. SIN DUDA, MYANMAR Una vez tomada la decisión de viajar a Myanmar, después de un estricto criterio de ética viajera, no puede uno más que alegrarse de haber hecho el viaje y haber sido parte de ese aire fresco que llega desde el exterior para la mayoría de los birmanos. Criterio que surge ante las llamadas al boicot turístico en 1996 por parte de Aung San Suu Kyi, gran opositora a la Junta Militar en el poder, Premio Nobel de la Paz 1991 y aún bajo arresto domiciliario desde 1989, lo que está suponiendo el rechazo de toda la comunidad internacional. El primer contacto del viajero con Myanmar suele ser La Pagoda Shwedagon en Yangón. Una fantástica manifestación de la vida espiritual del país que practicando un férreo budismo theravada, predominante también en sus vecinos Laos, Camboya y Tailandia, hace de ellos un pueblo pacífico y entrañable. En un magnífico paseo alrededor de la dorada Pagoda, siempre en el sentido de las agujas del reloj como marca la tradición, se mastica en el ambiente la fe de los jóvenes, mujeres, familias enteras, ancianos, monjes y novicios que hacen sus ofrendas derramando agua sobre los budas en sus altares, encendiendo varitas de incienso o cubriéndolos de flores ante la atónita mirada de los numerosos turistas a los que parecen ignorar. No tiene parangón alguno, aunque para ello haya que desperezarse al alba, perderse al amanecer en el recinto y fotografiar los primeros rayos del sol reflejados en las numerosas estupas, doradas pacientemente con pan de oro; así como dejarse llevar por el recogimiento en la meditación de unos pocos madrugadores birmanos. Es algo mágico… como también lo serán, a partir de ahora, otros tantos instantes a lo largo de nuestro viaje en busca de nuestro Shangri-là, nuestro “paraíso en la tierra” En Myanmar no es difícil el contacto con la población y mucho menos en Hsipaw, un pueblecito Shan a 129 millas al Norte de Mandalay, a orillas del río Namtu y muy poco visitado aún por el turismo. Por las mañanas temprano el mercado de Hsipaw invita a esta comunicación. Llaman la atención las hileras de puestecitos de mujeres que acuclilladas, con sus pequeños correteando alrededor, aguardan la venta de sus productos y unos cuántos kyats que llevar a casa. Es el momento de las nuevas noticias, del acercamiento entre poblados Shan vecinos que se acercan a Hsipaw para vender sus mercancías ó del delicioso intercambio de sonrisas y complicidades con el forastero. Un tranquilo paseo por sus calles conduce a dar los buenos días a monjes y novicios que salen a pedir la comida para llevar al monasterio ó a vendedores que te siguen con la mirada invitando a la conversación. El ascenso del río Namtu en piragua en busca de otros poblados Shan o de algún monasterio perdido bien merecen las siete horas necesarias para hacer el recorrido Mandalay-Hsipaw por carretera. Cualquier paso en falso en la piragua ascendiendo el río y ¡es baño seguro!, pero una vez instalados, y oponiéndonos al correr de las profundas aguas del río, te dejas llevar por el cálido aire que envuelve la cara, por el frescor de la tupida vegetación en las orillas y hasta por…!el achacoso ruido del motor!. Este ruido no es obstáculo para disfrutar de todas las escenas que nos pasan tanto por babor como por estribor: niños que conducen sus bueyes a beber a las orillas, mujeres que hacen su aseo personal o hacen la colada a la vez que te saludan amablemente, grandes barcazas en bambú, que más tarde serán desmontadas en su destino para ser vendido este bambú con el que están fabricadas en el mercado, así como numerosas barcas que no son más que gigantescos troncos ahuecados del árbol de teca y que se mantienen en frágil equilibrio con sus cargas deslizándose rìo abajo… Es la vida. El río de la vida. Este país, así como el resto de paìses del Sudeste Asiàtico, estan bendecidos con la abundancia de agua, por lo que la comida, con el arroz como base y los fuertes curries que sacian los estómagos más desfallecidos, nunca faltan a pesar del déficit importante de otros nutrientes en la dieta. Las horas se abren paso lentamente por los férreos caminos, entre paisajes selváticos, arrozales o simplemente aldeas salpicadas en el paisaje, de donde mujeres y sobre todo niños salen hacia las vías del tren para vender agua, dulces o frutas tropicales a los pasajeros en su larga ruta hacia Mandalay. El viajero, con todos los sentidos a flor de piel, observa el transcurso de la vida birmana a través de este recorrido en tren. A diferencia de otras situaciones, y siendo algo que llama muchísimo la atención, en este tren , el contacto con la gente queda limitado a un sencillo intercambio de dulces sonrisas y miradas lo que a pesar de extrañarnos, rápidamente nos queda sobreentendido cuando al sacar mi cámara de fotos para fotografiar el puente Gokteik, una gran viaducto metálico levantado por los ingleses y que cuelga sobre una garganta a más de trescientos metros de altura, dos militares de poca monta sentados entre los pasajeros se levantan invitándome a guardar la cámara y recordándome la lamentable mano de hierro a la que hoy todavía está sometido el pueblo. Es evidente que cualquier intento de acercamiento con la gente en este largo trayecto será en balde, así que decido sacar el bloc de notas y apuntar las muchísimas emociones hasta ahora vividas. Emociones no le van a faltar al viajero que visita Myanmar pero que alcanzan su sumun en las primeras horas de la mañana, cuando se decide descender en ferry el río Ayeyarwady, el gran río que divide longitudinalmente en dos este gran país, en su camino hacia Bagan, y entre la bruma, abarloados a otra embarcación esperando pacientemente a que el sol matutino levante la niebla y nos muestre el camino a seguir evitando los grandes secos que nos podrían hacer encallar, admirar el salpicado de numerosísimas estupas blancas y doradas emergiendo en ambas orillas entre los primeros rayos de sol y la vegetación. Viajar a pie, campo a través, en un país en el que el 90% de la población es rural, ayuda a constatar los datos de los que se dispone cuando se decide emprender el viaje a Myanmar. Campos en flor de colza de color amarillo intenso, papayas, piñas, patatas, arrozales…campesinos que amablemente paran su trabajo ante el extraño interés de un extranjero al que le llama la atención la forma de segar con la hoz ó la forma de trillar el trigo a ritmo acompasado golpeando el terreno. Encontrar entre la espesura de los bosques de bambú ó teca un monasterio aislado donde reponer fuerzas es fantástico y pasar la noche en él ¡toda una experiencia! Al caer la noche, los monjes nos reciben con la luz de algunas linternas. Ellos ya han hecho su única comida en el día pero amablemente nos dejan su hogar para calentar un poco de agua y preparar un té. Nos prestan un par de mantas y nos tumbamos en la única gran pieza común del monasterio, sobre suelo de madera, junto a varios monjes y novicios y ante un gran altar con un Budas. Aquí descansaremos hasta el amanecer. La vida transcurre lenta, generosa, apacible para un país que sostiene que esta vida sólo es otra etapa màs y en la que tratan de acumular méritos para la siguiente. No es necesario permanecer largo tiempo entre ellos para impregnarse de la calidad humana de este pueblo. Los birmanos son la máxima representación de la tolerancia y la no-violencia. ¡Que gran contraste con el régimen político que tienen en el poder ¡ Es por todo esto que ante la duda, si surgiese, en la conveniencia de si visitar el país ó no con la idea de boicotear al gobierno, parece que debe ser indudable hacer el viaje siempre que se eviten utilizar líneas aéreas, hoteles, tours operadores estatales…, para que poco a poco ellos mismos sean capaces de levantar la voz y exigir un cambio en el gobierno. Inés Iguaz Noviembre 2005