HOMILIA FIESTA DEL CORAZON DE JESUS 2010 CLAUSURA DEL AÑO SACERDOTAL Monseñor Oscar José Vélez I., c.m.f. Obispo de Valledupar. 1 Pe 2, 21-25 Salmo 23 (22) Juan 19, 31-37 Amados hermanos: Nos reunimos hoy para celebrar esta fiesta en honor del Corazón de Jesús, en la clausura del año sacerdotal. El Santo Cura de Ars, bajo cuyo patrocinio se ha realizado este año, con ocasión del 150 aniversario de su partida hacia la casa del Padre, afirmó: “El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”. Y el Papa Benedicto XVI en su carta convocatoria para este año, comentaba dicha afirmación diciendo: “Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no solo para la Iglesia sino también para humanidad misma… La expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca… la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a tantos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio. ¿Cómo no recordar a tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de su sangre. Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono…”. Hermanos, referirnos al Corazón de Jesús es necesariamente evocar el amor que fue la pasión que movió al Señor a hacerse uno de nosotros, a ser el mensajero de la Buena Noticia, a cargar sobre sí nuestras aflicciones y dolores y finalmente a dar su vida para darnos vida, para rescatar nuestras vidas perdidas y darles pleno sentido. “En la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, la Iglesia presenta a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y ofrece todo su amor a la humanidad. Un amor misterioso que se nos revela como inconmensurable pasión de Dios por el hombre. El corazón de Dios se estremece de compasión. No se rinde ante la ingratitud ni siquiera ante el rechazo del pueblo que ha escogido; es más, con infinita misericordia envía al mundo a su Hijo unigénito para que cargue sobre sí el destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, pueda restituir la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado. Todo esto a un caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz: “Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”. Símbolo de este amor que va más allá de la muerte es su costado atravesado por una lanza.” (Benedicto XVI, homilía en las vísperas del corazón de Jesús, 2009). Así lo hemos leído hoy en la primera carta de Pedro: “El llevó sobre la cruz nuestros pecados cargándolos en su cuerpo, para que muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus cicatrices nos sanaron. Antes andaban como ovejas extraviadas, pero ahora han vuelto al pastor y guardián de sus vidas”. La Sagrada Escritura nos enseña a interpretar el misterio de la vida del Señor a la luz de la figura del Siervo de Yahveh (Is. 52, 13-53, Lc. 24, 25-27; Hech 8, 26-40; 1 Pe 2, 2125). Su amor por nosotros –desde su encarnación y nacimiento en pobreza hasta su muerte ignominiosa en la cruz- es una pasión de cercanía. Todo lo vive y padece por cada uno de nosotros. Y sólo estando dispuestos a beber de su cáliz (Mc 10, 35-40) y compartir sus padecimientos iremos fraguando nuestra unión con El. Benedicto XVI nos invita a detenernos a contemplar juntos el Corazón traspasado del crucificado: “En el Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios… Su Corazón divino llama entonces a nuestro corazón; nos hace salir de nosotros mismos, y abandonar nuestras seguridades humanas para fiarnos de El y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin reservas”. Hermanos sacerdotes: Del Corazón de Cristo traspasado, del cual brotó sangre y agua, enseñan los padres de la Iglesia, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera. La sangre, símbolo de la eucaristía y el agua, símbolo del bautismo purificador; sacramentos que son la razón del sacerdocio cristiano. Una vez consumado el sacrificio redentor de Cristo, nace el sacrificio de la entrega de la vida del sacerdote. Así lo expresa la carta de San Pedro: “Esa es su vocación, porque también Cristo padeció por ustedes, dejándoles un ejemplo para que sigan sus huellas”. No podemos olvidar que de ese corazón traspasado ha manado el don de nuestro ministerio sacerdotal. Por eso la invitación a “permanecer en su amor” (cfr. Juan 15, 9), que es válida para todo bautizado debe resonar con particular fuerza para nosotros, sacerdotes. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejémonos conquistar por El, para poder ser en nuestro mundo mensajeros de esperanza, de reconciliación y de paz. Permaneciendo en su amor, en su corazón aprenderemos la ciencia del amor “que solo se aprende de “corazón a corazón” con Cristo. El nos llama a partir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar el rebaño en su nombre. Precisamente por este motivo no tenemos que alejarnos nunca del manantial de Amor que es su Corazón atravesado en la cruz” (Benedicto XVI) Hermanos muy amados: La Iglesia entera brota del costado del Traspasado, donde se revela la radicalidad y la medida del amor de Dios. Por este motivo, la esposa de Cristo –dice San Juan de Avila- no tiene más báculo que la cruz ni más honra que la del esposo crucificado y lleno de deshonras. En aquellas palabras con las que el obispo le entregó por primera vez las ofrendas, el sacerdote encuentra la raíz más profunda de su amoroso servicio al pueblo de Dios: “Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz del Señor”. La caridad pastoral del presbítero siempre ha de tener como fuente y culmen la caridad de Jesucristo Buen Pastor, la cual se encarna, se prolonga y se actualiza “en el amor concreto del presbítero a su comunidad y a la entera comunidad eclesial” (PDV 5). “La caridad de Cristo nos urge”, ha sido el lema de muchos santos, obispos y fundadores de comunidades religiosas que siguiendo las huellas de San Pablo han encontrado que la caridad pastoral, nutrida en la experiencia del amor de Dios en Cristo, es lo que autentifica la identidad del discípulo misionero de Jesús, el Buen Pastor. Lo que manifiesta realmente la caridad pastoral del presbítero es su trabajo, su actitud servicial, y su carácter de entrega amorosa, pero su origen es distinto a todo ello. Su principio y fuente está en el amor de Dios, en el Corazón de Cristo. El lema del año sacerdotal ha sido: “Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote”. La experiencia de la fidelidad amorosa de Cristo es la que posibilita la fidelidad del sacerdote. Se conjuga así en el ministerio sacerdotal la primacía de la gracia con el deber cada vez más urgente de la lealtad y del testimonio del sacerdote. “La fidelidad a lo largo de la vida es el nombre del amor”, ha dicho el Papa recientemente en Fátima. La caridad pastoral es el principio unificador de la vida y el ministerio del sacerdote, impregna todas las virtudes y prioridades del corazón sacerdotal y unifica su entero universo de relaciones. La santidad sacerdotal consiste, de hecho, en recorrer este sendero de progresiva unificación interior (PDV 72; PO 14). La caridad pastoral confiere unidad y armonía a este variopinto mundo que nos toca vivir, a los mil quehaceres diferentes de nuestras vidas sacerdotales. En ella encontraremos los verdaderos y auténticos motivos para llevar a cumplimiento nuestra vocación sacerdotal en su dimensión individual, eclesial, social, ministerial. La caridad pastoral, que brota del corazón de Cristo traspasado, debe empapar cada obra que realizamos. Estamos llamados a ser pastores según el Corazón de Cristo, para lo cual es necesaria una viva amistad con El que nos lleve a abrazarnos a su cruz, una comunión no sólo de inteligencia sino de la libertad y la voluntad, una disponibilidad incondicional para llevar la grey confiada donde el Señor quiere y no en la dirección que aparentemente sea más conveniente o más fácil y un humilde y amoroso servicio que aprendimos de Él en el lavatorio de los pies. Estamos llamados a “hacer de Cristo el corazón del mundo” y esto se realiza en la medida en que El se convierte en el corazón de los corazones humanos, empezando lógicamente por los nuestros, amados sacerdotes. “Incluso nuestras carencias, dice el Santo Padre, nuestros límites y debilidades deben volvernos a conducir al Corazón de Jesús. Si es verdad que los pecadores, al contemplarle, deben aprender el necesario “dolor de los pecados” que los vuelve a conducir al Padre, esto se aplica aún más a los ministros sagrados. ¿Cómo olvidar que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en “ladrones de ovejas (Juan 10,1ss), ya sea porque las desvían con sus doctrinas privadas, o porque las atan con los lazos del pecado y de muerte? También para nosotros queridos sacerdotes se aplica el llamamiento a la conversión y a recurrir a la Misericordia Divina, e igualmente debemos dirigir con humildad incesante la súplica al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible riesgo de dañar a aquellos a quienes debemos salvar”. Amados sacerdotes: El Santo Cura de Ars decía: “Un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el Buen Dios puede conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”. A través de nuestro ministerio se hace posible el milagro cotidiano de la Eucaristía, alimento que posibilita el caminar de la Iglesia y manifiesta a Jesús como la Vida; con nuestra escucha atenta y nuestra acogida cordial en el sacramento de la reconciliación hacemos presente el amor misericordioso de Dios para con sus hijos y mostramos a Jesús como el Camino; con nuestras palabras que orientan y reconfortan, expresamos que Jesús es la Verdad misma. Les reitero mi gratitud y la gratitud de esta Iglesia por el ministerio que cada uno de Ustedes realiza y que con su entrega generosa, sacrificada y testimonial se convierte en signo de la presencia de Jesús, el Buen Pastor, en medio de su pueblo. Gracias por lo que son y por lo que hacen. Es necesario que nos valoremos adecuadamente y seamos plenamente conscientes del maravilloso y grandioso don que somos para la Iglesia, pero también de que llevamos ese tesoro en frágiles vasijas de barro. “Pidamos al Señor Jesús, dice el Papa, la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan Ma. Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro”. Hermanos queridos, la Iglesia tiene necesidad de sacerdotes santos, de sacerdotes que ayuden al pueblo cristiano a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. Que el Inmaculado Corazón de María, tabernáculo purísimo del amor divino, madre de los sacerdotes, cuya fiesta celebraremos mañana nos acompañe siempre, guie nuestro ministerio y nos obtenga la gracia de la santidad para que podamos ser guías seguros y compasivos para los fieles que el Señor confía a nuestros cuidados pastorales. Amén.