ELOGIO DEL PLACER, DE MARCOS AGUINIS ¿QUÉ ES EL PLACER? Estaba seguro de que a esta altura del libro ibas a desafiarme con esta pregunta. ¿Intentás ponerme en ridículo, Marcos, o pedís ayuda? Bueno, acepto de entrada que no tengo una respuesta fácil. O esquemática. Tal vez no existe. En consecuencia, te invito a dar un breve paseo por el rosedal de la filosofía, a ver qué encontramos. Como primera aproximación apelo al pesado volumen de Routledge Encyclopedia of Philosophy, editada por Edward Craig. No te asustes: simplificaré al máximo sus conceptos, así no me vas a acusar de intentar aplastarte con sus miles de páginas. Se supone que desde Platón el placer ha sido considerado la razón básica para hacer algo. Estimula y moviliza mediante la excitación de cualquiera de nuestros sentidos. También con la emoción estética. O a través de la jubilosa adquisición de conocimientos. Podemos añadir la satisfacción de disfrutar la libertad, que se aprecia más cuando se la ha perdido. O recuperar la salud. O conseguir una grata relajación. El placer puede manifestarse de distintos modos y determinar variados puntos de vista. Puede ser objeto de enfoques éticos o antiéticos según sus matices, derivaciones o consecuencias. Nunca resultó fácil definirlo. ¡Menudo problema! ¿Y si se lo analiza desde el contraste que produce su opuesto, es decir el displacer? ¿O el placer es algo más intenso que la simple ausencia del displacer? Sucesivas observaciones han compuesto listas de placeres vinculados a la comida, la música, la conversación, la amistad, la sorpresa, el ocio, la compañía, la contemplación de la belleza, los éxitos competitivos, el juego y la creación. También te dije —no se lo debo a la Enciclopedia— que existen placeres antisociales: el asesinato, la tortura, el abuso, la opresión, la ofensa, el robo, la injusticia. El placer, además, puede venir en la fantasía, la duermevela o el estado onírico profundo. Platón sintetizaba la cuestión asegurando que es el relleno de una falta. Ingenioso. Por ejemplo, comer es un placer que sacia el hambre. Freud podría ser considerado platónico, ya que también en algunos puntos de su teoría jerarquizó la homoestasis: el placer devuelve al descanso y restablece el equilibrio al quitar la desagradable tensión. La diferencia residiría en que Freud no habló del relleno de una falta, sino que se refirió a una descarga vinculada con los afectos de cada persona. Atención: no te vayas aún de los gruesos pilares. Demos otros pasos. Aristóteles sucedió a Platón. Y Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, asoció el placer con una buena actividad. Cada sensación o cada acto producen placer en la medida en que son bien ejercitados. Además, sostuvo que el buen hombre no goza los placeres del mal hombre, desde el momento en que el buen hombre elige una forma de vida que no encaja con la del malo. Esto lleva a una diferenciación entre placeres buenos y malos, tema discutible a su vez. Aristóteles se enredó en un nudo teórico, me parece. Te propongo saltear siglos y meternos en las teorías empíricas. Las teorías empíricas enfocan tres rasgos fáciles de entender. Primero, los placeres son cuantificables. Segundo, son sensaciones del cuerpo, localizables, como la que se tiene al calentar las manos junto al fuego; o no localizables, como el bienestar que viene luego de un saludable ejercicio. Tercero, hay una intrincada relación entre el placer y los objetos. Basado en estas tres premisas, Jeremy Bentham distinguió nada menos que cinco variables, como los dedos de su mano. Supuso que con ellas podía determinar el total de placer que brinda una experiencia. Bentham fue un político radical que nunca practicó el Derecho, pero impulsó reformas legales. Se trató de un sujeto interesante. Su moral se basaba en el utilitarismo, aspecto que dificulta entenderlo, porque el utilitarismo ahora no despierta simpatías. Abría la mano y empezaba a contar las cinco variables correspondientes a cada dedo, desde el pulgar hasta el meñique. Te propongo que hagas lo mismo para entender mejor su concepto del placer: abrí los dedos y empecemos. • Uno, la intensidad. • Dos, la duración. • Tres, la fecundidad (posibilidad de generarotros placeres). • Cuatro, la pureza (ausencia de dolor). • Cinco, la extensión del placer. Como filósofo empírico, sostenía que el placer puede ser inducido por causas que no tienen una relación exclusiva con el objeto contingente, sino que ese objeto a su vez se liga con otros elementos. Y dio ejemplos simples para que se lo comprenda mejor: se puede degustar un vino, pero la intensidad de la satisfacción no se debe únicamente al vino, sino a la oportunidad, el sitio, la compañía y otros factores. Este razonamiento condujo a reconocer que no son los objetos quienes proveen la mayor satisfacción, sino el proceso al que están ligados. Y este proceso se entreteje con la afectividad y el juicio, que a su vez determinan el interés o desinterés que nos provoca cualquier experiencia. Pese a su cientificismo —más cercano a un brillante sin pulir que a una perfecta alhaja—, Bentham fue ridiculizado por haber creído que era posible “mensurar” el placer y la felicidad. Ignoraba que la felicidad no es un sentimiento preciso ni generalizable. Me animaría a sostener, Marcos, que es hija del dios Proteo. Cambia de rostro y de formas, es decir, de apariencia y también de contenido. John Stuart Mill, discípulo de Bentham, afirmó que algunos placeres son más deseados y más valorados que otros, debido a que su cualidad y cantidad difieren según el individuo. “Es mejor ser un hombre insatisfecho que un cerdo satisfecho; mejor ser Sócrates insatisfecho que un imbécil satisfecho.” Hay bienes vinculados con la felicidad que se alejan de lo estrictamente material, como el talento, los lazos afectivos, la sensibilidad estética, la reflexión crítica, el afán investigador. Stuart Mill, en este punto, retorna a Platón, quien dijo en su República que los más grandes placeres son aquellos asociados con el ejercicio de nuestras facultades altas; por eso se atrevió a sostener que son preferibles los placeres mentales a los físicos. Pero con esa reflexión introducía la moral, a la que los placeres —¡ojo!— transgreden a menudo. ¿Quién es el juez eterno? Placeres que antes se consideraban horribles ahora tintinean inocencia. Pecados mortales se convirtieron en veniales. Y algunos hasta en virtud. No hay un camino paradigmático, infalible o indisputable. Los que consiguieron esas condecoraciones no siempre han llegado lejos. Actividades o decisiones que en algunos hacen explotar asteroides de dicha, en otros se parecen a un día nublado. Ni siquiera las vidas de los personajes más exitosos pueden treparse al altar para que los adoren como únicos y perfectos modelos. Los bienes no valen igual para todos y algunos son disonantes e incluso antagónicos. También se habla de la felicidad “episódica”, rasgo que se superpone a la intensidad que cada uno puede atribuir a un idéntico suceso. Se la ha comparado con la forma musical de la rapsodia, es decir una sucesión laxa de motivos que juegan sus claroscuros con diversa fuerza. Einstein intentó explicar la teoría de la relatividad con un ejemplo muy simple que viene al caso: sostener durante un minuto un plato hirviente parece un siglo, en cambio tener sentada sobre las rodillas un solo minuto a una bella mujer parece la eternidad. Si aún necesitás más precisión, arreglátelas solo, Marcos. Doy por terminado nuestro breve paseo filosófico y lamento no haber encontrado la definición que me pediste. Ahora te voy a llevar hacia intimidades autobiográficas. ¡No te resistas! Es para contemplar con más detalle los meandros del placer. Y para darle más franqueza a este ensayo. Tus lectores no se molestarán con este obsequio. Te ayudaré.