Mis noches sin ti Irene Córcoles Bleda - 1º Bachillerato Primer Premio del I Concurso de Narrativa del IES Nº 5 - Papá, despierta. Abrí los ojos desde mi posición horizontal y vi a Carmen sentada en la mesita del salón ofreciéndome una taza de café. Tenía ojeras bajo los ojos debidas a la falta de sueño que se veían acentuadas por su pálida piel y además tenía la nariz colorada y los ojos vidriosos de tanto llorar. - Hija, deberías dormir más. Si la cama de tu antigua habitación no es cómoda, deberías irte a tu casa, a tu cama, con tu marido y mi nieto - dije mientras le daba un sorbo a su ofrecida bebida que estaba dulce, demasiado para mi agriado gusto. – No es que no me agrade tu compañía, pero ahora tienes una familia a tu cargo a la que debes cuidar. - Ellos están bien, eres tú quien me preocupa. - ¿Yo? Mira, ya sé que creéis que voy a hacer alguna locura ahora que tu madre ya no está y, la verdad, me estoy empezando a molestar. - Locuras no vas a hacer, papá, pero te estás descuidando. Deja que te ayude en lo que pueda. - Creo que tengo edad suficiente para cuidarme a mí mismo. - Si no digo que no, en circunstancias normales. Ahora estás triste por mamá y se te puede olvidar hacer cosas importantes y poner en peligro tu salud. - ¿Qué clase de tontería es esa? - No son tonterías. Si no llego a traerte comida, llevarías días sin comer. Te dejas todas las ventanas abiertas y, ¡por Dios!, has dormido en ese sofá desde que mamá murió. - Bueno, ¡basta ya! Creo que se te ha olvidado quién es aquí el padre y quién es la hija. Para ya de supervisar mis quehaceres y encárgate de tu hijo y de tu marido que son los que están a tu cargo ahora. - ¿Y qué quieres que haga contigo? ¿Dejarte aquí solo para que te pase algo y nadie te pueda ayudar? Ambos estábamos de pie, el uno frente al otro, y mirándonos con más furia a medida que se alzaban nuestras voces. Carmen se situaba justo en la puerta del salón impidiéndome la huida con las manos en las caderas y los hombros echados levemente hacia atrás. Era casi como ver a Angelita la última vez que me regañó por dejar pisadas de barro en el pasillo. Para mi cansado corazón resultaba una imagen casi tan dolorosa como bella. Carmen debió ver algún cambio en mi expresión porque relajó su postura y se acercó a abrazarme con los ojos lacrimosos. - Oh, papá, lo siento mucho, sé que tú lo estás pasando peor que nadie y aquí estoy yo, discutiendo y poniéndote aún más triste. - No, no te disculpes. Es sólo que, bueno, de verdad pienso que deberías ir a pasar un tiempo en tu casa. Miguel tiene que echar de menos a su madre. - Haré eso si es lo que quieres, aunque no estoy del todo conforme. Si no quieres pasar todo el tiempo conmigo, al menos deberías salir con alguien. ¿Qué hay del tío Paco? - Seguro que iré a verle hoy en algún momento, lleva días pidiéndome que vaya a ver lo que ha sembrado en su huerto. - De acuerdo, espero que te lo pases bien y, de verdad, no importa la hora, si necesitas algo, llámame. - Por favor, soy tu padre, no me trates como a un niño. - Vale, vale. Me voy entonces. Veinte minutos después Carmen se fue por fin y yo me metí bajo la ducha. El agua caliente relajó bastante los músculos de mi espalda que se resentía más a cada noche en el sofá. Tendría que volver a dormir en una cama pronto si quería andar derecho, pero esa acción, tan simple para algunos, resultaba una hazaña imposible de conseguir para mí. Después de dormir cuarenta y tres años, casi cuarenta y cuatro, con la misma persona, que se movía la mitad de la noche hasta encontrar su posición ideal, se pegaba a ti en las noches más calurosas y te despertaba cuando iba al baño a mitad de la noche, conciliar el sueño en una cama donde sobra espacio por todos lados y en completo silencio era algo a lo que yo ya no estaba acostumbrado y que, de hecho, detestaba bastante. Tal vez debería deshacerme de esa cama y comprarme una individual, no pensaba compartir esa cama con nadie más, así que era un malgasto de espacio tener una de matrimonio para mí solo, quizá incluso se la podría regalar a Carmen por algún tiempo, cuando no doliera tanto recordarla. A ella siempre le había gustado. Con estos pensamientos me encontré yendo unas casas más debajo de la mía a visitar a mi hermano. Tocar el timbre era un absurdo tratándose de Paco ya que casi nunca estaba en el interior de la casa para oírlo, así que me autoinvité a entrar y traspasé la puerta para llegar a la parte trasera donde seguramente se encontraba él cuidando sus adoradas hortalizas. Efectivamente, ahí estaba, agachado entre dos franjas de tomateras, quitando malas hierbas. - ¿Qué, Paco? ¿Te has arrepentido de las sandías del año pasado y ahora solo plantas tomates? - Hombre, por fin sales de tu casa. Ya sabes que las sandías estaban buenas, no es mi culpa que sentaran mal a algunos. - ¡Nos tuviste a todos yendo y viniendo del baño durante días! - ¿Has venido a pelearte por esa tontería? - No, he venido a pasar un rato contigo. ¿Tan malo es eso? - No, por supuesto que no. Qué tonto que soy. La primera vez que sales de tu casa en días y yo aquí echándote la bronca. Perdóname, hombre. Ahí estaban otra vez las disculpas. ¿Por qué todos sentían la necesidad de disculparse conmigo en esos momentos? No recordaba una disculpa anterior de mi hermano desde que me robó la novia cuando tenía quince años. Era como si todo el mundo me estuviera pidiendo perdón por la muerte de Angelita. Una soberana tontería, claro, ni que ellos hubiesen podido hacer algo para evitarla. De verdad, me gustaría que dejaran de hacerlo, que dejaran de sentirse culpables, que dejaran de disculparse y, sobre todo, que me dejaran en paz a mí, parando ya de atosigarme con su preocupación y sus miradas de pena y culpa. Sentí unas ganas enormes de decírselo, pero eso sólo conduciría a otra disculpa, quizá dos, así que le dije: - No hay nada que perdonar. Entonces ¿qué? ¿Qué tal te va todo? - Yo, bien. Dentro de un par de semanas seguramente tendré tomates maduros, ya te llevaré unos cuantos. ¿Y tú? ¿Qué has hecho en esa casa tan grande tú solo durante estos días? - ¿Solo? Carmen me ha dado la tabarra todo el tiempo. - Ya sabes que ella intenta ayudar. - Ya, ya, lo sé, pero he conseguido que se vaya a su casa un tiempo. Ya era hora que le prestara atención a su hijo. - ¿Y por qué no vas tú a su casa y así estáis todos contentos? - Porque tengo edad suficiente para vivir yo solo, ¿no crees? - Sí, lo siento. − Otra disculpita. Dejé escapar un suspiro de frustración para evitar gritarle. − No te enfades, sabes que lo hacemos porque pensamos que es lo mejor. - No me enfado. En fin, me voy a volver a casa. - ¿Ya? - Sí, ya. ¿Tienes la caja de herramientas a mano para poder prestármela? - Sí, claro, está en el armario bajo el fregadero. ¿Para qué la quieres? - Oh, nada importante. Algo que creo que es necesario hacer. - No te volverás loco y empezarás a destrozar la casa ni nada parecido ¿no? - No, aún no he llegado a ese estado de depresión. Me fui de allí antes de que quisiera sacarme más información, o peor, se quisiera disculpar otra vez. Cogí la caja de herramientas y volví a casa. Lo primero que hice fue poner a Frank Sinatra en el reproductor de música y su voz, hermosa y potente, empezó a resonar por todos los pasillos de la casa con “Fly me to the moon”. Jamás entenderé por qué Angelita odiaba su música, decía que le aburría (como si sus adorados Panchos no fueran capaces de dormir a cualquiera). Tarareando para mí, empecé a desmontar la cama y a guardarlo todo en el fondo del garaje, una tarea que al cabo no resultó nada buena para mi resentida espalda. Y cuando por fin acabé, me encontraba dolorido, sudoroso, hambriento y también mucho mejor de lo que había estado en el último mes. No era el acto lo que me hacía sentirme así - cómo podría serlo con todas las cosas bellas que compartí con Angelita en esa cama - sino el hecho de que por fin me encontraba solo, libre para poder gritar, llorar o simplemente sentirme triste, sin tener a alguien a tu lado pidiéndote disculpas por respirar y rondar a tu alrededor como si fueras a caer rendido en cualquier momento. Además, para ser sincero, no tenía muchas ganas de llorar en ese momento, incluso llegué a esbozar una pequeña sonrisa, pero estaba tan cansado que lo que de verdad quería era dormir. Sí, dormir en la cama que acababa de desmontar. ¿Me estaría volviendo loco? No lo sé, pero después de comer algo recuperé todas las piezas del garaje y volví dejarlo todo tal y como estaba antes. Eso sí, cambié las sábanas por mis favoritas, las de color azul que tenían nuestros nombres bordados en blanco y que Angelita jamás me dejaba usar porque las guardaba para algo especial - el qué, no tengo ni idea -. La cuestión era que planeaba tener mi primera noche de sueño decente en mucho tiempo y quería hacerlo por todo lo alto. Al llegar el anochecer me metí en la cama entre las suaves sábanas que, junto con el sueño que ya venía acarreando con los días, hicieron que se me cerraran los ojos casi automáticamente al tocar la almohada y apagué la luz de la mesita esperando que la inconsciencia me acogiera. Pero no lo hizo. ¿Quién se iba a creer que una tarde de paz solucionaría mis problemas? Yo lo hice, tonto de mí. Mis párpados no aguantaban abiertos, mi cuerpo estaba completamente rendido, pero mi cerebro no hacía nada más que quejarse: “¿Es jazmín lo que huelo?” Angelita solía ponerse una crema con ese olor justo antes de dormir y yo solía odiarlo. Todo está demasiado silencioso. ¿Por qué no podrían los grillos molestarme ahora como hacían antes? “Hace frío aquí. Mañana buscaré las sabanas de franela y las cambiaré por estas”. ¿Pero acaso no las acababa de cambiar? Sí, pero eso era antes de saber lo frías que eran éstas. Alrededor de la media noche me rendí a la evidencia de que el sueño no vendría. Me levanté y fui al salón, al parecer, mi nuevo dormitorio. Volví a poner el reproductor de música: esta vez mis oídos se deleitaron con “Strangers in the night”, otra gran canción de ese gran artista, Frank Sinatra, mientras me servía una copa de ese licor especial guardado en el armario de las copas buenas del que sólo me deleitaba en la última noche del año y que jamás me había apetecido tanto como entonces. Me senté en el sofá bebiendo y escuchando música sin pensar realmente en nada. Por la mañana Carmen me encontraría durmiendo otra vez allí y descubriría que me emborraché. Primero se pondría hecha un basilisco y se pondría a gritar hasta ponerse colorada. Más tarde, se pondría a llorar y se disculparía - cómo no -, con lo cual yo le diría que no era culpa suya y rechazaría su oferta de ir a pasar unos días a su casa. En fin, al menos eso es lo que creo que pasó tras esa noche. Al fin y al cabo es así como pasaron más o menos los primeros meses desde que Angelita se fue, con alguna variante, como aquel día en que por fin acepté irme con Carmen, pero volví al día siguiente, así que tampoco cuenta mucho.