LA IDENTIDAD CRISTIANA Y EL PENSAMIENTO FILOSÓFICO Y TEOLÓGICO Divido la presentación del tema en tres partes. En la primera parte trataré brevemente el nexo entre la identidad y el pensamiento entendidos en sentido lato; en la segunda parte, tocaré la relación entre la identidad cristiana y el pensamiento; en la tercera parte, veremos las implicaciones de las dos primeras para la filosofía y la teología. Desde el punto de vista metodológico la reflexión se mueve dentro de las líneas trazadas por la Fides et ratio y las muchas enseñanzas de Benedicto XVI, pero no busca ser una hermenéutica del texto magisterial. 1. Identidad personal y pensamiento (a) A lo largo de la plurimilenaria historia del pensamiento humano, en modos diversos y fases diversas, se ha buscado un acercamiento filosófico o religioso, místico o ateo, entre el pensamiento y la identidad. En otras palabras, se ha comprendido el pensamiento como identidad. Si tomamos, por ejemplo, las múltiples y variadas formas de la “gnosis”, desde las más arcaicas hasta las contemporáneas, descubrimos que el tentativo de fondo es siempre el de hacer de una modalidad de la mente o de la razón humana el punto de verdad y de consistencia del hombre en cuanto tal. En época moderna, a partir del «cogito ergo sum» de Descartes, hasta los diversos iluminismos y neo-iluminismos, idealismos trascendentales y fenomenológicos, se afirma el pensamiento como ápice del alma (apex animae) y se hace coincidir el alma con el espíritu del hombre (Geistseele) y por lo tanto con su propiedad distintiva, con su rasgo identitario. Las grandes corrientes de filosofía de la conciencia, de filosofía del conocimiento (y de la ciencia), de filosofía del espíritu, se mueven todas en esta dirección y parten desde estas premisas en modo más o menos explícito. (b) La otra cara de la moneda en este mismo planteamiento la representan aquellas corrientes que buscan propugnar la identidad sin el pensamiento, viendo el pensamiento como un atentado posible y/o real contra la identidad misma. El vitalismo, en sus formas biologistas o existencialistas, el voluntarismo en sus variantes psíquicas o políticas, el emocionalismo, entre otras formas, destierran el pensamiento bajo la condena de principio inhibidor de las dinámicas vitales del sujeto, o lo incluyen pero de manera subordinada. Incluso las diversas especies de espiritualismo religioso, así como muchas psicologías, que se convierten en sistemas omniexplicativos, en ideologías socialmente comerciables o en filosofías de vida, presentan esa misma característica: la verdadera 2 identidad se busca en un fondo más profundo que el simple pensamiento intelectualmente y racionalmente connotado. Si la primera posición afirmaba el pensamiento como identidad, esta segunda afirma la identidad contra el pensamiento o simplemente prescindiendo de él. (c) Existe todavía otra actitud que debemos considerar porque juega un papel importante en la disposición de espíritu de quienes hoy trabajan en el ámbito académico de formación y de investigación. Se trata del famoso problema de la demarcación. A ciertos sectores del pensamiento humano —como los que tienen que ver con la matemática, la lógica matemática y las ciencias naturales— se accede dejando de lado, por principio, toda cuestión inherente a la identidad. La universalidad de estos ámbitos de conocimiento prevé, entre otras cosas, justamente la exclusión axiomática de toda interferencia subjetiva. Se presentan como formas del saber objetivo cuya validez no debe apriorísticamente hacer entrar en juego la identidad personal. Este saber es comprendido, así, como supraidentitario y suprapersonal. Dejemos de lado el problema de si las cosas están de verdad así en estos ámbitos (personajes como Alberto Magno y George Boole dirían que no) y consideremos más bien el influjo que este esquema tiene en nuestro presente. No pocas veces, en efecto, el pensamiento moderno y contemporáneo ha asumido y asume este modelo como criterio veritativo de la forma del conocimiento humano en cuanto tal. Este modelo está diseñado sobre la base de estos conocimientos específicos interpretados metacientíficamente como paradigma del conocimiento humano en general. El resultado es que, como cuando se entra en un laboratorio de biología o física, el perfil identitario debe ser dejado afuera en el perchero, para recogerlo a la salida. De este modo un conocimiento o un pensamiento que pretendiese llegar a ser universalmente válido, debería sistemáticamente y programáticamente dejar de lado y deponer la identidad, sea la que sea (personal, cultural, histórica, religiosa). La ecuación que se busca hacer valer sería la siguiente: a menor identidad, mayor validez universal del pensamiento. (d) Frente a estos modelos de inclusión y exclusión de identidad y pensamiento está el enunciado de santo Tomás de Aquino según el cual no es el intelecto el que piensa sino el hombre1. Este enunciado es de una imporancia extraordinaria, ya que, por un lado, permite rediseñar otra vez el nexo “identidad/pensamiento”, mientras que por otro, históricamente representa una síntesis fruto de la disputa epocal entre la metafísica y antropología cristianas y el gran asalto realizado contra ellas por parte, primero, del monopsiquismo de ascendencia greco-platónica, y más adelante de la teoría del “intelecto único” de ascendencia árabe-islámica. Hay una analogía fuerte, desde el punto de vista temático, entre dicha situación y la que vivimos en los desafíos presentes al inicio del tercer milenio de la era cristiana. Veamos de qué se trata. 1 TOMÁS DE AQUINO, Summa contra gentes, II; De un. int., c. 3, 61: «Hic homo singularis intelligis». 3 Los pensadores árabe-islámicos (desde Avicena hasta Averroes), sostenían que el intelecto agente —que permite al hombre el conocimiento en acto— es único en todos los hombres y no es parte del alma humana (está separado). Esta tesis traía al menos dos graves consecuencias, que se ponían en contraste de modo frontal con dos pilares de la antropología cristiana: el principio de individuación, el hecho que cada hombre es persona; y el ser a imagen y semejanza de Dios del hombre, y por lo tanto del alma humana. De este modo, tanto Alberto Magno como su discípulo Tomás de Aquino, en sus respectivos tratados sobre la unidad del intelecto contra los averroístas2, reafirmaron que el intelecto agente es parte del alma humana y que, en cuanto tal, es individuado. De este modo vincularon de nuevo pensamiento e identidad, reafirmaron la unidad de alma y cuerpo, y en modo diverso la participación del intelecto humano al intelecto divino. Si el intelecto no está separado, sino que es parte del alma humana, ellos saben sin embargo que la essentia animae (esencia del alma) no se identifica con sus facultades y sus operaciones, y saben también que «el alma no es la persona» 3 y que las actividades del conocimiento no son propias del alma, sino de la persona 4. La unidad entre identidad personal y pensamiento ha tenido en la historia del pensamiento cristiano un punto de clarificación —cuyas consecuencias deben todavía ser abrazadas tanto por parte de los históricos como por parte de los teóricos— en la filosofía y teología bizantina post-calcedoniana (s. V-VII). Según esta antropología el alma y el cuerpo pertenecen a la naturaleza humana y por lo tanto también las facultades superiores del hombre, como el conocimiento, la conciencia, la voluntad, siendo partes del alma, son partes de la naturaleza humana. Pero la naturaleza humana está poseída y es atravesada enteramente por el ser personal. ‘Enipostatización’ es el término acuñado para expresar esta presencia de la persona (hypostasis) en toda la esfera natural y por lo tanto también en el pensamiento. Según esta aproximación no existe un pensamiento anipostático, una razón sin persona, un pensamiento impersonal, sin nexo identitario. Y, por otro lado, significa que en el pensamiento, en las dinámicas noéticas están presentes realmente ciertos factores que no pertenecen en sí mismos al pensamiento, sino al ser personal, y sin embargo se encuentran dentro del pensamiento (por ejemplo: el tropos espiritual, la genealogía del sujeto, etcétera). 2 Tanto Alberto Magno como Tomás de Aquino compusieron un tratado con el título De unitate intellectus contra averroistas. El texto de San Alberto es poco posterior al 1257, mientras el de Santo Tomás fue redactado alrededor del 1270. 3 La tesis es sostenida por numerosos doctores entre los siglos XII y XIII. Cf. R. HEINZMANN, Die Unsterblichkeit der Seele, Münster 1965. 4 S.th., III q. 3 a. 1 resp.; I q. 29 a. 1 resp. 4 La filosofía moderna, madre de la filosofía contemporánea, ha separado la naturaleza de la persona, el alma de la persona, el pensamiento de la persona. Así, se ha llegado a la «crisis de la razón», a una razón que ya no razona 5. El pensamiento, la razón, es siempre un pensamiento de algo y un pensamiento de alguien. Desde este punto de vista la genealogía del pensamiento enseña mucho sobre la comprensión de la naturaleza del pensamiento mismo. El hombre entra en la facultad del conocimiento muy tarde. Antes que se formen en él todos los procesos sintácticos y silogísticos pasan ordinariamente once o doce años. ¿Qué sucede durante este tiempo? Está la experiencia de la presencia del otro, del bien que la madre trae al niño, de la palabra que es pronunciada, de la continuidad de la relación. Todo esto permite al niño entrar en su propia identidad y, en un cierto momento, razonar, conocer, pensar. ¿Qué significa todo esto en relación al pensamiento? Significa que el pensamiento supone no sólo la identidad —siendo pensamiento de alguien— sino que supone también el hecho que el infante haya encontrado ante él a otro que sea digno de fe, de confianza y con el que puede permanecer en relación. En hebreo antiguo ‘digno de fe’ significa lo mismo que ‘verdadero’. Pero el conocimiento es conocimiento del verum. De este modo, para el sujeto espiritual humano el verum no existe en modo anónimo. Comienza a actuarse a partir de la identidad de otro que me ha consentido la actuación (no la constitución) de mi propia identidad. La objetividad del verum (que es el fin del conocimiento) está directamente vinculada, genealógicamente, con la objetividad de la verdad de la presencia identitaria que está ante mí (pros-opon), con esa cumbre del ser y de la verdad que es la persona. Hay una analogía entre el hecho que nadie nos haya enseñado que la presencia de nuestra madre era “verdadera” y “buena” (antecedencia identitaria) y el hecho que no se razona sobre la verdad, sino solo a partir del verum que nos es dado (antecedencia gnoseológica)6. Hasta ahora hemos hablado de “actuación”. Sería oportuno, si es posible, llegar a hablar de “constitución” 7. Veamos cómo es esto posible. 2. Identidad cristiana ¿Qué significa “identidad cristiana”? ¿Qué significa referido a una persona humana? Es una expresión paradójica. ‘Cristiana’ es un adjetivo y deriva de ‘Cristo’. Pero Jesucristo es una Persona. Entonces, si quisieramos ser consecuentes, deberíamos afirmar que una Persona, otra Persona, debería entrar en la definición (oros) de la persona humana, en la definición de mí mismo. 5 Desde este punto de vista importa poco si esto se da porque se interrumpe un proceso ya iniciado o porque no se ha llegado nunca a esa unidad. 6 TOMÁS DE AQUINO, De veritate, q. 1. 7 Aspecto por el cual el Espíritu de Dios está en relación el espíritu creado del hombre. Relación de presencia (parousia). 5 Y es justamente así: la Persona de Jesucristo, que es Persona divina, entra en la génesis de mi propia identidad. San León Magno expresa esta realidad como sigue: el Hijo eterno, naciendo, ha cambiado nuestro nacimiento. Él, asumiendo nuestro origen «mutat originem»8, ha cambiado nuestro origen mismo, nuestra génesis. Pero el origen es la identidad. La relación de origen es la que define la identidad. Que cambie nuestro origen significa que entra en la redefinición de nuestro ser. ¿Cómo obra todo esto el Hijo? Naciendo. Con su nacimiento Él entra en la secuencia adamítica de las generaciones. Pero entra en calidad de Unigénito de Dios, y por lo tanto tomando parte en la generación humana se pone en condición de hacernos partícipes de Su eterna generación del Padre. La eterna generación es la relación que distingue Su Persona. Haciéndonos partícipes de esta relación intradivina hace que nosotros volvamos a personificarnos, a reactuarnos en nuestra misma identidad personal. La locución “identidad cristiana” tiene así antes que nada un significado mistérico, es decir, sacramental, bautismal. La cuestión del “pensamiento” no es por lo tanto para nosotros separable de la cuestión de la verdad y de la plenitud de la identidad cristiana. A su vez la cuestión de la identidad es la cuestión del ser y la cuestión de la persona y de la relatio originis (relación de origen), de la comunión de las personas. La cuestión del pensamiento cristiano es también en primer lugar una cuestión del ser y de la persona y de la comunión de las personas. La dinámica que hemos aquí apenas esbozado en términos generales es la que podemos observar en la génesis histórica de la institución universitaria. La universidad nace de una comunidad de docentes y estudiantes que brota de una experiencia de santidad. ¿Cómo se puede concebir el florecer de las universidades sin la experiencia de las Órdenes religiosas y por lo tanto de las figuras de santidad de las que éstas nacen? Pero ¿qué es la santidad? Es el punto de mayor densidad de la verdad y de la identidad cristiana. Y es desde la experiencia y la vida de santidad que brota el pensamiento en modo creativo e innovador. Aquí novedad de la identidad personal, novedad de la comunión de las personas y por lo tanto de la socialidad, y novedad del pensamiento están unidos inseparablemente en la fuente de toda novedad que es la santidad, la participación en la vida de Dios. 3. El pensamiento filosófico y teológico 8 LEÓN MAGNO, In Nativ. Domini serm., II, 4. 6 Leszek Kołakowski, en su ensayo Metaphysical Horror, demuestra el sustancial “fracaso” de las filosofías que, comprendiéndose en los límites de sí mismas, han querido acreditar un lenguaje cuya validez fuese universal, pero sobre la base de una censura previa de la “pregunta metafísica”. No es difícil en nuestros días encontrar en diversas latitudes del planeta y en escuelas de pensamiento muy diferentes, una común voluntad de regreso a la metafísica. El Decreto vaticano sobre los estudios filosóficos9 está en línea, desde este punto de vista, con este movimiento. Es verdad que existen agencias poderosas que bloquean este despertar en las instituciones académicas que dependen de ellas, haciendo de la antimetafísica su estandarte. El motivo no explicitado de esta aversión de principio es la “peligrosa” cercanía entre la metafísica y la teología e, históricamente, la teología católica. Lo que para ellos es un peligro fatal, que debe ser evitado a toda costa, para nosotros es un valor que debe ser buscado y promovido sistemáticamente. El punto decisivo de la cuestión, por lo tanto, no es la relación de la filosofía con la metafísica, sino la relación de la filosofía con la teología. Sobre esto quisiera detenerme brevemente. Busquemos, en primer lugar, colocarnos al interno de nuestra historia, y por lo tanto al interno del pensamiento católico. A partir del “otoño del medioevo” nace una formalización del pensamiento de los grandes doctores medievales (especialmente del pensamiento de Tomás de Aquino) que, a a partir de un “aristotelismo radical” modelado sobre la base de los comentarios de Averroes (el así llamado “averroismo latino”), propone un dualismo naturaleza/sobrenaturaleza y llega así a la formulación de la existencia de una «naturaleza pura»10. Sobre la base de este “dualismo” se articula el nexo filosofía/teología. Según este modelo y la metodología que le es inherente, el pensamiento filosófico y por lo tanto también el pensamiento antropológico y metafísico debe y puede ser ejercitado a nivel de la “pura naturaleza” sin referencia a nada de sobrenatural y por lo tanto sin vínculos con la Revelación y la teología. A lo largo de los siglos algunos pensadores católicos se distanciaron de este planteamiento, pero la así llamada “segunda escolástica” sigue en conexión con este, y lo promueve en las academias y universidades hasta el siglo XX, haciéndolo pasar por la auténtica interpretación del pensamiento del Doctor Angélico. En la historia de la Iglesia es el Concilio Ecuménico Vaticano II el que cierra este capítulo. En él, los documentos particularmente relevantes sobre el tema son la Constitución Gaudium et spes y la Declaración Dignitatis humanae personae. En ellos se 9 Congregación para la Educación Católica, Decreto de Reforma de los estudios eclesiásticos de Filosofía, 28 de enero de 2011. 10 El dualismo tiene su origen en una mala interpretación tanto de la creación como del pecado original. La tesis de fondo es que a la realidad natural pertenece un fin natural, y a la sobrenatural un fin sobrenatural. Se sigue el comentario de Averroes a la Ética Nicomaquea de Aristóteles, atribuyendo la perfecta beatitud a la condición mundana. En su comentario, Tomás de Aquino, había distinguido entre la beatitud imperfecta (mundana) y la perfecta (escatológica). La doctrina del desiderium naturale en Tomás de Aquino hacía de vínculo. Esta última fue ignorada por los averroístas latinos. Se llegó así en poco tiempo a la doctrina de la doble verdad (Siger de Brabante, Boecio de Dacia, Pietro Pomponazzi). El agustinismo heterodoxo completó la obra entre los siglos XVI y XVII. 7 encuentra expresado el trabajo de reconstrucción histórica que Henri de Lubac había realizado en los decenios precedentes al Concilio, haciendo recaer sobre sí la ira y el “castigo” de gran parte de los teólogos católicos. De Lubac había demostrado que ese dualismo no había estado presente ni en los Padres, ni en los Doctores medievales, y que se apoyaba sobre una pésima malinterpretación de unos y otros. El corazón de esta saludable relectura se encuentra en un texto que es fundamental para entender el siglo XX católico: Le mistère du Surnaturel. Es sabido que Henri de Lubac, junto al filósofo Karol Wojtyła, fue el redactor del esquema 13 sobre el que luego se realizó la redacción de la Gaudium et spes. Por esta razón, entre otras, el Beato Juan Pablo II le concedió a Henri de Lubac la dignidad cardenalicia. El magisterio petrino de Pablo VI, el Beato Juan Pablo II y de Papa Benedicto XVI han consagrado de manera definitiva e indiscutible la superación del “pésimo dualismo”. Esto nos permite, hoy, concebir el pensamiento filosófico y su nexo con la teología de modo completamente emancipado de esta herencia dualística, que —a pesar de todo— no deja de pesar en no pocas mentes e instituciones que sin embargo profesan su pertenencia católica. ¿Cómo se puede configurar una recuperación del contacto entre el pensamiento filosófico con el ámbito teológico no de modo ocasional ni tampoco débil o genéricamente inspiracional, sino metodológicamente asumido y estructurado? Ante todo debemos observar —incluso dando tan solo una mirada al pensamiento filosófico del siglo XX— que las filosofías que han dicho algo de significativo sobre el misterio del hombre, son filosofías que nacen de una matriz explícitamente teológica. ¿Cómo separar el pensamiento filosófico de Romano Guardini, de Edith Stein, de Erich Przywara, de buena parte de la producción de Max Scheler, de Ferdinand Ebner, de Xavier Zubiri, etc., de la dogmática católica? Igualmente, ¿cómo situar a Franz Rosenzweig, Martin Buber, Henri Bergson, Walter Benjamin, Emmanuel Lévinas, fuera de la teología anticotestamentaria? Como también a Victor Nesmelov, Nikolaj Losskj, Nikolaj Berdjaev, fuera de la teología ortodoxa. Sin hablar de la matriz luterana fuera de la cual no se puede comprender nada de toda la filosofía producida en Alemania en los últimos dos siglos. Toda la historia del pensamiento es una demostración de la fecundidad de la matriz teológica para el pensamiento filosófico. Más aún, al inicio del tercer milenio, podemos afirmar serenamente, a partir de una constatación positiva, que la filosofía se vuelve árida y que la razón entra en crisis cuando se deja de vivir y buscar metodológicamente el connubio con las verdades que provienen de la Revelación y cuyo corpus está para nosotros concentrado en los artículos de fe especificados en el Credo y tratados en la dogmática católica. Si el pensamiento filosófico en las culturas que han recibido el Bautismo no se ha apagado del todo, incluso no habiendo vivido intencionalmente las nupcias con el Credo y la dogmática católica, y es más, habiendo practicado el adulterio y la prostitución, es solo porque algunos fragmentos de verdad de allí provenientes han permanecido presentes imperceptiblemente, no pocas veces sin ser reconocidos como tales. 8 Ahora es el momento de salir de esta condición de semivigilia o semisueño, y de tomar conciencia de modo pleno y despierto del tesoro que hemos recibido, y no sólo para nosotros, sino para todos. En esta estación de pensamiento débil, de exaltación y divinización de la nada, de inconsistencia antropológica magnificada como último estadio del progreso hacia una “nueva e inédita humanidad”, nada podemos desear más ardientemente que la recuperación clara de un sano pensamiento filosófico que, siguiendo las líneas fundamentales de la antropología y de la metafísica, reciba luz e inteligencia de la dogmática católica. Para que esto pueda realizarse es necesaria la valentía de cortar con los esquemas residuales del dualismo preconciliar y correr el riesgo políticamente incorrecto de hacer caer los bastiones, no cortando las raíces, sino recuperano la unidad que ha caracterizado las épocas más fecundas del pensamiento cristiano. Hacer caer los muros alzados entre la filosofía y la teología no es para confundir, sino para lograr que la distinción esté al servicio, no de la repartición de las cátedras, sino del alcance de una unidad más plena. Se me permita un ejemplo. En la Constitución Gaudium et spes encontramos escrito: «En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir (Rm 5,14), es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» (n. 22). Si dicha expresión no es solo parcialmente verdadera, sino integralmente verdadera, ¿qué sentido puede tener en una facultad de filosofía católica mantener la enseñanza de la filosofía del hombre (o antropología filosófica) sistemáticamente separada, no solo distinta, sino separada de la antropología teológica? ¿No sería más correcto desarrollar una antropología filosófica a partir de aquella teológica? El ejercicio contrario: el de elaborar a partir de una presunta “pura razón” la inteligencia de una también presunta “naturaleza pura”, podrá ser ciertamente un ejercicio de gimnasia mental, pero entra del todo en la metodología dualista que se sigue de la división y errada unión entre naturaleza y sobrenaturaleza. Después que el Hijo de Dios se ha hecho hombre nosotros no podemos seguir haciendo filosofía como lo hacíamos antes. ¿Qué ha cambiado? ¿Qué nos exige cambiar la Encarnación del Verbo de Dios? En otras palabras: ¿en qué relación está la cristología con la filosofía? En el «hombre Cristo Jesús» (1Tm 2,5), como Lo llama Pablo, está presente toda la verdad de la humanidad y toda la plenitud de la divinidad. Cuando nuestros Padres afirmaban: «Ipsa philosophia Christus» y cuando papa Benedicto insiste en repetir que entre el lenguaje de las religiones y el de la filosofía los Padres escogieron justamente el de la filosofía y por lo tanto el camino del pensamiento racional, se está buscando reafirmar que en Él, en Cristo, las nupcias entre el misterio de Dios y el misterio del hombre han sido ya consumadas y que en la meditación cristológica está contenida la verdad sobre el hombre. 9 La historia del pensamiento de los últimos dos milenios confirma este dato. En efecto, los aportes más sustanciales del cristianismo a la metafísica y a la antropología se han verificado en estrecha (y demostrable) correlación con la reflexión sobre los misterios de Cristo. El otro ámbito teológico decisivo para la filosofía es naturalmente el de la trinitaria. Siempre dentro de este amplio respiro debemos añadir que pareciera que los cristianos hubiesen apenas comenzado a dar razón de aquello que en Jesucristo se ha manifestado y hecho participable. Y por lo tanto el trabajo no nos falta. Cuando se escucha hablar de trabajo se debe hablar del hombre, es decir, del sujeto del trabajo. Y como la crisis del trabajo filosófico se debe sobre todo a la crisis del sujeto del pensamiento, del hombre, así también la unidad del pensamiento será el resultado, y quizás ni siquiera el más importante, del retorno a la unidad del sujeto. La unidad tiene ciertamente su lugar privilegiado no en la institución académica, ni en un sistema de pensamiento tendencialmente unido, sino en un hombre nuevo, que, siendo unificado en sí mismo, es capaz de pensar en modo no dividido, es decir, no patológico. Dicho sujeto humano unificado no se encuentra aislado, en estado atómico, sino que nace, vive y crece en un sujeto comunional y comunitario unido. Es a esta subjetividad eclesial que le corresponde la tarea de proceder en la empresa de elaborar también un pensamiento unificado. La cualidad de la identidad personal camina siempre junto con la cualidad de la identidad comunional.