de días soleados o ventosos en esa época, son suficientes para que las matas se rompan por el cuello al tirar, antes que se alce la fina costra de tierra que tapa las raíces. Prescindiendo de los jarales que valido del fuego expansiona el hombre, en los que pudiéramos llamar propiamente autóctonos, la destrucción origina arrastres de tal magnitud que, de repetirse en grandes pendientes, dejarían la roca pelada. Laderas suaves se rozan y cultivan algunos años con cereales, pero con rendimientos tan parcos y dudosos, que se conserva entre propietarios la costumbre de no fijar renta en dinero a quien labra, «ino un derecho de terrazgo o percepción en especie de parte de la cosecha; total, bien poco, teniendo en cuenta los años de espera de una a otra roza. Cuando el terreno es llano e importante la fracción arcillosa, el descanso de la tierra o barbecho sucio se reduce hasta dos o tres años; no existe ahora corte, sino arranque de matas jóvenes que, amontonadas, cubren y fertilizan poca superficie, siendo necesario barbechar el resto e incorporar algo de abono mineral. Esta modalidad agrícola relativamente intensiva dada la índole del país, sería panacea de las sierras si el relieve y otras condiciones de las mismas permitiesen darle más extensión. Lá selvicultura, en cambio, ha llegado más lejos que la agronomía, sobre todo desde el comienzo del presente siglo; no son pocas las fincas donde el pasado dejó como herencia algunas matas de encina y alcornoque recomidas por el ganado cabrío, en que hoy se ha alterado el paisaje; el campo, además de árboles, se ha vestido de hierbas; en otros sitios más ingratos aún, se introdujeron pinos y hasta eucaliptos. Pero siempre, incluso con la encina, que es modelo de sobriedad, de las colonizaciones arbóreas logradas a costa de grandes dispendios y muchos años de tenacidad, ni puede esperarse mucho rendimiento ni llegarán a estabilizarse sin el cuidado y la vigilancia del hombre. Si el ser humano abandonase el país llevando consigo hachas, instrumentos de labor y ganado, las matas irían invadiendo la tierra en competencia con los árboles que, con el concurso del fuego, serían desterrados o reducidos a arbustos puntisecos y dispersos, quedando inadvertidos en el fondo continuo del matorral. En casos extremos o cuando la pendiente pasa de cierto valor, en orientaciones al mediodía cuando menos, pese a halagüeñas indicaciones del pluviómetro y a la buena fe del hombre, nuestros conocimientos de hoy permiten suponer qué el jaral continuará siendo jaral.