México y el TLCAN: lecciones para el resto de América Latina FARID KAHHAT Hablar de la economía mexicana durante la última década equivale en lo esencial a hablar del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN). Adelantemos la conclusión: el balance del TLCAN es positivo si nos atenemos a sus objetivos explícitos (p. ej. incrementar en forma sustantiva el comercio exterior y la inversión extranjera directa), pero aquel está lejos de constituir por sí mismo una estrategia de desarrollo (contra la previsión de Herminio Blanco, jefe del equipo negociador mexicano, según la cual «el mejor proyecto de país es no tener proyecto de país, y dejar que el mercado modele el mejor México posible»). Empecemos por las buenas nuevas: según un reciente informe elaborado por economistas del Banco Mundial, de no mediar el TLCAN las exportaciones de México serían inferiores en un 25 por ciento a su nivel actual, la inversión extranjera directa sería menor en un 40 por ciento y el PBI para 2002 hubiera sido inferior en un 5 por ciento. Más allá del análisis contrafactual, siempre controversial, podría recordarse que las exportaciones de Economista peruano-palestino. Doctor en Gobierno por la Universidad de Texas (Austin). Actualmente es profesor en la Facultad de Estudios Internacionales del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), con sede en México. México hacia los Estados Unidos crecieron en un 234% durante la vigencia del TLCAN. Dado que el sector externo da cuenta de alrededor de un tercio del PBI, ello explica las altas tasas de crecimiento de la economía mexicana durante la segunda mitad de la década de 1990. Ese crecimiento contrasta con la recesión que padecen a partir de 1997 la mayoría de países latinoamericanos, lo que contribuye a explicar el hecho de que el PBI per cápita de México sea hoy el mayor de la región (los recientes descalabros de Argentina y Venezuela explican el resto). En el último medio siglo los Estados Unidos representaron siempre más del 50 por ciento del comercio exterior de México. Antes del TLCAN, el comercio bilateral se basaba en el Sistema General de Preferencias, definido en forma unilateral por los Estados Unidos. Que ahora, en cambio, se rija por un acuerdo vinculante para ambas partes, es otro logro del Tratado. Pero merced al vertiginoso crecimiento del comercio bilateral desde la firma del TLCAN, ahora los Estados Unidos representan cerca del 90 por ciento del comercio exterior de México. México ha intentado reducir esa dependencia de un solo mercado mediante la suscripción de nuevos tratados de libre comercio, pero pese a ello la tendencia se mantiene. Es decir, los ciclos de la economía mexicana han quedado subordinados a los ciclos de la economía de los Estados Unidos. Ciertamente, podría preguntarse cuál es el problema con que una economía cuya evolución en el pasado mostraba las arritmias propias de un país latinoamericano, una su destino al de la principal economía del mundo. La respuesta es que, a diferencia del sacramento matrimonial, esta no es necesariamente una unión 2 en las buenas y en las malas: cuando la economía de los Estados Unidos entra en recesión, la de México no puede sino hacer lo propio. Pero dado el avance de algunos países a expensas de México en el mercado de los Estados Unidos, la expansión de la economía estadounidense no garantiza un crecimiento equivalente en las exportaciones mexicanas. Aunque claro, la pérdida de competitividad de la economía mexicana no es responsabilidad del TLCAN. Algunos analistas argumentan que, en este asunto, México se encuentra en una peculiar encrucijada: su mano de obra fabril no es lo suficientemente barata como para competir con países como China en industrias intensivas en trabajo, y el grado de calificación del resto de su fuerza laboral no es lo suficientemente alto como para competir con países como la India en industrias intensivas en capital o conocimientos. El TLCAN, por otro lado, ha sido eficaz en atraer hacia México flujos significativos de inversión extranjera directa. Pero al igual que en el caso del comercio exterior, los beneficios están, en lo esencial, concentrados en ciertas regiones geográficas, en ciertos sectores de la economía y en ciertos estratos sociales. Ello se debe en buena medida al hecho de que un número relativamente pequeño de empresas, que adquiere una baja proporción de sus insumos en el mercado nacional, da cuenta de una parte importante del crecimiento en las exportaciones (según un informe de la Alianza Social Continental, las cinco principales empresas exportadoras dan cuenta de más de 20 por ciento del total de las exportaciones). No resulta por eso paradójico que durante la década de 1990 la pobreza aumentara en México (debido en lo esencial al «efecto tequila»), mientras crecía el ingreso per cápita del país. 3 La reducción necesariamente una sustantiva de consecuencia la pobreza natural del no es crecimiento económico. En particular en una región como América Latina, en la cual todos los países son más desiguales que el promedio mundial. Por eso, el reciente informe del PNUD sobre la democracia en América Latina sostiene (basado en un estudio econométrico) que una leve disminución en la desigualdad podría inducir una reducción significativa en los niveles de pobreza (p. ej., precisamente porque los más pobres reciben una proporción tan pequeña del ingreso nacional, no se requiere de un gran esfuerzo redistributivo para incrementar en forma sustantiva sus ingresos). Posición con la que, por cierto, coinciden John Williamson y Pedro Pablo Kuczynski en el libro Después del Consenso de Washington, editado por ambos (la ironía aquí radica en el hecho de que fue el propio Williamson quien acuñó la frase «Consenso de Washington», y resumió su contenido). De hecho, el primero de ellos señala en la introducción que una leve redistribución del ingreso tendría el mismo impacto sobre los niveles de pobreza que muchos años de crecimiento económico con una distribución constante del ingreso. Unas páginas más adelante, el autor recuerda que la tributación progresiva (p. ej. paga más el que más tiene) es el «clásico instrumento redistributivo», y que la incidencia creciente de los impuestos indirectos sobre la recaudación (con el propósito de ampliar la base tributaria) tal vez debiera ser revertida. Solo añade que habría que tener en consideración que algunos impuestos directos tienen un mayor efecto adverso sobre las perspectivas de crecimiento que otros (p. ej. los impuestos sobre el ingreso en comparación con los impuestos sobre la propiedad inmueble). 4 Pero claro, el efecto redistributivo de la tributación no depende esencialmente de cómo se recaude, sino sobre todo de cuánto se recaude y de cómo se gaste. En los estados de bienestar la tributación progresiva suele ir de la mano con presiones tributarias superiores al 30 por ciento del PBI. El promedio latinoamericano se ubica alrededor de un 18 por ciento, pero en el caso de México estamos hablando de una presión tributaria del 11 por ciento. Se trata de recursos insuficientes para reducir de manera significativa la pobreza, incluso si la mayor parte de estos se invirtieran en políticas sociales eficaces y debidamente dirigidas (p. ej. si la mayor cantidad posible de dichos recursos llegasen a quienes realmente los necesitan). Aunque ambas sean necesarias, las políticas sociales que tienen mayor incidencia sobre los niveles de pobreza son aquellas que crean capacidades entre la población, antes que aquellas que se limitan a distribuir bienes de consumo. Estamos hablando de políticas sociales que bien crean infraestructura productiva (como pequeñas obras de irrigación) o bien contribuyen a crear capital humano (como el gasto en salud y, particularmente, en educación). Es decir, se requiere hacer lo opuesto a aquello que hacen buena parte de los países latinoamericanos. Por último, el Consenso de Washington tendió a ignorar en su momento la literatura entonces existente en materia de desarrollo. Eventualmente, sin embargo, la economía neoclásica tuvo que crear su propia teoría del desarrollo, basada en los incentivos que ofrecen a los actores económicos distintas formas de diseño institucional. Nos referimos a lo que en América Latina se denominó «reformas de segunda generación»: es decir, las reformas institucionales que debían complementar a aquellas 5 basadas en políticas de estabilización económica, apertura comercial, desregulación de mercados y privatización de empresas públicas (y que explicaría por qué esa primera generación de reformas no tuvo el éxito esperado). En el caso de México, fuentes como el mencionado informe del Banco Mundial ponen el énfasis en dos ejes: en primer lugar, la reforma del sector energético (esencialmente, electricidad e hidrocarburos), lo cual en buen romance quiere decir que ese sector debería abrirse en la medida de lo posible a la participación del capital privado. En segundo lugar, la reforma del Estado, y en particular la del Poder Judicial (en tanto garante de los derechos de propiedad y del cumplimiento de los contratos). Tal vez por todo esto existen quienes sostienen en México que, juzgado en función de los objetivos que se trazó, el TLCAN constituye un éxito rotundo, para luego agregar (en forma por demás culposa), que nadie afirmó jamás que ese tratado fuese una panacea universal. 6