Antonio Escudero Nafs, Sevilla 29 de Noviembre de 2010 Mecanismos, dominio y vulnerabilidad, son tres términos afortunados para encuadrar esta exposición. Hablar de “los mecanismos”, da al tema abordado por estas ponencias una especificidad que le es propia a esta violencia. Al tiempo, el término dominio, nos sitúa en una relación basada en el ejercicio de poder del maltratador que alcanza a la anulación de la identidad de la otra persona. No hablamos pues de violencia interpersonal, donde los miembros de la pareja se agreden mutuamente sin una preponderancia ni en daño, ni en intención de sometimiento, entre ambos componentes. Sin duda, toda violencia interpersonal dentro de una pareja, y nunca olvidemos que habitualmente ante la presencia de niños, es grave por sus consecuencias, pero aquí hablamos de aquella violencia cuyo núcleo radica en los mandatos culturales asumidos y estructurados en un orden social que dicta la predominancia del género masculino. Ejercido bajo la connivencia social de hombres y mujeres, que asumen esta forma de sometimiento como algo tan naturalizado e inevitable como el crecimiento y el envejecimiento de los seres vivos, se construye un orden social a partir de un control coactivo que atraviesa todos los estratos, desde lo macrosocial a lo micro, ya sea físico, como a través de las propias instituciones, o abstracto, como son el juicio de la sociedad sobre estas mujeres, y la encubierta benevolencia hacia los maltratadores. El maltrato hacia la pareja no puede ser entendido si lo desvinculamos de este hecho cultural, pues, (y veremos más adelante), construye nuevos mecanismos, no menos importantes, que actúan durante el ejercicio de esta violencia, que no finalizará, como podemos creer, con la separación de la pareja. Esto da ya sentido al tercer término, vulnerabilidad. Las personas nacidas mujeres, vienen a un mundo social ya construido que ha determinado su vulnerabilidad (no olvidemos por bien conocido, que cubrir por entero a la mujer con ropajes es impuesto por sociedades también patriarcales bajo la justificación de proteger a las mujeres de su vulnerabilidad ante otro hombre, que no sea el propio). Pero además esta violencia, ejercida y mantenida en el tiempo, como todo trauma crónico, deja secuelas que quedan, y que son transmitidas también generacionalmente como vulnerabilidades a los hijos. 1 Dicho lo anterior, esta ponencia intenta demostrar que esta forma de violencia en la pareja se ejerce con el fin de alcanzar el dominio del varón maltratador sobre la mujer a través de la cosificación de ésta; es decir, como en todo dominio, a través de la pérdida de la identidad propia que la mujer tuvo y pudo haber desarrollado. Hay dos formas de femicidio en la violencia de género, los que quedan recogidos como datos concretos y reales (los hard date, o datos duros, en inglés), y los más difíciles de recoger que son la destrucción sistemática de la personalidad propia de una persona. De hecho, muchos de los femicidios físicos, lo son como consecuencia de un intento de las mujeres maltratadas por escapar de su muerte psíquica. Se habla de la dependencia que la mujer tiene de la figura del maltratador, sin recabar, en el patrón registrado y repetido mundialmente que muestra que quien compulsivamente ejerce el control y disuade de la separación a la mujer es el segundo. Los mecanismos para ultimar este control hasta su grado más extremo, son los que se podrían encontrar en cualquier manual de tortura cuyo fin no sea otro que doblegar la voluntad de la persona que es víctima. En una investigación cualitativa que junto a otras compañeras emprendimos y fue base de una tesis doctoral, describimos una serie de mecanismos, los cuales nosotros denominamos, al igual que muchos autores, estrategias del maltrato. Los resultados avalaban lo que otros grupos de investigación habían constatado repetidamente en distintos países. Pese a la complejidad que ello supone, intentaremos exponer cómo estos mecanismos van constituyendo la secuencia dentro de un proceso que se desarrolla en el tiempo, sin dejar de advertir que los mecanismos no son reemplazados por otros nuevos, sino que se suman a los anteriores, potenciándose entre sí de forma sinérgica. Los actos violentos son el medio que inicia el control, podemos hablar como tales, de «actos violentos físicos», de «violaciones de la pareja», de «amenazas» y de «desvalorizaciones». Es oportuno puntualizar en relación con lo anterior, que no existe una violencia psicológica y una violencia física, pues toda violencia es psíquica. Según Dutton y Golant (1997): “[…] lo cierto es que una agresión física también puede considerarse una agresión emocional. Todos nos sentimos ultrajados y avergonzados cuando nos golpean”. 2 No existe una agresión que no transmita un mensaje adherido. Una mujer participante en nuestra investigación expresó: “…fue aquella bofetada aislada y yo no me sentí mujer maltratada, sino culpable de lo que había hecho y que me lo merecía”. La violación “intramatrimonial”, tema muy minimizado, es más que una agresión física, pues se le suma el componente extra de vejación. Finkelhor e Yllo ya en 1985 describieron dos patrones: aquel donde el acto sexual seguía a los golpes, o al tiempo que estos; mientras que en otras ocasiones, podía parecer que la violencia había finalizado y los hombres realizaban el acto sexual como un “maquillaje” del acto violento, como si uno y otro estuvieran desconectados. Pero si el hombre era rechazado, la mujer podía recibir una nueva agresión o ser amenazada con ello. Dos tercios de las mujeres de la investigación de Finkelhor e Yllo sufrieron una violación coincidente con sus intentos de romper la relación. El componente de humillación se intensificaba a la par que la severidad de las agresiones, así, un tercio de las mujeres de la investigación sufrieron la inserción de objetos diversos en la vagina y su fotografía, o la violación anal; la violación se ejerció en una cuarta parte en presencia de otros -usualmente los hijos-; y algunas mujeres sufrieron una mutilación genital. Las amenazas tienen unas propiedades que le dan un especial poder intimidatorio. A medio camino entre el lenguaje verbal o extraverbal y una materialización física que queda suspendida como posible en un tiempo indeterminado. Desde las amenazas explícitas a las latentes, como expresar en presencia de la mujer y sus hijos, ante la noticia de un femicidio –un “no me extraña que las maten”–, las amenazas hacen presente al maltratador en el futuro, manteniendo a la mujer en un estado constante de hipervigilancia. Una de estas mujeres expresaba: “yo tengo el miedo a cuando salga el juicio y él tenga visita con mis hijos, qué va a ser..., he pedido que no haya, pero lo tiene que decir el juez, ¿no?, y si las hay serán controladas, en un punto de encuentro, pero yo sé que a raíz de ahí él me encontrará, él tendrá que venir de Bilbao aquí, a Madrid, y sabrá ya más o menos donde me muevo y mis hijos pueden decir el pueblo donde vivimos, el nombre del colegio y yo tengo miedo a eso.” Las desvalorizaciones continuas a la mujer, merecerían también ser habladas con más extensión, pero seguramente son bien conocidas por las personas presentes. Baste decir al menos, que la que más se repetía en nuestro estudio era la expresión: “estás loca”. Definir a alguien como loca, es decir que su palabra, su queja o cualquier otra cosa que ella diga, será entendido como “un sin-sentido”; es negar la experiencia de 3 la víctima y su existencia como interlocutora digna de ser tenida en cuenta. Es la nadificaión, el camino hacia el desvestimiento de la identidad de la mujer a lo largo del maltrato. La mujer, ejercido el mecanismo del aislamiento, no tiene más interlocutor que al propio maltratador y no hay nadie que pueda constatar su palabra. El aislamiento, es fácil de generar aunque no haya una prohibición expresa por parte del maltratador a que no se relacione, basta con hacer los encuentros primeros con la familia u otras personas, fuera y dentro de la propia casa desagradables, para que emerja en la mujer la vergüenza ajena, y la retirada. Y si no, basta el miedo a sobrepasar el control del tiempo. El móvil, recoge llamadas incesantes de él, que han de ser contestadas, y que determinan cuánto tiempo dispone para alejarse de la casa. En este crisol, o caja cerrada en la que se ha convertido la casa, donde habitan sólo ella, el maltratador y los hijos de ambos, un catalizador hará que todo se vaya precipitando: la imprevisibilidad de las agresiones. Advertido el efecto de este mecanismo por todos los autores, desde la aplicación pionera que Lenore Walker (1979) hizo del concepto de indefensión aprendida de Seligman (1975) sobre la experiencia paralizante en estas mujeres, pasando por el concepto de “vínculo traumático” de Dutton y Painter (1981) que dicho mecanismo genera, el efecto conseguido es que la mujer permanezca en un estado de alerta continuo que mantiene en el tiempo una respuesta de estrés sobre el organismo. La respuesta de estrés es una concatenación de adaptaciones del organismo mediadas por hormonas como el cortisol para que el cuerpo pueda actuar rápidamente ante una situación de peligro, pero nuestros cuerpos no están evolutivamente diseñados para mantener de forma constante los fuertes cambios neurofisiológicos de las reacciones de estrés. Mantenido el estrés a lo largo de los años, va a generar importantes daños físicos y mentales, incluso en los hijos, a los cuales llegan los niveles de cortisol materno en su etapa prenatal. En el plano de formas de estar en el mundo, este “permanecer en alerta” se convierte así en la forma predominante de existencia de la mujer. La imprevisible actuación del maltratador provoca que la mujer quede suspendida expectante en un espacio temporal subjetivo, donde el tiempo sin embargo sigue corriendo. La mujer no se encuentra presente en el aquí y ahora de la cotidianidad, sino en un estado de anticipación de la situación temida; o dicho de otra forma, anticipando el futuro inmediato. En palabras de una mujer maltratada: “[…] y yo en el autobús decía, ‘que, 4 cómo llego, cuando llegue, cuando llegue cómo me lo encontraré hoy, cómo, ¿lo encontraré de buen humor o no lo encontraré de buen humor?’, y yo iba siempre muy nerviosa”. A la vez, dado que los sistemas de percepción y evaluación de las situaciones se enfocan en gran medida a este proceso anticipatorio de la violencia, ello supone no percibir muchas otras experiencias del entorno que requerirían máxima atención, como es el desarrollo de los niños. Así, tantas veces la mujer siente que han habido cosas importantes que no han quedado registradas. Una de estas mujeres expresó: “...yo no sé, yo que sé, se pasa la vida y se pasan los años y estas ahí, va pasando, va pasando y cuando quieres recordar... yo no sé por qué lo he vivido. A veces me pregunto y por qué habré aguantado esto, y por qué habré aguantado esto, y no lo sabes.” Hablar de periodos libres de violencia nos puede adormecer en la ficción de que la violencia ha desparecido entonces. Pero la violencia siempre está presente. Su aparente ausencia no hace sino evocarla. Al igual que un analgésico libra por unas horas del dolor crónico, no lo hace del temor (y certeza) a su reaparición. Incluso en el ciclo de la violencia enunciado por Lenore Walker, lo que le da su carácter destructivo, son las manifestaciones de arrepentimiento como preludio de un nuevo ciclo. Muchas veces entran en juego en la víctima mecanismos de negación ante lo evidente. Una mujer dijo: “aparte de que, bueno, de que cada día era una inútil, cada día eso, o sea, oír cada día de tu vida con aquel..., que no sé cómo llamarlo, y luego, pues tenía el niño ni un año, pues haciendo cosas..., poniéndole incluso la salud en peligro y haciendo cosas muy raras, aparte de las palizas y de los tratos violentos, eso ya como que, bueno, si pasaban más de dos semanas sin eso decía: “Bueno, se ha pasado”. O sea, vamos a ver, vives en otro mundo, pero vives así, una de cal... - En una montaña rusa.” Lo importante, es que la situación de control a través de la violencia no te permite abandonar esa montaña rusa. En la medida que la mujer busca un patrón, una lógica que explique los desencadenantes de la violencia en su pareja, primero para entender, luego para evitar la agresión, sus intentos son sistemáticamente frustrados por la, para ella, caótica aparición de la violencia. Empeñada, como todos los seres humanos, en la búsqueda de una causalidad, caerá en la trampa, de buscar en sí misma dicha causa. Con ello ha dejado abierta la puerta a la aparición de emociones secundarias, más complejas que el miedo, básicamente, y agotada la sorpresa inicial, la culpa y la vergüenza. 5 La culpa: autoaplicada por asumir que ella fue la responsable de no haber sabido ver los signos que anunciaban su situación. La culpa: insertada por la proyección masiva del maltratador, que la inculpa por provocarle o despertar en él una violencia, que sin ella, habría sido innecesaria. La culpa: por el sentimiento de cobardía, para abandonar la relación, por mantener a los hijos en la misma, o por privarles de un padre si consuma la ruptura. Como dice Speziale-Bagliacca (2002): “pero también haberse descuidado uno mismo crea vivencias de culpa. El pobre ser humano parece estar en un encierro”. Y la culpa tiene un efecto, pues en palabras de Etxebarría (2003), “la culpa mantiene a la persona ligada a la situación interpersonal y señala al sujeto el camino hacia la acción reparadora”. La pesadumbre, el sentimiento que atribuía Castilla del Pino a la culpa (1973), impulsa a retornar con el maltratador para reparar el daño, y librarse de la pesadumbre. La vergüenza por el contrario, señalará Etxebarría (2003) provoca el deseo de huída de la situación, siempre ante otros, de sentirse juzgada: “tonta”, “como que eres una persona débil, como cobarde”, “si te dan es porque tú quieres”, “algo le habrás hecho”, “¿Por qué aguantas?, ¿es que te gusta que te peguen?” o, “es que son masocas”, son algunas de las expresiones de este juicio social que han vivido estas mujeres. Una de ellas, lo expresaba de una forma inigualable en su clarificación: “-Y después es la vergüenza1, la vergüenza de que socialmente tú vayas a decir a alguien ‘mi marido, mi novio o mi pareja me ha pegado’, porque van a decir ‘usted es tonta, ¿o qué le pasa? ’ o ‘¿qué le has hecho para que te pegue?’, porque la culpa la gente te la echa a ti y la vergüenza de reconocer que eres una mujer maltratada es muy grande, o sea, de reconocerlo en tu propia familia ya, o sea, decírselo a tu padre, decírselo a tus hermanos o lo que sea es muy grande...”. La vergüenza, el juicio social, se eleva como un muro invisible al que somos ajenos pero construimos entre todas las personas. arrastrada por la culpa hacia el agresor, y con una narración tendente a ser mirada como sospechosa por los demás, la mujer puede volver con el maltratador; cambia el miedo de la amenaza, por el miedo puro a la agresión, y puede optar finalmente por sacrificar su identidad al maltratador. Este juicio social, no queda en el dicho o en el comentario hiriente, pues infiltrado en las instituciones de protección, determina juicios aparentemente científicos como el 1 Alude a la vergüenza después de la culpa (en su forma de impuesta) 6 Síndrome de Alienación Parental, el Síndrome de Memorias Falsas, de las Interferencias Parentales u otros eufemismos, que, reducidos a su esencia, determinan por definición que mujeres y nichos mienten, mientras el varón, igualmente por definición es el “buen progenitor”. Así sin más, desde los juzgados se emiten sentencias con un aparentemente soporte científico –negado continuamente por las asociaciones científicas extranjeras y españolas, e incluso por las Instancias judiciales de máximo rango estatal2. Pese a las evidencias en contra, lo que se busca es materializar la peor amenaza para la mujer, -y para el propio menor-: retirar de una forma radical y perpetuada la custodia del menor. Tanto la mujer, como el propio menor, ahora diagnosticados de un falso síndrome “médico”, se enfrentan a la lógica circular de que hagan lo que hagan, ello sólo confirma el “diagnóstico” e intensifica la “terapia de la amenaza”, término acuñado como la forma terapéutica de actuar en el SAP. Y dado que la denuncia por abusos es considerado el principal signo del diagnóstico, permite y facilita que el menor sea entregado a quien efectivamente pudo perpetrar el abuso denunciado. Así, mientras se da el mensaje a las mujeres de que deben denunciar, esto puede abocar a que por las propias instituciones de protección a las que se acude, se inicien los pasos para la retirada radical de la custodia a la madre, con todos los efectos que sobre el psiquismo del menor –y no cabe duda que sobre la madre- tiene esta medida. Enfrentada sólo a él, e incluso a hijos que han permanecido y han adoptado el rol del maltratador como situación más ventajosa que la de víctima, no tiene ya más interlocutor que ese único Otro poderoso, que sí sigue una lógica en sus actos de violencia: ella es para él, no lo ella dice ser, sino lo que él quiere que sea, la causante de sus frustraciones, la depositaria de las proyecciones de todo aquello que no desea asumir de sí mismo. La violencia así, no llega a ser tal para el maltratador, sino justicia que él aplica a partir de la identidad adjudicada a ella, que la transforma en un ser que traicionó sus expectativas y que sería quien realmente le agrede a él, quien se llama a sí mismo “la verdadera víctima”. Para controlarla, la cubre por completo, como un pesado vestido, con la identidad que ha construido para ella. Una pregunta aquí oportuna, finalizando esta intervención es, ¿qué hace de esta violencia interpersonal algo tan destructivo? La respuesta más inmediata sería: Es una violencia ejercida por otro ser humano, el mayor trauma posible, que no se El Observatorio Estatal para la Violencia de Género, el Consejo General del Poder Judicial, o la Fiscalía del Tribunal Supremo entre otros. 2 7 presenta a manos de un desconocido asaltante, sino por aquel con quien socialmente se espera que sea alcanzado el mayor grado de intimidad en una relación humana. Diremos entonces que el principal factor diferencial con las demás formas de violencia interpersonal reside en la naturaleza del vínculo. A través de los vínculos, por definición, se desarrollan las conductas portadoras de afecto, de cuidado, protección, permanencia y desarrollo personal, tanto de un adulto hacia un niño, o mutuamente en la relación interpersonal de pareja. Un vínculo que debiera caracterizarse por su elevado grado de intimidad y protección. Toda aquella relación que atenaza, ata, o asfixia, podemos llamarla si acaso lazo, pero no vínculo. El vínculo construye y sostiene identidades, subjetividades y ante todo reconocimiento por un otro importante. No suele ser así de perfecto, pero basta con que se aproxime a esta idea. Por ello, vínculo de pareja y relación de pareja no son conceptos intercambiables. Y aquí reside la gran confusión que dejará a la mujer en un estado constante de “no entender”; y es, que lo que para la mujer es una relación de vínculo afectivo, para el maltratador lo es de poder y sometimiento, una relación de lazo corredizo. Y “no entender” por ella, es negar la evidencia: que quien goza del grado de máxima intimidad, en lugar de afecto y de reconocimiento de su singularidad, utiliza dicha intimidad como coartada para el control coercitivo y el dominio de ella. Despojada de lo que es, o fue, para sólo poder ser aquello que él designe que sea, un mero objeto sin valor, pero al que no se deja marchar, porque si no, ¿qué sería del maltratador sin alguien culpable de su frustración y de menos valor que él? Pero, y aquí finalizo, y aun con todo, ¿por qué ella tendría que entender esto? REFERENCIAS Castilla del Pino, Carlos: La culpa, Madrid: Alianza Editorial, 1973. Dutton, Donald G, Susan Lee Painter: Traumatic bonding: the development of emotional attachment in battered women and other relationhips of intermittent abuse, Victimiology: An International Journal, 6 (1-4):139-155, 1981. Escudero Nafs, Antonio: Tesis Doctoral: Factores que influyen en la prolongación de una situación de maltrato a la mujer: un análisis cualitativo. Departamento de Psiquiatría, Universidad Autónoma de Madrid, 2004. 8 Etxebarría, Itziar: “Las emociones autoconscientes: culpa, vergüenza y orgullo”, en FernándezAbascal, Enrique G., María Pilar Jiménez, M.P. y María Dolores Martín, M.D., eds, Emoción y motivación Vol. I., Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, pp 369-393, 2003. Finkelhor, David y Kersti Yllo: License to rape. Sexual abuse of wives. Nueva York: Holt, Rinehart and Winston, 1985. Seligman Martin E.P.: Indefensión, Madrid: Debate, 1981. Walker, Lenore E.: The battered women, Nueva York: Harper and Row, 1979. 9