TESTIMONIOS DE LA GUERRA EN LA ZONA REPUBLICANA El hambre La familia Recio de Madrid «no pasó demasiada hambre porque tenían amistad con gente que podía conseguir comida»; pero «a veces comían cosas como carne de caballo que se compraba en la zona de Ventas. Allí tenían que enseñar unos vales para después poder comprar la carne. También comían verdolaga, que es una planta muy amarga que comen los cerdos, y berros. Había gente que cazaba topos en los ríos y se los comía. No había aceite y se tenía que cocinar con sebo.» El miedo Fue en noviembre del 36 —cuenta Manuel Villar Gordillo—. Era un día como otros en el cual me fui a comprar el pan. Numerosos gritos comenzaron a escucharse y el sonido de muchos aviones acercándose. La gente corría como desesperada, se aplastaban entre ellos, el pánico invadió a todas las personas y aviones alemanes comenzaron a bombardear la ciudad. La gente caía por las calles. Me junté con unas personas y me metí en la estación de Gran Vía. Allí había miles y miles de personas y para caber todos había gente que se metía por los túneles. Pero la gente que se había quedado en el exterior se tiraba en las trincheras que había y se hacían los muertos, aunque esto era peor, ya que los soldados rojos al creer que estaban muertos, a los otros cadáveres que estaban por el suelo los tiraban a esas trincheras y esto provocaba la muerte por asfixia de la gente aún viva que quedaba debajo. A un hermano mío le ocurrió esto y estuvo dos días y medio con un cadáver encima y con temor a moverse por si algún soldado le confundía y le disparaba. Al final consiguió salir, pero fue uno de los pocos, ya que mucha gente fue atrapada. La guerra era continuo salvajismo y matanza, y en cada ataque enemigo muchísima gente caía muerta quedando destrozadas numerosas familias.» La represión Victoriana Bermejo cuenta cómo Salto de Bolarque (Guadalajara) quedó en zona republicana y «muchos simpatizantes nacionalistas fueron arrestados por los republicanos y al atardecer les daban el paseíllo por todo el pueblo y eran fusilados a las afueras del mismo y a las mujeres les cortaban el pelo al cero y las hacían barrer las calles del pueblo para vergüenza suya.» Juana Mora Cardo vivía en un pueblo de Cuenca. Cuando los rojos entraron en el pueblo, tiraron las campanas de la iglesia. «Registraban las casas y, si encontraban algún santo, lo quemaban después. Juana tenía en la ventana una reja con una cruz de hierro y se la arrancaron. Entre varias mujeres escondieron al cura para protegerlo. Por supuesto, también los objetos de culto estaban escondidos, se rezaba a escondidas y no se celebraba la misa por miedo a que pasara algo.» Juana quiere mostrarse imparcial y distante, pero reconoce que «el peor recuerdo lo tiene de los rojos.» Los saqueos Dice Petra Gutiérrez, que una vez tomado, el pueblo de Bargas se llenó de moros que «eran malos y ladrones y se llevaban todo aquello que podían. En realidad vinieron por eso, su recompensa... por participar en la guerra era el botín que aquí consiguiesen. Eran bastante sucios y consideraban suyo todo aquello que les apetecía o les gustaba.» Los alemanes, sin embargo, «eran muy educados, gente muy aseada que nunca se metía con nadie. Organizaron las cocinas, repartían comida a los más pobres y todas las tardes se llevaban a los niños a merendar.»