LECTURA EL SÍNDROME DEL CONDENADO A

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LECTURA
EL SÍNDROME DEL CONDENADO A FRACASAR.
Jean-Francois Manzoni y
Jean-Louis Barsoux
Cuando falla un empleado, o simplemente su rendimiento es bajo, su directivo
normalmente no se culpa a sí mismo. El empleado no entiende su trabajo, podría
asegurar el directivo. O, el empleado no se siente atraído por el éxito, no sabe
establecer prioridades, o no sigue las instrucciones. Cualquiera que sea la razón, se
supone que el problema es culpa del empleado, y su responsabilidad. Pero, ¿lo es? En
ocasiones, naturalmente, la respuesta es afirmativa. Algunos empleados no están a la
altura de las áreas que se les asignan y nunca lo estarán, por falta de conocimientos,
aptitudes, o simples ganas. Pero en ocasiones, y podríamos decir que con mucha
frecuencia, se puede culpar al directivo en gran medida del bajo rendimiento del
empleado. Posiblemente la palabra «culpan>sea demasiado dura, pero su orientación
es correcta. De hecho, nuestra investigación indica claramente que los jefes -aunque
accidentalmente, y la mayoría de las veces con la mejor de las orientaciones- a
menudo son los cómplices de la falta de buenos resultados de los empleados. (Ver
«Sobre la investigación», en la pág. 251.) ¿Cómo? Porque crean y refuerzan una
dinámica que, en esencia, prepara para el fracaso al empleado considerado de bajo
rendimiento. Si el efecto Pigmalión describe una dinámica en la que una persona
cumple las grandes expectativas que se albergaban sobre ella, el síndrome del
condenado a fracasar expone lo contrario. Describe una dinámica en la que el
empleado considerado mediocre o de bajo rendimiento hace realidad las bajas
expectativas que el directivo alberga de él. El resultado es que, a menudo, terminan
abandonando la empresa, por propia voluntad o en contra de ella.
Normalmente el síndrome empieza de modo inadvertido. El motivo inicial puede estar
relacionado con el rendimiento, como cuando un empleado pierde a un cliente, no
alcanza un objetivo, o no cumple un plazo de entrega. Sin embargo, a menudo, el
origen no es tan específico. Un empleado es trasladado a otra división con una nota
poco entusiasta de su anterior jefe. O el directivo y el empleado no llegan a congeniar
a nivel personal. De hecho, varios estudios muestran que la compatibilidad entre jefe y
subordinado basada en la similitud de actitudes, valores o características sociales
puede tener considerable impacto sobre la impresión del jefe. En todo caso, el
síndrome se pone en marcha cuando el jefe empieza a preocuparse porque el
rendimiento del empleado es inferior al normal.
Entonces el jefe adopta la actitud aparentemente más adecuada, a la luz de los
defectos percibidos en el empleado: aumentar el tiempo y la atención que presta a ese
empleado. Exige que el empleado le pida la aprobación antes de tomar una decisión, le
pide que presente más documentación para justificar esas decisiones; o vigila al
empleado más de cerca en las reuniones y critica más sus comentarios.
Esas actuaciones van dirigidas a impulsar el rendimiento y evitar que el subordinado
cometa errores. Sin embargo, por desgracia, los subordinados interpretan, a menudo,
la mayor supervisión como una falta de seguridad y confianza del jefe. Con el tiempo,
debido a esas bajas expectativas, llegan a dudar de sus propios pensamientos y
capacidad, y pierden la motivación para decidir con autonomía o para tomar cualquier
medida. Se imaginan que el jefe cuestionará todo lo que hagan, o lo harán ellos
mismos, de todos modos.
Lo irónico es que el jefe considera este alejamiento del subordinado como una prueba
más de que el subordinado es realmente de bajo rendimiento. El subordinado, después
de todo, no está aportando sus ideas o su energía a la empresa. Entonces, ¿qué hace
el jefe? Aumenta de nuevo la presión de su supervisión, vigilando, preguntando y
comprobando dos veces todo lo que hace el subordinado. Al final, el subordinado
abandona su ilusión de hacer una aportación significativa. El jefe y el subordinado
normalmente establecen una rutina que no satisface a nadie, pero que, aparte de
algún conflicto periódico, les resulta soportable. En el peor de los casos, la intervención
y escrutinio intensos del jefe terminan por paralizar al empleado hasta la inactividad
total; y consume tanto tiempo del jefe que el empleado es despedido o se marcha de
la empresa. (Ver el cuadro «El síndrome del condenado a fracasar: Sin intención de
hacer daño. Una relación que va de mal en peor».)
Posiblemente el aspecto más desalentador del síndrome del condenado a fracasar es
que se trata de un proceso de cumplimiento inducido y reforzado por uno mismo, es la
quintaesencia del círculo vicioso. El proceso es de cumplimiento inducido porque las
acciones del jefe contribuyen a fomentar esa misma conducta que se espera de los de
bajo rendimiento. Es reforzado por uno mismo porque al cumplirse en el subordinado
las bajas expectativas del jefe, provocan más de la misma conducta en el jefe, lo que a
su vez desencadena más de la misma conducta en el subordinado. Y así una y otra
vez, sin querer, la relación se deteriora vertiginosamente.
El síndrome del condenado a fracasar:
Sin intención de hacer daño. Una relación que va de mal en peor
1. Antes de que se inicie el síndrome del condenado a fracasar, el jefe y el subordinado
normalmente mantienen una relación positiva, o al menos, neutral.
2. El acontecimiento que desencadena el síndrome del condenado a fracasar suele ser
poco importante o pasa inadvertido. El subordinado puede no haber cumplido un plazo
de entrega, perdido un cliente, o entregado un informe peor de lo esperado. En otros
casos, la génesis del síndrome está en el jefe que s. distancia del subordinado por
razones personales o sociales, pero sin ninguna relación con el rendimiento.
3. Al reaccionar contra la causa desencadenante, el jefe aumenta la supervisión sobre
el subordinado, le da instrucciones más precisas, y discute mucho más con él sobre las
líneas de acción.
4. El subordinado reacciona empezando a sospechar en una falta de confianza y a
tener la sensación de que ya no pertenece al grupo de los favoritos del jefe. Empieza a
alejarse emocionalmente del jefe y del trabajo. También puede incluso que se esfuerce
por cambiar la imagen que el jefe tiene de él, subiendo demasiado alto o corriendo
demasiado rápido como para hacerlo con eficacia.
5. El jefe interpreta la acumulación de problemas, los intentos y los excesos en las
metas, como señales de falta de criterio y de capacidad del subordinado. Si el
subordinado rinde bien, el jefe no lo reconoce o lo considera como una «excepción"
fortuita. El jefe limita la libertad de acción del subordinado, le retira el contacto social,
y muestra, cada vez de modo más abierto, .su falta de confianza en el subordinado y
su frustración.
6. El subordinado se siente atrapado e infravalorado. Cada vez se aleja más del jefe y
del trabajo. Incluso puede llegar a ignorar las instrucciones, a discutir abiertamente
con el jefe, y a explotar ocasionalmente debido a su sentimiento de rechazo. En
general, lleva a cabo su trabajo de un modo mecánico y dedica más energía a
protegerse. Más aún, remite todas las decisiones no rutinarias hacia el jefe o evita su
contacto.
7. El jefe se siente cada vez más frustrado y ahora está ya totalmente convencido de
que el subordinado no puede realizar su trabajo sin una supervisión constante. Y lo
hace saber con palabras y con hechos, socavando aún más la confianza del
subordinado e induciéndole a la inactividad.
8. Cuando el síndrome del condenado a fracasar alcanza su punto álgido, el jefe
presiona y controla todas las actividades del subordinado. O si no, evita su contacto y
le asigna sólo tareas rutinarias. Por su parte, el subordinado se encierra en sí mismo o
se marcha de la empresa, consternado, frustrado o furioso.
Un ejemplo que viene al caso es la historia de Steve, un supervisor de fabricación en
una empresa de Fortune 100. Cuando conocimos a Steve nos pareció un jefe enérgico,
emprendedor y muy motivado. Estaba al mando de su sección, supervisando los
problemas y resolviéndolos con rapidez. Su jefe le mostraba una gran confianza y le
concedía una excelente puntuación de rendimiento. Debido a su alto rendimiento,
Steve fue elegido para dirigir una línea de producción nueva considerada fundamental
para el futuro de la planta.
En su nuevo puesto, Steve respondía ante Jeff, que acababa de ser ascendido a un
puesto de alta dirección en la planta. En las primeras semanas de su relación, Jeff pidió
periódicamente a Steve que redactase un análisis breve sobre los rechazos más
importantes en el control de calidad. Aunque Jeff en aquella época no lo explicó a
Steve, la petición tenía dos objetivos principales: disponer de información que les
pudiese servir a ambos para conocer el nuevo proceso de producción, y ayudar a Steve
a adquirir la costumbre de efectuar de forma sistemática un análisis sobre la causa
principal de los problemas relacionados con la calidad. Como era nuevo en el puesto,
Jeff deseaba también demostrar a su propio jefe que controlaba el proceso.
Al ignorar estos motivos, Steve se resistía. ¿Por qué, se preguntaba, debo realizar
informes sobre una información que yo mismo superviso y entiendo? En parte debido a
la falta de tiempo y en parte como reacción ante lo que consideraba una injerencia de
su jefe, Steve dedicó poca atención a los informes. Su retraso y su poca calidad
molestaban a Jeff, que empezó a sospechar que Steve no era un directivo
particularmente dispuesto. La siguiente vez que reclamó el informe, lo hizo con más
dureza. Para Steve, esta actitud simplemente confirmaba que Jeff no confiaba en él.
Se alejó cada vez más y no intercambiaba opiniones con Jeff, cumpliendo sus
exigencias con una resistencia pasiva cada vez mayor. Al poco tiempo, Jeff se
convenció de que Steve no era lo bastante eficaz como para realizar su trabajo sin
ayuda. Empezó a supervisar cada movimiento de Steve, con la consternación que es
de imaginar en este último. Al de un año de haberse hecho cargo entusiasmado de la
nueva línea de producción, Steve estaba tan desalentado que estaba pensando en
abandonar la empresa. ¿Cómo puede un directivo romper el síndrome del condenado a
fracasar? Antes de responder a esta pregunta examinemos más de cerca la dinámica
que pone en marcha el síndrome y lo mantiene en movimiento.
LOS ELEMENTOS DEL SÍNDROME
Hemos dicho antes que el síndrome del condenado a fracasar normalmente se inicia de
modo inadvertido, es decir, se trata de una dinámica que se apodera sigilosamente del
jefe y el subordinado, hasta que de repente ambos se dan cuenta de que la relación se
ha agriado. Pero, bajo el síndrome subyacen algunas suposiciones sobre los empleados
de bajo rendimiento productivos que, aparentemente, todos los jefes aceptan. De
hecho, nuestra investigación revela que los ejecutivos comparan a los empleados de
bajo rendimiento con los de alto rendimiento, utilizando las descripciones siguientes:
a)
menos motivado, menos enérgico y con menos probabilidades de que haga más
que lo estrictamente exigido;
b)
más pasivo cuando tiene que hacerse cargo de problemas o proyectos;
c)
menos dinámico en la previsión de problemas;
d)
menos innovador y menos probable que sugiera ideas;
e)
de miras más estrechas en su visión y perspectiva estratégica;
f)
más proclive a guardarse información y a afirmar su autoridad, convirtiéndose
en malos jefes para sus propios subordinados.
No es sorprendente que basándose en estas suposiciones, los jefes tiendan a trazar de
un modo muy diferente a los empleados de bajo y alto rendimiento. De hecho,
numerosos estudios han mostrado que hasta un 100/0 de los directivos tratan a
algunos subordinados como si fuesen miembros de un grupo «in» de favoritos,
mientras que relegan a otros a un grupo «out» de inútiles. Los miembros del grupo in
son considerados colaboradores de confianza y, por lo tanto, reciben más autonomía,
consejos y expresiones de confianza por parte de sus jefes. En este grupo se establece
una relación jefe-subordinado de confianza mutua e influencia recíproca. Por su parte,
los miembros del grupo out son considerados como personal
contratado y son dirigidos de un modo más formal, menos personal, poniendo todos
más énfasis en las normas, las políticas y la autoridad. (Si quiere saber más sobre la
forma diferente en que los directivos tratan a los empleados de bajo y alto
rendimiento, vea el cuadro «Adelante con la multitud in, fuera con los out». ¿Por qué
los directivos clasifican a sus subordinados en grupos in y grupos out? Por la misma
razón que todos tendemos a clasificar por tipos a nuestros familiares, amigos y
conocidos: para hacer la vida más fácil. Etiquetar es una labor que todos practicamos,
porque nos permite funcionar con más eficacia. Ahorra tiempo, ya que nos ofrece una
guía provisional para interpretar los hechos y relacionamos con los demás. Por
ejemplo, los directivos usan esas clasificaciones para determinar con rapidez a qué
empleado debe encomendar cada tarea. Estas son las buenas noticias.
Adelante con la multitud in, fuera con los out
Conducta del jefe hacia los empleados considerados de alto rendimiento.
- Discute los objetivos del proyecto sin centrarse mucho en la implantación del
proyecto. Concede al subordinado la libertad de elegir su propio enfoque para resolver
problemas o alcanzar los objetivos.
- Trata los desacuerdos, los errores o los juicios incorrectos como oportunidades de
aprendizaje.
- Se pone a su disposición, como en ..Si necesitas
conversaciones, tanto intrascendentes como personales.
algo,
dímelo...
Inicia
- Se muestra abierto a las sugerencias de los subordinados y las discute con interés.
- Asigna al subordinado grandes tareas, interesantes y estimulantes. A menudo, deja
que el subordinado elija las tareas que se le deben asignar.
- Solicita la opinión del subordinado sobre la estrategia de la empresa, su forma de
llevarla a la práctica, normas y procedimientos.
- En los desacuerdos, a menudo acepta la opinión del subordinado.
- Elogia al subordinado por el trabajo bien hecho.
Conducta del jefe hacia los empleados
considerados de bajo rendimiento.
- Al discutir sobre tareas y objetivos se impone. Centra su atención en lo que es
necesario hacer y también en cómo debe hacerse.
- Presta mucha atención a los desacuerdos, a los errores o a los juicios incorrectos.
- Se pone a disposición del subordinado sólo cuando necesita verle. Basa la
conversación sobre todo en asuntos relacionados con el trabajo.
- Presta poco interés a los comentarios y sugerencias del subordinado acerca de cómo
y por qué se hace el trabajo.
- Se muestra reacio a asignar al subordinado otra cosa que no sea tareas rutinarias. Al
repartir los cometidos no le permite elegir. Le supervisa estrechamente.
- Rara vez pide al subordinado su opinión o ideas sobre cuestiones relacionadas con la
empresa o el trabajo.
- En los desacuerdos, normalmente impone su criterio.
- Destaca todo lo que el subordinado hace mal.
La mala es que las clasificaciones dentro de la empresa conducen a conclusiones
prematuras. Una vez convencido de la poca motivación y la capacidad limitada de
un subordinado, es muy probable que el directivo perciba todas las pruebas que
respaldan esa idea y rechace de forma selectiva las pruebas en contra. (Por
ejemplo, un directivo puede interpretar una idea fantástica de un producto nuevo
expuesto por un subordinado del grupo out, como un hecho aislado). Por desgracia
para algunos subordinados, varios estudios demuestran que los jefes suelen tomar
decisiones sobre los grupos in y los grupos out, tan sólo al cabo de cinco días de
iniciada la relación con el empleado.
¿Son conscientes los directivos de este proceso de clasificación y de su diferente
forma de tratar a los empleados in y los out? Desde luego. De hecho, los jefes que
hemos estudiado, con independencia de su nacionalidad, empresa o pasado
personal, por lo general eran bastante conscientes de controlar más a los
empleados considerados de bajo rendimiento. Algunos preferían denominar esta
actitud como «de apoyo y ayuda». Muchos de ellos también reconocieron que, a
pesar de intentar evitado, solían impacientarse más fácilmente con los de bajo
rendimiento, que con los de alto. Sin embargo, por lo general, los directivos son
muy conscientes del carácter controlador de su comportamiento respecto de los
empleados considerados de bajo rendimiento. Para ellos, esa conducta no es un
error de actuación, es totalmente intencionada.
Los jefes no se dan cuenta de que su estrecho control termina perjudicando el
rendimiento de sus subordinados, al socavar su motivación de dos maneras:
primero, privando a los subordinados de autonomía en el trabajo; y segundo,
haciéndoles sentirse infravalorados. El control estrecho es una indicación de que el
jefe supone que el subordinado no puede realizar su trabajo correctamente, sin
unas instrucciones muy precisas. Cuando el subordinado percibe las bajas
expectativas por parte del jefe, puede perder la confianza en sí mismo. Esto resulta
especialmente problemático porque numerosos estudios confirman que los
empleados rinden poco o mucho en función de lo que el jefe espera de ellos; o, en
realidad, de lo que ellos esperan de sí mismos. 1
Naturalmente, los ejecutivos a menudo nos dicen: «¡Oh!, pero si tengo mucho
cuidado con eso de las expectativas. Controlo más a los menos productivos, pero
me aseguro de que no parezca una falta de seguridad o de confianza en su
capacidad.» Creemos lo que esos jefes nos cuentan. Es decir, creemos que, de
verdad, se esfuerzan mucho por disimular sus intenciones. Sin embargo, cuando
hablamos con sus subordinados descubrimos que sus esfuerzos han sido inútiles en
su mayor parte. De hecho, nuestra investigación revela que la mayoría de los
empleados pueden «leer la mente de sus jefes»,y lo hacen. En particular, saben
muy bien, si están incluidos en el grupo in o en el grupo out. Lo único que tienen
que hacer es comparar cómo son tratados, y cómo lo son sus colegas mejor
considerados.
Sencillamente, del mismo modo que las suposiciones del jefe acerca de los
empleados de bajo rendimiento y la forma correcta de dirigirles explica su
complicidad en el síndrome del condenado a fracasar, las suposiciones del
subordinado acerca de lo que piensa el jefe explican su propia complicidad. ¿La
razón? Cuando la gente percibe desaprobación, crítica o simplemente falta de
1
La influencia de las expectativas sobre el rendimiento hasido observada en numerosos experimentos
efectuados por Dov Eden y sus colegas. Ver: Dov Eden, «Leadership and Expectations: Pygmalion
Effects and Other Self filling Prophecies in Organizations», en Leadership Quarterly, Invierno de 1992,
vol. 3, n.O4, págs. 271-305.
confianza y aprecio, se suele encerrar en sí misma, un fenómeno de
comportamiento que se manifiesta de varias maneras. Ante todo, encerrarse en sí
mismo quiere decir desconectarse Intelecto al y emocionalmente. Los subordinados
simplemente dejan de dar lo mejor de sí mismos. Se cansan de ser rechazados y se
quedan sin ganas de luchar para defender sus ideas. Tal como lo expresó un
subordinado: «El jefe me explica cómo hacer algo hasta el último detalle. En lugar
de discutir con él, ahora he terminado deseando decide: "Vamos, simplemente
dígame lo que quiere que haga, y lo haré". Te conviertes en un robot.» Otro de los
empleados considerado de bajo rendimiento nos explicaba: «Cuando el jefe me
dice que haga algo, lo hago mecánicamente. » Encerrarse en sí mismo implica
también desinteresarse personalmente, básicamente, reducir el contacto con el
jefe. En parte, este alejamiento es causado por la naturaleza de los intercambios,
que suelen ser de tono negativo. Tal como admitió un subordinado: «Solía tratar
mucho más con mi jefe, hasta el momento en que lo único que recibía era una
respuesta negativa; entonces, empecé a rehuir.» Además del riesgo de una
reacción negativa, a los empleados considerados de bajo rendimiento les preocupa
no dañar más aún su imagen. Siguiendo el conocido aforismo de: «Mejor
permanecer callado y parecer un tonto, que abrir la boca y demostrado», evitan
pedir ayuda, por temor a exponer más sus limitaciones. También suelen mostrarse
menos dispuestos a ofrecer información; un simple «comentario» de un empleado
considerado de bajo rendimiento puede provocar una reacción excesiva por parte
del jefe, que se lanzará a la acción cuando no era necesario. Tal y como recuerda
uno de los considerados de bajo rendimiento: «Yo sólo quería dar a conocer una
pequeña cuestión al jefe que se salía ligeramente de la rutina; pero en cuanto lo
mencioné, se lanzó sobre mi caso. Debería haber mantenido la boca cerrada. Como
hago ahora.»
Por último, encerrarse en sí mismo puede significar ponerse a la defensiva. Muchos
de los empleados considerados de bajo rendimiento, empiezan dedicando más
energía a justificarse a sí mismos. Previendo que van a ser culpados por los fallos,
buscan excusas de antemano. Terminan pasando mucho más tiempo mirando por
el espejo retrovisor, que al camino que tienen delante. En algunos casos como en el
de Steve, el supervisor de fabricación que hemos mencionado antes, esta actitud
defensiva puede conducirle a incumplir las instrucciones del jefe, o incluso, a
oponerse sistemáticamente a ellas. Aunque pueda parecer irracional la idea de que
un subordinado débil pueda enfrentarse a su jefe, es el reflejo de lo mismo que en
cierta ocasión observó Albert Camus: «Cuando se priva al hombre de toda elección,
la única libertad que le queda es la de decir no.»
EL SÍNDROME RESULTA CARO
Hay dos costes evidentes del síndrome del condenado a fracasar: el coste
emocional pagado por el subordinado, y el coste empresarial asociado al fracaso de
la empresa de obtener lo mejor del empleado. Sin embargo, hay también otros
costes a considerar, algunos de ellos indirectos y a largo plazo. El jefe paga el
síndrome de varias maneras. En primer lugar, las relaciones difíciles con los
empleados de bajo rendimiento, a menudo, agotan la energía física y emocional del
jefe. Mantener una fachada de cortesía y fingir que todo va bien cuando ambas
partes saben que no es así, puede suponer gran tensión. Además, la energía
dedicada a intentar arreglar estas relaciones o a mejorar el rendimiento del
subordinado mediante una mayor supervisión, impide al jefe atender debidamente
a otras actividades, lo cual, a menudo causa frustración y enojo en el jefe.
Por otra parte, el síndrome puede pasar factura a la reputación del jefe, cuando
otros empleados observan su conducta hacia los empleados de bajo rendimiento. Si
el trato que da el jefe a un subordinado es considerado injusto o sin apoyo, los que
lo observan pronto sacarán sus conclusiones. Un empleado de excelente
productividad refiriéndose a la conducta hipercrítica de su jefe hacia otro empleado,
comentó: «Nos hace sentimos como si fuésemos prescindibles». A medida que las
empresas aceptan cada vez más las virtudes del aprendizaje y la delegación de
autoridad en los empleados, los directivos deben cultivar su reputación como
formadores, además de obtener resultados.
El síndrome del condenado a fracasar también tiene graves consecuencias en
cualquier equipo. Una falta de fe en los empleados considerados de bajo
rendimiento, puede tentar a los directivos a sobrecargar a los considerados de alto
rendimiento; cualquier jefe prefiere confiar las tareas importantes a los empleados
que piensa que trabajarán bien y rápidamente, y a los que irán más allá de lo
estrictamente obligatorio debido a su gran sentido de destino compartido. Tal y
como aseguró, medio en broma, un jefe: «Regla número uno: si quieres que un
trabajo se haga, dáselo a alguien que esté ocupado, hay alguna razón por la que
esa persona está ocupada.»
Esa mayor carga de trabajo puede ayudar a los considerados de alto rendimiento a
aprender a administrar mejor su tiempo, especialmente, a medida que aprenden a
delegar con más eficacia en sus propios subordinados. Sin embargo, en muchos
casos estos trabajadores se limitan a absorber esa carga mayor y esa mayor
presión; yeso, con el tiempo pasa factura al subordinado y reduce la atención que
pueden dedicar a las otras dimensiones de su trabajo, en particular a aquellas que
proporcionan mayores ventajas a largo plazo. En el peor de los casos, el exceso de
carga puede llegar a quemar a los que más rinden.
El espíritu de equipo puede quedar dañado también por el progresivo alejamiento
de uno o más de los miembros considerados de bajo rendimiento. Los buenos
equipos comparten un sentido de entusiasmo y compromiso con una misión común.
Incluso, aunque los miembros del grupo out del jefe intenten mantener su dolor
oculto, los otros miembros del equipo perciben la tensión. Un directivo recuerda la
desagradable sensación que experimentaba cada semana todo el equipo, mientras
tenían que presenciar cómo el jefe interrogaba sin piedad a uno de sus
compañeros. Tal y como lo explicaba: «Un equipo es como un organismo vivo. Si
un miembro sufre, todo el equipo siente el dolor.»
Además, muchas veces los subordinados relegados no se guardan el sufrimiento.
En los pasillos o en la comida buscan oídos compasivos en los que descargar sus
quejas y recriminaciones; con lo que no sólo desperdicia su propio tiempo, sino que
distrae a sus colegas de sus tareas productivas. En lugar de centrarse en la misión
del equipo, se desvía un tiempo y energía muy valiosos hacia la discusión de las
políticas y dinámicas internas.
Por último, el síndrome del condenado a fracasar tiene consecuencias para los
subordinados del propio empleado considerado de bajo rendimiento. Pensemos en
el niño más débil de la escuela que está siendo golpeado en el patio por el matón
de la clase. A menudo, el niño maltratado va a casa y golpea a sus hermanos
pequeños más débiles. Lo mismo ocurre con los empleados incluidos en el grupo
out del jefe. Cuando. Tienen que tratar a sus propios subordinados, normalmente
imitan la conducta de sus jefes para con ellos. No son capaces de reconocer los
buenos resultados o, más frecuentemente, supervisarán a sus empleados de un
modo excesivo.
LIBERARSE RESULTA DIFÍCIL
El síndrome del condenado a fracasar no es irreversible. Los subordinados pueden
liberarse de él, pero hemos comprobado que es muy raro que lo consigan. El
subordinado debe presentar constantemente unos resultados tan excelentes, ue el
jefe se vea obligado a cambiar al empleado del grupo out, en que estaba
clasificado, al grupo in; un cambio muy difícil dado el contexto en el que actúan
estos subordinados. Es muy difícil para los subordinados lograr impresionar a sus
jefes, ya que deben realizar tareas poco estimulantes, sin autonomía y con recursos
limitados; también les resulta difícil mantener un alto nivel de rendimiento cuando
reciben tan poco estímulo de sus jefes.
Además, incluso aunque el subordinado logre mejores resultados, será necesario
algún tiempo para que el jefe los perciba, dada la supervisión selectiva y sus
recuerdos negativos. De hecho, la investigación revela que el jefe suele atribuir a
factores externos las cosas buenas que realizan los empleados de bajo rendimiento,
en vez de atribuirlas a su esfuerzo y capacidad (y lo opuesto es cierto también para
los considerados de alto rendimiento: los éxitos suelen ser considerados como
suyos, y los fracasos se atribuyen a factores externos incontrolables). Por lo tanto,
el subordinado necesita conseguir una cadena de éxitos, a fin de que el jefe
empiece a pensar en revisar su clasificación inicial. Se requiere una clase especial
de valor, confianza en uno mismo, competencia profesional y perseverancia por
parte del empleado para lograr salir del síndrome.
En lugar de eso, suele ocurrir a menudo que los miembros del grupo out se fijan
unos objetivos excesivamente ambiciosos, para causar un gran impacto en poco
tiempo; por ejemplo, prometer cumplir un plazo con tres semanas de anticipación,
o emprender seis proyectos a la vez, o simplemente, intentar resolver un problema
complejo sin ayuda de nadie. Es una pena que todos esos esfuerzos sobrehumanos
se queden, normalmente, sólo en eso. Y al establecer unos objetivos tan elevados
que están condenados a fracasar, los subordinados quedan marcados por haber
tenido tan poco juicio como para intentado.
El síndrome del condenado a fracasar no está circunscrito sólo a los jefes
incompetentes. Hemos visto que se ha dado también en personas consideradas
dentro de su empresa como excelentes jefes. Su mala forma de gestionar a parte
de los empleados, no siempre les impide lograr el éxito; sobre todo, cuando ellos y
sus empleados considerados de alto rendimiento alcanzan unos altos niveles de
resultados individuales. Sin embargo, estos jefes podrían obtener incluso mayores
éxitos para el equipo, la empresa y para sí mismos, si pudiesen liberarse de ese
síndrome.
CÒMO HACERLO CORRECTAMENTE
Como norma general, el primer paso para resolver cualquier problema consiste en
reconocer su existencia. Esta observación es especialmente relevante para el
síndrome del condenado a fracasar, debido a que es de cumplimiento inducido y
reforzado por uno mismo. Para interrumpir el síndrome se necesita que el directivo
comprenda su dinámica; y en particular, que acepte la posibilidad de que su propia
conducta pueda contribuir al bajo rendimiento del subordinado. Sin embargo, el
siguiente paso para romper el síndrome es más difícil: requiere una intervención
cuidadosamente planificada y organizada en. Forma de una (o varias)
conversaciones sinceras dirigidas a sacar a la superficie y deshacer los
malentendido s que marcan la relación entre jefe y subordinado. El objetivo de esta
intervención es lograr un aumento sostenido en el rendimiento del subordinado y,
al mismo tiempo, una reducción paulatina de la injerencia del jefe. Sería difícil, y en
realidad, perjudicial, ofrecer un guión detallado de lo que debe ser una
conversación de ese. tipo. Un jefe que planifica rígidamente esta conversación con
el subordinado, no será capaz de entablar un verdadero diálogo con él, porque un
diálogo real exige flexibilidad. Sin embargo, como marco orientador ofrecemos
cinco componentes que caracterizan a toda intervención eficaz. Aunque no son
cinco etapas estrictamente sucesivas, los cinco componentes deben ser parte de
estas intervenciones. Primero, el jefe debe crear el ambiente apropiado para la
discusión. Por ejemplo, debe elegir un lugar y un momento para realizar la reunión
que represente la mínima amenaza posible para el subordinado. Un lugar neutral
puede ser más favorable al diálogo abierto que un despacho donde quizá se hayan
producido varias conversaciones desagradables. El jefe debe también emplear un
lenguaje firme en el momento de pedir al subordinado que se reúna con él. Esa
sesión no debe ser catalogada como de consejos, porque ese término puede sugerir
algún bagaje del pasado. El término también puede ser interpretado como que la
conversación va a ser unidireccional, un monólogo pronunciado por el jefe ante el
subordinado. En vez de eso, la intervención debe ser descrita como una reunión
para tratar sobre el rendimiento del subordinado, el papel del jefe, y la relación
entre el jefe y el subordinado. El jefe, incluso, puede reconocer que siente la
tensión de la relación y que desea utilizar la conversación para relajar esa tensión.
Por último al crear el ambiente, el jefe debe
bajo rendimiento que realmente le gustaría
franco. En particular, debería reconocer que
parte de la situación y que su conducta hacia
tema de discusión.
explicar al empleado considerado de
que la interacción fuese un diálogo
él mismo puede ser responsable en
el subordinado puede ser también un
Segundo, el jefe y el subordinado deben aprovechar el proceso de la
intervención para llegar a un acuerdo sobre los síntomas del problema.
Pocos empleados son ineficaces en todos los aspectos de su rendimiento. Y pocos
empleados -si hay alguno- desean rendir poco en su trabajo. Por lo tanto, es
fundamental que la intervención permita una comprensión mutua de las
responsabilidades específicas del trabajo en las que el subordinado es poco eficaz.
En el caso de Steve y Jeff, por ejemplo, un examen exhaustivo de las pruebas les
hubiese llevado a estar de acuerdo en que el bajo rendimiento de Steve no era
general, sino que en su mayor parte se limitaba a la calidad de os informes
remitidos (o que no había remitido). En otra situación distinta, se podría estar de
acuerdo en que un directivo de compras tuvo poco éxito cuando se trató de
encontrar proveedores extranjeros, y al exponer sus ideas en las reuniones. O un
nuevo profesional de inversiones y su jefe pueden ponerse de acuerdo en que su
rendimiento fue inferior al previsto en lo referente a la elección del momento para
la compra y venta de valores; pero también pueden estarlo en que el análisis
financiero de los valores fue muy acertado. En todo esto subyace la idea de que
antes de esforzarse por mejorar el rendimiento o reducir la tensión en una relación,
se debe determinar de mutuo acuerdo las áreas del rendimiento que han
contribuido a la aparición del problema.
Al tratar sobre el caso de Steve y Jeff más arriba, hemos empleado la palabra
«prueba». Eso es debido a que el jefe necesita respaldar su evaluación del
rendimiento con hechos y datos, si se quiere que esa intervención sea útil. No se
puede basar en, sentimientos, como cuando Jeff le reprocha a Steve: «Tengo la
sensación de que usted no pone la energía suficiente en estos informes.» En lugar
de eso, Jeff deberá describir cómo es un buen informe y los puntos en que los
informes de Steve se quedan cortos. Del mismo modo, se debe permitir al
subordinado -en realidad, se le debe animar- defender su rendimiento, compararlo
con el de otros colegas del trabajo, y destacar las áreas en que su calidad es
superior. Después de todo, por mucho que valga la opinión del jefe, no se convierte
en un hecho.
Tercero, el jefe y el subordinado deben llegar a un acuerdo sobre lo que
podría estar causando el bajo rendimiento en determinadas áreas. Una vez
identificadas las áreas de bajo rendimiento, es hora de desenterrar las razones de
ese fallo. ¿El subordinado tiene poca capacidad para organizar su trabajo,
administrar su tiempo, o trabajar con otros? ¿Carece de conocimientos o aptitudes?
¿El jefe y el subordinado están de acuerdo sobre las prioridades? Es posible que el
subordinado haya prestado menos atención a un área concreta de su trabajo,
debido a que no se ha dado cuenta de la importancia que tiene para un jefe. ¿El
subordinado trabaja menos eficazmente bajo presión? ¿Tiene unos objetivos de
rendimiento, de menor nivel que los del jefe?
También es fundamental que en la intervención, el jefe plantee la cuestión de su
propia conducta para con el subordinado y de cómo afecta al rendimiento del
empleado. El jefe incluso debería intentar describir la dinámica del síndrome del
condenado a' fracasar: «¿Mi conducta hacia usted sólo sirve para empeorar las
cosas?», le podría preguntar, o «¿Lo que hago le hace sentir que estoy ejerciendo
demasiada presión sobre usted ?».
Este componente de la discusión debe también dejar claras las suposiciones que el
jefe y el subordinado habían hecho hasta la fecha, acerca de las intenciones del
otro. I Muchos malentendidos tienen su inicio en una suposición no comprobada.
Por ejemplo, Jeff puede explicar: «Cuando usted no me proporcionó los informes
que le había pedido, llegué a la conclusión de que usted no era muy dispuesto.» De
ese modo, Steve podría sacar a la luz sus suposiciones ocultas. «No. Reaccioné de
forma negativa porque usted me pidió un informe por escrito, lo cual me pareció
señal de un excesivo control», podría haber respondido Steve.
Cuarto, el jefe y el subordinado deben llegar a un acuerdo sobre los
objetivos de rendimiento y sobre su deseo de lograr que la relación
mejore. En medicina, tras el diagnóstico de la enfermedad, viene el tratamiento
prescrito. Las cosas son más complejas cuando se trata de reparar una disfunción
de la empresa, ya que modificar la conducta y aprender técnicas complejas puede
ser más difícil que tomar unas pocas pastillas. Pero el principio que vale para la
medicina vale también para la empresa: el jefe y el subordinado deben aprovechar
la intervención para decidir un sistema de tratamiento para resolver los problemas
esenciales que han identificado conjuntamente. El contrato entre jefe subordinado
debe establecer la forma en que pueden mejorar sus capacidades, conocimientos,
experiencia y relación personal. Debería también indicar explícitamente cómo va a
ser la supervisión del jefe en el futuro, de qué tipo y en qué grado. Naturalmente,
ningún jefe renunciará de repente a intervenir; es legítimo que el jefe supervise el
trabajo de sus subordinados, sobre todo cuando un subordinado ha demostrado
poseer aptitudes limitadas para el desempeño de una o más facetas de su trabajo.
Sin embargo, desde el punto de vista del subordinado, esa implicación del jefe
puede ser aceptada más fácilmente, e incluso bien recibida, si su objetivo es ayudar
al subordinado a desarrollarse y a mejorar con el tiempo. La mayoría de los
subordinados pueden aceptar temporalmente una mayor intervención, que se
pretende que vaya disminuyendo a medida que mejora el rendimiento. El problema
reside en el control exhaustivo que parece que nunca va a desaparecer.
Quinto, el jefe y el subordinado deben acordar comunicarse más
francamente en el futuro. El jefe podría decir: «La próxima vez que haga yo algo
que comunique una baja expectativa, ¿puede hacérmelo saber inmediatamente?» Y
el subordinado podría pedir o ser animado a decir: «La próxima vez que haga algo
que le irrite o que no entienda, ¿puede hacérmelo saber al momento?». Estas
simples peticiones pueden abrir la puerta a una relación más sincera casi
instantáneamente.
NO HAY RESPUESTA FÁCIL
Nuestra investigación indica que las intervenciones de este tipo no se producen
muy a menudo. Las discusiones cara a cara acerca del rendimiento del subordinado
suelen estar las primeras en la lista de situaciones del centro de trabajo que la
gente prefiere evitar, ya que esas conversaciones tienen la capacidad de hacer
sentirse amenazadas o violentas a ambas partes. Los subordinados son reacios a
desencadenar la discusión, porque les preocupa que se les considere susceptibles o
quejosos. Los jefes tienden a evitar estas conversaciones, porque les preocupa la
forma en que puede reaccionar el subordinado; la discusión podría forzar al jefe a
hacer más explícita su falta de confianza en el subordinado; y esto a su vez,
pondría al subordinado a la defensiva empeorando la situación todavía más. 2
En consecuencia, los jefes que observan la dinámica del síndrome del condenado a
fracasar en funcionamiento, pueden sentir la tentación de evitar una discusión
franca. En lugar de eso, actuarán tácitamente intentando animar a los empleados
de bajo rendimiento. Esta actitud tiene la poco duradera ventaja de evitar la
incomodidad de una discusión abierta, pero acarrea tres importantes
inconvenientes.
Primero, un enfoque unilateral por parte del jefe es menos probable que conduzca a
una mejora duradera, porque se centra sólo en un síntoma del problema, la
conducta del jefe. No se plantea el papel del propio subordinado en el bajo
rendimiento.
Segundo, incluso aunque el estímulo del jefe funcione bien y logre mejorar el
rendimiento del empleado, un enfoque unilateral limitará lo que tanto él como su
subordinado podrían haber aprendido con un modo más directo de abordar el
problema. El subordinado, en particular, no tendrá la ventaja de observar y
aprender de la forma en que su jefe resuelve las dificultades de su relación,'
problemas que el subordinado se puede encontrar algún día en su relación con las
personas bajo su responsabilidad.
Por último, los jefes que intentan modificar su conducta de modo unilateral, a
menudo terminan pasándose de la raya; de repente, conceden al subordinado más
autonomía y responsabilidad de la que puede manejar productivamente. Como es
de prever, el subordinado no rinde a satisfacción del jefe, con lo que éste queda
aún más frustrado y más convencido de que el subordinado no puede funcionar sin
una supervisión a fondo.
No estamos afirmando que la intervención sea siempre el mejor proceder. En
ocasiones, esa intervención no es posible ni deseable. Por ejemplo, pueden existir
pruebas abrumadoras de que el subordinado no es capaz de realizar su trabajo. Su
contratación o su ascenso han sido un error, cuya mejor solución consiste en
quitarle de ese puesto. En otros casos, la mala relación entre el jefe y el
subordinado ha ido demasiado lejos, se ha causado demasiado daño, como para
poder repararlo. Y por último, en ocasiones los jefes están demasiado ocupados y
sometidos a demasiada presión como para poder dedicar la clase de atención que la
intervención implica.
2
Los escritos de Chris Argyris sobre cómo y por qué los empleados tienden a actuar improductivamente
en situaciones que consideran amenazadoras o frustrantes son muy numerosos. Ver, por ejemplo
Knowledgefar Action: A Cuide to Overcoming Barriers to Organizational Change (San Francisco;
Jossey-Bass, 1993)
Sin embargo, a menudo, el mayor obstáculo para una intervención eficaz, está en
la mentalidad del jefe. Cuando un jefe cree que un empleado es de bajo
rendimiento y, por encima de todo lo demás, es una persona que le irrita, no va a
ser capaz de ocultar sus sentimientos con palabras; en la reunión saldrán a flote
sus convicciones más ocultas. Por esa razón, es tan importante la preparación de la
intervención. Antes incluso de decidir mantener esa reunión, el jefe debe separar
las emociones y la realidad. ¿Ha sido siempre la situación tan mala como ahora? ¿El
subordinado es tan malo como yo creo que es? ¿Qué pruebas tengo para creer eso?
¿Puede haber otros factores, aparte del rendimiento, que me hayan llevado a
etiquetar a este subordinado como de bajo rendimiento? ¿No hay alguna cosa que
ese subordinado hace bien? Cuando le contratamos debió presentar unas aptitudes
superiores a la media. ¿Han desaparecido de repente?
El jefe incluso podría representar mentalmente la conversación previamente. Si le
digo esto, ¿qué me contestará? Sí, seguro que diría que no es culpa suya y que el
cliente fue muy poco razonable. Estas excusas, ¿tienen algún fundamento?
¿Pudiera ser que en otras circunstancias yo podría haberlas considerado de manera
más favorable? Y si sigo creyendo que tengo razón, ¿cómo puedo ayudar al
subordinado a ver las cosas con más claridad?
El jefe puede también prepararse mentalmente para mostrarse abierto a los puntos
de vista del subordinado, incluso aunque el subordinado se enfrente ante cualquier
prueba relativa a su bajo rendimiento. Para el jefe será más fácil mostrarse abierto
si, mientras se prepara para la reunión, ha puesto en duda ya sus propias ideas
preconcebidas.
Incluso aunque estén bien preparado los jefes normalmente sienten cierta
incomodidad durante las reuniones de intervención. Esto no es malo del todo. El
subordinado probablemente estará también bastante incómodo, y el ver que su jefe
también eN un ser humano, puede resultar tranquilizador.
CALCULAR LOS COSTOS Y BENEFICIOS
Tal como hemos dicho, una intervención no siempre es aconsejable. Pero cuando lo
es, genera una serie de resultados que son siempre mejores que su alternativa, es
decir, la tensión y el bajo rendimiento constantes. Después de todo, los jefes que
sistemáticamente eligen ignorar el bajo rendimiento de sus empleados u optar por
la solución más conveniente de despedir al empleado de bajo rendimiento, están
condenados a repetir los mismos errores una y otra vez. Encontrar y formar a los
sustitutos de los considerados de bajo rendimiento, será un gasto costoso y
repetitivo. Como también lo será supervisar y controlar el rendimiento cada vez
peor de un subordinado desilusionado. Obtener resultados, a pesar del personal, no
es una solución sostenible. En otras palabras: es más razonable pensar en la
intervención como en una inversión, y no como un gasto, y con una rentabilidad
probablemente muy alta.
Es evidente que cuánta rentabilidad y la forma que adopte, depende del resultado
de la intervención; que a su vez dependerá no sólo de la calidad de la intervención,
sino también de otros factores clave implicados. ¿Cuánto tiempo lleva la relación
deteriorándose? ¿Posee el subordinado los recursos emocionales e intelectuales
requeridos para hacer el esfuerzo que será necesario? ¿Dispone el jefe de tiempo y
energía suficientes como para cumplir con la parte que le corresponde?
Los resultados que hemos observado podemos agruparlos en tres clases. En el
mejor de los casos la intervención conduce a una mezcla de adiestramiento,
formación, y replanteamiento del trabajo, ya un ambiente más despejado; en
consecuencia, mejora la relación y el rendimiento del empleado, y los costes
asociados con el síndrome desaparecen o disminuyen de forma perceptible.
En el segundo caso mejor, el rendimiento del subordinado mejora sólo de modo
marginal; pero, debido a que el subordinado ha sido escuchado sincera y
abiertamente por el jefe, la relación entre ambos llega a ser más productiva. Jefe y
subordinado adquieren una mejor comprensión de las dimensiones del trabajo que
el subordinado puede realizar perfectamente, y de las que le cuestan más. Esta
mejor comprensión conduce al jefe y al subordinado examinar juntos la forma en
que se podría lograr un ajuste ejor entre las exigencias del trabajo y los puntos
fuertes y los débiles del subordinado. Ese ajuste mejor se puede lograr mediante un
cambio significativo del puesto de trabajo desempeñado por el subordinado o un
traslado a otro puesto dentro de la empresa. Incluso, puede que el subordinado
decida abandonar la empresa.
Aunque el resultado no sea tan bueno como en el primer caso, sigue siendo
productivo; una relación más sincera relaja la tensión en el jefe y el subordinado y,
a su vez, en los subordinados del subordinado. Si el subordinado pasa a otro nuevo
puesto más adecuado dentro de la empresa, posiblemente llegará a obtener un
excelente rendimiento. Su traslado puede dejar vacante su puesto anterior, para un
candidato mejor. El punto clave está en que, el haber recibido un trato justo, es
mucho más probable que el subordinado acepte el resultado del proceso. De hecho,
estudios recientes muestran que si el proceso es percibido como justo, es mucho
mayor el impacto sobre la reacción de los empleados ante los resultados. (Ver «Fair
Process: Managing in the Knowledge Economy», de W. Chan Kim y Renée
Mauborgne, HBR, Julio - Agosto 1997.)
Esa equidad es una ventaja, incluso en los casos en los que a pesar de los
esfuerzos del jefe, ni el rendimiento del subordinado ni su relación con el jefe
mejoran de forma significativa. En ocasiones ocurre que el subordinado carece
realmente de la capacidad para cumplir con las exigencias del trabajo, no tiene
interés en realizar el esfuerzo para mejorar, y las diferencias profesionales y
personales entre el jefe y el subordinado son irreconciliables. Sin embargo, en estos
casos la intervención proporciona de todos modos unas ventajas indirectas; porque,
incluso aunque la consecuencia sea el despido, es menos probable que los otros
empleados de la empresa sientan que son prescindibles o traicionados, al ver que el
subordinado ha recibido un trato justo.
LA MEJOR MEDICINA ES LA PREVENCIÓN
El síndrome del condenado a fracasar ha es un hecho consumado de la empresa. Es
posible deshacerlo. El primer paso del jefe debe consistir en ser consciente de su
existencia y admitir la posibilidad de que él mismo puede ser parte del problema.
El segundo paso exige al jefe iniciar una intervención clara y definida. Una
intervención así requiere un intercambio abierto entre jefe y subordinado, basado
en las pruebas del bajo rendimiento, sus causas subyacentes y las
responsabilidades conjuntas; y debe terminar en una decisión conjunta sobre cómo
trabajar para eliminar el síndrome. Para anularlo es necesario que el directivo se
enfrente a sus propias ideas preconcebidas. También se requiere que el jefe tenga
valor de mirar en su interior en busca de las causas y las soluciones, antes de
cargar la responsabilidad donde no corresponde del todo. Sin embargo, prevenir el
síndrome es la mejor opción.
En nuestra actual investigación, estamos examinando la prevención directamente.
Nuestros resultados son todavía preliminares, pero parece que los jefes que logran
evitar el síndrome del condenado a fracasar poseen varios rasgos comunes. Resulta
interesante que no se comporten igual con todos los subordinados. Se implican
más con unos que con otros; incluso, supervisan a unos más que a otros. Sin
embargo, lo hacen sin desmoralizar ni desautorizar a los subordinados.
¿Cómo? Una respuesta es que estos directivos empiezan implicándose activamente
con todos los empleados por igual, y paulatinamente van reduciendo su
intervención en función de la mejora del rendimiento. Al principio, la orientación no
aparece como amenazadora para los subordinados, porque no está desencadenada
por fallos en el rendimiento; es de carácter sistemático y va dirigida a ayudar a
establecer las condiciones para el éxito futuro. "El contacto frecuente al inicio de la
relación ofrece al jefe una gran cantidad de oportunidades para comunicarse con
los subordinados acerca de prioridades, medidas del rendimiento, distribución del
tiempo, e incluso expectativas sobre la frecuencia y el tipo de comunicación mutua.
Ese tipo de claridad puede ayudar mucho ,a prevenir la dinámica del síndrome del
condenado a fracasar que, a menudo, suele estar alimentada por unas expectativas
poco definidas y falta de claridad acerca de las prioridades.
Por ejemplo, en el caso de Steve y Jeff, Jeff podría haber indicado claramente
desde el principio que deseaba que Steve estableciese un sistema para analizar de
manera sistemática las causas fundamentales de los rechazos en el control de
calidad. Podía haber explicado las ventajas que ofrece el establecer un sistema de
ese tipo durante las primeras fases de la puesta en marcha de una línea de
producción nueva; y podía haber expresado su intención de participar activamente
en el diseño de este sistema y en su funcionamiento esencial. De ese modo su
intervención futura podría disminuir en tal grado que, ya en la fase inicial, se podría
haber llegado a un acuerdo conjunto.
Otra de las maneras en que los directivos parecen evitar el síndrome del condenado
a fracasar, consiste en examinar de un modo continuo sus suposiciones y actitudes
hacia los empleados. Se esfuerzan por resistir a la tentación de catalogar a los
empleados de forma simplista. También analizan su forma de razonar. Por ejemplo,
cuando se sienten frustrados por el rendimiento de un subordinado, se preguntan:
«¿Cuáles son los hechos?» Reflexionan sobre si esperan del, subordinado algo que
no ha sido enunciado expresamente; e intentan ser objetivos al determinar la
frecuencia y el grado en que el subordinado ha fallado realmente. En otras
palabras: estos jefes profundizan en sus propias suposiciones y conductas, antes de
iniciar una intervención en toda regla.
Por último, esos directivos evitan el síndrome del condenado a fracasar mediante la
creación de un ambiente en el que los empleados se sienten cómodos discutiendo
sobre su rendimiento y sobre su relación con el jefe. Éste es función de varios
factores: la franqueza del directivo, su comodidad al ver que se cuestionan sus
opiniones, incluso, su sentido del humor. El resultado final es que el jefe y el
subordinado se sienten libres para comunicarse con frecuencia y plantearse
preguntas acerca de sus respectivas conductas, antes de que los problemas crezcan
de repente y se enquisten.
Los métodos empleados para evitar el síndrome del condenado a fracasar implican
un gran esfuerzo emocional por parte de los jefes, al igual que las intervenciones.
Sin embargo, en nuestra opinión esa intensa implicación emocional es la clave para
lograr que los subordinados rindan al máximo. Como en la mayoría de las cosas de
la vida: sólo se puede esperar obtener mucho, si antes se ha invertido mucho. Tal
como nos explicó un alto ejecutivo en cierta ocasión: «El respeto que das, es el
respeto que recibes». Estamos de acuerdo. Si desea -en realidad, necesita- que la
gente de su empresa se dedique al trabajo en cuerpo y alma, el directivo debe
hacerlo también.
RESUMEN
¿Por qué algunos empleados rinden tan poco? La mayoría de los directivos
responderían a esta pregunta enumerando una lista de defectos, entre otros: pocas
aptitudes, experiencia insuficiente, incapacidad para establecer prioridades en las
tareas y falta de motivación. En otras palabras, defenderían que el bajo
rendimiento es culpa del empleado. Pero, ¿lo es?
No siempre, afirman los autores. Su investigación sobre cientos de ejecutivos indica
claramente que, con frecuencia, los propios jefes son los responsables -aunque
involuntarios- del rendimiento inferior a lo normal de un empleado.
Según afirman los autores, los jefes y sus trabajadores considerados de bajo
rendimiento, a menudo, están atrapados en una dinámica llamada el síndrome del
condenado a fracasar, que suele funcionar de la siguiente manera: Un jefe se
empieza a preocupar cuando el rendimiento de un subordinado no es satisfactorio.
Entonces toma la que parece la medida más apropiada, aumentar el tiempo y la
atención que presta a ese empleado. Pero en lugar de mejorar el rendimiento del
subordinado, la mayor supervisión produce el efecto contrario. El subordinado, al
percibir la falta de confianza del jefe, se aleja de su trabajo y de su jefe. Y la
relación se deteriora vertiginosamente.
¿Qué debe hacer el jefe? Primero, debe aceptar la posibilidad de que sea su propia
conducta la que empeora el problema. Segundo, debe planificar una cuidadosa
intervención con el subordinado en forma de una conversación sincera para
deshacer los malentendidos creados
en su relación. La intervención nunca es fácil, pero el tiempo y la energía invertidos
en ella normalmente rendirán un alto beneficio.
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