Si pensamos en las formas que desde mucho antes venían recusando la ficción, comprobamos que el cine de realidad reclamaba unas veces hacer ver objetivamente medios, situaciones y personajes reales, y otras mostrar subjetivamente las maneras de ver de estos mismos personajes, la manera en que ellos mismos veían su situación, su medio, sus problemas. Sumariamente, estaban el polo documental o etnográfico y el polo encuesta o reportaje. Estos dos polos inspiraron obras maestras, y se mezclaron de distintas formas (Flaherty por un lado y por el otro Grierson y Leacock). Pero, al recusar la ficción, si bien este cine descubría nuevos caminos, conservaba y sublimaba un ideal de verdad «que dependía de la propia ficción cinematográfica»: estaban lo que ve la cámara, lo que ve el personaje, el antagonismo posible y la resolución necesaria de los dos. Y el personaje mismo conservaba o adquiría una especie de identidad en tanto que era visto y en tanto que veía. Y también el cineastacámara tenía su identidad, como etnólogo o como reportero. Era muy importante recusar las ficciones preestablecidas en provecho de una realidad que el cine podía captar o descubrir. Pero se abandonaba la ficción en provecho de lo real, al tiempo que se conservaba un modelo de verdad que suponía a la ficción y emanaba de ella. Eso que había mostrado Nietzsche, que el ideal de lo verdadero era la ficción más profunda en el corazón de lo real, el cine todavía no lo había descubierto. La veracidad del relato seguía fundándose en la ficción. Muchas cosas cambiaban cuando se aplicaba el ideal o el modelo de lo verdadero a lo real, pues la cámara se dirigía a un real preexistente pero, en otro sentido, las condiciones del relato no habían cambiado en nada: lo objetivo y lo subjetivo quedaban desplazados pero no transformados; las identidades se definían de otra manera pero se definían; el relato resultaba veraz, realmente-veraz, en lugar de ficticiamente-veraz. Sólo que la veracidad del relato no había dejado de ser una ficción. La ruptura no está entre la ficción y la realidad sino en el nuevo modo de relato que las afecta a ambas. En la década de 1960 se produjo un cambio en puntos muy independientes, en el cine directo de Cassavetes y de Shirley Clarke, en el «cine de lo vivido» de Pierre Perrault, en el «cine-verdad» de Jean Rouch. Por ejemplo, cuando Perrault critica toda clase de ficción lo hace en el sentido de que ella forma un modelo de verdad preestablecido que expresa necesariamente las ideas dominantes o el punto de vista del colonizador, "incluso cuando quien la forja es el autor del film. La ficción es inseparable de una «veneración» que la presenta como verdadera, en la religión, en la sociedad, en el cine, en los sistemas de imágenes. Nadie entendió tanto como Perrault la consigna de Nietzsche: «suprimid vuestras veneraciones». Cuando Perrault se dirige a sus personajes reales de Quebec, no es solamente para eliminar la ficción sino para liberarla del modelo de verdad que la penetra, y encontrar en cambio la pura y simple «función de fabulación» que se opone a este modelo. Lo que se opone a la ficción no es lo real, no es la verdad, que siempre es la de los amos o los colonizadores, sino la función fabuladora de los pobres, que da a 10 falso la potencia que 10 convierte en una memoria, una leyenda, un monstruo. Asi, el delfín blanco de Pour la suite du monde, el caribú del Pays de la terre sans arbres, y por encima de todo la bestia luminosa, el Dioniso de La béte lumineuse. Lo que el cine debe captar no es la identidad de un personaje, real o ficticio, a través de sus aspectos objetivos y subjetivos. Sino el devenir del personaje real cuando él mismo se pone a «ficcionar», cuando entra «en flagrante delito de leyendar», y contribuye así a la invención de su pueblo. No se puede separar al personaje de un antes y un después, pero él los reúne en el tránsito de un estado al otro. El mismo pasa a ser otro, cuando se pone a fabular sin ser nunca ficticio. Y el cineasta, por su lado, se hace otro cuando «se intercede» así personajes reales que reemplazan en bloque sus propias ficciones por sus propias fabulaciones. Ambos se comunican en la invención de un pueblo. Me he intercedido a Alexis (Le régne de jaur), y todo Quebec, para saber quién era yo, «de manera que para decirme bastaba con darles la palabra».30 Es la simulación de un relato, la Ieyenda y sus metamorfosis, el discurso indirecto libre de Quebec, un discurso con dos cabezas, con mil cabezas, «poquito a poco». Entonces el cine puede llamarse cine-verdad, tanto más cuanto que habrá destruido todo modelo de lo verdadero para hacerse creador, productor de verdad: no será un cine de la verdad sino la verdad del cine. Así lo entendía Jean Rouch cuando hablaba de «cine-verdad». Al igual que Perrault con sus reportajes-encuestas, Rouch había comenzado por films etnográficos. La evolución de los dos autores sería difícil de explicar si nos limitáramos a invocar la imposibilidad de alcanzar un real bruto; todo el mundo supo siempre que la cámara ejerce una acción sobre las situaciones, y que los personajes reaccionan ante la presencia de la cámara, y esto no perturbaba a Flaherty ni a Leacock, quienes no veían en ello más que falsos problemas. Tanto en Rouch como en Perrault la novedad tiene otras fuentes. Comienza a expresarse claramente en Rouch, en Les 30 Sobre la crítica de la verdad y de la veneración, sobre la función de fabulación y la manera en que ésta supera lo real y lo ficticio, sobre el papel y la necesidad de los «intercesores», el texto más importante es la entrevista de PERRAULT con René Allio, en Ecritures de Pierre Perrault, Edilig, págs. 54-­‐56. Se le asociará en la misma compilación todo el análisis de JEAN-­‐DANIEL LAFOND, «L'ombre d'un doute», que presenta al cine de Perrault como un arte del «fingimiento»: los personajes «son ficcionales sin ser por ello seres de ficción» (págs. 72-­‐73). maitres [ous, cuando los personajes del rito, poseídos, ebrios, echando espuma, en trance, primero son mostrados en su realidad cotidiana donde son camareros, desmontadores, braceros, y volverán a serlo después de la ceremonia. Lo que eran antes ... A la inversa, en Moi un Noir se muestra a los personajes reales a través de los roles de su fabulación, Dorothy Lamour la pequeña prostituta, Lemmy Caution el parado de Treichville, sin perjuicio de comentar y corregir después ellos mismos la función que desencadenaron}31 En Jaguar, los tres personajes y sobre todo el «caballeroso», se distribuyen roles que les hacen afrontar como otras tantas potencias legendarias las realidades de su viaje, el encuentro con los fetichistas, la organización del trabajo, la fabricación de los lingotes de oro para luego encerrarlos, con lo que no sirven para nada, la visita del gran mercado a paso de carga, finalmente la invención de su pequeño comercio bajo un título que reemplaza una fórmula estereotipada por una figura apta para hacerse leyenda: «poquito a poco el pájaro hace su ... gorro », Y volverán a su país, a la manera de los antepasados, pletóricos de hazañas y de mentiras donde el menor incidente se vuelve potencia. Hay siempre tránsito de un estado a otro en el seno del personaje, como cuando el cazador bautiza a un león como el Americano, o cuando los viajeros de Cocorico monsieur Poulet encuentran a la diablesa. Si nos limitamos a estas obras maestras, advertimos en primer lugar que el personaje ha dejado de ser real o ficticio, en la misma medida en que ha dejado de ser visto objetivamente o de ver él subjetivamente: es un personaje que atraviesa pasos y fronteras porque se dedica a ínventar como personaje real, y se hace tanto más real cuanto más ha inventado. Dionyssos es una gran síntesis de Rouch: la imagen de la sociedad industrial que reúne a un mecánico magiar, un remachador de la Costa de Marfil, un chapista antillano, un carpintero turco, una mecánica alemana, se sumerge en un antes diorrisíaco, 'visitado por las tres ménades, la blanca, la negra y la amarilla, pero este antes es también un después, como el horizonte postindustrial donde los obreros han pasado a ser uno flautista, otro tambor, violoncelista, soprano, formando el cortejo dionisíaco que se adueña del bosque de Meudon. El «cinetrance» y su música son una temporalización de la imagen que nunca se queda en presente, que no deja de franquear el límite en los dos sentidos, todo bajo el impulso de un profesor que revela ser un falsario, nada más que un falsario, potencia de lo falso del propio Dionisos. Si la alternativa real-ficticio queda tan completamente superada es porque la cámara, en lugar de tallar un presente, ficticio o real, liga 31 Véase el análisis de JEAN-­‐ANDRÉ FIESCHI, quien demuestra cómo, a partir de Les maitres fous, Rouch imprime «un desfase segundo al desfase ya perturbador que parecía ser el propósito del film». Y, cada vez más,«lo que filma Rouch, y es el primero, no son ya conductas o sueños, o discursos subjetivos, sino el mixto indisociable que liga a uno con otro» (en Cinema, théorie, íectures, págs. 259-­‐261). constantemente al personaje al antes y al después que constituyen una imagentiempo directo. Es preciso que el personaje sea primero real para que afirme la ficción como una potencia y no como un modelo: es preciso que se ponga a fabular para afirmarse tanto más como real y no como ficticio. El personaje no cesa de hacerse otro, y ya no es separable de ese devenir que se confunde con un pueblo. Pero lo que decimos del personaje también es válido, y eminentemente, para el propio cineasta. También él se hace otro, en la medida en que toma personajes reales como intercesores y reemplaza sus ficciones por sus propias fabulaciones, pero en cambio él da a estas fabulaciones la figura de leyendas, las somete a la «puesta en leyenda». Rouch hace su discurso indirecto libre al mismo tiempo que sus personajes hacen el de Africa. Perrault hace su discurso indirecto libre al mismo tiempo que sus personajes hacen el de Quebec. Innegablemente hay una gran diferencia de situación entre Perrault y Rouch, diferencia que no es únicamente personal sino cinematográfica y formal. Para Perrault, se trata de pertenecer a su pueblo dominado y de recobrar una identidad colectiva perdida, reprimida. Para Rouch, se trata de salir de su civilización dominante y de alcanzar las premisas de otra identidad. De ahí la posibilidad de malentendidos entre ambos autores. Sin embargo, los dos como cineastas parten con el mismo material ligero. cámara al hombro y magnetófono sincrónico; deben hacerse otros, con sus personajes, al mismo tiempo que sus personajes deben hacerse otros también. La célebre fórmula: «lo cómodo del documental es que uno sabe quién es y a quién filma», pierde validez. La forma de ídentidad Yo = Yo (o su forma degenerada, ellos = ellos) cesa de valer para los personajes y para el cineasta, en lo real tanto como en la ficción. Lo que se deja adivinar es más bien, en grados profundos, el «Yo es otro» de Rimbaud. Godard lo decía a propósito de Rouch: no sólo para los propios personajes sino también para el cineasta, quien «blanco igual que Rimbaud, declara también él que Yo es otro», es decir, yo un negro." Cuando Rimbaud exclama «Soy de raza inferior desde la eternidad... soy una bestia, un negro... », lo hace pasando por toda una serie de falsarios, «Comerciante eres un negro, magistrado eres un negro, general eres un negro, emperador cascarrabias eres Un negro... », hasta esa más elevada potencia de lo falso que hace que un negro tenga que hacerse él mismo negro a través de sus roles blancos, mientras que el blanco encuentra en ello una posibilidad de hacerse negro también (e puedo salvarme...•). Y, por su lado, Perrault no necesita menos hacerse otro para reunirse con su propio pueblo. Ya no es Nacimiento de una nación, sino constitución o reconstitución de un pueblo, donde el cineasta y sus personajes se hacen otros juntos y el uno por el otro, colectividad que se extiende cada vez más, de lugar en lugar, de persona en persona, de intercesor en intercesor. Soy un caribú, un alce ... «Yo es otro» es la formación de un relato simulante, de una simulación de relato o de un relato de sirnulación que destituye a la forma del relato veraz. Deleuze, Gilles. La imagen-tiempo. Estudios sobre cine 2. “Las potencias de lo falso” pp. 201 – 206. Ediciones Paidós. Barcelona.1985.