LA FRATERNIDAD ES UNA DIMENSIÓN ESENCIAL DEL HOMBRE

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Encuentro 2: Creando lazos de fraternidad y amistad
LA FRATERNIDAD ES UNA DIMENSIÓN ESENCIAL
DEL HOMBRE1
El corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su interior el deseo
de una vida plena, de la que forma parte un anhelo indeleble de
fraternidad, que nos invita a la comunión con los otros, en los que
encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger
y querer.
De hecho, la fraternidad es una dimensión esencial del hombre, que es un
ser relacional. La viva conciencia de este carácter relacional nos lleva a ver
y a tratar a cada persona como una verdadera hermana y un verdadero
hermano; sin ella, es imposible la construcción de una sociedad justa, de
una paz estable y duradera. Y es necesario recordar que normalmente la
fraternidad se empieza a aprender en el seno de la familia, sobre todo
gracias a las responsabilidades complementarias de cada uno de sus
miembros, en particular del padre y de la madre. La familia es la fuente de
toda fraternidad, y por eso es también el fundamento y el camino
primordial para la paz, pues, por vocación, debería contagiar al mundo con
su amor.
Para comprender mejor esta vocación del hombre a la fraternidad, para
conocer más adecuadamente los obstáculos que se interponen en su
realización y descubrir los caminos para superarlos, es fundamental
S.S. francisco. Mensaje para la celebración de la XLVII Jornada Mundial de la paz, 01 de enero
2014.
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Material de apoyo para los encuentros de Catequesis Familiar de Iniciación a la Vida Eucarística
“El Señor Sale a Nuestro Encuentro”.
Encuentro 2: Creando lazos de fraternidad y amistad
dejarse guiar por el conocimiento del designio de Dios, que nos presenta
luminosamente la Sagrada Escritura.
Según el relato de los orígenes, todos los hombres proceden de unos
padres comunes, de Adán y Eva, pareja creada por Dios a su imagen y
semejanza (cf. Gn 1,26), de los cuales nacen Caín y Abel. En la historia de
la primera familia leemos la génesis de la sociedad, la evolución de las
relaciones entre las personas y los pueblos.
Abel es pastor, Caín es labrador. Su identidad profunda y, a la vez, su
vocación, es ser hermanos, en la diversidad de su actividad y cultura, de su
modo de relacionarse con Dios y con la creación. Pero el asesinato de Abel
por parte de Caín deja constancia trágicamente del rechazo radical de la
vocación a ser hermanos. Su historia (cf. Gn 4,1-16) pone en evidencia la
dificultad de la tarea a la que están llamados todos los hombres, vivir
unidos, preocupándose los unos de los otros. Caín, al no aceptar la
predilección de Dios por Abel, que le ofrecía lo mejor de su rebaño –«el
Señor se fijó en Abel y en su ofrenda, pero no se fijó en Caín ni en su
ofrenda» (Gn 4,4-5) –, mata a Abel por envidia. De esta manera, se niega a
reconocerlo como hermano, a relacionarse positivamente con él, a vivir
ante Dios asumiendo sus responsabilidades de cuidar y proteger al otro. A
la pregunta «¿Dónde está tu hermano?», con la que Dios interpela a Caín
pidiéndole cuentas por lo que ha hecho, él responde: «No lo sé; ¿acaso soy
yo el guardián de mi hermano?» (Gn 4,9). Después –nos dice el Génesis–
«Caín salió de la presencia del Señor» (4,16).
Hemos de preguntarnos por los motivos profundos que han llevado a Caín
a dejar de lado el vínculo de fraternidad y, junto con él, el vínculo de
reciprocidad y de comunión que lo unía a su hermano Abel. Dios mismo
denuncia y recrimina a Caín su connivencia con el mal: «El pecado acecha
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a la puerta» (Gn 4,7). No obstante, Caín no lucha contra el mal y decide
igualmente alzar la mano «contra su hermano Abel» (Gn 4,8), rechazando
el proyecto de Dios. Frustra así su vocación originaria de ser hijo de Dios
y a vivir la fraternidad.
El relato de Caín y Abel nos enseña que la humanidad lleva inscrita en sí
una vocación a la fraternidad, pero también la dramática posibilidad de su
traición. Da testimonio de ello el egoísmo cotidiano, que está en el fondo
de tantas guerras e injusticias: muchos hombres y mujeres mueren a
manos de hermanos y hermanas que no saben reconocerse como tales, es
decir, como seres hechos para la reciprocidad, para la comunión y para el
don.
«Y todos ustedes son hermanos» (Mt 23,8)
Surge espontánea la pregunta: ¿los hombres y las mujeres de este mundo
podrán corresponder alguna vez plenamente al anhelo de fraternidad, que
Dios Padre imprimió en ellos? ¿Conseguirán, sólo con sus fuerzas, vencer
la indiferencia, el egoísmo y el odio, y aceptar las legítimas diferencias que
caracterizan a los hermanos y hermanas?
Parafraseando sus palabras, podríamos sintetizar así la respuesta que nos
da el Señor Jesús: Ya que hay un solo Padre, que es Dios, todos ustedes
son hermanos (cf. Mt 23,8-9). La fraternidad está enraizada en la
paternidad de Dios. No se trata de una paternidad genérica, indiferenciada
e históricamente ineficaz, sino de un amor personal, puntual y
extraordinariamente concreto de Dios por cada ser humano (cf. Mt 6,2530). Una paternidad, por tanto, que genera eficazmente fraternidad,
porque el amor de Dios, cuando es acogido, se convierte en el agente más
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asombroso de transformación de la existencia y de las relaciones con los
otros, abriendo a los hombres a la solidaridad y a la reciprocidad.
Sobre todo, la fraternidad humana ha sido regenerada en y por Jesucristo
con su muerte y resurrección. La cruz es el “lugar” definitivo donde se
funda la fraternidad, que los hombres no son capaces de generar por sí
mismos. Jesucristo, que ha asumido la naturaleza humana para redimirla,
amando al Padre hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf. Flp 2,8),
mediante su resurrección nos constituye en humanidad nueva, en total
comunión con la voluntad de Dios, con su proyecto, que comprende la
plena realización de la vocación a la fraternidad.
Jesús asume desde el principio el proyecto de Dios, concediéndole el
primado sobre todas las cosas. Pero Cristo, con su abandono a la muerte
por amor al Padre, se convierte en principio nuevo y definitivo para todos
nosotros, llamados a reconocernos hermanos en Él, hijos del mismo Padre.
Él es la misma Alianza, el lugar personal de la reconciliación del hombre
con Dios y de los hermanos entre sí. En la muerte en cruz de Jesús
también queda superada la separación entre pueblos, entre el pueblo de la
Alianza y el pueblo de los Gentiles, privado de esperanza porque hasta
aquel momento era ajeno a los pactos de la Promesa. Como leemos en la
Carta a los Efesios, Jesucristo reconcilia en sí a todos los hombres. Él es la
paz, porque de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando el muro de
separación que los dividía, la enemistad. Él ha creado en sí mismo un solo
pueblo, un solo hombre nuevo, una sola humanidad (cf. 2,14-16).
Quien acepta la vida de Cristo y vive en Él reconoce a Dios como Padre y
se entrega totalmente a Él, amándolo sobre todas las cosas. El hombre
reconciliado ve en Dios al Padre de todos y, en consecuencia, siente el
llamado a vivir una fraternidad abierta a todos. En Cristo, el otro es
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aceptado y amado como hijo o hija de Dios, como hermano o hermana, no
como un extraño, y menos aún como un contrincante o un enemigo. En la
familia de Dios, donde todos son hijos de un mismo Padre, y todos están
injertados en Cristo, hijos en el Hijo, no hay “vidas descartables”. Todos
gozan de igual e intangible dignidad. Todos son amados por Dios, todos
han sido rescatados por la sangre de Cristo, muerto en cruz y resucitado
por cada uno. Ésta es la razón por la que no podemos quedarnos
indiferentes ante la suerte de los hermanos.
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