HERBART: FUNDADOR DE LA PEDAGOGIA CIENTIFICA Introducción para leer a Herbart ciento cincuenta años después Ernesto García Posada Medellín, Agosto de 1998 Comenio es, con toda propiedad, el fundador de la escuela moderna porque en su Didáctica Magna es el primer pensador que concibe y reclama un método universal capaz de “enseñar todo a todos”, basado en la racionalidad de una técnica derivada del estudio sistemático de la función de enseñar. Pero todavía habrían de transcurrir dos siglos hasta que la filosofía se detuviera a pensar sistemáticamente el problema de la enseñanza. J. F. Herbart, al despuntar el siglo XIX, es el pensador que funda la pedagogía científica, es decir, aquella disciplina que prescribe y racionaliza la enseñanza a partir del estudio y comprensión sistemática de la educabilidad del alumno. Antes de Herbart, Kant había reclamado con vehemencia una disciplina racional para el ejercicio de la docencia; y señaló los tópicos esenciales sobre los que debería discurrir esa disciplina, así como las posibilidades y límites de los métodos de investigación. Otros escritores muy renombrados, como Rousseau, Montaigne y Rabelais, habían hecho de la educación el blanco de sus diatribas y, por una suerte de método negativo, habían proclamado doctrinas educativas que todavía hoy se invocan como sustituto de una auténtica disciplina teórica en la pedagogía. Pestalozzi representa un punto de inflexión muy significativo en esta cadena de la pedagogía científica. No es Pestalozzi, en lo absoluto, un académico llamado a fundar doctrinas científicas; pero tampoco es un escritor como Rousseau y los demás, que proclaman el deber ser de la educación desde la denuncia de las lacras y debilidades de la educación realmente existente. La diferencia entre Pestalozzi y los otros está en la experiencia sistemática de aquel. Antes que hablar, Pestalozzi se consagró a hacer, a innovar de hecho la enseñanza de su tiempo. No se crea que la doctrina pestalozziana fue derivada de la práctica, no. Como cualquier innovador valiente, este educador incansable ha partido de una implacable crítica de la realidad existente, compartida con los otros autores de la época, pero a diferencia de ellos su propuesta no se deriva de la pura crítica ideal sino que se somete a la prueba sistemática de los hechos. Herbart supo apreciar el valor de la experiencia pestalozziana. Puede decirse, con más exactitud, que la doctrina herbartiana sí se deriva –al menos en parte– de la experiencia de Pestalozzi. Armado de la potencia intelectual de su formación académica, es Herbart quien sistematiza los aportes de esa experiencia y los convierte en argumentos, conocimientos y problemas teóricos que abren nuevos horizontes para la disciplina pedagógica. Otro tanto haría, por su parte, F. Fröbel en relación con los asuntos de la primera infancia, aunque también este autor se desenvuelve al margen de las disciplinas académicas. La tradición pedagógica fundada por Herbart logró un amplio desarrollo en la educación alemana de la segunda mitad del siglo XIX y los primeros años del XX; alcanzó también influencia significativa en algunas esferas de los países europeos y los estados más cultos de los Estados Unidos; pero luego perdió fuerza frente al empuje incontenible de las dos corrientes ideológicas que coparon el mundo académico de princi- pios de siglo XX y mantienen una férrea hegemonía aun en nuestros días. Por un lado, el positivismo de origen francófono –a partir del Cours de philosophie positive y el Discours sur l’esprit positif de Comte–, y por otro lado, el pragmatismo o funcionalismo de origen anglófono. Lo cierto es que en Colombia la tradición pedagógica está prácticamente extinguida. Desde el ocaso de la formación normalista y la rápida difusión de las facultades de educación como sustituto pragmático para la profesionalización del magisterio, el estudio y la investigación sistemática de la pedagogía ha desaparecido casi totalmente de los ambientes universitarios, siendo reemplazada por una proliferación de las llamadas “ciencias de la educación” que son el producto de la ideología positivista y funcionalista del siglo. A pesar de un breve resurgimiento en el seno del Movimiento Pedagógico de los años ochenta, el país no dispone de investigadores y circuitos de investigación suficientes para lograr la restauración y proyección de una disciplina pedagógica que pueda responder a los exigentes retos de la cultura contemporánea y de la grave crisis de descomposición social en que se debate. En esas condiciones no es fácil para un maestro o para un estudiante cualquiera abordar la lectura de un autor como Herbart. La falta de referentes culturales, así como la distancia abismal entre los problemas teóricos que desarrolla el autor y los problemas estrictamente empíricos en los que están encerrados los posibles lectores de hoy en día, conducirían a un diálogo de sordos. A Herbart le preocupa la educabilidad del alumno para la moralidad, mientras que a los educadores y científicos educativos de hoy día les interesa exclusivamente la técnica educativa eficaz para la adaptación del alumno al omnipotente mercado. A Herbart le interesa la enseñanza como práctica racional, mientras que a las ciencias de la educación les interesa el aprendizaje (o el desarrollo) como función natural y objetiva. Herbart parte de la cultura y del hombre como construcción histórica, mientras que las ciencias de la educación parten del organismo individual como obra de la naturaleza. Y así sucesivamente, el lector de hoy tiene que hacer un cuidadoso esfuerzo de traducción disciplinaria para no desfigurar los planteamientos herbartianos que, con términos muy semejantes, hablan de asuntos muy diferentes y ya casi desterrados por completo de las preocupaciones actuales. Herbart habla, por supuesto, del alumno y del aprendizaje. Pero siempre que habla del alumno y del aprendizaje está pensando en el maestro y en la enseñanza. El lector debe recordar todo el tiempo que su propuesta no se dirige a mejorar el aprendizaje sino a racionalizar y enriquecer la enseñanza. Sabe Herbart que “Es una locura querer abandonar el hombre a la naturaleza, e igualmente, conducirle y educarle para ella; pues ¿qué es la naturaleza del hombre?” (Pedagogía General, pg. 128). Al hombre hay que educarlo para la moralidad y esta moralidad está cifrada en la cultura de la época y no en los genes ni en las estructuras del cerebro, que son los vectores cuyo sobredimensionamiento por las modernas ciencias de la educación han desviado la inteligencia profesional de maestros y pedagogos hacia objetos exóticos. Desde esta perspectiva propia, Herbart distingue tres momentos o estratos componentes del acto de enseñar, a saber: el gobierno de los niños, la instrucción y la formación. El primero es el más superficial –pero siempre indispensable, como se verá en el texto de este documento; la instrucción es el punto central, pero es la formación el asunto de fondo, el fin de toda enseñanza. No se trata de tres actos distintos que el educador pueda cumplir en momentos diferentes; ni de compromisos que pueda eludir en algún momento. El gobierno, la instrucción y la formación son los componentes universales e ineludibles de la enseñanza, así sea que el maestro no tenga la suficiente solvencia ética, intelectual o técnica para impartir una enseñanza verdaderamente moral. En nuestra época se han instituido principios muy diversos. En general, el gobierno de los niños se le ha querido traspasar a distintos actores mediante una apelación genérica e ideológica a la democracia y a la sabiduría de los propios niños. La instrucción ha sido despojada de las implicaciones morales más significativas y se la quiere confiar cada vez más a los potentes medios de propaganda electrónica cuyo paradigma superior es la omnisciente internet. Y la formación ya no es una preocupación desde que la moralidad ha sido declarada en desuso. La tarea del maestro ha quedado, entonces, reducida a la de simple acompañante del niño, regulador y estimulador de su curiosidad presuntamente innata y omnipotente, cuyo papel es coordinar los distintos “recursos educativos” que la institución posea para que los niños se sirvan de ellos a medida que la curiosidad o las necesidades del desarrollo se vayan desplegando. El extracto sobre el gobierno de los niños, que se edita como parte integrante del curso Teorías Pedagógicas de la Libertad, es el primer capítulo de una serie de documentos que se publicarán bajo el auspicio de la Especialización en Cultura Política: Pedagogía de los Derechos Humanos de la Universidad Autónoma Latinoamericana. Se propone esta serie el objetivo de exponer una mirada alternativa para plantear y resolver los agudos problemas éticos, teóricos y técnicos que enfrenta el maestro en la práctica cotidiana de una institución escolar cruzada por la violencia, la descomposición y la deserción ideológica. Este tipo de extractos no podrá sustituir la lectura juiciosa y sistemática de la obra original del autor; pero sí puede ser la ocasión significativa para que los lectores restablezcan vínculos con la perdida tradición pedagógica. Es indudable que el desconcierto y la deserción ideológica del magisterio es una de las raíces genéticas de la crisis social de Colombia. La reaparición o rescate de las tradiciones pedagógicas puede ser, entonces, un aporte valioso para la regeneración de la escuela y de la cultura en el inmediato futuro.