Editar y vender en el mundo digital. Como aprender del pasado para dar de leer. Por Alejandro Katz Para Trama, febrero de 2013. Uno de los errores más frecuentes que cometemos al intentar resolver un problema consiste en no saber distinguir si se trata de un nuevo problema, de un problema antiguo que ya fue resuelto o de una nueva forma de un viejo problema. La irrupción de lo digital en el mundo del libro se nos aparece a priori como algo absolutamente novedoso, y como toda novedad provoca a la vez atracción y rechazo, admiración y temor. Sin embargo, si bien la tecnología digital es relativamente reciente, y su utilización para la fabricación de productos editoriales lo es más aun, no todas las transformaciones que de allí se desprenden ocurren por primera vez en la historia del impreso. Quizá, por tanto, resulte interesante intentar comprender qué hay de nuevo en el mundo del libro como consecuencia de la aparición de la tecnología digital, y qué, por el contrario, encuentra en el pasado momentos semejantes. “La revolución en la tecnología de la información – afirma Nate Silver en un libro reciente1- no se produjo con la llegada del microchip, sino con la imprenta.” El invento de Gutenberg de 1440 permitió que la información se volviera disponible para las masas y la explosión de las ideas que eso provocó tuvo consecuencias inesperadas y efectos impredecibles. Los libros, claro, existían antes de Gutenberg, pero, dice Silver, no eran ni ampliamente escritos ni ampliamente leídos. Eran, de hecho, objetos de lujo para la nobleza y el clero, producidos ejemplar por ejemplar por los escribas. El costo promedio de reproducción de un manuscrito era de alrededor de un florín cada cinco páginas, que, en valores actuales, es el equivalente de unos 200 dólares. Obtener un ejemplar completo podía costar alrededor de veinte mil dólares. 2 Por añadidura, es muy probable que cada ejemplar estuviera plagado de errores, a los que se añadían los errores de la copia anterior, haciendo que los errores se multiplicaran y mutaran en cada generación de copias. La lentitud del trabajo, el costo de su realización, los errores introducidos, hacían extremadamente difícil la acumulación de conocimiento, explica Elizabeth Eisenstein en The Printing Revolution in Early Modern Europe 3. Como sabemos, de los tiempos antiguos hemos conservado algunas ediciones de la Biblia así como una pequeña cantidad de textos canónicos, tales como los de Platón y Aristóteles, pero la mayor parte de los libros que reproducían el conocimiento creado en la antigüedad se ha perdido. “La búsqueda de conocimiento –escribe Silver- parecía inherentemente fútil, sino absolutamente vana. Si hoy tenemos un sentimiento de transitoriedad porque las cosas cambian tan rápidamente, la transitoriedad era mucho más literal en las generaciones que nos precedieron. Que no hubiera ‘nada nuevo 1 Nate Silver, The Signal and the Noise: Why So Many Predictions Fail — but Some Don't, Nueva York, Penguin, 2012. 2 Albania De la Mare, Vespasiano da Bisticci Historian and Bookseller, (Londres, London University, 2007, p. 207. Citado por Silver, op. cit. 3 Elizabeth Eisenstein, The Printing Revolution in Early Modern Europe, Cambridge, Cambridge University Press, 1993. bajo el sol’, como dicen los bellos versos del Eclesiastés, no se debía a que todo estuviera ya descubierto, sino a que todo sería olvidado.” La imprenta cambió esto, y lo hizo de un modo permanente y profundo. Prácticamente de la noche a la mañana, el costo de producir un libro disminuyó unas 300 veces, de modo que aquel ejemplar cuya obtención costaba veinte mil dólares pasó a costar setenta. La imprenta se expandió rápidamente por todas las grandes ciudades europeas en sólo diez años, y la cantidad de libros producidos creció exponencialmente, unas treinta veces en el primer siglo posterior a la invención de la imprenta. Figura 1. Evolución de la producción de libros en Europa, 600 - 1800 Fuente: Nate Silver, The Signal and the Noise El incremento en la cantidad de información producida y distribuida se produjo entonces, como hoy, de un modo mucho más veloz que nuestra comprensión acerca de qué hacer con esa inmensa cantidad de información, e igualmente mucho más veloz que nuestra capacidad para diferenciar la información útil de la inservible. Podríamos utilizar prácticamente los mismos conceptos para describir qué ha ocurrido en años recientes con la aparición de Internet. En los primeros tres años de existencia de la red –entre enero de 1993 y enero de 1996- la cantidad de dominios asignados pasó de 21 mil a 240 mil. Figura 2 Dominios de internet (en miles) 300000 250000 240000 Dominios 200000 150000 50000 120000 71000 100000 21000 30000 28000 26000 22000 56000 46000 dic-95 ene-96 oct-95 nov-95 sep-95 jul-95 ago-95 jun-95 abr-95 may-95 feb-95 mar-95 dic-94 ene-95 oct-94 nov-94 sep-94 jul-94 ago-94 jun-94 abr-94 may-94 feb-94 mar-94 dic-93 ene-94 oct-93 nov-93 sep-93 jul-93 ago-93 jun-93 abr-93 may-93 feb-93 mar-93 ene-93 0 Enero '94 - Enero '96 Fuente: World Internet Users Statistics: http://www.internetworldstats.com/stats.htm Usage and World Population Stats, en En el mismo período, la cantidad de hosts aumentó de 1.3 millones a 9,5 millones. Figura 3 Hosts de internet (en millones) 10 9,5 9 8 7 6,6 6 5 4,9 4 3,9 3 3,2 1,8 2 1 2,2 1,3 2,1 1,5 en e9 fe 3 bm 93 ar ab 93 r m -93 ay -9 ju 3 n9 ju 3 lag 9 3 ose 93 p9 oc 3 tno 93 v9 di 3 cen 9 3 e9 fe 4 bm 94 ar ab 94 r m -94 ay -9 ju 4 n9 ju 4 lag 9 4 ose 94 p9 oc 4 tno 94 v9 di 4 cen 9 4 e9 fe 5 bm 95 ar ab 95 r m -95 ay -9 ju 5 n9 ju 5 lag 9 5 ose 95 p9 oc 5 tno 95 v9 di 5 cen 9 5 e96 0 Fuente: World Internet Users Statistics: http://www.internetworldstats.com/stats.htm Usage and World Population Stats, en Pero lo más sorprendente es el incremento de la cantidad de usuarios de Internet. Entre diciembre de 1995 y junio de este año, los usuarios de la red se multiplicaron 150 veces, pasando de 16 millones a 2405 millones, es decir casi el 35% -exactamente el 34,3%- de la población mundial. Figura 4 Usuarios de internet (en millones) 3000 2405 2500 2267 2336 2000 1802 1500 1319 1000 719 500 16 248 0 December, 1995 December, 1999 December, 2003 December, 2007 December, 2009 December, 2011 Fuente: World Internet Users Statistics: http://www.internetworldstats.com/stats.htm Usage and World March, 2012 June, 2012 Population Stats, en Cuáles fueron las consecuencias de la explosión de información provocada por el nacimiento de la imprenta, y cual fueron las soluciones que se encontraron para ellas es quizá un camino fértil para entender qué está ocurriendo hoy, y cómo actuar en el escenario actual. Uno de los efectos de la explosión de información producida por el nacimiento de la imprenta fue que la calidad de la información se volvió sumamente variada. Mientras que rápidamente la imprenta fue capaz de producir mapas de alta calidad, la “lista de best sellers” de la época fue dominada por textos religiosos heréticos y pseudocientíficos. Y, así como en las épocas de los copistas, éstos introducían errores que pasaban de una copia a las siguientes, en la primera época de la imprenta los errores introducidos – no menos frecuentes que los anteriores- se convertían en errores distribuidos masivamente. Quedémonos por ahora con unas primeras constataciones: - La rápida y brutal disminución del costo de reproducir y distribuir información provocó Dificultades para organizar y utilizar los crecientes volúmenes de información y una multiplicación de errores y de textos apócrifos ¿Cuáles fueron las respuestas encontradas en los siglos posteriores a la invención de la imprenta para subsanar estos problemas? En un proceso que demoró varios siglos, el mundo de lo escrito diseñó algunas soluciones con las que todos, hoy, nos sentimos familiarizados. La respuesta a las dificultades para organizar y utilizar esos volúmenes de información y conocimiento disponible fue la “invención” de dos figuras profesionales bien conocidas por nosotros: el librero, primero, y el editor, algún tiempo después. En un principio, el librero era suficiente para organizar la demanda, garantizando por una parte la calidad de las obras editadas. Una garantía que se refería tanto a la calidad del texto mismo (diferenciando, por ejemplo, las obras científicas de las seudocientíficas, las obras canónicas de las apócrifas) como a la calidad de su producción editorial: erratas y errores introducidos en el proceso de su fabricación. Sin embargo, los crecientes volúmenes de información, la cada vez mayor dimensión de los públicos lectores, el abandono creciente del latín como lengua franca del conocimiento y su sustitución por las lenguas vernáculas dio lugar, en tiempos tan recientes como las postrimerías del siglo XVIII, al surgimiento del editor, una profesión cuyos rasgos básicos se mantuvieron constantes desde entonces hasta el último cuarto del siglo XX. Es evidente que no es posible describir, en un solo párrafo y de una forma tan, por decirlo de algún modo, estilizada, las características de un proceso que demoró casi cuatro siglos y sobre el cual hay una abundantísima – y muy atractiva- bibliografía ampliamente disponible. Pero convoco la tolerancia del lector con esa simplificación, porque es útil a nuestros fines, que no son aquí los de hacer la historia del libro y la edición sino tan solo comprender mejor algunos rasgos de nuestro presente al delinearlos sobre el horizonte de las experiencias del pasado. Así, estos dos colectivos profesionales nuevos, el de los libreros y el de los editores, gestionaron con eficiencia la revolución del libro y de la lectura producida por el invento de Gutenberg. Y lo hicieron desarrollando algunos recursos que hoy parecen naturales al sistema de lo escrito. Mencionemos unos cuantos. Los libreros hicieron algo fundamental: aprendieron a conocer a los lectores y a proveerles lo que aquellos necesitaban tanto como a proponerles lo que los lectores no conocían pero los libreros imaginaban que podía serles útil. Hoy diríamos que aprendieron a hacer dos cosas básicas: satisfacer la demanda preexistente, y crear una demanda nueva. Ello los obligó a conocer tanto la oferta como el mercado, y valorar con justeza los precios en los que esa demanda estaba dispuesta a encontrarse con la oferta. Los editores también aprendieron algunas cuestiones fundamentales. Por una parte, la importancia de la marca. La marca es simplemente el sitio de síntesis de un tipo de oferta. La ansiedad producida por las dificultades para organizar y utilizar volúmenes cada vez mayores de contenidos comenzó a calmarse cuando una serie de actores se apropiaron, por así decirlo, de segmentos diferentes de esos contenidos, agrupándolos del modo que los expertos de marketing del siglo XX denominaron “segmentación”. Al crear marcas editoriales introdujeron un principio de orden y organización que simplificó, tanto para los consumidores finales como para los libreros, el proceso de selección, al diferenciar los conjuntos de lo que era importante para cada uno. Así, ya no era necesario mirar todo para encontrar algo, sino simplemente buscar entre las propuestas de aquellos que sabemos que hacen algo para nosotros. Ese principio de orden y organización, la segmentación de la oferta, simplemente volvió a reducir la oferta a volúmenes aprehensibles (es decir comprensibles, acotados, racionales) para cada usuario potencial. Los editores hicieron algo más: asociar su marca con estándares de calidad para reducir la cantidad de errores y textos apócrifos y para agregar información al consumidor a través de esa marca. Asociar la marca con estándares de calidad no es lo mismo (aunque tiene puntos en común) que establecer criterios de valor. No se trataba tanto de decir, a través de los libros cobijados bajo cada marca editorial, cuales eran buenos y cuales no, sino asegurar de que cada texto fuera lo que se suponía que debía ser. Retomando el ejemplo de las seudociencias que mencioné antes, la preocupación de los editores no consistió tanto en establecer las jerarquías entre ciencia y seudociencia, sino simplemente decidir si las obras publicadas bajo un sello editorial eran de uno u otro tipo. Como todos ustedes saben, aun hoy se publican textos de astronomía y textos de astrología. Decidir cual de esos saberes es más verdadero fue cuestión de filósofos y de científicos, pero ofrecer conjuntos coherentes de unos y otros tipos de libros lo fue de los editores. Hoy, ningún editor de astrología publicará obras de astronomía. (Posiblemente, los editores de astronomía estarían encantados de publicar libros de astrología…). Por fin, los editores hicieron algo más, algo fundamental que se desarrolló, fundamentalmente, en el Renacimiento primero, y en el siglo XX después. Aprendieron a organizar el texto y a presentar el libro. Organizar el texto: separarlo en partes, en capítulos, en secciones, añadir índices, tablas, notas al pie, bibliografías, y aprendieron (no todos) el arte de la tipografía, es decir, el arte de facilitar la lectura. Y aprendieron, más tarde, la semántica de los metatextos: desde la importancia del título a los textos de contratapa, las noticias sobre los autores, los mecanismos por los cuales el diseño gráfico comunica, ayuda a que cada tipo de público entienda –a un golpe de vista, literalmente- si ese libro es para uno o no lo es. Ya que he mencionado qué aprendieron a hacer los libreros y qué aprendieron a hacer los editores para gestionar la ansiedad resultante del exceso de oferta, digamos también lo que hicieron “entre ellos”: hicieron, a mi entender, dos cosas básicas. Primero, aprendieron a intercambiar información: quién edita qué, quién vende qué, quién conoce el público que el editor necesita, quién edita el libro que satisface a un cliente. Y aprendieron, por fin, a negociar. A negociar qué parte de la renta obtenida del cliente era para cada uno. Quedémonos ahora, tal como lo hemos hecho antes, con unas primeras constataciones: ante un proceso que parecía descontrolado de incremento de la oferta de contenidos textuales, contenido registrado y distribuido con tecnologías nuevas que rápidamente se dispersaron por todo el mundo (o por buena parte del mundo), multiplicando al infinito la oferta de contenidos disponibles, la comunidad de profesionales cuya tarea era la gestión de esos contenidos realizó algunos aprendizajes fundamentales y se dotó de ciertas habilidades imprescindibles. Mencionemos, como síntesis de lo antes dicho, lo siguiente: - - - - Aprendieron a conocer al público. Conocimiento personalizado de los lectores de alto nivel de especialización, conocimiento de los modos de circulación y de los hábitos de consumo y necesidades de los públicos masivos. Ese conocimiento se cifra en una palabra: proximidad. La clave fue, en efecto, estar cerca del lector. o Cerca simbólicamente, en el caso de los públicos especializados, es decir, conocer qué puede ser útil para un profesor de filosofía, saber quién es proveedor de ese libro útil, disponer de ese libro útil e informar al profesor de filosofía de la aparición de ese nuevo libro que le resultará útil. Informar significaba alguna o varias de las siguientes cosas: ponerlo en el escaparate, en la mesa de novedades o en la sección específica de la librería, pero también, según la época, enviarle una carta, llamarlo por teléfono o enviar una newsletter con la información. Significaba también organizar actividades en el local para acercar a aquellos a quienes se quería convocar en torno de una oferta determinada. o Cerca físicamente, en el caso de los públicos masivos, es decir, instalar los puntos de venta allí donde la gente circula, por ejemplo en las estaciones de tren, tal como ocurrió tempranamente en Inglaterra en el siglo XIX, o en las estaciones de metro del siglo XX, en las grandes arterias comerciales, en los pequeños centros comerciales de las zonas residenciales periurbanas o -¡desgracia!- en las gasolineras, los centros comerciales, los supermercados, las tiendas departamentales. Aprendieron a fijar precios, algo indeciblemente complejo y bastante bien logrado. Aprendieron a hacer más legibles los libros, gracias a las intervenciones sobre los textos (desde el editing y la corrección de estilo hasta la tipografía, desde los índices hasta las notas al pie) Aprendieron a establecer criterios de calidad rápidamente reconocibles por todos los involucrados en la cadena del libro Aprendieron a segmentar la oferta, creando comunidades de sentido coincidentes con comunidades de interés. Aprendieron a ampliar el mercado, haciendo saber a los consumidores que aquello que ellos hacían –los editores- y vendían –los libreros- podía ser de interés para quienes no sabían que podía ser de interés Aprendieron a comunicar rápida, fácil y eficazmente el contenido de cada libro, a través de los metatextos y el diseño gráfico. Aprendieron a compartir información, creando sistemas infinitamente complejos que, a pesar de mostrarnos cada día sus insuficiencias son sin embargo altamente satisfactorios para la mayor parte de la oferta y para la mayor parte de la demanda - Aprendieron (y esto no lo mencioné antes) a interactuar con los poderes públicos con varios fines: o Obtener los marcos legislativos y fiscales adecuados para el desarrollo de su actividad o Involucrar a los estados en el desarrollo de un público lector y de políticas de ampliación de mercados Ante la ansiedad que provoca en muchos profesionales del mundo del libro la irrupción de las nuevas tecnologías, la historia de nuestro propio oficio nos deja, creo, algunas lecciones que podemos intentar aprender. Algunas, vinculadas con lo que no es estratégico en este momento de nuestras vidas profesionales. Las cuestiones que no son estratégicas son, a mi entender, las siguientes: - - No es estratégico saber de tecnología, como no era necesario saber operar una linotipo, una prensa plana o una offset para ser editores de libros impresos, ni para vender esos libros impresos en las librerías. Saber que debía recurrirse a buenos tipógrafos y buenos impresores era más que suficiente. Buenos por calidad, por servicio y por precio. No es estratégico discutir demasiado sobre agregadores, distribuidores, plataformas o librerías virtuales. Es simplemente suficiente saber que existen unos y otros, y que cumplen funciones semejantes a las de los distribuidores y libreros tradicionales. ¿Qué es, entonces, estratégico? Fundamentalmente, lo estratégico es saber adaptar los conocimientos viejos al entorno nuevo. No se trata de adquirir conocimientos nuevos, sino de ponerlos en valor. Ponerlos en valor significa, en alguna medida, cambiar los énfasis de lugar y, en mi opinión, hay dos lugares sobre los que hay que detenerse con mayor atención. Señalaré cuales son esos dos lugares, y terminaré con dos advertencias y un lamento. - Uno: la segmentación Dos: los metatextos, a los cuales, a partir de nuestra entrada en el mundo digital, llamamos metadatos. Uno: la segmentación: como señala el gurú del mundo digital, la persona que probablemente sea el observador más agudo, mi ídolo en este camino de espinas, el gran Mike Shatzkin, las editoriales deben comenzar a enfocarse en su público, es decir, escoger contenido para nichos verticales. Debemos tener conciencia de que el aumento de la cantidad de información producida por la sociedad contemporánea se traduce fundamentalmente como ruido: infinita cantidad de señales emitidas por infinita cantidad de productores de contenido que se vuelven ruido para una infinita cantidad de personas que reciben esas señales de modo simultáneo en cualquier lugar del mundo en que se encuentren. Eso, en la ciencia de la información, se denomina ruido. Y, tal como hicieron nuestros ancestros, los primates de la era de la información conocidos como editores y libreros, nosotros estamos nuevamente ante el desafío de convertir el ruido en información, el barullo en señales comprensibles. Para hacerlo, el mejor recurso –también el único del que disponemos- es utilizar eficazmente las herramientas que esa misma tecnología proporciona. Y esa tecnología permite identificar, prácticamente uno a uno, a los posibles interesados en nuestros contenidos, y hacerles saber de la existencia de nuestros libros. Pero, para ello, es fundamental trabajar en nichos verticales. A diferencia del mundo analógico, en el que la información era fundamentalmente transmitida de uno a muchos (la reseña del libro en un periódico, firmada por un columnista, y recibida por decenas de miles de lectores), en el mundo digital la información circula mayormente de uno a uno, dentro de comunidades de intereses compartidos: una newsletter que el editor o el librero envía a cada uno de los posibles compradores, un mensaje por twitter que cada receptor enviará a sus pares, una mención en un facebook que será recuperada por los “amigos”. Pero en ese sistema las señales funcionan en nichos verticales. Ya no es la multitud que circula por el andén de una estación de metro, integrada por individuos que solo comparten entre sí la necesidad de trasladarse de una estación a otra y que se detienen delante del puesto de libros allí instalado. No son los individuos que circulan delante de una oferta que debe ser suficientemente variada para convocar intereses diversos y dispersos, sino la información la que circula entre individuos, y que es hecha circular por individuos en la medida en que compartan un sistema de intereses y no la ocasional necesidad de transportarse. Dos: los metadatos. Para que esa información circule adecuadamente debe primero ser descubierta y luego ser transmisible. Y para que ambas cosas ocurran el trabajo fundamental del editor es el de dotar, a cada uno de sus libros, de un aparato periférico con toda la información necesaria. Información necesaria para dos cosas: primero, que sea posible saber rápidamente de qué se trata el contenido, y segundo, para que ese contenido sea percibido por el lector como atractivo, útil o necesario para él. El primer requisito hemos aprendido a satisfacerlo con los metatextos: el título justo, el texto adecuado de contraportada, o de solapa, los datos oportunos sobre el autor. Para cumplir el segundo debemos todavía hacer un aprendizaje. Porque una parte importante de la tarea de seducción, de generación de interés en el lector, la dejábamos en manos de aquellos a quienes llamábamos intermediarios culturales: los críticos, los profesores, los formadores de opinión. Ahora, debemos incluir en los metadatos todo aquello que contribuya a generar ese interés: videos, podcasts, entrevistas con los autores, críticas de sus libros anteriores, comentarios de personas de referencia en la comunidad a la que nos dirigimos. Nunca será suficiente la insistencia en que los metadatos completos y de calidad son la clave para el negocio digital, y que éstos solo serán útiles si trabajamos, como dice Shatzkin, en nichos verticales. Dije también que haría dos advertencias. La primera: hay que poner atención en las curvas de las figuras incluidas al inicio de este texto. La forma de las curvas es bastante semejante, y marca el incremento sideral de la cantidad de contenidos que se volvieron disponibles como resultado de esos dos cambios tecnológicos revolucionarios, la invención de la imprenta y la invención de Internet. La primera mostraba la cantidad de oferta que permitió aportar la imprenta, las siguientes el aumento en la cantidad de usuarios de la tecnología nueva. La diferencia de las curvas no está en su forma, sino en el período en el que cada una se fue dibujando. La primera es el resultado de cien años de impresión de libros. Las otras, de unos pocos años en el primer caso, de apenas 17 años, menos de dos décadas, en los siguientes. Eso significa, por razones autoevidentes, que, como se dice, el tiempo apremia. No disponemos de cien años para aprender a gestionar la nueva tecnología, porque los lectores, nuestro público, se incorpora a ella a tasas inconcebiblemente altas. Debemos aprender ya a estar ahí. La segunda advertencia, muy relacionada con aquella, es que así como el público aprende hoy muy rápido a hacer uso de las tecnologías nuevas, también jugadores recién llegados aprenden muy rápido. Amazon tiene sólo veinte años de existencia. Al librero Arthème Fayard le llevó medio siglo convertir su librería en una editorial exitosa, acompañando el desarrollo del mercado francés. Nosotros no disponemos de ese tiempo, si queremos evitar que nuestros conocimientos, generados y aprendidos con esfuerzo a lo largo de generaciones, nos sean expropiados por gente cuya característica es la capacidad de aprendizaje y la falta de escrúpulos para convertir esos aprendizajes en dinero. Por último, un lamento: Entre aquellas cosas que los editores, los libreros y los lectores habíamos aprendido, una fundamental era la belleza sensual de un objeto al que siglos de cuidadosa dedicación artesanal, industrial e intelectual convirtieron en algo magnífico. Mucho me temo que, al menos por ahora, en este nuevo mundo digital esa belleza la pondremos en el cajón de la nostalgia, y la recordaremos con la tristeza de la pérdida. Afortunadamente, nuestra cultura aprendió a tramitar la pérdida por medio del duelo. Al entrar en el mundo digital, hagamos ese duelo, para no perder lo esencial: nuestra capacidad de dar de leer. Este texto es una versión modificada de la conferencia presentada por el autor en la “Tarde del libro electrónico” celebrada durante la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en diciembre de 2012