Iglesia sienta especialmente la necesidad de este re

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Iglesia sienta especialmente la
necesidad de este re–centramiento, de esta refundación de
experiencia creyente de todos
los christifideles en relación
a la «vocación universal a la
santidad», correspondiente al
designio originario del mismo
Concilio y desarrollada especialmente por el capítulo V de
la Constitución Lumen Gentium.
Pero ¿por qué este acento renovado? ¿Por qué tan frecuentes referencias catequéticas de
Juan Pablo II y Benedicto XVI
a la santidad? ¿Por qué tanta
asiduidad en celebrar y resaltar la memoria de los grandes
testimonios de santidad, como
paradigmas pedagógicos sobre las posibilidades concretas y maduras de realización
del cristianismo?
Quizá porque en la primera fase del post–concilio las energías
desencadenadas, liberadas de
camisas demasiado estrechas,
terminaron centrándose en debates de interpretación del Concilio, en polémicas eclesiásticas,
en experimentos de reformas de
estructuras o de creaciones de
otras nuevas en la Iglesia, en tareas de continua planificación
y programación, con riesgos de
burocratización por multiplicación y confianza excesivas en
comités, consejos, secretariados, lista densa de sesiones...
Cosas importantes estaban en
juego en todo ello, sin duda.
Pero quizá, también, estas
energías no estuvieron suficientemente arraigadas, soste-
nidas, alimentadas en la fuente
de donde procede verdaderamente la dynamis de la auténtica renovación de la Iglesia.
De nada valen programas y estructuras si la sal se vuelve insípida. Son sólo instrumentos
al servicio de algo mucho más
grande y profundo. «La Iglesia
tiene hoy necesidad —repite
Juan Pablo II— no tanto de reformadores cuanto de santos».
Porque los santos son los más
auténticos reformadores» y evangelizadores. No son caricaturas meramente devocionales,
sino testigos de gran humanidad, «hombres nuevos» en el
camino de crecimiento hacia
la plena estatura revelada por
Cristo, ¡el hombre perfecto!
Además, resultaba importante poner de relieve el carácter
universal de esta vocación a
la santidad, en la que hemos
sido todos bautizados. No es la
santidad reservada a algunas
almas heroicas, a una aristocracia espiritual. No es un llamado sólo para quienes asumen
los compromisos de la vida
consagrada —aunque de ellos
esperamos un testimonio de
santidad que nos conmueva a
todos—, sino que es don y responsabilidad para todos los
bautizados, para todos los fieles, en sus diversos estados de
vida. El Papa Juan Pablo II lo
decía precisamente a los laicos
españoles en Toledo, el 4 de
noviembre de 1982: «Estáis todos llamados a la santidad. Así
como florecieron magníficos
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La Cuestión Social
Año 21, n. 4
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