: ESPACIO PARA PENSAR Yo soy el PAN de VIDA Meditando el Evangelio 27 de Julio 17º Domingo durante el año (Ciclo A) “Jesús dijo a la multitud: El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo". EVANGELIO REFLEXION EL GOZO DE CREER Son muchos los cristianos que parecen condenados a no entender nunca que el Evangelio es fundametalmente y por encima de todo una «sabiduría de vida», y que por lo tanto debería ser fuente de confianza y de alegría, y una invitación permanente a vivir a fondo y en plenitud. A esos cristianos Dios se les presenta como alguien exigente que hace más incómoda la vida y más pesada la existencia. Y aunque no se atrevan a decirlo, muy en el fondo de sus corazones experimentan que la religión y todo lo que tiene que ver con Dios es una pesada carga que impide vivir la vida en toda su riqueza. En lugar de ser una experiencia que libera y dinamiza lo mejor de cada persona para ponerlo al servicio de los demás, y que además anima a disfrutar sanamente de las cosas buenas de la vida, la religión es algo que oprime y agobia, y que termina aniquilando todo brote de espontaneidad y de humanidad. Sin embargo, Jesús en sus parábolas nos describe al creyente como alguien sorprendido por el hallazgo de un gran tesoro e invadido por un gozo y un entusiasmo desbordantes que determinan en adelante toda su conducta. Del Evangelio según san Mateo (Mt 13, 44-52) Jesús dijo a la multitud: El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró. El Reino de los Cielos se parece también a una red que se echa al mar y recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla y, sentándose, recogen lo bueno en canastas y tiran lo que no sirve. Así sucederá al fin del mundo: vendrán los ángeles y separarán a los malos de entre los justos, para arrojarlos en el horno ardiente. Allí habrá llanto y rechinar de dientes. "¿Comprendieron todo esto?". "Sí", le respondieron. Entonces agregó: "Todo escriba convertido en discípulo del Reino de los Cielos se parece a un dueño de casa que saca de sus reservas lo nuevo y lo viejo". Pero entonces, ¿por qué es tan dificil encontrar hoy esos creyentes llenos de entusiasmo y de alegría? Lo habitual es encontrarse con cristianos y cristianas que con muy buena voluntad son “muy cumplidores” en muchos aspectos, pero cuyas vidas no están signadas por la alegría, el asombro o la sorpresa, ni lo estuvieron nunca. Cristianos y cristianas que en realidad nunca han creído nada con entusiasmo, y cuyo modo de entender y vivir la fe no dista mucho del de aquellos fariseos con los cuales Jesús vivió en permanente conflicto. Hombres y mujeres que apoyan su fe en la «doctrina» o en la la fidelidad a la «Institución», pero en cuyas vidas no se percibe ni gozo ni novedad ni creatividad, porque nunca han experimentado en carne propia el Evangelio como ese tesoro escondido que constituye «el gran secreto de la vida». A lo largo de los siglos, los cristianos hemos elaborado grandes sistemas teológicos, hemos organizado una Iglesia universal, hemos llenado bibliotecas enteras con comentarios muy eruditos al Evangelio, pero a decir verdad son muy pocos los creyentes que sienten el mismo entusiasmo y la misma alegría que aquel hombre que encontró un tesoro escondido en el campo. Y sin embargo, también hoy puede suceder que una persona se encuentre repentinamente inmersa en una profunda y transformadora experiencia de Dios, y que de ahí resulte una alegría y un gozo incontenibles capaces de generar un cambio radical en su existencia, que determine en adelante una nueva orientación para su vida. En todo caso, lo único que se nos pide es «cavar» con confianza. Detenernos a meditar y saborear despacio lo que con tanta ligereza e inconsciencia confiesan nuestros labios. No quedarnos en la repetición de fórmulas externas ni en el mero cumplimiento de ritos, simplemente por costumbre o por tradición, sino encarnar en lo grande y en lo pequeño el mensaje del Evangelio, tratando de hacer nuestros los criterios de Jesús y de esforzarnos desde el propio lugar por hacer realidad el Reino de Dios. Descubrir, en fin, las raíces más profundas de nuestra fe, y abrirnos confiada y serenamente a Dios como Jesús lo hizo, teniendo el mismo coraje que él tuvo para abandonarse enteramente en manos del Padre. Entonces descubriremos quizás por vez primera y sin que nos lo digan otros desde fuera, cómo Dios puede ser fuente de vida y plenitud. Y entonces sabremos que la generosidad y la entrega a los demás no son un medio para encontrarnos con Dios, sino la consecuencia de un hallazgo que se nos ofrece gratuita e inesperadamente.