El último respiro del euro JOSEPH E. STIGLITZ catedrático de Economía de la Universidad de Columbia y premio Nobel de Economía en 2001 6/07/2012 Al igual que un preso en el corredor de la muerte, el euro ha recibido otro aplazamiento de última hora: va a sobrevivir un poco más. Los mercados lo están celebrando, como lo han hecho después de cada una de las cuatro anteriores cumbres de “crisis del euro”, hasta que comprendan una vez más que aún no se han abordado los problemas fundamentales. Hubo buenas noticias en esta cumbre: los líderes europeos entendieron que finalmente no va a funcionar la operación circular por la que Europa presta dinero a los bancos para salvar a los fondos soberanos, y a los fondos soberanos para salvar a los bancos. Ahora reconocen que los préstamos de rescate que dan al nuevo acreedor un mayor orden de precedencia sobre los demás empeoran la situación de los inversores privados, que reaccionarán simplemente exigiendo tasas de interés todavía más altas. No deja de ser profundamente preocupante el que las autoridades europeas se hayan demorado tanto en ver algo tan obvio (y evidente hace más de una década y media en la crisis del este asiático). Pero lo que falta en el acuerdo es aún más significativo que lo que ya hay. Hace un año, los líderes europeos reconocieron que Grecia no iba a poder recuperarse sin crecimiento y que el crecimiento no puede lograrse únicamente con austeridad. Y sin embargo, es poco lo que se ha hecho para corregir el asunto. Lo que se propone ahora es la recapitalización del Banco Europeo de Inversiones, que forma parte de un paquete de crecimiento de alrededor de 150.000 millones de dólares. Pero los políticos son buenos para el reenvasado y, según algunas versiones, el nuevo dinero es una pequeña fracción de esa cantidad, e incluso eso no entrará en el sistema de inmediato. En resumen: los remedios (demasiado escasos y tardíos) se basan en un diagnóstico errado del problema y en análisis económicos defectuosos. Pero los mercados son más pragmáticos: si, como es casi seguro el caso, la austeridad debilita el crecimiento económico y, por tanto, socava la capacidad de pago de la deuda, las tasas de interés no se reducirán. De hecho, la inversión caerá en una viciosa espiral descendente que ya ha comenzado en Grecia y España. Alemania parece sorprendida por esto. Al igual que con las sangrías de la Edad Media, sus gobernantes se niegan a ver que la medicina no sana al paciente e insisten en administrarle más hasta que acaba por morir. Los eurobonos y un fondo de solidaridad podrían promover el crecimiento y estabilizar los tipos de interés a los que se tienen que enfrentar los Gobiernos en crisis. Las menores tasas de interés, por ejemplo, permitirían liberar dinero para que, incluso, los países con fuertes restricciones presupuestarias pudieran destinar más fondos a inversiones de estímulo al crecimiento. La situación es peor en el sector bancario. Cada Gobierno respalda el sistema bancario de su país, y si se desgasta su capacidad de apoyo, también lo hará la confianza en los bancos. Incluso los sistemas bancarios con buena gestión se verían en problemas en una crisis económica como las que se viven en Grecia y España; con el colapso de la burbuja inmobiliaria española, los bancos enfrentan riesgos todavía mayores. En su entusiasmo por crear un “mercado único”, los líderes europeos no se percataron de que los Gobiernos proporcionan un subsidio implícito a sus sistemas bancarios. La seguridad de que si surgen problemas el Gobierno los apoyará es lo que da confianza en los bancos, y cuando algunos Gobiernos se encuentran en una posición mucho más sólida que otros, el subsidio implícito es mayor para esos países. Sin un campo de juego uniforme, ¿por qué no debería huir el dinero de los países más débiles, e irse a las instituciones financieras de los más fuertes? De hecho, es notable que no haya habido un mayor nivel de fuga de capitales. Los líderes europeos no reconocieron este peligro creciente, que se podría haber evitado fácilmente con una garantía común que a la vez corrigiera la distorsión del mercado causada por la subvención implícita del diferencial. El euro estaba viciado desde el principio, pero estaba claro que las consecuencias quedarían en evidencia solamente en una crisis. Política y económicamente, nació con las mejores intenciones. Se suponía que el principio de un mercado único promovería la distribución eficiente del capital y el trabajo. Pero los detalles tienen su peso. La competencia fiscal significa que puede que el capital no vaya a donde sea más alta su rentabilidad social, sino a donde puede encontrar las mejores utilidades. El subsidio implícito a los bancos significa que los bancos alemanes tienen una ventaja sobre los de otros países. Los trabajadores pueden emigrar de Irlanda o Grecia, no porque su productividad sea más baja, sino porque, al hacerlo, pueden escapar del endeudamiento contraído por sus padres. El mandato del Banco Central Europeo es garantizar la estabilidad de los precios, pero hoy la inflación está lejos de ser el problema macroeconómico más importante de Europa. A Alemania le preocupa que, sin una supervisión estricta de los bancos y los presupuestos, termine teniendo que pagar las cuentas de sus vecinos más derrochadores. Pero ese no es el punto clave: España, Irlanda, y muchos otros países en dificultades tenían superávits presupuestarios antes de la crisis. La crisis dio origen a los déficits, y no al revés. Si estos países cometieron un error, fue solo que (al igual que la Alemania de hoy) creyeron demasiado a los mercados, por lo que (al igual que Estados Unidos y tantos otros) permitieron que creciera sin control una burbuja de activos. Si se aplican políticas racionales y se crean mejores instituciones —lo que no significa solamente más austeridad y una mayor supervisión de los bancos, los presupuestos y los déficits— y se recupera el crecimiento, estos países serán capaces de cumplir con sus obligaciones crediticias, y no habrá necesidad de recurrir a las garantías. Además, Alemania tiene las de perder en ambos casos: si colapsan el euro o las economías de la periferia, va a tener que enfrentar costes muy altos. Europa tiene grandes fortalezas. Sus puntos débiles de hoy reflejan, principalmente, políticas y arreglos institucionales erróneos. Se pueden modificar, pero solo si se reconocen sus debilidades fundamentales, tarea mucho más importante que las reformas estructurales al interior de cada país. Si bien los problemas estructurales han debilitado la competitividad y el crecimiento del PIB en determinados países, no dieron origen a la crisis y hacerles frente no la resolverá. El enfoque europeo de ganar tiempo no puede funcionar indefinidamente. No es solo la confianza en la periferia de Europa lo que se está perdiendo. También comienza a ponerse en duda la supervivencia del euro mismo. © Diario EL PAÍS S.L.