Balance alejandro covarrubias Hanna Arendt fue una de las mentes más finas del siglo XX. Entre sus amores por un Emmanuel Kant inalcanzable y un Martin Heidegger irrecuperable conquistó y difundió el derecho de pensar para vivir y vivir para pensar. Con su retórica de la no retórica y las virtudes angulares de la prudencia y la originalidad anticipó para el mundo algunos de los problemas torales de los estados y las sociedades contemporáneas. Fue clara en notar los riesgos de la entrega a los dictados de la propaganda antes que al pulso de las razones. Señaló los calabozos mentales que se aproximaban en el andar social preso de los lugares comunes en franco desplazamiento al arte de las ideas. Propuso la crítica implacable a las intolerancias en tanto atajos inopinados para abonar los caminos del totalitarismo. Y sin embargo nunca renunció a la posibilidad aristotélica de que si el fin del hombre es la felicidad, el Estado pueda ser el lugar apropiado para alcanzarla. Pero su olfato de mujer intemporal le decía que las emociones dulzonas de los ideales y el mundo feliz tendrían primero que responder a tres condiciones socioculturales necesarias. Son condiciones que normalmente no se dan a cualquiera o no brotan en cualquier sitio. Sea porque no hay historia ni líderes para representarlas. Sea porque simplemente no han echado raíz en un espacio público determinado. Sea porque cualquier colectividad está impreparada para defenderlas o reconocerlas. Sea porque la misma colectividad o sus instituciones -peor aún- están tentadas a desconocerlas. Estas condiciones son, para empezar, el respeto “al otro” sin el cual no puede haber vida pública ni superarse la “condición humana”. Segundo, la recuperación del sentido de la acción política como la más alta actividad humana y el espacio de lo público como su hábitat de manifestación. Tercero, la existencia de seres-ciudadanos educados que puedan hacer posible el espacio de lo público y en consecuencia la prevalecía de una Sociedad Política (así, con mayúsculas). Las confrontaciones, los totalitarismos de todo signo, el deterioro de las “vidas y las cosas públicas” y el tiempo minaron de manera inevitable la vida de esta mujer ejemplar. Pero su legado ha seguido presente como una de las grandes piedras a picar para pulir los cimentos de ese edificio apasionante que hacen las teorías política y social. Y con ello –hablo de la tarea de picar para pulir— de las instituciones políticas y los políticos interesados en vivir del campo público. El Estado ha pasado en las últimas semanas por momentos muy vivos de debate en torno al Plan Sonora Proyecta presentado por el Ejecutivo. Si bien la última palabra sobre su destino aún está por escribirse, es factible acercar evaluaciones en torno a lo ocurrido alrededor del PSP que nos digan algo más de nuestro ser social e institucional. Adelanto algo enseguida teniendo en cuenta las condiciones socioculturales citadas que se desprenden de la obra de Arendt. -El respeto al otro; que toca directamente el ámbito de la producción de ideas, su confrontación y la necesaria tolerancia entre los opuestos. Al respecto creo que en estas semanas algo se ganó. En los tiempos recientes no recuerdo algún programa de Gobierno que se haya discutido con el vigor concitado por el PSP entre actores clave de la vida política local: El Ejecutivo, el Congreso, los partidos políticos locales. Enhorabuena. Y, sin embargo, creo que faltó -aún faltaun debate más sustantivo de ideas. Este faltante es más ostensible tratándose de los organismos intermedios de la sociedad civil, los medios de comunicación y las instituciones académicas. El debate entre los actores en escena, por otra parte, particularmente entre los partidos políticos, por momentos fue-ha sido presa de los excesos de los adjetivos. Siguieron echándose de menos la provisión de los sustantivos, verbos y complementos que permiten trasladar las ideas en conceptos. Repásense los señalamientos PAN-PRI-PRD-PT, entre ellos y al interior de ellos en el caso de los dos últimos. -La recuperación del sentido de la acción política. Si el sentido de esta acción sólo se justifica en el bienestar común, estamos frente a un terreno donde los partidos, sus representantes y sus líderes mantienen una gran deuda con todos. Siendo el PSP un programa de gran envergadura, defensores y críticos se alinearon en el mismo punto: todos dijeron postular el tal bien común. Faltaron-faltan argumentos y hechos no sólo para ver a quién le asiste la razón, sino para justificar la ausencia de puentes y consensos entre comunidades que se dicen motivadas por el mismo sentido de deber a las mayorías. Por otra parte, la forma en que fue aprobado el PSP deja varias lecciones. Una inmediata es que los mismos partidos harían bien en revisar sus ideas de reforma política y de sistema de partidos. Me explico: El PSP fue aprobado por un voto de diferencia que otorgó un diputado de representación proporcional perteneciente a un partido de minoría. ¿Es sano para la democracia que haya sido así, que el fiel de la balanza no haya provenido de las fuerzas de los principales partidos en escena sino de la última onza colocada por quien representa una parte mínima de la sociedad? - La existencia de una comunidad educada. No es éste precisamente un activo para festejar. La comunidad posee información y formación; vive tras una idea de participación ciudadana que supone control de la gestión pública; exige por una política fuertemente entrelazada con la ética; y porta un sentido de comunidad a la manera descrita por Francis Fukuyama en la que lo que afecta e interesa a la sociedad contrabalancea lo que el Estado postula. No soy absolutista ni pesimista de ninguna manera. Visos de tal comunidad son y fueron representados en estos días por un grupo de voces y líderes sociales que avivaron el debate. Pero en verdad que fueron muy pocos porque son muy pocos. Y sin embargo sin la construcción de esa comunidad no iremos muy lejos. Por más que las instituciones y los actores políticos se colocaran en la inusual posición de aportar por igual su parte.