Muhammad Ali y mi Chicago

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LATERCERA Domingo 12 de junio de 2016
Portafolio global Sebastián Edwards
Muhammad Ali y mi Chicago
En mi memoria,
Chicago está
asociado tanto con
Milton Friedman
como con el gran
boxeador. Friedman
representa la parte
académica; Ali, por
otro lado, representa
la humanidad, el
esfuerzo de las
minorías, la dignidad
inquebrantable, la
valentía y la
autenticidad.
Durante cuatro años, Muhammad
Ali fue mi vecino. Bueno, no el de
la casa del lado, pero vivíamos en el
mismo barrio, a pocas cuadras de
distancia. El en la sección rica, con
grandes mansiones de extensos jardines, y yo en la parte pobre, en un
departamento chico, de dos dormitorios y medio baño. Ali manejaba un Rolls Royce último modelo,
mientras que yo tenía un Ford viejísimo y destartalado que consumía más aceite que bencina. Pero
éramos vecinos, y con frecuencia lo
veíamos en el supermercado, o manejando lentamente por una de las
avenidas, o en un parquecito al que
llevaba a su hijita Laila, de la misma edad que mi hija mayor, Magdalena. Un día nos encontramos con
él en el aeropuerto, con Laila en
sus brazos. Nos tomamos una foto,
la que con los años se perdió, como
tantas cosas.
Esto era en Chicago, a finales de los
70 y principio de los 80.
En mi memoria, Chicago está asociado tanto con Milton Friedman
como con el gran boxeador. Friedman representa la parte académica,
el Departamento de Economía de la
afamada universidad, las noches
en vela tratando de entender un artículo complejo. Ali, por otro lado,
representa la humanidad, el esfuerzo de las minorías -el nuestro era un
barrio de afroamericanos-, la dignidad inquebrantable, la valentía y
la autenticidad.
Fanfarrón
La primera vez que supe de la existencia de Ali fue en 1963, cuando
aún se llamaba Cassius Clay. Yo tenía nueve años y jamás me perdía
un ejemplar de la revista Estadio. Mi
interés era el fútbol, pero en las tardes de invierno también leía artículos sobre otros deportes: ciclismo,
básquet y, de vez en cuando, boxeo.
En el número 1052 de Estadio, del
25 de julio de 1963, apareció un recuadro sobre la pelea entre Clay y el
británico Henry Cooper. Cassius
Clay ganó por knock out en el quinto asalto, tal como lo había predicho. La nota consignaba dos cosas:
el estadounidense era un fanfarrón
FOTO: AP
D
con una inmensa bocaza, y no tenía
ninguna posibilidad de ganarle el título mundial al feroz Sonny Liston.
En ese mismo instante decidí que
en esa pelea yo iba a ir por Cassius
Clay. Empecé a aborrecer a Liston,
con sus manos enormes y su bigotito mínimo. La pelea fue a fines de
febrero de 1964, y Clay, mi favorito,
sorprendió a todos ganando por
knock out técnico en el séptimo.
Los pormenores aparecieron en el
número 1084 de Estadio, en un artículo de cuatro páginas firmado
por “Caracol”. Según muchos especialistas había habido “tongo”. Una
semana después, el noticiero Emelco, que en esos años proyectaban en
todos los cines antes de la película,
mostró las escenas más importantes del match. A pesar de no saber
nada de boxeo, a mis ojos de niño
era evidente que Clay había dominado con un estilo peculiar: retrocedía, bailaba con la guardia baja, y
mientras lo hacía hablaba constantemente, insultando a su rival y alabando su propia belleza. De vez en
cuando, y como salido de la nada,
un jab certero golpeaba a Liston.
Poco a poco la cara del campeón se
fue desfigurando, hasta que frustrado y agotado abandonó en el séptimo. Al terminar el match, y con el
cinturón de monarca en su cintura,
Clay anunció que se había convertido al islam y que su nuevo nombre era Muhammad Ali.
La revancha fue el 25 de mayo de
1965 y es la pelea más controversial
en la historia del boxeo. Ali ganó
por KO en el primer asalto, con “el
golpe fantasma”. De ese match
también proviene la fotografía más
famosa de ese deporte, tomada por
el mítico Neil Leifer, a la sazón de
tan sólo 22 años. Sonny Liston está
de espaldas sobre la lona de color
gris, con los brazos en cruz y la mirada perdida; lleva pantaloncillo
negro. Parado frente a él -o sobre
él– está Ali, gritándole que no sea
cobarde, que se levante y pelee.
Ali tiene el brazo derecho cruzado
sobre el torso, con la musculatura
hinchada; las luces del ring hacen
brillar su piel cobriza y su pantaloneta blanca. Los guantes rojos
de ambos pugilistas le dan a la escena un aire de tragedia.
En esa época no teníamos TV en
casa, por lo que en los próximos dos
años me las arreglé para ir donde
mis primos o donde algún amigo
para ver las peleas. La más sangrienta fue en febrero de 1967, contra Ernie Terrell, quien se negó a llamarlo Muhammad Ali. El campeón, furioso, no lo quiso noquear,
para castigarlo, humillarlo y hacerlo sangrar como “una sabandija”. Lo golpeaba mientras le preguntaba: “¿Cómo me llamo?
¿Cómo me llamo?”.
Nada en contra de ellos
Pero lo que más nos sorprendió fue
su decisión, en abril de 1967, de no
enrolarse en el servicio militar. Le
ofrecieron un rol de apoyo moral a
las tropas -como el de Elvis en su
momento-, con visitas al frente y
peleas de exhibición. Pero dijo que
no lo haría. Sus argumentos fueron
dos: dijo que era un pacifista, a lo
que agregó: “No tengo nada en con-
tra de ellos, los vietcong”. Luego
apuntó que era una guerra inmoral,
en la que casi todos los muertos correspondían a minorías raciales, a
afroamericanos o hispanos. Un mes
después fue condenado por evadir
la conscripción y le arrebataron el
título.
Muhammad Ali, el muchacho fanfarrón, el campeón de la gran bocaza, el arrogante de Kentucky, tomó
la sentencia como una medalla de
honor. Recurrió a las cortes de justicia y siguió diciendo lo que pensaba, deplorando el racismo, la injusticia y la desigualdad.
Su campaña jugó un rol importante en la decisión del gobierno de
EE.UU. de cambiar las reglas de la
conscripción. Hasta ese momento
los estudiantes universitarios podían evitar servir a su país. Ello eximía a casi todos los muchachos de
clase media alta y clase alta. A partir de 1969, y en gran medida gracias a Ali, se instauró un sistema de
lotería, donde los sorteados tenían
que enrolarse, independientemente de su condición de estudiantes.
En ese momento, y hasta el final de
la guerra de Vietnam, el Ejército
fue un espejo de la sociedad.
Sólo entendí lo que Ali quería decir cuando me mudé a Chicago, a
ese barrio venido a menos, a ese barrio de afroamericanos. Con los
años fui conociendo gente y haciendo amigos, los que me invitaron a sus casas y me hablaron de sus
familias y de sus sueños, de sus
tristezas y aspiraciones. Me hablaron de la gran migración desde los
estados del sur a Chicago, y de cómo
había sido capturada con maestría
por el pintor Jacob Lawrence. Me
dijeron que en la Segunda Guerra
no pudieron servir junto a los blancos, y me espantaron con historias
de los linchamientos del Ku Klux
Klan. Me explicaron que hasta 1947
los hombres de color no podían jugar béisbol junto a los blancos. Con
respeto y recogimiento me leyeron
los discursos del doctor Martin
Luther King. También me hablaron
de una universidad lejana, llamada Ucla, que era pionera en integrar
a todas las razas en todos los ámbitos. De ahí venían Arthur Ashe,
el primer afroamericano campeón
de tenis, y Jackie Robinson, el primer beisbolista que rompió la barrera del color.
Todo eso aprendí en mis años de
Chicago, en los que fui vecino de
Muhammad Ali, el mejor boxeador
de la historia; un hombre valiente
y digno, un ejemplo para todos. Lo
recordaremos siempre.R
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