NO V E N A D E L CO R AZ Ó N D E M AR Í A 6 Mujer de la buena vecindad 9 de Junio de 2015 Cuando se apagan los brillos «Todo tiene su tiempo, y cuanto se hace bajo el sol tiene su hora» (Ecl 3, 1), dice la tolerante sabiduría del Eclesiastés. Ha habido tiempos de generosos bienhechores, de fervorosas damas o de comprometidos militantes. Hoy somos muy críticos de aquellas hazañas de virtud, recelamos de la beneficencia y conocemos a demasiados militantes refugiados en el individualismo y hasta en la gastronomía. Decimos que las utopías están heridas de muerte, y los compromisos pasados de moda; y con eso justificamos nuestra pasividad. «Como María, nosotros también -con Jesús en nuestro corazóndebemos servir a los demás con alegría» (M. Teresa de Calcuta) ¿No será más bien que lo que se ha apagado son los oropeles, los brillos y la vistosidad con que a veces se recubría todo aquello? ¿No será que nos resulta más ingrata la tarea de seguir cultivando la esperanza en esta etapa oscura de resistencia y se nos queda pequeño - «ad maiora natus sum»- lo sencillo, lo borrosamente cotidiano? La grandeza de la vida cotidiana María de Nazaret, que pasó toda su vida sin ser otra cosa, a los ojos de casi todos, más que una buena vecina de un pueblo perdido, puede descubrimos la grandeza oculta del vivir diario, las actitudes de la buena vecindad. Empezamos por lo más fácil: acoger a los niños, aunque molestan, mientras la madre hace la compra; bajar el volumen del estéreo, por si duermen los de al lado; atender a la recién operada, que quizá no puede arreglarse sola..., porque es precisamente en las relaciones modestas de todos los días donde podemos hacer verdad nada menos que «el fruto del Espíritu» que describía Pablo a los cristianos de Galacia (Gal 5, 22): la tolerancia, que relativiza y disculpa las mezquindades inevitables de la convivencia; la esplendidez que no lleva la contabilidad de los favores hechos ni de las faenas que nos hicieron; la bondad, que nos empuja a «ser, en el buen sentido de la palabra, buenos»; el bendito humor, que acude como un perro de San Bernardo a reanimarnos cuando nos cae encima un alud de malas noticias, y nos vemos amenazados de quedar congelados por la acritud o el agobio. el aceptar ser un poco menos listos y menos valiosos de lo que nos gustaría; llegar a ser de esos que se quedan con el trabajo poco lucido que nadie quiere hacer, que arriman el hombro y no dejan la firma, que no abruman con su ocupadísima agenda de personas importantes, y que se abren a la posibilidad de que la mota en el ojo ajeno sea bastante pequeña en comparación con la viga del propio.