SELECCIÓN DE TEXTOS DEL CATÁLOGO “Caravaggio y los pintores del norte” Gert Jan van der Sman “Hay también un tal Michelangelo de Caravaggio, que hace cosas maravillosas en Roma. […] Las obras de este Michelangelo han alcanzado gran fama, honor y reputación” «El primer testimonio coherente sobre la vida de Michelangelo Merisi da Caravaggio apareció en los Países Bajos septentrionales, a más de 1.500 kilómetros de distancia de Roma. En 1603, el pintor y escritor Karel van Mander (1548-1606) estaba dando los últimos toques a su Schilder-Boeck, una extensa obra sobre la historia, la práctica y la teoría del arte pictórico. La parte principal de este libro, que se publicó en 1604 en lengua holandesa, estaba integrada por las vidas de los antiguos pintores italianos y holandeses, pero Van Mander incluyó deliberadamente a maestros italianos contemporáneos suyos. Siendo un joven artista, Karel había tenido la oportunidad de conocer la gloria de la pintura italiana, pues entre 1573 y 1577 había residido en Italia, principalmente en Roma, una estancia que ejerció una influencia de por vida en su visión del arte. Más tarde, siendo ya el decano de los pintores de los Países Bajos, Mander se sintió en el deber de trasladar a sus compañeros de profesión los últimos desarrollos de Italia. Para ello se hizo informar por la nueva generación de pintores que habían retornado de Roma. Al igual que su gran referente Giorgio Vasari (1511-1574), Karel van Mander tenía el don de la palabra, lo que le permitió trazar un certero retrato de Caravaggio en apenas una página. Van Mander mantenía que Caravaggio no desaprovechaba ninguna ocasión para hacer carrera. Además, no rehuía la controversia y defendía sin temor sus convicciones. La esencia de la visión de Merisi acerca de la pintura tenía que ver con la imitación de la naturaleza: “Dice [Caravaggio] que todas las cosas no son más que bagatelas, fruslerías, nimiedades, sin importar quién las haya pintado, si no están pintadas y hechas del natural, y que no hay nada mejor que imitar la naturaleza. Y por consiguiente, no traza nunca una sola línea que no se aproxime a la naturaleza, copiándola y pintándola”. Las críticas que lanzaba Caravaggio iban dirigidas sobre todo a la costumbre entre los pintores romanos de basar sus cuadros en dibujos en lugar de dejarse inspirar directamente por “la naturaleza en todos sus colores”. Van Mander retrató asimismo el lado oscuro de la personalidad de Caravaggio: “después de dos semanas de trabajo, pasó otras dos semanas o incluso un mes deambulando de un frontón a otro, con la espada en su costado y un criado detrás de él, mostrándose muy propenso a la riña y a la discusión, por lo que es casi imposible llevarse bien con él”. Aunque esta apreciación no debe tomarse al pie de la letra, coincide a grandes rasgos con lo que se desprende de los archivos romanos sobre Caravaggio. El joven artista no tardó en rodearse de los amigos equivocados. Frecuentaba las tabernas de Roma y se entregaba a la diversión y a las riñas. Su comportamiento impetuoso empezó a llamar la atención sobre todo cuando ya había alcanzado fama como pintor. Para entonces, Caravaggio podía permitirse contratar a un criado que le acompañaba en sus paseos nocturnos por las calles de Roma. En julio de 1600 hirió a un sargento de la guardia de Castel Sant’Angelo y en octubre de 1601 atacó por la espalda al pintor Tommaso Salini. Sin embargo, el delito más grave estaba aun por venir: el 28 de mayo de 1606, Caravaggio hirió mortalmente a su rival, el pintor Ranuccio Tomassoni, por lo que se vio obligado a huir de Roma. Después de lamentarse de que Marte y Minerva – agresión y razón– no fueran compatibles, Karel van Mander cerraba la biografía de Caravaggio con un auténtico elogio de sus cualidades pictóricas: “En lo que respecta a su manera de pintar cabe decir que es muy agradable y hermosa para ser seguida por los jóvenes pintores.” Estas palabras de Karel van Mander resultaron ser proféticas. No tardarían en aparecer artistas deseosos de aprender que adoptaron el estilo de Caravaggio. (…)» “Los artistas del norte en el palacio de Vincenzo Giustiniani. Vivir en un palacio barroco de Roma, 1600-1638” Francesca Cappelletti «Al entrar en el vestíbulo de la planta noble del Palazzo Giustiniani de Roma, probablemente ya en 1626, se podía apreciar un conjunto de grandes cuadros, todos ellos pintados por artistas del norte. El entierro de Cristo de David de Haen –que murió en el palacio en el verano de 1622, donde había vivido durante años– estaba colgado junto a La huida a Egipto de Valentin de Boulogne –cuadro no localizado por el momento–, y La adoración de los Magos y La matanza de los inocentes de Cornelis Schut (1597-1655). Schut estuvo activo en Roma en la segunda década del siglo XVII, y en 1626 se mudó de su casa de Via Margutta al Palazzo Giustiniani, donde aparece documentado de 1628 a 1630. El conjunto de grandes cuadros del vestíbulo con episodios del Evangelio se completaba con La cena de Emaús de Nicolas Régnier, uno de los artistas protegidos por el marqués Vincenzo Giustiniani, propietario del palacio y planificador del conjunto decorativo. (…) Los pintores del norte llevaban ya varias décadas en el entorno romano recibiendo encargos cada vez con más frecuencia, en parte por el creciente aprecio de géneros como el paisaje y el bodegón, especialidad tradicionalmente asociada a los pintores flamencos. Tal es el caso de los hermanos Bril, que trabajaron en los palacios papales, y Paul Bril (hacia 1554-1626) se afanó durante mucho tiempo en ambiciosos frescos y numerosos lienzos de las residencias de la familia Mattei en Roma. Sin embargo, y a pesar de estos ejemplos, se puede afirmar que solo en el Palazzo Giustiniani recibieron cierto número de pintores del norte una hospitalidad duradera y encargos de cuadros de historia de dimensiones importantes. (…) Vincenzo Giustiniani no era solo un punto de referencia para los viajeros extranjeros de alto rango, que contaban en su séquito con artistas e intelectuales, sino también un generoso anfitrión de artistas foráneos, pintores, músicos y dibujantes de obras antiguas. Estos contactos sin duda beneficiaron a su producción literaria: las conocidas epístolas sobre la pintura, la escultura, la arquitectura y la música. (…) Reunirse y hablar de arte era exactamente el significado de la palabra conversazione, tal y como se empleaba a comienzos del siglo XVIII para definir las recepciones en los palacios romanos. La observación de las obras de arte entendidas como experiencia intelectual, capaces de suscitar curiosidad, interés por el estudio, y también de emocionar por el asombro provocado frente a la belleza de las piezas o la osadía de las composiciones, parece ser uno de los criterios predominantes en la colocación de las obras reunidas en el Palazzo Giustiniani. (…) El modelo para la contorsión del busto, en el Amor victorioso de Caravaggio, obra que constituía el orgullo de la colección de Vincenzo, es el célebre Torso del Belvedere, aquí efébico y adolescente. El Torso era ciertamente un fragmento dramático y poderoso que daba buena cuenta, junto al gigantesco macho cabrío expuesto en la galería del marqués, de la clase de imágenes dramáticas o irónicas que había producido la Antigüedad, además de otras equilibradas, armoniosas y majestuosas. Vincenzo, y con él los ricos coleccionistas sexcentistas, sabían muy bien que a la estatuaria antigua se debían tanto los retratos togados de los emperadores y las imágenes ideales de las diosas como el grupo del Laocoonte. La Antigüedad era rica en ethos y pathos: en ella se podían encontrar tanto la calma y la majestuosidad como los códigos para la representación de las pasiones. En la segunda década del siglo XVII Caravaggio y los artistas afines a él podían escoger las fórmulas de pathos más acordes con su sensibilidad para reforzar la expresión de los personajes tomados del natural recurriendo a imágenes antiguas. También había imágenes de Cupido en la colección de Vincenzo, y el de Caravaggio, escondido tras una cortina de seda de color verde oscuro, podía sin duda traerlas a la mente y estimular la comparación del poder, y también el aspecto burlón, del sonriente dios del amor. Si en el caso del Amor victorioso de Caravaggio Vincenzo propuso la comparación entre la pintura contemporánea y las fuentes antiguas, la experiencia intelectual se extendió a la esfera sensorial en El tañedor de laúd, donde la presencia de las flores perfumadas, los instrumentos musicales y la partitura parece sugerir una experiencia sinestésica, capaz de englobar todos los sentidos. Se dice que fue proyectado un dispositivo sensorial semejante en la exposición de una probable copia de un cuadro de Caravaggio, documentado en 1650 en la colección de Scipione Borghese en su villa de Porta Pinciana. En este caso, situada junto al Muchacho mordido por un lagarto, había una caja que contenía un mecanismo, de la cual surgía una cabeza que gritaba. Se trata de otra confirmación más de hasta qué punto el montaje barroco de las colecciones y, dentro de ellos el de las obras de Caravaggio, utilizaba el componente sensual, dramático o simplemente comunicativo de los lienzos caravaggescos. (…)» “Los caravaggistas holandeses en Roma” Giovanna Capitelli «El 31 de agosto de 1622 y en una estancia del Palazzo Giustiniani, posiblemente en el ala destinada a la servidumbre, moría a los 25 años el pintor David de Haen, uno de los primeros maestros holandeses en sufrir la atracción centrípeta de la obra de Caravaggio, uno de tantos artistas forasteros establecidos en Roma en la segunda década del siglo XVII. El nombre de David de Haen no se halla entre los citados en el Discorso sulla pittura, escrito por su mecesnas Vincenzo Giustiniani. Sin embargo, es verosímil que el marqués se refiriese, si no específicamente a De Haen, a otros pintores de su calibre cuando añadía a la sucinta lista “y otros similares, la mayor parte flamencos, que se formaban en Roma”. El escrito de Vincenzo Giustiniani, datable entre 1617 o 1618, asume un particular relieve en la reconstrucción de la actividad de los denominados caravaggistas del norte porque, junto con las obras de dichos artistas, representa una brújula crítica muy útil para orientar nuestra mirada por la populosa escena de la Roma cosmopolita de las artes en los primeros veinte años del siglo XVII. En efecto, el texto expone un detallado aunque informal canon de la pintura del seicento temprano, dividiéndola en doce modos, y cita al describir “el undécimo modo de pintar con los objetos naturales delante”, junto a nombres capitales como Peter Paul Rubens o un “Gris spagnolo” (José de Ribera), los de un cierto Gherardo, sin duda Gerard van Honthorst, un cierto Enrico, quizás Hendrick ter Brugghen y un cierto Teodoro, posiblemente Dirck van Baburen, pintores a los que el marqués ya había comprado o iba a comprar algunas obras para su residencia. En este pasaje, Giustiniani, coleccionista de arte de excepción, parece reunir bajo la misma categoría crítica, con un juicio de excelencia, la terna de pintores que las investigaciones del siglo XX y XXI consideran aun la vanguardia de los artistas originarios de Utrecht que llegaron a Roma siguiendo la estela de Caravaggio. Al mismo tiempo Giustiniani indica la existencia de una pluralidad de experiencias pictóricas de las que no puede, o no quiere, dar cuenta, pero de las que hace pública su común raíz norteña, flamenca en particular, gentilicio que en esa época designa al conjunto de los Países Bajos, del norte y del sur, tierras que el marqués genovés instalado en Roma había conocido personalmente pues las recorrió en un viaje en 1606. Así, además de los nombres indicados en el penúltimo grado de su taxonomía jerárquica de la pintura, Giustiniani insiste en citar –considerándolos inferiores solo a Caravaggio, los Carracci y Guido Reni– precisamente a “otros semejantes, la mayor parte flamencos, que se formaban en Roma”. (…)» “Inventar a partir de Caravaggio. La audacia dal naturale de los forestieri de Roma” Annick Lemoine «Admirado en su época, Caravaggio fue también, como es sabido, objeto de violentos ataques: para sus detractores, la modernidad de su pintura –el principio dal naturale– se basaba sobre todo en su incapacidad para inventar. Al decir de algunos de sus contemporáneos, Caravaggio no podía pintar más que “con el modelo delante de los ojos”; no solo “domina[ba] mal la composición”, sino que además no sabía “explicar las pasiones”. Por añadidura, el maestro lombardo no establecía jerarquía alguna entre los modelos que pintaba, pues recurría una y otra vez a las sencillas gitanas o prostitutas que frecuentaba. Y todo ello demostraba, a juicio de sus oponentes, la clara inferioridad de su arte. Aunque estos lugares comunes han sido durante mucho tiempo un obstáculo para la comprensión de su obra, algunos estudios recientes han arrojado mucha luz sobre la riqueza de sus fuentes formales y la radical originalidad de sus invenciones iconográficas. Pero de ese paciente trabajo de recuperación de Caravaggio apenas se han beneficiado sus seguidores, también ellos condenados desde el siglo XVII por su deficiente composición –“los que se vanaglorian del nombre de naturalistas no se proponen en su mente idea alguna”–, y cuya obra se ha estudiado casi siempre, incluso hoy, solo en sus aspectos estilísticos. Sin embargo, al acercarnos correctamente a la producción de los naturalisti que siguieron la estela de Caravaggio, comprobamos que estuvieron en el origen de algunas creaciones iconográficas cuya extraordinaria modernidad no se ha subrayado lo bastante. A la vez práctica pictórica, juego ilusionista y registro retórico, el arte dal naturale permite infinitas combinaciones que los jóvenes caravaggistas supieron explotar en todos sus resortes. Pues ser seguidor de Caravaggio no significa únicamente cultivar sus potentes efectos de claroscuro, sino también y sobre todo regirse por un principio de invención que revoluciona los códigos habituales de la representación. En ese sentido, toda creación caravaggesca es producto de querer emular la obra del maestro y a la vez sobrepasarla. En el periodo de efervescencia artística que son los años 1610-1630 en Roma, nos parece esencial destacar la decisiva aportación de los jóvenes pintores procedentes del norte a la renovación del caravaggismo, aportación que ha sido olvidada en demasía hasta el momento. Y es atendiendo a la pintura de cuatro nombres célebres dentro de esos forestieri, los franceses Simon Vouet y Valentin de Boulogne, el franco-flamenco Nicolas Régnier y el holandés Dirck van Baburen, como pretendemos aclarar los complejos mecanismos de la construcción de la imagen postcaravaggesca. (…)» “Louis Finson, Matthias Stom y Hendirck de Somer: tres pittori fiamminghi integrados en la Nápoles del siglo XVII” Marije Osnabrugge «En su cuaderno de apuntes, el pintor y dibujante holandés Gerard ter Borch el Viejo (1582/1583-1661) registró su visita a Nápoles en 1610. En este dibujo vemos los tejados y las cúpulas de iglesias de una ciudad aparentemente pacífica, con la colina de Vomero al fondo. Ter Borch y muchos otros artistas del norte que estaban en Roma –etapa obligada de su formación como pintores– tomaron la Via Appia o se embarcaron hacia el sur para ir a Nápoles y admirar sus bellezas naturales y artísticas. Entre ellos estaban por ejemplo Hendrick Goltzius (1558-1617) y Joachim von Sandrart. (…) La experiencia de esos pittori fiamminghi en Nápoles está muy relacionada con el más famoso de los artistas que habían estado allí, Michelangelo Merisi da Caravaggio, y con su influencia en la pintura local. Como en otros sitios, en Nápoles los artistas procedentes del norte desempeñaron un papel sustancial en el proceso de apropiación y difusión de las innovaciones introducidas por el pintor lombardo. Louis Finson, que era de Brujas, pertenece a la primera generación que reaccionó a la obra de Caravaggio. Es probable que le conociera personalmente cuando este estuvo en Nápoles en 1606-1607 y 1609-1610. En el otro extremo del espectro, Matthias Stom es uno de los últimos artistas presentes en Nápoles que hicieron suyas esas innovaciones. En la década de 1630, Stom cosechó un éxito considerable –aunque efímero– pintando para los coleccionistas napolitanos unas obras muy características, escenas a lume di notte de mediano formato. Por último, Hendrick de Somer, que procedía de Lokeren, inició su larga carrera napolitana en la década de 1620 bajo los auspicios del gran naturalista José de Ribera. Su obra ejemplifica una de las vías por las que las novedades caravaggescas se transformaron en Nápoles. (…) Nápoles era una metrópoli grande y bulliciosa. Hasta la devastadora epidemia de peste de 1656-1658, en la que murió la mitad de la población –entonces de unos 450.000 habitantes–, Nápoles era en tamaño la segunda ciudad de Europa. Y la capital de un virreinato de los Austrias españoles que incluía todo el sur de Italia y Sicilia. Por su historia de dominación extranjera y su condición de puerto del Mediterráneo, era un crisol de gentes de diversos orígenes. Abundaban los comerciantes y artesanos venidos de Flandes y Holanda, y durante el último cuarto del siglo XVI se formó una pequeña colonia de artistas del norte. El primer grupo de esos artistas de los Países Bajos tuvo una presencia destacada y aun dominante en la pintura napolitana de finales de esa centuria. Aprovecharon el repentino incremento de la demanda de obras de arte que se produjo en esos años debido a la redecoración contrarreformista de iglesias y a un mayor número de coleccionistas privados, y cubrieron el vacío que dejaba la escasez de pintores locales. En las Vidas (1550 y 1568), Giorgio Vasari había lamentado que Nápoles careciera de buenos mecenas y que a los napolitanos les interesara más el adiestramiento de los caballos que “los que con sus manos pueden hacer que las figuras pintadas parezcan vivas”. Pero esta acusación dejó de tener sentido a partir del último cuarto del XVI, cuando en Nápoles empezaron a formarse grandes colecciones y a encargarse o comprarse multitud de obras a artistas locales y extranjeros. (…)»