[14] El estado nervioso, tan frecuente en nuestros hombres y mujeres, no es más que debilidad nerviosa. Él agría nuestro carácter; él nos sobresalta y nos contrista; él finge a nuestra imaginación excitable enfermedades imaginarias, y no hay más que un medio de salvarse de él: fortalecer el sistema nervioso. Un gran médico acaba de reducir a simple fórmula higiénica el medio de curación: la prescripción primera es una amplia medida de aire fresco y puro, a lo cual se opone, porque agrava grandemente la debilidad nerviosa, ese hábito nuestro, y de nuestras damas sobre todo, de pasar gran parte del día y de la noche en habitaciones donde la luz del kerosene consume todo el oxígeno que debieran respirar nuestros pulmones, y en donde durante el día no corre el aire bastante libremente. Los nervios son avaros de oxígeno, y viven mal donde no lo hay, y donde lo hay se vigorizan. La prescripción segunda ordena que se coman abundantemente manjares nutritivos y bien cocinados, porque no hay cosa que acalle a los nervios como darles carne, ni hay nada que los predisponga y disguste como darles vegetales, a los que somos nosotros por cierto sobradamente aficionados. Y ordena la tercera prescripción que se haga suficiente ejercicio físico al aire libre. Hasta la excitación nerviosa de los lunáticos, que suele ser terrible, se calma trabajando. El trabajo corporal o un largo paseo acallan los nervios excitados que nos ponen a las veces trémulos y descontentos, y airados de la tierra y de nosotros mismos, e incapaces en algunos momentos de fijar nuestras ideas sobre el asunto más trivial. Estas iras nerviosas, en vez de caer sobre nuestros familiares, o de ser vertidas en lánguidos versos, deben ser echadas alegremente al aire fortificante en un largo paseo. Sarah Bernhardt, la actriz famosa, que ha querido asombrar a los hombres, y los ha asombrado, más que por la fuerza de su talento, por la de su voluntad, estaba a últimas fechas gravemente enferma en Génova. Desde el día en que, bañada en su propia sangre, que salía de entre de sus labios a borbotones, la sacaron en brazos de la escena del teatro genovés en que representaba a Camille, no ha dado aún señales de recobrar prontamente su vigor, que ha sido siempre en ella más espiritual que físico. Anhela volver a su hermosa casa de Saint-Adresse, cerca del Havre, en cuyos alrededores ha comprado tantas tierras como si quisiese, en sus poéticas mutaciones, continuar sorprendiendo con el esplendor de una rica castellana a los que ha sorprendido hasta hoy con la energía de su voluntad, la claridad de su ingenio y sus méritos de actriz. No se aprovecha Sarah Bernhardt de dotes naturales, sino que ha tallado en si propia, fríamente y como artista que trabaja en mármol, la mujer que le pareció que deslumbraría y admiraría más a los hombres. Saben nuestros lectores como está ardiendo, visible en unos puntos y latente en otros, una gran rebelión religiosa en las comarcas árabes del África, que hacen de la fe en la religión de Mahoma la bandera de su independencia de los invasores europeos, que no ocultan su anhelo de adueñarse al cabo de aquellos hermosos países y del Sultán de Turquía, cuyo gobierno odian. Y la tierra árabe se ha llenado de redentores. Uno se llama El Mahdí, y guía a la tribu senusi en Trípoli, donde predica que es él el esperado Messiah de Islam. El Mahdí también se llama a sí mismo, otro, pero ese no es hombre de armas, como el de la tribu de senusis, sino un reformador religioso en apariencia inofensivo, que anda enseñando a las gentes el Corán que ha enmendado. Y ahora aparece un tercer El Mahdí, que es también hombre de armas, y ya ha domado en más de un encuentro las de Egipto. Explica estas apariciones la profecía árabe que fija para el fin de este año la venida de un Mahdí redentor, profecía que aprovechan esos caudillos entusiastas para sacudir el poder del Sultán, contra el cual se rebeló ya el infortunado khedive Ismaíl, depuesto por el influjo de los poderes europeos, y el fiero Hussein, gran shérif de la Meca, que murió asesinado a manos de un derví. Hay en el Himalaya occidental en la India un alto monte, que se llama Leh, y en su cima hay un observatorio meteorológico, servido por ingleses. Allá ha ido un profesor notable, bien provisto de instrumentos, a observar las variaciones del calor solar. El año pasado, no fue en la India, sino en California, donde se observaron, en el Monte Whitney, donde vio cosas nuevas y maravillosas el profesor Langley. De ingleses también es un libro que acaba de publicarse sobre la relación de la temperatura y las manchas del Sol. De lo que se ha estudiado durante cinco años en cien observatorios, se compara y deduce que el Sol irradia más calor en los años en que tiene menos manchas. En la mitad de 1878, estuvo el Sol muy libre de manchas. Y las observaciones muestran que en ese año en que la temperatura fue tan alta, [no] hubo en la India, ni seca ni hambre, sino las más abundantes lluvias que allá han caído en estos últimos cinco años. La Opinión Nacional, Caracas, 30 de marzo de 1882 [Mf. en CEM]