¿Hasta dónde llega la responsabilidad social de los directivos? Juan Manuel Parra Torres Profesor del Área de Dirección de Personas en las Organizaciones de INALDE juanm.parra@inalde.edu.co La responsabilidad es una virtud. Es decir, un buen hábito operativo que es propio de quien asume las consecuencias de sus actos. Pero, dado que el término responsabilidad viene de responder, no se trata solo de responder por lo que hacemos o decidimos, sino por lo que hacen o deciden aquellas personas que dependen de nosotros, a quienes dirigimos o sobre los cuales tenemos influencia, por lo cual se dice que ante un gran error de un subordinado, hay un peor error del jefe. También se trata de responder por nuestras omisiones culpables e indebidas. En otras palabras, por lo que debimos haber hecho y no hicimos, o lo que debíamos haber sabido de cara a actuar o decidir correctamente, pero no lo supimos ni nos preocupamos por saberlo para garantizar la mejor decisión. Pero, ¿por qué debemos responder por nuestros actos no intencionados? Porque nos puede suceder como al conductor que va a una fiesta el viernes en la noche, conduce embriagado de regreso a su casa, se sube a un andén y atropella y mata a un niño. No salió de su casa con la intención de asesinar menores de edad, pero no por eso deja de tener la responsabilidad por lo sucedido. Esto es una demostración de que no basta con leyes que prohíban hacer ciertas cosas, ni con regulaciones y normas que acompañen una licencia. Siempre estamos sujetos a la conciencia y al sentido de responsabilidad de cada ciudadano, ya sea en su comportamiento personal y social o en su ejercicio profesional. También somos responsables por participar en decisiones colectivas y por aquellas órdenes que nos dan. Si en un órgano de gobierno del cual hacemos parte algunos miembros promueven pagar sobornos a funcionarios públicos para ganar licitaciones, somos corresponsables de las consecuencias derivadas de tal decisión. De igual manera debemos responder por decisiones frente a las cuales tenemos la obligación de oponernos, si en conciencia sabemos que no son correctas. Un jefe nos puede ordenar que contratemos a alguien para amenazar y golpear al líder sindical en medio de una negociación laboral, pero eso no quiere decir que debamos hacerlo. Y si lo hiciéramos, no podemos excusarnos en haber actuado cumpliendo una orden y esperar que eso elimine nuestra responsabilidad. Sin embargo, muchas veces nos vemos tentados a tomar decisiones que se mueven en una frontera en la cual es complicado decidir lo que es más correcto o nos presionan para participar de una decisión claramente incorrecta. ¿Qué hacer entonces? Un directivo en tal situación debe buscar mejores alternativas, en caso de que las haya, aún si requieren un esfuerzo adicional razonable. Si no las hubiera, debe cuestionarse si él aprueba la acción ilícita frente a la cual se le obliga a cooperar; pues si lo hace, es tan responsable como los demás. Pero, ¿si su propia acción no es ilícita y no aprueba lo que hacen los demás? Debe analizar si la necesidad de cooperar es tanta como para justificar la acción cometida que, como dijimos, es claramente incorrecta e ilícita. Debe tener claridad de que no podía ni estaba obligado a impedir la acción, demostrar que aquella acción no estaba en una órbita cercana a su ámbito de decisión, y que la mala acción con la cual aparentemente coopera no es de una contundente gravedad moral. Uno podría preguntarse si puede y debe hacerse responsable por todas las consecuencias de sus decisiones. En estos casos aplica el principio de la responsabilidad consecuente, la cual parte del ‘criterio de proximidad’ entre la decisión y la acción respecto de las consecuencias resultantes. Es el equivalente a analizar la responsabilidad en círculos concéntricos’. Como cuando se arroja una piedra al agua y genera una serie de ondas: las primeras son más grandes que las últimas, que ya son difusas y casi imperceptibles. En otras palabras, implica partir de la base de que se es más responsable de las consecuencias más próximas y previsibles, que de las que están más lejanas y resultan más imprevisibles. Respecto de los grupos de intereses alrededor de su ámbito de actuación, un directivo – siguiendo el orden de los círculos concéntricos– es responsable de sí mismo, de su familia, de su empresa y sus empleados, de su comunidad cercana, de su gremio y su sector de negocio, de su ciudad, de su región y de su país, pero no es igualmente responsable de todos en el mismo grado, pues uno es más fácilmente sustituible en el desempeño de sus encargos laborales que en la formación correcta de sus hijos. Por ejemplo, un empresario en Bogotá es más responsable de pagar y tratar bien a sus empleados e instalar tecnologías limpias para no contaminar el río que pasa junto a su planta, que de solucionar los problemas de educación del Chocó o la matanza de elefantes en África. También por eso será responsable por los efectos directamente resultantes de sus decisiones y de sus omisiones indebidas, pero no de todos de la misma forma. En el ejemplo del conductor ebrio, él es directamente responsable de la muerte del niño, pero no del infarto que haya sufrido el abuelo cuando se enteró de la noticia. Es importante tener claros los límites de nuestra responsabilidad, pues da foco a lo que consideramos responsabilidad social corporativa. De lo contrario, recursos tan necesarios y desafortunadamente tan escasos pueden resultar atendiendo obras sociales loables, pero mientras tanto –como indicaba un estudio de Fedesarrollo en 2009– un 30% de los trabajadores asalariados no recibe ninguno de los beneficios consagrados en el código laboral. ¿Y ante ese panorama quién debe asumir la primera responsabilidad?