Breve ensayo soBre la inexistencia de PaBlo lataPí sarre*

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Revista de la Educación Superior
Vol. XXXVIII (4), No. 152, Octubre-Diciembre de 2009, pp. 5-10. ISSN: 0185-2760.
Breve ensayo
sobre la inexistencia
de Pablo Latapí Sarre*
Septiembre 25 de 2009
Manuel Gil Antón*
Alguna vez propuse que lo importante era perder el doctorado en una ceremonia en que se le
concedía ese grado, en forma honorífica, a Pablo Latapí. Era en Colima. Fue un día 25, como hoy,
pero de agosto del año pasado.
Esa lección me la enseñó Santiago Ramírez pues al volver de sus estudios en Francia –con dos
doctorados, uno en matemáticas y otro en filosofía– mostró a su padre los diplomas con orgullo: el
viejo, socarrón (y en realidad muy contento) le dijo: bueno, pues ahora sigue lo más difícil Santiaguito: necesitas perder el doctorado. ¿Cómo? Don Santiago sonreía: sí, sé del empeño que pusiste
en tus tesis, las noches duras estudiando, y eso es valioso, pero hay que trabajar más, mucho más,
para perderlo… ¿Por qué? Mira, mi hijo: las personas a las que respetamos y de las que aprendemos más, perdieron, en su momento y enhorabuena, su doctorado. Nadie dice Doctor Darwin,
Doctor Marx, Doctor Freud… igualados decimos nada más Darwin, Marx, Freud, Eisntein. Eso
es lo importante.
Latapí, Don Pablo, Pablo… No era necesario anteponer el grado, pues lo docto lo llevaba, como
los que lo son, zurcido ya en los huesos. Basta su nombre. Quizá fuera bueno en estos tiempos
de vanagloria tan en uso, que a nadie se le otorgue un doctorado a causa del honor de su camino
intelectual si no ha perdido el doctorado; no lo merece ni le es propio si requiere y aún exige, perdido en sus indicadores fatuos, que se le anteponga el grado, el nivel 18 del sni, un perfil deseable,
millones de puntos y ser el codo o el peroné de un cuerpo académico ultra consolidado y excelente
de nivel internacional, reconocido incluso en la estación espacial donde llegó nuestro compatriota,
José, hace unas semanas.
Al convidarme el comie a participar en este espacio dedicado a Pablo Latapí, tuve la necesidad de
pensar cómo hacer para decir algo con sentido, y con riesgo: expresar lo que significa, en mi caso,
cuando a uno de nosotros ya no lo vemos donde solía estar. Y no va a llegar más nunca.
Entonces entendí que hay dos caminos: escuchar a varios colegas que, como ayer, al presentar su
más reciente libro, nos han compartido su mirada sobre Don Pablo y la mirada que Latapí generaba
en torno a ellos, su testimonio, que no excluye, por supuesto, referencias a su trayectoria. Ese es
un modo muy valioso para acercarse a la persona desde la mirada de otro. Sylvia Schmelkes, Felipe
Texto leído en el X Congreso Nacional de Investigación Educativa en la ciudad de Veracruz, que se realizó del 21 al 25
de septiembre, organizado por el Consejo Mexicano de Investigación Educativa A.C. (COMIE).
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Profesor, Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Iztapalapa. Correo e: maga@correo.azc.uam.mx
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Martínez Rizo y Susana Quintanilla ayer lo hicieron de manera ejemplar1. Pero me di cuenta que
hay otro camino: postular su inexistencia.
Del mismo modo en que la importancia de perder el doctorado, como tesis y proyecto intelectual, la premisa a sostener acerca de la inexistencia de Pablo Latapí merece, y se los pido, unos
minutos de paciencia.
Para dar fundamento y hacer inteligible esta propuesta hay dos veredas, o al menos yo sé andar
por dos senderos: la de la razón y la del arte. En una estará otro señor que no requiere dotorado,
Kant, y por otro lado un poeta, de esos que aún menos que en nuestro medio requieren algún
blasón previo a su nombre.
Primero Kant: la tesis que ahora defiendo es que, desde un punto de vista no trivial e importante
para saber andar luego de haberle dicho adiós, o por ahí nos vemos (según cada quien lo considere
apropiado) Pablo Latapí no existió o, al menos, no lo sabemos ni lo podremos saber.
El filósofo alemán postuló que el conocimiento de lo que las cosas, o las personas son, serán, han
sido y les constituye de manera inmutable y para todos idéntico, no es parte del proyecto cognitivo
humano. No es posible lograrlo. El conocimiento que nos es alcanzable jamás será absoluto.
El saber de lo esencial en el sentido fuerte de la palabra: aquello que hace que algo o alguien sea
lo que es con independencia del tiempo, lugar, modo, relación, y que nunca cambia pues por eso
se le llama sustancia y se le distingue de lo accidental (esto sí, variable) no nos es accesible. ¿Habrá
esencias? La respuesta es el silencio. No es decisible, y permanece como pregunta sin solución a
nuestro alcance, pues si dijéramos que sí, es que llegamos a ellas, y si afirmáramos lo contrario, que no,
es que, en total contradicción con la negativa, llegamos a donde deberían estar y no las hallamos.
A su juicio, y en eso se basa toda la epistemología moderna, la condición de posibilidad del
conocimiento humano no es nouménica –esto es, de lo que las cosas o las personas son en sí– sino
que siempre lo accesible es fenoménico, relativo a quien conoce, relacional: lo que son para nosotros,
acotados nuestros sentidos y categorías propias de la Razón que compartimos, ubicados en cierto
ser y circunstancia en tratándose de otros: limitados, sí, bien marcados los umbrales, es cierto, pero a
su vez, en el quicio de esos límites, con margen para conocer lo que las cosas, los entes, las personas
son y, como seres culturales, significan, no en sí, sino siempre y sin remedio, o afortunadamente,
para nosotros.
Por eso Pablo Latapí no existió en tanto algo enunciable como esencia. La esencia es por definición estática, su constitución central, dice Aristóteles, es lo inmutable y esa es su deuda con
Parménides: “Nada Cambia”. No hay, hubo ni habrá un Latapí uno, y sólo uno, como es propio de
esa acepción de lo ya dado de una vez y para siempre, sino, en confluencia con Heráclito, siempre
estuvo arrojado en el mundo (eso es existir) entretejido en múltiples relaciones, en medio de la
condición humana más profunda según los sabios: cambiando. Así: en gerundio.
Decía Heráclito que nadie se mete dos veces en el mismo río, y Fernando Vallejo, ese extraordinario escritor colombiano, afirma que no es por una, sino por dos razones. La más inmediata, la
que sin duda se pondría en la prueba enlace, es porque el río no es igual, siempre está en movimiento, pero la segunda –tal vez más importante– porque nadie es el mismo que fue la primera vez
al puente para lanzarse a las aguas.
El autor se refiere a que el día 24 de septiembre, en la tarde, fue presentado el libro: Finale Prestissimo, cuya autoría
comparte con Susana Quintanilla Osorio, publicado por la Editorial: Fondo de Cultura Económica. En la presentación
participaron Sylvia Schmelkes y Felipe Martínez Rizo.
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Cambia el río, cambiamos nosotros: la dinámica, ese cambio no nos define, eso sería esencialista:
sólo nos delimita pero, al hacerlo, produce el milagro de hacernos posibles.
¿Quién es Latapí? ¿Alguien puede decir de él, sin dejar lugar a duda, lo que lo constituyó de
manera esencial, absoluta, inmutable, sustancial en caso de que haya tal situación, congelado, sin
posibilidad de cambio, salto, retorno, variedad y diferencia o reposo? Sostengo, con mi cuasi tocayo alemán, don Emmanuel, que bien sabemos que no podemos ni afirmar ni negar que eso haya
existido o exista ahora.
Lo que propongo pensar, y así reconocer y recuperar con claridad lo que nos sucede con La
Ausencia, se puede basar, si la inclinación de usted es filosófica, en la posición kantiana que postula
al conocimiento como una situación siempre relativa. Pero también se puede asir por la arista más
honda de la poesía. Lo dice, y vaya que bien, Octavio Paz en Piedra de Sol. Ahí talló el poeta, en
endecasílabos, lo que hasta ahora ha sido un ejercicio intelectual:
¿la vida, cuándo fue de veras nuestra?,
¿cuándo somos de veras lo que somos?,
bien mirado no somos, nunca somos
a solas sino vértigo y vacío,
muecas en el espejo, horror y vómito,
nunca la vida es nuestra, es de los otros,
la vida no es de nadie, todos somos
la vida, pan de sol para los otros,
los otros todos que nosotros somos,
soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia,
no soy, no hay yo, siempre somos nosotros,
la vida es otra, siempre allá, más lejos,
fuera de ti, de mí, siempre horizonte,
vida que nos desvive y enajena,
que nos inventa un rostro y lo desgasta,
hambre de ser, oh muerte, pan de todos…”
Sin remedio y para buenaventura nuestra, las relaciones con los demás nos constituyen: fuera de
ellas, socialmente no somos. En su ausencia, en caso de haber algo, es inasible y por ello inefable. Y si
no somos socialmente, no existimos, no estamos arrojados ahí, entre los otros para ser nosotros.
Hay un Pablo hijo, hermano, tío, esposo, escritor, violinista, estudioso, creyente, amigo, maestro,
colega, discípulo, adversario, empleado y muchas otras líneas férreas simbólicas, y son vías de tren
pues es preciso que haya, para que todo lo anterior sea posible, “tren pa’l norte y tren pa’l sur”: esto
es, padres, hermanos, sobrinos como Paulina, su esposa, lectores, escuchas, libros, Dios o dios, los
carnales, discípulos, colegas, maestros, críticos de todas las leches –mala y buena– jefes…
Hay un Pablo, digamos, que se construye (no que es, pero que por eso llegó a ser) en la relación
con María Matilde, su compañera en la vida; otro con Felipe Martínez Rizo, distinto con Sylvia
Schmelkes, variando el tratar a Carlos Muñoz Izquierdo o en la relación coautoral con Susana
Quintanilla, y tantos otros que están ahora entre nosotros; y es otro más con esa muchacha que
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lo lee hoy, lejos, sin saber ni lo que es ni para lo que en su caso sirva el comie, sin haberlo visto ni
escuchado, que le adivina, si se asoma, por la foto; y muchos otros: el Latapí de los que discrepan
de su noción de laicidad, y los que adhieren a ella, los que lo conocerán mañana, o en 20 años al
leerlo. Los que lo recuerdan hablando en Mérida hace un par de años, los que le dicen Pablo, o Don
Pablo, o Latapí; los que no se atreven a acercarse… y los que al recordarlo ahora lo piensan como
cuate del alma, maestro, compañero, colega, distante o cercano, duro o cariñoso, afable, riguroso
o terco, con los raspones que da siempre estar en relación con otro como empleado, jefe, asesor,
maestro, amigo. Simplemente humano…
No somos subsistentes: ni Latapí, ni usted. Si quitamos todas las relaciones somos imposibles:
no somos definibles si por ello se hace alusión a lo esencial como proyecto cognitivo, como sendero
intelectual y mucho menos afectivo. Aún si se es creyente, como Pablo Latapí reconoce y no esconde
nunca, y por fe se afirma tener un alma que permanece a pesar de estar tan lejos como ahora, esa fe,
de la que procede el alma, es una relación específica con Dios; tanto es así que dicen los teólogos que
los seres humanos fueron hechos a imagen y semejanza de ese ser supremo, y para los agnósticos,
bien se sabe que, en su caso, los hombres hemos hecho a Dios, a todos los dioses de la historia,
a nuestra imagen y semejanza o desemejanza, dependiendo del nivel de crítica sobre la condición
humana que nos sea accesible o reconozcamos…
De esto se sigue que si Latapí no existió per se, sino en relación con tantos y distintos, en diversos
momentos, circunstancias y modos, cualquiera de esos tantos que hable de él no tendrá más remedio
que hablar de sí en su relación con quien describe.
¿Por qué hablar de uno es irremediable cuando hay que hablar de otro, o del Otro? Porque todo
otro es construido en la relación posible y específica con él o ella, del mismo modo que ese otro,
esa maravillosa otra nos conforma y moldea, a veces hiriendo o con dulzura, conduce a mirarnos
en el espejo de la mirada ausente y decir cómo decimos nosotros que nos veía.
Como es irremediable lo anterior, no es propicio, creo, en un homenaje, intentar decir quién
fue, en esencia, Pablo Latapí. Así, a secas, sin contexto. Es en vano: hablaremos cada uno, de cada
uno de nosotros recordando el vínculo sea cual sea el que hubo, haya hoy o habrá mañana. Y ese
memorial del vínculo, colegas, esa memoria de la relación singular con otro al que conformamos
mientras nos ponía la cimbra de su construcción recíproca, es uno de los caminos que señalaba al
inicio, y suele ser, sólo en ocasiones muy especiales como ayer, o ahora con el testimonio de Lourdes Chehaibar y Lorenza Villa Lever, un asunto público que es importante compartir. Es dolor,
duelo, vacío, memoria, silencio, recuerdos divertidos o dolorosos, sonrisa, coraje, incluso todo esto
mezclado con orgullo y alegría. No es Latapí: es nuestro reflejo en su mirar, porque sin el cemento
o la argamasa de alguna cercanía, de cierto modo de haber sido con él, no habría nada que decir.
¿Qué consecuencia tiene aceptar la tesis de la no existencia de Latapí como esencia? A mi parecer, una es callar y dejar que eso que fue amistad, amor, distancia, colegialidad, discrepancia o
lo que sea, quede en el rincón vital de lo que es nuestro y se comparte, insisto, a veces en voz alta
con la voz quebrada, y en las más, se conserva en la memoria para compartir con uno mismo o los
cercanos a uno y al que echamos en falta.
Pero hay otra consecuencia: independientemente del tipo de relación que se haya tenido con
Latapí, nos es común, accesible no sólo a los que han sido contemporáneos en parte de su vida,
o los que fueron cercanos a su andar por estos lares, sino a esos que vienen luego y vendrán, nos
queda a la mano, considero, su obra, sus escritos, las ideas, los argumentos, las convicciones, el
modo de exponerlas y las entidades que creyó necesarias y contribuyó a que existieran y su modo
de dirigirlas o participar en ellas.
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Tampoco son unívocos los libros u otros textos y tomas de posición de alguien: leer es siempre
desde un dónde y un quién que a su vez varía. Como asociación de estudiosos, de investigadores
en el campo de la educación, de sus actores, sujetos, espectadores o rehenes; de las estructuras y
procesos en que se afanan, aferran o desde los cuáles construyen sus vidas, esas obras, algunas
conclusiones, ciertas vetas son un referente compartible.
Y si alguien afirmara que la obra está acabada, perdón, quizá les resulte poco elegante, pero no
hay remedio: si se afirma que la obra está acabada, repito, ya la acabamos y lo acabamos de amolar: Sylvia Schmelkes decía ayer que al leer el más reciente libro de su maestro, colega y amigo, en
ocasiones sabía por qué pensaba así, en otras entendía que lo que pensaba era más claro al leer una
de las cuarenta lecciones que dejó en el texto, con algunas discrepaba o bien podría aducir que le
faltaba cierta información… La obra, si no te entendí mal, Sylvia, está como debe estar: abierta. Y
cuando Felipe Martínez Rizo propuso que Latapí guardaba la utopía, esa que Serrat dice que “agarra
monte”, estará de acuerdo con este escribidor que no hay nada más contrario a una utopía que su
cumplimiento, que su cierre, que cualquier concreción en bronce por buena que se le conciba…
No hay utopía que se pueda llevar a cabo o fijarla con varillas de acero: dejaría de serlo. Y cuando
ha sucedido a juicio de los que así lo declaran, hemos sabido y sabemos del infierno.
Las ideas, las propuestas, los argumentos tejidos en sus escritos son la referencia a compartir, de
las cuales discrepar o coincidir, profundizar o cambiar de rumbo sin pena alguna si así nos conduce
la evidencia al respecto.
Quiero decirlo de una buena vez: no hay ni habrá peor actitud hacia un intelectual complejo
como fue Latapí, que entronizarlo o considerarlo perfecto, ni como persona ni como autor. Vaya,
no se sigue que eso le pase, sin que alguien salga en su defensa, cuando en 1995 escribió ese gran
elogio a ser como somos, donde cabemos tan a gusto los gallegos, tal cual somos, sombra y luz,
tierra y maravilla: ese artículo que hay que valorar mucho, creo, y se llama –qué buen título– “En
defensa de la imperfección”.
Sólo un párrafo, vamos, unas frases si me dan permiso:
“Si saberse bueno es peligroso, sentirse llamado a la perfección es desquiciante. Y debe
ser insoportable tratar a alguien que se cree excelente. La perfección no es humana.
(Proceso. “Porque ya atardece”, 1995: 100)
Y si lo bien toreado es lo bien rematado: al final de ese artículo propone un proyecto educativo
que conduzca a los jóvenes a reconocerse vulnerables y lo hagan con sentido del humor, porque
entonces “…podrán cumplir decorosamente con el cometido azaroso de ser hombres, lejos de las
frivolidades de la excelencia. (p. 102)
Por ello, considero propio de una ceremonia como esta, indicar que no en pleno, sino en relativo
pleno uso de mis facultades mentales, discrepo del margen que concedía –cada vez menor a lo largo
de su vida, es cierto– al impacto de la investigación educativa en la acción política. Con Weber, a mi
juicio, “Una ciencia empírica no puede enseñar a nadie qué debe hacer, sino únicamente qué puede
hacer y, en ciertas circunstancias, qué quiere…” pues el poder ha de ser responsable y su relación
con el dilema entre medios y fines es muy compleja, de lo que se sigue que político tiene una vocación diferente, basada en hacerse cargo de sus actos y consecuencias, distinta a la del científico: la
convicción y el rigor en la lógica de sus argumentos y contrastaciones con lo que ha de entender.
Esto ocurre sí y sólo si se trata de buenos políticos y científicos.
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Pero que, dispuesto a discutir con otros la complicada relación que he señalado entre el investigador educativo y el poder (sé que es un tema abierto y nada sencillo), me parece todo un proyecto
muy necesario en nuestros días, su defensa de la imperfección y me considero adicto al periodismo,
ahora con grave síndrome de abstinencia.
De un corpus, de una obra –por nunca estar acabada ni ser definitiva– siempre se aprende: si se
la considera terminada y hecha, nada más memorizable, es que no valió la pena e inició su erosión
desde que así fue concebida.
Por lo tanto,
• Negada la existencia de un, uno, solo y verdadero señor Pablo Latapí del cual se pueda
hablar sin atropellar o modificarlo con nuestra relación específica con él o sus escritos,
con las instituciones que pensó eran necesarias y, sobre todo, pretendiendo alguien
decir, sin duda, quién fue: vano intento…
• Sabedores de los cientos de Pablos que fue construyendo en su vida, cambiando, adaptándose, aprendiendo, equivocándose, pidiendo perdón o sin poder hacerlo como a
veces nos pasa… esto es, si renunciamos a ese viejo hábito de creer que somos dioses
para decir lo que sucedió en la vida de otro, contamos con algo que es muy valioso
y accesible, pan de todos: una obra debatible, abierta, imperfecta pero arrojada, que
evolucionó, y con la cual se podrá dialogar, enseñar, discutir, avanzar.
Eso, cofrades en esto de andar vivos, es lo que aporta un intelectual, un indagador, un tipo que
se la jugó con sus valores: sus escritos, referentes compartidos o compartibles, de los cuales tomar
distancia o sacarles raja, valiosos en la medida en que sean superables, pues lo serán (superables) si
fueron avances en su momento.
Y reconocer que a todos nos llegará el día en que, volviendo a Paz,
“…las paredes
invisibles, las máscaras podridas
que dividen al hombre de los hombres,
al hombre de sí mismo, se derrumban
por un instante inmenso y vislumbramos
nuestra unidad perdida, el desamparo
que es ser hombres, la gloria que es ser hombres
y compartir el pan, el sol, la muerte
el olvidado asombro de estar vivos” (Piedra de Sol)
Desde ahí, desde el asombro vital que suele olvidarse, he procurado sostener que la existencia
y fertilidad de la obra de Latapí pasa por dos condiciones: reconocer que no existió, para bien de
todos, como alguien inmutable, sino todo lo contrario, y que su obra está abierta y aguarda nuestra
lectura crítica, imperfecta sin duda, pero atenta, y la de muchos más cuando ya no estemos. Hacerlo
valdrá, a mi juicio, mucho la pena.
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