estructurales o “juegos del lenguaje” Wittgenstein. La “esencia” del hombre se perfila entonces como una consecuencia de las condiciones que posibilitan la comunicación social misma, es decir, no de manera positiva según los valores “teleológicos” que, por ejemplo, prescribe dogmáticamente una moral convencional para la vida buena, sino de manera negativa o reflexiva, como parte de las bases deónticas o procedimentales que permiten que la comunicación social se produzca. La ética del discurso será, precisamente, la encargada de señalar las actitudes “morales” contenidas en la racionalidad comunicativa para que ésta pueda realizarse idealmente. Su necesidad, como “ética” moderna sin implicaciones existenciales, se despliega ante el desmantelamiento de la posibilidad de una “moral convencional” de carácter público, dónde la normatividad pública ya sólo puede armarse de una 49 Esta imposibilidad viene a truncar la pretensión de Kant de “construir” una racionalidad práctica innata, incorporada en todo hombre en virtud de una naturaleza racional dada a priori, que además, en virtud de 444 correspondencia cognitiva desde una subjetivización reflexiva del yo la actitud hipotética del discurso que permite a los actores distanciarse de su propios intereses y preferencias axiológicas, que atienda exclusivamente a un criterio de “universalización” de pretensiones de validez, que incluyen para su determinación a todas las posiciones discursivas relevantes sostenidas por los participantes en dicha comunicación la asunción de rol de un “otro generalizado”. De todos modos, como el mismo Habermas puntualiza con los otros tres tipos de acción social, la acción comunicativa sólo tiene lugar allí donde las definiciones de la situación los consensos como “rendimientos pretéritos de comunicación” se tornan problemáticas, y los actores tienen que volver a concordar los términos del contexto social en el que después tienen que enmarcar el desarrollo de sus acciones el problema de la ontología del mundo de la vida dada por supuesta “fenomenológicamente”, que en la modernidad ya sólo puede ser reconstituida reflexivamente. Hay otra pretensión sine qua non a la ética del discurso que todavía es más polémica: la de atribuir al hombre, en cuanto ser racional, una predisposición “natural” al entendimiento con sus semejantes, buscando un bien o “interés general” antes que la realización de intereses de acción propios. Como ya vimos en el análisis de la obra de Habermas, el concepto de una evolución de la racionalidad sociocultural, frente al de un adoctrinamiento ideológico de acuñación marxista, elimina asépticamente la posibilidad de una interferencia perlocucionaria alojada en el interior de la acción comunicativa, que, por el contrario, si entrañaría una definición estratégica de la situación en la promoción de ciertos intereses de acción. La dominación ideológica, como habrían puesto de manifiesto por ejemplo Foucault con la microfísica del poder y Bourdieu con las luchas simbólicas, es una motivación básica de los actores cuando entablan una acción comunicativa que se dirige a ordenar normativa y estructuralmente la sociedad; fenómeno social que no sólo vendría a dar una mejor expresión de la naturaleza egoísta humana, sino también a explicar —mucho más convincentemente— los conflictos ideológicos que atraviesan toda la historia de la humanidad. la transcendencia de un reino de fines racionales compartido por todo ser racional, sería universal. 445 En conclusión, podemos llegar a afirmar que, según Habermas, con el paso de una fundamentación teleológica a una fundamentación deontológica la moral también muda de naturaleza, desde una determinación convencional anclada en identidades colectivas y convicciones éticas sobre la “autenticidad” y bondad única de una forma de vida impuesta desde una autoridad moral-sagrada incuestionada, a una determinación postconvencional en torno a principios universalistas y abstractos de conducta reflexiva, y una definición post-identitaria del yo como “sujeto racional” carente de perfiles axiológicos e intereses propios para la acción sus intereses, en la actitud reflexiva del discurso, comulgarían con el “interés general”. 1.b. La segunda cuestión que se plantea a la pretensión de la ética del discurso como una moralidad pública, es si su criterio cognitivo de vinculación ilocucionaria individuoindividuo puede generar adecuadamente un sentido interno de “obligación normativa”, que tradicionalmente se articulaba como un vínculo individuo-sociedad. El argumento en el que se sostiene la obligación normativa de la ética del discurso se vertebra sobre dos tesis diferentes: a) Que en las condiciones modernas de un yo reflexivo, los individuos sólo pueden admitir pretensiones de validez normativas desde un proceso discursivo donde compiten los mejores argumentos en virtud de su fuerza de convicción racional. b) Que las “reglas procedimentales” especialmente la de universalización, como reconstrucción de la condiciones “ideales” y realizativas finalidad racional propia del discurso, garantizan la “racionalidad” universal de los contenidos normativos consensuados. En definitiva, que la racionalidad del procedimiento garantiza la racionalidad del producto —a pesar de las siempre manifiestas “imperfecciones” humanas. 1.b.a. El problema del primer presupuesto es hacer coincidir el principio de autonomía tomado de Kant con el de una “racionalidad comunicativa-intersubjetiva”. En el interaccionismo simbólico, la socialización de los individuos se realiza desde la misma praxis en la que interactúan, teniendo por resultado una personalidad social como 446 producto de la comunicación misma50. La organización interna de la percepción de la situación social conjunta deriva en orientaciones de acción normativas que van a mediar las relaciones entre los actores como expectativas de acción-reacción futuras. El vínculo ilocucionario de los actos de habla respondería a este mismo mecanismo de socialización en la praxis, pero sólo bajo la condición de que la motivación fundamental por la que los actores interactúan entre sí sea la de llegar a establecer criterios compartidos de acción, motivados desde la necesidad psicológica por reducir la ansiedad que produce vivir inmersos en la “doble contingencia” de no saber como van a reaccionar los demás a nuestras acciones (disonancia cognitiva). La motivación básica de una acción genuinamente comunicativa sería entonces la búsqueda del entendimiento, frente, por ejemplo, a una acción estratégica que busca una realización ventajosa de intereses propios aun a costa de los del prójimo. En consecuencia, la acción comunicativa contendría en su seno una “motivación moral”, sobre cuyo vínculo ilocucionario cabría esperar un “respeto” o sentido de obligación normativo por parte de los individuos que lo han internalizado como un referente perceptivonormativo para la acción. Y si el vínculo ilocucionario contiene una motivación moral, es porque, a fin de cuentas, es un vehículo de expresión de la solidaridad humana como facultad interna de su sociabilidad. Sin embargo, desde la conceptualización kantiana de la autonomía, la definición del hombre sufre una polarización: una naturaleza racional y una naturaleza sensible asociada a intereses mundanos. Si la segunda de estas naturalezas es egoísta, la única naturaleza que podría contener una actitud moral en sí misma es la racional, que precisamente, en cuanto instituye un reino de fines propios, se caracteriza por llegar a determinar orientaciones prácticas para la acción según un criterio de “imparcialidad”. Habermas va a tomar este rasgo de la imparcialidad como el más característico de un punto de vista moral, que además, por sólo ser posible en “abstracción” de intereses personales y como universalizable también en ausencia de definiciones axiológicas concretas, sería justamente el que cabría adoptar en las actuales condiciones de “reflexividad” moderna. 50 Mead en realidad establece dos principios dinámicos de la psicología personal: un yo, como momento de conciencia dónde se dan lugar las motivaciones internas y reacciones a estímulos, y un me, como elemento interno de la estructuración de las reacción de los otros en una personalidad social que puede anticipar las reacciones de los demás a nuestro comportamiento. 447 El problema de relacionar este punto de vista moral kantiano con el vínculo ilocucionario de la acción comunicativa reside en sus respectivas definiciones del yo. Desde la racionalidad intersubjetiva, el yo es un producto de la comunicación misma, dónde el vínculo ilocucionario no sólo contendría un referente cognitivo para la acción, sino que también llevaría aparejado un “compromiso existencial” del yo que se ha gestado en virtud del mismo, y del cual se derivaría una pretensión de obligación normativa que se justifica como una condición de la reproducción estructural del sistema de la personalidad51. Por el contrario, desde la presunción de “autonomía racional” de la actitud hipotético-reflexiva del discurso, el yo queda “emancipado” de cualquier anclaje con la praxis, deviniendo cognición pura frente a las distorsiones comunicativas de los intereses vitales y las preferencias axiológicas. Es, en definitiva, un yo sin contornos, un yo desimplicado de la acción, un yo al que se le ha sustraído la “voluntad de ser” en sentido nietzscheano en el mundo. Lo que se pretende es que su inmersión en la praxis, y su vinculación con la misma a través de “intereses realizativos”, esté precedida de un compromiso existencial cargar a la acción social con un fin realizativo de la razón (comunicativa) en sí misma. El vínculo moralracional queda de este modo, al igual que en Kant, desprovisto de anclajes con la praxis real, dónde las motivaciones personales de los actores para la acción son precedidas de una motivación moral que, manifiesta en el vínculo ilocucionario constitutivo de la sociedad misma, genera un espontáneo sentimiento de “solidaridad interna” que orienta 51 En ciertos “medios sociales”, como puede ser el de algunos segmentos de trabajadores manuales masculinos que requieren el despliegue de una gran capacidad de fuerza física, se puede constatar, por ejemplo, como la violencia puede socializarse como una “virtud” de “distinción social”. El reconocimiento social de los especímenes masculinos entre sí se negocia desde la capacidad de desplegar eficientemente el recurso a la violencia física, que se convierte en una definición simbólica por la que se valoran a sí mismos, y al resto de individuos de dicha sociedad, en términos de respeto y prestigio. La percepción de la definición de la situación en el conjunto de experiencias de interacción obtenidas en este medio, crea una “expectativa normativa” para el despliegue de la violencia ante determinados estímulos que vienen a socavar la autoestima masculina la hombría, a riesgo de ser evaluado como un individuo que no merece reconocimiento ni respeto alguno. Este atributo simbólico puede ser elevado al rango de “moralidad pública” en determinados tipos de sociedades “guerreras” esencialmente nómadas, como por ejemplo fue el caso, en gran medida, de los pueblos celtas, de los “bárbaros” germanos o mongoles, o, más representativamente, de los Vikingos. Para éstos últimos, incluso el concepto de “salvación”, como derecho a ingresar en el paraíso del Vahala, venía asociado a una muerte gloriosa en el campo de batalla. Con esta pequeña puntualización, tan sólo quiero resaltar la influencia de las condiciones estructurales de la praxis para la definición del yo y su compromiso normativo. El yo social, articulado en torno de su “reconocimiento social”, sólo puede construirse desde la misma praxis de los universos simbólicos de vivencia, con lo que, un “yo racional” sólo sería posible —y en esto sigo a Bubner— en el contexto de una “forma de vida racional”, se defina ésta última como se quiera. 448 a los sujetos hacia la búsqueda cooperativa del entendimiento como un “interés general”. Al final, el yo reflexivo, desde el a priori de una comunidad ideal de comunicación la racionalidad o imparcialidad del punto de vista moral se convierte, pese a su referencia a una “racionalidad procedimental”, en un yo trascendente construido a priori de la experiencia o praxis social. 1.b.b. El segundo presupuesto nos viene a decir que la “racionalidad del procedimiento”, respecto de las reglas pragmático-ideales que posibilitan la comunicación y el entendimiento, garantiza la “racionalidad del producto”, es decir, la “moralidad pública” imparcialidad y universalidad de los consensos alcanzados desde la ética del discurso. La primera pregunta que deberíamos hacernos es si las condiciones procedimentales de la imparcialidad y la universalidad, son las que mejor definen una moralidad pública. Y en segundo lugar, si una racionalidad-moralidad procedimental, como “reglas técnicas” del discurso que posibilitan la distancia reflexiva, pueden conferir a la razón de “fuerza moral” suficiente para imponerse como reglas normativas sobre los intereses vitales egoístas y las preferencias axiológicas de la motivación para la acción de los actores en la praxis social. El problema que entraña la primera de estas preguntas es la definición propia de la moral, y si ésta, como moral pública, puede distanciarse de implicaciones existenciales éticas, como motivaciones internas que “enganchan” a los sujetos con la vida social y las necesidades de reproducción estructural de la sociedad. En estimación de Habermas, y sobretodo de Luhmann, la separación entre ambas viene posibilitada por el desplazamiento del vínculo individuo-sociedad desde la moral convencional determinaciones normativas para la acción hacia los sistemas sociales. El vínculo individuo-sociedad dejaría así de conformarse a través de un proceso de “integración” normativa tal y como podía ser la búsqueda de Durkheim por encontrar nuevas representaciones colectivas y grupos sociales capaces de atraer y disciplinar a los individuos hacia una misma Conciencia Colectiva, para articularse a través de un proceso de “inclusión” sistémica, instrumentalizado por la interacción codificada de “medios especializados de comunicación” dinero, verdad y poder que incrementan exponencialmente la capacidad de coordinación-regulación social-funcional. La diferencia fundamental entre las visiones de Luhmann y Habermas sobre este proceso, 449 es que si para el primero el vínculo sistémico obedece a un procedimiento regulativo del propio sistema, para Habermas la sociedad como organización debe orientarse a la finalidad de la “autorrealización” del ser humano, cuya naturaleza última es de carácter reflexivo. Y he aquí que, precisamente, esta naturaleza reflexiva sólo puede emerger como una nueva forma de aprendizaje, cuando las orientaciones normativas para la acción dejan de estar referidas a una “cosificación” hermenéutica de sentido, es decir, a una moral convencional. La moral, como espacio de realización de la naturaleza racional-reflexiva, aparece entonces definida, en virtud de la pragmática universal del lenguaje que permite evaluar las pretensiones de validez normativas desde la distancia reflexiva de una actitud hipotético-discursiva, con el rasgo de la “imparcialidad”; es decir, desde una definición abstracta del ser humano, que además contiene una pretensión de “universalidad”, manifiesta en la prevalencia de un “interés general” yo me atrevería a llamarlo genérico por su afinidad con la ética cosmopolita kantiana en la determinación de los rendimientos comunicativos ilocucionarios. La dificultad de esta formulación estriba en que la moral pública deja de construirse desde un vínculo individuo-individuo, que es el único posible desde la elección de la teoría de la acción como comunicación que asume Habermas en su propuesta teórica, para referirse a una “vinculación genérica” insita en la propia racionalidad reflexiva. Este sería el resultado de sumar a la característica de la “imparcialidad”, que en sí misma es la que permite la actitud hipotético-reflexiva del discurso, una pretensión de “universalidad” racional, que volvería a resituar la “ética del discurso” en su original formulación apeliana trascendental de una “teleología” realizativa del discurso insita en el a priori de una “comunidad indefinida de comunicación”. Quizás, en este punto, la propuesta de Rawls de una justicia política se muestra más solvente, pues aunque asume el criterio de la imparcialidad como prioritario de una ordenación “contractualista” del orden normativo público, en su definición exclusivamente política va a criticar la pretensión de una universalidad racional-cognitiva que siempre contiene un sesgo trascendental respecto de la praxis social-política. La segunda pregunta referente al segundo presupuesto si la racionalidad del procedimiento garantiza la racionalidad del producto era aquella que se cuestionaba si del seguimiento de las “reglas técnicas del discurso” se desprendía una validez de las “reglas normativas-morales”, al tiempo que transferir de una “obligación técnica 450 como conjunto de condiciones que posibilitan la comunicación y que todo participante debe adoptar si quiere comunicarse una “obligación moral” para cumplir los acuerdos consensuados cognitivamente. La validez normativa se remite, como acabamos de ver, a la “imparcialidad” creada con la distancia reflexiva de la actitud hipotética del discurso, que así mismo procede de una “predisposición” al entendimiento como finalidad propia de la acción comunicativa. El discurso creará validez normativa si y sólo si sus participantes asumen esta orientación a entenderse como una motivación prevalente de toda comunicación social frente a sus propios intereses y preferencias axiológicas. Descubrimos entonces que la “obligación técnica” en realidad también contiene una “obligación actitudinal” propia del discurso, que es además la que confiere una “obligación normativa” al vínculo ilocucionario. Sin embargo, cuando observamos la praxis real, descubrimos que los actores pueden comportarse como free riders que los demás jueguen limpio ateniéndose al vínculo normativo ilocucionario mientras nosotros jugamos sucio violando las reglas en nuestro beneficio si las normas públicas no vienen respaldadas por sanciones de distinto tipo hacia sus infractores. Descubrimos que la buena voluntad que habíamos supuesto en los actores cuando se comunican entre sí, no tiene un fundamento extensivo a las motivaciones reales de los mismos para participar en la praxis social, dejando en entredicho la limpieza perlocucionaria de los vínculos ilocucionarios contraídos. En definitiva, que el orden normativo público se encuentra bajo una sospecha ideológica sobre la posibilidad de que algunos actores hayan podido introducir, en la definición conjunta de la situación del vínculo ilocucionario, intencionalidades perlocucionarias que los beneficien de manera señalada frente a otros actores sociales en la planificación del orden estructural de la sociedad. La sospecha ideológica tiene como efecto una “definición estratégica” de la comunicación, cuya principal repercusión sería la de quebrar la expectativa de una “obligación moral” como juego limpio hacia los consensos normativos alcanzados discursivamente. 2. La necesidad del derecho como gozne de articulación entre la facticidad del poder político y la racionalidad instrumental del resto de sistemas sociales como requerimientos de “regulación”, y la validez normativa de la ética del discurso, como 451 moralidad procedimental pública, proviene, precisamente, de la insuficiencia del vínculo ilocucionario para asentar una “obligación normativa”, que de este modo debe reforzarse desde el poder político con sanciones “empíricas” de distinto tipo. La legalidad obligación normativa pública y la legitimidad validez normativodiscursiva de carácter cognitivo-universal encuentran en el derecho, como sistema social diferenciado, el altar que consagra su feliz matrimonio. Sin embargo, si se quiere mantener una ponderación acentuada en la legitimación como es el caso de Habermas, en su “inquietud” por plegar las estructuras sociales al fin último de la autorrealización del ser humano como ser racional, tendremos que analizar cuales pueden ser los mecanismos institucionales desde los cuales pueden encontrar acomodo en la praxis social, que, evidentemente, en su necesidad de implicar al poder político, deben incluir un modelo político de “autogobierno”, es decir, un modelo de Democracia. El diseño que Habermas nos presenta de la Democracia como sistema político es, en cierta manera, bastante novedoso, pues, en su orientación de sobrecargarlo en el momento discursivo de la validez, se asienta en una “reconstrucción” de la esfera pública como depositaria a ultranza de la soberanía popular democrática, frente al modelo de la “representación” política liberal o el de una Constitución cosificada como ideología52. La preocupación de Habermas por la esfera pública se puede considerar como una de sus más tempranas inquietudes de investigación, pues se remonta a los inicios de su paso por la Teoría Crítica y a su trabajo de habilitación: Strukturwandel der Offentlichkeit. Tras consolidar una teoría sociológica propia en torno a la acción comunicativa, Habermas va a retomar este viejo proyecto para diseñar un nuevo prototipo del sistema político, denominado “Democracia Deliberativa”. Aun asumiendo el principio de 52 En la versión más acabada de este modelo, creo que Habermas viene a desmarcarse por el riesgo de caer en un republicanismo idealista de su anterior apuesta por un “patriotismo constitucional” como ideal concluso y fosilizado de Democracia. Habermas entiende más bien a la sociedad civil, en su dinamismo comunicativo que va mutando continuamente la Opinión Publica con nuevas aportaciones en el discurso político-moral, como depositaria de un proceso de “Constitución permanente”, que en virtud de la actitud reflexiva del discurso, reapropia y actualiza continuamente las pretensiones de validez del consenso normativo público. Evidentemente, en estas condiciones extremadamente flexibles de la normatividad social, el único elemento al que se puede apelar como un referente de su articulación es a la ética del discurso, fuente de los principios “deontológicos” por los que se puede llegar a consensuar normas conjuntas para la acción. No obstante, como el mismo Rawls puntualiza, estos principios no pueden ser exclusivamente procedimentales, pues si quieren incorporar el horizonte realizativo teleológico de la racionalidad discursiva en la articulación normativa de las sociedades orden 452 “representación” política como una imposición técnica para la eficacia de la actuación política y administrativa en las sociedades de masas, Habermas nos va a recordar que la soberanía popular, lejos de quedar tutelada por el poder administrativo-político, todavía se remite al caldero de interacciones comunicativas que constituyen la Opinión Pública. Así, frente al cheque en blanco de la subasta electoral para el gobierno del poder político, Habermas plantea la posibilidad de una vigilancia permanente por parte de la sociedad civil organizaciones sociales que prestan su voz a la Opinión Pública frente al poder administrativo como garantía de un adecuado ejercicio de la democracia como autogobierno, que además vienen a tematizar políticamente cuestiones desplazadas al ámbito privado que, no obstante, requieren de la atención y de la regulación político-normativa pública53. El problema de esta propuesta es que, en realidad, se queda en eso, en una mera propuesta, sin un desarrollo paralelo de las instituciones “públicas” que permitirían esta labor de vigilancia popular de la actuación político-normativa, labor que en la actualidad vendría a ser desempeñada desde el sistema jurídico por el tribunal constitucional. Lo cierto es que el momento de la reflexividad del discurso se perfila normativamente más en sintonía con la interpretación liberal de las “libertades negativas”, que en la línea republicana de las virtudes cívicas como pleno ejercicio de las “libertades positivas”. La racionalidad reflexiva no crea una identidad propia a no ser que quiera caer en la paradoja de una identidad post-identitaria, sino que, en su autodeterminación política, crea el espacio normativo y social al yo para que, con las garantías de una libertad de pensamiento y conciencia, pueda “elegir” una adscripción existencial entre la oferta de las tradiciones ya existentes, o construir una propia individual o asociativamente como estilo de vida. Habermas, por el contrario, social, deben tener también un carácter “substantivo” como valores politico-morales que permiten nuclear moralmente dichos consensos. 53 Sin embargo, la presunción de una “racionalidad reflexiva” a estas organizaciones surgidas de la sociedad civil es una atribución sin mucho fundamento, pues siempre aparecen vinculadas a reivindicaciones vertebradas en torno a intereses sociales concretos o interpretaciones axiológicas sobre la vida buena como pueda ser la solicitud de un reconocimiento “ público” de alguna seña de identidad socio-cultural, bien sea una lengua propia, o incluso el derecho a la “autodeterminación” política de una identidad nacional. Ni tan siquiera se podría decir que este tipo de organizaciones sean en su conjunto avatares de una nueva conciencia post-materialista ante la crisis de identidad la vuelta de las reivindicaciones de la “eticidad existencial” al terreno de la normatividad pública, pues existe entre ellas tal diversidad de demandas, con motivaciones prácticas intrínsecas a su movilización y organización pública, que nunca podría hablarse de un síntoma reversivo de la privatización normativa de la subjetividad. 453 mantiene su aspiración por “cargar” a la libertad positiva del “republicanismo kantiano”, con una perspectiva de realización del proyecto ilustrado de la emancipación como destino evolutivo ontogenético-cognitivo de la humanidad en su conjunto, que, a fin de cuentas, se retrotrae a la “autodeterminación” trascendental kantiana de la “racionalidad” como principal esencia o verdadera naturaleza del hombre. Habermas, de esta manera, será un ferviente partidario del “derecho cosmopolita” como proyecto genérico de la humanidad, desacreditando el cierre “nacional-identitario” de las comunidades políticas a favor de una progresiva federación de Estados plurinacionales, de la cual el presente proceso de la Unificación Europea sería un gran laboratorio exportable al resto del mundo. Pero con esta última intencionalidad teleológico-evolutiva, Habermas viene a transferir el proyecto de la Ilustración racional desde el ámbito natural kantiano de la “moralidad pública” al ámbito de la organización política, manifiesto en el diseño de una Democracia Deliberativa, que contiene la ambición oculta de una “moralización” ético-discursiva de la práctica política como requisito imprescindible para su legitimación. Como recapitulación de las aportaciones de Durkheim, Habermas y Rawls al problema de la moralidad pública en la modernidad reflexiva, se puede visualizar finalmente el siguiente esquema: Principio racional normativo Institución Social Durkheim Racionalismo Científico Sociología Rawls Razón Pública Contractualista Consenso Constitucional Habermas Racionalidad Comunicativa Opinión Pública 454 Los tres autores coinciden en atribuir a algún “principio racional” la fuente prioritaria de fundamentación de la moralidad pública que legitima el orden normativo político en la modernidad. Para Durkheim, el único principio racional al que se puede apelar es aquel procedente de la ciencia, pues a partir de la misma es como se produce en las sociedades orgánicas la nueva estructuración de la división del trabajo. El individualismo encuentra en la ciencia, como nueva forma “racional” de organización social, su principal condición de posibilidad recordemos que el individualismo es un efecto del proceso de “desanclaje” simbólico de los individuos respecto de la Conciencia Colectiva, producto del “descentramiento” cosmovisivo en diferentes esferas de conocimiento “científicas”. La institución social básica que aplicaría este principio racional científico al orden normativo de las sociedades no sería otra que la Sociología, que en virtud del método “científico” que le caracteriza, podría llegar a discernir “racionalmente” a que tipo de necesidades sociales responde la moral, y desde que tipo de instituciones sociales en las sociedades modernas puede encontrar una satisfacción más plena el nuevo ideal “moral” del individualismo. Rawls, por el contrario, habría seguido en sus inicios la línea de trabajo de una solidaridad orgánica del derecho “contractualista”, criticada por Durkheim como orientación estratégica de la determinación de un principio de racionalidad del orden normativo público. No está de más recordar que los orígenes de su Teoría de la Justicia se encuentran, precisamente, en la búsqueda de un método racional para llegar a consolidar un criterio compartido que guíe la construcción de un orden normativo, frente a las teorías morales del intuicionismo y utilitarismo. El método elegido primeramente para determinar este principio de racionalidad, se basaba en la teoría del cálculo racional egoísta, capaz de canalizar las negociaciones en una posición original de igualdad bajo el principio maximin hacia un mismo sentido “procesual” de la justicia como equidad. En el posterior giro teórico del Liberalismo Político, este principio de racionalidad será corregido hacia el sentido de una negociación contractualista exclusivamente política, que, a partir del hecho de un pluralismo de formas de vida que imposibilita llegar a consensos axiológicos incluido el proyecto ilustrado de la racionalidad como finalidad social propia, va a restringir las “intuiciones” del sentido de la justicia hacia el restrictivo horizonte de un Consenso 455 Constitucional Político. Este Consenso Constitucional básico se va a convertir, como definición “sustantiva” de una “cultura política” que guía las prácticas políticas”, en una “razón pública”, en virtud de la cual se podría juzgar reflexivamente si la legislación y las reivindicaciones normativas con pretensiones “públicas”, pueden ser consideradas “razonables” dentro de los principios y valores que defiende dicha “cultura política liberal” depositaria del “espíritu” constitucional de la posición original. Para Habermas, el principio de racionalidad básico de una moral pública postconvencional procede de la misma reconstrucción pragmático-procedimental de la racionalidad comunicativa, que, no olvidemos, constituye la dinámica intersubjetiva de la praxis social fundante de las mismas sociedades y de los individuos como sujetos socializados, y que, desde el punto de vista de su aplicación en la determinación de principios normativos para la acción, cristaliza como una ética del discurso. La institución social que se haría depositaria de este principio discursivo de validez normativa dentro del sistema político que refrenda su vigencia fáctica, sería la Opinión Pública, que, organizada y movilizada a través de diferentes auto-organizaciones de la Sociedad Civil, vigilaría y garantizaría el correcto ejercicio del poder administrativo que ordena normativamente la sociedad. 456 3. Conclusiones finales en torno a la Moralidad Pública. En este último apartado, vamos a proceder finalmente a enumerar las conclusiones a las que se puede llegar, después del itinerario realizado en esta tesis doctoral, en torno al concepto de una moralidad pública, que, a mi modo de entender, serían las siguientes: 1. El papel de la moralidad pública en la historia de la evolución social depende de las necesidades funcionales de la normatividad social. En las sociedades nómadas de cazadores/recolectores pre-axiales, la función básica de la normatividad social era la de crear un espacio de posibilidad para el conocimiento y la conducta social, fungiendo como una realidad única de sentido el mundo natural, el mundo social y el mundo subjetivo. En las sociedades agrícolas axiales, por los requerimientos intrínsecos de una mayor división del trabajo social, se va a producir una cierta separación del conocimiento técnico-instrumental profano destinado al control del mundo natural, respecto del conocimiento moral-sagrado de los mundos social y subjetivo, íntimamente imbricados a través de una ética de salvación, que se perfila como un mecanismo de compensación simbólica frente a las condiciones contingentes de existencia y las desigualdades sociales. El poder político y el poder religioso, como gerentes de los “medios generalizados de comunicación” del poder y de la verdad respectivamente, van a presentar una forzosa relación simbiótica, en la que el primero otorga una “estabilidad externa” fáctica, como conjunto de límites infranqueables del orden normativo, y el segundo una validez o legitimación del orden social desde una “estabilidad interna”, que “carga” las necesidades de reproducción estructural de la sociedad para la acción social sobre las estructuras de reproducción del sistema de la personalidad. Finalmente, en las sociedades modernas post-axiales, el despliegue de la división del trabajo en los centros urbanos, y especialmente tras la revolución industrial y emergencia del capitalismo, va a requerir de nuevas demandas de “regulación” sistémica para la coordinación social-funcional en detrimento del orden normativo, que ya no puede referirse a un sentido sagrado-trascendente. La burguesía —y con 457 posterioridad, toda una plétora de clases y grupos sociales que surgen como agentes sociales de esta nueva forma de organización social— tendrá que embarcarse en una triple empresa de control de los tres medios generalizados por los que se reproduce sistémicamente la sociedad: a) el dinero, como capital de inversión con la facultad de “organizar” el factor productivo del trabajo social frente a la posesión de tierra del feudalismo; b) el poder político, como su mayor participación en la formación de ejércitos profesionales con cualificación técnica sobre los que los monarcas absolutistas consiguieron imponerse sobre la aristocracia feudal primero, y las posteriores “revoluciones nacionalistas” sobre el propio poder absolutista bajo una pretensión de “soberanía popular”, en segundo término; y c) el conocimiento, como un proyecto de ilustración “racional” de la sociedad frente al adoctrinamiento religioso, que lleva aparejado un proceso de secularización del orden normativo como nueva moralidad pública-política. 2. En las condiciones de alta reflexividad de la modernidad, la moralidad pública y la eticidad existencial se divorcian en dos esferas o sistemas independientes de acción. La reproducción de las estructuras funcionales de la sociedad, especialmente referidas a la organización del trabajo, ya no requieren “cargarse” sobre el sistema de la personalidad, pues se articulan como un entrelazamiento funcional de “consecuencias no pretendidas de acción”, que hacen posible un mayor rendimiento de la coordinación social en las “sociedades de masas”, superando las restrictivas limitaciones de una coordinación normativa de expectativas de acción característica de los “sistemas de interacción” presenciales mediados por el lenguaje. El coste de este proceso de desanclaje normativo, que desplaza el problema desde la integración a la regulación sistémica, es un mayor peso de la “estabilización externa” del orden normativo aquella que viene producida por motivaciones empíricas como incentivos positivos económicos, o incentivos negativos de sanciones “fácticas” ante la violación de la legalidad vigente sobre el de la “estabilización interna” aquella que “carga” normativamente expectativas de acción de la praxis social sobre el sistema de personalidad, como una finalidad propia del reconocimiento y construcción del yo. La consecuencia de este proceso será la producción de “identidades frágiles” —puesto que 458 ya no vienen respaldadas desde la estructuración social—, que en muchas ocasiones se mostrarán como una reivindicación existencial “postmaterialista” preferente sobre las propias motivaciones empíricas “materialistas”, que de este modo manifestarán un déficit motivacional respecto de su función para “enganchar” a los individuos en las dinámicas que reproducen estructuralmente la sociedad, convergiendo como una crisis de identidad de gran envergadura en un cada vez más difícil tránsito desde una dilatada adolescencia —por los inflacionados requerimientos funcionales de cualificación— a la vida adulta. 3. En las condiciones de alta reflexividad de la modernidad, la moralidad pública solamente puede fundamentarse en principios de validez racional. La segunda consecuencia de la separación entre la moralidad pública y la eticidad existencial es, al perder esta última su carácter público, la de una gran proliferación de formas o estilos de la “vida buena” coexistentes en la sociedad civil. En estas condiciones, resulta de todo punto imposible llegar a determinar “valores” de vida o estructuras axiológicas que pueden obtener un reconocimiento generalizado por parte de todos los miembros de una sociedad —problema éste que ya había sido planteado por Nietszche, Bandelaire y Weber entre otros—, teniendo que recurrir a principios abstractos de racionalidad —Parsons— para fundamentar la “moralidad pública” que sostiene la validez cognitiva del orden normativo. Estos “principios de racionalidad” pueden tomar, esencialmente, los tres registros que Durkheim, Habermas y Rawls respectivamente dictan para la misma: a) una racionalidad científica, como un orden social planificado por expertos que aparecen investidos de una “autoridad racional” en sus respectivas materias disciplinares de conocimiento; b) una racionalidad comunicativa, que desde una reconstrucción procedimental o deóntica de la racionalidad práctica kantiana, pretende definir primero la esencia humana en su capacidad reflexivo-comunicativa, para después “cargarla” —bajo 459 la forma de un fin realizativo— sobre el orden normativo público54, como proyecto genérico de ilustración de la humanidad en su conjunto. c) una racionalidad público-política, dónde, frente a la definición existencial “privada” de los individuos en la sociedad civil, se produciría una definición de persona “pública” paralela en cuanto ciudadanos “racional-abstractos”, cuya principal fuente racional para sus “juicios reflexivos” se tomaría de una teoría de la “justicia política” anclada en la tradición liberal-contractualista. 4. En las condiciones de alta reflexividad de la modernidad, la moralidad pública se encuentra íntimamente imbricada con el poder político, y su función prioritaria es la legitimación del mismo bajo la fundamentación de una forma de gobierno democrática. Dadas las condiciones de “estabilidad externa” del orden normativo moderno, la moralidad pública debe restringir sus funciones de integración en los sistemas de interacción para ponerse al servicio de la legitimación del poder político. Esta es, en primer lugar, una necesidad histórica, pues la moralidad pública moderna surge en la lucha política e ideológica mantenida por la burguesía contra la legitimación religiosa del poder eclesiástico, teniendo por principal resultado la neutralidad confesional de un Estado político secularizado. Y al mismo tiempo, también es una necesidad funcional, pues los sistemas sociales especializados necesitan desvincularse para su regulación de la normatividad existencial, que pasaría a adquirir un rango privado. La moralidad pública se dirige, de este modo, hacia la legitimación del poder político, que toma asiento en algún principio de racionalidad como rasgo esencial de la personalidad ciudadana y/o humana. La forma de gobierno en la que los tres teóricos consultados se ponen de acuerdo como la más representativa de una moralidad pública asentada sobre principios racionales, es la democracia, aunque cada uno de ellos manifieste una preferencia personal y teórica por algún modelo en particular de la misma. 54 Bajo la forma de un principio de racionalidad, aquí es la subjetividad como “reflexividad” la que se “carga”, como un fin realizativo, sobre el orden normativo, revirtiendo la anterior lógica convencional de “cargar” el orden normativo sobre las estructuras de personalidad como un fin personal de salvación. 460 a) Para Durkheim, el ideario de la Tercera República Francesa contendría los dos rasgos principales de la racionalidad: ser partidaria a ultranza de la racionalidad científica como forma de la organización social; y ser defensora del individualismo humanista, definido a partir de una determinación “racional” de la naturaleza humana, que, a su vez, sería una consecuencia “ideo-lógica” de la organización científica de la sociedad. b) Para Rawls, el ideario que recoge más fidedignamente la naturaleza “racional” de la ciudadanía, es el Liberalismo Político, entendiendo esta naturaleza racional como un “juicio reflexivo” que se conforma en la condiciones pro tanto de la posición original, y que dan lugar a un Consenso Constitucional político como “cultura política” en la que se asienta la “razón pública”. c) Para Habermas, la forma de gobierno del poder político más fiel a una racionalidad comunicativa, no sería otra que la Democracia Deliberativa, que frente al poder administrativo del sistema político necesita del refrendo de la legitimación o validez de sus determinaciones por el poder comunicativo residente en la Opinión Publica, que de este modo mantendría un control “realizativo” de la esencia racional humana sobre el orden normativo, reduciendo el riesgo de una estructuración sistémica a espaldas de la esencia “social-comunicativa” del ser humano. 461