Homilía en la Fiesta de la Virgen del Carmen. Julio de 2005 “María irradia la gloria del Líbano, la belleza del Carmelo y del Sarón. Ellos verán la gloria del Señor, la grandeza de nuestro Dios” (Is 35,2). La festividad de la Virgen del Carmen nos convoca a mirar a la Estrella de los Mares para buscar en ella fuerza, consuelo y sentido cristiano en nuestra vida. María, Madre solícita, atenta siempre a las necesidades de sus hijos, nos invita a acoger con confiada docilidad la palabra salvadora de su Hijo: “Haced lo que El os diga”, pudiendo decir nosotros: “Señor ¿a quien vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna”. En su historia la Iglesia ha acompañado a sus hijos con el tesoro de la devoción filial y confiada de la Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Devoción que vivimos contemplando el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado, a quien la Iglesia celebra y anuncia a todos los pueblos, orientada por testimonio original de María en el que cobra relieve extraordinario la experiencia de fe ante el acontecimiento de nuestra salvación. Para nosotros, sedientos de Dios por naturaleza, la Virgen María aparece como figura de la comunidad creyente asociada en todo a Cristo que se hizo en todo semejante a nosotros excepto en el pecado. La encarnación del Hijo de Dios hace que nada que afecte a los demás, nos pueda ser ajeno. “Para la Iglesia católica nadie es extraño, nadie es excluido, nadie es lejano. En una sociedad compleja como la nuestra, marcada por múltiples tensiones, la cultura de la acogida pide conjugarse con leyes y normas prudentes y de visión amplia, que permitan valorar lo positivo de la movilidad humana, previniendo sus posibles manifestaciones negativas. Todo ello ha de hacerse de tal forma que toda persona sea efectivamente respetada y acogida”, sin distinción de razas, lenguas, credos y nacionalidades. La fiesta de la Virgen del 1 Carmen nos invita a considerar los problemas de nuestras gentes del mar, de los pescadores de altura, de los de bajura, de quienes trabajan en las plataformas petroleras, y de los que prestan sus servicios en los grandes cruceros. Ellos y sus familias están muy en el corazón de la Iglesia. El Apostolado del Mar nos recuerda que hemos de respetar que se ve afectado por la crisis de los recursos naturales, teniendo que recurrir a paros biológicos y a excepcionales medidas protectoras, procesos en los que no siempre ocupan el interés preferente los pescadores y sus familias. Con oído atento y sensibilidad pastoral miramos desde la fe la compleja realidad del mundo que nos toca vivir para discernir los signos de los tiempos como indicadores de evangelización, reconociendo y alentando cuando hay de bueno y verdadero en las posibilidades de este momento histórico, denunciando todo lo que atenta contra la dignidad de la persona humana, favoreciendo el esfuerzo por la educación de los hijos, el aprecio por la familia y la amistad, el sentido de la fiesta y el convencimiento de la solidaridad para resolver situaciones difíciles en la vida cotidiana. Las lecturas que acabamos de escuchar, son como el bálsamo que necesitamos para nuestras heridas causadas por la orfandad espiritual en la que a veces vivimos. “Mujer, ahí tienes a tu hijo. Ahí tienes a tu madre”. La devoción a esta "mujer dócil a la acción del Espíritu Santo, mujer de la escucha y del silencio, mujer de la esperanza" alienta el alma sencilla y generosa, "atrae a los creyentes hacia su Hijo, hacia su sacrificio y hacia el amor del Padre" y es modelo en la búsqueda y en la obediencia de la voluntad de Dios en todo. Por eso aclamamos a la Madre del Redentor, como causa de nuestra salvación. No mar do mundo é necesário navegar nesta nave. Todolos momentos da nosa vida habémolos de vivir construíndo a cidade sempre inacabada dun mundo mellor, en convivéncia fraterna, en 2 paz. O cristián non pode evadirse da súa condición humana e menos cando esta é vivida traxicamente por millóns de persoas a causa do individualismo, do non respecto á vida, da insolidariedade, e de toda clase de violencia sempre estéril que reflicten a decadencia moral da sociedade. Estamos chamados a deixar a marca ética e moral na nosa existéncia. A vida non é nada se non é verdadeira. E non é verdadeira se non participa da verdade de Deus. No nos faltan problemas en nuestra vida, pero el gran problema es no haber descubierto que Dios es Amor no correspondido. Imitemos el impulso que lleva a María a glorificar al Señor y a alegrarse en El, pues siempre hay motivo para dar gracias a Dios. Ollamos a María, querendo avivar as raices da nosa fé e a nosa auténtica relixiosidade desde a sintonía cos proxectos e preocupacións da Igrexa e desde a solidariedade cos problemas e inquedanzas dos homes do noso tempo. A súa experiencia de fe axudaranos a vivir a chamada a conversión, en medio dunha cultura na que se tenta prescindir de Deus polo efecto adormecedor dunha forma de vida, dominada por desexos e aspiracións puramente materiais, manifestados no consumismo indiscriminado, no hedonismo e na erosión dos valores cristiáns. Satisfacer os proprios desexos e intereses, absolutizar falsamente a liberdade e renunciar a enfrontarse coa verdade e os valores mais alá das nosas intencións, vivir como se Deus non existise, escurece a senso da nosa vida. Reavivemos en esta Eucaristía el misterio de nuestra salvación y con humilde fe reemprendamos nuestra vida cotidiana con la conciencia de que Dios es nuestro Padre y de que María nos ha sido dada como Madre. Que ella sea nuestro socorro para subir de la llanura de nuestra mediocridad al monte de la Perfección que es Cristo. Hoy pedimos la protección de María, diciéndoles: 3 “Mujer, eres tan grande y tanto vales, que quien desea una gracia y no recurre a ti, quiere que su deseo vuele sin alas”. Con esta confianza le pedimos por la paz en nuestra convivencia hecha de diálogo y comprensión, por la familia amenazada cada vez más por fuerzas disgregadoras tanto de índole ideológico como práctico, que hacen temer por el futuro de esta fundamental e irrenunciable institución y, con ella por el destino de toda la sociedad, por los que no encuentran el sentido a su vida, por los que no encuentran el pan de cada día, por los jóvenes que buscan paraísos perdidos, por los ancianos a los que no les damos motivos de esperanza, por los niños a los que se les roba su infancia, por nosotros. Hacemos nuestra la oración de aquel marinero que se dirigía a María diciéndole: “Cuando lejos de nuestros hogares, recordamos a nuestros seres queridos y sentimos la soledad, Tú, Señora, Reina de los mares, nos unes a todos bajo tu manto. Porque en el mar estás siempre Tú y nuestro corazón lo siente, queremos decirte: Gracias, Señora, por ser nuestra Madre, nuestra Estrella, nuestra Luz y nuestra Ancora de salvación”. Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos. 4