QUIEN NO CONOCE LA HISTORIA, ESTÁ OBLIGADO A REPETIRLA: EL ARBITRAJE EN LA LEY DE HIDROCARBUROS Francisco González de Cossío La (aguda) advertencia de Jorge Santayana viene a la mente al examinar el régimen relacionado con arbitraje en el proyecto de Ley de Hidrocarburos. Su artículo 21 dice: Tratándose de controversias referidas a los Contratos para la Exploración y Extracción, con excepción de lo mencionado en el artículo anterior, se podrán prever mecanismos alternativos para su solución, incluyendo acuerdos arbitrales en términos de lo dispuesto en el Título Cuarto del Libro Quinto del Código de Comercio y los tratados internacionales en materia de arbitraje y solución de controversias de los que México sea parte. La Comisión Nacional de Hidrocarburos y los Contratistas no se someterán, en ningún caso, a leyes extranjeras. El procedimiento arbitral en todo caso, se ajustará a lo siguiente: I. Las leyes aplicables serán las Leyes Federales Mexicanas; II. Se realizará en idioma español; y III. El laudo será dictado en estricto derecho y será obligatorio y firme para ambas partes. El precepto tiene aciertos dignos de reconocer, y desaciertos que es necesario enfatizar ⎯ particularmente dada la coyuntura: la discusión sobre dicha (importante) legislación. Lo bueno El régimen arbitral utilizado en el precepto es atinado. Durante tiempo se escuchaban voces deseosas de parir una nueva (sub)disciplina: el arbitraje ‘administrativo’. Y al hacerlo, las intenciones percibidas eran sobre-regulatorias. El que esta importante pieza legislativa haya elegido contemplar una norma de engarce en lugar de un régimen de novo es tan atinado como plausible: en lugar de reinventar el hilo negro, se hizo aplicable el (buen) derecho arbitral existente: Título IV del Libro V del Código de Comercio. A su vez, la exigencia de que el laudo sea de estricto derecho, ‘firme’ (rectius: ‘final’) y obligatorio también es loable. Lo malo El artículo establece la posibilidad de pactar arbitraje solamente para contratos de exploración y extracción, exceptuando el régimen de rescisión administrativa. La utilización en forma excepcional del arbitraje es lamentable. Aunque alude al contrato que constituye el corazón de la ley, de propiciarse la necesidad de usar otros detonará la duda sobre si ello es posible conforme a dicha lex specialis. Ante ello, hubiera sido conveniente simplemente indicar que la materia (no un contrato que versa sobre ella) es arbitrable. Se trata de menos ley que hace mejor Derecho. Con respecto a la rescisión administrativa, su inarbitrabilidad repite la historia sin aprender de la misma. Es que es hora de revisitar la inarbitrabilidad de la rescisión administrativa. Se trata de un paradigma decimonónico que resta seguridad, encarece el financiamiento y desincentiva inversiones. Para entender por qué pongámonos en los zapatos de un inversionista que desee inyectar capital importante a México para conllevar alguna de las actividades que permitirá el nuevo régimen de hidrocarburos. Al hacerlo, el arbitraje jugará un papel clave. Será el elemento de credibilidad. Lo que asegura que el contrato significa lo que dice. Pero si se excluye la rescisión, el inversionista siempre dudará. Sus asesores tendrán que decirle que hay riesgo ⎯ como está aconteciendo. Y ello se traduce en mayor costo de financiamiento, o pérdida de la inversión. Esto último es subestimado por algunos. Quienes asesoran en esta materia lo viven tan directa y no infrecuentemente: la recanalización de capital a otras jurisdicciones es algo real ⎯ mucho más de lo que algunos sospechan. En suma, a los ojos del inversor, establecer que el problema más serio que puede vivir su contrato ⎯la rescisión⎯ está fuera de la misión del arbitraje es el equivalente a jugar póquer con un As bajo la manga. Al examinar los motivos por los que se excluye la arbitrabilidad uno escucha el siguiente comentario: se trata de una facultad soberana. De política de Estado. Un acto de autoridad. Ello, es de admitirse, es el paradigma heredado del droit administratif francés: cuando se contrata con el Estado se hace en forma distinta. Se hace conforme a un regime exorbitant. Un conjunto de facultades asimétricas que el Estado tiene, y de las que carece el ente privado. ¿Por qué no interpretar que al celebrar un contrato con un particular el Estado contractualiza sus facultades (relativas al contrato)? Que en dicha relación el Estado participa en su capacidad iure gestionis. No como un Leviathan, sino como agente económico. Aunque mantiene su iure imperi en otros aspectos (la rectoría de la materia), con respecto al contrato (incluyendo su rescisión), será una acta iure gestionis. Es de admitirse que la visión va en contra de décadas ⎯ siglos inclusive ⎯ de derecho escrito y jurisprudencial administrativo. Pero al hacerlo no se hará nada que no hagan el resto de los Estados de la comunidad internacional ⎯ y que además es conveniente. La relectura que se propone es consistente con lo que muchas otras jurisdicciones están haciendo con miras a oxigenar su mercado, atraer tecnología de punta y capital. ¿Cómo? Dando seguridad jurídica. Además, el paso no supone desventaja alguna, ni “renuncia a una facultad soberana”. Significa únicamente que honrará lo pactado. El Estado podrá defenderse vis-à-vis el particular de la misma manera que lo hace en otros frentes. Y sus facultades qua regulador persisten. Lo único que cambia es el mensaje que manda: que no busca ventajas. De hacerlo, habremos aprendido la lección del historiador Jorge Santayana, expuesta positivamente: quien conoce la historia, no está condenado a repetirla.