“Por la pasión debía llegar a la gloria de la resurrección” (Prefacio) Homilía en la Misa de inicio del ciclo lectivo Parroquia San Antonio de Padua Mar del Plata, sábado 3 de marzo de 2012 Queridos docentes y directivos católicos de los colegios estatales y de gestión privada, señores jefes de inspectores de la DIPREGEP, queridos hermanos: Comienzo agradeciendo al P. Silvano De Sarro, quien como párroco de este lugar y delegado del obispo para la educación católica, me ha invitado a presidir esta celebración. Saludo con afecto a cuantos siguen por televisión esta Santa Misa, en especial a cuantos están impedidos por la enfermedad. Celebramos esta Eucaristía al inicio del ciclo lectivo. En esta ocasión se suma también el recuerdo de los cincuenta años del Colegio parroquial, aniversario significativo en cualquier institución. De este modo, reconocemos que el santo sacrificio de la Misa es el marco de referencia obligado y la fuente de sentido de todo cuanto hacemos. El segundo domingo de Cuaresma, nos presenta cada año el relato de la transfiguración del Señor. Este año, lo escuchamos según el Evangelio de San Marcos. El acontecimiento se sitúa hacia fines de la vida terrena del Señor, poco tiempo antes de su pasión. Lo mismo que en el bautismo en el Jordán, vuelve a resonar la voz del Padre quien da testimonio sobre Jesús declarando que es su Hijo, objeto de todo su amor: “Éste es mi Hijo muy querido, escúchenlo” (Mc 9,7). Durante el bautismo, al comienzo de su vida pública, Jesús había escuchado palabras parecidas: “Tú eres mi Hijo muy querido, en ti tengo puesta mi predilección” (Mc 1,11). La voz divina del Padre sirve de marco al ministerio público de Cristo, tanto al inicio como hacia el término de su actuación. Ahora surge del interior de la nube y afirma: “escúchenlo”. Si Jesús es el Hijo de Dios, hay que creer en él como se cree en Dios, y su enseñanza debe ser seguida. Puede llamarnos la atención que Jesús imponga silencio a estos tres discípulos, Pedro, Santiago y Juan. Es porque ellos aun siendo testigos privilegiados, no están todavía en condiciones de entender, ni tampoco sus eventuales oyentes. Más tarde llegará el momento de la luz de la resurrección, de la cual esta transfiguración es anticipo. La fe de los discípulos quedará iluminada por el triunfo del Maestro, y será como una prolongación del misterio de la transfiguración. Gracias a ella podrán descubrir la presencia de Jesús cuando ya no lo vean con los ojos de la carne. Nosotros decimos que vemos a Dios y contemplamos a Cristo presente detrás de los acontecimientos de la vida. La fe nos permite transfigurar la realidad sin deformarla. Nos capacita para interpretar las cosas desde los ojos de Dios, mirarlas con los ojos de Cristo. Este es el resultado de una fe adulta, que se nutre en la Palabra de Dios, leída y meditada, y se alimenta sin cesar con la oración y el sacramento de la Eucaristía. En efecto, los cristianos católicos creemos con fe firme que en cada celebración eucarística se hace presente Jesucristo en aquel mismo acto de amor redentor por el cual los hombres recuperamos la amistad con Dios. Nuestro Salvador se hace presente y nos 1 invita a entrar en comunión con él. Al hacerlo, nuestras vidas se transforman, nuestra mentalidad cambia, los ojos del alma se iluminan y se abren a la percepción del significado verdadero de la vida. En cada Eucaristía escuchamos la Palabra de Dios. Ella es una de las formas de presencia real de Cristo entre nosotros. Con ella nos alimentamos, pues va configurando nuestro interior y creando hábitos y criterios de juicio sobre las realidades cotidianas. Existe una continuidad entre la Palabra escrita y proclamada, y la presencia real por antonomasia de Cristo en el sacramento eucarístico. A esta forma de presencia la llamamos real, no por que las otras no lo sean, sino porque lo es por excelencia, pues además de ser espiritual y operante, es también sustancial. Para esto se hace presente Cristo en cada Eucaristía, para que al escuchar su Palabra y alimentarnos con su Cuerpo y con su Sangre, nuestros ojos se abran a la verdad trascendente y las cosas se transfiguren revelando su último sentido. Esta última palabra, merece nuestra atención. Hablamos de “sentido”, y esto equivale a significado y también orientación. Los hombres no vivimos de solo pan, ni de las necesidades básicas, ni de los saberes prácticos, útiles y necesarios para la vida en sociedad. El ser humano tiene múltiples necesidades, pero si pudiera satisfacer todos sus requerimientos inmediatos y no supiera bien quién es, de dónde viene, a quién pertenece y hacia dónde va, le estaría faltando lo más importante y esencial para un hombre; carecería de la percepción del “hacia dónde” que confiere fuerzas para encarar el realismo de lo cotidiano; le estaría faltando el sentido de la vida, la gran causa por la cual ésta merece ser vivida. La Iglesia, que ha sido la gran educadora de Occidente desde sus orígenes y a lo largo de los siglos, nos enseña en el último Concilio que la verdadera educación “se propone la formación de la persona humana en orden a su fin último y al bien de las sociedades, de las que el hombre es miembro y en cuyas responsabilidades participará cuando llegue a ser adulto” (Gravissimum educationis 1). La educación se concibe, por tanto, como un proceso de formación integral de la personalidad, que además de la necesaria instrucción y transmisión de contenidos teóricos y prácticos, debe incluir el deseo de la verdad, la educación para el uso responsable de la libertad, la distinción entre el bien y el mal, el descubrimiento de sí, de la propia personalidad, de la vocación o ubicación en la vida. Si la transmisión de conocimientos supone una preparación adecuada en el docente, que se toma la fatiga de aprender a comunicar con pedagogía, mucho más comprometida es la tarea de la que tampoco puede eximirse: enseñar a vivir con el propio testimonio de vida y con la palabra oportuna cuando el caso lo requiera. Un gran educador, surgido de la fértil tierra católica, maestro de la juventud que dejó una huella imborrable en el campo educativo, decía desde su ejemplar experiencia: “Recuerden que la educación depende de la formación del corazón”. Se trata de San Juan Bosco. 2 La educación integral, que llega al corazón del niño o del joven, es una meta exigente. Excede por cierto el ámbito de la escuela, pero la incluye necesariamente, como un aspecto ineludible. Sin duda, tienen los padres y el conjunto de la sociedad su tarea irrenunciable. Pero los maestros y profesores, directivos y miembros de la comunidad educativa tienen su parte específica que dejará huella perdurable. Hoy es preciso educar en el cultivo de las virtudes fundamentales que sirven de cimiento a la personalidad y contribuyen al bien común de la sociedad. Entre ellas la justicia y la caridad, el respeto por las normas de una sana convivencia, la ayuda solidaria, el acatamiento del orden y el aprecio de la paz. La escuela, lo mismo que el hogar, no puede renunciar a poner límites a los deseos desordenados y anárquicos de los alumnos. Entre el exceso y el defecto, habrá que aprender el justo equilibrio. Será preciso obrar con paciencia y afecto, pero también con pedagógica firmeza. En su reciente mensaje por la Jornada mundial de la paz, el Santo Padre, Benedicto XVI recordaba que es preciso defender el derecho de las familias a “que sus hijos puedan tener un camino formativo que no contraste con su conciencia y principios religiosos”. Ninguna indebida injerencia del Estado puede prevalecer sobre el derecho natural y primario de los padres. No sólo las escuelas de gestión privada o eclesial, sino también las de gestión estatal, deberían atenerse a este principio. Inculcar a los niños y adolescentes una visión de la sexualidad que juzgamos errada desde el punto de vista antropológico, inaceptable desde el punto de vista moral, mal informada desde su pretendida ciencia, y ruinosa desde sus consecuencias prácticas, es atentar contra la libertad de conciencia y el derecho natural a la patria potestad. Tal es lo que sucede con la difusión masiva de la revista “Educación sexual integral. Para charlar en familia” editada por el Ministerio de Educación de la Nación. La educación de niños, adolescentes y jóvenes, es entre todos los oficios públicos, el más serio de ellos. Así lo decía la sabiduría de la antigüedad. Así sigue siendo hoy. Debemos recordar que nuestros niños y adolescentes están en un tránsito difícil y riesgoso hacia su verdadera estatura humana. Es preciso educar dando testimonio de que lo que es bueno, grande y hermoso tiene el precio del esfuerzo, a veces de la oscuridad y la renuncia al propio gusto. El Prefacio de la Misa de hoy, que nos habla del misterio de la transfiguración de Cristo, puede darnos un mensaje válido e inspirador para la tarea educativa: “Él mismo, después de anunciar su muerte a los discípulos, les reveló el esplendor de su gloria en la montaña santa, para mostrar, con el testimonio de la Ley y los Profetas, que por la pasión debía llegar a la gloria de la resurrección”. Concluyo citando nuevamente al eminente educador San Juan Bosco: “De la sana educación de la juventud, depende la felicidad de las naciones”. Con mis mejores deseos para las actividades de este nuevo ciclo lectivo, mientras imploro sobre todos la bendición de Dios. + ANTONIO MARINO Obispo de Mar del Plata 3