LA ODONTOLOGÍA ES UNA PROFESIÓN CON VOCACIÓN HUMANISTA JORGE OLIVA, MARZO 2013 En la valoración de nuestras expectativas de vida, tendemos a no integrar la realidad cierta del dolor, la enfermedad y la muerte. Frente a estos hechos, nos revelamos, entristecemos y preocupamos. E incluso cuando meditamos acerca de estas vivencias la angustia está presente como la atmósfera más propia a ellas. Ingresar a un hospital, una clínica o tener que recurrir a algún facultativo es una necesidad que no quisiéramos asumir. Sin embargo, nuestra calidad de vida depende de un estado de salud satisfactorio. El quiebre que una enfermedad representa en nuestra vida implica un cambio, a veces brutal y abrupto, que afecta nuestra capacidad para emprender actividades cotidianas y de proyectarnos hacia el futuro. La vida en mayor o menor medida es alterada por la enfermedad y ésta nos hace manifiesta una realidad que, mientras gozamos de salud, permanece oculta: la fragilidad, vulnerabilidad y finitud humana. La atención odontológica no está ajena a esta realidad que hemos descrito. Acudir a una atención odontológica no hay duda que para el paciente implica vivir una experiencia tensa y opresiva: el equipamiento es poco amistoso, el instrumental es agresivo, y junto con las luces y los extraños aromas de fármacos, se dibuja un espacio particularmente intimidante y hostil. La relación entre dolor y atención odontológica es recurrente en la creencia del paciente y tiene consecuencias en su disposición corporal, emocional y psíquica mientras es intervenido. “El dolor no es un hecho fisiológico, sino existencial. No es el cuerpo el que sufre, sino el individuo entero” (Le Breton). Durante la atención, en general, el paciente está una disposición de total resignación. Aunque confíe en las capacidades técnicas y las habilidades del facultativo, siempre hay un grado de temor y ansiedad. En este trance, el paciente se ve en la necesidad de manejar una alta incertidumbre y expectación. No desea estar allí, pero tampoco tiene otra alternativa. La atención clínica odontológica genera así una tensión entre el querer ser sanados y la resistencia a ser intervenidos. Estas condiciones del paciente odontológico no están sólo circunscritas a su corporalidad física. Es la vivencia de su interioridad, el intracuerpo como lo llamaba Ortega, el que se ve comprometido. Es por esto que, más allá de la sensación dolorosa que conlleva una intervención clínica odontológica, están involucrados sentimientos y emociones como inseguridad, temor y miedo. Los odontólogos tienen el deber profesional de estar atentos y receptivos ante este complejo de vivencias que experimenta el paciente en la atención clínica, reconociendo la integridad de su condición humana y de la que goza todo persona cualquiera sea su condición física, socioeconómica, género, edad, etc. En efecto, el temor no hace excepciones ni distingos. Cuando se padece una enfermedad, por más autónomos y participativos que seamos en la toma de las decisiones clínicas, nuestra ineludible fragilidad condiciona nuestra libertad. En efecto, si bien las decisiones clínicas las ejecuta el odontólogo, una vez que han sido informadas y consentidas, en el momento de la intervención el paciente por su estado de dependencia está limitado en su participación. Esto produce una ansiedad e incertidumbre que el profesional debe gestionar con un juicio técnico prudente, habilidades comunicativas y un actuar correcto. En consecuencia, el valor del acto clínico en Odontología no se puede limitar al aparato protésico implantado o a la técnica utilizada, sino que radica en la responsabilidad del profesional frente a un paciente en condición de abierta fragilidad física y emocional. Un dolor dentario o pérdida de un diente es vivido por el paciente con angustia y desesperanza y ello obliga al odontólogo a plantear su intervención desde un inicio con la información suficiente y adecuada sobre el tratamiento propuesto y sus alternativas. Una información insuficiente e inadecuada, por el contrario, puede llegar a ser maleficiente, transformando la desesperanza en frustración, el dolor en sufrimiento y el miedo en angustia. Si el humanismo se entiende, en palabras del Dr. Roa, como “la preocupación activa por salvar lo humano del hombre”, la Bioética es un saber y una práctica por esencia humanista. La práctica clínica tiene por fin último el curar y el cuidar el enfermo, no como carne dañada, sino como una persona con vivencias, espiritualidad y sentimientos únicos. La Bioética invita a una reflexión moral sobre el ejercicio clínico, cuyo objetivo final es la búsqueda del bien del paciente, respetando su autonomía, en otros términos el restablecimiento de la salud evitando la instrumentalización de la persona. Es por ello que, los conocimientos, experiencias, habilidades y destrezas clínicas por importantes que éstas sean, constituyen solo medios y no fines. La Odontología como profesión dedicada a prevenir, curar y cuidar un tipo de patologías que tiene un impacto creciente en el nivel de salud de la sociedad actual, es imprescindible que, tal como enseña y promueve la Bioética, esté integrada por profesionales con actitudes y disposiciones valóricas orientadas al bien integral del paciente, mitigando los temores y desconfianzas con lo que habitualmente se asocia esta práctica clínica. Por eso, sin perjuicio de destacar los avances científicos y técnicos cuyos logros permiten nuevas aplicaciones diagnósticas y terapéuticas que disminuyen el dolor y temor que produce la intervención odontológica, los profesionales de la Odontología debieran estar más comprometidos con una profesión humanista dedicada a la persona. Podemos afirmar entonces con las palabras del Dr. Goic que “tal vez en ninguna otra profesión como la medicina, y por extensión en todas las profesiones de la salud, el humanismo es consustancial a su ejercicio”.