02-21 Segundo Domingo de Pascua – B Hch.4.32-35 // I Jn.5.1-6 // Jn.20.19-31 “Ningún aspecto de nuestra fe Cristiana es combatido con más vehemencia, persistencia, agresividad y contienda que el tema de la resurrección corporal”, así dice San Agustín (In Ps.88,II,5). Quizá te sorprendes de estas palabras. Quizá pensarías que otros temas, como la Trinidad o la Transubstanciación eucarística, son más controversiales. – Pero Agustín está en buena compañía. Pues cuando el mismo San Pablo presenta el mensaje de Cristo a los filósofos de Atenas en el Areópago, lo escuchan con interés y mente abierta. Pero su interés se vuelve burla y se van, desde el momento que Pablo menciona la resurrección de Jesús: “Dios dio garantía de un cierto hombre, cuando lo resucitó de entre los muertos. Al oír la ‘resurrección de los muertos’, unos se burlaban y otros dijeron: ‘Sobre esto ya te oiremos mañana” (Hch.17.31-32). - De hecho, ya el propio Jesús había sufrido la mofa de los Saduceos que ridiculizaban su fe en la resurrección corporal. Pero Jesús les contestó: “Estáis en error por no entender las Escrituras ni el poder de Dios. ¿Acaso no habéis oído cuando Dios dijo: Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? Ahora, no es un Dios de muertos, sino de vivos” (vea Mt.22.23-31). ¡Sin Resurrección de Cristo somos los más Engañados! Según la 1ª lectura de hoy (Hch.4.33), el contenido principal y casi único de la primera predicación de los Apóstoles era la resurrección de Jesús. También San Pablo es enfático en proclamar que toda nuestra fe Cristiana se apoya, como en su único fundamento, en el hecho de la resurrección de Jesús. Desgraciadamente, hoy en día nosotros no lo experimentamos así. En nuestra devoción Cristiana tradicional lo que predomina es la Pasión y Muerte de Jesús: su sangre redentora y su sacrificio en la Cruz para perdón de nuestros pecados, - no su resurrección. De hecho, ya al mismo San Pablo le costó mucho trabajo convencer a sus feligreses a que aceptaran este punto-clave de nuestra fe: que todo depende de si hubo o no hubo resurrección de Cristo. Por esto, Pablo declara con todo énfasis: “Si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es vuestra fe, y estáis todavía en vuestros pecados. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más engañados de todos los hombres!” (vea I Cor.15.14-19). Y ¿por qué es tan fundamental e indispensable esta fe en la resurrección? Respuesta: porque toda la predicación de Jesús (sus parábolas, sus consejos, sus promesas y amenazas, su Sermón de la Montaña, etc.), - y aún su Pasión y Cruz podrían haber sido una gran equivocación trágica (máxime cuando chocan tanto con muchas de nuestras inclinaciones naturales), - si no hubiera una garantía muy convincente de que Jesús no se estaba equivocando o aún engañando, - como lo pensaban muchos de sus contemporáneos. De ahí las palabras de San Pablo: ¡sin esta garantía “somos los más engañados de todos los hombres!” – ¿En Qué Consiste esta Garantía? El problema es que, en toda la historia humana, nadie nunca jamás ha regresado del otro lado de la tumba, para decirnos si hay algo después de la muerte, o nada, - y en caso de que lo haya, si es algo bueno, atractivo, agradable, - o algo sombrío, como pensaban los Judíos: “¿Acaso haces maravillas para los muertos, o se alzan las sombras para alabarte? ¿Acaso se habla en la tumba de tu amor, o de tu lealtad en aquel lugar de perdición? ¿Acaso se conocen en las tinieblas tus maravillas, o tu justicia en aquel país del olvido?” (Ps.88.11-13). El salmista está claramente convencido de que no hay nada. Pero ahora, una sola vez en toda la historia alguien ha regresado del dominio de la Muerte, y su testimonio garantiza que ¡sí! hay vida en el más allá, - y más que vida: una felicidad gloriosa e inimaginable: ¡un Padre que, por esencia, es Amor en Persona! De ahí la exclamación de San Pablo: “Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre se le antojó, es lo que Dios preparó para los que Lo aman” (I Cor.2.9). Esto es lo que significa la resurrección de Cristo: garantía de su convicción del más allá de la muerte. Además, al resucitar a Jesús, Dios respalda y garantiza la verdad de todo el proyecto de vida que Jesús ha vivido y predicado. Y ahora Él mismo está gozando a plenos sorbos la bienaventuranza en el abrazo de su Padre eterno, y desde allí nos anuncia y, aún más, nos invita, nos atrae, nos llama. Una Cosa es Ver, otra Cosa Creer Pero para nosotros el problema es: ¿cuál es la base para creer en la resurrección de Cristo? El Evangelio habla de los primeros testigos, que vieron al propio Jesús ya resucitado y así llegaron a seguridad, - aunque les costó trabajo creer lo que estaban viendo con sus ojos (vea Mt.28.17; Lc.24.3643). ¿O estaban realmente creyendo lo que estaban viendo? En realidad, no. Una cosa es la que veían: el cuerpo de un Jesús que se les presentaba como peregrino en el camino (Lc.24.13ss), como jardinero (Jn.20.15), o como comensal en la mesa común (Hch.1.4). Pero ¡creían en el Vencedor de la Muerte! Veamos el caso de Tomás: lo que vio era un hombre con cinco heridas, pero lo que creyó fue la divinidad de Jesús: “Lo que vio supera a lo que vio. En efecto, un hombre mortal no puede ver la divinidad. Por esto, lo que él vio, fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad, al decir: ¡Señor mío y Dios mío! Tenía ante los ojos a un hombre verdadero, pero lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada” (San Gregorio Magno, Hom.in Ev.27, 9). Cristo lo invita a tocar sus llagas y meter la mano en su costado. Pero ya no hace falta: en vez de tocarlo como a hombre, cae de rodillas y lo adora como a Dios. Luego, en último término, ¿qué lo convenció de que Aquél que tenía delante, era el mismo que tres días antes había visto agonizando en la cruz en Gólgota? En último término la acción de la gracia de Dios. Por eso dice Sto. Tomás de Aquino: “Aún la letra del Evangelio sería instrumento de muerte, si no actuara en nuestro interior la gracia de la fe salvadora” (I-II, 106, 2). Pues, al fin de cuentas, la fe es una gracia inmerecida: “A quién (Dios) atrae y a quién no, por qué atrae a uno y a otro no, no pretendas juzgarlo, si no quieres equivocarte” (San Agustín: Tr. in Joh., 26.2). Pero el mismo Aquinate está bien convencido de que nuestra naturaleza humana está hecha por Dios de tal manera, que requiere siempre cierta probabilidad o argumento racional, - aunque no prueba sin más absoluta. Por esto dice: “Nadie creería, si no viera algún motivo razonable por qué creer” (II-II, 1, 4 ad 2). De ahí que nuestra liturgia canta: “Que te dignes hacer razonable el acatamiento de nuestra fe, te rogamos: ¡óyenos!” (Rito O.P., Letanía de los Santos). Y San Agustín escribe: “Yo no creería ni en el Evangelio, si no fuese que la autoridad de la Iglesia Católica a esto me moviera”. Y que no se refiere sin más a la ‘autoridad’ jurídica, sino a la misma vida evangélica de la Iglesia, añade un poco más allá: “La norma de cómo hay que interpretar la Escritura es la vida de los Santos: pues es el mismo Espíritu que ha inspirado las Escrituras, y que ha guiado el modo de vida de los Santos” (Contra Ep.Maniq, 5,6). La Vida de los Hijos de Dios En la 2ª lectura de hoy San Juan saca las consecuencias prácticas de nuestra fe en el Resucitado. Pues si uno se rinde en fe y amor a Jesús como al Hijo del Padre, él mismo es absorbido en la vida del Resucitado y, así, ‘nace’ de Dios, haciéndose realmente hijo suyo, no sólo porque “nos llamamos hijos de Dios, sino lo somos de verdad” (3.1). Entonces nos viene de modo connatural, - como algo que brota casi espontáneamente de nuestra nueva naturaleza, - el “cumplir sus mandamientos”. Es decir, el único mandamiento que Jesús nos dio (Jn.13.34): vivir conforme a la naturaleza divina. Y como la naturaleza divina por esencia es amor, significa esto amar a los hermanos, - desde luego, no en el sentido ‘blando’ y emocional, sino en el sentido ‘duro’ y sacrificado, como Jesús ha amado hasta en la cruz (vea Jn.17.19). Jesús “vino por agua y sangre” (v.6) puede significar dos cosas: (1) ó toda su carrera pública entre su bautismo por Juan y su muerte en la cruz (vea Mc.10.38), - (2) ó la sangre de Cristo que expía los pecados del mundo (I Jn.1.7-2.20) – y el ‘agua’ del Espíritu Santo que brota de su Corazón abierto (19.24) según prometiera: “Si alguien tenga sed venga a mí, y beba quien crea en mí, - pues de su seno brotarán corrientes de agua viva. Con esto se refería al Espíritu Santo que iban a recibir los que creyeran en Él, porque el Espíritu no fue dado mientras Jesús no fuera glorificado” (Jn.7.37-39). -