Adultos y adolescentes: reordenar el desorden Ser adulto implica ocupar un lugar asimétrico con hijos y alumnos, sin caer en el autoritarismo sino en la responsabilidad. Mariano Narodowski Qué hacer con los niños? ¿Como actuar frente a un adolescente? ¿Cómo poner normas en épocas en que la disciplina escolar se llama "convivencia"? ¿Cómo prevenir, ayudar, acompañar, educar o sancionar sin ser tildados de autócratas dictadores? Los adultos de hoy nos hallamos frente a una encrucijada: si aceptamos las nuevas reglas de juego light, tememos por el futuro de los más jóvenes y si pretendemos volver a las viejas épocas (a gritar, a pegar, a amenazar, a vigilar y castigar), agitamos los fantasmas del pasado y damos pena. Así, las librerías pueblan sus estantes con libros sobre "los hijos y los límites" y los psicólogos reciben en sus consultorios a pacientes que ya no se angustian por sus padres sino pos sus hijos. Algunas conceptos ya son de uso popular como "el miedo a los hijos" y desde las revistas hasta la televisión nos interrogan: "¿Es correcto que mi hijo salga el sábado después de media noche y regrese a casa para el almuerzo del domingo?", "¿Qué hacer con el hijo adolescente si se lo encuentra borracho?" Hace unos cuarenta años, todo era diferente. Eran tiempos de antiautoritarismo y de experimentación acerca de las capacidades infantiles y adolescentes para decidir sobre su propio destino en la medida de sus posibilidades intelectuales y afectivas. Sobre la base de una divulgación poco rigurosa de la psicología del niño, se mostraba que la inteligencia humana en las primeras etapas de la vida no era una forma inferior respecto de la inteligencia de los adultos sino una modalidad específica de pensamiento y acción, con estructuras lógicas propias de la niñez y la pubertad. La psicología educacional postulaba que los educadores debían adaptar sus métodos de enseñanza a estas capacidades y no forzar a los alumnos a lo que no pudieran efectuar: se trataba de "comprender" y no de obligar. La posición dominante de los medios de comunicación fue la de "re educar" la paternidad y la maternidad desde los cuidados que había que prodigar a los recién nacidos hasta hacer del castigo corporal un anatema, y de cualquier forma de sanción paterna una actividad necesaria pero sospechada de abusos y excesos. La pedagogía se preguntaba cómo transformar el formato escolar basado en la autoridad del docente por un formato al que todavía se denomina "participativo", en el que los niños no estuviesen atados al educador sólo por medio de relaciones de dominio o sumisión. El objetivo era la liberación de los niños y de los adolescentes. La vieja a tradición postulaba que la relación entre adultos y niños o jóvenes debía ser asimétrica ya que unos y otros no eran equivalentes sino que ostentaban derechos y obligaciones muy diferentes. Los adultos debían amar, pero sobre todo educar y proteger a los menores, aún a costa de ser más severos que tiernos. Los más chicos estaban obligados a amar y a respetar a los adultos y especialmente a obedecerles. Su obediencia no debía basarse en el miedo, sino en la conveniencia: en esa asimetría el niño o el adolescente son definidos por una carencia, por una falta (de conocimientos, de experiencias de la vida) y el adulto por su capacidad de resguardar, de hacerse cargo y por lo tanto, de cuidar a los niños. El actual cuestionamiento a la asimetría entre adultos y niños es lo que hace tambalear la capacidad de los adultos para hacernos cargo de ellos, para amar, cuidar o proteger, sea con cariño, sea con severidad. Grandes y chicos son cada vez más iguales al punto de que los grandes quieren ser chicos (intentan tener el lenguaje, la vestimenta y —cosméticos y cirugías mediante— la cara o el cuerpo adolescente) y los chicos ocupan el lugar de los grandes ya que se proponen cada vez más abandonar el lugar de la carencia: ahora saben y deciden. Nuestra cultura ya no venera —como antaño— las arrugas, las canas y las vueltas de la vida sino que glorifica lo joven, lo virgen de tiempo. Alaba a modelos quinceañeras que en pasarelas mediáticas ostentan un cuerpo sin tiempo y demanda en el mercado laboral a expertos sin experiencia no mayores de 25 años. Llegar a la adultez ya no es la bendición consistente en abandonar los pantalones cortos sino el signo del paraíso perdido, el estigma de lo irrecuperable. Sin embargo, no debemos caer fácilmente en las consignas que hablan de blanduras adultas, de falta de autoridad o del "miedo a los hijos". La mentada emancipación, que a veces aparece como una conquista de Occidente para el beneficio infantoadolescente, nos hace sospechar de que se trata más bien de una argucia para conseguir mayores grados de desresponsabilización por parte de los propios adultos bajo una falsa apariencia de independencia juvenil y en el escenario de la bulimia tecnológica de televisores individuales, raves, celulares y cyber cafés. No está claro si los chicos querían su liberación de nosotros, pero los adultos igual los liberamos y, hay que decirlo sin hipocresía, de paso nos liberamos de ellos. Este cuadro desordenado no mejora gracias a un efecto de nostalgia de los buenos viejos tiempos ni contribuyendo a la confusión de la pedagogía fashion adaptándonos cándidamente a las demandas de equivalencia entre adultos y niños. Es decir, no se trata de insistir con la ya devaluada pérdida de autoridad de educadores y padres ni admitir graciosamente el fin de la asimetría para resignarnos mansamente a la supuesta igualdad entre grandes y chicos. Reordenar el desorden es aceptar que ser adulto implica ocupar un lugar asimétrico de cuidado y compromiso con hijos y alumnos, sin ocultarse detrás del argumento del autoritarismo: no toda relación asimétrica es una relación de dominio o sometimiento. También puede ser una relación de protección y crecimiento autónomo. Se trata de comprometerse con la capacidad de educar; es hacerse cargo del poder que se ejerce y hacerlo responsablemente. http://www.servicios.clarin.com/notas/jsp/v7/notas/imprimir.jsp?pagid=1142718