A. H. Armstrong Introducción a la filosofía antigua CAPÍTULO XII: FILOSOFÍAS HELENÍSTICAS (1): CÍNICOS Y ESTOICOS Eudeba Buenos Aires, 1966 CAPITULO XI FILOSOFIAS HELENÍSTICAS (1) CÍNICOS Y ESTOICOS 1. La ascensión de los reyes de Macedonia al poder supremo de Grecia y el gran impulso conquistador de Alejandro Magno hacia el Este acabó finalmente con la vida intensa, restringida y concentrada de las ciudades griegas independientes, dotadas de todos los elementos necesarios para bastarse a sí mismas. Pero no hubo un corte claro y distinto. Muchas fuerzas, actuando durante un largo tiempo, habían ido relajando la apretada textura de la vida propia de las ciudades-estado. Hacia fines de siglo V, y más aún en los primeros tiempos del IV, encontramos un creciente número de individuos que se habían separado de ella, intelectuales cosmopolitas o soldados aventureros, para quienes al menos los lazos que los unían a su ciudad natal eran muy endebles. Y el gran movimiento de inquietud intelectual y espiritual a que me he referido en el capítulo tercero había ido debilitando los fundamentos tradicionales, morales y religiosos, de las antiguas formas de vida. Por otra parte, esas antiguas tradiciones perduraron y conservaron gran parte de su fuerza en el ámbito del vulgo ignorante (que constituía la gran masa de la población) durante varios siglos después de Alejandro; y aun desde el punto de vista político las ciudades-estado mantuvieron en su seno una gran vitalidad. No fue sino con posterioridad a la conquista romana cuando se redujeron a la condición de simples municipios, centros tan sólo de gobierno local y enteramente dependientes de hecho, si no por titulo y estado legal, del gobierno central de todo el mundo mediterráneo con sede en Roma. Intelectual y espiritualmente, sin embargo, la época de Alejandro señala en Grecia un cambio decisivo, cambio que en especial modo afectó a las minorías educadas. En el nuevo mundo de los grandes imperios, cuando la civilización griega se había esparcido por todo el Cercano Oriente y una dinastía macedónica gobernaba en el Turquestán, los horizontes del individuo griego se veían considerablemente ensanchados, mas al propio tiempo éste había perdido ese sentimiento de seguridad que la vida de la ciudad antigua podía darle. No era ya simplemente un miembro de una comunidad íntima y pequeña, en la que los pormenores de su vida, su código moral y sus prácticas religiosas se hallaban determinados por la usanza, el medio ambiente y el urgente apremio de la opinión pública, representada por un cuerpo compacto de ciudadanos. Podemos decir, echando mano de una metáfora, que la ciudad seguía estando allí, pero que sus muros estaban derruidos y que la seguridad y la forma definida que, junto con ciertas limitaciones, esos mismos muros dieran a la vida ciudadana se habían desvanecido. En consecuencia, numerosas eran las personas que se sentían aisladas en el mundo como nunca hasta entonces se habían sentido, que sabían que los antiguos fundamentos de la fe y la conducta habían desaparecido y que nada tenían para reemplazarlos. No experimentaban necesariamente la sensación de que el dilatado mundo en que vivían aislados era cruel, terrible y hostil. El grado en que les era dado experimentar esa sensación dependía de su propia experiencia personal; pero la más venerada de las diosas helenísticas, Tykhe, la Fortuna, “el elemento de capricho femenino que compone el universo”, es una fuerza diferente y mucho menos alarmante que el Hado astrológico que aterrorizaba a los pueblos del Bajo Imperio romano y con el que entendían representar la ciega crueldad de sus propios destinos. La sensación de aislamiento, desarraigo e inseguridad era, sin embargo, lo bastante fuerte para determinar a muchos a buscar una norma de vida que les proporcionara una íntima sensación de seguridad y estabilidad. Esto fue lo que las nuevas filosofías del período helenístico procedieron a suministrar. Esas filosofías difieren en sus fórmulas, pero todas ellas pretenden ofrecer a sus adeptos el mismo beneficio bajo diferentes nombres, es decir, una tranquilidad total e imperturbable contra todos los golpes y cambios de la Fortuna, contra la inseguridad mudable e inconstante de los asuntos humanos. Por consiguiente, las nuevas filosofías se distinguen por una nueva suerte de dogmatismo. La filosofía clásica de Sócrates, Platón y Aristóteles se había visto profundamente comprometida en el bienestar del hombre que, a su vez, debía lograrse mediante el gobierno de la recta razón que hay en él y mediante el conocimiento de la verdad. Las nuevas filosofías sostenían que en el hombre el gobierno de la razón y el conocimiento de la verdad eran esenciales para la seguridad que buscaban; pero había en ellas una radical diferencia de énfasis y de método. Para las escuelas de Platón y Aristóteles la busca de la verdad era una tarea de toda una vida, un largo y lento proceso de arduo y paciente estudio y reflexión científica. La escuela peripatética se adhirió estrechamente a la actitud y al método antiguos, aun cuando sus integrantes llegaron a mostrar mayor interés en la ciencia y la erudición que en aquello que, en sentido estricto, llamamos filosofía y, hablando de una manera general, es en las ciencias especializadas y en la erudición donde podemos encontrar ejemplos de esa actitud durante el período helenístico. El gran desarrollo adquirido por esos estudios especializados y por todo el aparato de erudición, en particular bibliotecas, constituye una de las características más importantes de la vida intelectual de ese período. Pero las nuevas filosofías no tenían tiempo para todo eso. Necesitaban de un plan infalible para lograr la seguridad interior, y lo necesitaban sin tardanza. En consecuencia, sus sistemas son rudas y destartaladas construcciones de urgencia, apresuradamente levantadas con cualquier material de que pudieran disponer y les pareciera aprovechable para proporcionar un refugio al alma, pero defendidos con apasionado e inflexible dogmatismo como la verdad más absoluta e indudable, puesto que si llegaban a resultar falsos no existiría ya la esperanza de seguridad que prometían. 2. Las dos grandes escuelas de la filosofía helenística o postaristotélica son, naturalmente, la estoica y la epicúrea. (Los estoicos reciben su nombre de la Stoa pintada1 o Columnata, en Atenas, donde enseñaba Zenón; los epicúreos lo reciben del de su creador, Epicuro.) Los epicúreos, de quienes nos ocuparemos en el capítulo siguiente, son un poco anteriores a los estoicos, pero formaron una escuela señaladamente aislada, independiente y completa, que no pretendía hacer provenir lo esencial de su doctrina de predecesor alguno y que se guardó, por su extrema devoción al fundador, del deseo de hallar fuentes para su doctrina que fueran anteriores al propio Epicuro. Los estoicos, por el contrario, deben, y así lo reconocían, una buena parte de su característica visión de la vida a ese curioso grupo de ascetas llamados cínicos. Y los estoicos del período romano, ansiosos de 1 Stoé poikile: el pórtico adornado con pinturas, por donde también se da a la escuela, traduciendo la palabra griega stoá, el nombre de “el Pórtico”. (N. del T.) descubrir un nexo entre su filosofía y la doctrina de Sócrates, por quien profesaban una veneración extrema, y auxiliados e inducidos por los eruditos alejandrinos, muy propensos a ordenar y catalogar, que compusieron Sucesiones de los filósofos, donde se hacía provenir la doctrina de cada filósofo importante de la de un predecesor perteneciente a la generación anterior (hasta llegar a Sócrates y, a través de éste, a los jonios y a Tales en las Sucesiones jonias), rastrearon el origen de los cínicos hasta llegar a Antístenes (450 aC--366 aC), un compañero de Sócrates. Antístenes forma parte del grupo de los “socráticos menores”, pensadores intelectualmente inspirados por Sócrates que, por carecer de la capacidad metafísica y de la amplitud de penetración que poseía Platón, se contentaron con exagerar algún aspecto de la personalidad o de los métodos de su maestro y fueron muy útiles a los compiladores de las Sucesiones. El único socrático menor que no se vio relacionado con una escuela posterior fue Euclides de Mégara, quien, con su propio grupo de adeptos, los “megáricos”, experimentó un fuerte influjo de los eleatas y se dio a una suerte de lógica elemental éstéril y equívoca, pero que buscó la “impasibilidad” como el fin de la vida humana en su nueva forma y sostuvo la interesante teoría de que el bien era una sola cosa llamada con muchos nombres, y que entre los muchos nombres que podían dársele se hallaban los de “inteligencia”2, 2 “Dios” o “espíritu”. Aristipo el mayor, otro compañero de Sócrates, de quien poseemos información muy poco segura, es considerado el creador de la doctrina de los hedonistas, insignificante secta del siglo III, quienes comenzaron afirmando que el bienestar humano consiste en la suma de los placeres particulares, especialmente de los de índole física, y acabaron predicando una suerte de quietismo pesimista que, del modo como fue enseñado por un Hegesias, parece haber sido para sus oyentes un poderoso incentivo al suicidio. La figura más importante entre los socráticos menores fue la de Antístenes, quien sin duda acentuó hasta la exageración el elemento ascético contenido en la vida de Sócrates, pero que, por su forma de ascetismo, se mantuvo más bien dentro de los limites socráticos antes que 2 Phrónesis, se lee en el texto griego (Dióg. Laercio, II, 106). Si bien ese vocablo admite la acepción de “inteligencia”, como lo hace el autor, nos parece oportuno tener en cuenta la de “sabiduría” o “prudencia”, como lo hacen muchos historiadores de la filosofía. (N. del T.) de los cínicos y se interesó en la lógica y la literatura, dos disciplinas por las que los cínicos experimentaron el mayor de los desprecios. El verdadero fundador del cinismo fue el extraordinario excéntrico y asceta riguroso Diógenes de Sinope, el Diógenes que, como todos sabemos, vivió durante un tiempo dentro de un tonel y en torno de quien se allegaron muchas otras anécdotas. Murió en 323 y perteneció a la época de Aristóteles, no a la de los compañeros de Sócrates. El cinismo no fue en realidad una filosofía, sino más bien un modo de vida, y como tal persistió invariablemente hasta el período cristiano. En épocas tardías se lo encuentra por lo general como una suerte de lado extremo del estoicismo. Pero tuvo contactos con el cristianismo, y en el siglo IV d. C. hallarnos cínicos cristianos, así como una marcada aprobación del modo de vida cínico expresada por los Padres de la Iglesia de Oriente, en especial por San Gregorio Nacianceno y San Basilio. El punto principal de su doctrina es el de que la virtud, o la vida de acuerdo con la naturaleza, es la única cosa que importa y que todo lo demás es typhos, un magnífico término de menosprecio que combina las significaciones de “bruma” o “niebla” con la de “viento (interior)”, con todas sus derivaciones metafísicas, y que puede traducirse imperfectamente como “ilusión”3. Por “vida de acuerdo con la naturaleza” los cínicos entendían una vida en la cual todas las necesidades se hallaban reducidas al mínimo más absoluto, una vida de mendigo vagabundo que anda descalzo y lleva una única y tosca vestidura que, junto con el báculo y el zurrón de mendicante, se convirtió en el símbolo de la escuela; su alimento consistía en lentejas y su bebida en agua fría. Semejante vida hace que un hombre se endurezca totalmente contra las mudanzas y azares de la fortuna. En ese estado de absoluta pobreza y desligados de toda atadura mundana fue como los cínicos buscaron la tranquilidad imperturbable. Fácil es advertir de qué modo todo esto difiere del desapego de Sócrates, el cual se servía de las cosas conforme se presentaban e indiferentemente ayunaba o participaba de un banquete, según lo exigieran las circunstancias. El ascetismo cínico, en cambio, era deliberado y consciente de sí mismo. Ellos atribuían gran importancia al ejercicio (áskesis) y a las fatigas como cosas necesarias al bien vivir. Algunos cínicos, sin embargo, reaccionaron hacia el modo de 3 o “vanidad” (N. del T) vida socrático, y hasta hallamos curiosas aproximaciones entre la doctrina de los cínicos moderados y los hedonistas, los cuales sostenían que el hombre debe dominar a sus placeres de suerte que pueda verse libre y no esclavo de ellos. El ascetismo cínico trajo consigo un vigoroso ataque a todas las formas convencionales, a todas las pautas normativas del vulgo, tarea que fue emprendida con un fuerte sentido de vocación. El verdadero cínico sentía que su misión era la de errar por el mundo como un “médico de almas” o un “veedor enviado por los dioses”, a fin de hacer perder la vigencia a las falsas normas por obra de su crítica feroz, de disipar las ilusiones de los hombres y enseñarles el camino de la verdad y la virtud. Para llevar a cabo ese propósito, los cínicos echaron mano de la más absoluta libertad de lenguaje y, con vistas a la propaganda a la vez que como ejemplo práctico, de un deliberado impudor en las costumbres y del escarnio de todas las pautas corrientes de decencia, por lo que merecieron el nombre de Cínicos, es decir, de “hombres-perro” (El perro fue para los griegos el símbolo de la impudencia y una breve reflexión sobre las cosas que los perros hacen en público pondrá de manifiesto cuál fue la dirección seguida por los cínicos en su escarnio de las convenciones. De manera particular, Diógenes llevó al extremo esa actitud). Tanto en su prédica oral como en sus escritos desarrollaron un notable estilo popular y jocoserio que ha ejercido considerable influencia en la literatura posterior. Fueron cosmopolitas que consideraron el universo como su ciudad natal, una comunidad de dioses y sabios (las masas necias de los hombres eran extrañas a su cosmópolis y carecían de auténticos derechos cívicos) extremadamente individualista. Y a causa de ese individualismo observamos grandes variaciones en cuanto a doctrina y modo de vida entre las diversas personas de distintas épocas que se dieron a sí mismas el nombre de cínicos. Un considerable grado de ascetismo y la vocación por una vida errante de predicador moral y popular son quizá las características esenciales y más comunes de aquellos a quienes el mundo antiguo tuvo por merecedores de ese nombre. Hubo, por supuesto, un sinnúmero de charlatanes que imitaron la manera cínica de vida para llevar a cabo sus propios e ignominiosos designios. 3. El principal maestro de Zenón (335 aC—246 aC), el fundador del estoicismo, fue el más simpático de entre los cínicos, Crates (368 aC—288 aC), alegre jorobado enormemente popular en Atenas, donde solía ir de casa en casa componiendo las reyertas familiares y dando buenos y sanos consejos morales de índole práctica. Con ello estaba desempeñando una importante función, única en su género. Si el ateniense común, desprovisto de principios filosóficos, no hubiese podido obtener de Crates buenos consejos que le sirvieran de guía en su actividad cotidiana, no los habría obtenido de ningún otro, puesto que los miembros de las grandes escuelas eruditas, la Academia y el Liceo, jamás hubieran condescendido a cumplir semejante género de actividad y, por otra parte, los sacerdotes del paganismo no fueron sino funcionarios sacrificadores, de quienes a nadie se le hubiera ocurrido solicitar enseñanzas o consejos. La predicación y el adoctrinamiento populares fueron, como hemos dicho, la actividad característica de los cínicos, fuera de que siempre hubo estoicos que se dieron a la misma actividad. Pero, con su maestro cínico, la de Zenón se acercó mucho más a la de un filósofo profesional. Tan pronto como llegó a Atenas, en 314 a. C., desde Cición, su pueblo natal, en Chipre, se adhirió a Crates, cuya influencia sobre su espíritu fue muy duradera. Mas también: recibió enseñanza e influjo de Estilpón el Megárico, así como de Jenócrates y Polemón, los sucesivos jefes de la Academia después de Espeusipo, y su filosofía constituye en cierto modo una transición entre la doctrina de los cínicos que, como la de los hedonistas, entrañaba simplemente una regla de vida, desdeñosa del saber y carente de opiniones sobre la naturaleza del universo, y la de las antiguas escuelas eruditas. El estocismo fue ante todo una regla de vida, pero una regla fundada en algo que implicaba una doctrina racional y completa acerca del universo y su conocimiento por parte del hombre. Y los sucesores inmediatos de Zenón, Cleantes y, sobre todo, Crisipo, el “segundo fundador” de la escuela, hicieron evolucionar el estocismo mucho más allá del cinismo. Es interesante señalar que los principales estoicos del primer siglo de la escuela procedieron todos de los confines mismos del área cultural griega. Zenón (336-264) vino de la medio semita (fenicia) Chipre, y puede que él mismo haya sido de raza semítica; Cleantes (jefe de la escuela de 264 a 232), de Asos, en la costa noroccidental del Asia Menor; Crisipo (jefe de la escuela de 232 a 204), de Tarso, en Cilicia, al igual que tres de sus discípulos. Zenón tuvo un discípulo procedente de Citio; Perseo y otros estoicos prominentes del primer período vinieron de Cartago, Babilonia, Seleuecia (Mesopotamia) y ciudades griegas del Asia Menor septentrional. Pero me parece que algunos historiadores recientes han exagerado la importancia del elemento oriental que los antiguos estoicos introdujeron en la filosofía griega. Difícilmente se encontrará en la doctrina estoica antigua algún elemento al que no pueda rastreársele un origen griego aún más antiguo. Lo más que podemos decir es que sus contactos con el mundo oriental, especialmente con el semítico, pueden haber hecho que los estoicos se inclinaran a acentuar, tal como en efecto acentuaron y desarrollaron, ciertas doctrinas de probable origen semítico-caldeo, pero cuya aparición en la filosofía griega se produce ya con Platón, tales como la enfática afirmación de la Divina Providencia y la visión del cosmos como un todo unitario y ordenado, gobernado por los cuerpos celestes dotados de vida e inteligencia, dioses visibles merecedores de nuestra mayor veneración. Los antiguos estoicos fueron escritores abundosos que, por lo general, exhibieron un estilo muy poco atrayente; su contribución al desarrollo de la jerga filosófica fue considerable. Es posible que, en parte, ése sea el motivo de la desaparición de sus obras. Aun de los setecientos cinco tratados de Crisipo nos quedan sólo escasos fragmentos, y de Zenón aún menos. Las únicas obras estoicas que poseemos completas pertenecen a una época muy posterior, es decir, al período del Imperio romano. Por lo tanto, tenemos que reconstruir las doctrinas de los antiguos estoicos valiéndonos de citas aisladas y de las referencias proporcionadas por autores posteriores: Cicerón, Diógenes Laercio, Sexto Empírico, Galeno, Plutarco (un testimonio sumamente hostil) y otros aún más alejados, hasta llegar al Imperio cristiano, así como de aquellos pasajes de los estoicos de la edad imperial que, según cabe presumirlo con bastante seguridad por otros testimonios, contienen doctrinas cuyo origen se remonta al período primitivo. Así, pues, toda exposición tiene que ser en cierta medida incierta y de orden especulativo, aun cuando las líneas generales de la doctrina estoica antigua nos resultan suficientemente claras. El resumen que de ella daremos está basado sobre todo en las teorías del gran “escolástico” del estoicismo, Crisipo (281-208 aC), que dio nueva forma y amplio desarrollo a la doctrina de Zenón. Fue ese estoicismo de Crisipo el que tanta influencia ejerció en la historia de la filosofía posterior, si bien el propio Crisipo no fue muy leído a causa de las extraordinarias dificultades que ofrecía su estilo. 4 Los estoicos dividían la filosofía en tres partes: lógica (que incluía la teoría del conocimiento), física (que para ellos, como veremos, comprendía necesariamente la teología y la psicología) y ética. Los estoicos hicieron de la lógica una verdadera parte de la filosofía, a diferencia de Aristóteles, para quien constituía un “instrumento del pensamiento”, un arte preliminar; además, la lógica de los primeros abarcaba un campo mucho más amplio que la de este último. Incluía la totalidad del arte y la ciencia de la expresión y se hallaba subdividida en retórica y dialéctica. La dialéctica incluía la gramática, la lógica formal y, al menos para algunos estoicos, la teoría del conocimiento (otros, de un modo más moderno, trataron esta última como una parte separada de la filosofía). Los estoicos llevaron a cabo algunos importantes progresos en el estudio científico de la gramática y su método se convirtió en el fundamento de la enseñanza en las escuelas griegas. En cuanto a la lógica formal, arrancaron desde el punto alcanzado por los sucesores inmediatos de Aristóteles y efectuaron cierto número de cambios y transformaciones que influyeron en la lógica medieval y todavía despiertan el interés de los lógicos modernos. Pero la parte más importante de la lógica estoica, indispensable para la cabal comprensión de su filosofía, es su teoría del conocimiento. Para comprender la teoría del conocimiento de los estoicos es necesario hacerse cargo de que éstos fueron siempre materialistas consumados. Según ellos, sólo los cuerpos podían obrar y ser causas. Unicamente los cuerpos poseían una verdadera existencia sustancial Por ende, Dios y el alma eran cuerpos. Las cosas inmateriales, cuya existencia en cierto modo ellos reconocían, no eran realmente “cosas”, no eran en absoluto seres sustanciales, sino el “por donde andan” los cuerpos, lugar, espacio y vacío, o bien las cosas que podemos decir (lektá) de los cuerpos y los juicios que de ellos formamos. Por lo tanto, su teoría del conocimiento es una descripción de cómo un cuerpo, el alma (un soplo, sutil e ígneo, parte del principio divino que todo lo penetra), es afectada por otros cuerpos, las cosas que conocernos. Los órganos sensorios constituyen los conductos normales del conocimiento, si bien no son los únicos; pero aun el conocimiento que no llega a través de los órganos sensorios se produce de la misma manera material, es decir, mediante una afección del alma provocada por los cuerpos que son conocidos. En la percepción sensible, el objeto percibido hace una impresión sobre el alma. (Cleantes decía con rudeza: “una impresión como la de un sello sobre la cera”; Crisipo, más discretamente, hablaba sólo de “una modificación”. El alma da su “asentimiento” a esa impresión, correcta o erróneamente, y si la da correctamente, alcanza la “comprensión” del cuerpo percibido, es decir, un firme, cierto e inmediato aferramiento mental de éste. Para que el asentimiento pueda darse correctamente es preciso que la impresión o imagen sea la representación exacta de un objeto real, a la que los estoicos llamaban “representación que se aferra”4, vale decir, una representación que toma asidero en la mente y fuerza su asentimiento. Cuando se les instaba a proporcionar mayores informaciones sobre esa “representación que se aferra” y sobre cómo podía distinguírsela de otras representaciones, imágenes o impresiones, no tenían respuesta alguna que dar. Zenón había dicho, y Cleantes y Crisipo repetido, que era “una imagen impresa de una cosa existente y conforme con ella, y de suerte tal que no podría provenir de una cosa no-existente”; y allí dejaron la cuestión. Era para ellos algo obvio y evidente por sí mismo, y constituía el principal criterio o prueba de verdad. Algunos estoicos propusieron otros criterios, mas todos ellos encaminados a la misma cosa: el contacto directo y la aprehensión inmediata por parte de la inteligencia de los objetos a ella presentados. Pero las “comprehensiones”, aun cuando entrañan la primera etapa de la certeza, no constituyen por sí mismas conocimiento. Este aparece cuando aquéllas han sido puestas bajo prueba por la razón y dado muestras de estabilidad y de no poder ser arrancadas por ella, probablemente mediante un proceso de comparación y combinación con otras comprehensiones a fin de descubrir el orden racional y la mutua conexión de los objetos comprehendidos Ese conocimiento sistemático y absolutamente cierto, el 4 Cataléptica o comprehensiva, “por semejanza con las cosas que se aferran con las manos”, según decía Cicerón refiriéndose a Zenón. (N. del T.) aferramiento definitivo y concentrado de la inteligencia en los hechos, es propiedad exclusiva del sabio u hombre sensato. Para los estoicos, como es obvio, las nociones generales sólo existen en nuestras inteligencias. En su sistema no pueden tener cabida los universales de existencia objetiva tales como las Formas de Platón. Las nociones generales de los estoicos se forman partiendo de “comprensiones” particulares. Algunas, las más importantes, como las de virtud, bien, gobierno divino del mundo, se forman de manera espontánea y, dicen ellos, en su totalidad se hallan ya presentes en nuestra mente alrededor de los catorce años de edad. (Al tiempo del nacimiento, el alma es un papel en blanco, una tabla rasa, pero gradualmente va adquiriendo su acopio de impresiones y nociones generales formadas sobre éstas). Otras nociones generales se producen deliberadamente por medio de la enseñanza. En el conjunto de esta teoría del conocimiento de los estoicos podemos observar la tendencia, muy característica de su sistema y especialmente manifiesta en las doctrinas de la “representación que se aferra” y de las nociones generales espontáneamente desarrolladas, a hacer las cosas demasiada fáciles, a adoptar una explicación falazmente sencilla que muestra cómo todo sucede en un universo perfectamente racional, y a defenderla luego con inflexible dogmatismo. 5. Una buena transición entre la lógica y la física de los estoicos está dada por su doctrina de las categorías. Ellos simplificaron el sistema de Aristóteles al reducirlas de diez a cuatro: (1) sustrato o sustancia material; (2) cualidad esencial o formativa o quidditas; (3) estado (el “modo de ser”, que comprende todas las cualidades no esenciales o accidentes) y (4) relación (el “modo de ser relativo a algo”). Puesto que afectan y modifican las cosas, las cualidades mismas son cuerpos. En realidad son partes del material activo, del principio informativo del universo. Los estoicos lo describían de una manera que a primera vista nos recuerda a Heráclito, como un “fuego constructivo” o un “soplo ígneo e inteligente” que penetra y se difunde por la materia que él organiza “como la miel en un panal” o “una gota de vino en el agua”. En virtud de su teoría los estoicos se vieron obligados a sostener la extraordinaria doctrina, muy ridiculizada por sus adversarios, de que dos cuerpos podían ocupar el mismo lugar, es decir, que un cuerpo podía penetrar en otro cuerpo. Me parece que el origen de esta peculiar doctrina física de los estoicos puede encontrarse en la filosofía del siglo IV. La idea de que el principio vital es un pneuma, una sustancia cálida semejante a un soplo, era muy generalmente aceptada. La hallamos en la doctrina de las escuelas médicas tal como ha sido ejemplificada por Díocles de Caristo, médico del siglo IV. Pero su expresión inés importante deberá buscarse en la filosofía de Aristóteles. El pneuma de Aristóteles está estrechamente relacionado con el aithér, la misteriosa sustancia cálida y brillante de las esferas celestes. Es el vehículo del alma inmaterial .y el instrumento por medio del cual actúa sobre el cuerpo. Donde quiera que en el sistema de Aristóteles haya vida, sensación o movimiento entre lo material y lo inmaterial, encontraremos aithér, pneuma o una sustancia análoga que obra como intermediario. Casi seguramente tenemos aquí el origen de la doctrina estoica del pneuma, pero los estoicos, como materialistas que eran, confirieron a su pneuma todas las características del alma inmaterial, convirtiéndolo así en algo más semejante a la “materia primordial viviente” de los presocráticos, y aplicaron la idea al universo considerado como un todo, puesto que para ellos se trataba de un ser viviente. Esta doctrina ya había hecho su aparición en el Timeo platónico, pero con el estoicismo adquiere una atmósfera y un énfasis diferentes, ya que el universo viviente y orgánico constituye la realidad última y no depende de un mundo trascendente dotado de una realidad espiritual más elevada, como ocurre en Platón. En otros aspectos, la física estoica puede considerarse como una suerte de burda materialización de algunas otras ideas aristotélicas. Se observa una clara distinción entre los principios “activos” y ‘pasivos”, que corresponden a la “forma” y la “materia” de Aristóteles; mas para los estoicos ambos son cuerpos materialmente distintos, aun cuando el uno se encuentra perfectamente difundido por todo el otro, a la inversa de lo que ocurre con los dos principios de Aristóteles, ninguno de los cuales son cuerpos y que sólo pueden ser separados por el pensamiento. El principio activo de los estoicos, el fuego formativo y vivificante, es una materialización del alma de Aristóteles como forma del cuerpo, el principio a la vez de la vida y de la realidad definida, la causa de la existencia como un ser viviente particular. Mas el “fuego creador” de los estoicos es un principio Universal y cósmico, y no meramente el principio de la forma y de la vida en las cosas individuales. Es el principio formativo, ordenador y gobernante de todo el universo. Es Dios, es la Providencia divina. Aparece como una versión materializada de la doctrina platónica de la Providencia divina y del gobierno del alma, e igualmente debe algo a la concepción aristotélica de una Naturaleza inmanente, una fuerza vital que trabaja para un fin bueno. Los estoicos llamaban a su principio activo Naturaleza y también Dios. Mas su actitud frente a su Dios inmanente está mucho más cerca de Platón que de Aristóteles y van más lejos que el propio Platón en su apasionada devoción y gozosa resignación a la divina Providencia, las que bien pueden provenir de Siria antes que de Grecia. Los principios formativos de las cosas individuales son partes, en el sentido más literal, del principio universal, trozos de Dios, pero no separados o seccionados de la totalidad. Cuando consideraban el crecimiento y desarrollo de las cosas vivientes particulares, los estoicos hablaban de “logos seminales”, semillas del Fuego divino insertas en ellas en sus orígenes, que causaban su crecimiento y desarrollo hasta llegar a la plenitud de sus respectivas formas. Al considerar el universo de una manera más general, decían que el Fuego divino penetra todas las cosas, manteniéndolas unidas y dándoles su forma definida mediante una suerte de “tensión”. Las cualidades formativas son “tensiones” del soplo ígneo. Acordes con su incesante esfuerzo por mantenerse en contacto con la realidad corpórea, los estoicos insistieron en el hecho de que todo individuo es único y posee su propia cualidad formativa, su “quidditas privada”. La vida es una forma superior de “tensión”, y la más alta de todas las manifestaciones del Fuego divino es la razón, el principio dirigente5, que hay en el hombre, por cuya posesión éste tiene, literal y físicamente, una participación en la Naturaleza divina. También el universo posee su principio dirigente; el Fuego divino que se manifiesta en la plenitud de su energía racional y se halla situado en la región etérea y luminosa de las estrellas o bien en el sol: el “principio dirigente del universo”, según Cleantes; esta última doctrina constituyó el fundamento de la teología solar que floreció durante los últimos tiempos del paganismo grecorromano. La 5 O “hegemónico”, para conservar la palabra griega. propia materia pasiva del universo es engendrada a partir del Fuego divino y periódicamente reabsorbida en él. De ese modo, el universo no es eterno e indestructible, sino eternamente destruido y recreado en una infinita serie de ciclos. Primero el fuego se condensa en aire y el aire en agua, en la que subsiste una semilla de fuego, el “logos seminal” del universo que forma y desarrolla todas las cosas. Cuando se ha alcanzado el término del ciclo, se produce una conflagración universal, y entonces el Fuego divino o Dios reabsorbe todas las cosas en sí mismo y permanece él solo durante un tiempo, ocupado en sus propios pensamientos. Luego todo el proceso vuelve a comenzar; se produce la apocatástasis, la restauración de todas las cosas, lo que significa que todo el universo anterior vuelve a repetirse exactamente en cada uno de sus detalles y acontecimientos: habrá otro Sócrates y otro Zenón que enseñarán exactamente las mismas cosas que antes a discípulos exactamente iguales; y así seguirá ocurriendo por siempre jamás. Para los estoicos no cabe perfeccionamiento en el divino universo. y ello porque es divino y constituye la realidad última. No puede haber cambios ni nada realmente nuevo y cada detalle del universo se halla exactamente determinado por el Hado, que es la Voluntad divina, la cual se manifiesta sobre todo en los cuerpos celestes, los seres ígneos vivientes e inteligentes, que son los dirigentes visibles de la ciudad cósmica. Los estoicos aceptaron con entusiasmo la horrible superstición oriental de la astrología, junto con todas las formas de la adivinación, que tan perfectamente convenía a su concepción del cosmos. Estaban también preparados para aceptar a todos los dioses de la mitología como aspectos del único principio divino. En toda esta teología física de los estoicos hay un peculiar modo dinámico vitalista de considerar el principio formativo y dirigente del cosmos, estrechamente ligado a intensas preocupaciones morales y religiosas, que ha ejercido un gran influjo en el pensamiento griego posterior. Quizá podamos decir que ello fue el resultado de una traducción de la doctrina platónica de la Providencia divina en el mundo visible, junto con mucho de Aristóteles, al lenguaje de la primitiva doctrina presocrática de la “materia primordial viviente” que atraía a las mentalidades no metafísicas. El resultado es algo nuevo, sin semejanza con Platón o Aristóteles y mucho menos con la filosofía presocrática, aun cuando creo que casi enteramente explicable en función de su herencia griega; si estamos dispuestos a conceder a los propios estoicos un poco de auténtica originalidad, no parece que haya mucha necesidad de ir a buscar los orígenes estoicos en Siria o aún más lejos. 6. La ética de los estoicos se halla profundamente enraizada en esa su teología física. Ambas están ligadas de un modo particularmente estrecho por la doctrina estoica del alma. El alma racional del hombre es, como hemos visto, un soplo ígneo que forma parte del soplo ígneo universal, la Razón divina o Dios que penetra, controla y determina todas las cosas del universo. Por ende, toda la finalidad del hombre y todo el objeto de su vida debe consistir en vivir en absoluta conformidad con esa razón o principio dirigente que posee y que es parte de la Razón divina. De cualquier modo, se verá finalmente forzado a obedecer los mandatos de la Razón divina, el Hado, que determina todas las cosas del universo; pero puede elegir el modo como obedecerá. El hombre, decían, es como un perro, que atado a un carro en marcha, puede elegir entre trotar con alegría o ser enojosamente arrastrado, pero que, sea como fuere, debe seguir tras el carro. Todo el deber del hombre consiste entonces en un pronto y gozoso asentimiento a los mandatos de la Razón divina que hay en nosotros. Esto es razón y esto es virtud. El acto racional y la virtud son una sola y misma cosa, vale decir, equivalen a obrar de acuerdo con nuestro Principio dirigente; y éste constituye el bien único y absoluto. Además, el alma ígnea y racional del hombre es una sola y toda ella razón. Por consiguiente, las pasiones, las emociones y los deseos no son actividades inferiores del alma que deban ser controladas por la razón. Son razón corrompida, “razón irracional”; son juicios falsos acerca de lo que es bueno y malo para nosotros, así como la virtud consiste en juicios correctos de la razón sobre lo que es universalmente bueno y malo. (Jamás debemos olvidar que, para los estoicos, la razón es también una fuerza material dinámica, el principio de la acción y de la vida). En consecuencia, no habrá que controlar las pasiones y emociones, sino extirparlas totalmente. El ideal reside en la apatía, en el hallarse libre de toda pasión, emoción y afecto, es decir, de todas aquellas formas en que las cosas pueden afectar el alma cuya razón está corrompida. Así llegamos a la torva figura del sabio estoico, el para ellos ideal humano, absolutamente indiferente a todos los objetos exteriores, a las riquezás, la salud o el poder, totalmente desprovisto de cualquier vestigio de afecto irracional hacia la familia o los amigos y de quien toda acción y pensamiento es razón y virtud puras, en completa conformidad con su Principio dirigente. Para glorificarlo, acumularon las paradojas: sólo él era verdaderamente rey, verdaderamente rico y verdaderamente sano. Estaba por encima de todas las mudanzas y azares de la vida, inexpugnable frente a la fortuna, poseedor de todas las cosas por el hecho de poseer la virtud, la única cosa digna de ser poseída. Desde un principio ellos admitieron que raras veces era posible alcanzar el ideal, y pronto llegaron a considerarlo como prácticamente inalcanzable por el hombre. A pesar de ello, éste siguió siendo su único ideal, y para los estoicos antiguos no había modo de quedarse a medio camino entre el bien y el mal. O se era un sabio, y entonces se vivía de manera perfecta, en conformidad con la razón residente en uno mismo, o se era absolutamente malvado y necio. El progreso moral que no alcanzara a la perfección no entrañaba ninguna diferencia con respecto al mal. “Un hombre puede ahogarse tanto en unas pocas pulgadas de agua como en las profundidades del mar”. Tan solo el sabio, decían los estoicos, vive “en armonía” y “conforme con la naturaleza”. En su sistema, vivir “conforme con la naturaleza” significa, como hemos visto, la misma cosa que vivir conforme con la Razón o Dios. De este modo, “la vida conforme con la naturaleza” de los cínicos adquirió un significado más profundo. En otros aspectos, los estoicos modificaron muy radicalmente la extrema concepción original de los cínicos acerca de lo “natural”. Como es obvio, conservaron la intransigente aserción cínica de que la virtud es lo único que importa y de que ella sola, con exclusión de cualquier otra cosa, es capaz de constituir un bien, al menos en el mismo sentido que ella. Hubo siempre muchos estoicos que reconocieron en la forma de vida de los cínicos una auténtica vocación, por la que el filósofo podía verse llamado (aun cuando también existen claros indicios de una actitud anticínica entre algunos miembros de la escuela). Antístenes y Diógenes fueron canonizados como sabios, junto con Sócrates. El propio Zenón adoptó la vestimenta y la dieta de los cínicos, si bien no practicó una vida errante ni se mantuvo de la mendicidad, según la auténtica manera cínica, y se entregó a una crítica extrema, a imitación de aquéllos, de todas las leyes, costumbres e instituciones existentes. Mas, por lo general, los estoicos se ajustaron a la sociedad en que vivían. Su idea de la vida conforme con la naturaleza o la razón no exigía necesariamente el ascetismo cínico, que implicaba renunciar a todas las cosas y reducir las necesidades a un nivel mínimo de subsistencia. Podía ser compatible, y lo más común es que lo fuera, con una vida civilizada absolutamente normal, con todos sus deberes y responsabilidades. La filosofía estoica estimulaba la actividad pública y se hizo popular entre los romanos precisamente por esa razón. El elemento de su teoría moral que explica esta particularidad es su doctrina de las cosas preferibles y rechazables y de las acciones convenientes. Esta doctrina se remonta a Zenón, si bien fue desarrollada y elaborada por Crisipo. Importaba lo siguiente: aun cuando la virtud es el único y solo bien y de ningún modo las cosas exteriores pueden ser consideradas estrictamente como bienes, empero es razonable, allí donde no está comprometida la virtud, preferir algunas circunstancia exteriores a otras. Así un estoico podía considerar que la salud es preferible a la enfermedad sin que por ello menoscabase su filosofía. Todas las circunstancias exteriores se clasificaban en preferibles, rechazables y absolutamente indiferentes. La vida y la muerte se hallaban entre las cosas absolutamente indiferentes. De esto seguíase una de sus más famosas doctrinas, una doctrina que no fue raro verles llevar a la practica: la de que, cuando el hombre prudente veía que en su vida la proporción de circunstancias indeseables resultaba permanentemente mayor que la de las deseables, era lógico que ansiara abandonar la vida mediante el suicidio, del mismo modo como un hombre abandona un aposento lleno de humo o un niño un juego del que ya está aburrido. Esta fácil defensa del suicidio constituye una de las más notables distinciones entre la moral estoica y la platónica; los platónicos, leales a las enseñanzas del Fedón, lo prohibieron absolutamente. Así, pues, el estoico puede, dentro de los límites establecidos por la razón y la virtud, procurar los objetos preferibles y rehuir sus opuestos. Del mismo modo llevará a cabo las acciones que son convenientes o apropiadas al estado de vida en que se encuentra, al papel que en el teatro de este mundo la Razón divina le ha asignado para representar (se trata aquí de una metáfora que los estoicos tomaron de los cínicos y de la que unos y otros echaron mano constantemente). Cuando son ejecutadas por gente común e imperfecta, tales acciones son convenientes o apropiadas y nada más que éso. Mas cuando las ejecuta el sabio, cuyas disposiciones interiores son perfectas y que todo lo hace de conformidad con la razón y la virtud, esas mismas acciones se tornan auténticamente rectas.6 Así, pues, lo que establece la diferencia entre ambas es el estado interior, el motivo. 7. Como resultado de tales doctrinas, los estoicos tuvieron• un sólido fundamento teórico para el ejercicio de la actividad pública, y es así como los vemos desempeñar un papel muy considerable en la vida política del mundo helenístico y romano. Globalmente considerado, el influjo político de los estoicos nada tuvo de verdaderamente revolucionario. Se sabe que un estoico, Blosio de Cumas, participó en la sublevación de Aristónico, uno de los raros movimientos sociales revolucionarios auténticamente populares del mundo antiguo; puede que ella estuviera inspirada en la violenta crítica de las instituciones existentes, incluso de la esclavitud, que se hallaban contenidas en las enseñanzas de los cínicos y la República de Zenón. Mas, en general, el estoicismo fue mucho menos “popular” que el cinismo; tendió a seguir las vías normales de la filosofía griega y se dirigió casi exclusivamente a la reducida clase superior e ilustrada. Los estoicos fueron cosmopolitas en el sentido de que consideraron la totalidad del cosmos como una sociedad, cuyo rey era Zeus, la Razón divina; y si bien sólo los dioses y los sabios eran los verdaderos ciudadanos de Cosmopolis, todos los hombres la habitaban y participaban de la Razón divina, siendo deber del filósofo ejercer la benevolencia con todos ellos. Este cosmopolitismo los apartó del antiguo mundo, de las ciudades-estado, para acercarlos a las nuevas grandes potencias del mundo helenístico y, más tarde, al imperio universal de Roma. En términos generales, la constitución que prefirieron fue la de una monarquía idealizada, “el gobierno del mejor”. Como consecuencia de ello adquirieron gran influencia en la corte de los monarcas helenísticos, y fue en cierto modo un accidente histórico el que tantos miembros de la oposición republicana en Roma, ese obstinado cuerpo de reaccionarios aristocráticos fueran estoicos. Durante el principado del siglo II se acrecentó la influencia que los estoicos ejercían en la corte, culminando durante el reinado del emperador estoico Marco Aurelio, de quien luego habremos de decir algo más. 6 Es decir, “justas”. N. del T. La expresión más importante del cosmopolitismo estoico fue su doctrina de la ley natural, los mandatos universales de la Razón divina que son los mismos para todos los hombres y con los cuales toda ley positiva deberá guardar correspondencia. La idea de leyes divinas no escritas, superiores a la ley humana, se remonta muy atrás en la tradición griega. Podemos encontrarla, expresada con suma nobleza, en el siglo V, en la Antígona de Sófocles; y como ya hemos visto, la idea de una ley moral absoluta que puede descubrirse por medio de la razón constituye el fundamento de la ética socrática y de la platónica. Pero fueron los estoicos y los cínicos quienes, a través de sus diferentes modalidades, la presentaron por vez primera como una ley universal, la ley de la Ciuda del cosmos, la misma en todas partes y superior a las costumbres y tradiciones puramente locales. Esta idea tenía ante si un gran futuro dentro del pensamiento cristiano, pero en manos de los estoicos no produjo ninguna consecuencia verdaderamente extraordinaria. Por lo regular, la moral estoica llevó a la gente que la profesaba a cumplir un poco mejor con los deberes propios de su condición, pero no los indujo a intentar la transformación de todos aquellos principios que constituían los fundamentos de la sociedad. El estoicismo resultó, en la práctica, la filosofía más influyente del mundo antiguo, pero tanto el alcance como los efectos de su influjo fueron muy limitados. Alejandro Magno profesó una idea de la fraternidad humana más amplia, más universalmente omnímoda que cualquier cínico o estoico y su ideal tuvo un efecto mucho más práctico. El servicio más notable prestado al mundo antiguo por los estoicos, fuera del alto grado de apoyo y consuelo que su credo deparó a los individuos, quizá esté en la influencia que su concepción de la ley natural tuvo en la humanización y universalidad de la ley romana clásica durante el Imperio, aun cuando no es posible establecer con seguridad la extensión exacta de esa influencia.