Notas de un viaje: La Iglesia de Dios en Turkana Situémonos brevemente en el espacio y el tiempo. La meta de mi viaje era el desierto de Turkana, al norte de Kenia, una extensión de tierra equiparable a la mitad de Andalucía, donde viven unos nómadas dedicados al pastoreo de cabras, camellos y burros. En medio de ese desierto está el lago Turkana, una extensión de agua de más de 300 kms. de largo por 50 de ancho, infestada de cocodrilos. Desgraciadamente, las aguas son alcalinas y por tanto no aptas para el consumo humano. Concretamente me iba a mover por las orillas occidentales de ese lago, en un triángulo de tierra que otrora perteneció a Sudán y ahora a Kenia, limitado por Sudán y Etiopía. Forma parte de la diócesis de Lodwar, donde hace más de veinte años trabaja la Comunidad Misionera de San Pablo y María, Madre de la Iglesia, un grupo de hombres y mujeres, sacerdotes y laicos, dedicados al anuncio del Evangelio. Los conozco desde hace muchos años, desde 1988 concretamente, y uno de ellos, Albert, es íntimo amigo desde entonces. Su insistencia en que visite la tierra de su apostolado ha sido coronada por el éxito, tras muchos años de empeño. La dedicación de la iglesia de Nariokotome y la bendición de la capilla de Lobur han sido la excusa perfecta, en este mes de marzo de 2009. Viernes, 13 de marzo No viajé solo. Me acompañaban Mónica, una veterana colaboradora con toda su familia del grupo misionero, y su cuñada Maque, fotógrafo de profesión que emprendía el viaje a instancias de su hermano y cuñada, dispuesta a verlo todo, a fotografiarlo todo, a pensarlo todo. O sea, como yo, si exceptuamos que desde el primer momento descargué en ella la responsabilidad de las fotos. Y henos aquí, a las dos de la tarde, con un inmenso equipaje, en el aeropuerto de Barajas, dispuestos a comenzar la aventura. Era el día 13 de marzo de 2009. Volar desde Madrid a Ámsterdam y de ahí a Nairobi no ofrece ninguna novedad, salvo que todos los vuelos fueron sorprendentemente puntuales. En Ámsterdam solo tuvimos tiempo de pasar de un lado a otro del aeropuerto y comprobar la exquisita amabilidad de su policía de fronteras. Instalados en el avión que nos iba a llevar a Nairobi, nos esperaban ocho horas de vuelo aburrido e incómodo, donde apenas fui capaz de dormir. Sábado, 14 de marzo Tal como estaba anunciado, llegados a Nairobi a las siete y media de la mañana del día 14, cuando en España el reloj marcaba dos horas menos. El aeropuerto de Nairobi no tiene nada que reseñar, salvo que su policía de fronteras es lentísima. Eso sí, muy amables, aunque sorprendidos de que fuéramos a Turkana donde, en palabras de uno de ellos, no hay nada, salvo pastores, dicho con ligero tono despreciativo. El caso es que, quizás por eso, no nos pusieron ninguna pega con los equipajes. En la terminal de Nairobi nos esperaba David Gitonga, el amable taxista y cicerone que tienen los misioneros en la ciudad. Nos llevó a desayunar (en plan americano) y pudimos ver un poco de una ciudad bastante impersonal, de clima frío similar al londinense (no en vano está fundada por ingleses) y donde se conduce disparatadamente, pero sin perder nunca la calma. Eso sí, su parque móvil no supera una ITV en España ni de casualidad. ¡Vaya forma de contaminar! Visitamos un supermercado para comprar ciertas cosas, encargadas por Albert a última hora, y me sorprendió ver bastantes vinos españoles, aunque todos de calidad más que mediocre. En Nairobi, con Mónica y David Gitonga Cerca ya de la una del mediodía estábamos en el aeropuerto Wilson, lugar de partida de las avionetas que van por todo el país. Para mi sorpresa, la nuestra pertenecía a la MAF (Mission Aviation Fellowship), una compañía cristiana anglicana fundada expresamente para ayudar a los misioneros en sus viajes, y que está extendida por muchos países del mundo. Sus avionetas parecen gozar de perfecto estado de salud, lo que tranquiliza un poco. Porque viajar en un trasto tan pequeño, que va dando bandazos continuamente, no es muy tranquilizador que digamos. ¡Y eso que el piloto reza una oración antes de empezar el vuelo! Desde el aire se advierte un Nairobi muy diferente, con una gran extensión de chabolas, donde se hacinan miles de personas. El paisaje va cambiando poco a poco cuanto más nos alejamos de la ciudad en dirección Norte, haciéndose cada vez más desértico. Al pie de la avioneta que nos llevó desde Nairobi a Lodwar El vuelo duró desde las dos de la tarde a las cuatro y media, cuando aterrizamos en Lodwar, en medio de un terrible calor. Como una imagen vale más que mil palabras, una foto del «aeropuerto» dice más que todas mis explicaciones, con la gente cruzando por la pista como si tal cosa, mientras la avioneta tomaba tierra. Lodwar nació hace años como un asentamiento de gente que huía de las hambrunas, así que uno puede imaginarse su aspecto. No es más que una agrupación de chabolas alrededor de una pista de aterrizaje. Pista de aterrizaje en Lodwar Allí nos esperaban Blanca y Esther, dos oftalmólogos madrileñas que son el alma de la campaña oftalmológica que, desde hace varios años, visita la zona anualmente. Ellas nos esperaban con un coche y chófer ¡para hacer las seis horas que nos separaban de Lobur! Y todo esto a través de un desierto sin carreteras ni pistas dignas de ese nombre y con un chófer que no conocía el camino. Menos mal que Blanca y Esther tenían una buena idea de él y solo hubo dudas en un par de ocasiones, fácilmente soslayadas. La verdad es que, cansado como estaba del viaje de avión y de las dos horas y media de avioneta, que me habían dejado muy mal cuerpo, no comencé el viaje de muy buena gana, pero ¡qué remedio! Las incomodidades del mismo se iban desvaneciendo gracias al buen ambiente que reinaba en el interior del coche y a la belleza de una noche en el desierto. Si el atardecer fue magnífico no lo fue menos contemplar un cielo estrellado que en nuestras latitudes, gracias a la contaminación lumínica, apenas nos es lícito ver. Desde el coche podíamos ver las nawi o chozas de los turkana, con un fueguecito en su interior, estampa de un modo de vida que nos trasladaba al Neolítico. Atardecer en el desierto, camino de la misión La llegada a Lobur tuvo lugar a las once y media de la noche, con los riñones molidos. Pero aún hubo tiempo y ganas de abrazarse, saludarse efusivamente e intentar cenar un poco de camella vieja (absolutamente incomestible, lo juro). No nos acostamos hasta cerca de las dos de la madrugada; solo el cansancio nos permitió dormir, porque pude comprobar que por la noche la temperatura sigue siendo muy alta, lo suficiente como para hacer bastante incómodo el descanso. Domingo, 15 de marzo La casa de huéspedes que los misioneros han construido en Lobur es sencilla, pero acogedora. Nos acostamos a las dos de la madrugada, pero allí es costumbre levantarse con el sol, entre otras cosas porque el intenso calor no te deja descansar más. Hacia las diez de la mañana salimos en dirección a Nariokotome, misión a la que los misioneros consideran su casa madre. Viajar por Turkana es siempre una aventura de final incierto; hay que llevar agua en abundancia (hay que beber continuamente, aunque el agua esté bien caliente) y algo de comida por lo que pueda pasar. De hecho, este viaje fue algo accidentado, pues pinchamos en medio del desierto (de la nada, como yo acostumbraba a decir) y a punto estuvo de volcar el todoterreno, por haber asentado el gato sobre arena. Pero el incidente pudo solventarse rápidamente mientras Maque y yo aprovechábamos la ocasión para fotografiar y ver de cerca la chimenea de un termitero. Son auténticas obras maestras de ingeniería, que permiten a las termitas vivir en mejores condiciones de temperatura que los hombres. Pinchazo en el desierto, camino de Nariokotome Al pie de un termitero Hicimos una breve parada en Todonyang, una misión situada junto al lago, a cuyo frente está Fernando. El pobre tuvo que pasar por el mal trago de enterrar días antes a cinco personas (un merile y cuatro turkanas, uno de ellos un crío), víctimas de un enfrentamiento entre estas tribus hostiles. Raro es el día que no hay algún muerto, como ocurrió dos días después, casi a las puertas de la misión de Lobur, donde fue hallado un hombre asesinado. Cercanías de Todonyang, el más terrible desierto Misión de Todonyang Se nota que Nariokotome es una misión establecida desde hace muchos años, con un espléndido aprovechamiento del agua, que ha convertido el lugar en un apacible oasis. Cuando llegamos, estaban muchos intentando colocar la campana que remata la espadaña de la nueva iglesia. Tras saludarnos, comimos juntos con casi todos los miembros de la comunidad misionera, que acostumbran a reunirse en la tarde de cada domingo, procedentes cada uno de su respectiva misión. Después de la siesta celebramos la Eucaristía Alex, Albert, dos sacerdotes indios, que están estos días con los misioneros estudiando la posibilidad de abrir una casa en la región, y un servidor. Presidí yo, pero hacía tanto tiempo que no decía una Misa en inglés que dudo mucho que nadie se enterara de algo. Luego los visitantes aprovechamos el resto de la tarde para dar un paseo por la misión y bañarnos en una de las muchas pozas (más de cincuenta) que los misioneros han excavado para retener el agua de las lluvias. Téngase en cuenta que en Turkana llueve tan solo unos días al año hacia el mes de marzo, pero con tal fuerza que se forman auténticas riadas de agua que nadie aprovecha. Gracias a la construcción de presas y pozas, los misioneros han conseguido retener el agua suficiente para cubrir las necesidades de gran parte de la población y sus ganados. Comida fraterna en Nariokotome El esfuerzo de los misioneros ha convertido Nariokotome en un vergel Después de cenar nos fuimos a descansar en la también acogedora casa de huéspedes. Eso sí, con el calor no hay quien pueda... Casa de huéspedes en Nariokotome Atardecer en Nariokotome Lunes, 16 de marzo Los dos sacerdotes indios, Maque y yo fuimos con Timothy, uno de los misioneros natural de Nairobi, pero que habla un perfecto español, a visitar la guardería que está a la entrada de la misión. Es un simple chamizo con unos rudos asientos y una pequeña pizarra por todo mobiliario. Los niños nos recibieron encantados y enseguida se pusieron a cantar. Entre ellos había un niño etíope, cosa no extraña si se tiene en cuenta que la frontera está a pocos kilómetros de la misión. Desde allí fuimos a la presa de Nyiburin, construida por los misioneros, como otras setenta, para la retención del agua de lluvia, como ya he dicho. Son dos presas seguidas y el sistema funciona; en ellas había bastante agua relativamente limpia, lo que aprovechamos Timothy y yo para darnos un baño. Allí nos encontramos con unas mujeres y unos niños pastores. A las mujeres les molestaba mucho ser fotografiadas, pero al final se acercaron con los niños y estuvieron un rato con nosotros. Impresiona ver su pobreza; no tienen absolutamente nada, pero les basta con sus ganados y se muestran muy satisfechos de tener agua a su disposición. Esta comunidad misionera debería de ser llamada la de los misioneros del agua. La palabra de Cristo parece resonar aquí con fuerza diferente: «El que beba del agua que yo le daré no tendrá nunca más sed, sino que se convertirá en él en un manantial que brota para dar vida eterna» (Jn 4,13-14). Escuela de la misión de Nariokotome Pastores en Nyiburin La doble presa de Nyiburin, construida por los misioneros Este día también comimos en Nariokotome, aprovechando la tarde para visitar el dispensario. Pero como retrasamos la salida lo encontramos cerrado. Sin embargo, algunas mujeres con sus hijos pequeños estaban allí esperando para ser atendidas al día siguiente. A indicación de Timothy, las bendije imponiéndoles las manos, pues según él agradecen mucho este gesto por parte de los sacerdotes. Bendiciendo a los niños enfermos El lago Turkana y una de sus islas De ahí bajamos hacia el lago para darnos un baño en sus aguas. La visión del lago al caer la tarde es impresionante; diríase que se encuentra uno a orillas del mar. No se ve el otro lado y tan sólo se percibe una de las tres islas que hay en el lago. Al atardecer los cocodrilos suelen salir a la orilla, por lo que no es la hora más adecuada para bañarse. Al menos eso me parecía a mí, pero no a mis acompañantes ni a unos niños que estaban por allí, así que, ¡al agua! No fue un baño muy tranquilo que digamos. Pero confieso que me hubiera gustado ver algún cocodrilo, pues no en vano en el lago vive la mayor colonia de cocodrilos del Nilo del mundo. Pero no hubo suerte. ¿O sí? Niños en el lago Turkana Las tres horas de vuelta a Lobur transcurrieron sin incidentes. Despedimos a los hermanos de Nariokotome, pero con la ilusión de volver a verlos el jueves con motivo de la solemne dedicación de su nueva iglesia. A la llegada a Lobur cenamos algo; estando a la mesa apareció como por ensalmo una araña, reconocida inmediatamente por los misioneros como un ejemplar de una especia altamente venenosa. De hecho, nos dijeron, no hacía mucho había picado a una monja en Lodwar y la pobre falleció a consecuencia de la picadura. Una historia para no dormir, pensando que un bicho de esos se cuele en tu cama. Pero eso son uno de los momentos en que hay que decirse que de algo hay que morir y entregarse al sueño sin especiales reparos. Martes, 17 de marzo Si todas las noches hasta ahora han sido calurosas, ésta pasada se ha esmerado. A las seis de la mañana era ya insoportable, al menos para mí. Y así, en medio de este terrible calor, me puse a preparar un cocido madrileño. Así de claro. Se me había ocurrido traer de Madrid, convenientemente envasados al vacío, todos los ingredientes, junto a otros embutidos varios. El caso es que me salió un cocido espléndido para diecisiete personas. Creo poder pasar a la historia de Turkana por haber sido el primero en preparar un cocido madrileño en este desierto. Y no importa que dé calor; estos días atrás los sacerdotes indios han preparado algunas de sus comidas, y eso sí que produce calor gracias a la sobreabundancia de especias picantes. Preparando un cocido madrileño, ¡en pleno desierto! El día ha sido muy tranquilo, pues no hemos salido de la misión. Al atardecer, después de bañarnos en la presa (de aguas no tan limpias como las de Nyiburin) hemos celebrado la Misa, presidida por Alex. La capilla de esta misión, que será bendecida el viernes, es preciosa. Pequeña, recogida, junto a dos peñascos que enmarcan una preciosa cruz de piedra. Todo abierto, lo que es de agradecer, salvo cuando el viento sopla con excesiva fuerza, lo que aquí es bastante usual. Cuando ya se ha hecho de noche hemos visto relampaguear con fuerza; estaba lloviendo en Etiopia. Después de cenar hemos subido a la terraza y al rato ha empezado a oler a tierra mojada. Sorprendentemente ha caído un pequeño chaparrón. No ha sido mucho, pero ha bastado para refrescar el ambiente y lograr descansar con cierta sensación de frescor. Santa Escolástica, a la que Albert y yo empezamos a venerar como patrona de la lluvia en 1991 en Londres, ha querido hacernos este pequeño obsequio. Quiera Dios seguir bendiciéndoles así en los próximos días. Vista del desierto desde la misión de Lobur Miércoles, 18 de marzo Hoy hemos aprovechado la mañana con Albert para visitar parte del territorio de su misión. El calor es sofocante y el viento sopla muy fuerte. Al salir de casa se ha acercado un turkana a comunicar a Albert que ha nacido su hijo; la madre fue atendida en la misión, porque el parto se presentaba complicado. En señal de agradecimiento, el niño se llamará Albert. Nuestra primera visita fue al huerto de la misión, un ambicioso proyecto de irrigar casi tres hectáreas de terreno con el agua de un pozo. La idea es buena, pero hay que preparar bien a las personas que van a trabajar la tierra, porque los turkana no conocen la agricultura. El futuro huerto de la misión de Lobur A continuación visitamos la guardería de Napeika. Si la guardería de Nariokotome contaba con un mínimo equipamiento, ésta no tiene absolutamente nada. Se trata de una choza de palos donde se cobijan los niños y niñas, al cuidado de dos profesores provistos de largas varas para azotarlos cuando se desmandan. Muchos niños van completamente desnudos y casi todos descalzos. Una ridícula ayuda del Gobierno permite darles de comer una vez al día. Es difícil entender y juzgar lo que aquí se ve con ojos de occidental; en definitiva, estos niños son unos privilegiados, porque sus hermanos están mientras tanto cuidando las cabras por el desierto. Los pocos que vienen a la escuela aprenden algo de inglés y comen una vez al día. Y eso ya es una suerte. En la guardería de Napeika Niño de la guardería de Napeika La misión tiene en este momento dos presas en construcción. Los obreros son gente de aquí, dirigidos por un capataz que sigue las instrucciones de Albert, convertido en ingeniero hidráulico. La presa de Maisa va a ser de las más altas y capaces. Pero los obreros no responden como debieran y Albert tiene que ponerse serio con ellos. Durante unos minutos me colocan entre ellos para que les acarree piedras. Aquí todo se hace a mano y por no haber no hay ni hormigonera. En cambio, sí que se ven con frecuencia los fusiles Kaláshnikov, dada la situación de tensión que se vive entre meriles y turkanas. En esta presa tuve uno en mis manos y pude comprobar que no había forma de averiguar su procedencia. El contrabando de armas llega hasta los rincones más remotos y pobres del planeta, desgraciadamente. La presa de Maisa, en construcción Con un fusil Kaláshnikov en Maisa La presa de Liwan, no lejos de la anterior, está ya casi terminada. Pasamos un buen rato con sus obreros, hombres y mujeres, que se reían al verse en el visor de la cámara fotográfica de Maque. De ahí, después de recoger a una mujer en su nawi (también llamada mañata, aunque éste no es término turkana, sino masai) para echar una mano en la cocina de la misión estos días, volvimos a Lobur. La tarde se nos fue en preparar algunas cosas para la fiesta del viernes, pero al atardecer celebramos la Eucaristía, esta vez presidida por uno de los sacerdotes indios. Antes de comenzar fue divertido hacerse unos fotos con diversas casullas, para poder regalarlas a los distintos donantes que en España nos las han procurado. La presa de Liwan, casi acabada En la capilla de Lobur, antes de celebrar la Eucaristía Jueves, 19 de marzo Solemnidad de San José. Día designado para la solemne dedicación de la iglesia de Nariokotome. Salimos a las siete de la mañana y llegamos allí sin ninguna incidencia. La ceremonia fue presidida por el obispo de Lodwar, Patrick Joseph Harrington, de la Society of African Missions. Aunque se tenga más o menos noticia de cómo celebran los africanos la Eucaristía, hay que verlo y sentirlo en directo. En primer lugar, para llegar hasta la iglesia muchos han tenido que caminar gran parte de la noche. Pero todos están de fiesta y lo expresan admirablemente con sus cantos y danzas. La procesión de inicio sobrecoge; son capaces de cantar cantos diferentes en grupos diferentes sin nadie que dirija, pero enseguida toda esa barahúnda de sonidos se convierte en un todo armónico. La ceremonia sigue bastante fielmente el ritual romano de la dedicación de una iglesia y los fieles se muestran muy atentos. Salvo unas pocas intervenciones en turkana, el obispo habla en inglés, pero tiene un catequista a su lado que traduce. Durante la homilía, el obispo invita a cantar y bailar. A la consagración todo el mundo se arrodilla con devoción. La llegada a la Eucaristía La procesión de entrada Bendición del agua lustral Incensación del templo Homilía Unción del nuevo altar En Misa La presentación de ofrendas al ofertorio recuerda a las de los primeros cristianos, donde cada cual ofrecía de lo suyo para el sostenimiento de la Iglesia y ayuda de los pobres. Pero en este caso se desplaza al final de la ceremonia para no alargarla en exceso, ya que ha venido a durar unas cuatro horas. El obispo se sienta en su sede y va recibiendo a los distintos grupos que, con sus danzas y cantos, se acercan al altar a ofrecer sus dones: quién una cabra, quién un pollo o un conejo, quién leche, dinero o recipientes de plástico de la más diversa índole. Como muchos de ellos viven a orillas del lago, donde abundan las palmas, traen muchas escobas y esteras, y también abundante pescado seco. De todo ello dispone el obispo, quien lo distribuye a favor de la propia iglesia que visita y de las obras diocesanas. Las ofrendas Una joven madre con Mónica Danzas durante la entrega de los dones Todos los que participamos en la ceremonia fuimos invitados a comer, y eso que éramos más de quinientas personas. Tuve ocasión de departir un buen rato con el embajador de España en Kenia, Nicolás Martín Cinto, muy amigo de los misioneros y profundo conocedor de la situación de África oriental, en especial de la terrible coyuntura por la que pasa Somalia, sin visos de pronto y fácil arreglo. Después de comer volvimos rápidamente para Lobur. La bendición de su capilla mañana nos obliga a preparar muchas cosas y a atender a los numerosos huéspedes que ya esta noche van a dormir allí. De hecho, tras la cena tenemos una oración en la terraza de la casa de huéspedes y la proyección de un vídeo sobre la historia y vida de esta congregación misionera. Conviene aclarar que, tanto en Lobur como en Nariokotome, los misioneros disponen de un generador que les permite tener electricidad varias horas al día. Un lujo en mitad del desierto que te hace preguntar si tantas comodidades como tenemos en nuestras casas son tan imprescindibles como parecen. Viernes, 20 de marzo ¡Qué calor! Pero quizás peor que las altas temperaturas son los vientos casi huracanados. Hay momentos en que llegan a alterar los nervios. Hoy sopla especialmente fuerte, lo que resultará incómodo en la capilla. Desde la salida del sol pueden verse grupos de personas que atraviesan la inmensa llanura para venir a Misa. Viene menos gente que a Nariokotome, pero aun así nos juntaremos cerca de trescientas personas. El obispo llega en avioneta y también viene el embajador de España. La ceremonia de bendición es más sencilla que la de la dedicación, pero queda igualmente hermosa y solemne. Esta vez me ha tocado hacer de maestro de ceremonias, lo que no resulta muy fácil con un obispo acostumbrado a improvisar. Sin embargo, todo resulta muy familiar y cercano. La homilía del obispo, particularmente hermosa. Tras la Eucaristía, el obispo, llevando por encima de la casulla el hermoso estolón que la comunidad misionera le ha regalado en señal de agradecimiento (y que llevé desde España), recibe las ofrendas en el exterior de la capilla. En esta zona son más pobres que en Nariokotome, pero aun así no faltaron tres cabras, algunas monedas y otros regalos. Al igual que ayer, también aquí se ofreció a todos de comer en un ambiente festivo a pesar del intensísimo calor. Llegada a la Eucaristía La procesión de entrada Ritos introductorios a la entrada de la capilla La aspersión con el agua bendita Homilía del Obispo El Padre Albert, mostrando la reliquia de San Francisco Javier, patrono de las misiones Ofertorio Durante la Eucaristía Por la tarde volvió la paz a este remoto lugar, donde el silencio casi se palpa. Los huéspedes (casi todos ellos familiares de los misioneros keniatas del grupo) se quedaron en su mayoría hasta el día siguiente. Ninguno de ellos era de Turkana, sino que procedían de Nairobi, Mombasa y otras regiones de Kenia, por lo que el mundo turkana les resultaba tan sorprendente y alejado de su propia realidad como pudiera parecérmelo a mí. Esta diversidad cultural se puso de manifiesto en una simpática velada que tuvo lugar después de cenar, preparada por los sacerdotes indios, en la que cantamos y bailamos según nuestras diferentes nacionalidades. Pero todos pudimos rezar juntos, unidos por la misma fe en el Señor Jesús. Es hermoso experimentar que los miembros de la Iglesia no somos extranjeros en ningún lugar. Celebrando la fe con cantos y danzas El Obispo recibe los dones Sábado, 21 de marzo Las despedidas son siempre tristes. Y este sábado, fiesta de Nuestro Padre San Benito, era día de adioses. A las nueve de la mañana tuvimos una hermosa oración en la capilla para bendecir a cuantos salíamos de viaje. Los primeros fueron la mayoría de los familiares, a los que esperaban unas cuarenta y ocho horas de viaje antes de llegar a sus casas. Las travesías del desierto son arduas, pero el resto de Kenia no dispone de grandes medios para viajar por todo el inmenso país. La despedida A la una tuvimos nuestra última comida en Lobur. A las dos estábamos ya en la improvisada pista de aterrizaje al pie de la misión. A modo de despedida, Turkana nos regalaba un viento abrasador. Cogimos la avioneta que en tres horas nos dejaría en Nairobi, a las puertas de nuestra civilización. ¡Qué cantidad de sentimientos encontrados! Coincidimos en que serán necesarios varios días para asimilar las intensas experiencias de este viaje. Pero no creo exagerar si digo que todos los españoles, tanto los que hemos venido por primera vez (Maque y yo), como las incondicionales y veteranas Blanca, Esther y Mónica, nos vamos con la alegría de saber que hemos vivido unos días de intensa comunión con personas a las que queremos profundamente, y que el pueblo turkana no nos es en absoluto indiferente. Conocer es amar. El lago Turkana desde el aire Nuestro eficiente taxista, David Gitonga, nos esperaba en el aeropuerto Wilson para trasladarnos al aeropuerto internacional. Como teníamos tiempo de sobra fuimos a cenar a un restaurante italiano (bueno y barato, por cierto) antes de emprender nuevo viaje a Ámsterdam. La verdad es que la vuelta fue más agradable que la ida, ya que los asientos de este avión resultaron ser más cómodos y pudimos dormir varias horas. Domingo, 22 de marzo Como ya dije al principio, los aviones que hubimos de coger fueron todos muy puntuales, por lo que en Ámsterdam apenas tuvimos tiempo de pasar de uno a otro a fin de llegar a Madrid a las nueve y media de la mañana. De nuevo en casa. Parece todo muy diferente. Pero éste es mi sitio, ésta mi manera de estar en el mundo. ¿Cómo puedo transmitir a mi parroquia la alegría de la fe y la esperanza que he visto en Turkana? ¿Cómo podría, sin caer en falsos maniqueísmos, hacer ver a mis feligreses que vivimos en un mundo con tantas cosas que apenas nos dejan ser felices? ¿Cómo seguir anunciando a Cristo resucitado a una sociedad indiferente? Éste es el reto, ésta la esperanza. Conclusión Aunque a lo largo del relato he dejado caer alguna que otra valoración personal, he querido dejar para el final una consideración global sobre cuanto he visto y vivido estos días. Poco antes de partir me dijo una religiosa de mi parroquia que África no deja a nadie indiferente. Y eso es cierto, pero es necesario ir con los ojos y el corazón bien abiertos. A mi modo de ver, hay que huir de dos extremos igualmente nocivos a la hora de valorar una realidad tan diversa de la nuestra. De un lado, la soberbia del que se cree superior y tiende a sentir tan solo una pena superficial por quienes viven en el atraso, muy posiblemente por su propia culpa. De otro, una falsa humildad que hace a Occidente culpable de todas las miserias del mundo, como si tuviéramos que ir pidiendo perdón por haber alcanzado un legítimo bienestar. La situación de Kenia y España es diversa, porque diversa es la sociedad, su historia, los condicionantes geográficos, etcétera. La de Turkana en particular es absolutamente distinta, porque sus gentes se hallan en su mayoría en un estadio neolítico de la evolución humana; no conocen la agricultura y solo viven del pastoreo y la recolección de lo poco que la tierra les ofrece. Viven desde hace siglos en un medio muy hostil, pero han sabido adaptarse a él reduciendo sus necesidades al mínimo y aprovechando cuanto pueden lo que el desierto les da. La solidaridad humana nos obliga a mejorar el estado de vida de estas gentes, pero personalmente creo que sería tremendamente perjudicial el intentar hacerlo de golpe, a la carrera. No se puede pasar del Neolítico al siglo XXI de la noche a la mañana y será necesario respetar unos ritmos que, como hombres acostumbrados a la eficacia y la rapidez, quizás se nos antojen excesivamente lentos. Vivienda de los turkana Curiosamente, quienes más están haciendo en esta línea son unos pocos hombres y mujeres seguidores de Cristo, que transmiten el Evangelio con su vida toda. Conozco demasiados misioneros como para dejarme llevar por una visión idílica de los mismos; son hombres y mujeres como nosotros, con sus virtudes y defectos, con sus aciertos y errores. Los hay que tienen un maravilloso carácter y los hay enfurruñados y hoscos. Pero todos tienen algo en común: han dejado un mundo de comodidades y bienestar para servir a Cristo en medio de la nada. Y sin más reconocimiento que el de Cristo mismo. Algunas de las gentes que no los conocen bien los alaban por construir presas y escuelas, pero se permiten criticarlos por levantar iglesias y capillas. Eso no sirve, no es útil, piensan. Y no se dan cuenta de que sin la celebración de la fe, sin la Eucaristía, sin la oración, estos hombres y mujeres abandonarían enseguida su labor humanitaria. Sin Cristo, sin la Eucaristía, fuente y culmen de la vida cristiana, nada serían. Solo porque ven a Cristo necesitado en el hermano pobre y enfermo son capaces de dar su vida por ellos. Y esto merece el reconocimiento agradecido de todos los cristianos y el respeto de quienes no lo son. Cruz de piedra en la capilla de Lobur Cualquier contacto con la realidad eclesial africana, por mínimo que sea, llama la atención por la manera de expresar la fe y celebrarla. Creo que también aquí hay que huir de los extremos de una aprobación sin reservas y un rechazo despreciativo. La Iglesia de Dios que peregrina en Kenia y en Turkana lo hace de la misma forma que la que peregrina en Madrid: con sus virtudes y defectos, con sus pecados y su santidad. Lo de santa y pecadora a la vez (sancta simul et peccatrix) vale para todas las iglesias. Admira ver la centralidad de la Eucaristía en estas comunidades; son capaces de caminar toda una noche para celebrar a Cristo resucitado. No cuentan el tiempo que dura una celebración. No están de forma pasiva en ella, sino que su participación es abierta, espontánea, generosa. Es verdad que, como sucede con manifestaciones religiosas de nuestro entorno, no están exentos del peligro de un folclorismo vacío, sin sentido cristiano, pero estos riesgos no aminoran los valores que encierra su manifestación de la fe. El papa Benedicto XVI lo ha puesto de relieve de forma mucho más correcta que yo en su reciente viaje a África. A mí, con sus virtudes y defectos, con sus angustias y esperanzas, la Iglesia de Dios en África me ha animado en mi seguimiento de Cristo y ha renovado en mí la alegría de ser discípulo del Señor. Cada uno en su sitio, con los medios de que dispone, ha de ser un auténtico misionero. Ojalá este viaje a Turkana haya servido para animar mi compromiso y mi responsabilidad para con el pueblo de Dios que me ha sido encomendado. Atardecer en Lobur. Cristo, sol de justicia... Miguel C. Vivancos Madrid, 1 de abril de 2009